– Me he visto en la imperiosa necesidad de reclutar diez visitadoras a toda urgencia-telegrafía el capitán Pantoja-. No para ampliar el Servicio, sino para mantener el ritmo de trabajo alcanzado hasta el presente.

– La verdad es que las visitadoras de Pantoja se han convertido en la preocupación central de todas las guarniciones, campamentos y puestos de la frontera-pide anticuchos y choclos sancochados para comenzar y de segundo un escabeche de pato con mucho ají el coronel López López-. No exagero lo más mínimo, mi general.

Casi no he podido hablar de otra cosa con oficiales, suboficiales y soldados, créame. Hasta los crímenes del Arca pasan a segundo plano cuando se trata de las visitadoras.

– La razón son las numerosas patrullas y grupos de persecución y captura de los asesinos religiosos-pone en clave el capitán Pantoja-. Como la superioridad sabe, esos comandos se hallan internados en el monte, desarrollando una acción cívico policial de primer orden.

– En este maletín están las pruebas, Tigre-se decide por el cebiche de corvina y los riñoncitos a la criolla con arroz blanco el general Victoria-. Adivina qué son estos papeles. ¿Informes sobre el estado de la defensa aeroterrestre fluvial en las fronteras ecuatoriana, colombiana, brasileña y boliviana? Frío. ¿Sugerencias y planes para mejorar nuestro propio dispositivo de vigilancia y ataque en la Amazonía? Frío. ¿Estudios sobre comunicaciones, logística, etnografía? Frío, frío.

– El Servicio de Visitadoras creyó su obligación hacer llegar hasta esos comandos, allí donde se hallen, los convoyes de visitadoras-radia el capitán Pantoja-. Y lo hemos conseguido, gracias al esfuerzo entusiasta de todo el personal, sin excepción.

– Sólo solicitudes en relación con el SVGPFA, mi general-de postre alfajores de miel y maní y para tomar cerveza Pilsen bien heladita concluye el coronel López López-. Todos los suboficiales de la Amazonía han firmado memoriales pidiendo que se les permita utilizar el Servicio de Visitadoras. Aquí los tiene ordenados: 172 pliegos.

– Para ello he creado brigadas volantes de dos y tres visitadoras, y esa fragmentación del personal me hubiera impedido seguir asegurando la cobertura regular de los centros usuarios-telefonea el capitán Pantoja-. Espero no haberme excedido en mis atribuciones, mi general.

– Y la encuesta de López López entre la oficialidad es todavía más increíble-empuja con una rajita de pan, acompaña cada bocado con traguitos de cerveza, se enjuga la frente con la servilleta el general Victoria-. De capitán para abajo, el 95 por ciento de los oficiales también reclaman visitadoras. Y de capitán para arriba, un 55 por ciento. ¿Qué me dices de eso, Tigre?

– De acuerdo a las cifras que me ha comunicado el coronel López sobre su encuesta extraoficial, debo modificar totalmente el plan minimalista de ampliación del SVGPFA, mi general-se sobresalta, garabatea libretas, toma anfetaminas para amanecerse en el puesto de mando, despacha voluminosos sobres certificados el capitán Pantoja-. Le ruego que considere nulo y no recibido el proyecto que le mandé. Estoy trabajando día y noche en un nuevo organigrama. Espero enviárselo muy pronto.

– Porque, además, siento decirte que Pantoja, aunque está loco, tiene toda la razón del mundo, Tigre-ataca los riñones con ímpetu, bromea los franceses tienen razón, si uno encuentra el ritmo adecuado puede ingerir cualquier cantidad de platos, dieciocho, veinte el general Victoria-. Su argumentación es irrefutable.

– En vista de la duplicación potencial del número de usuarios, si se comprende a los suboficiales y mandos intermedios-discute con Chuchupe, Chupito y Chino Porfirio, pasa revista a candidatas, despide a lavanderas, conversa con cafiches, soborna a alcahuetas el capitán Pantoja-, debo comunicarle que el plan minimalista de prestaciones regulares, a un ritmo siempre por debajo del mínimo vital sexual, exigiría cuatro barcos del tonelaje de Eva, tres aviones tipo Dalila y un equipo

operacional de 272 visitadoras.

– Si se les concede ese Servicio a los clases y soldados ¿por qué no a los suboficiales?-separa las cebollas, los huesos y termina el escabeche de pato en unos cuantos bocados, sonríe, mira pasar a una mujer, guiña un ojo y exclama que escultura el coronel López López-. ¿Y si a éstos, por qué no a los oficiales? Es el planteamiento de todos. Y, la verdad, no tiene réplica.

– Naturalmente, si se considera la ampliación a la oficialidad, mis estimaciones registrarían nuevas variantes, mi general-visita a brujos, toma ayahuasca, tiene alucinaciones en las que ejércitos de mujeres desfilan por el Campo de Marte cantando " La Raspa ", vomita, trabaja, exulta el capitán Pantoja-. Estoy haciendo un estudio posibilista, por si las moscas. Habría que crear una sección especial, un grupo de visitadoras exclusivas, por supuesto.

– Por supuesto-rechaza el postre, pide café, saca un frasquito de sacarina, echa dos pastillas, apura la taza de un trago, enciende un cigarrillo el general Victoria-.

Y si se considera indispensable para la salud biológica y psicológica de la tropa que exista ese Servicio, habrá que aumentar cada mes el número de prestaciones. Porque, lo sabes de sobra, Tigre, la función hace al órgano. En este caso, la demanda irá siempre por delante de la oferta.

– Así es, mi general-pide la cuenta, intenta sacar su cartera, oye está usted loco, hoy son invitados del Tigre el coronel López López-.- Queriendo tapar un hueco, hemos abierto una coladera y por ahí se va a desaguar todo el presupuesto de Intendencia.

– Y toda la energía de nuestros soldados-se traslada en misión especial a Lima, visita a políticos, pide audiencias, aconseja, intriga, amarra, retorna a Iquitos el general Scavino.

– A este hambre de visitadoras que se ha despertado en la selva no lo para ni Cristo, Tigre-abre la puerta del auto, pasa primero, dice lástima no poder echar una siestecita después de este almuerzo, ordena de vuelta al Ministerio el general Victoria-. O, para estar a la moda, ni el niño mártir. A propósito, ¿saben que la devoción ya llegó a Lima? Ayer descubrí que mi nuera tenía un

altarcito con estampas del niño mártir.

– Podríamos comenzar con un equipo seleccionado de diez visitadoras para oficiales, mi general-habla solo por la calle, se queda dormido en su escritorio, fantasea, aterra a la señora Leonor con su flacura el capitán Pantoja-. Las reclutaríamos en Lima, naturalmente, para garantizar una alta categoría. ¿Le gustan las siglas SPO del SVGPFA? Sección para Oficiales del Servicio de Visitadoras. Le enviaré un proyecto en detalle.

– Caracho, creo que tienen razón-entra a su despacho, cavila, abre la correspondencia, se muerde una uña el Tigre Collazos-. Esta cojudez se está poniendo tenebrosa.


Número especial del diario El Oriente (Iquitos, 5 de enero de 1959), dedicado a los graves acontecimientos de Nauta.


Reportaje extraordinario de toda la redacción de El Oriente, movilizada bajo la guía intelectual de su director, Joaquín Andoa, para llevar a los lectores del departamento de Loreto la versión más ágil, pormenorizada y fiel del trágico caso de la hermosa Brasileña, desde el asalto de Nauta hasta el entierro en Iquitos, con los sucesos que han electrizado la atención de la ciudadanía.

Llanto y sorpresas despidieron restos de bella asesinada.

Ayer en la mañana, a las 11 horas aproximadamente, los restos mortales de la que fuera Olga Arellano Rosaura, conocida en el mundo del malvivir por el apodo de Brasileña, debido a sus años de residencia en la ciudad de Manaos (véase su biografía en la página 2, columnas 4 y 5), fueron enterrados en el histórico cementerio general de esta ciudad entre escenas de pesar y aflicción de compañeros de trabajo y amistades, que conmovieron a la numerosa concurrencia. Poco antes rindió honores militares a la finada una escolta de Infantería del campamento militar Vargas Guerra, en gesto insólito que no dejó de provocar considerable sorpresa, aún entre las personas más apenadas por la forma trágica en que perdió la vida esta joven y descarriada belleza loretana, a quien el capitán Pantaleón Pantoja llamó, en su perorata fúnebre, "desdichada mártir del cumplimiento del deber y víctima de la sociedad y villanía del hombre" (léase la perorata integra en la página 3, columna 1).

Sabedores de que el sepelio de la infortunada joven, iba a celebrarse ayer en la mañana, desde tempranas horas se habían congregado en las inmediaciones del cementerio (calles Alfonso Ugarte y Ramón Castilla), muchos curiosos que pronto bloquearon la entrada principal y el contorno del Monumento a los Caídos por la Patria. A las diez y treinta, más o menos, los presentes pudieron percatarse de la llegada de un camión del campamento militar Vargas Guerra, del que descendió una escolta de doce soldados, con casco, correaje y fusil, al mando del teniente de Infantería Luis Bacacorzo, el mismo que apostó a sus hombres a ambos lados de la puerta de ingreso al cementerio. Esta operación desató la curiosidad de las personas presentes, quienes no podían adivinar la razón de la comparecencia de una escolta del Ejército en esa hora, sitio y circunstancia. El enigma quedaría aclarado momentos después. En vista de que la aglomeración de curiosos y público en general obstruía por completo el acceso al cementerio, el teniente Bacacorzo ordenó a los soldados despejar la puerta, lo que éstos hicieron de inmediato sin contemplaciones.

A las 11 menos 15 minutos, la conocida carroza de lujo de la principal agencia funeraria de Iquitos, la "Modus Vivendi", hizo su aparición, totalmente recubierta de ofrendas florales, por la calle Alfonso Ugarte, seguida de gran número de taxis y vehículos particulares. El cortejo fúnebre, que avanzaba muy lento, había partido minutos antes del local del río Itaya llamado Servicio de Visitadoras, conocido generalmente con el sencillo mote de Pantilandia, donde había sido velada toda la noche anterior la malograda Olga Arellano Rosaura. Un impresionante silencio se extendió de inmediato por el barrio y la gente congregada abrió paso al cortejo por propia iniciativa a fin de que pudiera llegar hasta la misma entrada del camposanto.

Gran número de personas-un centenar a juicio de los observadores-acompañaban en su viaje a la última morada a la infeliz Olga vistiendo muchas de ellas de oscuro y dando muestras, sobre todo sus compañeras de trabajo, las visitadoras y lavanderas de Iquitos, de congoja en el rostro. Pudo notarse entre los componentes del cortejo fúnebre a la totalidad de mujeres que laboran en la mal afamada institución del río Itaya, siendo ellas, explicablemente, las que denotaban mayor dolor, vertiendo vivas lágrimas bajo los velos y mantillas negras. Puso una nota de emoción y dramatismo

el que entre las visitadoras presentes estuvieran, en primera fila, las seis mujeres que vivieron con la extinta Brasileña los graves acontecimientos de Nauta en los que aquélla perdió la vida, e incluso la propia Luisa Cánepa, (a) Pechuga, que, como nuestros lectores saben, recibió heridas y contusiones bastante serias por mano de los asaltantes durante el luctuoso suceso (véase en la página 4 una recapitulación en detalle de la emboscada de Nauta y su sangriento final). Pero la sorpresa mayor de la ciudadanía allí reunida fue ver descender de la carroza funeraria, vestido con uniforme de capitán del Ejército y con anteojos oscuros, al promotor jefe del llamado Servicio de Visitadoras, el muy conocido y poco apreciado señor Pantaleón Pantoja, del que hasta ahora nadie, al menos que este diario sepa, conocía su condición de oficial del Ejército.

Lo cual, naturalmente, originó comentarios diversos entre el público.

Al ser bajado de la carroza, se pudo advertir que el ataúd tenía forma de cruz, como es costumbre entre los difuntos que en vida pertenecieron a la Hermandad del Arca, lo que debió parecer asombroso a mucha gente, por existir la sospecha de que la muerte de la Brasileña se debió a cofrades de esa secta religiosa, conjetura que, de otra parte, ha sido enérgicamente desmentida por el profeta máximo del Arca (véase la "Epístola a los buenos sobre los malos" del Hermano Francisco, que publicamos en la página 3, columnas 3 y 4). El ataúd fue bajado de la carroza e ingresado en el camposanto en hombros del propio capitán Pantoja y de sus colaboradores del malquerido Servicio de Visitadoras, todos los cuales vestían riguroso luto, a saber: Porfirio Wong, conocido como el Chino en el barrio de Belén, el suboficial primero AP Carlos Rodríguez Saravia (quien comandaba el barco Eva al registrarse el asalto de Nauta), el suboficial FAP Alonso Pantinaya, (a) Loco, famoso ex- as de la acrobacia aérea, los reclutas Sinforoso Caiguas y Palomino Rioalto y el enfermero Virgilio Pacaya. Llevaron las cintas del ataúd, el mismo que lucía sobre la tapa una elegante y solitaria orquídea, la célebre Leonor Curinchila, (a) Chuchupe, y varias pupilas de ese centro de mal obrar del río Itaya, como ser Sandra, Viruca, Pichuza, Peludita y otras, y el popular Juan Rivera, (a) Chupito, quien exhibía los vendajes y huellas de las numerosas heridas que recibió al pretender rechazar, con típica gallardía loretana, la agresión de Nauta. Cogieron asimismo las cintas del ataúd, dos señoras de cierta edad y de origen humilde, notoriamente condolidas, que se negaron a dar sus nombres y a señalar su relación con la occisa, y a quienes algunos rumores sindicaban como familiares de Olga Arellano Rosaura, que preferían ocultar su identidad debido a las poco recomendables actividades a que se dedicó en vida la joven

crucificada. Apenas estuvo alineado el cortejo en la forma que hemos dicho, a una señal del capitán Pantoja el teniente Luis Bacacorzo, con voz marcial, dio a los soldados de su escolta la orden de ¡Presenten! ¡Armas!, lo que aquéllos obedecieron al instante con garbo y elegancia. Así, en hombros de sus colegas y amigos y entre una doble fila de fusiles que le rendían homenaje, entró al cementerio general de Iquitos la desgraciada Brasileña que perdió la vida a poca distancia de donde nace nuestro río-mar. El ataúd fue llevado hasta el pequeño podio, vecino al Monumento a los Caídos por la Patria, donde una placa recibe al visitante con este apóstrofe sombrío: "ENTRA, REZA, MIRA CON CARIÑO ESTA MANSIÓN; PUEDE QUE SEA TU ÚLTIMA MORADA". Allí, dando muestras de inexplicable malhumor y fastidio, que no dejaron de ser reprobados por la concurrencia, se hallaba el ex capellán del Ejército y actual párroco encargado del cementerio de Iquitos, padre Godofredo Beltrán Calila. El religioso ofició con exagerada rapidez los responsos fúnebres, no pronunció sermón alguno, como se esperaba de él, y abandonó el lugar sin esperar el término de la ceremonia. Acabado el acto religioso, el capitán Pantaleón Pantoja, instalándose frente al ataúd de la malograda Olga Arellano Rosaura, pronunció la perorata que reproducimos en otro lugar de este diario (véase página 3, columna 1), la misma que llevó al funeral a su clímax de sensibilidad y patetismo, al verse interrumpido el capitán Pantoja, en varios momentos de su perorata, por sus propios sollozos, los mismos que eran coreados, como tristes ecos, por los de sus colaboradores mencionados y muchas polillas presentes.

