Philippa no tardó en descubrir varias diferencias entre Brierewode y Friarsgate. Comparado con la propiedad de su madre, Brierewode era mucho más pequeño, aun con la anexión de Melville. Mientras que las praderas y los campos de Friarsgate eran muy extensos y, en gran parte, agrestes, las tierras del conde de Witton estaban divididas en parcelas prolijamente sembradas y cultivadas. El ganado pastaba en un terreno rodeado por setos bajos para evitar que los animales escaparan. Varios terratenientes desconfiaban de ese sistema y otros incluso lo reprobaban abiertamente. Sin embargo, los vecinos de Crispin St. Claire no habían planteado ninguna queja hasta el momento.
Además, la región era mucho más civilizada de lo que Philippa había temido. Los vecinos vivían bastante cerca y el lugar era ideal para criar a sus futuros hijos.
No obstante, había un problema. La joven no lograba hacer entender a su esposo que lo más importante en su vida era servir a la reina Catalina, siguiendo la tradición familiar de los Meredith, fieles servidores de los Tudor.
Un día, Philippa recibió una carta de su madre que incluía la receta de un brebaje para evitar el embarazo y un sobre con semillas de zanahorias, el principal ingrediente de la poción.
– Dudo que el sacerdote apruebe eso -se preocupó Lucy-. Perdone el atrevimiento, milady, pero le recuerdo que su obligación es darle un hijo al señor conde.
– Mamá toma esta poción.
– Pero ella ya cumplió con sus deberes hacia su padre y hacia lord Hepburn -alegó la doncella. Philippa entrecerró los ojos.
– ¿Eres infeliz a mi lado, Lucy? ¿Acaso deseas volver a Cumbria?- Lucy conocía muy bien a su ama y sabía que la amenaza no iba en serio.
– ¿Usted me pediría que pusiera en peligro mi alma inmortal, milady?
– Si mi madre me envió esto, es porque quiere que lo use. ¿Vas a cuestionar a la dama de Friarsgate? Annie jamás haría semejante cosa.
– Pero yo no soy mi hermana. De acuerdo, no protestaré porque lo tome hasta que volvamos de Francia. Además, es una suerte que su esposo aún no la haya preñado. Se ve que es un hombre fogoso.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Philippa, ruborizada.
– Porque cada mañana, cuando tiendo la cama, me encuentro con un revoltijo de sábanas.
– Tienes ojos demasiado curiosos, Lucy.
– Está bien, le prepararé el brebaje. Aunque ahora no lo necesita pues está en el período menstrual. Eso dice la carta.
– ¡Por qué te habré enseñado a leer! -se lamentó-. ¡Y no se te ocurra decir una palabra a mi marido ni a nadie! ¿Entendido?
– Sí, milady. Si el conde se enterara, me echaría a patadas a Cumbria, y me gusta el sur tanto como a usted. Si volviera, me obligarían a casarme con el hijo de un granjero y me quedaría estancada en el norte para siempre. Le reitero: no soy como mi hermana, feliz con su marido y sus hijos.
– Pero cuando tenga hijos, nos quedaremos varadas en Brierewode -Philippa quiso inquietar a su doncella, pero no lo logró.
– Dele uno o dos hijos y verá cómo la deja regresar a la corte. Todo saldrá bien.
Philippa asintió.
– ¿Sabías que el tío Thomas alquiló un barco para nosotros? Navegaremos junto con la flota real y la reina me ha pedido que lleve conmigo a varias damas de honor. Izaremos nuestro propio pabellón y no tendremos que andar mendigando un lugar para dormir.
– Al menos viajaremos cómodas a ese país extraño. Nunca subí a un barco, milady, pero, si mi hermana Annie cruzó el mar en barco, yo también lo haré, aunque me dé un poco de miedo.
A Philippa le gustaba galopar por las tierras de su marido y cada día se sentía más relajada y a gusto. Ya hacía bastante tiempo que había dejado la corte. Crispin cumplía con diligencia sus deberes de terrateniente y de esposo. Y Philippa disfrutaba tanto de sus caricias que la entristecía un poco tener que dejar Brierewode para reunirse con la corte en Dover.
