CAPÍTULO 01

– ¿Por qué no me lo dijiste? – preguntó Philippa a Cecily FitzHugh-. Nunca me sentí tan triste y furiosa. Somos amigas íntimas, Cecily. ¿Cómo pudiste ocultarme algo así? No sé si alguna vez podré perdonarte.

Los ojos grises de Cecily se llenaron de lágrimas.

– Yo no lo sabía -sollozó lastimosamente-. También fue una gran sorpresa para mí. Lo supe recién esta tarde, cuando mi hermano habló conmigo. Papá dijo que lo mantuvieron en secreto porque sabían que yo te contaría todo de inmediato; pensaban que le correspondía a Giles darte las explicaciones del caso. Philippa querida, ¡mi hermano es un ser monstruoso! íbamos a ser hermanas, y ahora tú te casarás con otro.

– ¿Con quién? -lloriqueó la muchacha-. No soy noble y, aunque se me considera una heredera, mis tierras están en el norte. Ahora, por culpa del egoísta de Giles, me he convertido en una solterona. Recuerda cuánto tiempo tardaron tus padres en encontrarte un buen partido. Muy pronto te casarás, Cecily, mientras que yo me iré marchitando poco a poco -suspiró con dramatismo-. Si Giles decidió dedicar su vida a Dios, tal vez yo deba hacer lo mismo. Mi tío Richard Bolton es el prior de St. Cuthberth's, cerca de Carlisle. Él debe de conocer algún convento al que yo pueda ingresar.

Cecily rió.

– ¿Tú quieres ser monja? No, querida Philippa, no. Amas demasiado la vida mundana como para tomar los hábitos. Tendrás que abandonar todas las cosas que tanto adoras: la ropa sofisticada, las joyas y la buena comida. Tendrás que ser obediente. Pobreza, castidad y obediencia son las reglas básicas del convento, y tú jamás podrías ser pobre ni dócil ni casta -aseguró Cecily risueña.

– Sí que podría. Mi tía Julia es monja y también dos hermanas de mi padre. ¿Qué pasará ahora que tu hermano me ha rechazado?

– Tu familia te conseguirá otro marido -opinó con pragmatismo.

– ¡No quiero otro marido! Quiero a Giles. Lo amo, nunca amaré a nadie más. Además, ¿quién querrá exiliarse en Cumbria? Hasta Giles me dijo que la idea de vivir en Friarsgate lo entristecía. Nunca entenderé por qué mi madre ha luchado durante toda su vida por esas malditas tierras. Es más, yo tampoco quiero vivir allí. Estaría demasiado lejos de la corte.

– Ahora lo dices porque estás desilusionada -la consoló Cecily. Luego cambió de tema-: Un mensajero partirá mañana con una carta de mi padre en donde le comunica a tu madre la decisión de Giles. ¿Deseas enviarle una carta?

– Si -contestó con firmeza, y se levantó de su silla-. Le pediré permiso a Su Majestad para retirarme y escribir la carta ya mismo.

Sin mirar atrás, Philippa atravesó la antecámara de la reina. Se parecía mucho a su madre cuando tenía su edad. Tenía un porte esbelto y una cabellera caoba, pero los ojos eran color miel, como los de su padre.

AI acercarse a la reina, le hizo una reverencia y aguardó su permiso para hablar.

– ¿Qué sucede, mi niña? -preguntó Catalina con una sonrisa. -Su Majestad ya estará enterada de mi desgracia, supongo -comenzó Philippa.

– Sí, lo siento mucho.

La muchacha se mordió el labio; estaba a punto de llorar. Se esforzó por contenerse y continuó la conversación.

– Lord FitzHugh enviará un mensajero a mi casa mañana por la mañana. Me gustaría que llevara también una carta mía para mi mamá. Con el permiso de Su Majestad, me retiraré a mis aposentos para redactarla. -Hizo una reverencia, acompañada de una ligera sonrisa.

– Tienes mi permiso, pequeña. No olvides enviarle a tu madre mis mejores deseos y dile que si podemos colaborar en la búsqueda de un nuevo candidato, lo haremos con gran placer. Aunque sé que a tu madre le gusta resolver las cosas a su manera -dijo la reina recordando viejos tiempos.

– Gracias, Su Majestad.

Philippa volvió a hacer una reverencia y se encaminó deprisa al cuarto de las doncellas donde, si tenía suerte, podría estar sola con sus perturbados pensamientos y concentrarse en escribirle a Rosamund. Pero no fue así. En el dormitorio se encontró con una de las jóvenes que más detestaba, acicalándose para reunirse con las doncellas de la reina.