Inmediatamente después, el ataúd fue de nuevo levantado en hombros por los mismos que lo habían ingresado al camposanto, en tanto que otras personas, la mayoría visitadoras y lavanderas, se turnaban en el cogido de las cintas. El cortejo recorrió así el cementerio hasta el extremo sur, donde, en el Pabellón de Santo Tomás, cuartel 17, nicho superior, reposaran los restos de la desaparecida. La colocación del ataúd e instalación de la lápida (en la que sencillamente se lee, en letras doradas: Olga Arellano Rosaura, llamada Brasileña (1936-1959): sus desconsolados compañeros), dio motivo a nuevas efusiones de sentimiento y dolor por su cruenta partida, habiendo prorrumpido muchas mujeres en inconsolable llanto. Luego de un padrenuestro y un avemaría que fueron entonados, a sugerencia de Leonor Curinchila, (a) Chuchupe, por la salud eterna de la fallecida loretana, el cortejo se deshizo. Comenzaban a dispersarse los asistentes hacia sus respectivos domicilios, cuando sobrevino una súbita lluvia, como si el cielo hubiera querido de pronto asociarse al duelo. Eran las doce del día.

Elegía fúnebre del Capitán Pantaleón Pantoja en el entierro de la hermosa Olga Arellano, la visitadora clavada en el Nauta. Reproducimos a continuación, por considerarla del interés de nuestros lectores y por su desgarrada sinceridad y asombrosas revelaciones, la perorata fúnebre que pronunció en el sepelio de la victimada Olga Arellano Rosaura, (a) Brasileña, quien fuera su amigo y jefe, el tan mentado don Pantaleón Pantoja, y quien ha resultado desde ayer, ante la sorpresa general, capitán de Intendencia del Ejército Peruano.

LLORADA Olga Arellano Rosaura, recordada y muy querida Brasileña, como te llamábamos cariñosamente todos los que te conocíamos o frecuentábamos en el diario quehacer:

Hemos vestido nuestro glorioso uniforme de oficial del Ejército del Perú, para venir a acompañarte a éste que será tu último domicilio terrestre, porque era nuestra obligación proclamar ante los ojos del mundo, con la frente alta y pleno sentido de nuestra responsabilidad, que habías caído como un valeroso soldado al servicio de tu Patria, nuestro amado Perú.

Hemos venido hasta aquí, para mostrar sin vergüenza y con orgullo, que éramos tus amigos y superiores, que nos sentíamos muy honrados de compartir contigo la tarea que el destino nos había deparado, cual era la de servir, de manera nada fácil y más bien erizada de dificultades y sacrificios (como tú, respetada amiga, has experimentado en carne propia), a nuestros compatriotas y a nuestro país. Eres una desdichada mártir del cumplimiento del deber, una víctima de la soecidad y villanía de ciertos hombres. Los cobardes que, aguijoneados por el demonio del alcohol, los bajos instintos de la lascivia o el fanatismo más satánico, se apostaron en la Quebrada del Cacique Cocama, en las afueras de Nauta, para, mediante el rastrero engaño y la vil mentira, abordar piratescamente nuestro transporte fluvial Eva y luego aplacar con bestial brutalidad sus inclementes deseos, no sabían que esa belleza tuya, que a ellos los acicateaba delictuosamente, la habías consagrado con exclusividad generosa, a los esforzados soldados del Perú.

LLORADA Olga Arellano Rosaura, recordada Brasileña: Estos soldados, tus soldados, no te olvidan. Ahora mismo, en los rincones más indómitos de nuestra Amazonía, en las quebradas donde es monarca y señorea el anófeles palúdico, en los claros más apartados del bosque, allí donde el Ejército Peruano se ha hecho presente para manifestar y defender nuestra soberanía, y allí donde tú no vacilabas en llegar, sin importarte los insectos, las enfermedades, la incomodidad, llevando el regalo de tu belleza y de tu alegría franca y contagiosa a los centinelas del Perú, hay hombres que te recuerdan con lágrimas en los ojos, y el pecho henchido de cólera hacia tus sádicos asesinos. Ellos no olvidarán nunca tu simpatía, tu graciosa malicia, y ese modo tan tuyo de compartir con ellos las servidumbres de la vida castrense, que, gracias a ti, se les hacían siempre a nuestros clases y soldados más gratas y llevaderas.

LLORADA Olga Arellano Rosaura, recordada Brasileña, como te apodaban, por haber vivido en el país hermano al que te llevaron tus jóvenes inquietudes, aunque -debemos decirlo-no hubiera en ti ni una sola gota de sangre ni un solo cabello que no fueran peruanos:

Debes saber que, junto con los soldados melancólicos, disgregados a lo ancho y a lo largo de la Amazonía, también te lloran y evocan tus compañeras y tus compañeros de trabajo del Servicio de Visitadoras para Guarniciones, Puestos de Frontera y Afines, en cuyo centro logístico del río Itaya fuiste en todo momento una lujosa flor que lo enriquecía y perfumaba, y quienes siempre te admiramos, respetamos y quisimos por tu sentido del deber, tu infatigable buen humor, tu gran espíritu de camaradería y colaboración y tantas otras virtudes que te adornaban. En nombre de todos ellos quiero decirte, refrenando el llanto, que tu sacrificio no habrá sido vano: tu sangre todavía joven, salvajemente derramada, será el vínculo sagrado que nos una desde ahora con más fuerza y el ejemplo que nos guíe y estimule a diario para cumplir nuestro deber con la perfección y el desinterés con que tú lo hacías. Y, finalmente, en nombre propio, déjame darte las gracias más profundas, poniendo el corazón en la mano, por tantas pruebas de afecto y comprensión, por tantas enseñanzas íntimas que nunca olvidaré.

LLORADA Olga Arellano Rosaura, recordada Brasileña: ¡DESCANSA EN PAZ!


Crónica del asalto de Nauta

El crimen de la Quebrada del Cacique Cocama, minuto a minuto: su cortejo de sangre, pasión, sadismo necrofílico e instintos desbocados N. de la R.: El Oriente quiere hacer público su más efusivo agradecimiento al coronel de la Guardia Civil Juan Amézaga Riofrío, jefe de la V Región de Policía y al Inspector Superior de Loreto de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP), Federico Chumpitaz Fernández, quienes tienen bajo su responsabilidad la investigación de los trágicos sucesos de Nauta, por habernos facilitado con la mayor amabilidad, sacrificándonos muchos minutos de su precioso tiempo toda la información disponible hasta el momento sobre dicho suceso. Queremos destacar la actitud de cooperación hacia la prensa libre y democrática de estos distinguidos jefes de Policía, a quienes otras autoridades del Departamento deberían tomar como ejemplo.

La conspiración de Requena

A medida que progresa la investigación de los sucesos de Nauta, se descubren elementos que rectifican las primeras versiones difundidas por la prensa escrita y radial sobre lo acaecido. Así, a cada instante se debilita la tesis según la cual el asalto de Nauta y la muerte y crucifixión de Olga Arellano Rosaura, (a) Brasileña, fueron un rito de "sacrificio y purificación por la sangre", ordenado por la Hermandad del Arca, secta de la cual los siete sujetos habrían sido meros instrumentos. De este modo, la fogosa campaña de nuestro colega, Germán Láudano Rosales, en su programa La Voz del Siachi, defendiendo a la Hermandad del Arca y rechazando como falsa la confesión de los delincuentes de haber obedecido órdenes del Hermano Francisco, está cobrando visos de verdad. La conjetura del Sinchi de que dicha confesión es una estratagema de los encarcelados para amortiguar su culpa, parece respaldada por los hechos. Asimismo, los primeros interrogatorios a que han sido sometidos en Iquitos los implicados-llegaron ayer a esta ciudad, por vía fluvial, procedentes de Nauta, donde habían permanecido detenidos desde el 2 de enero-, también han permitido a las autoridades de la Guardia Civil y de la PIP descartar la otra especie que circulaba, según la cual el asalto de Nauta fue producto de la inspiración del momento, hijo de los malos consejos del alcohol, y comprobar, sin lugar a dudas, que estuvo planeado con mucha antelación en sus más mínimos y macabros detalles.

Todo comenzó, al parecer, unos quince días antes de la fecha fatídica, en una reunión social-y no religiosa, como se dijo-celebrada con caracteres de la mayor inocencia, entre un grupo de amigos del pujante pueblo de Requena. La fiesta habría tenido lugar el día 14 de diciembre pasado, en casa del ex alcalde del lugar, Teófilo Morey, con motivo de cumplir éste su cincuenticuatro aniversario. En el curso del ágape, al que asistieron todos los inculpados (es decir: Artidoro Soma, 23 años; Nepomuceno Quilca, 31 años- Caifas Sancho, 28 años; Fabio Tapayuri, 26 años; Fabriciano Pizango, 32 años y Renán Márquez Curichimba, 22 años), se libaron muchas copas de licor, habiendo alcanzado todos los nombrados el estado de embriaguez. Fue en el transcurrir de dicha fiesta que el propio ex alcalde Teófilo Morey, individuo muy conocido en Requena por sus instintos sensuales, su afición a la buena mesa y a las bebidas espirituosas, así como a cosas parecidas, lanzó-según declaración de algunos de sus coacusados-la idea de emboscar a un convoy de visitadoras, cuando éste se hallara de viaje hacia algún campamento militar, para disfrutar a la fuerza de los encantos de las descarriadas. (Como recordarán nuestros lectores, en un primer momento los asaltantes afirmaron que la idea del asalto había surgido durante una misa nocturna del arca de Requena, en la cual se sorteó a siete hermanos para ejecutar la misión decidida por todos los asistentes a la ceremonia, más de un centenar, según dijeron). La idea fue recibida con muestras de aprobación y entusiasmo por los otros inculpados. Todos estos han reconocido que el tema de las visitadoras era frecuente en sus vidas y reuniones, habiendo enviado varias veces protestas escritas a los altos mandos del Ejército, pidiéndoles autorizar a dichas mujeres de malvivir a recibir clientela civil en los pueblos amazónicos que recorrían, y habiéndose dirigido incluso, una vez, en comisión con otros jóvenes de Requena, donde el jefe de la base naval de Santa Isabel, vecina de ese pueblo, para dejar sentada su protesta por el monopolio, a su juicio abusivo, de las Fuerzas Armadas sobre esas expediciones de polillas.

Con estos antecedentes se comprende que la sugerencia del ex alcalde Morey, brindándoles la oportunidad de volcar sus contenidas ansias, fuera recibida con júbilo y verdadero frenesí por los detenidos. No se ha podido determinar todavía si los siete conjurados eran seguidores del Hermano Francisco y asistían con frecuencia a los ritos clandestinos del arca de Requena, como

han dicho, o si esto es totalmente falso, como han afirmado varios apóstoles de la secta, por medio de comunicados enviados a la prensa desde sus escondites, y lo ha refrendado incluso el propio Hermano Francisco (véase página 3, columnas 3 y 4). En esa misma fiesta, se dice, los siete amigos llegaron a trazar los primeros planes y acordaron perpetrar su torcido designio lejos de Requena, para no comprometer el buen nombre del pueblo y para despistar a las autoridades si había una investigación. Asimismo, decidieron averiguar de manera disimulada las fechas de arribo de los próximos convoyes de visitadoras a Nauta o Bagazán, cuyas inmediaciones consideraron ya, desde esa vez, las más propicias para asestar el golpe. El propio ex alcalde Morey se ofreció a conseguir los datos pertinentes, gracias a la estrecha relación que, debido a su cargo edilicio, había mantenido con los oficiales de la base de Santa Isabel.

Y, sin más, poniéndose manos a la obra, los acusados perfeccionaron su plan en el curso de dos o tres reuniones posteriores. Teófilo Morey consiguió, efectivamente, sonsacar mediante mañas al teniente primero de la Armada, Germán Urioste, que un convoy fluvial de seis visitadoras, procedente de Iquitos, recorrería en los primeros días de enero los puestos de Nauta, Bagazán y Requena, estando fijada la llegada al primero de los puntos nombrados el día 2 a eso del mediodía. Reunidos nuevamente en casa del ex alcalde, los siete individuos ultimaron su criminal proyecto, decidiendo emboscar al convoy en las afueras de Nauta, para hacer pensar a las víctimas y a la policía, que los autores del latrocinio sexual eran vecinos de aquella histórica localidad. Al parecer, en este momento habrían concebido la idea de dejar como pista falsa en las cercanías del lugar de la emboscada, una cruz con un animal clavado, para hacer suponer que la operación era obra de los hermanos del arca de Nauta.

A este fin, se equiparon de los correspondientes clavos y martillos, sin sospechar-así lo afirman ellos-que el azar iba a favorecer terriblemente sus planes, ofreciéndoles no un animal para clavar sino el cuerpo de una joven y bella polilla. Los siete sujetos decidieron dividirse en dos grupos y dar cada cual una explicación distinta a los familiares y conocidos para ausentarse de Requena. Es así como un grupo, integrado por Teófilo Morey, Artidoro Soma, Nepomuceno Quilca y Renán Márquez Curichimba, abandonó el lugar el día 29 de diciembre, en una lancha con motor fuera de borda, propiedad del primero de los nombrados, haciendo creer a todo el mundo que se dirigían hacia el lago de Carahuite, donde pensaban pasar las fiestas de fin de año consagrados al sano deporte de la pesca del sábalo y la gamitana. El otro grupo-Caifás Sancho, Fabio Tapayuri y Fabriciano Pizango-partió sólo el 1 de enero al amanecer, en un deslizador perteneciente a este último, asegurando a los conocidos que iban de cacería en la dirección de Bagazán, donde recientemente se había descubierto, merodeando no lejos del pueblo, una manada de jaguares.