El sobrino de la reina visitaría el palacio justo antes del ansiado viaje a Francia. Las damas y los caballeros que integraban la comitiva real debían estar en Dover para saludar a Carlos V. El emperador, hijo de la difunta hermana de Catalina, contaba apenas veinte años de edad y no conocía a su tía. No se llevaba bien con el rey francés, pues Francisco, al igual que Enrique, había aspirado al trono del Imperio y se había opuesto a la elección de Carlos de España.
Partieron de Brierewode una lluviosa mañana de mayo. Philippa se sentía de lo más excitada.
– Nos veremos en otoño, antes de ir al palacio para las fiestas navideñas -dijo a Marian.
El ama de llaves asintió y sonrió. Era imposible no simpatizar con una muchacha tan amable y encantadora como Philippa, pero, en su opinión, viajaba demasiado. ¿Cuándo se quedaría en la casa a hacer lo debía?
– ¡Buen viaje, milady y milord! -exclamó.
Primero fueron a Londres y se alojaron en la residencia de Thomas Bolton, donde Lucy los estaba esperando.
– Lord Cambridge mandó hacer unos vestidos hermosos para usted, milady -susurró la doncella, exaltada-, y también trajes para el señor que ya guardé en un baúl aparte. También empaqué sus joyas. Será un acontecimiento extraordinario; todo el mundo habla de eso. La cena va a ser sencilla, porque tuve que prepararla yo misma. La servidumbre en pleno se marchó a Otterly con lord Cambridge.
– Sírvenos la cena en nuestros aposentos. Supongo que tendré que olvidarme del baño, ya que no hay quien cargue los baldes de agua. ¡No sé cómo haré para quitarme el maldito polvo del camino!
– Puedo colocar una pequeña bañera en la cocina.
– Peter y yo la llenaremos con el agua del pozo -propuso el conde, que había escuchado la conversación.
– ¡Oh, gracias, milord! -se alegró Lucy.
Crispin St. Claire enlazó la cintura de su esposa con sus brazos.
– Te frotaré la espalda -dijo en tono lascivo.
– Y yo frotaré la tuya porque vamos a bañarnos juntos, milord. Conozco esa mirada, Crispin, pero no me acostaré con un hombre mugriento y con olor a caballo.
– ¡Qué fastidiosa! Jamás conocí una mujer tan obsesiva de la higiene, aunque tampoco conocí una mujer que huela tan dulce como tú, pequeña. Dudo que tengamos la suerte de bañarnos en Francia.
– Dondequiera que vaya, debo tener mi baño. Muchas de mis compañeras usan perfume para tapar la hediondez, pero mi nariz es muy sensible y la detecta enseguida.
– Iré a buscar el agua. ¡Peter!
Amo y criado llenaron dos grandes calderos y Lucy los puso sobre el fuego.
– El agua tardará en calentarse, milady.
Lucy corría agitada de un lado a otro. Colocó platos y jarros de peltre sobre la mesa de la cocina. Llenó un recipiente con mantequilla, sacó el pan del horno, buscó una tabla de madera y un cuchillo, y puso todo sobre la mesa. Luego le pidió a Peter que trajera una jarra de cidra de la alacena y llenara las copas. Tomó un cucharón y sirvió dos platos del suculento guiso, que constaba de trozos de carne, puerros y zanahorias sumergidos en una salsa a base de vino.
– ¡Por favor, siéntense! -invitó el conde a los criados-. No se queden esperando, porque se les va a enfriar la comida.
– Gracias, milord -replicó Peter mientras la doncella agregaba dos platos y dos jarros a la mesa.
Mientras comían se oía cómo el agua de los calderos empezaba a hervir. Philippa mojó con pan los restos de la salsa y esperó que los demás terminaran. Cuando finalizaron de comer, Peter se puso de pie.
– Con su permiso, milady, voy a llenar la bañera.
– ¡Controla la temperatura! -indicó Lucy mientras llevaba la vajilla al fregadero de piedra-. Milord, por favor, ¿sería tan amable de llenar un balde con agua fría? Y tú, Peter, cuando termines con la bañera, ve a los establos y trae la olla que les dejamos a los guardias.
