Capítulo 9

Aunque la distancia de Las Vegas hasta las tierras del Gran Cañón no alcanzaba ni treinta kilómetros, podría haber sido perfectamente la distancia que había hasta otro planeta. Las luces y la civilización se transformaban en un desierto que daba paso a una de las zonas más salvajes y montañosas del país.

Para un turista cansado de perder dinero en los casinos, aquellos cañones podían suponer un refrescante cambio, pensó Gabe. Pero, de alguna manera, sospechaba que Tammy Diller había elegido aquel lugar por motivos completamente diferentes.

Gabe se frotó la barbilla, lenta, muy lentamente. Tammy ya había llegado en un Cadillac amarillo claro. Gabe había podido contemplarla durante un buen rato y no le había hecho gracia lo que había visto.

Aunque la señorita Diller no lo sabía, el detective se encontraba a unos ocho metros por encima de ella, tumbado en el polvoriento saliente de una roca. Era una posición estratégica que le permitía estar lo suficientemente cerca de ellas como para oír su conversación. Eso en el caso de que no se asara antes.

Tammy le había sugerido a Rebecca que se encontraran en el merendero situado en el interior de la zona recreativa del parque. Era un lugar pacífico y totalmente inofensivo para mantener una conversación privada. Y aparentemente seguro, puesto que era público. Pero en un día de trabajo y con aquel sol implacable reflejándose en las rocas desnudas, era también insoportablemente caluroso. No había un solo ser vivo por los alrededores: ni pájaros, ni grillos y, desde luego, ni un solo ser humano.

Gabe se había llevado una cantimplora, pero no se atrevía a arriesgarse a beber por miedo a hacer ruido. Y aunque estaba completamente seguro de que cualquier geólogo consideraría aquel lugar como una suerte de paraíso, a él le importaban un comino tanto la geología como la belleza del paisaje. Cuando había dejado su coche kilómetros atrás y había comenzado a caminar hacia el lugar de la cita, había tenido que hacer un serio esfuerzo para dominar sus nervios al ver lo aislado que estaba. No había ni un solo pueblo, ni un solo edificio a la vista. Era el lugar ideal para hacer cualquier cosa sin arriesgarse a ser descubierto.

Y la mujer que tenía debajo de él había activado todas las alarmas de Gabe. Tammy había llegado veinte minutos antes de la hora prevista para la reunión, de modo que había tenido tiempo más que suficiente para observarla. Tenía una larga melena castaña que le llegaba hasta los hombros. Suponía que otra mujer habría considerado original su estilo, pero él lo encontraba vulgar.

También su maquillaje lo era y parecía habérselo aplicado en toneladas en los ojos. Las piernas no estaban mal. Llevaba una blusa que le llegaba casi hasta el cuello. Gabe pensó que probablemente estaba intentando parecer inocente y digna de confianza con aquella ropa de aspecto caro. Pero su forma de llevarla, su caminar, la delataba. Aquella mujer estaba muy trabajada. Aunque Gabe sospechaba que Rebecca le retorcería el cuello con alguna de sus arengas feministas si lo oía utilizar un término como aquel para hablar de Tammy.

Pero lo era. Tammy Diller era una prostituta hasta los huesos. Había miles de kilómetros de la peor vida reflejados en aquellos ojos. No había nada malo en su rostro, de hecho, podría decirse que era una mujer bonita. Pero su expresión era más dura que una bota de cuero. Estaba suficientemente alerta como para saltar al menor ruido, aunque Gabe no estuviera haciendo ninguno.

Ambos oyeron el ronroneo del motor de un coche. Tenía que ser la llegada de Rebecca. Gabe sintió cómo se tensaban todos sus músculos, pero no apartó en ningún momento la mirada de Rebecca. A más velocidad de la que tardaba en llegar una mala noticia, Tammy apagó su cigarro, tiró el chicle, se puso un par de gafas de sol y recompuso su rostro hasta convertirlo en un modelo de calma y serenidad.

Rebecca dejó el Mazda negro al lado del coche de Tammy y salió.