Tal como lo habían programado, los dos grupos se dirigieron río abajo, hacia Nauta, pasando sin detenerse ante este pueblo, igual que lo habían hecho ante Bagazán, pues su objetivo era alcanzar, sin ser vistos, un punto situado unos tres kilómetros aguas abajo del nacimiento del Amazonas, nuestro gran río-mar, es decir la Quebrada del Cacique Cocama, denominada así por la leyenda según la cual en ese lugar, los días de mucha lluvia, se divisa flotando cerca de la orilla el fantasma del célebre cacique cocama don Manuel Pacaya, quien, un 30 de abril de 1840, fundara pioneramente, en la confluencia de los ríos Marañón y Ucayali, el progresista pueblo de Nauta. Los siete inculpados habían elegido este lugar, pese al temor que inspiraba a algunos de ellos la superstición mencionada, porque la abundante vegetación que cubre parte del cauce era muy conveniente para su propósito de pasar desapercibidos. Los dos grupos se encontraron en la Quebrada del Cacique Cocama al atardecer del 1 de enero, acampando allí en un bajío y divirtiéndose esa noche en improvisada fiesta. Pues, muy sabidos, habían viajado provistos no sólo de revólveres, carabinas, clavos y mantas para dormir, sino también de sendas botellas de anisado y cerveza, lo que les permitió embriagarse, mientras, sin duda muy excitados y lenguaraces, se extasiaban pensando en el nuevo día que vería convertirse en realidad sus enfermizas maquinaciones y anhelos.


Piratería en la Quebrada del Cacique Cocama

Desde muy temprano, los siete sujetos estuvieron vigilando, subidos a los árboles, las aguas del Amazonas. Para ello se habían premunido de unos prismáticos que se pasaban de mano en mano a fin de tener una visión más aguzada del río. Estuvieron así buena parte del día, pues sólo a las cuatro de la tarde Fabio Tapayuri divisó a lo lejos los colores verdirrojos del barco Eva, que remontaba las aguas ocres del río mar con su codiciada carga. Inmediatamente, los individuos procedieron a ejecutar sus arteros planes. Mientras que cuatro de ellos-Teófilo Morey, Fabio Tapayuri, Fabriciano Pizango y René Márquez Curichimba-ocultaban la lancha con motor fuera de borda en la vegetación de la orilla y permanecían allí escondidos, Artidoro Soma, Nepomuceno Quilca y Caifás Sancho subían al deslizador y avanzaban hacia el centro de la corriente para interpretar su astuto teatro. Yendo a muy poca velocidad se aproximaron a Eva, a la vez que Soma y Quilca comenzaban a hacer ademanes y a dar grandes gritos pidiendo auxilio para Caifás Sancho, diciendo que necesitaba con urgencia ayuda médica por una picadura de víbora. El suboficial primero Carlos Rodríguez Saravia, al escuchar el clamor de los sujetos, ordenó parar la máquina e hizo que subieran al enfermo a bordo de Eva (pues dispone de un botiquín) con el loable propósito de prestar ayuda al simulador Caifás Sancho.

Apenas los tres sujetos consiguieron mediante dicho ardid hallarse a bordo, se quitaron los pacíficos antifaces, sacaron los revólveres que llevaban escondidos y conminaron al suboficial Rodríguez Saravia y a sus cuatro hombres a prestarles obediencia en lo que ordenaran. En tanto que Artidoro Soma obligaba al grupo de seis visitadoras (Luisa Canepa, Pechuga; Juana Barbichi Lu, Sandra; Eduviges Lauri, Eduviges; Ernesta Sipote, Loreta; María Carrasco Lunchu, Flor, y la infausta Olga Arellano Rosaura, Brasileña) y a Juan Rivero, Chupito, que comandaba el grupo, a permanecer encerrados en un camarote, Nepomuceno Quilca y Caifás Sancho, con insultos soeces y amenazas de muerte, exigían a la tripulación de Eva poner nuevamente en marcha el motor y dirigir el barco hacia la Quebrada, donde se hallaba al acecho el resto de la banda. Fue en estas circunstancias, mientras se ejecutaba la maniobra prescrita por los asaltantes, que el avispado timonel Isidoro Ahuanari Leiva, consiguió mediante una ingeniosa mentira (una necesidad natural del organismo) abandonar un momento la cubierta, entrar al puesto de radio y lanzar un desesperado S.O.S. a la base de Nauta, la que, aunque no entendió cabalmente el mensaje, decidió enviar de inmediato río abajo un deslizador con un práctico y dos soldados para ver qué le ocurría a Eva. La nave, mientras tanto, se había inmovilizado en la Quebrada del Cacique Cocama, sitio estratégicamente elegido, pues gracias a la abundante maleza quedaba medio oculta y no era fácil que pudiera ser reconocida desde el centro de la corriente, por las lanchas y motoras de pescadores que recorren nuestro río mar.


El cobarde atropello: violaciones y heridos


Con matemática precisión se cumplían, una tras otra, las etapas del maquiavélico plan de los delincuentes. Una vez en la Quebrada del Cacique Cocama, los cuatro hombres que habían quedado en tierra se apresuraron a subir a bordo y, junto con sus tres compañeros de delito, amarraron y amordazaron con la mayor rudeza al suboficial Rodríguez Saravia y a los cuatro tripulantes, a quienes, luego, a empujones y malos tratos, encerraron en la bodega de la nave, diciendo a troche y moche que estaban allí por orden del Arca para hacer un escarmiento en razón de las actividades pecaminosas del Servicio de Visitadoras. De inmediato, los siete piratas quienes, según el testimonio de sus víctimas, denotaban subido estado etílico y tembloroso nerviosismo-se dirigieron hacia el camarote donde tenían encerradas a las visitadoras para satisfacer sus desaforados deseos. En ese instante se produjo el primer hecho de sangre. En efecto, al descubrir las criminales intenciones de los individuos, las aventureras les opusieron viva resistencia, siguiendo el ejemplo del bravo Juan Rivera, Chupito, quien sin arredrarse ni ponerse a parar mientes en su baja estatura y endeblez física, arremetió contra los piratas a cabezazos y patadas increpándoles su mal proceder, pero, por desgracia, su quijotesca acción no duró mucho, ya que aquéllos lo desmayaron muy pronto, golpeándolo con las cachas de sus revólveres y pateándolo en el sudo hasta destrozarle la cara. Suerte parecida sufrió la visitadora Luisa Cánepa, (a) Pechuga, quien también demostró mucha energía, enfrentándose a los secuestradores como un verdadero varón, arañándolos y mordiéndolos hasta que estos la golpearon con tanta ferocidad que perdió el sentido. Una vez dominada la resistencia de las extraviadas mujeres, los piratas las obligaron, a punta de revolver y carabina, a complacerlos en sus viciosos deseos, para lo cual cada uno de los asaltantes escogió una víctima, habiéndose registrado un amago de pugilato entre ellos al aspirar todos a la posesión de la infortunada Olga Arellano Rosaura, la que finalmente fue cedida a Teófilo Morey en consideración a su mayor edad.


Tiroteo y rescate: muere la bella visitadora


Entretanto, al tiempo que los siete individuos celebraban en medio de la violencia su gran orgía, el deslizador enviado desde la base de Nauta había recorrido un buen tramo del río sin encontrar trazas de Eva y se disponía a regresar, cuando milagrosamente los arreboles del crepúsculo hicieron percibir a lo lejos, brillando entre los árboles de la Quebrada del Cacique Cocama, los colores rojo y verde del barco. El deslizador se dirigió de inmediato a su encuentro, siendo recibido ante la estupefacción del grupo, con una lluvia de balas, una de las cuales hirió en el muslo izquierdo y parte inferior del glúteo, al soldado raso Felicio Tanchiva. Apenas recuperados del asombro, los soldados replicaron al fuego, estallando entonces un tiroteo que se prolongo por espacio de algunos minutos y en el curso de los cuales cayó mortalmente herida-por balas de los soldados, según ha determinado la autopsia-Olga Arellano Rosaura, (a) Brasileña. Viendo que se hallaban en inferioridad de condiciones, los soldados decidieron retornar a Nauta en busca de refuerzos. Al observar que la patrulla se alejaba, los delincuentes, presa del pánico por la muerte ocurrida, mostraron una gran confusión. El primero en reaccionar fue, al parecer, Teófilo Morey quien exhortó a sus compinches a guardar silencio, indicándoles que mientras la patrulla llegaba a Nauta tenían tiempo no sólo para huir sino, incluso, completar su plan. Fue entonces cuando alguien-no se ha podido saber quién: el propio Morey, según unos, Fabián Tapayuri según otros sugirió que clavaran a la Brasileña en vez de un animal. Los delincuentes procedieron a ejecutar su sangriento designio, arrojando a la orilla el cadáver de Olga Arellano y decidiendo, para ahorrar tiempo, no fabricar una cruz sino utilizar un árbol cualquiera. Estaban entregados a su macabro quehacer cuando cuatro deslizadores con soldados se hicieron visibles en el horizonte. Los delincuentes se dieron de inmediato a la fuga, internándose en la maleza. Sólo dos de ellos-Nepomuceno Quilca y Renán Márquez Curichimba-pudieron ser capturados en ese momento. Al subir a Eva, los soldados se encontraron con un espectáculo escalofriante: mujeres aterrorizadas y semi desnudas que corrían en estado de histeria, algunas con huellas de haber sufrido sevicias en el rostro y en el cuerpo (Pechuga) y un poco más allá, a unos pasos de la orilla, el bello cuerpo de Olga Arellano Rosaura clavado en el tronco de una lupuna. Las balas habían alcanzado a la desdichada al comenzar el tiroteo, interesándole órganos cruciales, como corazón y cerebro, lo que terminó instantáneamente con sus días. La infeliz fue desclavada, cubierta con mantas y subida al barco, en medio del horror y llanto frenético de las otras víctimas.

Apenas liberados, el suboficial primero Rodríguez Saravia y la tripulación alertaron por radio a Nauta Requena e Iquitos sobre lo sucedido, movilizándose de inmediato todos los puestos, bases navales y guarniciones de la región en inmensa cacería de los cinco prófugos. Todos fueron capturados en veinticuatro horas. Tres de ellos-Teófilo Morey, Artidoro Soma y Fabio Tapayuri-cayeron al anochecer, en las afueras de Nauta, adonde pretendían introducirse subrepticiamente, después de haber recorrido, destrozándose las ropas y ensangrentándose el cuerpo, muchos kilómetros de maleza. Los otros dos-Caifás Sancho y Fabriciano Pizango-fueron capturados en las primeras horas de la mañana, cuando remontaban el Ucayali en un deslizador robado en el puerto de Nauta. Uno de ellos, Caifás Sancho, se hallaba herido de cierta gravedad, al haberle arrancado una bala parte de la boca.

Las víctimas de la agresión fueron trasladadas a Nauta, donde Luisa Canepa y Chupito recibieron las curaciones que requerían, demostrando ambos mucho espíritu y ánimo en su afligida situación. Allí mismo se tomaron las primeras declaraciones a las víctimas sobre la terrible experiencia que acababan de pasar.

El cadáver de la infeliz Olga Arellano Rosaura, sólo pudo ser traído a Iquitos el día 4, debido a las diligencias Judiciales, lo mismo que se hizo por aire, en el hidroavión Dalila, habiéndose trasladado a Nauta para acompañar los restos y hacer las primeras investigaciones el entonces todavía únicamente señor Pantaleón Pantoja. El resto de las visitadoras retornó a Iquitos por vía fluvial, en el barco Eva, el que no sufrió averías de importancia durante el asalto, en tanto que los siete detenidos permanecían dos días más en Nauta, sometidos a interrogatorios exhaustivos por parte de las autoridades. Ayer, bajo fuerte escolta, llegaron a Iquitos en un hidroavión de la FAP y se hallan actualmente en los calabozos de la cárcel central de la calle Sargento Lores, donde, sin duda, permanecerán todavía bastante tiempo, a causa de su canallesco proceder.


Inquieta y escandalosa fue la vida de la visitadora fallecida


Nació el 17 de abril de 1936, en el entonces retirado caserío de Nanay (todavía no existía la carretera que une el balneario a Iquitos), siendo hija de doña Hermenegilda Arellano Rosaura y de padre desconocido. Fue bautizada el 8 de mayo del mismo año en la iglesia de Punchana, con el nombre de Olga y los dos apellidos de la madre. Ésta ejercía en Nanay, según cuentan personas del barrio que la recuerdan, oficios diversos, como empleada doméstica de la base naval de Punchana y de bares y restaurantes del lugar, trabajos de donde siempre la despedían por su afición a la bebida, al extremo de que, dicen, era usual el espectáculo de la tambaleante figura de Traguito Hermes, como la apodaban, recorriendo el barrio entre las risas de la gente y seguida por su menor hija Olguita. Con un poco de suerte para ésta, cuando la niña tendría unos ocho o nueve años, Traguito Hermes desapareció de Nanay abandonando a la desamparada chiquita, que fue recogida caritativamente por los Adventistas del Séptimo Día en su pequeño orfelinato de la esquina Samanez Ocampo y Napo, donde actualmente queda sólo la iglesia. En dicha institución, esa pobre niña que hasta entonces se había criado como animalito chusco, en la suciedad y en la ignorancia, recibió las primeras enseñanzas, aprendió a leer, escribir y contar, y llevó una vida modesta pero sana y pulcra, regulada por los severos preceptos morales de esa iglesia. ("No serán esos preceptos tan sólidos como los pintan, a juzgar por la foja de servicios de la damisela", comentó a uno de nuestros redactores, con su severidad característica, un religioso católico antaño vinculado al Ejército, célebre por las constantes ironías de sus sermones contra las numerosas iglesias protestantes avecindadas en Iquitos, y que nos ha pedido no revelar su nombre.)


El drama de un joven misionero


"La recuerdo muy bien"-nos ha dicho, por su parte, el pastor adventista, Reverendo Abraham MacPherson, quien dirigió el orfelinato en los años que permaneció en él la joven Olga Arellano Rosaura-. "Era una morochita alegre, de inteligencia rápida y espíritu vivaz, que seguía dócilmente las prédicas de sus celadores y maestros, y de quien esperábamos muchas cosas buenas. Lo que la perdió fue, sin duda, la gran belleza física con que la dotó la naturaleza a partir de la adolescencia. Pero, en fin, oremos por ella e inspirémonos en su caso para enmendar nuestras propias vidas, en vez de recordar cosas tristes y amargas que a nadie sirven y a nada conducen." El reverendo Abraham MacPherson alude, veladamente, a un suceso que en esa época hizo mucho ruido en Iquitos: la sensacional fuga del orfelinato de los Adventistas del Séptimo Día, de la bella quinceañera que era entonces Olguita Arellano Rosaura, con uno de sus celadores, el joven pastor adventista Richard Jay Pierce Jr., recién llegado por aquellos días a Iquitos desde su lejana

tierra, Norteamérica, para hacer aquí sus primeras armas misioneras. El episodio terminó trágicamente, como recordarán muchos lectores de El Oriente, pues fue a este diario, ya entonces el más prestigioso de Iquitos, al que el atormentado misionero dirigió una carta de excusas a la opinión pública loretana, antes de poner fin a sus días, desesperado del remordimiento por haber sucumbido ante la belleza adolescente de Olguita, ahorcándose en una palmera aguaje, en las afueras del caserío de San Juan (El Oriente publicó integra la carta, en su medio inglés medio español, el 20 de septiembre de 1949).


