Cuatro

Phoebe caminaba lentamente por el sendero empedrado que atravesaba el jardín botánico. Una ligera lluvia había caído temprano aquella mañana, lavando las plantas y acentuando su olor. En lo alto, los árboles bloqueaban el calor del sol de mediodía. Era un momento absolutamente perfecto.

– Dice la leyenda que los piratas de la antigüedad frecuentaban la isla -le estaba diciendo Mazin-. Los arqueólogos no han encontrado ninguna evidencia de razzias, pero las historias persisten -sonrió-. Todavía hoy a los niños se les dice que, si no se portan bien, vendrán los piratas a sacarlos de sus camas en plena noche.

Phoebe se echó a reír.

– Y eso les asusta lo suficiente para que hagan lo que supone tienen que hacer.

– Bueno, yo no estoy muy seguro de que los niños de ahora crean en los piratas…

– ¿Y tú?

Vaciló, y luego sonrió.

– Quizá cuando era muy pequeño.

Phoebe intentó imaginárselo de niño y no pudo. Miró su fuerte perfil, preguntándose si aquellos rasgos duros habrían sido alguna vez blandos, suaves, infantiles… Su mirada se detuvo en su bota. ¿Realmente lo había besado el día anterior? Le parecía más bien un sueño, antes que una realidad.

Con el borde del vestido rozó la rama de un arbusto que había crecido al pie del camino: gotas de humedad cayeron sobre su pierna desnuda. Mientras se cerraba su chaqueta de manga corta, pensó que, sueño o no, había sido una tonta en ponerse un vestido aquella mañana. La decisión sensata habría sido ponerse un pantalón.

Sólo que en ese momento no se sentía precisamente muy sensata. Había querido ponerse guapa para Mazin. Como no solía maquillarse ni sabía hacerse peinados sofisticados, un vestido había sido su única opción. Pero ahora que estaba con él, esperaba que no se diera cuenta del esfuerzo que había tenido que hacer. El día anterior, Mazin le había dicho cosas muy bonitas sobre su apariencia, pero ella no se había creído del todo aquellos cumplidos. Por supuesto, había tenido tiempo más que suficiente para evocarlos la noche anterior, dado que apenas había dormido.

– ¿Corren más leyendas sobre la isla?

– Varias. Se dice que, en los eclipses de luna, hay magia en el aire. Que de repente aparecen criaturas misteriosas y los animales se ponen a hablar.

– ¿De veras?

– Bueno -se encogió de hombros, riendo-. Yo no he hablado con ninguno.

Una rama de árbol bloqueaba el camino. Tomándola del brazo, Mazin la ayudó a rodearla. Phoebe podía sentir el calor de sus dedos en su piel desnuda. Poco antes del amanecer se le había pasado por la cabeza que podría estar seduciéndola… Como no tenía experiencia alguna al respecto, no podía estar segura. Si ése fuera el caso… ¿debería preocuparse? No lo sabía.

Su plan en la vida siempre había sido estudiar en la universidad y convertirse en enfermera. Sabía muy poco del amor y aún menos del matrimonio. Durante años había tenido la sensación de que nunca llegaría a experimentar ambas cosas: de ahí su plan de formación. Había querido cualificarse para poder mantenerse a sí misma.

Pero una aventura no era un matrimonio. Sólo estaría en la isla unas pocas semanas. Si Mazin se ofrecía a enseñarle los misterios de la relación entre un hombre y una mujer… ¿por qué habría ella de negarse?

Giraron a la izquierda por el camino. Un alto árbol de bambú compartía espacio con diferentes tipos de plataneros. Algunos eran pequeños, otros grandes. La mayoría le resultaron extraños, nunca vistos.

– Jamás había visto un platanero así -se detuvo ante uno de ellos, cargado de plátanos de color rojo.

– Florida también es tropical, ¿no?

– Sí, pero yo vivo en las afueras de la ciudad. Hay plantas exóticas, pero nada como esto.

– Te trasladaste allí de niña, ¿verdad?

