2 BURBUJEOS

La humanidad, por supuesto, siempre ha estado y siempre estará bajo el yugo de las mariposas en cuestión de costumbres sociales, ropa, entretenimiento, y del gasto que tales cosas implican.

Hugh Shetfield, The sovereignty of society, 1909

MINIGOLF (1927–1931)

Entretenimiento de moda consistente en pequeños campos de golf con dieciocho hoyos muy cortos complicados con molinos, cascadas y diminutas trampas de arena. Su popularidad resulta fácilmente explicable. Era un sitio barato para una cita durante la Depresión, su umbral de destreza era bajo y ofrecía múltiples niveles de logro; además te permitía fingir durante un par de horas que formabas parte de la refinada élite del club de campo. Más de cuarenta mil instalaciones surgieron por todo el país y, en el momento culminante, su popularidad era tal que supuso incluso una amenaza para el cine y los estudios prohibieron a sus actores que los vieran jugando al minigolf. Finalizó por saturación.


El nacimiento del río Colorado tampoco lo parece. Está en un glaciar en lo alto de las montañas Green River, y parece más bien una tundra, nieve y roca.

Pero incluso en lo más profundo del invierno algo se funde, una gota aquí, un hilillo allá, una pequeña película de agua se forma en los bordes del glaciar y cae al suelo congelado. Cae y se congela, converge, tan lentamente que resulta imperceptible.

La investigación científica es similar. Los eurekas como el de Arquímedes cuando se metió en la bañera y halló de pronto la respuesta al problema de la densidad de los metales son pocos e infrecuentes; todo suele conseguirse a base de probar y fallar y volver a probar otra cosa, añadir datos y eliminar variables, observar los resultados y tratar de comprender dónde metiste la pata.

Fíjense en Arno Penzias y Robert Wilson. Su objetivo era medir la intensidad absoluta de las señales de radio procedentes del espacio, pero primero tenían que deshacerse del ruido de fondo de su detector.

Lo llevaron al campo para librarse del ruido de la ciudad, las estaciones de radar, y el ruido atmosférico; les fue de ayuda, pero siguieron teniendo ruido de fondo.

Trataron de determinar la causa. ¿Los pájaros? Se subieron al tejado y miraron la antena en forma de cuerno. En efecto, las palomas habían anidado allí y sus deposiciones podían ser la causa del problema.

Expulsaron a las palomas, limpiaron la antena, y sellaron todas las posibles rendijas y uniones (probablemente con cinta adhesiva). Seguía habiendo ruido de fondo.

Muy bien. ¿Entonces de qué podía tratarse? ¿Corrientes de electrones de las pruebas nucleares? Si era así, el ruido tenía que ir disminuyendo, ya que las pruebas atómicas estaban prohibidas desde 1963.

Realizaron docenas de tests sobre la intensidad para ver si era eso. No lo era. Y el resultado era el mismo estuvieran donde estuviesen, lo cual no tenía ningún sentido.

Durante cinco años realizaron pruebas y más pruebas, grabaron y volvieron a grabar, limpiaron mierda de paloma, y se desesperaron creyendo que jamás llegarían a realizar su experimento sobre la intensidad de las señales de radio antes de darse cuenta de que el ruido de fondo no era tal: eran microondas; el eco del Big Bang.

El viernes, Flip trajo el nuevo impreso para solicitar fondos. Tenía sesenta y ocho páginas y estaba mal grapado. Tres páginas se salieron mientras Flip atravesaba la puerta y otras dos más cuando me lo tendió.

—Gracias, Flip —dije, y le sonreí.

La noche anterior había leído los dos últimos tercios de pippa Pasa, donde Pippa había convencido a dos asesinos adúlteros para que se mataran el uno al otro, a un joven estudiante decepcionado para que eligiera el amor y no la venganza, y reformado a varios calzonazos. Y todo ello canturreando solamente: «El año está en primavera, / y el día en la mañana.» Piensen lo que podría haber conseguido de tener un carnet de biblioteca.

Browning estaba diciendo claramente que se puede cambiar el mundo siendo despabilado y avisando antes de girar a la izquierda. Una persona puede tener un efecto positivo en la sociedad. Y estaba claro por El flautista de Hamelín que comprendía el mecanismo de las modas.

Yo no había advertido ninguno de estos efectos, pero tampoco Pippa, que al parecer había vuelto a trabajar en la fábrica de seda al día siguiente sin tener ni idea del bien que había hecho. Me la imaginaba en la reunión de personal que Dirección había convocado para introducir su nuevo sistema, PESTO. Justo después del ejercicio de sensibilidad, su compañera se inclinaría hacia delante y susurraría:

—Dime, Pippa, ¿qué hiciste en tu día libre?

Y Pippa se encogería de hombros y diría:

—Poca cosa. Ya sabes, estuve por ahí.

Así que yo quizás influyera más sobre la cultura y el indicar los giros a la izquierda de lo que creía. Si era amable y educada, quizá detuviera la tendencia a la rudeza.

Naturalmente, Browning no había conocido a Flip. Pero merecía la pena intentarlo, y tenía el consuelo de saber que no podía empeorar las cosas.

Así que, aunque Flip no hizo ningún esfuerzo por recoger las páginas desparramadas y, de hecho, estaba pisando una de ellas, le sonreí y dije:

—¿Cómo te encuentras esta mañana?

—Oh, magnífica —dijo ella, sarcástica—. Perfectamente bien.

Se sentó sobre los recortes de mi mesa.

—¡No se creerá lo que esperan que haga ahora!

«¿Trabajar un poco?», pensé despiadada, y entonces recordé que se suponía que iba a seguir los pasos de Pippa.

—¿Quiénes? —dije, agachándome para recoger las páginas.

—Dirección —contestó, poniendo los ojos en blanco. Llevaba unas medias amarillo fosforescente, una camiseta con una corbata teñida, y un chaleco muy peculiar. Era corto y extrañamente abultado en el cuello y los sobacos—. ¿Sabe que se supone que tengo un nuevo título y una ayudante?

—Sí —dije yo, sonriendo todavía—. ¿Lo conseguiste? ¿Un nuevo título?

—Sí-í. Soy el contacto de comunicaciones interdepartamentales. Pero respecto a mi ayudante, esperan que forme parte de un comité de búsqueda. Después del trabajo.

En la parte inferior del chaleco había una hilera de corchetes, un estilo que nunca había visto. «Lo lleva puesto del revés», pensé.

—El tema era que estaba saturada de trabajo. Por eso necesitaba una ayudante, ¿no? ¿Verdad?

Llevar la ropa de forma poco corriente es una variedad de moda siempre vigente (los cordones de los zapatos desatados, gorras de béisbol al revés, corbatas por cinturón, combinaciones por vestido), y no puede comercializarse porque no cuesta nada. Tampoco es nueva. Ya en 1955 las muchachas de secundaria se ponían el jersey del revés, y sus madres habían llevado los zapatos sin abrochar y falda corta y abrigos de piel de mofeta en los años veinte. Las hebillas de metal de los zapatos se agitaban y aleteaban, y por eso en inglés se las llamó flappers. O, ya que no parece haber un consenso sobre el origen de nada que tenga que ver con las modas, se les puso el nombre por la forma de mover los brazos, como las gallinas, cuando bailaban el charlestón. Pero el charlestón no llegó hasta 1923, y la palabra flapper ya se usaba en 1920.

—Bien —decía Flip—. ¿Quiere oír esto o no?

No era extraño que Pippa pasara cantando por delante de las ventanas de sus clientes. Si hubiera tenido que tratar con ellos, no habría estado ni la mitad de alegre. Forcé una expresión interesada.

—¿Quién más está en el comité?

—No lo sé. No tengo tiempo para estas cosas.

Pero no querrás asegurarte de que sea un buen ayudante?

—No si tengo que quedarme después del trabajo —dijo ella, arrasando irritada los recortes que tenía debajo—. Su oficina está hecha un lío. ¿No la limpia nunca?

—«La alondra está en el alero; / el caracol en la espina» —dije yo.

—¿Qué?

Así que Browning se equivocaba.

—Me encantaría charlar, pero será mejor que empiece a rellenar este impreso —dije.

Ella no hizo ademán de moverse. Miraba los recortes.

—Necesito que hagas una fotocopia de cada uno. Ahora. Antes de que te vayas a la reunión del comité de búsqueda.

Nada. Cogí un lápiz, uní las páginas sueltas al impreso, y traté de concentrarme en el ejemplar simplificado. Nunca me preocupo por conseguir fondos. Es cierto que hay modas en la ciencia y en la industria, pero la avaricia siempre está en auge. Nada le gustaría más a HiTek que descubrir la causa de las modas para poder inventar la siguiente. Y los proyectos estadísticos son baratos. La única subvención que yo pedía era para un ordenador con más capacidad de memoria. Lo que no significaba que pudiera olvidarme del impreso. Daba igual que tu proyecto fuera un plan seguro para convertir el plomo en oro: si no rellenas los impresos y los entregas a tiempo, Dirección te borra del mapa.

Objetivos del proyecto, método experimental, resultados previstos, promedio análisis matriz. ¿Promedio análisis matriz?

Volví la página para ver si había instrucciones, y la página acabó por soltarse. No había ninguna instrucción, ni allí ni al final de la solicitud.

—¿Venían las instrucciones incluidas con el impreso? —le pregunté a Flip.