El tobogán de la vida airada


Luego de esta precoz y desdichada aventura sentimental, Olga Arellano Rosaura empezó a rodar por la pendiente de las malas costumbres y la vida airada, para la que incuestionablemente la ayudaban sus encantos físicos y su gran simpatía. Es así que, desde esa época, fue habitual distinguir su bella silueta en los lugares nocturnos de Iquitos, como el "Mao Mao", " La Selva " y el desaparecido antro "El Vergel Florido", que las autoridades debieron cerrar en su día por haberse comprobado que el citado bar, haciendo honor a su nombre, era una casa de citas donde perdían la virtud, de cuatro a siete de la tarde, alumnas de los colegios secundarios de Iquitos. Su propietario, el casi mitológico Humberto Sipa, (a) Moquitos, que pasó unos meses en la cárcel, ha hecho luego una exitosa carrera en ese campo de los negocios, como es de todos conocido. Sería largo, por supuesto, trazar el itinerario sentimental de la agraciada Olguita Arellano Rosaura, a quien en esos años la murmuración y las habladurías atribuían incontables protectores y amigos pudientes, muchos de ellos casados, con quienes la muchacha no vacilaba en lucirse en público. Uno de esos rumores inverificables, asegura que Olguita fue expulsada de Iquitos, discretamente, a fines de 1952, por el entonces prefecto del departamento, don Miguel Torres Salamino, debido a los apasionados amores que mantenía con la traviesa Olguita, un hijo del prefecto, el estudiante de ingeniería Miguelito Torres Saavedra, cuya muerte, en las espesas aguas de la laguna de Quistococha muchas mentes calificaron de suicidio, por las repetidas muestras de desolación que daba el joven desde la partida de su amada, aunque la familia desmintió enérgicamente ese rumor. En todo caso, la inquieta Olguita partió a la brasileña ciudad de Manaos, donde lo único que se supo de ella fue que, en los años que permaneció allí, en vez de corregir su conducta la empeoró, dedicándose al mal vivir a plena luz, pues empezó a ejercer de lleno, en lugares aparentes -lupanares y casas de cita-, el milenario oficio de la prostitución.


Regreso a la Patria

Avezada en esos indecentes menesteres y más bella que nunca, Olga Arellano Rosaura, a quien la inventiva loretana motejó de inmediato con el seudónimo de Brasileña, regresó hace un par de años a su nativa Iquitos, ingresando casi inmediatamente, a través del conocido enganchador de mujeres de ese lugar, el Chino Porfirio del barrio de Belén, al Servicio de Visitadoras, esa institución que acarrea mujeres de mal vivir, como si fueran piezas de ganado o artículos de primera necesidad, a las guarniciones de la frontera.

Pero, poco antes, la incorregible Olguita protagonizó otro ruidoso escándalo, al haber sido sorprendida en la última fila del cine Bolognesi, en función de noche, efectuando malos tocamientos y acciones indecorosas, con un teniente de la Guardia Civil, quien debió ser mutado de Loreto a causa de lo ocurrido. Hubo incluso -recordarán nuestros lectores-un intento de agresión por parte de la esposa del oficial, que arremetió contra la Brasileña, un jueves de retreta, cruzando ambas golpes e insultos sobre el césped de nuestra Plaza de Armas.

Olga Arellano Rosaura se convertiría muy pronto, gracias a sus atractivos físicos, en la visitadora estrella del mal afamado recinto del río Itaya, y en la amiga dilecta del administrador gerente del establecimiento, el quien hasta ayer, ingenuamente, suponíamos paisano común y corriente, don Pantaleón Pantoja, y quien había resultado ser, para perplejidad y confusión de muchos, nada menos que capitán de nuestro Ejército. Para nadie es un secreto, en esta ciudad, la estrecha e intima relación que existió entre la hermosa finada y el señor (perdón), el capitán en activo Pantoja, pareja a la que no era raro ver, paseándose muy acarameladita en la Plaza 28 de Julio o abrazándose con furor, a la caída de la tarde, en el Malecón Tarapacá. Involuntaria sembradora de tragedias, se dice que Alguita Arellano Rosaura, la seductora Brasileña, fue la razón de la partida de Iquitos de la desatendida esposa del capitán Pantoja, sentido drama familiar que fuera revelado por un colega nuestro, destacado comentarista radial de esta ciudad.


Fin trágico


Y así llegamos al desenlace de esta vida, que, todavía en plena juventud, encontró en el atardecer del segundo día del año 1959, en la Quebrada del Cacique Cocama, de las afueras de Nauta, prematuro y espantoso final, debido a balas traicioneras que, acaso hechizadas por su belleza como tantos hombres, la prefirieron a ella en su mortífera trayectoria, y a los clavos de unos degenerados o fanáticos. Las muchas personas que acudieron al mal afamado local del río Itaya, donde la Funeraria "Modus Vivendi" había instalado una capilla ardiente de primera clase, para asistir al velorio de Olga Arellano Rosaura, al acercarse al ataúd admiraban intacta, a través del transparente vidrio, resplandeciendo bajo los cirios fúnebres, ¡la hermosura morenita de la BRASILEÑA!


Primicia exclusiva de El Oriente


Epístola a los buenos sobre los malos del hermano Francisco


Publicamos a continuación, como primicia exclusiva, un texto llegado a nuestra Redacción anoche, y escrito de puño y letra por el celebérrimo Hermano Francisco, profeta y jefe máximo de la Hermandad del Arca, a quien busca la policía de cuatro países como cerebro pensante agazapado detrás de las crucifixiones que, de un tiempo a esta parte, vienen ensangrentando nuestra querida Amazonía. El Oriente está en condiciones de garantizar la autenticidad de, este sensacional documento.

En el nombre del Padre, del Espíritu Santo y del Hijo QUE MURIÓ EN LA CRUZ, me vierto a la opinión pública de todo el Perú y el mundo, para, con el permiso y la inspiración de las voces del cielo que espera a los Buenos, desmentir y negar como malvadas, calumniosas y adolescentes de toda verdad, las acusaciones de los MALOS que pretenden desposar a las HERMANAS y HERMANOS DEL ARCA con la violación, muerte y posterior CRUSIFIXIÓN de la señorita Olga Arellano Rosaura, tristemente ocurridas en la Quebrada del Cacique Cocama de las vecindades de Nauta. Desde mi apartado refugio donde sobrellevo la CRUZ que el Señor ha querido destinarme, en su generosa e infinita sabiduría, manteniéndome lejos de las manos impías que no pueden ni podrán nunca atraparme ni alejarme del pueblo creyente, santo, BUENO, de las Hermanas y los Hermanos, unidos en cópula divina en el amor a Dios y en el odio al MALO, levanto mi mano y, moviéndola enérgicamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, digo, acompañando el grito al gesto, ¡No! No es verdad que las Hermanas y los Hermanos del Arca, cuyo objetivo es hacer el BIEN y prepararse para subir al cielo cuando el Padre, el Espíritu Santo el Hijo MURIÓ EN LA CRUZ decidan que este mundo lleno de MALDAD y de impiedad se termine por el fuego y por el agua como está anunciado en el libro BUENO de la Biblia, lo que ocurrirá muy pronto porque así me lo han dicho las voces que escucho y que no vienen de este mundo, hayan tenido algo que ver con el crimen que cometieron los MALOS y que quieren atribuirnos para desviar sus culpas y hacer más gruesos y puntiagudos nuestros CLAVOS y más áspera la MADERA de nuestras CRUCES. Ninguno de los acusados de la muerte de la señorita Arellano ha pertenecido nunca a nuestra HERMANDAD de gentes BUENAS, y ni siquiera ha asistido ninguno de ellos, en calidad de simple espectador o curioso a las reuniones que han celebrado las ARCAS de la región donde han vivido, o sea las de Nauta, Bagazán y Requena, como me lo han confirmado los BUENOS Apóstoles de esas Arcas. Nunca se vio a ninguno de esos acusados presente en cuerpo en las reuniones celebradas para rendir alabanza al Padre, al Espíritu Santo y al Hijo QUE MURIÓ EN LA CRUZ y pedirles perdón por sus pecados para estar con el alma lavada cuando llegue el MOMENTO FINAL. Las Hermanas, los Hermanos no matan, no violan, no asaltan, no roban y sólo odian la violencia del MAL, como les ha enseñado el cielo por mi boca. Nunca se nos podrá echar en cara un sólo acto contrario al BIEN y no es cierto que prediquemos el crimen como nos imputan los que nos persiguen y nos obligan a escondernos y a vivir como fieras dañinas en el fondo de las espesuras.

Pero nosotros los perdonamos porque ellos son simples esclavos obedientes en manos del cielo, que los usa como CRUCES que a nosotros nos ganarán la inmortalidad de la gloria eterna. Y a la pobre Olga Arellano, aunque no había escuchado todavía la palabra, desde ya la incorporamos a nuestras oraciones y desde ahora la recordaremos junto con nuestros mártires y santos que nos ven, nos oyen, nos hablan, nos protegen y gozan merecidamente allá arriba de la paz celestial junto al Padre, al Espíritu Santo y al Hijo QUE MURIÓ EN LA CRUZ.


HERMANO FRANCISCO


Nota de la Redacción. Efectivamente, durante el entierro se vieron circular en el cementerio general de Iquitos estampas con la imagen de Olga Arellano Rosaura, semejantes a las que existen con las de otros crucificados del Arca, como el célebre niño mártir de Moronacocha y la Santa Ignacia.


Atropello contra diarista loretano


(Editorial de El Oriente, 6 de enero de 1959)


La publicación, como primicia exclusiva, en nuestra edición de ayer, de la "Epístola a los buenos sobre los malos", enviada a nuestra redacción desde su escondite secreto en algún lugar de la selva, por el Hermano Francisco, líder y conductor espiritual máximo de los cruces o hermanos del Arca, ha sido motivo para que nuestro director, el conocido periodista de prestigio internacional Joaquín Andoa, fuera objeto de un incalificable atropello por parte de las autoridades policiales del departamento de Loreto y viniera a engrosar la adiposa lista de víctimas de la libertad de prensa.

En efecto, nuestro director fue convocado ayer en la mañana por el coronel de la Guardia Civil Juan Amézaga RiofrÍo, jefe de la V Región de Policía (Loreto) y por el inspector superior de Loreto de la policía de investigaciones del Perú (PIP), Federico Chumpitaz Fernández. Dichas autoridades le exigieron que revelara la manera por la cual el diario El Oriente había obtenido la misiva del Hermano Francisco, sujeto perseguido por la justicia como eminencia gris de los varios casos de crucifixiones ocurridos en la Amazonía.

Al responder nuestro director, respetuosa pero firmemente, que las fuentes de información de un periodista constituyen secreto profesional y son por lo mismo tan sagradas e inviolables como las revelaciones habidas en confesión por el sacerdote, los dos jefes policiales se desataron en improperios de una vulgaridad sin precedentes contra el señor Joaquín Andoa, amenazándolo, incluso, con castigos corporales ("Te daremos una pateadura" fueron sus palabras textuales) si no respondía a sus preguntas. Como nuestro Director se negara dignamente a faltar a la ética profesional fue encerrado en un calabozo de la comisaría por espacio de ocho horas, es decir hasta las siete de la tarde, en que se le excarceló por gestión del propio prefecto del departamento. La redacción en pleno de El Oriente, unida como un solo hombre en la defensa de la libertad de prensa, del secreto profesional y la ética informativa, protesta por este abuso cometido contra un destacado intelectual y periodista loretano y comunica que ha enviado telegramas denunciando el hecho a la Federación Nacional de Periodistas del Perú y a la Asociación Nacional de Periodistas del Perú, nuestros máximos organismos gremiales en el país.


Asesinos de la Quebrada Cacique

Cocama no irán tribunal militar

Iquitos, 6 de enero.-Una fuente bien informada y muy próxima a la Comandancia General de la V Región Militar (Amazonía) desmintió esta mañana los tenaces rumores que circulaban en Iquitos en el sentido de que los siete asaltantes de Nauta serían transferidos al fuero castrense para ser juzgados por un tribunal militar, mediante procedimiento sumario.

Según dicha fuente, las Fuerzas Armadas no han reclamado en ningún momento que se les confiara la tarea de enjuiciar y sancionar a los delincuentes, de manera que éstos permanecerán sometidos al fuero regular de la justicia civil.

Al parecer, el origen del desmentido rumor, fue una solicitud elevada a las instancias superiores del Ejército por el capitán de Intendencia Pantaleón Pantoja -cuyas funciones son de sobra conocidas en esta ciudad-para que el fuero jurídico castrense exigiera la instrucción procesal y castigo de los responsables del asalto de Nauta, con el argumento de que el barco Eva y sus tripulantes pertenecían a la Marina Nacional y de que el convoy de polillas formaba parte de un organismo militarizado cual sería el caso del desprestigiado Servicio de Visitadoras que ese oficial dirige.

Las Fuerzas Armadas habrían desestimado como "peregrina"-es el calificativo empleado por nuestro informante-la solicitud del capitán Pantoja, indicando que el transporte Eva y sus tripulantes, al ser víctimas del asalto, no efectuaban servicio militar alguno sino tareas estrictamente civiles, y que el llamado Servicio de Visitadoras no es ni podría ser en ningún caso una institución militarizada, sino una empresa comercial civil, que ha tenido eventuales y meramente toleradas, pero nunca auspiciadas ni oficializadas, relaciones con el Ejército. A este respecto, añadió la misma fuente, se lleva a cabo actualmente, con la discreción necesaria, una investigación que habría ordenado el propio Estado Mayor del Ejército sobre dicho Servicio de Visitadoras, a fin de poner en descubierto su origen, composición, funciones y beneficios, determinar su licitud y, si fuera el caso, las responsabilidades y sanciones pertinentes.


– Ah, ya estás levantado, hijito-pasa la noche sobresaltada, en su sueño una cucaracha es comida por un ratón que es comido por un gato que es comido por un lagarto que es comido por un jaguar que es crucificado y cuyos despojos devoran cucarachas, se levanta al amanecer, pasea por la sala a oscuras retorciéndose las manos, cuando oye seis campanadas toca el dormitorio de Panta la señora Leonor-. Cómo ¿te has puesto el uniforme otra vez?

– Todo Iquitos me ha visto uniformado, mamá -comprueba que la guerrera se ha desteñido y que le

baila el pantalón, se mira en distintas poses en el espejo y se llena de melancolía Pantita-. No tiene sentido continuar con esta mentira del señor Pantoja.

