III UN HOMBRE DEL 98

En 1898 España llevaba ya muchos años empantanada, en el sentido metafórico y literal de la palabra, en una guerra contra los insurgentes que luchaban por la independencia de Cuba, cuando el acorazado Maine de la marina de los Estados Unidos, enviado allí para proteger las vidas y los intereses económicos de la colonia norteamericana en la isla, estalló por causas que todavía hoy siguen envueltas en el misterio. Pero fueran cuales fuesen las causas del siniestro, el gobierno de los Estados Unidos atribuyó el incidente a una mina española, lo consideró un acto de agresión y aprovechó el pretexto para declarar la guerra a España. La guerra duró poco: en un combate naval en las Filipinas la flota norteamericana acabó impunemente con la flota española del Pacífico; en otro, librado frente a la bahía de Santiago y presidido igualmente por la mezcla de inferioridad técnica y el desatino que en la Historia de España suele recibir el nombre de heroísmo, con la flota del Atlántico. Por parte de los Estados Unidos, aquélla era su aparición en la escena mundial como potencia de primera magnitud. Para España, la despedida. Un imperio colosal, que había durado cuatro siglos, se desmoronaba con ruido pero sin esplendor, entre polvo y miseria.

En realidad, la pérdida de las últimas colonias de ultramar sólo era la culminación del inexorable proceso de desintegración del vasto imperio español, el final de un proceso sangriento, que debería haber producido en España más alivio que tristeza. Pero en aquella época, en la que el patriotismo era una pieza más importante de lo que es hoy en el engranaje emocional de los españoles, el llamado “desastre” del 98 afectó a la población en tanto que símbolo del ocaso definitivo de la antigua gloria.

Hoy, acostumbrados a ser ciudadanos de un país de segunda fila y con una noción distinta de las excelencias del colonialismo, tendemos a mirar con escepticismo la frustración de nuestros antepasados. Pero entonces no sólo debía de pesar en el ánimo colectivo la humillación, el temor al descalabro económico y la sensación de incompetencia y desgobierno, sino también otro factor. Vista desde el otro lado del océano, Cuba había dejado de ser en rigor una colonia para convertirse en una parte inseparable de la identidad colectiva. Muchas familias, a todos los niveles sociales, tenían con Cuba vínculos de parentesco: en casi todas las biografías y memorias de la España contemporánea aparece la figura de la abuela cubana o del abuelo que fue a Cuba y regresó cargado de una crónica personal exótica y probablemente falsa. El indiano, con su bagaje de exuberancia y nostalgia, es una figura relevante en el desarrollo urbanístico, arquitectónico y sentimental de muchas poblaciones costeras y algunas del interior. En este sentido, la pérdida de Cuba fue una terrible amputación de la que el país salió mermado, dolorido, indignado y con un sentido crítico especialmente agudo.


Pocos autores aceptan hoy la existencia de la llamada generación del 98, bautizada con este nombre por Azorín en 1913. El que la cultura oficial del franquismo la hubiera manipulado a su conveniencia produjo primero la revisión del concepto y luego su rechazo. Sin embargo, el concepto, o cuando menos la etiqueta, es tan usual que, a pesar de todo, cuesta desprenderse de ella, no sólo por inercia, sino porque en el fondo ofrece más ventajas que inconvenientes a la hora de determinar o incluso investigar ciertas actitudes. Por consiguiente, sin ánimo de entrar en una polémica que desborda los límites y la intención de este escrito, creo que sí puede hablarse de una generación del 98, al menos en el sentido temporal del término. La integraban intelectuales y artistas que iniciaron su andadura a finales del siglo XIX y bajo el influjo de acontecimientos históricos decisivos para la Historia de España y, sobre todo, para la concepción de la Historia de España. Estos individuos se formaron a la sombra de la crisis, y su pensamiento y su obra estuvieron influidos en buena medida por ella a lo largo de toda su vida. Esto no es decir gran cosa, en primer lugar, porque todo el mundo es hijo de su tiempo, y, en segundo lugar, porque la actitud de sus integrantes con respecto a la situación fue muy diversa, en ocasiones incluso antitética. En este sentido, realmente, no puede hablarse en rigor de una generación, ni mucho menos de un grupo. Pero también es cierto que todos participaron de la preocupación común por los avatares del país, que todos, en mayor o menor medida, se pronunciaron al respecto, y que la personalidad y la obra de cada uno influyó de un modo próximo en la de los demás. No es fácil saber si Baroja se consideraba a sí mismo miembro de esta generación, si siquiera si reconocía la existencia de la generación del 98, a la que en sus memorias definía, con su habitual benignidad, como “un grupo de bohemios cerriles, holgazanes, rebeldes y malhumorados”. Pero no es sólo el momento decisivo del 98 lo que hace que Baroja y otros como él adopten un papel crítico en los asuntos públicos del país. Entre finales del siglo XIX y principios del XX todo el mundo occidental estaba cambiando por diversos factores, el más importante de los cuales era la agitación social. Ya en 1882 se había fundado en España la Unión General de Trabajadores (UGT), de ideología socialista, y poco más tarde, en 1890, se había producido la primera huelga importante en la industria minera de Vizcaya. Pero el gran impacto sobre la sociedad en aquellos años lo tuvo sin duda el anarquismo, partidario de la eliminación radical del Estado, de la Iglesia, de la propiedad privada y del dinero; y también partidario de la acción directa, es decir, del terrorismo. En 1893 un anarquista llamado Santiago Salvador había arrojado una bomba en el Liceo, el teatro de ópera de Barcelona, causando una verdadera carnicería. Durante la década siguiente, menudearon en Europa los atentados contra destacadas personalidades de la vida pública. El presidente de Francia, Carnot, fue asesinado en 1894; Cánovas del Castillo, presidente del gobierno español, en 1897; la emperatriz Elizabeth de Austria, la célebre Sissí, en 1898; el rey Humberto de Italia, en 1900; el presidente McKinley, de los Estados Unidos, en 1901; Canalejas, en 1912. Más afortunado, el rey Alfonso XIII escapó indemne de la bomba que en 1906 le arrojó Mateo Morral, a quien Baroja tal vez había conocido personalmente o tal vez no, pero cuya figura campa por algunas de sus novelas.