Por fin, el baño estaba listo. Peter había regresado a los establos para hacerles compañía a los hombres armados. El conde había dado permiso a Lucy para retirarse. Philippa estaba feliz en su bañera y Crispin la observaba, disfrutándola.
– ¡El cepillo, milord! -pidió Philippa, sacando al conde de su ensimismamiento-. ¿No dijiste que me frotarías la espalda?
Él se arrodilló, tomó el cepillo, y comenzó a frotarle la espalda.
– ¡Qué pena que no haya lugar para los dos! -le murmuró al oído y le besó el lóbulo de la oreja- Me encanta bañarme contigo, Philippa.
Ella soltó una risita.
– Cuando te bañas conmigo me enredas entre tus piernas.
– Te haré el amor esta noche.
– Tenemos que madrugar mañana.
– Pero no podremos retozar hasta llegar a Francia. Además, tú odias las posadas públicas.
– Le pediré a Lucy que vierta más agua. ¡Detente, Crispin, mi espalda es muy sensible!
Crispin la enjuagó con suavidad hasta que desapareció toda la espuma de su piel. Cuando salió de la bañera, la abrazó.
– Crispin, no -lo regañó, al observar el bulto en su entrepierna.
– No pienso esperar un minuto más, pequeña.
Se quitó la camisa y el resto de las prendas y la fue empujando hasta la mesa. Aferró su rostro con las manos y le dio un imperioso beso.
– ¡Crispin! -protestó una vez más-. ¡Los criados!
– Peter está jugando a los dados con los guardias y dormirá en los establos. Lucy está en el piso de arriba y no vendrá a menos que la llamemos.
Con su virilidad liberada de toda coerción, se preparó para el lujurioso arrebato. Tendida sobre la gran mesa de la cocina, Philippa enlazó sus piernas en la cintura del conde y él hundió su espada en un solo movimiento, suave pero certero. Ella lo estrujó en sus brazos y emitió un profundo suspiro.
– ¡Ay, mi condesa, creo que estoy agonizando! Ninguna mujer me ha hecho gozar tanto como tú.
– Entonces, estarás muy feliz de que sea de tu esposa, Crispin.
Philippa gemía, colmada por esa virilidad anhelante. Los pezones estaban duros como púas por el roce constante del sólido torso del conde contra ella. Arqueó su cuerpo para que él pudiera llegar hasta lo más recóndito de su ser. Crispin la poseía de una forma que la enloquecía de placer. Presa de una pasión ardiente y estremecedora, echó la cabeza hacia atrás y sintió cómo unos labios húmedos e impetuosos recorrían su delicado cuello, desde la base hasta el mentón. Philippa deslizó los dedos por la espalda del conde, arañándolo suavemente al principio y luego, a medida que aumentaba su excitación, hundiendo sus garras con más vigor.
El conde tomó las manos de Philippa y las colocó en torno a su cabeza.
– ¿Quieres dejarme tus marcas, pequeña? -gruñó Crispin y le besó la oreja. Movía sus caderas hacia adelante y hacia atrás, cada vez más excitado por los gemidos y quejidos que brotaban de la garganta de su esposa. Sintió dentro de ella unas leves contracciones, pero él aún no estaba listo. Retiró despacio el miembro y se detuvo.
– ¡Oh, Crispin, no! -suplicó Philippa-. ¡Te necesito, te necesito!
– Espera un segundo, pequeña.
Besó sus dulces labios con creciente ardor y volvió a moverse dentro de ella. Las húmedas paredes de su femineidad se contraían y lo estrujaban con fuerza, provocándole un placer casi doloroso.
Philippa creyó que moriría de frustración cuando se interrumpió el amoroso acto. Pero los fogosos besos y la nueva embestida de su esposo reavivaron rápidamente su deseo. La tormenta volvió a cernirse, haciéndose cada vez más densa y cercando a los amantes hasta estallar sobre ellos con toda su furia. El conde cayó desplomado encima de Philippa, que se dio cuenta de que la dura madera lastimaba sus hombros, espalda y nalgas.
– ¡Sal de encima mío! -gritó riendo-. Por culpa de tus jueguitos perversos, tendré que tomar otro baño.