«Muy bien, pelirroja», pensó Gabe. «Aunque solo sea por esta vez, sígueme la corriente. Haz lo que acordamos: habla, pero no demasiado, no saques el tema de Mónica, y tampoco el de tu hermano. Y, por el amor de Dios, no hables en ningún momento de asesinato. Mañana puedes arriesgar tu cuello si quieres, pequeña, te lo prometo, pero, solo por esta vez, ten mucho cuidado, ¿de acuerdo? Solo por esta vez».

– ¿Señorita Diller? -evidentemente, Rebecca había visto inmediatamente a la otra mujer, porque se dirigió a grandes zancadas hacia ella.

Dios, al lado de Tammy Diller, era como una ráfaga de frescor.

Pero algo andaba mal. Gabe no sabía exactamente qué, no podía imaginarse lo que era. Pero conocía el cuerpo de Rebecca… íntimamente. Quizá nadie más se habría dado cuenta, pero él vio que sus hombros de repente se tensaban, incluso los minúsculos músculos de su rostro se endurecieron, y su sonrisa de pronto le pareció falsa.

Todas las alarmas sonaron en el sistema nervioso de Gabe. Había estado conectado al ordenador hasta altas horas de la madrugada, esperando encontrar algo más sobre el pasado de Tammy o la aparición de cualquier otro sospechoso. A Mónica no le faltaban enemigos. Además, Gabe tenía a todo su equipo comprobando cualquier nombre relacionado con Kate y con Jake Fortune. De aquella investigación, estaban surgiendo páginas y páginas de información, alguna más fácil de obtener que otra. Pero no había encontrado nada que le hubiera servido de justificación para impedir aquella reunión.

En aquel momento, sin embargo, deseó haber lanzado al infierno la lógica y los fríos datos y haber hecho exactamente eso: impedirla. Rebecca se había puesto nerviosa al ver a aquella mujer, había visto algo que, evidentemente, él no sabía. A Gabe le gustaban las sorpresas, pero no cuando concernían a la seguridad de Rebecca, maldita fuera.

Aun así, Rebecca pareció recuperarse rápidamente del impacto inicial. Le tendió la mano a Tammy y, como si fuera la mismísima Pollyana, dijo con una voz cargada de burbujeante entusiasmo:

– ¡Hola! ¡Qué lugar tan maravillosamente tranquilo! Te agradezco sinceramente que hayas decidido perder parte de tu tiempo conmigo.

Tammy le estrechó la mano y le dirigió una sonrisa más brillante que el oro falso. Su acento sureño parecía auténtico, pero era mucho más azucarado que el que Gabe había oído en Nueva Orleans.

– Me encanta este lugar y me pareció ideal para relajarnos. En Las Vegas es terriblemente difícil encontrar un lugar tranquilo.

– En eso tienes toda la razón.

Gabe se estaba perdiendo parte de la conversación. Tammy estaba de espaldas a él, lo que le facilitaba seriamente el espionaje que, en principio, había sido lo único que pretendía hacer: estar suficientemente cerca de ella como para vigilarla y poder moverse a toda velocidad en el caso de que creyera a Rebecca amenazada. Había sido un regalo inesperado que las voces pudieran distinguirse en aquel ambiente tan silencioso, pero las voces se perdían cada vez que alguna de las dos mujeres se movía. Y, como mujeres que eran, parecían incapaces de estarse quietas. Gabe intentaba no respirar, intentaba ignorar el zumbido que sentía en la nuca, intentaba olvidarse del calor y de la piedra que se le estaba clavando en el pecho.

Las dos mujeres parecían estar manteniendo una agradable conversación, carente de tensión y de preocupaciones a juzgar por los retazos que podía ver del rostro de Rebecca. Esta hablaba como una sociable y amistosa cotorra y Gabe no pudo menos que felicitarla en silencio por su conversación.

Ambas se acercaron ligeramente a él, y de pronto, Tammy inclinó la cabeza y fue directamente al grano.

– Ayer, todo el mundo con el que me encontré me dijo que había alguien buscándome. Y puesto que no nos conocemos, no podía imaginarme por qué.

