Seis

Phoebe sacó una silla a la terraza para contemplar las estrellas. La fresca brisa de la noche le acariciaba los brazos desnudos, haciéndola temblar ligeramente. Aunque en realidad ignoraba si el origen de aquel temblor era la brisa o el miedo.

Quizá fuera el recuerdo del beso de Mazin lo que la tenía tan inquieta. Algo importante había sucedido aquella tarde cuando la tomó en sus brazos.

Había creído ver algo en sus ojos, algo que le había hecho pensar que tal vez todo aquello no era un simple juego para él. Su incapacidad para decirle lo que quería de ella la ponía nerviosa y feliz a la vez. Uno de ellos reñía que saber lo que estaba pasando, y ella no tenía la menor idea. Así que por fuerza tenía que ser Mazin…

Se abrazó las rodillas. La brisa hacía ondear los largos faldones de su camisón blanco.

Había percibido una diferencia en aquel último beso, una intensidad que la había dejado estremecida. ¿La deseaba de verdad? ¿Querría hacer el amor con ella? Y ella… ¿querría hacer el amor con él?

El no era el hombre con quien había estado fantaseando. En sus fantasías, Mazin no tenía vida propia, salvo el tiempo que pasaba con ella. Y ahora sabía que había estado casado. Y que era padre, de cuatro hijos. Tenía una vida que no le incumbía a ella para nada, y cuando se marchara, retomaría su rutina como si no hubiera pasado nada, como si ella nunca hubiera existido.

¿Serían todos sus hijos como Dabir? Sonrió al recordar al niño alegre y cariñoso que había conocido. Frecuentar su compañía sería una delicia…

Varios años de experiencia como niñera le habían enseñado a calibrar a un niño a primera vista. Sabía que Dabir debía de tener sus defectos, pero tenía un corazón generoso y era muy divertido. Se mordió el labio. Con un niño sería fácil, pero… ¿cuatro? Peor aún: el primogénito de Mazin era solamente unos pocos años más joven que ella misma. El pensamiento la hizo estremecerse. Aunque, se recordó, los hijos de Mazin no iban a suponerle a ella ningún problema, por supuesto…

Alzó la mirada a las estrellas, pero el cielo de la noche no pudo darle ninguna pista sobre cuándo acabaría Mazin cansándose de ella, ni tampoco sobre sus intenciones. En lugar de citarla para el día siguiente a la mañana, Mazin había quedado con ella por la tarde. Aquel cambio de planes le excitaba e inquietaba a la vez…


Sucediera lo que sucediera, se dijo Phoebe con firmeza, no se arrepentiría de nada. La luna se reflejaba en el océano inquieto. Se llenó los pulmones del olor del mar y del perfume de las flores. Sabía que recordaría aquella noche para siempre.

Mazin estaba sentado frente a ella, tan guapo como de costumbre. Esa noche iba de traje, con lo cual Phoebe se alegraba de haber hecho un gasto extraordinario con la elegante blusa que se había comprado en la tienda del hotel. Su falda negra había conocido mejores días, pero todavía estaba de buen ver. Después de haber pasado casi una hora luchando con su pelo, había conseguido recogérselo con una trenza francesa. Se sentía casi… sofisticada. Algo que iba a necesitar para contrarrestar el efecto de la atracción de Mazin a la luz de la luna…

– Me siento un poco culpable -le confesó mientras el camarero les servía el vino.

– ¿Por qué? -le preguntó Mazin cuando el camarero se hubo marchado y volvieron a quedarse solos-. ¿Has hecho algo que no deberías haber hecho?

– No -sonrió-. Es tarde. Deberías estar con tu familia.

– Ah. Estás pensando en mis hijos.

«Entre otras cosas», añadió ella para sus adentros, esperando que esa vez no pudiera leerle el pensamiento.

– En Dabir, sobre todo -murmuró-. ¿No deberías estar en casa, acostándolo y contándole un cuento?

Mazin hizo un gesto de indiferencia.

– Tiene seis años. Es demasiado mayor para que siga acostándolo su padre.