Crispin emitió un gruñido. Se sentía exhausto. Las piernas estaban inertes. Cuando recibió un fuerte empujón, logró ponerse de pie.
– ¡Por Dios, mujer! -se quejó-.Vas a matarme con tus exigencias constantes.
– ¿¡Mis exigencias!? -Philippa se sentó y luego se bajó de la mesa-. Estás muy equivocado, milord. ¡Eres tú el insaciable!
– No, no. Mira esos adorables senos que tienes, mira cómo me señalan. ¿No ves que me están rogando que los acaricie? -Agachó la cabeza y besó uno de los pezones.
– Eres un depravado, milord -lo retó en broma. Luego se metió en la bañera y se lavó hasta que no quedaran vestigios de la pasión-. Trae el caldero para calentar el agua. Está demasiado fría para ti.
– Llama a Lucy y dile que puede irse a dormir -susurró el conde cuando ambos estuvieron en la alcoba.
– Partimos bien temprano. Antes de acostarte, guarda la bañera ordenó Philippa a su doncella, que salió presurosa.
– Ven a la cama -dijo Crispin, somnoliento.
La joven se quitó la camisa, se metió en la cama y sonrió cuando él la abrazó. Sabía que estaba dormido y que en cualquier momento comenzaría a roncar. Pero a mitad de la noche, el caballero se despertó e hizo el amor apasionadamente con su mujer.
– No podremos hacerlo hasta llegar a Francia -murmuró.
– Tu fogosidad asombraría al rey y la reina, milord.
En pocas semanas habían desaparecido sus temores de unirse con su esposo. Desde el principio, había sido una experiencia de lo más placentera. Obviamente, la reina no opinaba lo mismo, aunque nunca había dicho una palabra al respecto. Philippa se preguntó si todas las mujeres gozaban tanto como ella en la cama.
El día siguiente amaneció despejado y cálido. Era 24 de mayo. Partieron antes del alba y vieron la salida del sol mientras cabalgaban rumbo a Canterbury, donde se reunirían con la corte. Cuanto más se acercaban a la ciudad, más atestados se hallaban los caminos. Llegaron a destino y se dirigieron a la pequeña posada The Swan, donde lord Cambridge les había reservado habitaciones.
El emperador aún no había llegado, pero su arribo era inminente. Philippa se presentó ante la reina, que se alegró de verla.
– ¿Eres feliz, hija mía?
– Muy feliz. Pero ya estoy lista para volver a mi puesto, Su Alteza.
– Cuando regresemos de Francia, ya no estarás a mi servicio. No me faltarán mujeres que me asistan, pequeña, y si bien has sido tan leal a los Tudor como tu difunto padre, ahora tu deber principal es darle un heredero a tu esposo. Es un requisito fundamental para la felicidad del matrimonio; nadie lo sabe mejor que yo, hija mía.
– ¡Pero, Su Alteza, yo quiero servirla siempre!
– Lo sé, querida. Una de las gracias que Dios me ha concedido es el amor que tú y tu buena madre me han brindado. Pero, como Rosamund, debes seguir tu propio camino. Siempre serás bienvenida en la corte, por supuesto, pero tu obligación, y lo sabes muy bien, es formar una familia.
– ¡Oh, señora, me siento tan desconsolada! -sollozó Philippa-. Si hubiera sabido que tenía que renunciar a la corte, jamás me habría casado.
– ¡Pamplinas! -rió la reina-. Las mujeres se casan o se ordenan monjas, no hay otra opción. Y tú no eres carne de convento, pequeña, pese a las solemnes declaraciones que hiciste el año pasado. Como tu madre, estás hecha para ser esposa y tener una familia. Ahora, sécate esas lágrimas. Eres una de las damas más bellas de la corte y quiero que estés a mi lado cuando saludemos a mi sobrino, el emperador Carlos V.
– Muy bien, señora.
Cuando se encontró con su esposo a la noche, le contó con enojo la decisión de la soberana.
– Lo lamento, pero la reina piensa que eso es lo mejor para ti. Es una suerte que gocemos de su amistad, Philippa. Si tenemos una hija, tal vez algún día se convierta en dama de honor de Catalina o de la princesa María.