– Eso tendría que decidirlo el Ejército, no tú-equivoca las llaves de la cocina, derrama la leche, recuerda que ha olvidado el pan, no puede impedir que la bandeja tiemble en sus manos la señora Leonor-. Ven, siquiera toma un poco de café. No salgas con el estomago vacío, no seas mula.

– Está bien, pero sólo media taza-va muy calmado al comedor, coloca quepí y guantes sobre la mesa, se sienta, bebe a sorbitos Panta-. Anda, dame un beso. No pongas esa cara, mamacita, me contagias tu angustia.

– Toda la noche he tenido pesadillas terribles-se derrumba en el sofá, se lleva la mano a la boca, tiene la voz griposa y torturada la señora Leonor-. ¿Y ahora qué te va a pasar, Panta? ¿Qué va a ser de nosotros?

– No va a pasar nada-saca unos soles de su billetera, los pone en la bata de la señora Leonor, abre una persiana, ve gente yendo al trabajo, al mendigo ciego de la esquina instalado ya con su platillo y su flauta Panta-. Y, además, si pasa, no me importa.

– ¿Han oído la radio?-rebota de estupor en el asiento del taxi, oye exclamar al chofer y repite no es posible, que desgracia, paga, baja, entra a Pantilandia dando un portazo, aúlla Iris-. ¡Lo agarraron al Hermano Francisco! Estaba escondido por el río Napo, cerca de Mazán. Me da una pena, que le irán a hacer.

– No lamento nada de lo que he hecho-ve salir de su casa al fabricante de lápidas y al marido de Alicia, ve pasar autos, chiquillos con uniformes y libros, una viejita que ofrece loterías, se siente extraño, se abotona la guerrera Panta-. He actuado según mi conciencia y ése también es el deber de un soldado. Haré frente a lo que venga. Ten confianza en mí, mamá.

– Siempre la he tenido, hijito-lo escobilla, lo lustra, lo arregla, abre los brazos, lo besa, lo aprieta, mira a los bigotudos del viejo retrato la señora Leonor-. Una fe ciega en ti. Pero con este asunto ya no sé qué pensar. Te volviste loco, Panta. ¡Vestirse de militar para pronunciar un discurso en el entierro de una pe! ¿Tu padre, tu abuelo hubieran hecho una cosa así?

– Mamá, por favor, no vuelvas sobre lo mismo-ve saludarse a la vendedora de loterías y al ciego, ve a un hombre que camina leyendo un periódico, a un perro que orina caudalosamente, da media vuelta y avanza hacia la puerta Panta-. Creo haberte dicho que estaba terminantemente prohibido tocar nunca más ese tema.

– Está bien, me callo, yo sí sé obedecer a la superioridad-le da la bendición, lo despide en la vereda, regresa a su dormitorio, se echa en la cama sacudida por sollozos la señora Leonor-. Quiera Dios que no te arrepientas, Panta. Rezo para que no ocurra, pero la barbaridad que has hecho nos va a traer desgracias, estoy segura.


– Bueno, en cierto sentido si, al menos a mi-sonríe apenas, pasa entre los familiares agolpados a la puerta de la cárcel esperando la hora de visita, aparta a un niño que vocea tortugas, monitos el teniente Bacacorzo-. He perdido el ascenso que me tocaba este año, de eso no hay duda. Pero, en fin, la cosa está hecha y no se puede dar marcha atrás.

– Yo le ordené llevar la escolta, yo le ordené rendir honores a esa pobre mujer-se inclina para anudarse un zapato, distingue en la puerta del Banco Amazónico la divisa "El dinero de la selva para la selva" el capitán Pantoja-. Toda la responsabilidad es mía y solo mía.

Asé se lo recuerdo en esta carta al general Collazos y así se lo voy a decir personalmente a Scavino. Usted no tiene culpa ninguna, Bacacorzo; los reglamentos son muy claros.

– Lo encontraron durmiendo-se sienta en la hamaca de Sinforoso Caiguas, habla en el centro de un círculo de visitadoras Penélope-. Se había hecho una cuevita con ramas y hojas, se pasaba el día rezando, no comía nada de lo que le llevaban los apóstoles. Sólo raíces, yerbitas. Es un santo, es un santo.

– La verdad es que no debí hacerle caso-hunde las manos en los bolsillos, entra a la heladería "El Paraíso", pide un cafecito con leche, oye al capitán Pantoja preguntarle ¿no es ése el profesor, el brujo?, responde ese mismo el teniente Bacacorzo-. Entre nosotros, lo que me pidió era un soberano disparate. Una persona con cinco dedos de frente hubiera ido a contarle a Scavino lo que pretendía hacer, para que le aguantara la mano.

Tal vez ahora me lo agradecería, capitán.

– Tarde para lamentarse-oye al profesor aconsejar a una señora si quieres que tu recién nacido no tarde en hablar le reventaras granos de maíz en la boca el capitán Pantoja-. Si pensaba así, por qué carajo no lo hizo, Bacacorzo. Me habría librado de los remordimientos que voy a tener si no le dan ese nuevo fideo por mi culpa.

– Porque sólo tengo cuatro dedos aquí-se toca la frente, bebe su café con leche, paga, escucha al profesor recomendar a su cliente y si a tu hijito le muerde la víbora, lo curas con mamaderas de hiel de majaz, sale a la calle el teniente Bacacorzo-. Me lo dice siempre mi mujer. Hablando en serio, lo vi tan afectado con la muerte de esa visitadora, que se me ablandó el corazón.

– El director de El Oriente se mata diciendo que él no delató al Hermano, jura y llora que no contó nada a la policía-llega la última a Pantilandia, anuncia traigo noticias, se sienta en la hamaca, se atropella Coca-. Es por gusto, ya le quemaron el auto y casi le queman su periódico. Si no se va de Iquitos, los hermanos lo matarán. ¿Ustedes creen que el señor Andoa sabía el escondite del Hermano Francisco?

– Además, esa idea de rendir honores a una puta, precisamente por lo demencial, resultaba tan fascinante -lanza una carcajada, camina entre los vendedores ambulantes y las tiendas atestadas del jirón Lima, advierte que el "Bazar Moderno" ha colgado un nuevo rótulo: "Artículos afamados por su durabilidad y aspecto memorable" el teniente Bacacorzo-. No sé qué me paso, me contagiaría usted su delirio.

– No hubo tal delirio, fue una decisión tomada con calma y raciocinio-patea una latita, cruza el asfalto, esquiva una camioneta, pisa la sombra de las pomarrosas de la Plaza de Armas el capitán Pantoja-. Pero esa es otra historia. Le prometo hacer lo imposible para evitar que esto lo perjudique, Bacacorzo.

– Una buena anécdota para contar a los nietos, aunque no me la creerán-sonríe, se apoya en la Columna de los Héroes, nota que los nombres están borrados o manchados por caca de pájaros el teniente Bacacorzo-.

Aunque sí, para eso sirven los periódicos. ¿Sabe que no me acostumbro a verlo uniformado? Me parece otra persona.

– A mí me pasa lo mismo, me siento raro. Tres años es mucho tiempo-contornea el Banco de Crédito, escupe ante la Casa de Fierro, divisa al propietario del Hotel Imperial persiguiendo a una muchacha el capitán Pantoja-. ¿Ha visto ya a Scavino?

– No, no lo he visto-mira las ventanas de brillosos azulejos de la Comandancia, entra al Malecón Tarapacá, se detiene para ver salir del Hotel de Turistas a un grupo de extranjeros con cámaras fotográficas el teniente Bacacorzo-. Me mando decir que había terminado la misión especial, o sea mi trabajo con usted. Tengo que presentarme el lunes en su despacho.

– Le quedan cuatro días para tomar fuerzas y prepararse a la tormenta-pisa una cáscara de plátano, observa las paredes desconchadas del antiguo colegio San Agustín, la yerba que lo devora, pulveriza una familia de hormigas que arrastraban una hojita el capitán Pantoja-. De modo que ésta es nuestra última entrevista oficial.

– Le voy a contar un chisme que le va a dar risa -prende un cigarrillo junto al Monumento del Rotary

Club, descubre en la explanada del Malecón a unas alumnas jugando volley el teniente Bacacorzo- ¿Sabe que cuento corrió durante buen tiempo entre la gente que nos pescaba viéndonos a solas y en sitios apartados? Que éramos maricones, figúrese. Vaya, ni por ésas se ríe.

– Lo tienen en Mazan y han rodeado el pueblo de soldados-está con la oreja pegada a la radio, repite a gritos lo que oye, corre al embarcadero, señala el río Pichuza-. Toda la gente se va a Mazán a salvar al Hermano Francisco. ¿Han visto? Qué cantidad de lanchas, de deslizadores, de balsas. Miren, miren.

– En estos años de charlas medio secretas, he llegado a apreciarlo mucho, Bacacorzo-le pone la mano en el hombro, ve a las colegialas saltar, golpear la pelota, correr, siente cosquillas en la oreja, se rasca el capitán Pantoja-. Es el único amigo que he hecho aquí hasta ahora, por esta situación tan rara que tengo. Quería que lo supiera. Y, también, que le estoy muy agradecido.

– Usted lo mismo, me cayó bien desde el primer momento-consulta su reloj, para un taxi, abre la portezuela, sube, se va el teniente Bacacorzo-. Y tengo la impresión que soy el único que lo conoce tal como es.

Buena suerte en la Comandancia, le espera algo bravo.

Chóquese esos cinco, mi capitán.


– Adelante, lo estaba esperando-se pone de pie, va a su encuentro, no le da la mano, lo mira sin odio, sin rencor, inicia una caminata eléctrica en torno suyo el general Scavino-. Y con la impaciencia que se imaginará. A ver, comience a vomitar las justificaciones de su hazaña. Vamos, de una vez, empiece.

– Buenos días, mi general-choca los tacos, saluda, piensa no parece furioso, qué raro el capitán Pantoja-.

Le ruego que eleve esta carta a la superioridad,- después de leerla. En ella asumo yo solo la responsabilidad de lo ocurrido en el cementerio. Quiero decir, el teniente Bacacorzo no ha tenido la menor…

– Alto, no hable de ese sujeto que se me revuelve el hígado-queda inmóvil un segundo, levanta una mano, reanuda su paseo circular, enoja ligeramente la voz el general Scavino-. Le prohíbo mentarlo más en mi presencia. Lo creía un oficial de mi confianza. El debía vigilarlo, frenarlo, y acabo siendo un adicto suyo. Pero le juro que va a lamentar haber llevado esa escolta al entierro de la puta.

– No hizo más que obedecer mis órdenes-sigue en posición de firmes, habla con suavidad, pronuncia despacio todas las letras el capitán Pantoja-. Lo explico con detalle en esta carta, mi general. Yo obligué al teniente Bacacorzo a presentar esa escolta en el cementerio.

– No se ponga a defender a nadie, es usted quien necesita que lo defiendan-se vuelve a sentar, lo considera con ojos lentos y triunfales, revuelve unos periódicos el general Scavino-. Supongo que ya ha visto los resultados de su gracia. Habrá leído estos recortes, claro. Pero todavía no conoce los de Lima, los editoriales de La Prensa, de El Comercio. Todo el mundo pone el grito en el cielo por el Servicio de Visitadoras.

– Si no me mandan refuerzos, puede pasar algo muy feo, mi coronel-coloca centinelas, ordena calar las bayonetas, previene a los forasteros un paso más y disparo, manipula el aparato de radio portátil, se asusta el teniente Santana-. Déjeme trasladar el chiflado a Iquitos.

A cada momento desembarca más y más gente y aquí en Mazán estamos al descubierto, usted conoce. En cualquier momento intentarán asaltar la cabaña donde lo tengo.

– No piense que trato de quitarle el cuerpo a mis actos, mi general-se pone en descanso, siente que sus manos transpiran, no mira los ojos sino la calva con lunares pardos del general Scavino, murmura el capitán Pantoja-. Pero permítame recordarle que radios y periódicos habían hablado del Servicio de Visitadoras antes del episodio de Nauta. No he cometido ninguna indiscreción. Mi ida al cementerio no delató al Servicio.

Su existencia era vox populi.

– De modo que aparecer vestido de oficial del Ejército, en un cortejo de meretrices y de cafiches es un incidente sin importancia-se muestra teatral, comprensivo, benevolente, hasta risueño el general Scavino-. De modo que rendir honores a una mujerzuela, como si se tratara…

– De un soldado caído en acción-alza la voz, hace un ademán, da un paso adelante el capitán Pantoja-.

Lo siento, pero ese es ni más ni menos el caso de la-visitadora Olga Arellano Rosaura.

– ¡Cómo se atreve a gritarme!-ruge, enrojece, vibra en el asiento, desordena la mesa, se calma al instante el general Scavino-. Bájeme esa voz si no quiere que lo haga arrestar por insolente. Con quién carajo cree que esta hablando.

– Le ruego que me perdone-retrocede, se cuadra, hace sonar los tacos, baja los ojos, susurra el capitán Pantoja-. Lo siento mucho, mi general.

– La Comandancia quería tenerlo allá hasta recibir órdenes de Lima, pero si en Mazán la cosa se pone tan fea, sí, lo mejor será llevarlo a Iquitos-consulta con sus adjuntos, estudia el mapa, firma un vale para combustible aéreo el coronel Máximo Dávila-. De acuerdo, Santana, le mando un hidroavión para sacar de ahí al profeta. Mantenga la cabeza serena y procure que la sangre no llegue al río.

– De modo que las idioteces de su discurso, las piensa de veras-recobra la compostura, la sonrisa, la superioridad, silabea el general Scavino-. No, ya lo voy conociendo mejor. Es usted un gran cínico, Pantoja. ¿Acaso no sé que la ramera era su querida? Montó ese espectáculo en un momento de desesperación, de sentimentalismo, porque estaba encamotado de ella. Y ahora, que

tal concha, viene a hablarme de soldados caídos en acción.

– Le juro que mis sentimientos personales por esa visitadora no han influido lo más mínimo en este asunto -enrojece, siente brasas en las mejillas, tartamudea, se hunde las uñas en la palma de las manos el capitán Pantoja-. Si en vez de ella, la víctima hubiera sido otra, habría procedido igual. Era mi obligación.

– ¿Su obligación?-chilla con alegría, se levanta, pasea, se detiene ante la ventana, ve que llueve a cántaros, que la bruma oculta el río el general Scavino-. ¿Cubrir de ridículo al Ejército? ¿Hacer el papel de un fantoche?

¿Revelar que un oficial está actuando de alcahuete al por mayor? ¿Esa era su obligación, Pantoja? ¿Qué enemigo le paga? Porque eso es puro sabotaje, pura quintacolumna.