– Bueno, si puedo ser sincera contigo…

Un repentino escalofrío recorrió la espalda de Gabe. Había estado provocado por el tono cándido de Rebecca. La última vez que la había oído hablar en ese tono había sido para informarlo de que ella jamás huía o salía corriendo cuando tenía un problema. Y, maldita fuera, él lo sabía perfectamente. Rebecca le había demostrado que no había un solo disparate que no estuviera dispuesta a cometer para salvar a su hermano. Jamás había dado la espalda a un problema a causa del riesgo. Y la noche anterior le había enseñado íntimamente aquella lección, con el riesgo que había estado dispuesta a correr con él.

Cada momento, cada una de las caricias de la noche anterior se repitió en su mente. Y la sensación de alarma cedió a una velocidad vertiginosa.

– Por supuesto que puedes ser sincera conmigo, cariño -le aseguró Tammy.

– Bueno, no sé si te has enterado a través de la prensa de la muerte de Mónica Malone, pero el caso es que mi hermano Jake está acusado del crimen. Yo he encontrado una copia de la carta que Mónica te escribió cerca de la fecha del crimen. No tengo la menor idea de qué relación puedes tener con Mónica, pero esperaba que pudieras ayudarme. Estoy buscando algo, cualquier cosa, que pueda ayudarme a demostrar la inocencia de mi hermano.

A Gabe se le paralizó el corazón. Y la garganta se le quedó más seca que el desierto del Sahara a las doce del mediodía. No solo le había advertido a Rebecca una docena de veces que no dijera nada del asesinato, sino que ella había estado de acuerdo con él, había comprendido que el único tema que no podía sacar con Tammy era el del asesinato de Mónica. Aquella declaración era lo mismo que invitar a Tammy a verla como una amenaza.

«Maldita seas, pelirroja», pensó, «no te atrevas a decir una sola palabra más».

En aquel momento no podía ver el rostro de Tammy, pero sí la vio elevar las manos con gesto inocente.

– Por supuesto que me enteré del asesinato de Mónica. Al fin y al cabo era un personaje público y salió en todos los medios de comunicación. Pero no la conocí personalmente.

– Pero era una carta que te dirigía a ti -insistió Rebecca.

El corazón de Gabe comenzó a latir nuevamente. A una velocidad preocupante. Por sus venas corría suficiente adrenalina como para provocarle una sobredosis. Se debatía mentalmente entre las posibilidades que tendría cuando atrapara a Rebecca: no sabía si meterla en un caldero de aceite hirviendo, dejarla atada a un poste encima de un hormiguero de hormigas asesinas o ahogarla directamente. Todas las opciones le parecían tan tentadoras que resultaba difícil decidirse por ninguna. Pero eso lo dejaría para más tarde. En aquel momento, su mirada estaba pendiente de Tammy. No quería perderla de vista ni una décima de segundo.

– Bueno, tienes razón en lo de la carta de Mónica – admitió Tammy suavemente-. Como puedes imaginar por mi aspecto, he trabajado en algunas ocasiones como modelo. Supongo que Mónica se puso en contacto conmigo por eso. Leí en alguna parte que Mónica tenía una relación muy estrecha con la empresa de cosméticos de tu familia y en esa época yo estaba sin trabajar. Pero sinceramente, no lo sé. Afortunadamente, después volví a trabajar, de modo que no tuve oportunidad de contestarle.

– Bueno, es una pena -dijo Rebecca-. Esperaba que pudieras proporcionarme algún dato concreto que pudiera ayudarme a encontrar a alguien relacionado con Mónica.

– Me temo que no, cariño. Nunca la conocí. No es que no lo sienta… Quiero decir, es terrible que una antigua gloria de Hollywood pueda morir apuñalada con un abrecartas, como en una película antigua. Es increíble que alguien haya podido hacer algo así, ¿verdad? Se me ponen los pelos de punta de solo pensarlo.

Diablos, algo andaba mal. Rebecca consiguió emitir una respuesta pero el color había abandonado su rostro y de pronto estaba aferrándose las manos con fuerza. Aquel tenso movimiento hizo tintinear su brazalete.