Este cúmulo de huelgas, atentados, luchas callejeras entre bandos distintos o entre distintas facciones de un mismo bando y la brutal represión del poder constituido contra unos y otros, no era un telón de fondo idóneo para que los hombres del 98 analizaran con ecuanimidad la situación de España y esbozaran medidas cautelosas conducentes a su regeneración. A este fenómeno perturbador se añadiría al cabo de muy poco la primera guerra mundial y, posteriormente, la crisis de los sistemas democráticos en Europa. Era evidente que existía una crisis en todos los terrenos, pero nada hacía pensar que existiera además una forma de salir de ella. El mundo entero parecía condenado al caos. Baroja no fue una excepción a este desconcierto, que en su caso se vio agudizado por su peculiar idiosincrasia.

Ya he dicho antes que Baroja poseía un bagaje intelectual, unos conocimientos y una formación considerables para su época, sus circunstancias y, en particular, para la España cazurra de aquel tiempo, pero aun así, su formación no era suficiente ni adecuada para hacerse una idea cabal de la situación y ofrecer una interpretación ajustada. Esto no habría sido grave para alguien que se hubiera limitado a escribir novelas convencionales, pero entonces la vida intelectual no estaba tan compartimentada y de un escritor se exigían muchas cosas, o él se las exigía a sí mismo. Por este motivo, Baroja publicó innumerables textos teóricos sobre política, en los periódicos o en forma de ensayo, y en sus novelas y, por supuesto, en sus escritos autobiográficos, menudean los pasajes donde él o sus personajes filosofan, discuten y pontifican. Y, como no podía ser menos, este discurso en Baroja es aún más confuso, incoherente y contradictorio que otros.


Baroja fue un hombre influido por la filosofía. En sus escritos cita a menudo a Kant, a Schopenhauer y a Nietzsche, entre otros varios. Es evidente que tenía un conocimiento directo o indirecto de estos autores, a alguno de los cuales, como a Schopenhauer, había leído atentamente, pero es poco probable que fuera un buen conocedor de sus obras o un experto en filosofía. Ni siquiera es probable que su conocimiento proviniera de la lectura directa de la mayoría de los autores citados. Esta actitud, que en definitiva consiste en hablar de lo que se conoce mal y se entiende a medias o no se entiende, puede parecer frívola. Hoy en día la filosofía ha salido de la vida cotidiana y vive refugiada en círculos académicos, cerrados a todo aquel que no posea una sólida formación, que no sea, en cierto modo, un profesional de la filosofía. En tiempos de Baroja, esto no era así. La filosofía formaba parte de la vida intelectual de las personas, y si bien el andar por las tabernas y tertulias de café no redundaba en un mayor rigor de sus formulaciones, sí hacía que influyera de un modo efectivo en el modo de pensar y actuar de las personas. Por otra parte, Baroja intuyó que la novela moderna no sólo debía despojarse de la retórica literaria al uso, sino que debía incorporar elementos nuevos, que ya no bastaba con contar una historia consistente en la peripecia física o sentimental de los personajes, sino que la novela debía estar cimentada en las ideas y en su confrontación. Dicho de otro modo: al igual que los autores rusos que tanto admiraba, Baroja consideraba que el eje de la novela ya no podía ser una pasión amorosa, una ambición personal o un desliz social, sino el conflicto del hombre moderno en la encrucijada de la realidad y la ética, entre el mundo y la concepción del mundo que el personaje se ha hecho y a la que debe atenerse, por errónea que ésta sea, si no quiere disolverse en la nada. Con toda su aparente llaneza, Baroja había intuido las consecuencias que había de tener para la novela la muerte de Dios anunciada por Nietzsche y encarnada en los personajes de Dostoievski. De resultas de lo dicho, no podemos entender del todo a Baroja sin tener en cuenta estas influencias y sin conocer las fuentes de donde bebió, siquiera a pequeños sorbos.