Phoebe vaciló antes de responder.

– Sí.

– No tienes por qué hablarme del pasado si no quieres.

– Gracias, pero no tengo nada que esconder.

Continuaron caminando. Phoebe cruzó los brazos sobre el pecho. No le importaba hablar de su vida. Lo que pasaba era que no quería que él pensara que era una pobre pueblerina. O, peor aún, una salvaje…

– Nací en Colorado. No llegué a conocer a mi padre, y mi madre nunca me habló de él. Mis abuelos maternos murieron antes de que yo naciera. A mi madre… -Phoebe vaciló, con la mirada clavada en el suelo- no le gustaba mucho la gente. Vivíamos en una pequeña cabaña en medio de los bosques. No teníamos vecinos y nunca tuvimos contacto alguno con el mundo exterior. No teníamos ni electricidad ni agua corriente. Sacábamos el agua de un pozo.

Lanzó una rápida mirada a Mazin. Parecía interesado.

– No sabía que en tu país hubiera zonas sin esa infraestructura mínima.

– Quedan algunos. Mi madre me enseñó a leer, pero no hablaba mucho del mundo exterior conmigo; éramos felices, supongo. Sé que ella me quería mucho, pero yo a menudo me sentía muy sola. Un día, cuando tenía ocho años, salimos a recoger fresas silvestres. Bajaba mucha agua de la montaña, por el deshielo. Ella resbaló con unas hojas húmedas, se cayó y se golpeó en la cabeza. Más tarde me enteré de que había muerto en el acto, pero en aquel momento no podía entender por qué no reaccionaba. Tuve que pedir ayuda, aunque ella me había prohibido terminantemente que me mezclara con el resto de la gente. Había un pueblo a unos quince kilómetros de allí. Lo había visto antes un par de veces, de lejos, en uno de mis paseos.

Mazin dejó de caminar y la tomó suavemente de los hombros.

– ¿Nunca habías entrado en ese pueblo? ¿Aquélla fue la primera vez?

Phoebe asintió con la cabeza.

– Debiste de pasar mucho miedo.

– Más miedo me daba que le hubiera pasado algo a mi madre. O que se enfadara conmigo cuando despertara -suspiró, recordando los esfuerzos que había hecho para no llorar cuando explicó lo sucedido a unos extraños, antes de que uno de ellos la llevara a la oficina del sheriff-. Fueron a buscarla por fin.

Mazin la soltó y continuó caminando.

– Luego me dijeron que había muerto -añadió Phoebe. Le resultaba más fácil hablar mientras andaba. Quieta, se ponía nerviosa-. Tardé mucho en asimilarlo.

– ¿Adonde fuiste después?

– A un hogar de acogida hasta que pudieron localizar a un pariente de mi madre. Tardaron seis meses porque yo no sabía nada de mi familia. Tuvieron que rebuscar en sus objetos personales para encontrar alguna pista. Yo tuve que acostumbrarme de repente a una vida donde todo era fácil y cómodo. Fue duro.

Esas dos palabras no podían en absoluto explicar lo que había sido para ella. Todavía recordaba su impresión la primera vez que entró en un lavabo normal, que no fuera una letrina apartada de casa. La simple idea del agua corriente caliente a su disposición le había parecido un milagro.

– Empecé a estudiar, por supuesto.

– Debiste de tropezarte con dificultades.

– Alguna que otra. Sabía leer, pero no había recibido educación escolar. Las matemáticas eran un misterio para mí. Conocía los números, pero nada más. Y además me había perdido todo el proceso de socialización que supone el colegio. No sabía hacer amigos. En mi vida había visto una película.

– Tu madre no tenía ningún derecho a hacerte eso.

Phoebe se volvió para mirarlo, sorprendida por la ferocidad de su tono.

– Ella hizo lo que creyó que era lo mejor para mí. A veces creo entenderla, otras veces me indigno con ella.

Salieron al sol y continuaron caminando en silencio durante unos minutos. Había cosas sobre su pasado que nunca le había confesado a nadie, ni siquiera a Ayanna. Desde el principio, su tía había sido tan buena y cariñosa con ella que no había querido entristecerla.