Tammy comentó algo sobre el brazalete y la conversación derivó hacia las joyas, en un serio esfuerzo por parte de la señorita Diller de apartar el tema de cualquier cosa que pudiera tener relación con Mónica. Ambas mujeres comenzaron a hacer movimientos nerviosos. Las dos sacaron casi al mismo tiempo las llaves de sus respectivos bolsos y las hicieron oscilar ante ellas sin dejar de hablar. Ninguna de ellas parecía querer prolongar aquella reunión, pero ninguna parecía saber cómo ponerle fin rápidamente.

Gabe se dijo a sí mismo que había llegado el momento de respirar. No podía ocurrir nada más en aquel instante. Tammy hubiera hecho ya algún movimiento si de verdad pretendiera atacar a Rebecca. Y también era posible que, para ella, la reunión hubiera ido bien. Había tenido oportunidad de averiguar lo que quería Rebecca y, con un poco de suerte, hasta había creído en la franqueza y honestidad de Rebecca.

Desgraciadamente, Gabe nunca había creído en los finales felices de los cuentos de hadas.

Permanecer allí tumbado estaba volviéndolo loco. Quería abandonar esa roca y volver a su coche antes de que Tammy se marchara. Desgraciadamente, no tenía manera de hacerlo sin que los ruidos delataran su presencia. Tendría que tener paciencia hasta que Tammy se fuera, pero su mente ya estaba haciendo planes a toda velocidad. Aunque saliera minutos después que la señorita Diller de allí, no le resultaría difícil seguirla. Podría alcanzarla. Eran muy pocas las carreteras que conducían hasta la zona del cañón y sería muy fácil distinguir aquel Cadillac amarillo en la autopista.

Gabe no sabía a donde pretendía dirigirse Tammy después, pero su intuición le decía que debía averiguarlo. Seguirla, ver lo que quería hacer a continuación, era la mejor forma de saber si pretendía hacer algo tras haber obtenido aquella información de Rebecca.

Más tarde tendría tiempo de encargarse de la pelirroja.

Las manos de Rebecca resbalaban en el volante, empapadas por el sudor provocado por los nervios y la emoción. El Mazda negro zumbaba por la autopista, sobrepasando todos los límites de velocidad permitidos hasta que Rebecca se dio cuenta de la fuerza con la que estaba pisando el acelerador.

Rebecca deseaba correr como el viento.

Había estado a punto de sufrir un ataque al corazón al ver a Tammy. Aunque esta había intentado presentarse con una imagen diferente, continuaba pareciéndose de una forma increíble a Lindsay, la hermana mayor de Rebecca. Y en el instante en el que había reconocido aquel parecido, las piezas habían comenzado a encajar.

Tammy Diller era el nombre falso de Tracey Ducet. Ella había sabido desde el primer momento que había algo en aquel nombre que le resultaba familiar. Estaba al corriente de toda la historia de aquella mujer que había intentado hacerse pasar por la hermana gemela de Lindsay un año atrás, pero no había relacionado los dos nombres hasta que había posado sus ojos en Tammy.

Tracey / Tammy tenía que tener muchas agallas para haberse atrevido a encontrarse con ella.

Y por si reconocerla no hubiera sido suficiente para sufrir un ataque al corazón, Rebecca había estado a punto de morir de un infarto en el momento en el que Tracey había mencionado que Mónica había muerto apuñalada. Ningún medio de comunicación había difundido que Mónica había sido asesinada con un abrecartas. La policía había guardado esa información como oro en paño. Habían encontrado muchas pruebas para achacarle el crimen a su hermano, pero todavía quedaban muchas preguntas sin contestar, entre ellas, cuántas huellas dactilares había en aquel antiguo abrecartas y a quién pertenecían. Porque tratándose de los Fortune, aquel iba a ser un juicio muy importante y se había mantenido en secreto cualquier información que pudiera afectar al desarrollo del mismo.

Pero Tracey lo sabía. Ella misma lo había dicho. Había comentado que Mónica había muerto apuñalada y sabía además que la habían matado con un abrecartas.