—¿Cómo quiere que lo sepa? —dijo ella, levantándose—. ¿Qué es esto? —agitó uno de los recortes ante mi nariz, un anuncio de una rubia de pelo corto junto a un Hupmobile.

—¿El coche?

—No-o-o —dijo ella, con un gran suspiro—. El pelo. —Un corte de pelo —contesté, y me acerqué a ver si era un corte tipo Eton o a lo garçon. Caía en ondas regulares a los lados de la cara—. Unas ondas de agua —dije—. Era un tipo de permanente; se hacía con un aparato eléctrico especial de metal con cables. Resultaba tan divertido como ir al dentista.

Pero Flip ya había perdido interés.

—Creo que si quieren que te quedes después del trabajo para hacer otras cosas deberían pagarte horas extra. Cosas como grapar todos esos impresos y repartirlos a todo el mundo; habría que llevar algunos a Biología.

—¿Le entregaste uno al doctor O'Reilly? —pregunté, recordando su costumbre de soltar los paquetes en las oficinas cercanas.

—Por supuesto. Ni me dio las gracias. Qué suarb.

—¿Suarb? —dije yo. Las modas del lenguaje son imposibles de seguir, y en principio ni siquiera lo intento, pero conozco buena parte del argot porque con él se describen las otras modas. Pero nunca había oído esa palabra.

—¿No sabe lo que significa suarb? —dijo ella, en un tono que me hizo desear que Pippa hubiera ido por Italia abofeteando a la gente—. Nada guai. Nada tope. Cyberagh. Suarb. —Agitó sus brazos envueltos en cinta adhesiva, tratando de dar con la descripción—. Completamente ajeno a la moda —dijo, y se marchó con su cinta adhesiva y su chaleco del revés. Sin los recortes.

CASAS DE CAFÉ (1450–1554)

Moda de Oriente Medio que se originó en Aden y luego se extendió a La Meca y por toda Persia y Turquía. Los hombres se sentaban sobre esterillas con las piernas cruzadas y tomaban tacitas de café denso, negro y amargo mientras escuchaban a poetas. Las casas de café acabaron siendo más populares que las mezquitas y las autoridades religiosas las prohibieron; sostenían que eran frecuentadas por gente «de baja estofa y muy poca industria». Alcanzó Londres (1652), París (1669), Boston (1675), Seattle (1985).


El sábado por la mañana me llamaron de la biblioteca y dijeron que mi nombre había aparecido en la lista de reservas para Llevada por el destino, así que me acerqué a Boulder para recoger el libro y comprar un regalo de cumpleaños para Brittany.

—Puedes llevarte también Ángeles, ángeles por todas partes si quieres —me dijo Lorraine en la biblioteca. Llevaba una camiseta con un dálmata y pendientes rojos en forma de enchufe—. Por fin tenemos dos ejemplares más, ahora que nadie los quiere.

Lo hojeé mientras ella pasaba Llevada por el destino por el lápiz óptico.

«Tu ángel de la guarda te acompaña a todas partes. Está siempre allí, a tu lado, dondequiera que vayas», decía. Había un dibujo de un ángel con grandes alas alzándose sobre una mujer que hacía cola en la carnicería. «Puedes ignorarlos, puedes incluso pretender que no existen, pero eso no hará que desaparezcan.»

«Hasta que pase la moda», pensé. Saqué Llevada por el destino y un libro sobre teoría del caos y diagramas de Mandelbrot; así tendría un pretexto para acercarme a Biología y ver qué llevaba puesto el doctor O'Reilly. Luego me fui al centro comercial de Pearl Street.

Lorraine tenía razón. La librería tenía Ángel en mi chalet y El libro de cocina del querubín en el estante de saldos, y El calendario de los ángeles estaba marcado al cincuenta por ciento de descuento. Había un gran cartel anunciando Encuentros con hadas en la cuarta fase.

Subí a la sección infantil y más hadas: Las hadas de las flores (que había sido una moda en la década de 1910); Hadas, hadas por todas partes; y La tierra de la diversión de las hadas. También libros de Batman, el Rey León, los Power Rangers, y la muñeca Barbie.

Por fin conseguí encontrar un ejemplar en tapa dura de Sapos y diamantes, que me había encantado de niña. También tenía un hada, pero no como las de Hadas, hadas, etc., con alas de lavanda y campanitas por sombrero. Trataba de una niña que ayuda a una anciana fea que resulta ser un hada buena disfrazada. Los valores internos imponiéndose a la apariencia física. La clase de moraleja que me gusta.

Lo compré y salí al centro comercial. Era un hermoso día del veranillo de San Martín, cálido y de cielo azul. El centro de Pearl Street, en sábado, es un lugar estupendo para analizar tendencias; en primer lugar porque está abarrotado de gente, y además porque Boulder es de lo más moderno.

En el resto del estado se refieren a Boulder como la República Popular de Boulder donde conviven todo tipo de miembros de la New Age, puestos de hierbas y músicos callejeros.

Hay incluso modas en lo que a música callejera se refiere. Las guitarras estaban pasadas y los bongos andaban otra vez en alza (la primera vez fue en 1958, en pleno auge del movimiento beat. Requieren poca habilidad). El corte de pelo de Flip estaba de moda, y también su pinta. Y la cinta adhesiva. Vi a dos personas con tiras alrededor de las mangas y a una con rizos y un sombrero hongo que llevaba una ancha banda de cinta adhesiva alrededor del cuello como las que usaban los franceses durante la moda de a la victime, después de la Revolución.

Que fue, por cierto, la última vez que las mujeres se cortaron el pelo hasta los años veinte; estaba chupado rastrear el origen de esa moda. Los aristócratas tuvieron que cortarse el pelo para que no estorbara el funcionamiento de la guillotina, y después de que el Imperio fuera restaurado, sus parientes y amigos llevaban el pelo corto en un gesto de solidaridad. También se ataban estrechas cintas rojas alrededor del cuello, aunque dudo que fuera eso lo que la persona de los rizos tenía en mente. O tal vez sí.

Las mochilas no se llevaban, lo último eran las pequeñas carteras colgadas de una cuerda. También las botas Ugg y los vaqueros sin rodilleras, y las camisas de cuadros. No se veía ni un centímetro de pana por ninguna parte. Patinar bajo techo sin respeto alguno por la vida humana era muy popular, así como caminar despacito y en grupos de cuatro, ignorando al personal. Los girasoles estaban de vuelta y las violetas de moda; otro tanto sucedía con el look de Sinead O'Connor. Y los mechones largos y finos de cabello envueltos en hilos de colores vivos se veían por todas partes.

Los cristales y la aromaterapia estaban pasados, sustituidos al parecer por lo étnico. Las tiendas de New Age anunciaban cabañas iroquesas, terapia rusa banya y búsquedas de visión peruanas, a 249 dólares en habitación doble, comidas incluidas. Había dos restaurantes etíopes, uno filipino, y un carrito donde se vendía pan frito navajo.

Y media docena de casas de café, que al parecer habían brotado como setas de la mañana a la noche: el Jumpstart, el Espresso Exprés, el café Lottie, el Taza o'Joe, y el café Java.

Después de un rato me cansé de esquivar mimos y patinadores en línea y entré en el Madre Tierra, que ahora se llamaba café Krakatoa (este de Java). Su interior estaba tan abarrotado como el resto del centro comercial. Una camarera con un corte de pelo irregular anotaba nombres.

—¿Quiere sentarse en la mesa comunal? —le preguntaba al tipo que yo tenía delante, señalando una mesa larga con dos personas, sentadas una a cada extremo.

Es una moda procedente de Inglaterra, donde los desconocidos tienen que compartir mesa para mantenerse al tanto de los chismorreos del príncipe Carlos y Camilla. No ha pegado demasiado fuerte por aquí, donde los desconocidos es más probable que quieran hablar de Rush Limbaugh o sobre sus implantes de pelo.

Yo me había sentado varías veces en las mesas comunales al principio, con la idea de que era una buena manera de obtener información sobre las tendencias de lenguaje y pensamiento; pero con haberlo probado tenía más que suficiente.

El hecho de que la gente experimente cosas no significa que tenga ninguna capacidad de reflexión, un hecho que los programas de debate de TV (una moda que ha alcanzado la etapa de crecimiento incontrolado canceroso y deberá dentro de poco agotar su suministro de alimentos) tendrían que haber comprendido a estas alturas.

El tipo preguntaba:

—Si no me siento en la mesa comunal, ¿cuánto tendré que esperar?

La camarera suspiró.

—No lo sé. ¿Cuarenta minutos?

Y yo desde luego esperé que eso no acabara por convertirse en una moda.

—¿Cuántos? —me preguntó.

—Dos —dije, para así no tener que sentarme en la mesa comunal—. Foster.

—Tiene que darme su nombre de pila.

—¿Por qué?

Ella puso los ojos en blanco.

—Para que pueda llamarla.

—Sandra —dije yo.

—¿Cómo se deletrea eso?

«No —pensé—, por favor, díganme que Flip no está creando escuela. Por favor.»

Le deletreé «Sandra», cogí los periódicos alternativos, y me fui a esperar a un rincón. No tenía sentido dedicarme a los contactos hasta que estuviera sentada, pero los artículos también servían. Había una nueva tecnología láser para eliminar los tatuajes, en Berkeley habían prohibido fumar al aire libre, el color de la primavera era el rosa posmoderno, y el matrimonio volvía a estar en alza. «Vivir juntos está pasado —decían las actrices de Hollywood—. Lo guai ahora son los anillos de diamante, las bodas, el compromiso, todo eso.»