– A esa edad es más un bebé que un adolescente.

Mazin frunció el ceño.

– No había pensado en que pudiera seguir necesitando ese tipo de atenciones. Tiene a Nana para hacerse cargo de él.

– No es lo mismo que te tenga a ti a su lado.

– ¿Estás intentando deshacerte de mí?

– Para nada. Es sólo que no quiero que les quites tiempo a ellos para dedicármelo a mí. Yo sé que si tuviera hijos, siempre querría estar con ellos.

– ¿Y qué pasa con las necesidades de tu marido? -sonrió-. ¿No tendrían prioridad?

– Creo que tendría que aprender a resignarse. O a alcanzar un compromiso.

El humor de Mazin se transformó en sorpresa.

– Son los niños y la mujer quienes deben alcanzar ese compromiso -se encogió de hombros-. Estuve casado el tiempo suficiente para aprender eso en las raras ocasiones en que el marido no tenía prioridad.

– Pues yo no estoy de acuerdo -se inclinó hacia él-. Háblame de tus hijos.

– ¿Por qué tengo la sensación de que estás más interesada en ellos que en mí?

– No lo estoy. Es sólo que… -vaciló, pero luego decidió que no tenía sentido evitarle la verdad-. Bueno, supongo que el tema de tus hijos es más… seguro.

– ¿Por qué? ¿Acaso conmigo no te sientes segura?

En lugar de responder, Phoebe bebió un sorbo de vino. Mazin se echó a reír mientras se apoderaba de su mano libre.

– Te conozco, paloma mía. He aprendido a leerte el pensamiento cuando evitas mi mirada y procuras mantenerte ocupada en algo. Evidentemente no quieres responder a mi pregunta. Con lo cual me siento obligado a descubrir el motivo.

Se la quedó mirando con expresión inescrutable. En esos momentos, Phoebe deseaba poder conocerlo tan bien como él la conocía a ella.

– ¿Por qué me tienes miedo? -le preguntó Mazin inesperadamente.

Phoebe se quedó tan sorprendida que se irguió de inmediato, liberando la mano.

– No te tengo miedo -se mordió el labio-. Bueno, no demasiado -añadió, porque nunca había sido una mentirosa-. Es sólo que eres tan diferente de todos los otros hombres que he conocido… Eres encantador, pero también intimidante. Contigo me siento incómoda, fuera de mi ambiente…

– No te alejes tanto -dio una palmadita sobre la mesa-. Pon tu mano aquí, para que pueda tocarte.

Lo dijo con naturalidad, pero sus palabras la hicieron estremecerse. Se las arregló para obedecer, y él entrelazó los dedos con los suyos. Sentía su contacto fuerte, cálido. Mazin la hacía sentirse segura, cosa extraña porque él representaba al mismo tiempo la razón de su incomodidad.

– ¿Lo ves? Encajamos muy bien. Somos tal para cual.

– Lo dudo. Mazin, no sé por qué pasas tanto tiempo conmigo. Yo no me parezco en nada a las otras mujeres de tu vida. Es imposible.

Esa vez fue él quien se tensó. No retiró la mano, pero su mirada adquirió la dureza del hielo.

– ¿Qué otras mujeres? -le preguntó con tono cortante-. ¿De qué estás hablando?

Phoebe se dio cuenta de que lo había insultado.

– Mazin, no me refería a ninguna en concreto… Es evidente que tú eres un hombre de éxito, un triunfador en la vida. Tiene que haber decenas de mujeres detrás de ti, requiriéndote constantemente. Tengo la imagen de ti sacudiéndotelas de encima como si fueran moscas, a cada paso que das.

Quiso decirle más, pero se le cerró la garganta cuando se lo imaginó en compañía de otra mujer, aunque probablemente eso era algo que sucedía constantemente…

– No te preocupes, paloma mía -le dijo él con tono suave-. Me he olvidado de todas.

Sí, pero… ¿por cuánto tiempo? No llegó a pronunciar la pregunta. No tenía sentido hacérsela. Al fin y al cabo, Mazin podría decirle la verdad, y eso podría dolerle.