– No hice muchos amigos -susurró-. No sabía cómo. Los otros niños sabían que yo era distinta y se mantenían alejados de mí. Me sentí enormemente agradecida cuando localizaron a mi tía, no sólo porque tenía un hogar, sino porque por fin dejaba de estar sola.

Mazin la llevó a un banco a un lado del paseo. Phoebe se sentó en una esquina y juntó las manos con fuerza. Los recuerdos parecían agrandarse en su mente.

– Ayanna fue a buscarme en su coche. Más tarde me dijo que lo hizo a propósito, para que durante el viaje de vuelta tuviéramos tiempo para charlar y llegar a conocernos -sonrió, triste-. Su plan funcionó. Para cuando llegamos a Florida, yo ya me sentía muy cómoda con ella. Por desgracia, en el colegio tuve más problemas. Durante un tiempo, los profesores se mostraron convencidos de que tenía algún tipo de retraso. Fracasaba en los tests psicotécnicos porque eran demasiado nuevos para mí.

– Aun así, continuaste estudiando. Phoebe asintió.

– Me costó mucho. Ayanna me llevaba a la biblioteca cada semana y me ayudaba a elegir libros para que pudiera ir aprendiendo un poco de todo -se interrumpió. Pero… tienes que perdonarme. Ya ni siquiera me acuerdo de lo que me preguntaste. Sé que no te esperabas una respuesta tan larga…

– Me alegro mucho de que me hayas contado todo esto -le aseguró mientras le acariciaba una mejilla con el dorso de la mano-. Estoy impresionado por tu capacidad para superar las dificultades.

Phoebe se dijo que aquellas palabras deberían haberle alegrado, y sin embargo no fue así. Quería que Mazin la viera como alguien que podía resultar excitante, y no como el ejemplo de un trabajo bien hecho, de una prueba superada. Y quería que la estrechara de nuevo en sus brazos y la besara en los labios.

Con una intensidad que no pudo menos que asustarle, se sorprendió a sí misma anhelando que la sedujera.

Pero, en lugar de besarla o acercarse simplemente a ella, Mazin se levantó del banco.

Y ella lo imito, reacia.

Siguieron paseando por el jardín. Mazin se comportó como un guía modélico, enseñándole las especies de mayor interés. De vez en cuando le preguntaba cómo se sentía, debido al calor de la mañana. Para cuando el sol alcanzó el cénit, el ánimo de Phoebe estaba ya cayendo en picado. No debería haberle confesado su extraño pasado. No debería haberle revelado sus secretos. La calificaría de persona rara, eso era seguro…

– Te has quedado muy callada -le dijo él cuando se dio cuenta de que había dejado de hablar.

Phoebe se encogió simplemente de hombros.

– ¿Por qué estás triste?

– No estoy triste. Es sólo que me siento… -apretó los labios-. No quiero que pienses que soy una estúpida.

– ¿Por qué habría de pensar algo así de ti?

– Por lo que te he contado.

Le había hablado de su pasado. Por lo que a Mazin se refería, aquella información la había vuelto todavía más peligrosa. El día anterior no había sido más que una mujer guapa que lo había atraído sexualmente. El beso le había demostrado las posibilidades de aquella relación y la excitación derivada le había impedido dormir bien aquella noche. Pero ese día sabía que Phoebe era mucho más que un cuerpo bonito.

Sabía que tenía un carácter fuerte y que había sobrevivido a las mayores adversidades imaginables. Después de aquello, ¿por qué habría de temer ella que la tomara por una estúpida? Las mujeres eran criaturas muy complejas…

– Métetelo en la cabeza, paloma mía -le advirtió mientras le tomaba la mano-. Admiro tu capacidad para superar lo que te pasó. Vamos, te enseñaré nuestro jardín de rosas inglés. Algunos de los rosales son muy antiguos.