—Susie —llamó la camarera.

Nadie respondió.

—Susie, grupo de dos —dijo, agitando su mechón de pelo—. Susie.

Decidí que, o bien era yo, o era otra persona que se había hartado y se había ido.

—Aquí —dije, y dejé que un camarero con un corte de pelo al estilo Tres Chiflados me acompañara a una mesita situada junto a la ventana, de esas que te hacen polvo las rodillas—. Puedo pedir ya —le dije antes de que se marchara.

—Pensaba que era un grupo de dos.

—La otra persona llegará pronto. Tomaré un café con leche doble largo con leche desnatada y chocolate semidulce por encima —dije animosamente.

El camarero suspiró y pareció expectante.

—Con azúcar moreno por los lados —dije. Él puso los ojos en blanco.

—¿Sumatra, Yergacheffe o Sulawesi?

Miré la carta en busca de ayuda, pero no había nada más que una cita de Kahlil Gibran.

—Sumatra —dije, ya que sabía dónde estaba. Él suspiró.

—¿Estilo Seattle o California?

—Seattle.

—¿Con?

—¿Una cucharilla? —dije, esperanzada. Él puso los ojos en blanco.

¿Jarabe de qué sabor?

«¿De arce?», pensé, aunque eso parecía improbable.

—¿Frambuesa?

Al parecer, ésa era una de las opciones. Se marchó, y yo ataqué los anuncios de contactos. No tenía sentido marcar los NF. Los había prácticamente en cada anuncio. Dos lo ponían en la cabecera, y uno, colocado por un atleta muy inteligente, sorprendentemente guapo, lo pedía dos veces. «Amigos» estaba pasado, y trabajo del alma era lo que se llevaba. Había dos referencias a las hadas, y otra abreviatura: GC. «JBDV busca MBNFH. Debe ser GC. Sur de Baseline. Oeste de la Veintiocho.» Lo marqué con un círculo y pasé al libro de códigos. Geográficamente compatible.

No había más GC, pero sí un «Preferible zona comercial de Boulder», y uno que especificaba, «Valmont o Pearl, manzana 2500 solamente».

Sí, en un metro cuadrado, y me gustaría que Federal Express me lo trajera a la puerta. Eso me hizo pensar con afecto en Billy Ray, que estaba dispuesto a conducir desde Laramie para salir conmigo.

—Este lugar es tan ridículo —dijo Flip, sentándose frente a mí. Llevaba un vestido de muñeca, medias rosa hasta el muslo, y un par de ajadas sandalias Mary Jane; todo más o menos derecho—. Hay una cola de cuarenta minutos.

«Sí —pensé—, y tú deberías estar en ella.»

—Hay una mesa comunal—dije.

—Nadie se sienta ahí excepto los suarbs y los bufs —dijo ella—. Brine quiso que nos sentáramos en la mesa comunal una vez. —Se agachó para subirse las medias.

No había cinta adhesiva a la vista. Flip llamó al camarero y pidió.

—Lattemarchia descremado largo Jazula, sin demasiada espuma —se volvió a mirarme—Brine pidió un café Sumatra con leche —cogió mi bolsa de la librería—. ¿Qué es esto?

—Un regalo de cumpleaños para la hija de la doctora Damati.

Ya lo había sacado y lo examinaba con curiosidad.

—Es un libro —dije.

—¿No tenían el vídeo? —volvió a meterlo en la bolsa—. Yo le habría comprado una Barbie —agitó su mechón de pelo, y vi que llevaba una tira de cinta adhesiva en la frente, en cuyo centro había un círculo que parecía una letra i minúscula tatuada entre los ojos.

—¿Qué es ese tatuaje?

—No es un tatuaje —dijo ella, apartando el pelo para que pudiera verlo mejor. En efecto, era una i minúscula—. Nadie lleva ya tatuajes.

Empecé a llamar su atención sobre su búho blanco y advertí que también llevaba cinta adhesiva, un pequeño parche circular, allí donde había estado el tatuaje del búho.

—Los tatuajes son artificiales. Meterte todos esos productos químicos y cancerígenos bajo la piel… —dijo—. Es una marca.

—Una marca —comenté, deseando, como de costumbre, no haber empezado aquello.

—Las marcas son orgánicas. No te inyectas nada en el cuerpo. Sacas algo que ya está en tu cuerpo de forma natural. El fuego es uno de los cuatro elementos, ya sabe.

A Sara, de Química, le encantaría oír eso. —Nunca había visto ninguna. ¿Qué significa la i} Ella parecía confusa.

—¿Significar? No significa nada. Soy yo. Ya sabe, lo que soy. Una declaración personal.

Decidí no preguntarle por qué su marca estaba en minúsculas,[3] o si se le había ocurrido que cualquiera que la viera supondría de inmediato que significaba incompetente. —Soy «yo» —dijo—. Una persona que no necesita a nadie más, sobre todo a un suarb que se sienta a la mesa comunal y pide un Sumatra. Suspiró profundamente.

El camarero trajo nuestros cafés con leche en tazas tamaño Alicia-en-el-país-de-las-Maravillas, cosa que aunque quizás obedeciera a una moda, probablemente era más bien un recurso práctico.

Servir líquidos hirviendo en cristal fino podía tener resultados desastrosos.

Flip volvió a suspirar, un suspiro enorme, y lamió la espuma del dorso de su cucharilla.

—¿No se siente nunca completamente impaciente?

Como no tenía ni idea de lo que entendía por impaciente, lamí el dorso de mi propia cucharilla y esperé que la pregunta fuera retórica.

Lo era.

—Quiero decir, mire el día de hoy. Aquí está, el fin de semana, y estoy aquí con usted —puso los ojos en blanco y volvió a suspirar—. Los tíos apestan, ¿sabe?

Con eso supuse que se refería a Brine, el de las botas de caña y las anillas diversas.

—La vida apesta. Una se dice, ¿qué estoy haciendo en mi trabajo?

«No mucho», pensé.

—Así que todo apesta. Una no va a ninguna parte, no consigue nada. ¡Tengo veintidós años! —Tomó una cucharada de espuma—. ¿Por qué no puedo conocer a un tipo que no sea un suarb?

«Podría ser por la frente tatuada», pensé, y entonces recordé que yo no era mejor que Flip.

—Es como dicen los Groupthink —me miró expectante, y entonces expulsó tanto aire que pensé que iba a desinflarse—. ¿Cómo puede no conocer a los Groupthink? Son la mejor banda de Seattle. Es como dice su canción: «Acelerando por la pista, bufando impaciente y no sé qué.» Esto está fatal —dijo, mirándome como si fuera culpa mía—. Tengo que salir de aquí.

Cogió su cuenta y corrió a través de la multitud hacia nuestro camarero.

Un minuto después, él se acercó y me tendió la cuenta.

—Su amiga ha dicho que usted pagaría esto. Y que me diera el veinte por ciento de propina.

AZUL ALICIA (1902–1904)

Color de moda inspirado por la preciosa y vivaracha hija quinceañera del presidente Teddy Roosevelt, el cual dijo en una ocasión: «Puedo ser presidente de Estados Unidos, o puedo controlar a Alicia. No puedo hacer las dos cosas.» Alicia Roosevelt fue una de las primeras «estrellas»; cada movimiento suyo, cada comentario y atuendo eran copiados por un público ansioso. Cuando se diseñó un traje para que hiciera juego con sus ojos azul-grisáceos, los periodistas lo llamaron azul Alicia, y el color se hizo instantáneamente popular. La comedia musical Irene incluía una canción llamada «El vestido azul de Alicia», las tiendas comercializaron telas, sombreros, y lazos de color azul-grisáceo, y cientos de niñas fueron bautizadas con el nombre de Alicia y vestidas, no de rosa, como era tradicional, sino de azul Alicia.


Cuando Flip se marchó regresé a los anuncios personales, pero parecían tristes y un poco desesperados. «Solitaria MBS busca alguien que realmente comprenda.»

Deambulé por el centro comercial mirando camisetas con hadas, almohadas con hadas, jabones con hadas, y una colonia en forma de flor llamada Damaduende. En la Muñeca de Papel había tarjetas de felicitación con hadas, calendarios con hadas, y papel de envolver con hadas. En el Peppercorn tenían una tetera de hada. En el Unicornio Encapuchado, combinando varías modas, ofrecían una taza de café con leche pintada con un hada vestida de violeta.

El sol había desaparecido, y el día se había vuelto gris y frío. Parecía como si fuera a empezar a nevar. Dejé atrás el Latte Lenya y me llegué al Frente de la Moda y entré para calentarme y ver en qué consistía el color rosa posmoderno. Los colores de moda suelen ser el resultado de un logro tecnológico. El malva y el turquesa, los colores de la década de 1870, se debieron a un descubrimiento científico en la fabricación de tintes. Igual que los colores fosforescentes de los sesenta. Y los nuevos tonos metalizados castaño y esmeralda de los coches.