– ¿No ven? Qué les aposté, los hermanos lo salvaron-palmotea, clava una ranita en una cruz de cartón, se arrodilla, ríe Lalita-. Acabo de oírlo, el Sinchi lo contaba en la radio. Iban a meterlo a un avión para llevárselo a Lima, pero los hermanos se les echaron encima a los soldados, lo rescataron y huyeron a la selva.

Ah, qué felicidad, ¡Viva el Hermano Francisco!

– Hace apenas un par de meses d Ejército rindió honores al médico Pedro Andrade, que murió al ser arrojado de un caballo, mi general-recuerda, ve los cristales de la ventana acribillados de gotitas, oye roncar el trueno el capitán Pantoja-. Usted mismo leyó un elogio fúnebre magnífico en el cementerio.

– ¿Trata de insinuar que las putas del Servicio de Visitadoras están en la misma condición que los médicos asimilados al Ejército?-siente tocar la puerta, dice adelante, recibe un impreso que le alcanza un ordenanza, grita que no me interrumpan el general Scavino-. Pantoja, Pantoja, vuelva a la tierra.

– Las visitadoras prestan un servicio a las Fuerzas Armadas no menos importante que el de los médicos, los abogados o los sacerdotes asimilados-ve viborear al rayo entre nubes plomizas, espera y oye el estruendo del cielo el capitán Pantoja-. Con su perdón, mi general, pero es así y se lo puedo demostrar.

– Menos mal que el cura Beltrán no oye esto-se desmorona en un sofá, hojea el impreso, lo echa a la papelera, mira al capitán Pantoja entre consternado y temeroso el general Scavino-. Lo hubiera usted dejado tieso con lo que acaba de decir.

– Todos nuestros clases y soldados rinden más, son más eficientes y disciplinados y soportan mejor la vida de la selva desde que el Servicio de Visitadoras existe, mi general -piensa el lunes Gladycita cumplirá dos años, se emociona, se apena, suspira el capitán Pantoja-. Todos los estudios que hemos hecho lo prueban. Y a las mujeres que llevan a cabo esa tarea con verdadera abnegación, nunca se les ha reconocido lo que hacen.

– Entonces, esas siniestras patrañas se las cree de verdad-se pone súbitamente nervioso, camina de una a otra pared, habla solo haciendo muecas el general Scavino-. De verdad cree que el Ejército debe estar agradecido a las putas por dignarse cachar con los números.

– Lo creo con la mayor firmeza, mi general-ve las trombas de agua barriendo la calle desierta, lavando los techos, las ventanas y los muros, ve que aun los árboles más robustos se cimbran como papeles el capitán Pantoja-. Yo trabajo con ellas, soy testigo de lo que hacen.

Sigo paso a paso su labor difícil, esforzada, mal retribuida y, como se ha visto, llena de peligros. Después de lo de Nauta, el Ejército tenía el deber de rendirles un pequeño homenaje. Había que levantarles la moral de algún modo.

– No puedo calentarme de puro asombrado que estoy -se toca las orejas, la frente, la calva, menea la cabeza, encoge los hombros, pone cara de víctima d general Scavino-. No me da la cólera para tanto. Tengo la sensación de estar soñando, Pantoja. Me hace usted sentir que todo es irreal, una pesadilla, que me he vuelto idiota, que no entiendo nada de lo que pasa.

– ¿Han habido tiros, muertos?-se aterra, junta las manos, reza, congrega a las visitadoras, pide que la consuelen Pechuga-. Santa Ignacia, que no le haya pasado nada al Milcaras. Sí, está allá, se fue a Mazán como todo el mundo para ver al Hermano Francisco. No es que sea hermano, el fue por curioso.

– Supuse que esta iniciativa no tendría el visto bueno de la superioridad y por eso procedí sin consultar a la vía jerárquica-ve cesar la lluvia, despejarse el cielo, ponerse muy verdes los árboles, llenarse la calle de gente el capitán Pantoja-. Sé que merezco una sanción, por supuesto. Pero no lo hice pensando en mí, sino en el Ejército. Sobre todo, en el futuro del Servicio. Lo ocurrido podía provocar una desbandada de visitadoras. Había que templarles el ánimo, inyectarles un poco de energía.

– El futuro del Servicio-deletrea, se le acerca mucho, lo observa con conmiseración y gloria, habla casi besándole la cara el general Scavino-. De modo que usted cree que el Servicio de Visitadoras tiene todavía futuro. Ya no existe, Pantoja, el maldito murió. Kaputt, finish.

– ¿El Servicio de Visitadoras?-siente un ramalazo de frío, que el suelo se mueve, ve que ha brotado el arcoiris, tiene ganas de sentarse, de cerrar los ojos el capitán Pantoja-. ¿Ya murió?

– No sea ingenuo, hombre-sonríe, busca su mirada, habla con fruición el general Scavino-. ¿Creía que iba a sobrevivir a semejante escándalo? El mismo día de los sucesos de Nauta, la Naval nos retiró su barco, la FAP su avión, y Collazos y Victoria entendieron que había que acabar con ese absurdo.

– Ordené que dispararan pero no me obedecieron, mi coronel-pega dos tiros al aire, carajea a los soldados, ve desaparecer a los últimos hermanos, llama al radio operador el teniente Santana-. Había demasiados fanáticos, sobre todo fanáticas. Quizá fuera preferible, hubiera habido una masacre. No pueden andar lejos. Apenas lleguen los refuerzos, salgo tras ellos y les echo el guante, ya verá.

– Esa medida debe ser rectificada cuanto antes-balbucea sin convicción, siente un mareo, se apoya en el escritorio, ve que la gente saca a baldazos el agua de las casas el capitán Pantoja-. El Servicio de Visitadoras está en pleno auge, comienza a rendir frutos la labor de tres años, vamos a ampliarlo a suboficiales y oficiales.

– Muerto y enterrado para siempre, gracias a Dios -se pone de pie el general Scavino.

– Presentare estudios detallados, estadísticas-sigue balbuceando el capitán Pantoja.

– Ha sido la parte buena del asesinato de la puta y del escándalo del cementerio-contempla la ciudad iluminada por el sol pero todavía goteante el general Scavino-. El maldito Servicio de Visitadoras estuvo a punto de terminar conmigo. Pero se acabó, volveré a caminar tranquilo por las calles de Iquitos.

– Organigramas, encuestas -no emite sonidos, no mueve los labios, nota que se le velan las cosas el capitán Pantoja-. No puede ser una decisión irrevocable, aún hay tiempo de rectificarla.

– Moviliza a toda la Amazonía si es necesario, pero captúrame al Mesías en veinticuatro horas-es reprendido por el Ministro, reprende al jefe de la V Región el Tigre Collazos-. ¿Quieres que se rían de ti en Lima?

¿Qué clase de oficiales tienes que cuatro brujas les arrebatan un prisionero de las manos?

– Y a usted le recomiendo que pida su baja-ve aparecer en el río las primeras motoras, elevarse el humo de las cabañas de Padre Isla el general Scavino-. Es un consejo amistoso. Su carrera está terminada, profesionalmente se suicidó con la broma del cementerio. Si se queda en el Ejército, con ese manchon en la foja de servicios se pudrirá de capitán. Oiga, qué le pasa. ¿Está llorando? Más pantalones, Pantoja.

– Lo siento, mi general-se suena, solloza otra vez, se frota los ojos el capitán Pantoja-. La excesiva tensión de estos últimos días. No he podido contenerme, le ruego que excuse esta debilidad.

– Debe cerrar hoy mismo el local del Itaya y entregar las llaves en Intendencia antes del mediodía-hace un gesto de ha terminado la entrevista, ve a Pantoja ponerse en atención el general Scavino-. Parte a Lima en el avión Faucett de mañana. Collazos y Victoria lo esperan en el Ministerio a las seis de la tarde, para que les cuente su proeza. Y, si no ha perdido la razón, siga mi consejo. Pida su baja y búsquese algún trabajo en la vida civil.

– Eso nunca, mi general. no abandonaré jamás el Ejército por mi propia voluntad -aún no recupera la voz, aún no alza la vista, aún sigue pálido y avergonzado el capitán Pantoja-. Ya le dije una vez que el Ejército era lo que más me importaba en la vida.

– Allá usted, entonces-condesciende a darle velozmente la mano, le abre la puerta, se queda mirándolo alejarse el general Scavino-. Antes de salir, límpiese otra vez los mocos y séquese los ojos. Caracho, nadie me va a creer que he visto llorar a un capitán del Ejército porque clausuraban una casa de putas. Puede retirarse, Pantoja.

– Con su permiso, mi capitán -sube corriendo al puesto de mando, blande un martillo, un desentornillador, se cuadra, tiene el overol cubierto de tierra Sinforoso Caiguas-. ¿Retiro también el mapa grande, el de las flechitas?

– También, pero ése no lo rompas-abre el escritorio, extrae un fajo de papeles, hojea, rasga, echa al suelo, ordena el capitán Pantoja-. Lo devolveremos a la oficina de Cartografía. ¿Terminaste con esos cuadros y organigramas, Palomino?

– Ay, Dios mío, arrodíllense, lloren, persígnense -agita los cabellos, forma una cruz con sus brazos Sandra-. Se murió, lo mataron, no se sabe. De veras, de veras. Dicen que el Hermano Francisco está clavado en las afueras de Indiana. ¡Ayyyyy!

– Sí, mi capitán, ya los descolgué-salta desde un banquillo, alza un cajón repleto, va hasta el camión estacionado en la puerta, deposita su carga, regresa a paso ligero, patea el suelo Palomino Rioalto-. Todavía queda este pocotón de fichas, libretas, cartapacios.

¿Qué se hace con esto?

– Romperlos, también-corta la luz, desconecta el aparato de transmisiones, lo envuelve en su funda, lo confía a Chino Porfirio el capitán Pantoja-. O, mejor, llévense ese alto de basura al descampado y hagan una buena fogata. Pero rápido, vamos, vivo, vivo. ¿Qué pasa, Chuchupe? ¿Otra vez pucheros?

– No, señor Pantoja, ya le he prometido que no-tiene un pañuelo floreado en la cabeza y un delantal blanco, hace paquetitos, dobla sábanas, apila almohadas en un baúl Chuchupe-. Pero no sabe cuánto me cuesta aguantarme.

– En unos segunditos se hacen polvo tantas horas de trabajo, señor Pantoja-emerge de un caos de biombos, cajas y maletas, señala las llamas, el humo del descampado Chupito-. Cuando pienso las noches que se ha pasado haciendo esos organigramas, esos ficheros.

– Yo también siento una pena que no se imagina, señol Pantoja-se echa una silla, un atado de hamacas y un rollo de afiches a la espalda el Chino Porfirio-. Estaba encaliñado con esto como si fuela mi casa, se lo julo.

– Al mal tiempo, buena cara-desenchufa una lámpara, empaqueta unos libros, desarma un estante, carga una pizarra Pantaleón Pantoja-. La vida es así. Apurémonos, ayúdenme a sacar todo esto, a botar lo que no sirve. Tengo que entregar el depósito a Intendencia antes del mediodía. A ver, carguen ustedes el escritorio.

– No, no fueron los soldados, fueron los mismos hermanos-llora, se abraza a Iris, coge la mano de Pichuza, mira a Sandra Peludita-, los que lo estaban salvando. El se lo pidió, se lo ordenó: no dejen que me agarren de nuevo, clávenme, clávenme.

– Le voy a decil una cosa, señol Pantoja-se agacha, cuenta un, dos, ¡fuelza! y levanta el Chino Porfirio-. Pa que sepa lo contento que he estado aquí. Nunca aguante un jefe ni siquiela un mes. ¿Y cuánto llevo con usted?

Tles años. Y si pol mi fuela, toda la vida.

– Gracias, Chino, ya lo sé-coge un balde, borra a brochazos de yeso las divisas, refranes y consejos de la pared el señor Pantoja-. A ver, cuidadito con la escalera. Así, igualen los pasos. Yo también me había acostumbrado a esto, a ustedes.

– Le digo que durante mucho tiempo no voy a poner los pies por aquí, señor Pantoja, se me saltarían las lágrimas-mete irrigadores, bacinicas, toallas, batas, zapatos, calzones al baúl Chuchupe-. Qué idiotas, parece mentira que se les ocurra cerrar esto en su mejor momento. Con los planes tan bonitos que teníamos.

– El hombre propone y Dios dispone, Chuchupe, qué se le va a hacer-desengancha persianas, enrolla esteras, cuenta las cajas y bultos del camión, espanta a los curiosos que rodean la entrada del centro logístico-. A ver, Chupito, ¿te dan las fuerzas para sacar este archivo?

– La culpa ha sido de Teófilo Moley y sus compinches, si no es pol ellos nos dejaban en paz-trata de cerrar el baúl, no lo consigue, sienta encima a Chupito, asegura la armella el Chino Porfirio-. Malditos, ellos nos hundielon, ¿no, señol Pantoja?

– En parte sí-pasa una cuerda alrededor del baúl, hace nudos, ajusta Pantaleón Pantoja-. Pero tarde o temprano esto se iba a acabar. Teníamos enemigos muy poderosos dentro del propio Ejército. Veo que te quitaron las vendas, Chupito, ya mueves el brazo como si tal cosa.

– La yerba mala nunca muere-ve las venas saltadas de la frente del Chino Porfirio, el sudor del señor Pantoja Chupito-. Quién va a entender una cosa así. Enemigos por qué. Éramos la felicidad de tanta gente, los soldaditos se ponían tan contentos al vernos. Me hacían sentir un Rey Mago cuando llegaba a los cuarteles.

– El mismo escogió el árbol-junta las manos, cierra los ojos, bebe el cocimiento, se golpea el pecho Rita-, dijo éste, córtenlo y hagan la cruz de este tamaño. El mismo escogió el sitio, uno bonito, junto al río. Les dijo párenla, aquí ha de ser, aquí me lo manda el cielo.

– Los envidiosos que nunca faltan-trae y reparte coca-colas, ve a Sinforoso y Palomino alimentando la fogata con más papeles Chuchupe-. No podían tragarse lo bien que funcionaba esto, señor Pantoja, los progresos que hacíamos gracias a sus invenciones.

– Usted es un genio pa estas vainas-bebe a pico de botella, eructa, escupe el Chino Porfirio-. Todas las chicas lo dicen: encima del señol Pantoja, sólo el Hermano Francisco.

– ¿Y esos casilleros, Sinforoso?-se quita el overol y lo arroja a las llamas, se limpia con kerosene la pintura de manos y brazos el señor Pantoja-. ¿Y el biombo de la enfermería, Palomino? Rápido, súbeme todo eso al camión. Vamos, muchachos, vivo.

– ¿Por qué no acepta usted nuestra propuesta, señor Pantoja?-guarda bolsas de papel higiénico, frascos de alcohol y mercurio cromo, vendas y algodón Chupito-.

Sálgase del Ejército, que le paga tan mal sus esfuerzos, y quédese con nosotros.