– ¡Oh, pobre Philippa! -se lamentó con falsa preocupación-. Según me dijeron, el hijo del conde de Renfrew te ha abandonado. ¡Qué pena!

– No necesito tus condolencias, Millicent Langholme. Y, además, preferiría que no te inmiscuyeras en este asunto -respondió furiosa.

– Tu madre tendrá algunas dificultades para encontrarte un marido decente. ¿Es cierto que Giles FitzHugh quiere ser sacerdote? Jamás lo hubiese imaginado de un hombre como él. Seguro que lo hizo para no casarse contigo; es la única explicación posible -dijo con una risita ahogada. Luego acarició sus faldas de terciopelo y se arregló con cuidado la cofia.

Philippa nunca deseó tanto darle un golpe a alguien como en ese momento. Pero su situación ya era muy penosa, y no quería causar otra desgracia a su familia por atacar a una dama de la reina.

– No dudo de la vocación de Giles. Estoy segura de que es sincero. -De pronto, notó que estaba defendiendo al hombre que la había abandonado, cuando, en realidad, deseaba con todas sus fuerzas aporrear hasta el cansancio a ese santurrón-. Más vate que te apresures, Millicent. La reina te está buscando.

Al comprobar que sus maldades no lograban irritar a Philippa, Millicent se retiró sin añadir palabra. La joven heredera abrió el cofre donde guardaba sus pertenencias, tomó la pluma y el tintero y se sentó sobre su cama. Cuando terminó la carta, se la entregó a un paje para que se la diera al mensajero del conde de Renfrew, que partiría a la mañana siguiente.

Unos días más tarde, al leer la misiva de su hija, Rosamund se enfureció.

– Maybel, tráeme la carta de lord FitzHugh. ¡Deprisa! Justo cuando pensaba que estaba todo encarrilado, aparecen nuevas dificultades.

– ¿Qué sucede? -le preguntó Maybel mientras le entregaba la carta-. ¿Qué dice el conde?

– ¡Un momento, por favor! -respondió Rosamund, levantando con delicadeza su mano-. ¡Por el amor de Dios! -Ojeó rápidamente el pergamino y luego lo apartó-. Giles FitzHugh decidió dedicar su vida al sacerdocio. Ya no habrá boda. ¡Pobre diablo! Bueno, la verdad es que nunca me gustó ese muchacho.

Maybel lanzó un chillido escandalizada.

– El conde pide disculpas -continuó la dama de Friarsgate- y dice que siempre considerará a Philippa como una hija. Se ofrece a encontrarle marido. Hay que enviar a alguien a Otterly en busca de Tom. Sigue siendo más hábil que yo para estos asuntos, pese a haber estado alejado de la corte tantos años. ¡Pobre Philippa! Había depositado todas sus esperanzas en ese joven.

– ¡Sacerdote! -se lamentó Maybel-. ¡Un hombre tan apuesto! Es una lástima. Y ahora nuestra pequeña, con quince años ya cumplidos, se siente abandonada y sufre penas de amor. Ese muchacho egoísta debió avisarle antes.

– Estoy de acuerdo contigo. -Tomó de nuevo la carta de su hija y la releyó sin dejar de sacudir la cabeza. Cuando terminó, la colocó junto a la otra-. Philippa dice que no le queda más remedio que convertirse en monja. Quiere que le pregunte al tío Richard si conoce algún buen convento.

– ¡Puras tonterías! La niña está alterada, y no es para menos. Pero no me la imagino tomando los hábitos, aunque ella opine lo contrario.

– Yo tampoco, Maybel -rió Rosamund-. Mi hija valora demasiado la buena vida como para retirarse a un convento. Dile a Edmund que vaya hoy mismo a Otterly en busca de Tom, y asegúrate de que atiendan al mensajero del conde como es debido.

– No hace falta que me lo recuerdes -refunfuñó Maybel mientras se dirigía a buscar a su marido. Por suerte, Rosamund había decidido recurrir a su primo para resolver el asunto. Tom Bolton sabría exactamente qué hacer.

Dos días más tarde, lord Cambridge llegó de Otterly.

– ¿Cuál es la emergencia? ¿Los niños están bien? ¿Dónde está tu valiente escocés, querida prima?