Sin embargo, el hecho de que se obtengan nuevos colores muy de vez en cuando nunca ha detenido a los diseñadores de moda, que se limitan a cambiarle el nombre a un color ya existente (para muestra el rosa «chocante» de Schiparelli en 1920, y el «beige» de Chanel para lo que antes había sido un pardo indefinido), o a nombrar un color en honor a alguien (lo vistiera o no), como el azul Victoria, el verde Victoria, el rojo Victoria, y el siempre popular y mucho más lógico negro Victoria.

La empleada del Frente de la Moda estaba hablando por teléfono con su novio y examinando sus mechas.

—¿Tienen rosa posmoderno? —pregunté.

—Sí —dijo ella, beligerante, y se volvió al teléfono—. Tengo que atender a una mujer —dijo, colgó el auricular, y se perdió entre las perchas.

Es una moda, pensé, siguiéndola. Flip es una moda. Dejó atrás un mostrador lleno de camisetas de ángeles marcada con el setenta y cinco por ciento de descuento, y señaló el perchero.

—Y es rosa pomo —dijo, poniendo los ojos en blanco—. No posmoderno.

—Se supone que es el color de moda para el otoño.

—Como quiera —dijo ella, y volvió al teléfono mientras yo examinaba «el color más atrevido desde los sesenta».

No era nuevo. Lo habían llamado ceniza-de-rosas por primera vez hacia 1928 y rosa tórtola por segunda en 1954. En ambas ocasiones fue un rosa oscuro, grisáceo, que hacía palidecer la piel y el cabello, y no por ello había dejado de ser enormemente popular. Sin duda volvería a serlo en su actual encarnación como rosa pomo.

No era un nombre tan bueno como ceniza-de-rosas, pero los nombres no tienen que ser atractivos para estar de moda. Vean si no el pulga, el color ganador de 1776. Y el exitazo de la corte de Luis XVI fue, no bromeo, el pus. Y no sólo el pus a secas. Se hizo tan famoso que lo había en toda una gama de atractivas tonalidades: pus joven, pus viejo, pus de vientre y pus de muslo.

Compré un metro de lazo rosa pomo para llevármelo al laboratorio, lo que obligó a la empleada a soltar el teléfono otra vez.

—Esto es para el pelo largo —dijo, mirando con desaprobación mi pelo corto, y se equivocó al darme el cambio.

—¿Le gusta el rosa pomo? —le pregunté. Ella suspiró.

—Es el color rey para el otoño.

Por supuesto. Y ahí se encuentra el secreto de todas las modas: el instinto gregario. Cada cual quiere parecerse al resto. Por eso todos compraban guantes blancos y calentadores y bikinis. Pero alguien tenía que ser el primero en llevar zapatos de plataforma, en cortarse el pelo, y eso requería lo opuesto al instinto de manada.

Me metí el cambio equivocado y el lazo en la bandolera (muy pasada de moda) y salí de nuevo al paseo. Había empezado a nevar y los músicos callejeros tiritaban con sus camisetas Ecuador y sus bermudas. Me puse los guantes (completamente suarb) y me dirigí hacia la biblioteca, mirando las tiendas para yuppies y los puestos de bagatelas y sintiéndome más y más deprimida. No tenía ni idea de dónde venía ninguna de esas modas, ni siquiera el rosa pomo, que se le habría ocurrido a algún diseñador de ropa.

Pero el diseñador no podía conseguir que la gente comprara rosa pomo, no podía hacer que todos lo llevaran e hicieran chistes al respecto y escribieran editoriales con el tema de «¿Adonde va la moda?».

Los diseñadores conseguirían que el color fuera popular aquella temporada, sobre todo porque nadie encontraría otra cosa en las tiendas, pero no podían convertirlo en una moda. En 1971 trataron de introducir la maxifalda y fracasaron estrepitosamente, y llevan prediciendo la «vuelta del sombrero» desde hace años, sin resultado. Hace falta algo más que un mercado para crear una moda, y yo no tenía ni idea de qué era ese algo.

Y cuanto más repasaba los datos, más convencida estaba de que la respuesta no estaba en ellos, que la mayor independencia, los piojos y el ir en bici no eran más que excusas, razones pensadas después para explicar lo que nadie comprendía. Sobre todo yo.

Me pregunté si estaba siquiera en el campo adecuado. Me sentía tan insatisfecha, como si todo lo que hacía careciera de sentido, fuera un… prurito.

Flip, pensé. Por culpa de su charla sobre Brine y Groupthink me siento así. Es una especie de antiángel de la guarda; siempre siguiéndome a todas partes, retrasándome en vez de ayudarme y poniéndome de mal humor. Y no voy a dejar que me arruine el fin de semana. Ya tengo suficiente con que me arruine el resto de la semana.

Compré una porción de tarta de queso con chocolate y volví a la biblioteca y saqué El rojo emblema del valor, Qué verde era mi valle y El color púrpura; pero el mal humor persistió durante el resto de la tarde, durante todo el helado regreso a casa, lo que me impidió totalmente trabajar.

Probé con el libro de teoría del caos que había sacado, pero sólo conseguí deprimirme más. En los sistemas caóticos incidían tantas variables que ya habría sido casi imposible predecir su conducta aunque hubiese sido lógica, y no lo era.

Cada variable interactuaba con otra, colisionando y estableciendo relaciones insospechadas, bucles iterativos que alimentaban el sistema una y otra vez, entrecruzándose y conectando las variables de tantas formas que no era sorprendente que una mariposa tuviera un efecto devastador. O ninguno en absoluto.

Comprendí que el doctor O'Reilly había querido estudiar un sistema con variables limitadas, ¿pero qué sistema era limitado? Según el libro, cualquier cosa, todo era una variable: la entropía, la gravedad, los efectos cuánticos de un electrón, o una estrella situada al otro lado del universo. Así que, aunque el doctor O'Reilly tuviera razón y no hubiera ningún factor X externo operando en el sistema, no había forma de calcular todas las variables, ni siquiera de decidir cuáles eran.

Aquello se parecía sospechosamente a las modas. Me pregunté qué variables estaba pasando por alto y, cuando Billy Ray llamó, me aferré a él como un ahogado.

—Me alegro tanto de que me hayas llamado —dije—. Mi investigación ha sido más rápida de lo que pensaba, así que al final estoy libre. ¿Dónde estás?

—Camino de Bozeman. Como dijiste que estabas ocupada, decidí saltarme el seminario y fui a recoger esas Targhees que estaba buscando. —Hizo una pausa y pude oír el zumbido de alerta de su teléfono móvil—. Volveré el lunes. ¿Qué tal si cenamos la semana que viene?

«Quisiera cenar esta noche», pensé descorazonada.

—Magnífico —dije—. Llámame cuando regreses. El zumbido iba en aumento.

—Lamento que nos perdiéramos otr… —dijo él, y se quedó sin cobertura.

Me asomé a la ventana y contemplé la escarcha y luego me metí en la cama y leí Llevada por el destino de cabo a rabo, cosa que no fue ninguna hazaña. Sólo tenía noventa y cuatro páginas, y estaba tan espantosamente escrito que se pondría sin duda muy de moda.

Se basaba en la idea de que todo estaba ordenado y organizado por los ángeles de la guarda, y la heroína tendía a decir cosas como «¡Todo pasa por una razón, Derek! Rompiste nuestro compromiso y te acostaste con Edwina y estuviste implicado en su muerte, y yo me volví hacia Paolo en busca de consuelo y me fui con él a Nepal para aprender el significado del sufrimiento y la desesperación, sin los cuales el amor carece de sentido. Todo (el choque del tren, el suicidio de Lilith, la drogadicción de Halvard, el hundimiento de la bolsa) fue para que pudiéramos estar juntos. Oh, Derek, hay una razón detrás de todo.»

Excepto, al parecer, detrás del pelo corto. Me desperté a las tres con Irene Castle y los clubs de golf rondándome la cabeza. Eso mismo le sucedió a Henri Poincaré. Llevaba días y días trabajando en funciones matemáticas, y una noche tomó demasiado café (que probablemente surtió el mismo efecto que la mala literatura) y no pudo dormir, y se le ocurrieron ideas matemáticas «a puñados».

Y Friedrich Kekulé. Cayó en trance en un autobús y vio cadenas de átomos de carbono bailando salvajemente a su alrededor. Una de las cadenas se mordió de pronto la cola y formó un anillo, y Kekulé terminó descubriendo el anillo de benceno y revolucionando la química orgánica.

Todo lo que Irene Castle hizo con los clubs de golf fue bailar el maxixe, así que, pasado un rato, encendí la luz y abrí el libro de Browning.

Al final resultó que había conocido a Flip. Había escrito un poema, Soliloquio del monasterio español, sobre ella. «G-r-r, maldita», había escrito, obviamente después de que le arrugara todos sus poemas, y también «Ahí tienes, la repulsa de mi corazón». Decidí decírselo a Flip la próxima vez que me largara la cuenta.

SHORTS (1971)

Prenda de moda que llevaban todas pero que sólo sentaba bien a las jóvenes y esbeltas. Sucesores de la minifalda de los sesenta, los shorts fueron una reacción a los intentos de los diseñadores por introducir la falda a media rodilla. Estaban confeccionados de satén o terciopelo, a menudo con tirantes, y se llevaban con botas altas de cuero. Las mujeres se los ponían para ir a la oficina, e incluso los permitieron en el concurso de Miss América.