Eso era todo lo que Rebecca necesitaba oír para estar segura de que la señorita Ducet era la auténtica asesina. Y estaba deseando alejarse de aquella mujer. Quería volver al hotel y decirle tanto a Gabe como a la policía que por fin tenían una información que podían utilizar para incriminarla. Y para sacar a Jake de aquella horrible cárcel.

La autopista estaba relativamente vacía, pero el tráfico aumentó al llegar a la ciudad y Rebecca estaba tan distraída que confundió varias veces el camino. Era bastante difícil perderse en Las Vegas, puesto que la mayoría de los hoteles se anunciaban con inmensos letreros luminosos, pero Rebecca no estaba en condiciones de fijarse en la dirección que tomaba.

Al cabo de un rato, localizó el Circus Circus y se regañó mentalmente por aquella pérdida de tiempo cuando lo único que ella quería era darse prisa. Se dirigió hacia el aparcamiento del hotel, arrancó el ticket de la máquina y pestañeó ante la repentina oscuridad que la recibió. Se suponía que debería encontrarse con Gabe en su habitación. Y después de tantos rodeos, era difícil que no hubiera llegado antes que ella.

Rebecca se moría por tomar el refresco que su garganta reseca le estaba pidiendo a gritos y por ver la cara de Gabe cuando le expusiera las nuevas noticias sobre Tracey. Sabía que la escucharía muy seriamente, porque Gabe jamás dejaba de ser objetivo en su trabajo. Y que en su mirada se reflejaría la ofensa del orgullo herido, porque, pobre muchacho, su ego odiaba que ella descubriera algo que él no había sido capaz de descubrir. Y quizá quedara tan satisfecho que olvidaría que Rebecca había prescindido de todos los acuerdos sobre cómo debería ser su reunión con Tracey.

Gabe ya debería saber a esas alturas que a ella no se le daba bien acatar órdenes y advertencias. De pronto, a Rebecca se le encogió el corazón. Tenía un largo historial en lo que a quebrantar normas se refería en cuanto había alguien que realmente le importaba de por medio, pero nunca había violentado tantas normas como con Gabe, y nunca arriesgando tanto su corazón.

De todas formas, aquel no era momento para pensar en eso. Como la primera planta del aparcamiento estaba ocupada, tuvo que bajar a la segunda. Al final, encontró un hueco libre para dejar el Mazda, apagó el motor y tomó las llaves y el bolso. El pulso le corría a una velocidad de vértigo y tenía todos los nervios en tensión ante la perspectiva de volver a ver a Gabe y por la excitación dejada por su reunión con Tracey.

Salió del coche, lo cerró y se volvió. No había nada, salvo el silencioso y opresivo cemento en todas y cada una de las direcciones. Por un momento, se quedó desorientada, sin estar segura de dónde estaba la salida, sin saber cómo regresar al hotel.

– ¡Eh!

Rebecca se volvió al oír aquella voz masculina. En un primer momento, no le resultó extraño que un hombre la llamara. Las Vegas era un lugar turístico y era normal que la gente entablara conversación con desconocidos prácticamente en cualquier lugar. Y lo primero en lo que se fijó fue en la sonrisa de aquel hombre. Su mente registró otros detalles, como que era alto, rubio y llevaba el inofensivo atuendo de un turista. Era un hombre atractivo y juvenil, que debía rondar los treinta y cinco años… Y, de pronto, su memoria se activó.

Tammy tenía un compañero. Esa era una de las razones por las que debía haber relacionado a Tammy con Tracey antes de verla, porque el novio había formado parte del chanchullo en el que había intentado envolver Tracey a la familia Fortune. Dwayne, Wayne, un nombre parecido. Pero para cuando reconoció el peligro, ya era demasiado tarde. En cuestión de segundos, aquel tipo la había alcanzado. E, incluso bajo la lúgubre luz del aparcamiento, se podía distinguir con claridad su expresión sonriente y cordial.

Pero entonces Rebecca reparó en que llevaba un objeto plateado y brillante en la mano izquierda. Todavía estaba sonriendo cuando blandió la navaja.

No había nadie a la vista, ningún sonido o movimiento indicaba que pudiera haber alguien ni remotamente cerca. Pero aquello no detuvo a Rebecca. Tomó una bocanada de aire con la intención de gritar suficientemente fuerte como para llamar la atención a un muerto.