– Logan está en Claven's Carn, fortificando las defensas. La frontera se ha vuelto muy peligrosa desde que la reina Margarita se fue de Escocia. Los niños se encuentran bien. La que está en problemas es Philippa, Tom. Necesito con urgencia tus sabios consejos. Giles FitzHugh se ordenará sacerdote.

– ¡Dios y María Santísima! Así que ahora nuestra pequeña está sola, abandonada y sin candidatos a la vista. Semejante comportamiento no es digno de un caballero. Al menos, Giles debió comunicarnos sus planes antes. Ah, los hombres de la Iglesia son tan desconsiderados. Lo único que parece importarles es Dios y amasar una gran fortuna.

– Al tío Richard no le gustaría escuchar lo que acabas de decir -bromeó Rosamund, pero enseguida se ensombreció-. ¿Qué debo hacer? Sé que tengo que buscarle marido a mi hija, pero ¿lo conseguiré? Giles era el hijo de un conde. ¿Cómo haremos para encontrar un partido similar? Además, Philippa amenaza con hacerse monja.

Thomas Bolton fue presa de un ataque de risa; rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas y mojaron su elegante jubón de terciopelo.

– ¡¿Philippa quiere tomar los hábitos?! De todas tus hijas, querida prima, Philippa siempre fue mi mejor discípula. Su conocimiento de las piedras preciosas es asombroso, incluso es mejor que el mío. ¿Cómo podría soportar las ásperas vestiduras monacales si exige que las enaguas estén forradas en seda para que no se le irrite su delicada piel? Debe volver a casa cuanto antes, hasta que este infame episodio se olvide. Envíale ya mismo un mensaje a la reina para que ordene el regreso de Philippa. Catalina lo entenderá de inmediato y le ofrecerá retomar su puesto en la corte dentro de un tiempo, cuando los ánimos se hayan calmado. Mientras tanto, pensaré en posibles candidatos para nuestra pequeña. Ya está en edad de casarse y si dejamos que el tiempo pase, tal vez se quede soltera.

– Estoy de acuerdo contigo, Tom. Cuando Logan se entere del problema, empezará a proponer a cada uno de los hijos de sus amigos.

– Ningún escocés será un buen marido para Philippa -repuso Tom Bolton, sacudiendo la cabeza- Ella está demasiado fascinada con la corte del rey Enrique. Es más inglesa que tú, si eso es posible, mi adorada prima.

– Es cierto, primito. Por eso te ruego que me ayudes a encontrarle una nueva pareja. Sabes cuan obstinado puede ser Logan cuando se le mete una idea en la cabeza.

– Hay que impedir que tu valiente escocés se entrometa en esta cuestión. No temas, sé cómo manejar a Logan Hepburn.

– Lo sé, Tom -rió Rosamund- y también sé que Logan se enfadaría si se enterara de esta desgracia.

– Bien, ten la certeza de que no le diré nada -dijo guiñándole un ojo-. Mientras tanto, ¿qué podemos esperar de la reina además de sus bien intencionadas promesas de buscarle otro candidato? Yo no dejaría el asunto en sus manos, prima.

– Comparto tu opinión. Sin embargo, creo que si traemos a Philippa de vuelta a casa, la situación será aun más difícil de resolver. A menos que la reina decida enviarla a Friarsgate, deberíamos dejarla donde está. Ya no es una niña: tiene que aprender a enfrentar las dificultades que se le irán presentando en la vida. Ciertamente, esta no será la última desilusión que sufra. La futura dama de Friarsgate debe ser una mujer fuerte y capaz de defender sus tierras.

– La corte es un mundo muy distinto del nuestro -suspiró lord Cambridge-. Ahora prefiero los fríos inviernos de Cumbria a los placeres de la corte. Me asombra que alguna vez me haya gustado esa forma de vida. Aunque, si te parece mejor que la pobre Philippa permanezca allí, seguiremos el dictado de tus instintos maternales.

– No me digas que finalmente te encariñaste con Otterly. ¿Acaso también disfrutas de la vida tranquila? -se burló Rosamund.

– Bueno -respondió malhumorado-, ya no soy tan joven como antes, prima.

– No digas tonterías. Estoy segura de que Banon te mantiene bien ocupado. Siempre fue muy vivaz.

– Tu segunda hija es una niña deliciosa. Desde que vino a vivir con nosotros el año pasado, la casa se ha colmado de alegría. Me sorprendió que quisiera mudarse conmigo, Rosamund. Pero, como bien me lo señaló Banon, si algún día se convertirá en la dama de Otterly, debe conocer todos los detalles de la propiedad y su funcionamiento. Es una joven muy inteligente. Algún día, tendremos que encontrarle un marido digno de ella.