– De todos modos, podemos seguir yendo a la corte. Iremos para Navidad, ¿verdad?
– Lo decidiremos luego de visitar a tu familia en el norte. Si quedaras embarazada, no te haría nada bien el ajetreo del viaje. No podría soportar que te pasara algo, pequeña.
– ¿Por qué? ¡Si ya posees las tierras que tanto deseabas! -le espeto Philippa con crueldad.
– Porque considero que eres tan valiosa como esas tierras -repuso sin alzar la voz.
La joven se sorprendió ante la respuesta.
– ¿Acaso te has enamorado de mí?
– No lo sé. Estamos empezando a conocernos. ¿Y tú, Philippa, crees que algún día podrás amarme?
Se quedó meditando un largo rato y luego contestó:
– No lo sé. He visto cómo el amor puede elevarte a alturas celestiales y al mismo tiempo hundirte en el dolor más profundo. Creí amar a Giles FitzHugh, pero, obviamente, estaba equivocada, pues hace rato que lo he borrado de mi memoria y de mi corazón.
– ¿Me amarás algún día, Philippa? -volvió a preguntar el conde.
– No lo sé. Estamos empezando a conocernos, Crispin.
– Eres una mujer difícil -rió St. Claire.
Philippa se enteró de que la princesa María no viajaría con sus padres para encontrarse con su prometido, el delfín de Francia. La princesita se quedaría en el palacio de Richmond, bajo la tutela del duque de Norfolk y el obispo Foxe, que también compartiría la responsabilidad del gobierno. Enrique y Catalina se dirigieron a la costa. El 22 de mayo pernoctaron en el castillo de Leeds y el 24 llegaron a Canterbury, ya avanzada la tarde. Dos días después, arribó finalmente el emperador Carlos V con su flota. La armada inglesa, que lo estaba aguardando en el estrecho de Dover, lo recibió con una salva de cañonazos.
El conde y la condesa de Witton habían cabalgado hasta Dover al enterarse del inminente desembarco del emperador. Mezclados con la multitud, vieron cómo Carlos V avanzaba bajo un dosel con el blasón del Imperio: un águila negra sobre un paño de oro. El obeso y altivo cardenal Wolsey, ataviado con su capa púrpura, se acercó al ilustre visitante y se inclinó sin dejar de sonreír un segundo. Debido al griterío de la muchedumbre, Philippa y Crispin no alcanzaron a escuchar sus palabras, pero sabían que el cardenal escoltaría al emperador al castillo de Dover, donde pasaría la noche.
El rey, que no había sido informado de la llegada de su sobrino con tanta premura como el cardenal Wolsey, arribó a Dover a la mañana del día siguiente, que era domingo de Pentecostés. Tras saludar al emperador, lo escoltó hasta Canterbury. A medida que avanzaban por la ruta, multitudes de súbditos ingleses vitoreaban al rey Enrique y a Carlos, y manifestaban su aversión a los franceses.
En la catedral, los soberanos asistieron a una misa solemne en la que no solo se celebró la festividad religiosa, sino también la augusta visita del emperador. Después del oficio, se trasladaron al palacio del arzobispo Warham, donde el cortejo real aguardaba con ansiedad al emperador. Carlos V finalmente conocería a su tía, Catalina de Aragón.
Cuando el rey y el emperador aparecieron en las puertas del palacio, todos los cortesanos se agolparon en el vestíbulo para saludarlos. Luego, las damas escoltaron a los regios caballeros a lo largo de un corredor flanqueado por veinte pajes de la reina vestidos con trajes de brocado dorado y satén carmesí. Cuando llegaron al pie de una amplia escalinata de mármol, el emperador vio a la reina sentada en su trono. Vestía una capa confeccionada con hilos de oro y ribeteada en armiño, y en el cuello lucía un collar de gruesas perlas de varias vueltas. Catalina lo acogió con una cariñosa sonrisa. Carlos notó que no tenía la belleza de su madre, Juana, y que parecía más bien una matrona rolliza. Pero era su pariente sanguíneo más cercano, luego de sus hermanas. Tomó las manos extendidas de la reina y las besó afectuosamente. Catalina lo abrazó y ambos lloraron de alegría.