De todos los filósofos mencionados, Baroja siempre manifestó una especial afinidad con Schopenhauer.


Yo no he tenido una formación filosófica mediana ni seria. He sido un aficionado. No he leído libros de filosofía de una manera ordenada y sistemática. Lo que no he entendido de primera intención, lo he saltado. Los dos libros que he leído bastante bien y han influido profundamente en mí han sido El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, y la Introducción al estudio de la medicina experimental, de Claudio Bernard.


No es fácil saber si fue la lectura de Schopenhauer lo que impulsó a Baroja a abrazar el pesimismo que le acompañó toda su vida o si fue su predisposición al pesimismo lo que le hizo encontrar la formulación puntual de sus convencimientos en los escritos de un hombre que consideraba la existencia humana como una equivocación. Más tarde, a través de un amigo suizo llamado Paúl Schmitz, que le leía fragmentos del epistolario de Nietzsche, cayó bajo su influjo. En algunas de las novelas que escribió Baroja en aquella época aparecen las ideas de este filósofo en boca de los personajes o del propio autor. Del conocimiento superficial de Nietzsche provienen las consabidas nociones de verdad y moral, de instinto y voluntad, del triunfo del fuerte sobre el débil, etcétera. Leyendo los escritos barojianos se tiene la impresión de que estas nociones, en muchos casos, no pasan de simples enunciados vacíos de contenido, aunque no hay duda de que Baroja, más en su ideología personal que en el fondo de sus novelas, vivió deslumbrado por las teorías nietzscheanas, como tantos otros intelectuales europeos de su tiempo. También estas ideas, unidas a su natural misantropía, lo llevaron a despreciar la voluntad popular y, por consiguiente, a expresar su animadversión por el sistema parlamentario, con sus pequeñas y grandes corrupciones, su aparente ineficacia y su clientelismo. Esta animadversión era similar a la que pocos años atrás habían sentido otros intelectuales europeos, como Ibsen o Tolstoi, a los que admiraba justamente. Al igual que éstos, Baroja volcó en su obra toda su capacidad de comprensión y su piedad hacia el prójimo, mientras que en la vida real expresaba odio y desdén por las opiniones y actitudes de los seres humanos. Era la misma visión negativa del sistema democrático que empujó a no pocos intelectuales europeos hacia las soluciones totalitarias de corte fascista que prefiguraba Mussolini, y a otros muchos, hacia la dictadura del proletariado que se afianzaba en Rusia. Baroja no fue una excepción a esta regla, si bien su posición siempre fue ambigua. Detestaba, como ya he dicho, el sistema parlamentario, pero también aborrecía el autoritarismo que percibía en el socialismo extremo. Siempre pensó que si algún día ese socialismo llegaba a triunfar, impondría un Estado aún más opresivo. En cuanto al fascismo, nunca llegó a militar en sus filas, por más que expresara en sus escritos vagas simpatías por aquel sistema. En sus memorias, aparecidas, no lo olvidemos, en la década de los cuarenta, encontramos estas reflexiones:


Mussolini publicó hace años un libro sobre el fascismo en donde no se decían más que vulgaridades y se glorificaban el Estado y la guerra.

Asegura que quiere la libertad del Estado y del individuo dentro del Estado. Todo esto es pura palabrería. Si el Estado tiene libertad absoluta, esta libertad no puede ejercerla más que con relación al individuo y con frecuencia contra el individuo. El individuo aceptará con gusto un Estado que le proteja; pero un Estado que le coarte… ¿cómo lo va a aceptar con gusto? En general, la acción del Estado va contra el individuo.


Se trata, como vemos, de un pensamiento político poco elaborado, incluso algo simplón. Ante las conclusiones a que llega Baroja uno tiende a pensar que Kant, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche son mucho equipaje para un recorrido tan corto. Pero nada nos lleva a dudar de su sinceridad. Sea como sea, si Baroja se hubiera limitado a escribir novelas en vez de empeñarse a lo largo de su vida en explicar prolijamente los fundamentos de sus pensamientos, estos devaneos filosóficos serían un elemento secundario en su obra del que sólo se ocuparían los eruditos. Pero su impenitente locuacidad y las trágicas circunstancias históricas por las que atravesó su generación han dado a esta amalgama de ideas un realce que a menudo prevalece sobre la parte sustancial de la obra barojiana.