– Pero antes ocupémonos de los problemas de Philippa -le recordó Rosamund-. Estamos de acuerdo en que ella se quedará en la corte, a menos que Catalina decida enviarla a Friarsgate. Agradeceremos a la reina su ofrecimiento, y le diremos que nosotros nos encargaremos de buscarle marido a Philippa; aunque, por supuesto, el candidato deberá contar con la bendición de Sus Majestades. Thomas Bolton sonrió con picardía.

– No has perdido la mano, querida. Sí, dile todo eso. Es perfecto. Recuerda enviarle mi cariño a Philippa cuando le escribas. Ahora que he resuelto todos tus problemas, primita, aliméntame que tengo un hambre feroz. ¿Qué me ofrecerás? ¿No pensarás conformarme con un guiso de conejo? ¡Quiero carne de vaca!

– Se hará tu voluntad, mi querido Tom.

Rosamund estaba concentrada en la carta que escribiría a su hija para consolarla y aconsejarla. No sabía qué tono adoptar: no quería mostrarse severa ni demasiado sentimental, ambas actitudes le parecían contraproducentes. No sería nada fácil redactar esa carta.

Algunos días más tarde, cuando Philippa Meredith recibió la misiva de su madre, no se conmovió en lo más mínimo, ni tampoco se sintió reconfortada por sus palabras. En un arranque de indignación, arrojó el pergamino a un lado.

– ¡Friarsgate! ¡Siempre la misma historia de Friarsgate! -gritó irritada.

– ¿Qué dice tu madre? -preguntó Cecily FitzHugh con temor.

– Me aconseja algo ridículo. Dice que la desilusión es parte de la vida y que debo aprender a aceptarla. Que el convento no es la solución para mis problemas. Dime, ¿cuándo dije yo semejante cosa, Cecily? No soy el tipo de mujer que toma los hábitos.

– Pero hace unas semanas decías que querías ser monja -respondió Cecily-. Incluso mencionaste a unas tías religiosas. Por supuesto que a todos nos pareció una idea ridícula.

– ¡Ah! Así que todo el mundo se ha estado riendo a mis espaldas. ¡Y yo que te consideraba mi mejor amiga!

– ¡Soy tu mejor amiga! Aunque últimamente has estado muy melodramática. ¿Qué más dice tu madre que te ha enfurecido tanto?

– Que me encontrará otro marido. Uno que me aprecie y me ayude con su sensatez a ser la dama de Friarsgate. ¡Dios mío! Yo no quiero ocuparme de Friarsgate, Cecily. No quiero volver a vivir en Cumbria nunca más. Deseo quedarme en la corte para siempre. Aquí está el centro del universo. Moriría si me obligaran a regresar. ¡Yo no soy mi madre! -exclamó con dramatismo-. ¿Recuerdas nuestra primera Navidad como damas de honor?

– Claro que sí. La Llamaron la Navidad de las Tres Reinas en honor a Catalina, Margarita y su hermana, María. Hacía años que no se encontraban las tres juntas, fue maravilloso. Cada día había un festejo diferente.

– El cardenal Wolsey tuvo que darle a la reina Margarita doscientas libras para que pudiera comprar sus regalos de Año Nuevo. La pobre quedó casi en la ruina cuando debió huir de Escocia luego de que los lores desacataron el testamento del rey Jacobo y nombraron a Juan Estuardo, duque de Albany, como tutor del niño rey. Margarita no debió volver a casarse, y menos con el conde de Angus.

– Pero estaba enamorada -suspiró Cecily-, además él es muy apuesto.

– Ella lo deseaba con locura -repuso Philippa-. Era la heredera de la fortuna del rey, y resignó todo su poder y su autoridad solo para ser poseída por un hombre más joven. El resto de los condes y lores no querían que los Douglas gobernaran Escocia. Es por eso que eligieron un nuevo regente.

– Pero Juan Estuardo nació en Francia. Creo que nunca pisó suelo escocés antes de asumir la regencia. Y también es el heredero del pequeño rey, así que comprendo perfectamente por qué la reina Margarita estaba tan asustada.

– Sin embargo, tiene fama de ser un hombre íntegro y leal.

– ¡La Noche de Reyes! -evocó Cecily cambiando de tema-. ¿Te acuerdas de aquella primera Noche de Reyes? ¿No fue maravillosa? -Los gratos recuerdos la sumieron en una plácida ensoñación.