Nadie en su sano juicio diría que era un joven atractivo. Philippa escuchó ese comentario de boca de muchas mujeres y rogó que no llegara a oídos de su reina. Carlos V tenía una mandíbula prominente y deforme, ojos de un celeste desvaído, cutis blanco como la panza de un pez, dentadura irregular y una boca enorme que le dificultaba el habla. Por fortuna, se había dejado crecer una prolija barba que disimulaba algunos de esos defectos.
Era una figura importante para el comercio de Inglaterra, que siempre había sido una aliada firme y solícita del Imperio. Sin embargo, el inesperado plan de Enrique VIII de reconciliarse con Francia preocupaba mucho al emperador, a tal punto que consideró necesario viajar a Inglaterra, aunque fuera por un breve lapso. Era consciente de que no torcería la voluntad de Enrique Tudor, pero al menos lograría inquietar a los franceses con esa visita, que, sabía muy bien, halagaba enormemente al monarca inglés.
Los monarcas y los familiares más cercanos hicieron una pausa para almorzar en privado, y los miembros de la corte tuvieron que salir a buscar comida y entretenimiento.
Más tarde, llegó la hermosa reina consorte Germaine de Foie, viuda de Fernando de Aragón, acompañada por sesenta damas. Esa noche se organizó un gran banquete. El rey Enrique, el emperador y las tres reinas (Catalina, Germaine y María Tudor) se sentaron a la mesa principal.
Una de las damas de la reina flechó a un conde español que, para cortejarla, le recitaba poemas y cantaba canciones con tanto ímpetu y vigor que en un momento cayó desmayado al suelo y tuvieron que sacarlo del recinto. El viejo duque de Alba, un caballero encantador, y otros miembros de su comitiva hicieron una exhibición de danzas españolas. Enrique Tudor condujo a su hermana hasta el centro del salón y al instante se le unieron otras parejas. Infringiendo las convenciones, Philippa salió a bailar primero con su marido, pero cuando el rey la vio y recordó su destreza, la eligió como compañera en una de las danzas.
– Mi querida condesa -le sonrió-. ¿Ya te acostumbraste a ese título, Philippa? -La alzó por los aires y la joven reía sin dejar de mirar su hermoso rostro.
– No, señor, todavía no, pero algún día me acostumbraré -respondió. Sus pies volvieron a tocar el piso y, levantando las faldas, comenzó a hacer piruetas junto al rey.
– ¿Cómo está tu madre?
– Lo último que supe de ella es que tuvo dos gemelos varones, Su Majestad.
– ¿Cuántos varones tiene?
– Cuatro, señor.
– Dios quiera que le des muchos hijos a tu esposo -manifestó, con cierta turbación en su mirada.
Cuando concluyó la danza, Enrique condujo a Philippa hasta la gran mesa donde estaban sentados la reina y su sobrino.
– Catalina, mi querida, ¿por qué no presentas a la condesa al emperador? -Besó la mano de la joven y se retiró para bailar otra vez con su hermana.
Cuando Philippa se inclinó en una profunda reverencia, sus faldas se inflaron como una campana.
– En mis cartas te he hablado de Rosamund Bolton, una amiga muy querida. Ella es su hija mayor, Philippa, condesa de Witton. Me ha servido con lealtad durante cuatro años, pero luego del receso estival dejará su puesto para dedicarse a su marido y darle un heredero. Philippa, te presento al emperador.
– Su Majestad -susurró, haciendo otra reverencia.
– ¿Su madre se encuentra bien? -preguntó Carlos V.
– Sí, Su Alteza, y se sentirá muy honrada de que usted se haya interesado por su bienestar.
– Ella es del norte del país, ¿verdad?
– Sí, Su Majestad. Es terrateniente y junto con su primo, lord Cambridge, exporta lana a los Países Bajos. Tal vez Su Alteza haya escuchado hablar de la lana azul de Friarsgate. Su calidad es excelente.
– Es una mercancía muy requerida -explicó el emperador, para sorpresa de Philippa-. He recibido quejas porque, al parecer, es bastante difícil de conseguir.
– Ellos controlan la distribución a fin de mantener alto el precio.