– Esas bancas también, Chino-comprueba que no queda nada en la enfermería, arranca la cruz roja del botiquín el señor Pantoja-. No, Chupito, ya les he dicho que no. Sólo dejaré el Ejército cuando el Ejército me deje a mí o me muera. También el cuadrito, por favor.

– Nos vamos a hacer ricos, señor Pantoja, no desperdicie la gran oportunidad-arrastra escobas, plumeros, ganchos de ropa, baldes Chuchupe-. Quédese. Será nuestro jefe y usted ya no tendrá jefes. Le obedeceremos en todo, fijará las comisiones, los sueldos, lo que le parezca.

– A ver, este caballete entre nosotros, ¡arriba, Chino! -resopla, ve que los curiosos han vuelto, se encoge de hombros Pantaleón Pantoja-. Ya te he explicado, Chuchupe, esto lo organicé por orden superior, como negocio no me interesa. Además, yo necesito tener jefes. Si no tuviera, no sabría qué hacer, el mundo se me vendría abajo.

– Y a los que llorábamos nos consolaba su voz de santo, no lloren, hermanos, no lloren, hermanos-se limpia las lágrimas, no ve a Pechuga abrazada por Mónica y Penélope, besa el suelo Milcaras-. Lo vi todo, yo estaba ahí, tome una gota de su sangre y se me quitó el cansancio de caminar horas y horas por el monte. Nunca más probare hombre ni mujer. Ay, otra vez siento que me llama, que subo, que soy ofrenda.

– No dé la espalda a la fotuna, señol-ve que los curiosos se acercan, coge un palo, oye al señor Pantoja decir déjalos, ya no hay nada que ocultar el Chino Porfirio-. Llevando visitadolas a soldados y civiles, vamos a ganal montones.

– Compraremos deslizadores, lanchas, y apenas podamos, un avioncito, señor Pantoja-pita como una sirena, ronca como una hélice, silba " La Raspa ", marcha y saluda Chupito-. No necesita poner medio. Chuchupe y las chicas invierten sus ahorros y con eso alcanza de sobra para comenzar.

– Si hace falta nos empeñaremos, pediremos plata prestada a los bancos-se quita el delantal, el pañuelo de la cabeza, tiene el cabello erupcionado de ruleros Chuchupe-. Todas las chicas están de acuerdo. No le pediremos cuentas, usted podrá hacer y deshacer. Quédese y ayúdenos, no sea malo.

– Con nuestlo capitalito y su coco, levantalemos un impelio, señol Pantoja-se enjuaga las manos, la

cara y los pies en el río el Chino Porfirio-. Ande, decídase.

– Está decidido y es no-examina las paredes desnudas, el espacio vacío, arrincona los últimos objetos inútiles junto a la puerta Pantaleón Pantoja-. Vamos, no pongan esas caras. Si están tan entusiastas, monten el negocio entre ustedes y ojalá les vaya bien, se lo deseo de veras. Yo vuelvo a mi trabajo de siempre.

– Tengo mucha fe y creo que la cosa saldrá bien, señor Pantoja-saca una medallita de su pecho y la

besa Chuchupe-. Le he hecho una promesa al niño mártir para que nos ayude. Pero, claro, nunca como si usted se quedara de jefazo.

– Y dicen que no dio ni un grito, ni soltó una lágrima ni sentía dolor ni nada-lleva al Arca a su hijo recién nacido, pide al apóstol que lo bautice, ve al niño lamer las gotitas de sangre que vierte el padrino Iris-. A los que clavaban les decía más fuerte, hermanos, sin miedo, hermanos, me están haciendo un bien, hermanos.

– Tenemos que sacar adelante ese proyecto, mamá -tira una piedra a la calamina del techo y ve aletear y alejarse un gallinazo Chupito-. ¿Qué nos queda, si no?

¿Volver a abrir un bulín en Nanay? Iríamos muertos, ya no se le puede hacer la competencia a Moquitos, nos sacó mucha ventaja.

– ¿Otra casa en Nanay, volver a las de antes?-toca madera, pone contra, se persigna Chuchupe-. ¿Otra vez enterrarse en una cueva, otra vez ese negocio tan aburrido, tan miserable? ¿Otra vez romperse los lomos para que nos chupen toda la sangre los soplones? Ni muerta, Chupon.

– Aquí nos hemos acostumbrado a trabajar a lo grande, como gente moderna-abraza el aire, el cielo, la ciudad, la selva Chupito-. A la luz del día, con la frente alta. Para mí, lo bacán de esto es que siempre me parecía estar haciendo una buena acción, como dar limosna, consolar a un tipo que ha tenido desgracias o curar un enfermo.

– Lo único que pedía era apúrense, claven, claven, antes de que vengan los soldados, quiero estar arriba cuando lleguen-levanta un cliente en la Plaza 28 de Julio, lo atiende en el Hotel Requena, le cobra 200 soles, lo despide Penélope-. Y a las hermanas que se revolcaban llorando, les decía pónganse contentas, más bien, allá he de seguir con ustedes, hermanitas.

– Las chicas siempre lo repiten, señor Pantoja-abre la portezuela del camión, sube y se sienta Chuchupe-Nos hace sentir útiles, orgullosas del oficio.

– Las dejó mueltas cuando les anunció que se iba-se pone la camisa, se instala en el volante, calienta el motor el Chino Porfirio-. Ojalá en el nuevo negocio podamos enchufales ese optimismo, ese espílitu. Es lo fundamental ¿no?

– ¿Y dónde anda el equipo? Desaparecieron-cierra la puerta del embarcadero, asegura la tranca, echa un vistazo final al centro logístico Pantaleón Pantoja-. Quería darles un abrazo, agradecerles su colaboración.

– Se han ido a la "Casa Mori" a comprarle un regalito-susurra, señala Iquitos, sonríe, se pone sentimental Chuchupe-. Una esclava de plata, con su nombre en letras doradas, señor Pantoja. No les diga que le he contado, hágase el que no sabe, quieren darle una sorpresa.

Se la llevarán al aeropuerto.

– Caramba, qué cosas-hace girar su llavero, asegura el portón principal, sube al camión Pantaleón Pantoja-: Van a acabar poniéndome tristón con estas ocurrencias. ¡Sinforoso, Palomino! Salgan o los dejo adentro, nos vamos. Adiós Pantilandia, hasta la vista río Itaya. Arranca, Chino.

– Y dicen que en el mismo momento que murió se apagó el cielo, eran sólo las cuatro, todo se puso tiniebla, comenzó a llover, la gente estaba ciega con los rayos y sorda con los truenos-atiende el bar del "Mao Mao", viaja en busca de clientes a campamentos madereros, se enamora de un afilador Coca-. Los animales del monte se pusieron a gruñir, a rugir, y los peces se salían del agua para despedir al Hermano Francisco que subía.

– Ya tengo hecho el equipaje, hijito-sortea bultos, paquetes, camas deshechas, hace el inventario, entrega la casa la señora Leonor-. He dejado fuera únicamente tu pijama, tus cosas de afeitar y la escobilla de dientes.

– Muy bien, mamá-lleva maletas a la oficina de Faucett, las despacha como equipaje no acompañado Panta-. ¿Pudiste hablar con Pocha?

– Costó un triunfo, pero lo conseguí-telegrafía a la pensión reserven habitaciones familia Pantoja la señora Leonor-. Se oía pésimo. Una buena noticia: viajara mañana a Lima, con Gladycita, para que la veamos.

– Iré para que Panta abrace a la bebé, pero le advierto que esta última perrada no se la perdonaré nunca a su hijito, señora Leonor-oye las radios, lee las revistas, escucha los chismes, siente que la señalan en las calles, cree ser la comidilla de Chiclayo Pochita-. Todos los periódicos siguen hablando aquí del cementerio y ¿sabe qué le dicen? ¡Cafiche! Sí, sí, CAFICHE. No me amistaré nunca con él, señora. Nunca, nunca.

– Me alegro, tengo tantas ganas de ver a la chiquita -recorre las tiendas del jirón Lima, compra juguetes, una muñeca, baberos, un vestido de organdí con una cinta celeste Panta-. Como habrá cambiado en un año ¿no, mamá?

– Dice que Gladycita está regia, gordita, sanísima. La oí jugando en el teléfono, ay mi nietecita linda-va al Arca de Moronacocha, abraza a los hermanos, compra medallas del niño mártir, estampas de Santa Ignacia, cruces del Hermano Francisco la señora Leonor-.


Pochita se alegró mucho al saber que te sacaban de Iquitos, Panta.

– ¿Ah, sí? Bueno, era lógico-entra en la florería "Loreto", escoge una orquídea, la lleva al cementerio, la cuelga en el nicho de la Brasileña Panta -. Pero no se habrá alegrado tanto como tú. Has perdido veinte años desde que te di la noticia. Sólo te falta echarte a cantar y bailar por las calles.

– En cambio tú no pareces alegrarte nada-copia recetas de comidas amazónicas, compra collares de semillas, de escamas, de colmillos, flores de plumas de ave, arcos y flechas de hilos multicolores la señora Leonor-, y eso sí que no lo entiendo, hijito. Parece que te diera pena dejar ese trabajo sucio y volver a ser un militar de verdad.

– Y en eso llegaron los soldados y los bandidos se quedaron secos al verlo muerto en la cruz-juega a la lotería, se enferma del pulmón, trabaja como sirvienta pide limosna en las iglesias Pichuza-. Los judas, los herodes, los malditos. Qué han hecho, locos, qué han hecho, locos, se mataba diciendo ese de Horcones que ahora es teniente. Los hermanos ni le oían: de rodillas, con las manos en alto, rezaban y rezaban.

– No es que me dé pena-pasa la última noche en Iquitos deambulando solo y cabizbajo por las calles desiertas Pantita-. Después de todo, son tres años de mi vida. Me dieron una misión difícil y la saqué adelante. A pesar de las dificultades, de la incomprensión, hice un buen trabajo. Construí algo que ya tenía vida, que crecía, que era útil. Ahora lo echan abajo de un manotazo y ni siquiera me dan las gracias.

– ¿No ves que te da pena? Te has acostumbrado a vivir entre bandidas y forajidos-regatea por una hamaca de shambira, decide llevarla en la mano junto con el maletín de viaje y la cartera la señora Leonor-. En lugar de estar feliz de salir de aquí, estás amargado.

– Por otra parte, no te hagas muchas ilusiones-llama al teniente Bacacorzo para despedirse, regala al ciego de la esquina la ropa vieja, contrata un taxi para que los recoja al mediodía y los lleve al aeropuerto Panta-.

Dudo mucho que nos manden a un sitio mejor que Iquitos.

– Iré feliz a cualquier parte, con tal que no tengas que hacer las cochinadas de aquí-cuenta las horas, los minutos, los segundos que faltan para la partida la señora Leonor-. Aunque sea al fin del mundo, hijito.

– Está bien, mamá-se acuesta al amanecer pero no pega los ojos, se levanta, se ducha, piensa hoy estaré en Lima, no siente alegría Panta-. Salgo un momento, a despedirme de un amigo. ¿Quieres algo?

– Lo vi partir y se me ocurrió que era una buena ocasión, señora Leonor-le entrega una carta para Pocha y este regalito para Gladycita, la acompaña al aeropuerto, la besa y la abraza Alicia-. ¿La llevo rapidito al cementerio para que vea dónde está enterrada esa pe?

– Sí, Alicia, démonos una escapadita-se empolva la nariz, estrena sombrero, tiembla de cólera en el aeropuerto, sube al avión, se asusta en el despegue la señora Leonor-. Y después acompáñame al San Agustín, a despedirme del padre José María. El y tú son las únicas personas que voy a recordar con cariño de aquí.

– Tenía la cabeza sobre el corazón, los ojitos cerrados, se le habían afilado las facciones y estaba muy pálido-es aceptada por Moquitos, trabaja siete días a la semana, contrae dos purgaciones en un año, cambia tres veces de cafiche Rita-. Con la lluvia se había lavado la sangre de la cruz, pero los hermanos recogían esa agua santa en trapos, baldes, platos, se la tomaban y quedaban puros de pecado.

– Entre el contento de unos y las lágrimas de otros, odiado y querido por la ciudadanía dividida-engola la voz, usa ronquido de aviones como fondo sonoro el Sinchi-, hoy a mediodía partió a Lima, por vía aérea, el discutido capitán Pantaleón Pantoja. Lo acompañaban su señora madre y las emociones controvertidas de la población loretana. Nosotros nos limitamos, con la proverbial cortesía iquiteña, a desearle ¡buen viaje y mejores costumbres, capitán!

– Qué vergüenza, qué vergüenza-ve una sabana verde, nubes espesas, los picos nevados de la Cordillera, los arenales de la costa, el mar, acantilados la señora Leonor-. Todas las pes de Iquitos en el aeropuerto, todas llorando, todas abrazándote. Hasta el último momento tenía que darme colerones esta ciudad. Todavía me arde la cara. Espero no ver nunca más en mi vida a nadie de Iquitos. Oye, fíjate, ya vamos a aterrizar.

– Perdone que la moleste de nuevo, señorita-toma un taxi hasta la pensión, hace planchar su uniforme, se presenta en la Jefatura de Administración, Intendencia y Servicios Varios del Ejército, se sienta en un sillón tres horas, se inclina el capitán Pantoja-. ¿Está segura que debo seguir esperando? Me citaron a las seis y son las nueve de la noche. ¿No habrá habido ninguna confusión?

– Ninguna confusión, capitán-deja de lustrarse las uñas la señorita-. Están reunidos ahí y han ordenado que espere. Un poquito de paciencia, ya lo van a llamar.

¿Le presto otra foto novela de Corín Tellado?

– No, muchas gracias-hojea todas las revistas, lee todos los periódicos, consulta mil veces su reloj, tiene calor, frío, sed, fiebre, hambre el capitán Pantoja-. La verdad es que no puedo leer, estoy un poco nervioso.

– Bueno, no es para menos-hace ojitos la señorita-.

Lo que se está decidiendo ahí adentro es su futuro. Ojalá no le den un castigo muy fuerte, capitán.

– Gracias, pero no es sólo eso-se ruboriza, recuerda la fiesta donde conoció a Pochita, los años de noviazgo, el arco de sables que le hicieron sus compañeros de promoción el día del matrimonio el capitán Pantoja-. Estoy pensando en mi esposa y en mi hijita. Deben haber llegado hace rato ya, de Chiclayo. Un montón de tiempo que no las veo.

– Efectivamente, mi coronel-cruza y descruza la selva, llega a Indiana, pierde el habla, llama a sus superiores el teniente Santana-. Muerto hace un par de días y deshaciéndose como una mazamorra. Un espectáculo para ponerle los pelos de punta a cualquiera. ¿Dejo que se lo lleven los fanáticos? ¿Lo entierro aquí mismo? No está en condiciones de ser trasladado a ninguna parte,

lleva dos o tres días ahí y la pestilencia da vómitos.