– Me doy cuenta de que no me crees -le dijo, soltándole la mano-. Para demostrarte lo que digo, te he traído algo.

Chaqueó con los dedos. El camarero apareció enseguida, pero no con las cartas de menú, sino con una gran caja aplanada. Mazin la recibió y se la entregó a su vez a Phoebe.

– No te niegues a aceptarlo hasta que no lo hayas abierto. Estoy seguro de que, en cuanto veas mi regalo, serás incapaz de rechazarlo.

– Entonces debería resistirme a abrirlo.

– Ni se te ocurra.

Phoebe acarició el papel dorado que envolvía la caja mientras intentaba imaginarse lo que podría contener. No podía ser una joya. La caja era demasiado grande. Y ropa tampoco, porque era demasiado delgada.

– No lo adivinarás -le aseguró él-. Ábrela.

Desató el lazo y retiró el papel. Cuando alzó la tapa, se quedó sin aliento.

Mazin le había regalado una fotografía enmarcada de Ayanna. Phoebe reconoció su rostro inmediatamente. Su tía abuela parecía muy joven, quizá sólo un año o dos mayor de la edad que tenía ella en ese momento. Era un retrato de cuerpo entero, de pie, apoyada en una columna, de espaldas a una galería porticada que terminaba en el mar.

Reconoció también el palacio. Ayanna lucía un precioso vestido de baile. Un brillo de diamantes relucía en sus orejas, en su cuello, en sus muñecas. Con la melena recogida en un sofisticado y elegante peinado, parecía una auténtica princesa.

– Nunca había visto esta foto -pronunció sin aliento-. ¿De dónde la has sacado?

– Tenemos archivos fotográficos. Tú me dijiste que tu tía había sido la favorita del príncipe. Pensé que tal vez se conservara alguna foto suya, y no me equivocaba. Esta imagen fue tomada en una fiesta de gala, en la residencia privada del príncipe. El original está depositado en los archivos, pero me permitieron hacer una copia.

Phoebe no sabía qué decir. No tenía palabras para agradecerle todas las molestias que se había tomado.

– Tenías razón. Es imposible que rechace este regalo. Significa demasiado para mí. Conservo unas cuantas fotos de Ayanna, pero ninguna tan buena como ésta. Gracias por haber tenido este detalle conmigo.

– Mi único motivo era hacerte sonreír.

A Phoebe no le importaba el motivo que pudiera haber tenido. No había otro regalo en el mundo que tuviera tanto significado para ella. No sabía cómo explicarle lo que estaba sintiendo en ese momento.

Quería abrazarlo, intentar demostrarle su gratitud, y que Mazin la besara hasta hacerle perder la conciencia… Le ardían los ojos por las lágrimas que no podía derramar. Le dolía el corazón, y al mismo tiempo sentía una especie de vacío que no conseguía explicar.

– No te entiendo -le dijo al fin.

– Tampoco creo que eso sea tan necesario -Mazin bebió un sorbo de vino y cambió de tema-. Dentro de dos noches será la fiesta nacional de Lucia-Serrat. Aunque vivimos en un paraíso tropical, nuestras raíces se hallan en el desierto de Bahania. Aparte de una cena especial, habrá diversas actividades: baile, música… El acontecimiento no figura en la lista de Ayanna, pero sospecho que te encantará. Si estás disponible para asistir, me sentiría honrado de que me acompañaras.

Como si tuviera otros planes… Como si prefiriera estar con alguien que no fuera él…

– Gracias, Mazin. El honor de acompañarte es mío.

Se la quedó mirando fijamente, con sus ojos oscuros traspasándole el alma.

– Probablemente es mejor que tú no puedas leerme el pensamiento -murmuró-. Lo único que se opone entre la muerte de tu inocencia y tú es un delgado hilo de honor que, incluso en este mismo momento, amenaza con romperse.

Una vez más la dejó sin habla. Pero antes de que pudiera intentar comprender lo que había querido decir, el camarero apareció con sus cartas de menú. La magia del momento se rompió. Mazin se ocupó de volver a guardar la foto y hablaron de lo que pedirían para comer.