– Qué inteligente es su madre.
– Sin duda lo es, Carlos -intervino la reina, para evitar que la joven siguiera hablando-. Hija mía, creo que tu esposo, el conde de Witton, te está buscando.
Philippa se despidió con una gentil inclinación.
– Gracias, Su Alteza. Con su permiso, Su Majestad -dijo caminando hacia atrás. De pronto, cobró conciencia de su nuevo estatus. Ya no era la señorita Meredith, doncella de la reina, sino la condesa de Witton, una figura digna de ser presentada ante el emperador. Fue una grata revelación.
– Estuviste con el emperador -se enorgulleció Crispin.
– ¡Sí! ¿Puedes creer que conoce la famosa lana de mamá y dice que los mercaderes de los Países Bajos se quejan de desabastecimiento? ¡Imagínate! El mismísimo emperador del Sacro Imperio Romano y rey de España conoce la lana azul de Friarsgate.
– Es muy joven todavía, pero estoy convencido de que será un gran hombre. Nada se le escapa, ni siquiera los tejidos de Friarsgate. También te vi bailar con el rey.
– Ya bailé antes con el rey. Es muy exigente y sólo elige a las mejores bailarinas.
– Si bailas con él en Francia llamarás la atención de Francisco y yo me pondré celoso.
– ¿Realmente te pondrías celoso?
– ¡Sí, con locura!
– Entonces tendré que ser muy cautelosa -bromeó Philippa.
– ¡Cuidado, pequeña! Ninguna dama permanece casta en la corte de Francia. La hija de Tomás Bolena, María, ha pasado varios años allí y terminó convirtiéndose en una famosa ramera. Francisco la llama "mi yegua inglesa" y afirma haberla montado infinidad de veces.
– ¡Qué desagradable! ¿Cómo se atreve a difamar así a la hija del conde de Wiltshire? -se indignó Philippa.
– No lo diría si no fuera verdad, pequeña. Por eso te ruego que seas muy cuidadosa en el trato con los nobles franceses. No me gustaría batirme a duelo para defender tu honor. No hasta que me des uno o dos hijos.
– ¿Tienes miedo de perder?
– ¡Malvada! ¿Pondrías en peligro la vida de un pobre francés con tal de divertirte? Temo que uno de estos días tendré que aplicarte un correctivo por tu comportamiento.
– ¿Y cómo lo harás?
– ¿Nunca te dieron palmadas en el trasero, señora?
– ¡Crispin! ¡No serías capaz de semejante cosa!
– Entonces, no abuses de mi paciencia, pequeña. Ahora, a menos que me des una buena razón para quedarnos aquí, propongo volver a la posada. ¿Comiste algo? Porque tengo la impresión de que a los invitados que no estábamos en las mesas principales nos mataron de hambre.
– Es cierto. La presentación de los platos era perfecta, pero ¡faltaba el alimento! ¿Crees que el posadero será tan amable de convidarnos con pan duro y cascara de queso?
– Ahora comprendo cómo hiciste para sobrevivir en la corte. Te prometo algo más que pan duro y cascara de queso. Por ejemplo, un rico pollo, fresas, pan fresco, mantequilla y un delicioso queso brie.
– ¡Suena maravilloso! -exclamó Philippa cuando se encontraron en las calles de la ciudad.
Regresaron por el mismo camino que habían tomado a la ida. No era un trayecto muy largo, y las calles estaban bien iluminadas y vigiladas a causa de la visita del rey. Bajo la noche primaveral, Philippa experimentó por primera vez el placer de pasear de la mano de un hombre. El matrimonio con Crispin St. Claire le traía cada día nuevas aventuras y ya había decidido que le gustaba la vida de casada. Pero ahora había descubierto que también le agradaba ser la condesa de Witton. Sus hermanas se pondrían verdes de envidia cuando las viera y les contara sus andanzas. Por muy enamorada que estuviera, Banon desposaría al segundo hijo de un conde, lo que no era gran cosa. Y en cuanto a Bessie, ¿qué podía esperar la pobre Bessie si apenas tenía una miserable dote para ofrecer? Definitivamente, era maravilloso ser la condesa de Witton.