Me pasé el resto del fin de semana planchando recortes y tratando de descifrar el impreso simplificado de solicitud de fondos. ¿Qué eran los Parámetros de Superposición de Impulso? ¿Y qué querían decir con «Enumere restricciones prioritarias de situación de categorías»? Eso hacía que buscar la causa del pelo corto (o las fuentes del Nilo) pareciera una nadería en comparación.

Nadie más sabía tampoco lo que eran las aplicaciones EDI. Cuando fui a trabajar el lunes, todo el mundo que conocía apareció en el laboratorio de estadística para preguntarlo.

—¿Tienes idea de cómo se rellena este estúpido formulario? —preguntó Sara, asomando la cabeza, a media mañana.

—No —contesté.

—¿Qué crees que es un índice de gradación de gastos? —se apoyó contra la puerta—. ¿No te dan ganas de renunciar y empezar de nuevo?

Sí, pensé, mirando la pantalla del ordenador. Había pasado la mayor parte de la mañana leyendo recortes, extrayendo lo que esperaba que fuera información relevante, pasándola a un disco, y diseñando programas estadísticos para interpretarla. Eso que Billy Ray había definido como «meterlo en el ordenador y pulsar un botón».

Había pulsado el botón y, sorpresa, sorpresa, no había ninguna sorpresa. Había una correlación entre el número de mujeres trabajadoras y el número de comentarios airados sobre el pelo corto publicados en los periódicos, y aún más fuerte entre el pelo corto y las ventas de cigarrillos, y ninguna correlación entre la longitud del cabello y la de las faldas, cosa que yo podría haber predicho. Las faldas habían caído hasta la mitad de la pantorrilla en 1926, mientras qué el pelo se había ido acortando hasta el crack del 29, con el estilo «a lo garçon» en 1929 y el aún más corto estilo Eaton en 1926.

La correlación más fuerte de todas era con el sombrerito ajustado, lo que apoyaba a la teoría del carro-antes-que-el-caballo y demostraba, más allá de toda duda, que la estadística no es tanto como dicen.

—Últimamente todo me deprime —decía Sara—. Siempre he creído que era sólo una cuestión de que él tiene un umbral de relación más elevado que yo, pero he acabado pensando que tal vez sea sólo parte de la estructura negativa que acompaña a las relaciones codependientes.

«Ted —pensé—. Estamos hablando de Ted, que no quiere casarse.»

—Y este fin de semana, me puse a pensar. ¿Qué sentido tiene? Estoy siguiendo un rumbo íntimo y él ha tomado un desvío.

—Impaciente —dije yo.

—¿Qué?

—Así te sientes. No te encontraste con Flip este fin de semana, ¿verdad?

—La he visto esta mañana. Me ha entregado el correo de la doctora Applegate.

Un antiángel; deambulaba por el mundo esparciendo mal humor y destrucción.

—Bien, como te iba diciendo, será mejor que vaya a ver si encuentro a alguien en Dirección capaz de decirme qué es un índice de gradación de gastos —dijo Sara, y se marchó.

Volví a mis datos. Hice una distribución geográfica para 1923 y otra para 1922: había grupos en Nueva York y Hollywood, cosa que no fue ninguna sorpresa, y en St. Paul, Minnesota, y Marydale, Ohio, que sí lo fue. Siguiendo una corazonada, pedí un informe sobre Montgomery, Alabama. Allí había un grupo demasiado pequeño para ser estadísticamente significativo, pero que bastaba para explicar el de St. Paul.

En Montgomery, E Scott Fitzgerald había conocido a Zelda, y St. Paul era su ciudad natal. Los lugareños obviamente estaban intentando vivir en conformidad con Bernice se corta el pelo. No explicaba lo de Marydale, Ohio. Hice una distribución geográfica para 1921. El grupo todavía estaba allí.

—Tome —dijo Flip, metiéndome el correo bajo la nariz. Al parecer nadie le había dicho que el rosa pomo era el color del otoño. Llevaba una biliosa túnica azul vivo y calcetines y un montón de cinta adhesiva.

—Me alegro de que estés aquí —dije, cogiendo un puñado de recortes—. Me debes dos cincuenta de tu café con leche y necesito que me copies esto. Oh, y espera. —Fui y cogí los contactos que había repasado el sábado, y dos artículos sobre los ángeles. Se los tendí a Flip—. Una fotocopia de cada.

—No creo en los ángeles —dijo ella. Siempre dispuesta a trabajar, como siempre.

—Solía creer en ellos, pero ya no, desde lo de Brine.

Quiero decir que, si realmente tuviéramos un ángel de la guarda, te animaría cuando estás depre y te libraría de las reuniones de comités y esas cosas.

—¿Y en las hadas? —pregunté.

—¿Quiere usted decir en el hada madrina? Por supuesto. Claro.

Por supuesto.

Volví a mi pelo corto.

Marydale, Ohio.

¿Qué podría haber tenido ese lugar para convertirse en un centro importante para el pelo corto?

«El calor —pensé—. ¿Hizo mucho calor en Ohio durante el verano de 1921? ¿Tanto calor que el pelo se pegaba a la nuca sudorosa, y las mujeres dijeron: “No puedo soportarlo más”?»

Pedí los datos climáticos del estado de Ohio desde junio a septiembre y empecé a buscar Marydale.

—¿Tienes un minuto? —dijo una voz desde la puerta. Era Elaine, de Personal. Llevaba una cinta en la cabeza y su expresión era agria—. ¿Tienes idea de qué son las raciones de implementación de formatos contractuales?

—Ni zorra. ¿Has probado en Dirección?

—He estado allí dos veces y no se puede entrar. Hay una multitud —inspiró profundamente—. Tengo un estrés total. ¿Quieres venir a rebajarlo?

—¿Subiendo escaleras? —pregunté, dubitativa. Ella sacudió firmemente la cabeza.

—Subir escaleras no favorece el desarrollo muscular. Escalando paredes. En el gimnasio de la Veintiocho. Tienen cuerdas y todo.

—No, gracias. Tengo paredes aquí. Ella las miró con aire desaprobador y se marchó, y yo volví a mi pelo corto. Las temperaturas en Marydale durante 1921 fueron ligeramente inferiores a lo normal, y no se trataba tampoco de la ciudad natal de Irene Castle o Isadora Duncan.

Lo abandoné por el momento y tracé una gráfica Pareto y luego hice unas cuantas regresiones más. Había una débil correlación entre la asistencia a la iglesia y el pelo corto, una fuerte correlación entre el pelo corto y las ventas de Hupmobile, pero no de Packard o de Ford Modelo T, y una fortísima correlación entre el pelo corto y las mujeres dedicadas a la enfermería. Pedí una lista de los hospitales que había en 1921: ninguno estaba a menos de cien kilómetros de Marydale.

Entró Gina, con aspecto agobiado.

—No, no sé cómo rellenar el impreso —dije antes de que pudiera preguntar—, y tampoco lo sabe nadie.

—¿De veras? —dijo ella vagamente—. No lo he mirado todavía. Me he pasado todo el tiempo en el estúpido comité de búsqueda de una ayudante para Flip. ¿Cuál consideras que es la cualidad más importante en un asistente?

—Ser lo contrario de Flip. —Y luego, como no se rió, añadí—: ¿Competencia, entusiasmo, ganas de trabajar?

—Exactamente. Y si una persona tuviera esas cualidades, la contratarías de inmediato, ¿no? Y si estuviera tan bien cualificada para el trabajo como está, no la dejarías escapar. No la rechazarías por un pequeño inconveniente y esperarías hasta entrevistar a docenas de personas, sobre todo cuando tienes otras cosas que hacer. Rellenar ridículos formularios de presupuesto, por ejemplo, y planear una fiesta de cumpleaños. ¿Sabes qué escogió Brittany, cuando le dije que no podía tener los Power Rangers? Barney. Y no se puede decir que no sea competente y entusiasta y con ganas de trabajar. ¿No?

Yo no tenía muy claro si estaba hablando de Brittany o de la solicitante.

—Barney es horrible —dije.

—Exactamente —contestó Gina, como si yo acabara de manifestar mi acuerdo con su razonamiento, fuera cual fuese—. Voy a contratarla —y se marchó.

Volví y me senté delante del ordenador. Somberitos ajustados, Hupmobiles, y Marydale, Ohio. Ninguno de estos factores parecía ser el detonante de la moda. ¿Qué era? ¿Que la había originado de pronto?

Entró Flip, con el montón de recortes y anuncios que acababa de darle.

—¿Qué quería que hiciera con todo esto?

MESMERISMO (1778–1784)

Moda científica resultante de los por entonces recientes descubrimientos acerca del magnetismo, la especulación sobre sus posibilidades médicas y la codicia. La sociedad parisina acudía en masa al doctor Mesmer para someterse a tratamientos de «magnetismo animal» en los que se usaban bañeras de «agua magnetizada», varillas de hierrro, y masajes de los ayudantes del doctor Mesmer que, en bata color lavando, miraban profundamente a los ojos de los pacientes. Éstos gritaban, sollozaban, caían en trance profundo, y le pagaban al doctor cuando se marchaban. Con el magnetismo animal, es decir, el hipnotismo, se pretendía poder curarlo todo, desde los tumores a la tisis. Pasó de moda cuando una investigación científica dirigida por Benjamín Franklin demostró que no hacía nada de eso.


El martes, Dirección convocó otra reunión.