Nadie volvió a hacer referencia a aquel último comentario. Pero Phoebe no lo olvidó.

Dos días después, le hicieron entrega de una gran caja en el hotel. Phoebe comprendió inmediatamente que era de Mazin, pero… ¿qué podría enviarle? Se apresuró a desatar el lazo y a retirar la tapa.

Debajo de varias capas de papel de gasa, descubrió un precioso vestido de noche azul marino, de reflejos tornasolados. Se quedó sin aliento. El escote del corpiño era especialmente atrevido, mientras que la falda se ceñía a sus muslos y caderas. No estaba muy segura de que pudiera reunir el coraje necesario para llevarlo.

Una nota cayó al suelo. Volvió a guardar el vestido en la caja y recogió el papel doblado. Enseguida reconoció la enérgica letra masculina. Además… ¿quién si no Mazin le habría enviado un vestido?

Sé que intentarás rechazar mi regalo. Puede que incluso me reproches mi atrevimiento. No quise arriesgarme a enfrentarme con tu furia, que ya sabes que siempre me deja temblando de miedo. Así que he preferido regalarte este vestido en secreto, como un ladrón al amparo de la noche.

Phoebe era consciente de que no podía aceptar un regalo tan extravagante. Sin embargo, la nota de Mazin le arrancó una sonrisa y hasta una carcajada. Como si ella pudiera inspirarle algún tipo de miedo…

Cometió el error de volver a sacar el vestido y acercarse a un espejo. Al final se lo probó.

Tal y como había temido, la sensual tela se adaptaba a cada curva de su cuerpo. Curiosamente, sus senos parecían más llenos, su cintura más fina. De repente se imaginó a sí misma bien maquillada, con la melena cayéndole en una cascada de rizos sobre la espalda. Aunque nunca había creído parecerse a Ayanna, con un poco de ayuda bien podía acercarse…

Todavía con el vestido puesto, descolgó el teléfono y llamó al salón de belleza del hotel. Afortunadamente, habían tenido una cancelación de última hora y estarían encantados de ayudarla en su proceso de transformación. Le preguntaron si le importaría bajar en media hora…

Phoebe aceptó y colgó. Luego volvió a concentrarse en su imagen en el espejo. Esa noche se esforzaría por presentar la mejor imagen posible. ¿Sería suficiente?

Phoebe llegó la primera al restaurante. Mazin la había telefoneado en el último momento para decirle que se retrasaría un poco por un pequeño problema de trabajo. Le había enviado un coche para recogerla, después de prometerle que estaría con ella a las siete.

La llevaron a una mesa privada, en la primera planta del local. Allí estaba protegida por biombos de madera, a la vez que disfrutaba de una vista perfecta del escenario. En una esquina había una pequeña orquesta, tocando para los invitados.

El camarero se entretuvo unos minutos más de los necesarios en su mesa, haciendo conversación. Por su manera de hablar y por el brillo de sus ojos, Phoebe se dio cuenta de que la consideraba atractiva. Nunca antes había cautivado la atención de ningún hombre, por lo que no pudo menos que sorprenderse.

El camarero desapareció para volver enseguida con una botella de champán. Mientras bebía un sorbo, Phoebe reflexionó sobre lo que acababa de suceder: si aquel joven se había fijado en ella, evidentemente debía de ser por el vestido y por el maquillaje. Pero sospechaba que había también otra razón: que ella misma se había convertido en una mujer distinta, durante las pocas semanas que llevaba en aquella isla.

Estar con Mazin la había cambiado.

Se recostó en su silla. Excepto alguna que otra tarde, Mazin había pasado casi todos los días con ella. Habían hablado de todo, de historia y de literatura, de películas, de los planes que tenía para cuando volviera a Florida. Habían compartido excursiones, comidas y risas, y en las pocas ocasiones en que Phoebe se había permitido llorar, Mazin había sido más que amable con ella. Habían ido a todos los lugares de la lista de Ayanna. A todos menos a uno: la Punta Lucia.