– ¡Quién podría olvidarla! El espectáculo se llamaba El jardín de la esperanza y montaron un enorme jardín artificial donde hubo bailes y desfiles de carruajes. Recuerdo cómo la princesita María aplaudía de felicidad.

– ¡Qué triste que no haya más príncipes y princesas! Pese a la fidelidad de nuestra reina, a sus infinitas peregrinaciones a Nuestra Señora de Walsingham y a sus obras de caridad, no logra tener hijos.

– Ya es demasiado vieja -replicó Philippa en voz baja-. La he visto envejecer en los tres años que llevo aquí. Cada día se vuelve más religiosa y se retira más temprano de las fiestas de la corte. Los ojos del rey empezaron a posarse en otras mujeres. ¿No lo has notado?

– Pero Su Majestad nunca dejó de cumplir con sus deberes reales. Ella y el rey han tenido siempre muchos intereses en común. Todavía salen de caza juntos y él la visita en sus aposentos todos los días después del almuerzo.

– Fíjate que siempre acude rodeado de cortesanos -añadió Philippa-. Es raro que la pareja tenga intimidad. ¿Cómo es posible que un hombre engendre un hijo sí nunca está a solas con su esposa? El rey se queja, pero no hace nada para modificar la situación.

– ¡Calla, Philippa!, puede haber alguien escuchando.

– ¿No has notado todavía que el rey empezó a mirar a la señorita Blount? Parece un gato en celo que se relame ante un bello y regordete pichón.

Cecily sonrió con malicia.

– Philippa, eres terrible. Elizabeth Blount es una muchacha encantadora; nunca la vi hacer maldades como Millicent Langholme.

– El rey la llama Bessie cuando cree que nadie lo oye. Lo escuché con mis propios oídos. Observa su rostro cuando ella baile de nuevo con él una de estas noches.

– La nombraron Elizabeth en honor a la madre del rey. La mamá de Bessie era una Peshall y su padre peleó en Bosworth bajo las órdenes de Enrique VII cuando derrotó a Ricardo III. Nació en Shropshire, que está tan al norte como tu odiada Cumbria, ¿no es cierto?

– Pero habrás notado que no vive en Shropshire. Elizabeth es una criatura de la corte, como yo, y, además, tiene excelentes conexiones.

– Y, sobre todo, es muy bella -recalcó Cecily-. Tienes razón: su primo, lord Montjoy, es uno de los favoritos del rey. Y el conde de Suffolk y Francis Bryan también se sienten atraídos por ella. ¿La has oído cantar? Tiene una voz preciosa.

– Quisiera ser como ella -suspiró Philippa con melancolía-. Siempre atrae todas las miradas.

– Especialmente la del rey. ¿Qué pasaría si Su Majestad decide…? Tú sabes… ¿Su vida no quedaría arruinada para siempre? Quiero decir que nadie se casaría con una joven que fue…

– Una dama no puede rechazar al rey -sentenció la joven-. Y los monarcas se preocupan por sus amantes. Al menos así lo hizo el rey Jacobo. ¿Piensas que el buen Enrique no cuidaría de las suyas? Si no lo hiciera, su conducta sería indigna de un caballero, y nuestro rey es el hombre más honorable de toda la cristiandad. Recuerda el último verano, cuando la fiebre asoló a Inglaterra y el rey trasladó a toda la corte de Londres a Richmond y luego a Greenwich hasta que, finalmente, la epidemia remitió. Se preocupa mucho por su pueblo. Es un gran rey. -De pronto, volvió a invadiría el desánimo y cambió el tema de repente-: ¿La gente habla de mí y del desplante de tu hermano, Ceci? ¿Qué voy a hacer de mi vida? No soy la más codiciada de las jóvenes casaderas por culpa de mis malditas tierras. Seamos sinceras: tu hermano era un gran candidato para mí y se hubiese convertido en un próspero terrateniente.

– Todas las doncellas sienten una gran pena por ti, salvo, por supuesto, Millicent Langholme. Era un excelente matrimonio. Pero ahora, Millicent no hará más que jactarse de su novio, sir Walter Lumley, y sus propiedades en Kent. Sir Walter está negociando un acuerdo con su padre, ella espera desposarse antes de fin de año.

– Para entonces, tú también estarás casada. Y yo me quedaré sola, sin mi querida confidente. Aunque nos conocimos a los diez años, parece que hubiésemos sido amigas siempre. La mejor época de mi vida ha sido la que pasé en la corte. Jamás me iré de aquí.