—Para explicar los impresos simplificados —le dije a Gina, camino de la cafetería.

—Eso espero —contestó ella, con aspecto aún más agobiado que el día anterior—. Sería agradable tener a otra persona a la defensiva para variar.

Iba a preguntarle qué quería decir con eso, pero entonces divisé al doctor O'Reilly al otro lado de la sala, charlando con la doctora Turnbull. Ella llevaba un vestido rosa pomo (sin hombreras), y él una de aquellas camisas estampadas de poliéster de los setenta. Para cuando advertí todo eso, Gina estaba en nuestra mesa con Sara, Elaine y un puñado de gente.

Me acerqué, preparándome para una discusión sobre asuntos íntimos y marcha atlética, pero al parecer hablaban de la nueva ayudante de Flip.

—No creía que fuera posible contratar a nadie peor que Flip —decía Elaine—. ¿Cómo pudiste, Gina?

—Pero si es muy competente —contestó Gina, a la defensiva—. Tiene experiencia con Windows y SPSS, y sabe reparar una fotocopiadora.

—Todo eso es completamente irrelevante —dijo una mujer de Física, aunque a mí no me lo parecía.

—Bueno, yo no trabajo con ella —dijo un hombre de Desarrollo de Productos—. Y no me digas que no sabías que era una de ésas. Se nota con sólo mirarla.

La intolerancia es una de las tendencias más antiguas y feas, tan persistente que sólo se considera una tendencia pasajera porque su blanco cambia constantemente: hugonotes, coreanos, homosexuales, musulmanes, tutsis, judíos, cuáqueros, lobos, serbios, amas de casa de Salem. A casi todos los grupos, mientras sean pequeños y diferentes, les ha tocado el turno, y el proceso es siempre el mismo: desaprobación, aislamiento, persecución.

Era uno de los motivos por el que sería agradable encontrar el interruptor que activa las modas. Me gustaría desconectarlo para siempre.

—No debería permitirse que gente así trabajara en una gran compañía como HiTek —decía Sara, que en realidad era una gran persona a pesar de su psicocháchara sobre Ted.

Y la doctora Applegate, que sin duda tenía que saber cómo funcionan las cosas, añadió con disgusto:

—Supongo que si la despidieras, te demandaría por discriminación. Eso es lo malo que tiene todo esto de la conducta asertiva.

Me pregunté a qué pequeño y diferente grupo tenía la desgracia de pertenecer la nueva ayudante de Flip: ¿hispana, lesbiana, miembro de la ARN?

—No va a poner un pie en mi laboratorio —dijo una mujer que llevaba turbante—. No voy a exponerme a riesgos sanitarios innecesarios.

—Pero si no fumará en el trabajo —dijo Gina—. Es capaz de teclear cien palabras por minuto.

—No puedo creer lo que estoy oyendo —comentó Elaine—. ¿No has leído el informe de la ADF sobre los peligros del humo para el fumador pasivo?

Por otro lado, hay momentos en que, en vez de reformar la raza humana, me gustaría abandonarla y convertirme en, digamos, uno de los macacos del doctor O'Reilly, que deben de tener más sentido común.

Estaba a punto de decírselo a Elaine cuando el doctor O'Reilly me cogió del brazo.

—Venga a sentarse conmigo —dijo, y me sacó de allí—. Necesito que sea mi pareja por si Dirección nos sale con otro ejercicio de sensibilidad. —Me miró con inseguridad—. A menos que prefiera sentarse con sus amigas.

—No —dije, viendo cómo rodeaban a Gina—. De momento, no.

—Oh, bien. En el último ejercicio de sensibilidad tuve que soportar a Flip.

Nos sentamos.

—¿Cómo va su investigación sobre las modas?

—No va. Escogí el pelo corto porque quería una moda sin causas obvias. La mayoría de las modas se deben a logro tecnológico: el nailon, los colchones de agua, las zapatillas con lucecitas.

—Los refugios nucleares.

Asentí.

—O son un fenómeno de márketing, como el Trivial Pursuit y los ositos de peluche.

—Y los refugios nucleares.

—Cierto. El único costo del pelo corto era la tarifa del peluquero, y si no tenías para eso, bastaba con que te agenciaras un par de tijeras, un instrumento tecnológico que ha existido toda la vida. —Empecé a suspirar y entonces advertí que me parecía a Flip.

—¿Entonces cuál es el problema? —preguntó Bennett.

—El problema es que el pelo corto no tiene una causa obvia. Irene Castle me pareció una posibilidad durante algún tiempo, pero resultó que seguía una moda holandesa que había sido popular en París el año antes. Y ninguna de las otras fuentes tiene una correlación directa con el período crítico. ¿Ha oído hablar de un lugar llamado Marydale, Ohio?

Buenos días —dijo Dirección desde el podio. Llevaba un polo, zapatillas, y lucía una sonrisa complacida—. Estamos realmente satisfechos de veros a todos aquí.

—¿Qué pretende Dirección? —le susurré a Bennett. —Supongo que imponer un nuevo acrónimo. Asunto de Dirección de Unificación Departamental —escribió las letras en su libreta—. D.U.M.B., o sea, tonto.

—Tenemos varios asuntos para hoy —dijo Dirección felizmente—. Primero, algunos de vosotros tenéis dificultades menores para rellenar los impresos simplificados de solicitud de fondos. Recibiréis un memorándum que responde a todas vuestras preguntas. En estos momentos el contacto de comunicaciones interdepartamentales está haciendo una copia para cada uno.

Bennett escondió la cabeza bajo la mesa. —Segundo, me gustaría anunciar que HiTek va a aplicar una política de «vestir con sencillez» esta semana. Es una idea innovadora que se está introduciendo en todas las mejores compañías. La ropa informal favorece un ambiente más relajado en el trabajo y relaciones más fuertes entre los empleados. Así que, a partir de mañana, espero veros a todos con ropa informal.

Me di la vuelta y estudié a Bennett. Tenía un aspecto terrible. Su camisa estampada de poliéster tenía margaritas en una mezcla de marrones, ninguno de los cuales iba a juego con sus pantalones de pana. Encima llevaba un jersey gris.

Pero no se trataba sólo de la ropa. La película La tribu de los Brady había vuelto a poner de moda los años setenta. El otro día Flip llevaba pantalones de satén, y los zapatos de plataforma y las cadenas de oro abundaban en el centro comercial de Boulder. Pero el aspecto de Bennett no era «retro». Era «suarb». Tuve la sensación de que si hubiese llevado una chaqueta de bombero y zapatillas Nike habría seguido teniendo el mismo aspecto. Era como si fuera a contracorriente.

No, tampoco era eso. Gran número de modas empieza como un rechazo a las modas existentes. El pelo largo de los sesenta fue un rechazo a los rapados al cepillo de los cincuenta; los trajes cortos, lisos y sin adornos una reacción a los exagerados corsés y corpiños Victorianos.

Bennett no se estaba rebelando. Era más bien como si fuera ajeno al concepto moda. No, tampoco era la palabra adecuada. Inmune.

Y si podía ser inmune a las modas, ¿significaba eso que las causaba algún tipo de virus?

Miré la mesa de Gina, donde Elaine y el doctor Applegate susurraban ansiosamente sobre el enfisema y las advertencias del Ministerio de Sanidad. ¿Era realmente Bennett inmune a las modas o sólo iba a destiempo, como había dicho Flip?

Abrí mi cuaderno y escribí: «Han contratado a la nueva ayudante de Flip.» Se lo planté delante.

Él escribió a su vez: «Lo sé. La conocí esta mañana. Se llama Shirl.»

«¿Sabía que fuma?», escribí, y vi su expresión al leerlo. No parecía sorprendido ni repelido.

«Me lo dijo Flip. Dijo que Shirl iba a contaminar el trabajo. La paja en el ojo ajeno», escribió Bennett.

Sonreí.

«¿Qué significa el tatuaje con la i que Flip lleva en la frente?», escribió él.

«No es un tatuaje, es una marca.»

«¿Incompetente o imposible?»

—Iniciativa —dijo Dirección, y los dos alzamos la cabeza, sintiéndonos culpables—. Lo que me lleva a nuestro tercer punto del día. ¿Cuántos sabéis lo que es la beca Niebnitz?

Yo lo sabía, y aunque nadie más alzó la mano, estaba dispuesta a apostar a que todos los demás lo sabían también. Es la beca de investigación de más cuantía que existe, aún mayor que la beca MacArthur, y casi sin ninguna pega. El científico obtiene el dinero y puede aplicarlo a cualquier tipo de investigación. O irse a tomar el sol a las Bahamas.

También es la beca de investigación más misteriosa que existe. Nadie sabe quién la da, por qué la dan, ni siquiera cuándo la dan. Se le concedió una el año pasado a Lawrence Chin, un investigador sobre inteligencia artificial, cuatro el año antes, y ninguna durante más de tres años. La gente de la Niebnitz (quienesquiera que sean) aparece periódicamente como uno de esos Ángeles de Arriba sobre algún científico despistado y lo hace de forma que nunca tiene que rellenar ningún otro impreso simplificado de solicitud de fondos.

No hay requerimientos, ningún formulario, ningún campo de estudios concreto que favorezca la beca. De las cuatro de hace dos años, una fue para un ganador del premio Nobel, otra para un asistente social, una para un químico de un instituto de investigación francés y otra para un inventor a tiempo parcial. Lo único que se sabe con seguridad es la cantidad, que Dirección acababa de escribir en su pizarra móvil: 1.000.000 de dólares.