Phoebe respiró hondo en un intento por calmar los nervios. Le quedaba poco tiempo de estancia en la isla: pronto volvería a su pequeño y solitario mundo. Sabía que estar con Mazin sería una experiencia única e irrepetible en su vida, pero cuando volviera a casa, todo continuaría siendo como antes. Se matricularía en la universidad y se licenciaría como enfermera. Quizá se desenvolvería mejor que hasta el momento a la hora de hacer amigos, quizá incluso tuviera la suerte de conocer a algún joven. Pero nadie podría igualarse nunca a Mazin. Adondequiera que fuera, e hiciera lo que hiciera, él estaría siempre con ella.

Sabía que el tiempo que habían pasado juntos no había significado lo mismo para él que para ella, y eso era algo que podía aceptar. Pero le gustaba pensar que le había importado por lo menos un poco. Mazin había dado indicios de que la consideraba atractiva, que había disfrutado besándola. De modo que tenía que preguntárselo.

Quizá se riera de ella. Quizá incluso sintiera algo de vergüenza y terminara rechazándola sutilmente, Quizá ella había malinterpretado completamente su interés. Pero por muchas que fueran las posibilidades de rechazo, ella no se arrepentiría nunca de habérselo dicho.

Unas voces en el pasillo la distrajeron. Se volvió para descubrir a Mazin caminando entre los biombos. Tan alto y tan guapo como siempre. El esmoquin negro no hacía sino acentuar su atractivo.

Phoebe se levantó. La sonrisa que vio en sus labios de pasó del simple agrado de verla a la abierta admiración.

– Veo que llevas el vestido que te envié. Confío en que no me castigues por mi atrevimiento…

Su comentario burlón la hizo sonreír. En aquel instante, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Phoebe tuvo el repentino convencimiento de que se encontraba en mayor peligro del que había imaginado. ¿Se habría enamorado ya de Mazin?

Antes de que pudiera responder a esa pregunta, empezó a sonar una música. Varias jóvenes salieron al escenario y empezaron a bailar.

Para entonces Phoebe y Mazin ya estaban sentados y el camarero apareció con el primer plato. La mirada de Phoebe se veía inevitablemente atraída al escenario, como si le resultara más seguro mirar a las bailarinas que a su acompañante. La aprensión le había robado el apetito.

– Son bailes tradicionales. Algunos son pura diversión -le explicó él, acercándose mucho para que pudiera oírlo por encima del ruido de la música-. Otros, en cambio, cuentan una historia. Ésta, por ejemplo, es la del viaje de los nómadas en busca de agua.

Continuó hablando, pero Phoebe era incapaz de escuchar otra cosa que el estridente latido de su propio corazón. ¿Se atrevería a hacerlo? ¿Acaso Ayanna no le había hecho prometer que no se arrepentiría de nada, que haría lo que tuviera que hacer para no lamentarse nunca de no haberlo hecho?

– No has probado la comida. Y sospecho que no me estás haciendo caso.

Phoebe se volvió hacia él. El ritmo de la música parecía confundirse con el de su sangre.

Estudió su rostro, la manera en que se había peinado, echándose el pelo hacia atrás; sus altos pómulos, el delicado dibujo de su labio superior.

Mazin le acarició entonces una mejilla con el dorso de la mano.

– Dímelo, Phoebe. Puedo leer una pregunta en tus ojos, y también algo muy parecido al miedo. Ya te dije que no tienes nada que temer de mí. Seguro que hemos pasado suficientes horas juntos como para que no tengas la menor duda sobre ello.

– Sí, lo sé -susurró, incapaz de apartar la mirada de sus ojos-. Es sólo que… -suspiró-. Has sido terriblemente amable conmigo, Quiero que sepas que te agradezco enormemente todo lo que has hecho.

Mazin se sonrió.

– No me des las gracias. Te aseguro que la amabilidad no ha sido lo que me ha animado. Soy demasiado egoísta para eso.