– No me casaré hasta el final del verano. Además Tony y yo regresaremos a la corte en Navidad. Maggie Radcliffe, Jane Hawkins y Annie Chambers te harán compañía cuando no esté. Y la desagradable Millicent estará felizmente casada y será la dama de las tierras de sir Walter en Kent.

De pronto, una sonrisa maligna se dibujó en los labios de Philippa.

– Millicent podrá tener a sir Walter, pero sólo después de que yo haya terminado con él. Ahora que tu hermano me despreció, soy libre como un pájaro.

Cecily abrió grandes sus ojos grises.

– ¡Philippa! ¿Qué estás planeando? Recuerda que debes cuidar tu reputación si quieres conseguir marido. No puedes darte el lujo de actuar de manera precipitada ni de hacer tonterías.

– No te inquietes. Solo me divertiré un poco. Hasta hoy he sido la más casta de las doncellas de la reina, porque le debía toda mi lealtad a Giles. Ahora no tengo que preocuparme por tu hermano ni por nadie. El rey coquetea con la señorita Blount, de modo que sus otros admiradores pasarán a un segundo plano, y aprovecharé el espacio que Elizabeth ha dejado vacante. ¿Por qué no? Yo soy más bonita. He heredado de mi padre gales el maravilloso don del canto que solo he usado en la misa. Además, sé bailar con gracia y elegancia. Tarde o temprano mamá me encontrará un esposo. Como seguro será un caballero del norte, no volveré a pisar la corte nunca más -suspiró con tristeza-. Antes de que la vida matrimonial me ate y me encierre para siempre, pienso divertirme a lo grande, querida amiga.

– ¿Pero te parece bien flirtear con sir Walter Lumley?

– ¿Por qué no? -rió-. No lo haré solo por mí, sino por todas las doncellas que tuvieron que soportar la venenosa lengua de Millicent Langholme y sus viles comentarios durante tres años. Me convertiré en la heroína de las damas de honor de la reina.

– ¿Y si sir Walter decide casarse contigo y no con Millicent? ¿No será lo que en verdad deseas?

– ¡No! Sir Walter jamás se casaría con una mujer como yo, ni en un ataque de lujuria. Como Millicent, es una persona que vive pendiente de su posición en la corte. Jugaré con él sólo para enfurecer y frustrar a su futura prometida. Incluso, tal vez deje que me bese, aunque antes debo asegurarme de que ella se entere, por supuesto. Y después lo abandonaré como si nada y coquetearé con otro caballero. Sir Walter quedará como un idiota y estará muy contento de tener una novia como Millicent Langholme. En realidad, esa arpía debería agradecerme.

– Dudo que ella lo vea de esa manera.

– Tal vez no.

– Jamás imaginé que pudieras ser tan malvada. -Yo tampoco -dijo Philippa con picardía-. La verdad es que me gusta.

– Pero debes ser muy cuidadosa, no sea que la reina descubra tus travesuras -dijo Cecily, mirando a su alrededor por si alguien las escuchaba, algo muy improbable, pues se hallaban en un rincón alejado de la antecámara de la reina.

– No te preocupes. Nadie se dará cuenta. Quizás empiece a flirtear esta misma noche. El rey nos invitó a un día de campo junto al río durante el crepúsculo. Habrá faroles de papel y, antes de que oscurezca, se disputará un torneo de tiro al blanco. Sir Walter es famoso por su puntería, y yo necesitaré de su ayuda para acertar al blanco.

– ¡Pero si eres una excelente arquera!

– Dudo que él lo sepa. Pero si lo sabe, fingiré que algo entró en mi ojo y arruinó mi puntería.

– Si Millicent se da cuenta, se pondrá furiosa.

– Sí -contestó la maliciosa Philippa-, pero no puede hacer nada porque su compromiso todavía no es oficial. Nadie firmó nada. Créeme; si no, ya nos habríamos enterado. Ella no tiene derecho a regañarlo porque todavía no es su futuro marido. ¡Pobre hombre! Si no fuera tan presumido, hasta sentiría pena por él.

– Pero lo es. Me pregunto si lograrás engatusarlo. ¡Tú no eres nadie, Philippa!

– Es cierto, pero era alguien para el hijo del conde de Renfrew antes de que decidiera tomar los hábitos. Eso es más que suficiente para que sir Walter sienta curiosidad y caiga en la tentación.

Cecily sacudió la cabeza.