A la mañana siguiente, Phoebe casi se había convencido de que Mazin había sido sincero con ella: que la admiraba por la forma en que había afrontado su pasado. Sin embargo, no podía dejar de dudarlo, sobre todo porque a la hora de despedirse no la había besado. La había besado el primer día, pero no el segundo. ¿No querría eso decir que se estaba moviendo en la dirección equivocada?

Delante del espejo del baño, se recogió la melena en una cola de caballo. Como el vestido que se puso no parecía haber obrado el milagro que había esperado, esa vez eligió un pantalón y una sencilla camiseta. Quizá ahora querría besarla…

Terminó de atusarse el pelo y dejó caer las manos a los costados. Después de pasar dos días en compañía de un hombre tan guapo, la cabeza no dejaba de darle vueltas. Probablemente lo mejor habría sido que no se hubieran besado.

Sólo que había disfrutado tanto en sus brazos…

– Al menos estoy viviendo una aventura, Ayanna -se dijo mientras se aplicaba crema solar en los brazos-. Eso debería alegrarte.

Seguía sonriendo al pensar en el placer que habría sentido su tía cuando de repente sonó el teléfono. Se volvió para mirarlo, con el estómago encogido. Sólo había una persona que pudiera llamarla, y ya conocía el motivo.

– ¿Diga?

– Phoebe, soy Mazin. Me ha surgido una emergencia y no voy a poder quedar contigo hoy.

Estaba segura de que dijo algo más, de que continuó hablando, pero ella no pudo oír nada. Se dejó caer en la cama y cerró los ojos.

No quedaría con ella. Se había aburrido. La consideraba demasiado infantil. O quizá le había mentido cuando le dijo que la admiraba por haber superado su pasado. No importaba, intentó decirse, luchando contra el dolor. Aquel viaje no lo había hecho por él, sino por Ayanna. ¿Cómo había podido olvidarlo?

– Te agradezco que me hayas avisado -le dijo con tono ligero, interrumpiéndolo-. No te preocupes, hay muchas cosas que ver en esta preciosa isla. Gracias otra vez, Mazin. Adiós.

Y colgó antes de que pudiera hacer algo tan estúpido como llorar.

Le llevó un cuarto de hora luchar contra las lágrimas y otros diez minutos pensar en lo que iba a hacer. Su tía le había legado el dinero necesario para visitar Lucia-Serrat. Phoebe no podía corresponderle malgastando su tiempo. Leyó la lista de lugares y estudió la guía de viaje. La iglesia de Santa María estaba lo suficientemente cerca como para que pudiera acercarse a pie. Al lado había un parque de perros. Si la belleza de la arquitectura no lograba distraer la tristeza de su corazón, por lo menos las travesuras de los perros la harían reír.

Una vez tomada la decisión, abandonó el hotel. Localizó la iglesia, un impresionante edificio de altas arcadas y frescos interiores. Estuvo admirando las tallas de la piedra, dejando que la paz y el silencio aliviasen su dolor.

«Solamente conozco a Mazin de dos días», se dijo mientras se sentaba en uno de los bancos del fondo. Había sido más que amable con ella. Esperar más de él era un error, aparte de una locura. En cuanto al beso y a sus fantasías de que tal vez pudiera querer seducirla… bueno, al menos la había besado. La próxima vez, con el siguiente hombre, lo haría mejor.

Salió de la iglesia y caminó hasta el parque de perros. Tal como había esperado, había decenas de perros jugando, corriendo, ladrando. Se rió con las travesuras y juegos de varios cachorros dálmatas y ayudó a una anciana a instalar a su setter irlandés en la parte trasera de su coche.

Para cuando entró en un restaurante a comer, se había animado lo suficiente como para charlar con la camarera sobre el menú y dejar de pensar en Mazin. Mientras esperaba a que le sirvieran, hizo amistad con la pareja de ancianos ingleses de la mesa vecina.