– ¿No le importaría firmarme otro autógrafo?-le estira una libreta con tapas de cuero, una pluma fuente, le sonríe con admiración la señorita-. Me olvidaba de mi prima Charo, también colecciona celebridades.

– Con mucho gusto, si le he dado tres qué más da cuatro-escribe Con mis respetuosos parabienes a Charo y firma el capitán Pantoja-. Pero le aseguro que se equivoca, no soy una celebridad. Sólo los cantantes dan autógrafos.

– Usted es más famoso que cualquier artista, con las cosas que ha hecho, jaja-saca un lápiz de labios, se pinta usando el vidrio del escritorio como espejo la señorita-. Nadie se lo creería, capitán, con la pinta de serio que tiene.

– ¿Me presta su teléfono un momento?-mira una vez más al reloj, va hasta la ventana, ve los postes de luz, las casas borroneadas por la neblina, presiente la humedad de la calle el capitán Pantoja-. Quisiera llamar a la pensión.

– Deme el número y se lo marco-pulsa un botón, gira el disco la señorita-¿Con quién quiere hablar?

¿La señora Leonor?

Soy yo. mamacita-coge el auricular, habla muy bajo, mira de reojo a la señorita el capitán Pantoja-.

No, todavía no me reciben. ¿Llegaron Pocha y bebé? ¿Cómo está la chiquita?

– ¿Cierto que los soldados se abrieron campo hasta la cruz a culatazos?-opera en Belén, en Nanay, abre casa propia en la carretera a San Juan, tiene clientes a montones, prospera, ahorra Pechuga- ¿Que la tiraron al suelo con un hacha? ¿Que botaron al río al Hermano Francisco con cruz y todo para que se lo comieran las pirañas? Cuenta, Milcaras, deja de rezar, qué viste.

– ¿Aló? ¿Panta?-modula la voz como una cantante tropical, mira a su suegra sonriendo feliz, a Gladycita amurallada de juguetes Pocha-. Amor, cómo estás.

Ay, señora Leonor, estoy tan emocionada que no sé ni qué decirle. Aquí tengo a mi lado a Gladycita. Está riquísima, Panta, ya vas a verla. Te digo que cada día se parece más a ti, Panta.


– Cómo estás, Pocha, amorcito-siente latir su corazón, piensa la quiero, es mi mujer, no nos separaremos nunca Panta-. Un beso a la bebé y otro para ti, muy fuerte. Estoy loco por verlas. No pude ir al aeropuerto, perdóname.

Ya sé que estás en el Ministerio, tu mamá me explicó-canta, suelta unas lagrimas, cambia sonrisas cómplices con la señora Leonor Pochita-. No importa que no fueras, zonzo. ¿Qué te han dicho, amor, qué te van a hacer?

– No sé, ya veremos, todavía estoy en capilla-ve sombras tras los cristales, recobra la impaciencia, el miedo Panta-. Apenas salga, iré volando. Tengo que cortar, Pocha, se está abriendo la puerta.

– Pase, capitán Pantoja-no le da la mano, no le hace una venia, le vuelve la espalda, ordena el coronel López López.

– Buenas noches, mi coronel-entra, se muerde el labio, estrella los tacos, saluda el capitán Pantoja-. Buenas noches, mi general. Buenas noches, mi general.

– Creíamos que no mataba una mosca y resultó un pendejo de siete suelas, Pantoja-mueve la cabeza detrás de una cortina de humo el Tigre Collazos-. ¿Sabe por qué tuvo que esperar tanto? Se lo explicamos ahorita. ¿Sabe quienes acaban de salir por esa puerta? Cuénteselo, coronel.

– El Ministro de Guerra y el jefe de Estado Mayor -echan chispas los ojos del coronel López López.

– Traer los restos a Iquitos era imposible porque ya apestaban y Santana y sus hombres podían pescar una infección de los mil diablos-pone visto bueno al informe, viaja a Iquitos en motora, se entrevista con el general Scavino, de regreso a su guarnición compra un chanchito el coronel Máximo Dávila-. Y, además, iban a seguirlo los chiflados, el entierro iba a ser monstruo.

Creo que el río fue lo más sensato. No sé que piensa usted, mi general.

– ¿Adivina para qué vinieron?-gruñe, disuelve una pastilla en un vaso de agua, bebe, hace ascos el general Victoria-. A amonestar al Servicio por el escándalo de Iquitos.

– A reñirnos como si fuéramos reclutas frescos, capitán, a echarnos interjecciones con las canas que tenemos-se expulga los bigotes, enciende un cigarrillo con el pucho del anterior el Tigre Collazos-. No es la primera vez que tenemos el gusto de recibir aquí a esos caballeros. ¿Cuántas veces se han tomado la molestia de venir a jalarnos las orejas, coronel?

– Es la cuarta vez que el Ministro de Guerra y el jefe de Estado Mayor nos honran con su visita-bota a la papelera las colillas del cenicero el coronel López López.

– Y cada vez que se aparecen por esta oficina, nos traen de regalo un nuevo paquete de periódicos, capitán -se escarba las orejas, la nariz, con un pañuelo azulino el general Victoria-. En los que se habla flores de usted, naturalmente.

– En estos momentos, el capitán Pantoja es uno de los hombres más populares del Perú-coge un recorte, señala el titular "Elogia Prostitución Capitán del Ejército: Rindió Homenaje a Polilla Loretana" el Tigre Collazos-. ¿De dónde se imagina que viene este pasquín? De Tumbes, qué le parece.

– Es el discurso más leído en la historia de este país, sin la menor duda-revuelve, baraja, desparrama los diarios en el escritorio el general Victoria-. La gente recita párrafos de memoria, se hacen chistes sobre él en las calles. Hasta en el extranjero se habla de usted.

– En fin, en fin, las dos pesadillas de la Amazonía terminaron de una vez por todas-se desabotona la bragueta el general Scavino-. Pantoja mutado, el profeta muerto, las visitadoras hechas humo, el Arca disolviéndose. Esto va a ser otra vez la tierra tranquila de los buenos tiempos. Unos cariñitos en premio, Peludita.

– Siento mucho haber causado inconvenientes a la superioridad con esa iniciativa, mi general-no mueve un cabello, no pestañea, aguanta la respiración, mira fijamente la foto del Presidente de la República el capitán Pantoja-. No fue esa mi intención, ni mucho menos.

Hice una evaluación incorrecta de los pros y los contras. Reconozco mi responsabilidad. Aceptaré la sanción que se me dé por esa falta.

– El gran problema es que no hay castigo lo bastante grave para la monstruosidad que se le antojo hacer allá en Iquitos-cruza los brazos sobre el pecho el Tigre Collazos-. Hizo tanto daño al Ejército con este escándalo que ni fusilándolo le cobraríamos la revancha.

– Le he dado vueltas y más vueltas al asunto y cada vez sigo más lelo, Pantoja-apoya la cara en las manos, lo mira con malicia, sorpresa, envidia, recelo el general Victoria-. Sea sincero, díganos la verdad. ¿Por qué hizo semejante disparate? ¿Estaba loco de pena por la muerte de su querida?

– Le juro por Dios que mis sentimientos por esa visitadora no influyeron absolutamente en mi decisión, mi general-sigue rígido, no mueve los labios, cuenta seis, ocho, doce condecoraciones en el frac del Primer Mandatario el capitán Pantoja-. Lo que he escrito en el parte es la más estricta verdad: tomando esa iniciativa, creí servir al Ejército.

– Rindiendo honores militares a una puta, llamándola heroína, agradeciéndole los polvos prestados a las Fuerzas Armadas-arroja bocanadas de humo, tose, mira su cigarrillo con odio, murmura me estoy matando el Tigre Collazos-. No nos defiendas, compadre. Con otro servicio como éste, nos desprestigiaba para siempre.

– Me apresure, retirándome en vez de dar la última batalla-recuesta la cabeza en la hamaca, mira al cielo y suspira el padre Beltrán-. Te confieso que extraño los campamentos, las guardias, los galones. En estos meses he soñado a diario con espadas, con la corneta de la diana. Estoy tratando de volver a vestir el uniforme y parece que la cosa tiene arreglo. No olvides las bolitas, Peludita.

– Mis colaboradoras estaban profundamente afectadas por la muerte de esa visitadora-desvía un milímetro los ojos, distingue el mapa del Perú, la gran mancha verde de la selva el capitán Pantoja-Mi objetivo era levantarles la moral, animarlas, pensando en el futuro. Yo no podía suponer que el Servicio de Visitadoras iba a ser clausurado. Precisamente ahora, cuando funcionaba mejor que nunca.

– ¿No pensó que ese Servicio sólo podía existir en la clandestinidad más absoluta?-pasea por la habitación, bosteza, se rasca la cabeza, oye campanadas, dice es tardísimo el general Victoria-. Se le advirtió hasta el cansancio que la primera condición de su trabajo era el secreto

– La existencia y las funciones del Servicio de Visitadoras eran conocidas de todo el mundo en Iquitos, mucho antes de mi iniciativa-mantiene los pies juntos, las manos pegadas al cuerpo, la cabeza inmóvil, trata de localizar Iquitos en el mapa de la pared, piensa es ese punto negro el capitán Pantoja-. Muy a pesar mío. Le aseguro que tomé todas las precauciones para evitarlo. Pero en una ciudad tan pequeña era imposible, al cabo de unos meses la noticia tenía que saberse.

– ¿Era esa una razón para que convirtiera los rumores en una verdad apocalíptica?-abre la puerta, indica puede partir cuando quiera, Anita, yo cerraré el coronel López López-. Si quería discursear, por qué no lo hizo en nombre propio y vestido de civil.

– ¿Así que todas lo extrañan mucho? Yo también, éramos buenos amigos, el pobre debe estar helándose de frío-se tiende boca arriba el teniente Bacacorzo.

Pero al menos no lo sacaron del Ejército, se hubiera muerto de tristeza. Sí, hoy así. Manos a la cadera, cabeza echada para atrás y a moverse, Coca.

– Por una equivocada evaluación de las consecuencias, mi coronel-no ladea la cabeza, no mira de soslayo, piensa que lejos parece todo eso el capitán Pantoja-.Estaba atormentado con la idea de que hubiera una desbandada en el Servicio después de lo de Nauta. Y cada vez resultaba más difícil reclutar visitadoras, al menos de calidad. Quería retenerlas, reavivar su confianza y cariño por la institución. Siento mucho haber cometido ese error de cálculo.

– Su equivocación nos viene costando una semana de colerones y de malas noches-enciende un nuevo cigarrillo, chupa, bota humo por la boca y la nariz, tiene los cabellos alborotados, los ojos enrojecidos y fatigados el Tigre Collazos-. ¿Es verdad que pasaba personalmente por las armas a todas las candidatas al Servicio de Visitadoras?

– Era parte del examen de presencia, mi general-enrojece, enmudece, articula atorándose, tartamudea, se clava las uñas, se muerde la lengua el capitán Pantoja-.

Para verificar las aptitudes. No podía fiarme de mis colaboradores. Había descubierto favoritismos, coimas.

– No sé cómo no acabó tuberculoso-aguanta la risa, ríe, se pone serio, vuelve a reír, tiene los ojos con lágrimas el Tigre Collazos-. Todavía no descubro si es usted un pelotudo angelical o un cínico de la gran flauta.

– El Servicio de Visitadoras al agua, el Arca al agua, ya no hay a quien defender y nadie me afloja ni medio -se golpea la barriga, se tuerce, retuerce, chasquea la lengua el Sinchi-. Hay una conspiración general para que me muera de hambre. Esa es la razón de que no te responda y no tu falta de encantos, cara Penélope.

– Terminemos este asunto de una vez-da un golpecito en la mesa el general Victoria-. ¿Es cierto que se niega a pedir su baja?

– Me niego terminantemente, mi general-recobra la energía el capitán Pantoja-. Toda mi vida está en el Ejército.

– Le estábamos regalando una salida cómoda-abre un cartapacio, alcanza al capitán Pantoja un pliego escrito a máquina, espera que lo lea, lo guarda el general Victoria-. Porque podríamos someterlo a consejo de disciplina y ya supone la sentencia: degradación infamante, expulsión.

– Hemos decidido no hacerlo, porque ya está bien de escándalo y por sus antecedentes personales-humea, tose, va a la ventana, la abre, escupe a la calle el Tigre Collazos-. Si prefiere quedarse en el Ejército, allá usted. Se dará cuenta que con ese parte que hemos añadido a su foja de servicios va a pasar una buena temporada sin que sus galones tengan crías.

– Haré todo lo posible para rehabilitarme, mi general -se alegran la voz, el corazón, los ojos del capitán Pantoja-. Ningún castigo será peor que el remordimiento de haber causado un daño involuntario al Ejército.

– Está bien, no vuelva a meter nunca más la pata de esa manera-mira su reloj, dice son las diez, yo me voy el general Victoria-. Le hemos encontrado un nuevo destino bien lejos de Iquitos.

– Se va usted allá mañana mismo y no se mueve de ese sitio lo menos un año, ni siquiera por veinticuatro horas-se pone la guerrera, se sube la corbata, se alisa el cabello el Tigre Collazos-. Si quiere seguir en el Ejército, es indispensable que la gente se olvide de la existencia del famoso capitán Pantoja. Después, cuando nadie se acuerde del asunto, ya veremos.

– Los brazos amarraditos así, las patitas así, la cabeza caída sobre esta tetita jadea, va, viene, decora, anuda, mide el teniente Santana-. Ahora ciérrame los ojos y hazte la muerta, Pichuza. Así mismo. Pobrecita mi visitadora, ay qué pena mi crucificada, mi hermanita del Arca tan rica.

– La guarnición de Pomata, están necesitando un Intendente-cierra las cortinas, echa llave a los armarios, ordena los escritorios, coge un maletín el coronel López López-. En vez del río Amazonas tendrá el lago Titicaca.

– Y en vez del calor de la selva, el frío de la puna -abre la puerta, deja pasar a los otros el general Victoria.

– Y en vez de visitadoras, llamitas y vicuñas-se pone el quepí, apaga la luz, extiende una mano el Tigre Collazos-. Qué bicho raro me había resultado usted, Pantoja. Sí, ya puede retirarse.


– Brrrr, que frío, qué frío-se estremece Pochita-. Dónde están los fósforos, dónde la maldita vela, qué horrible vivir sin luz eléctrica. Panta, despierta, ya son las cinco. No sé por que tienes que ir tú mismo a ver los desayunos de los soldados, maniático. Es muy temprano, me muero de frío. Ay, idiota, me arañaste otra vez con esa esclava, por que no te la quitas en las noches. Te he dicho que son las cinco. Despierta, Panta.


Fin

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