Pero el grito nunca se produjo. Apenas consiguió emitir un graznido antes de que aquel tipo se abalanzara sobre ella y le retorciera dolorosamente el brazo. El olor de una empalagosa colonia masculina invadió la pituitaria de Rebecca. Sentía el frío del acero en la garganta y el pánico arrastrándola como una marea de la que era imposible escapar.

El nombre de Wayne Potts resonó en su cabeza como un disparo. Un disparo completamente inútil, porque encajar por fin todos los detalles no iba a protegerla de nada en aquel momento. Debería haber tenido más cuidado. Debería haber confiado en su intuición y haberse esforzado en recordar por qué el nombre de Tammy Diller le resultaba familiar. Pero todos esos «debería» no eran nada comparados con la sensación de aquella fría hoja en su garganta.

– Llega tarde, señorita Fortune. La esperaba hace unos veinte minutos y estaba empezando a preguntarme qué demonios podría haberle pasado. ¿Se ha perdido? No debería haber tardado tanto en recorrer menos de treinta kilómetros.

¿Pretendía hablar con ella? Porque Rebecca no estaba para conversaciones, sino a punto de dejarse arrastrar por la histeria, de disolverse en un charco de terror. Era incapaz de concentrarse en nada que no fuera aquella navaja que estaba tan cerca de su cuello. Pero, por otra parte, mientras aquel tipo continuara hablando, ella no iba a morir.

– ¿Cómo sabe mi nombre?

– No me ha resultado muy difícil averiguarlo. Los teléfonos móviles han sido una gran aportación tecnológica a nuestras vidas, ¿no cree? Lo sé todo sobre usted. Tracey no podía esperar a contármelo. Y ha jugado muy bien, señorita Fortune. Ha conseguido convencer a Tracey de que es tan inocente como un gatito recién nacido… y de que se ha creído todo lo que ella le ha dicho.

Volvió a retorcerle el brazo, haciendo que los ojos se le llenaran de lágrimas. Bajo la pesada fragancia de su colonia, Rebecca distinguía el repugnante olor de su sudor. Un sudor nacido de la excitación. Aquel hombre estaba disfrutando de la situación, comprendió intuitivamente. Pero no conseguía hacer que su voz sonara real ni siquiera para salvar su propia vida.

– No lo comprendo. No tengo ni idea de lo que me está hablando. Jamás he oído hablar de ninguna Tracey.

Su agresor soltó una carcajada carente por completo de humor.

– Buen intento pequeña. Pero yo no intentaría mentir a un jugador. Ha reconocido a Tracey nada más verla, ¿verdad? Por supuesto que sí. Tracey es idéntica a su hermana mayor. Le dije a Tracey que esa reunión era una estupidez, pero no quiso escucharme. Decía que era demasiado importante para nosotros descubrir lo que usted sabía. Y ya hemos encontrado la respuesta, ¿verdad? Es evidente que sabe demasiado.

De pronto, y procedente de ninguna parte, se oyó el chirriar de unos neumáticos. Aquella interrupción fue suficiente para que Wayne alzara la mirada. Pero no Rebecca. Cuando aquel canalla levantó la cabeza, tensó la navaja sobre su garganta. Rebecca no podía arriesgarse a mover la cabeza ni una fracción de milímetro. Pero por el rabillo del ojo distinguió la capota blanca del coche que Gabe había alquilado bajando a toda velocidad la rampa del aparcamiento.

A partir de ahí, todo transcurrió en cuestión de segundos. Si Wayne hubiera tenido cerebro, se habría dado cuenta que tenía entre sus manos la carta más valiosa y la mejor jugada habría sido retenerla. Pero solo había tiempo para la respuesta más instintiva, y la respuesta instintiva de Wayne ante un problema era salir corriendo.

El filo de la navaja arañaba el cuello de Rebecca, pero de pronto Wayne la empujó bruscamente y Rebecca se sintió inesperadamente libre. Chocó violentamente contra el coche de Gabe. Durante unos segundos, apenas pudo mantener el equilibrio, ni siquiera podía respirar y lo único que quería era dejar que sus rodillas se doblaran y tener un agradable y ruidoso ataque de histeria. Pero entonces vio a Gabe. Se movía a la velocidad del rayo y un brillo terrorífico iluminaba sus ojos negros.