– Pienso que Giles hizo muy bien en deshacerse de ti -bromeó.

– Todavía me siento herida. Estoy segura de que su vocación religiosa le apareció hace por lo menos un año. Quizá no tuvo la suficiente valentía ni honestidad para enfrentarme y decirme la verdad. Ahora todo es un desastre.

– No te preocupes, todo saldrá bien. Estaba escrito que no eran el uno para el otro. -Luego cambió de tema y dijo-: Unos gitanos están acampando al costado de la ruta de Londres. Vayamos mañana para que nos lean la suerte. A Jane y a Maggie les encantaría venir con nosotras.

– ¡Qué divertido! Sí, vayamos todas.

Por la tarde, los sirvientes colocaron las mesas con manteles blancos a la vera del río; los faroles flameaban en sus postes y la carne de venado ya se estaba asando para la cena. Los blancos para el concurso también estaban en su sitio. Pequeñas canoas esperaban cerca de la costa a los cortesanos dispuestos a disfrutar de una agradable excursión antes del atardecer. Se instaló una pequeña plataforma con varias sillas, donde tocarían los músicos del rey y los invitados bailarían danzas campesinas en el césped.

Era el primer día de junio. Muy pronto, la corte se mudaría a Richmond, y retornaría a Londres a fines del otoño, pues el aire húmedo y cálido de la ciudad se consideraba nocivo para la salud.

En la habitación de las doncellas, Philippa y sus compañeras se acicalaban para la fiesta. Todas las damas de honor de la reina coincidían en que, pese a sus modestos orígenes, Philippa Meredith siempre lucía los trajes más elegantes. La envidiaban, no porque vistiera con gran lujo, sino que siempre estaba a la moda y su refinamiento y buen gusto eran indiscutibles.

– No sé cómo lo hace -refunfuñó Millicent Langholme observando a Philippa mientras su sirvienta la ayudaba a vestirse-. Una muchacha de tan baja alcurnia, que solo posee una finca y unas cuantas ovejas, ¿cómo se las arregla para lucir así?

– Estás celosa, Millicent -dijo Anne Chambers-. Es cierto que su padre, sir Owein Meredith, era un humilde caballero, pero fue un hombre que siempre defendió a Enrique VIII y al padre del rey, mostrando una lealtad inquebrantable a la Casa Tudor. Sir Meredith era gales y cuentan que desde su infancia estuvo al servicio de la familia real.

– Pero su madre es una campesina -insistió Millicent.

Anne rió.

– Su madre es dueña de grandes territorios. No es ninguna campesina. Dicen que hace muchos años le hizo un gran favor a la reina, sacrificando incluso sus propios intereses. La dama de Friarsgate pasó parte de su juventud en compañía de las reinas Margarita y Catalina, quienes la consideraban una gran amiga. Nunca lo olvides, querida. No conozco a nadie que no quiera a Philippa o la critique, excepto tú. Ten cuidado con lo que haces, podrías caer en desgracia. A la reina no le gusta rodearse de gente maligna.

– De todas formas, pronto me iré de la corte -contestó Millicent malhumorada.

– ¿Ya se han fijado los términos del acuerdo matrimonial?

– Bueno, casi. Todavía hay unos pocos e insignificantes detalles que mi padre desea aclarar antes de firmar los contratos correspondientes. -Se cepilló con lentitud su cabello de color rubio platinado-. No conozco esos detalles.

– Yo sí -intervino Jane Hawkins-. Oí que sir Walter quiere más oro del que se incluye en tu dote y que tu padre tuvo que pedir prestado. Obviamente, está tan ansioso por deshacerse de ti como para endeudarse de esa manera, Millicent.

– ¿Es todo? -dijo Anne Chambers-. A mí me había llegado el rumor de que sir Walter tenía varios hijos ilegítimos. Dicen que uno de ellos es nieto de un mercader de Londres, quien, en compensación por la deshonra de su hija, reclamó a sir Walter una elevada pensión, sustento para el nieto e, incluso, le exigió que le diera su apellido al niño.

– ¡Eso es una mentira infame! -gritó Millicent-. Sir Walter es un hombre honorable y virtuoso. Jamás mira a otra joven ahora que está comprometido conmigo. Las mujeres que conoció en su juventud son unas sucias y deshonestas prostitutas, que no merecen más de lo que tienen. Anne, no te atrevas a repetir semejante calumnia o me quejaré con Su Majestad.