Ellos fueron quienes le recomendaron la visita turística en barco alrededor de la isla. El viaje duraba todo un día y ofrecía unas impresionantes vistas de Lucia-Serrat. Como todos estaban alojados en el Patrot Bay Inn, volvieron juntos y Phoebe se detuvo en recepción para pedir un folleto sobre el viaje en barco. Luego subió a la habitación, agradablemente cansada y satisfecha de haber superado el día sin pensar en Mazin más de dos o tres… docenas de veces.

Al día siguiente, se las arreglaría mejor, se prometió a sí misma. Para la semana siguiente, seguro que ya apenas se acordaría de su nombre.

Pero, nada más entrar en la habitación, se encontró con un gran ramo de flores, mayor todavía que el primero. Le temblaban los dedos mientras abría el sobre:

Un pequeño detalle para mi preciosa novia. Lamento no haber podido verte hoy. Seguiré pensando en ti. Mazin

Para cuando terminó de leer la nota, tenía la garganta cerrada y le ardían los ojos por las lágrimas. No necesitaba comparar aquella letra con la de la primera nota que había recibido: sabía que era la misma. El hecho de que evidentemente sólo hubiera intentado ser amable con ella no logró aliviar su dolor. Quizá fuera una tontería y se estuviera comportando como una niña, pero lo echaba de menos.

En ese instante sonó el teléfono, interrumpiendo sus pensamientos. Se aclaró la garganta y descolgó el auricular.

– ¿Diga?

– Y yo que había imaginado que te pasarías el día encerrada en la habitación por mi culpa… Sé que has estado todo el día fuera, divirtiéndote.

El corazón se le subió a la garganta. Apenas podía respirar.

– ¿Mazin?

– Claro. ¿Qué otro hombre podría llamarte?

Phoebe no pudo evitar sonreírse.

– Bueno, podría haber docenas…

– A mí no me sorprendería, desde luego -suspiró-. ¿No vas a preguntarme por qué sabía que no te habías quedado encerrada todo el día en la habitación?

– Sí, eso. ¿Cómo lo has sabido?

– Pues porque te he estado llamando y no estabas.

Phoebe sintió que el corazón le aleteaba en el pecho, aunque sabía que era absurdo, que estaba reaccionando como una estúpida.

– Fui a la iglesia y al parque de perros de al lado. Luego comí. Un matrimonio encantador me recomendó la ruta en barco alrededor de la isla. Había pensado en hacerla mañana.

– Entiendo.

– Has sido muy amable conmigo, Mazin, pero sé que tienes tu propia vida y tus responsabilidades…

– ¿Pero y si tengo ganas de verte? ¿Me estás diciendo que no quieres?

Phoebe apretó el auricular con fuerza. Los dedos le dolían. Las lágrimas le anegaban los ojos.

– No lo entiendo.

– Yo tampoco.

Phoebe se enjugó las lágrimas.

– Gra-gracias por las flores.

– De nada. Siento lo de hoy -suspiró-. Phoebe, si prefieres no pasar más tiempo conmigo, me plegaré a tus deseos.

Las lágrimas corrían ya libremente por su rostro. Lo extraño era que no sabía exactamente por qué estaba llorando.

– No es eso.

– ¿Por qué te tiembla la voz?

– No-no me tiembla.

– Estás llorando.

– Tal vez.

– ¿Por qué?

– No sé.

– ¿Te ayudaría saber que me he sentido decepcionado? ¿Que habría preferido estar contigo en vez de leer informes aburridos y soportar infinitas reuniones?

– Sí. Sí que me ayudaría.

– Pues que sepas que es cierto. Dime que nos veremos mañana.

Phoebe pensó que una mujer sensata y racional se habría negado, consciente de que Mazin no solamente la distraería de los planes que había hecho para su futuro, sino que también le rompería el corazón.

– Nos veremos mañana.

– Bien. Hasta mañana entonces.

– Adiós, Mazin.

– Adiós, paloma mía. Te prometo que será un día muy especial.

Phoebe colgó el teléfono, sabiendo que Mazin no tendría necesidad de esforzarse por hacer de aquel día algo especial. Le bastaba con aparecer para alegrarle la vida.

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