—El ganador de la beca Niebnitz recibe un millón de dólares para gastar en investigación a su antojo. —Dirección hizo girar la pizarra—. La beca Niebnitz se concede a la sensibilidad científica —escribió «ciencia» en la pizarra—. Al pensamiento divergente —escribió «pensamiento»—. Y a la predisposición circunstancial a logros científicos —añadió «logro» y luego señaló las tres palabras con su puntero—. Ciencia. Pensamiento. Logro.

—¿Qué tiene esto que ver con nosotros? —susurró Bennett.

—Hace dos años, el Instituto de París ganó una beca Niebnitz —dijo Dirección.

—No, no la ganó —susurré yo—. Un científico que trabajaba en el instituto la ganó.

—Y aplicaban técnicas de dirección anticuadas —dijo Dirección.

—Oh, no —murmuré—. Dirección espera que ganemos una beca Niebnitz.

—¿Cómo pueden? —susurró Bennett—. Nadie sabe cómo se conceden.

Dirección lanzó una fría mirada en nuestra dirección.

—El Comité de Becas Niebnitz está buscando proyectos creativos descollantes con el potencial de logros científicos significativos, que es el objetivo de GRIS. Ahora me gustaría que os dividierais en grupos y anotarais cinco cosas que podéis hacer para ganar la beca Niebnitz.

—Rezar —dijo Bennett.

Cogí un pedazo de papel y escribí:

1. Optimizar potencial.

2. Facilitar potenciación.

3. Aportar puntos de vista.

4. Seguir una estrategia de prioridades.

5. Aumentar estructuras nucleares.


—¿Qué es eso? —dijo Bennett, mirando la lista—. No tiene sentido.

—Tampoco lo tiene esperar que ganemos la beca Niebnitz. —Se la tendí.

—Ahora vayamos al trabajo. Tenéis pensamientos divergentes a los que dedicaros. Veamos algunos logros científicos significativos.

Dirección se marchó, con el puntero bajo el brazo, pero todo el mundo se quedó allí sentado, aturdido, excepto Alicia Turnbull, que empezó a tomar rápidamente notas en su agenda, y Flip, que entró corriendo y empezó a repartir hojas de papel.

—Resultados Proyectados: Logro Científico Significativo —dije, sacudiendo la cabeza—. Bueno, el pelo corto desde luego no lo es.

—¿No saben que la ciencia no funciona así? No se puede ordenar que haya logros científicos. Se obtienen cuando miras algo en lo que llevabas años trabajando y de pronto ves una conexión que nunca habías advertido hasta entonces, o cuando buscas otra cosa completamente distinta. A veces incluso por accidente. ¿No saben que no puedes conseguir un logro científico sólo porque quieres uno?

—Hay gente que dio a Flip un ascenso, ¿recuerdas? —frunció el ceño—. ¿Qué es «predisposición circunstancial a logros científicos significativos»?

—Para Fleming fue mirar un cultivo contaminado y advertir que el moho había matado las bacterias —dijo Ben.; —¿Y cómo sabe Dirección que el Comité de Becas Niebnitz concede la beca a proyectos creativos con potencial? ¿Cómo saben que hay un comité? Por lo que sabemos, Niebnitz puede ser un viejo rico que da dinero a proyectos que no muestran ningún potencial.

—En cuyo caso tenemos posibilidades —dijo Bennett. —Por lo que sabemos, Niebnitz puede conceder la beca a gente cuyo nombre empiece por C, o sacar los nombres de un sombrero.

Flip se nos acercó y le tendió a Bennett uno de los papeles.

—¿Es éste el memorándum que explica el impreso simplificado? —preguntó él.

—No-o-o-o —dijo ella, poniendo los ojos en blanco—. Es una petición. Para hacer que la cafetería sea un entorno ciento por ciento libre de humo. —Se marchó.

—Ya sé lo que significa la i —dije yo—. «Irritante.»

Él sacudió la cabeza.

—«Insufrible.»

GORRAS DE MAPACHE (mayo 1955–diciembre 1955)

Moda infantil inspirada en la serie de televisión de Walt Disney Davy Crockett, sobre el héroe de Kentucky que combatió en El Álamo y despellejó un oso a la edad de tres años. Formaba parte de otra moda más amplia que incluía juegos de arcos y flechas, cuchillos y rifles de juguete, camisas con flecos, cuernos de pólvora, recipientes para el almuerzo, puzzles, libros de colorear, pijamas, calzoncillos y diecisiete versiones grabadas de La balada de Davy Crockett, que todos los niños estadounidenses se sabían entera. A consecuencia de la moda empezaron a escasear las gorras de mapache, y se recurrió al material de un artículo de moda anterior, el abrigo de mapache de los años veinte, para fabricar más. Algunos niños incluso se cortaron el pelo en forma de gorra. La moda pasó justo antes de la Navidad de 1955 y dejó a los mayoristas con cientos de gorras en los almacenes.


Al día siguiente, mientras buscaba en mi laboratorio los recortes que le había dado a Flip para que los copiara, se me ocurrió que la observación de Bennett de que ya había conocido a la nueva ayudante debía significar que la habían destinado a Biología. Pero por la tarde Gina, con aspecto agobiado, vino a decirme:

—No me importa lo que digan. Hice lo correcto al contratarla. Shirl acaba de editar y cotejar veinte copias de un artículo que escribí. Correctamente. No me importa si estoy respirando humo de segunda mano.

—¿Humo de segunda mano?

—Así es como llama Flip al aire que expulsan los fumadores. Pero no me importa. Merece la pena.

—¿Shirl te ha sido asignada?

Ella asintió.

—Esta mañana repartió mi correo. Mi correo. Tendrías que hacer que te la asignaran.

—Lo haré —contesté, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Ahora que Flip tenía una ayudante, ella (y mis recortes) habían desaparecido de la faz de la Tierra. Recorrí dos veces el edificio entero, incluida la cafetería, donde habían puesto grandes carteles de NO FUMAR en todas las mesas, y Suministros, donde Desiderata estaba intentado comprender lo que eran los cartuchos de tinta para impresora; al final encontré a Flip en mi laboratorio, sentada ante mi ordenador y tecleando algo en él.

Lo borró antes de que yo pudiera ver de qué se trataba y se levantó.

Si hubiera sido capaz, habría dicho que parecía culpable.

—Usted no lo estaba usando —dijo—. Ni siquiera estaba aquí.

—¿Hiciste copia de esos recortes que te di el lunes?

Ella no se dio por aludida.

—Había una copia de los anuncios de contactos encima.

Ella sacudió su mechón de pelo.

—¿Usaría usted la palabra «elegante» para describirme?

Había añadido un mechón envuelto en hilo a su peinado, uno largo, forrado de hilo de bordar azul, y una banda de cinta adhesiva en su frente para enmarcar la i.

—No —dije.

—Bueno, nadie puede convencer a todo el mundo —dijo, a propósito de nada—. Por cierto, no sé por qué está tan enganchada con los contactos. Ya tiene a ese vaquero.

—¿Qué?

—Billy Boy No-sé-qué —dijo, agitando la mano ante el teléfono—. Llamó y dijo que estaba en la ciudad para un seminario y que se supone que tiene usted que reunirse con él para comer en algún sitio. Esta noche, creo. En el Nebraska Daisy o algo así. A las siete.

Me acerqué a la libreta para mensajes que había junto al teléfono. Estaba en blanco.

—¿No has anotado el mensaje?

Ella suspiró.

—No puedo hacerlo todo. Por eso se suponía que iban a darme una ayudante, ¿recuerda?, para que no tuviera que trabajar tan duro. Sólo que ella es fumadora; la mitad de la gente a la que se la asigno no la quiere en su laboratorio, así que tengo que copiar todo esto y bajar a Biología y todo eso. Creo que habría que obligar a los fumadores a dejar los cigarrillos.

—¿A quién se la has asignado?

—Biología y Desarrollo de Productos y Química y Física y Personal y Nóminas, y a toda la gente que me grita y me hace trabajar un montón. O meterlos en un campo o algo donde no nos expongan a los demás a todo ese humo.

—¿Por qué no me la asignas a mí? No me importa que fume.

Ella se puso en jarras, con las manos sobre la falda de cuero azul.

—Además, nunca se la asignaría a usted. Es la única que es casi amable conmigo por aquí.

PASTEL DE ÁNGEL (1880–1890)

Pastel de moda, llamado así por su blancura y ligereza, procedente de un restaurante de St. Louis, o de orillas del río Hudson, o de la India. El secreto del pastel era una docena de claras de huevo (u once, o quince) batidas a punto de nieve. Resultaba difícil de cocinar e inspiró todo un ritual: no había que engrasar la sartén, y nadie podía entrar en la cocina durante la cocción. Sustituido, por supuesto, por el pastel del diablo.


Era en el Kansas Rose, a las cinco y media.

—Has recibido bien mi mensaje —dijo Billy Ray, que salió a esperarme al aparcamiento. Llevaba vaqueros negros, una camisa también vaquera blanca y negra, un Stetson blanco, y el pelo más largo que la última vez. El pelo largo debía estar otra vez de moda.

—Más o menos —dije—. Estoy aquí.