Anne y Jane se retiraron de la habitación muertas de risa. Conocían a la perfección los planes de Philippa y la reputación de sir Walter, un caballero pretencioso y célebre por su lascivia. Ahora Millicent lo vigilaría muy de cerca, y cuando su pretendiente sucumbiera a los irresistibles encantos de Philippa, la pobre no podría hacer nada, salvo enfurecerse. Hasta ese día, ninguna amiga de Philippa la imaginaba capaz de semejante conducta. Pero la joven se transformaba, segundo a segundo, frente a ellas, a causa de su dolor. Además, todas las muchachas estaban muy contentas de que Millicent recibiera por fin un merecido castigo.

Philippa se había vestido con esmero para la velada. Disponía de un enorme guardarropa en la casa de lord Cambridge. Sus compañeras, en cambio, tenían que contentarse con un espacio mínimo para sus pertenencias y, además, debían empacarlas rápidamente cada vez que la reina Catalina se mudaba. Philippa compartía esos lujos con sus amigas: Cecily, Maggie Radcliffe, Jane Hawkins y Anne Chambers, y enviaba a Lucy, su propia doncella, a buscar las prendas que cualquiera de ellas necesitara.

Para la ocasión eligió un vestido de brocado de seda color durazno. Tenía un amplio escote cuadrado con una guarda bordada en hilos de oro y falda acampanada. Las mangas ajustaban su delicado hombro y se ensanchaban hasta llegar a la muñeca adornada con puños de volados. De la cintura pendía un largo cordón dorado que sostenía una carterita de brocado de seda. Llevaba una pequeña cofia al estilo Tudor, orlada de perlas, con un velo del que se asomaba su larga cabellera caoba. Adornaba su cuello una fina cadena de oro con un colgante diseñado a partir de un broche de diamantes y esmeraldas que la abuela del rey le había regalado cuando nació.

– No veo nada que cubra tu escote -le advirtió Cecily.

– No -dijo Philippa con una sonrisa desafiante-. ¿Y qué?

– Que tus senos se ven demasiado -continuó Cecily nerviosa.

– Debo llevar un buen cebo si salgo de cacería -respondió Philippa con desenfado.

– Por favor, Philippa, no olvides tu reputación. Entiendo que Giles haya herido tus sentimientos, pero no arruines tu buen nombre y honor por su causa. Ningún hombre se merece que una mujer pierda la honra.

– Francamente, no creo que a Giles le interese nada de lo que me suceda. Nunca me amó. Jamás podré perdonarle su egoísmo. Si le importa más la Iglesia que desposarse conmigo, muy bien, que sea sacerdote entonces. Mantuve mi castidad para casarme con él. Sabes muy bien que jamás permití que un joven me besara, a diferencia de muchas de nuestras compañeras. ¡Hasta tú lo hiciste, Cecily! Pronto mi madre me encontrará un rico terrateniente inglés o mi padrastro me presentará al hijo de alguno de sus amigos escoceses; entonces, me casaré y no me divertiré nunca más. Lo peor de todo es que tendré que abandonar la corte para siempre. Así que, ¿qué tiene de malo que haga algunas travesuras mientras soy libre? El terrateniente inglés o el lord escocés jamás se enterarán. Además, conservaré mi virginidad para mi futuro marido.

– Es verdad, hasta ahora te has comportado mucho mejor que todas nosotras. Y ahora que los favoritos del rey han caído en desgracia gracias al cardenal Wolsey, no parece tan arriesgado que juguetees con algunos jóvenes de la corte.

– Empezando por el presumido sir Walter de Millicent. Ya le sacaré a esa arpía las ganas de hablar a mis espaldas. Lo más gracioso es que aunque esté furiosa con sir Walter, igual tendrá que casarse con él porque lo que más desea en el mundo es el prestigio que obtendrá con ese matrimonio.

– Pobre sir Walter -dijo la bondadosa Cecily-. Desposará a una bruja.

– No siento la menor pena por él. Está muy ocupado con las negociaciones de su alianza, pero ya verás cómo, pese a todo, sucumbirá a mis encantos. Para mí, sir Walter no es un hombre honorable. Él y Millicent son tal para cual. Les deseo toda la infelicidad del mundo.

– ¿No sientes piedad?

– No. Un hombre sin honor no vale nada. Dicen que mi padre era un caballero noble y gentil. También lo son mi tío lord Cambridge y mi padrastro Logan Hepburn. Y no me casaré con ningún hombre que no lo sea.

– Te has vuelto muy severa. -No. Siempre he sido así.

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