– No me lo creo. Y tampoco entiendo lo que ves en mí. Soy joven e inexperta. Pero tú has hecho que mi estancia en esta isla sea como un sueño. Por eso me cuesta tanto pedirte una cosa más.

– Pídeme lo que quieras. Sospecho que me resultará difícil rechazártela.

Le acarició el labio inferior con el pulgar. Phoebe se estremeció. El contexto excitó su deseo, a la vez que, junto con sus palabras, le dio el coraje para continuar:

– Mazin, ¿me llevarías mañana a la Punta Lucia?

La expresión de sus ojos oscuros se volvió inescrutable. No mostraba el menor indicio de lo que estaba pensando. Phoebe tragó saliva, nerviosa.

– Conozco la tradición: que sólo puedo ir allí con un amante. Y no tengo ninguno. Porque yo nunca… -¿por qué no le decía nada? Se estaba ruborizando. Las palabras no llegaban hasta sus labios-. Pensé que a lo mejor te gustaría pasar esta noche conmigo. Para cambiar eso, vamos. Para…

Se le cerró la garganta y tuvo que dejar de hablar. Incapaz de sostenerle la mirada por más tiempo, bajó la vista esperando de un momento a otro que se echara a reír.

Mazin estudió a la joven que tenía delante. Siempre había pensado que tenía una belleza serena, discreta, pero esa noche era sin duda la criatura más hermosa que había sobre la tierra. Parte de su transformación procedía de su vestido y del maquillaje, pero lo principal era resultado de su sutil confianza. Al fin Phoebe había dejado de dudar de sí misma. Hasta le había pedido que se convirtiera en su amante. Podía leer la incertidumbre en su postura, las preguntas en el temblor de sus labios. Sabía que no era en absoluto consciente de lo mucho que la deseaba, ni del colosal esfuerzo de contención que debía hacer para guardar las distancias.

Incluso en aquel momento, mientras estaban allí sentados, estaba dolorosamente excitado. Si Phoebe hubiera tenido alguna experiencia al respecto, no habría dudado de su propio atractivo.

Suponía que un hombre más noble que él habría encontrado una manera de rechazarla delicadamente. Sabía que era la persona menos adecuada para recibir un regalo tan preciado como el que le estaba haciendo Phoebe.

Y, sin embargo, no podía resistirse. Demasiado tiempo llevaba deseándola. La necesidad lo quemaba por dentro. La necesidad de ser su primer amor, de abrazarla, de tocarla y de hacerla suya, algo que nunca nadie le había ofrecido antes.

– Paloma mía -murmuró, acercándose.

Phoebe alzó la cabeza, con los ojos brillantes por las lágrimas. La duda nublaba sus preciosos rasgos.

Mazin le enjugó las lágrimas y la besó en los labios.

– Te he deseado desde el primer momento que te vi -le confesó, sincero-. Si no logro tenerte… una parte de mí dejará de existir.

Vio que sus labios dibujaban una sonrisa.

– ¿Eso es un «sí»?

– Sí -rió él.

Habría consecuencias. Una cosa era hacer el amor con una mujer madura y experimentada… y otra cosa muy distinta era acostarse con una virgen. El honor estaba en juego. Quizá en los tiempos actuales había gente que se tomaba esas cosas a la ligera, pero él no. No con Phoebe.

Se preguntó cómo reaccionaría sí le contaba la verdad. ¿Seguiría queriendo acostarse con él? Experimentó una punzada de mala conciencia. Pero la necesitaba demasiado como para arriesgarse.

– ¿Qué es lo que te apetece hacer? -le preguntó casi al oído-. ¿Quieres que terminemos de ver a las bailarinas? Si lo hacemos, la expectación será mayor. O también podemos dejarlo para otra ocasión.

– No quiero esperar.

Aquellas sencillas palabras dispararon un rayo de deseo que lo atravesó de parte a parte. Esa noche sería como una maravillosa y deliciosa tortura, un placer supremo, absoluto. Estaba decidido a enseñarle todas las posibilidades y a hacer que su primera experiencia fuera perfecta.

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