—Lamento que tenga que ser tan temprano. Hay un taller esta noche sobre «Riego en Internet» que no quiero perderme. —Me cogió del brazo—. Se supone que esto es el sitio más de moda en la ciudad.

Tenía razón. Había que esperar media hora, incluso teniendo mesa reservada, y todas las mujeres de la cola vestían de rosa pomo.

—¿Conseguiste tus Targhees? —le pregunté, apoyandome contra un cartel de PROHIBIDO TERMINANTEMENTE FUMAR.

—Sí, y son magníficas. Bajo mantenimiento, gran tolerancia al frío, y siete kilos de lana por estación.

—¿Lana? Creía que las Targhees eran vacas.

—Ya nadie cría vacas —dijo él, frunciendo el ceño como si yo tuviera que saberlo—. Por lo del colesterol. El cordero tiene un menor índice de colesterol, y la pura lana virgen se supone que va a ser el nuevo tejido de moda para el invierno.

—Bobby Jay —llamó la encargada, que vestía un mandil rojo y pañuelo de cabeza…

—Ésos somos nosotros —dije yo.

—No queremos estar sentados cerca de donde solía estar la sección de fumadores —dijo Billy Ray, y la seguimos a la mesa.

Al parecer, la moda de los girasoles había venido a morir aquí.

Los había entrelazados en la verja blanca que rodeaba nuestra mesa, estampados en la pared, pintados en las puertas de los servicios, bordados en las servilletas. Un gran ramo artificial asomaba de un jarrón Masón en medio de nuestro mantel, también decorado con ellos.

—Guai, ¿eh? —dijo Billy Ray, abriendo su menú en forma de girasol—. Todo el mundo dice que el ambiente de la pradera va a ser la próxima gran moda.

—Pensaba que lo era la pura lana virgen —murmuré, cogiendo el menú. La comida de la pradera era más bien sustancial: filete de pollo frito, salsa cremosa y mazorca de maíz, todo servido al estilo casero.

—¿Algo para beber? —preguntó un camarero vestido con piel de gamo y con un pañuelo de girasoles atado a la cabeza.

Miré la carta. Tenían exprés, capuchino y café con leche, también muy populares en los días de la pradera. No había té helado.

—Té helado es la bebida del estado de Kansas —le dije al camarero—. ¿Cómo es que no tienen?

Al parecer, él había estado tomando lecciones de Flip. Puso los ojos en blanco, suspiró expertamente y dijo:

—El té helado está outré.

«Una palabra nunca oída en la pradera», pensé, pero Billy Ray estaba ya pidiendo una chuleta, puré de patatas y capuchino para ambos.

—Bien, cuéntame algo de esa investigación en la que llevas trabajando semanas.

Lo hice.

—El problema es que tengo causas de sobra —dije, después de explicar lo que había estado haciendo—. Igualdad femenina, bicicletas, un diseñador francés llamado Poiret, la Primera Guerra Mundial, y Coco Chanel, que se chamuscó el pelo cuando estalló una estufa. Por desgracia, nada de eso parece ser la fuente principal.

Nuestra cena llegó, en platos marrones de arcilla decorados con girasoles. La ensalada de coles estaba sazonada con albahaca fresca, cosa que no recordaba como propia de la pradera, y la carne con rodajas de limón.

Billy Ray me habló de las ventajas de criar ovejas mientras comíamos. Las ovejas eran sanas, daban beneficios, no causaban problemas, y las podías llevar a pastar a cualquier parte. Me habría sentido más inclinada a creer todo aquello si no me hubiera dicho lo mismo sobre las vacas cuernilargas seis meses atrás.

—¿Postre? —dijo el camarero, y nos trajo el carrito con las tartas.

Yo suponía que un postre de la pradera sería tarta de grosella o tal vez melocotón en lata, pero eran los sospechosos habituales: créme brûlée, tiramisú, «y nuestro nuevo postre, pudín de pan».

Bueno, eso parecía un postre de Kansas, desde luego, el tipo de cosa que te ves obligada a comer después de que la vaca se te muere y los saltamontes devoran tu cosecha.

—Tomaré tiramisú —dije.

—Yo también —añadió Billy Ray—. Siempre he odiado el pudín de pan. Es como comer sobras.

—Todo el mundo se pirra por nuestro pudín de pan —nos reprochó el camarero—. Es nuestro postre de más éxito.

Lo malo que tiene estudiar tendencias es que nunca consigues desconectar. Estás en una cita, sentada frente a alguien, comiendo tiramisú, y en vez de pensar lo guapa que es tu pareja, te encuentras pensando en postres de moda y, como siempre, son empalagosos y su aporte de calorías es directamente proporcional a la obsesión por hacer dieta.

Miren si no el tiramisú, que tiene cholocate y nata montada y dos tipos de queso. Y el pastel de caramelo, que estuvo muy de moda en los años cuarenta a pesar de los racionamientos de la guerra.

El pastel con fondo de pina fue una moda en los veinte, un postre que espero que no vuelva pronto; el pastel de huevo se puso de moda en los cincuenta; la fondue de chocolate en los sesenta.

Me pregunté si Bennett era también inmune a las modas culinarias, y cuáles eran sus ideas sobre el pudín de pan y el pastel de queso y chocolate.

—¿Vuelves a pensar en el pelo corto? —preguntó Billy Ray—. Tal vez estás prestando atención a demasiadas cosas. En el cursillo al que asisto dicen que hay que ref.

—¿Ref?

—REF. Recortar El Enfoque. Eliminar todos los enfoques y periféricos de las variables núcleo. Esto del pelo corto sólo puede tener una causa, ¿no? Tienes que estrechar tu enfoque hasta reducirlo a las posibilidades más probables y concentrarte en ellas. Además, funciona. Lo probé en un caso de sarna en las ovejas. ¿Seguro que no quieres acompañarme a mi taller?

—Tengo que ir a la biblioteca.

—Deberías pillar el libro Cinco pasos para enfocar el éxito.

Después de la cena, Billy Ray se fue a ref, y yo a la biblioteca a buscar el Browning. Lorraine no estaba allí, sino una chica con cinta adhesiva, hilos en el pelo y expresión hosca.

—Lleva tres semanas de retraso —dijo.

—Eso es imposible. Lo saqué la semana pasada. Y lo devolví. El lunes.

Después de haber probado Pippa con Flip y decidir que Browning no sabía de qué estaba hablando. Había devuelto el Browning y sacado Otelo, esa otra historia sobre malas influencias.

Ella suspiró.

—Nuestro ordenador indica que todavía está fuera. ¿Ha mirado en casa?

—¿Está por aquí Lorraine? —pregunté.

Ella puso los ojos en blanco.

—No-o-o-o.

Decidí que era mejor esperar a que lo estuviera y fui a los estantes a buscar el Browning yo misma.

Las Obras completas no estaba allí, y no pude recordar el nombre del libro que me había sugerido Billy Ray. Saqué dos libros de Willa Cather, que sabía cómo era de verdad la cocina de la pradera, y Lejos del mundanal ruido, en el que, según recordé, había ovejas; luego me puse a dar vueltas por la biblioteca tratando de recordar el nombre del libro de Billy Ray y esperando inspiración.

Las bibliotecas han sido responsables de un montón de logros científicos significativos. Darwin leía a Malthus por diversión (lo que debería decirnos algo respecto a Darwin), y Alfred Wegener paseaba por la biblioteca de la Universidad de Marburg, dando vueltas al globo terráqueo y rebuscando en papeles científicos, cuando se le ocurrió la idea de la deriva continental. Pero a mí no se me ocurrió nada, ni siquiera el nombre del libro de Billy Ray. Pasé a la sección de negocios para ver si recordaba el nombre cuando lo viera.

Algo sobre estrechar el enfoque, eliminar todo lo periférico. «Sólo puede tener una causa, ¿no?», había dicho Billy.

No. En un sistema lineal tal vez, pero el pelo corto no era igual que la sarna de las ovejas. Era como uno de los sistemas caóticos de Bennett. En él confluían docenas de variables, y todas ellas eran importantes. Se alimentaban unas a otras, iterando y reiterando, cruzándose y colisionando, afectándose unas a otras de formas que nadie esperaba. Tal vez el problema no era que tuviera demasiadas causas, sino que no tenía suficientes. Pasé al siglo XX y cogí Los locos veinte, y también Flappers, sufragistas y huelguistas, y Los años veinte: un estudio sociológico, y tantos libros sobre la época como pude cargar, y me los llevé todos al mostrador.

—Aquí aparece que debe usted un libro —dijo la chica—. Desde hace cuatro semanas.

Me fui a casa, emocionada por primera vez y convencida de que estaba sobre la pista adecuada, y empecé a trabajar en las nuevas variables.

Los años veinte habían estado repletos de modas: jazz, petacas, calcetines bajados, bailes locos, abrigos de mapache, carreras de maratón, maratones de baile, maratones de besos, coches Stutz, sentadas, puzzles. Y en medio de todas aquellas rodillas coloradas y derbies de sillas mecedoras y paraguas estaba la causa de que se impusiera el pelo corto. Trabajé hasta muy tarde y me fui a la cama con Lejos del mundanal ruido. Tenía razón. Trataba de las ovejas. Y las modas. En el capítulo cinco una de las ovejas se caía por un barranco, y las otras la seguían, lanzándose una tras otra a las rocas del fondo.

Загрузка...