– ¡Gabe, tiene una navaja! -le advirtió.

Pero aquello era como hablar con un motor a reacción.

Un motor a reacción y además sordo. Gabe pareció volar sobre Wayne mientras le hacía un placaje que dejó a ambos peleando sobre el cemento. La navaja plateada salió volando y aterrizó bajo el coche de algún desconocido.,

Gabe ya estaba sujetando a Wayne, obligándolo a levantarse y retorciéndole el brazo. Enterró el puño en su diafragma, haciéndole doblarse sobre sí mismo con un sordo lamento. Después volvió a agarrarlo como si no pesara más que un perro, le sujetó ambas manos por encima de la cabeza y volvió a tirarlo contra el suelo. Wayne gritaba y lloraba mientras intentaba escapar gateando, protegiéndose al mismo tiempo.

Rebecca estaba paralizada, con las manos sobre el estómago y demasiado impactada para tener la menor idea de lo que debía hacer. Era obvio que ayudar a Gabe, ¿pero cómo? ¿Haciéndose con la navaja? ¿Llamando a la policía? ¿Pero cómo iba a dejar solo a Gabe?

Entonces, el sonido de un coche añadió más confusión al alboroto de la pelea. Se trataba solo de unos turistas, una pareja de jubilados que habían elegido inconscientemente aquel momento para aparcar su coche. Rebecca se interpuso en medio de su camino, ondeando salvajemente los brazos para que se detuvieran. Dos pares de ojos la miraron con incrédulo asombro.

– ¡Dejen allí el coche y llamen a la policía, por favor! -les gritó.

Como continuaban completamente paralizados, gritó de nuevo:

– ¡Vamos! ¡Vayan al hotel y llamen a la policía!

Tanto el hombre como la mujer se precipitaron a salir en aquel momento. El caballero tuvo la presencia de ánimo para preguntar:

– ¿Está usted bien?

– Estoy bien, estoy bien -les aseguró.

Pero en cuanto los perdió de vista, pensó que no había estado peor en toda su vida. Y se volvió justo a tiempo de ver a Gabe asestando un nuevo puñetazo en el estómago de Wayne, y pensó que tampoco Gabe estaba demasiado bien.

Además, estaba comenzando a asustarla. Quizá fuera el otro hombre el que se estuviera llevando la paliza, pero su intuición femenina le decía que Gabe estaba librando allí una suerte de batalla diferente. Jamás lo había visto tan mortalmente frío como entonces. El instinto le hizo gritar:

– ¡Gabe, estoy bien! ¡No me ha hecho ningún daño!


No hubo una respuesta inmediata. Rebecca no sabía si la había oído o no, si la había visto, si sabía siquiera que estaba allí. De modo que se acercó corriendo a los dos hombres sin estar todavía muy segura de lo que podía hacer, de lo que debía hacer. Y cuanto más se acercaba, mejor podía ver la oscura furia de la expresión de Gabe. Dios, aquella mirada se quedaría grabada para siempre en su mente como una pesadilla.

– Estoy bien, no me ha hecho daño -repitió una y otra vez.

Debió de oírla entonces. O quizá, simplemente, decidió que había llegado el momento de detenerse. Wayne se derrumbó contra la pared de cemento, dobló las rodillas y terminó llorando en el suelo. Al principio, parecía incapaz de creer que Gabe hubiera dejado de golpearlo.

Se abrieron las puertas de metal del aparcamiento y comenzó a entrar gente corriendo. Rebecca vio a los vigilantes corriendo hacia ellos, oyó el aullido de las sirenas y cerró los ojos durante un segundo, mientras intentaba recuperar la respiración.

Cuando volvió a abrirlos, a pesar de todos los gritos, los ruidos y el remolino de cuerpos, lo único que vio fueron los ojos de Gabe encontrándose con los suyos, como si ellos dos fueran los únicos seres humanos que habitaban el universo.

Загрузка...