CANDIDATO LERROUXISTA

Además de propagar sus teorías políticas verbalmente y por escrito, en 1909, cuando Pío Baroja tenía veintisiete años, hizo una breve incursión en el terreno de la política práctica presentando su candidatura en la demarcación de Fraga por el Partido Liberal que encabezaba Alejandro Lerroux. No es fácil entender los motivos que le impulsaron a ello, y en especial la decisión de hacerlo a la sombra de un personaje de tan dudosa integridad como Lerroux, de quien el propio Baroja diría luego en sus memorias: “Lerroux como hombre de pensamiento es y ha sido mediocre”. Alejandro Lerroux se había iniciado en la política procedente del periodismo al filo del siglo XX y llegó a presidir varios gobiernos de la República, con singular desacierto, al decir de muchos. Tuvo fama de político corrupto y en sus comienzos fue un demagogo exaltado que pescaba en río revuelto, fomentando todo tipo de enfrentamientos sociales. De él se ha dicho también y con cierto fundamento que fue un agente provocador, cuyo objetivo era sembrar la división entre el proletariado, desacreditar los movimientos obreros organizados y amedrentar a los nacionalistas catalanes, conservadores y católicos. Sus arengas contribuyeron a desencadenar en Barcelona la revuelta conocida como la “semana trágica”, aunque tampoco hay que exagerar el papel de Lerroux en unos movimientos populares para los que no faltaban causas reales. Pío Baroja había colaborado en el periódico fundado por Lerroux, El Radical (“un periódico… que se caía de las manos de puro aburrido”), publicando por entregas la novela César o nada. Atraído por las soflamas de Lerroux, que parecían avenirse con sus inclinaciones anarquistas, Baroja aceptó presentar su candidatura a instancias de aquél, que posiblemente se aprovechó de la inconsistencia doctrinal de Baroja para sumar a su causa el nombre de un escritor conocido del gran público. Sea como sea, la campaña electoral de Baroja debió de ser desastrosa, porque en vez de defender sus ideas, criticaba las del prójimo, por lo que los electores decidieron no votarle y abandonó la política tan bruscamente como había entrado en ella. En sus escritos autobiográficos, Baroja apenas menciona este esporádico coqueteo con el turbio mundo de la política real, y cuando lo hace, lo hace en términos despectivos:

Yo siempre me he inhibido de la política, que me ha parecido un juego sucio de compadreo. Si a veces me he asomado a ella, ha sido por curiosidad, como puede uno entrar en una taberna o en un garito. Es posible que fuera así. Como novelista, Baroja siempre procuró conocer de primera mano los ambientes físicos y morales que se proponía describir y es normal que sintiera un vivo interés por el trasfondo de la política en aquellos años turbulentos. También es posible que no guardara un recuerdo placentero de la aventura o que no se sintiera orgulloso de su actuación. Tampoco hay que olvidar que en la década de los cuarenta, cuando Baroja escribió las frases que aquí se citan, no era en modo alguno aconsejable alardear de haber militado en un partido revolucionario y junto a un político como Lerroux, que propugnaba quemar los conventos y violar a las novicias.

ANARQUISTA DE CORAZÓN

En realidad, desde el punto de vista de la ideología política, Baroja picoteó en todo y no fue nada. Únicamente el anarquismo, en un sentido vago, entendido a su manera, no sólo despertó sus simpatías, sino que impregnó su pensamiento y su obra de un modo genuino. No hay duda de que Baroja conocía las doctrinas de Bakunin y de Kropotkin y las ideas de Fanelli y Ravachol, de que conoció personalmente a destacados anarquistas españoles, de que tenía entre los anarquistas españoles numerosos y fervientes lectores, pero su anarquismo era más bien una actitud existencial, más próxima al individualismo a ultranza que a un proyecto social, siquiera utópico. Lo que Baroja veía en el anarquismo era, en el fondo, una sensación íntima de desarraigo del ser humano, una carencia de todo sistema de valores. Los hombres, según Baroja, “son anarquistas, no porque tengan ideas libertarias o rechacen el principio de autoridad, sino porque piensan que, en el mundo hispánico, el individuo se sustrae a ese principio. La acción individual será así tanto la muestra de la libertad como la prueba de la arbitrariedad de esa libertad”. Así, en la extraordinaria trilogía “La lucha por la vida”, el protagonista deriva hacia el anarquismo no tanto por convicción, como de resultas de una vida errante, a caballo entre el proletariado y el hampa, dos categorías que en el horizonte social de Baroja con frecuencia se entremezclan y se confunden, y no por equivocación: el proletariado urbano de la época no sólo estaba separado de la burguesía por un abismo económico, jerárquico y cultural, sino que sus condiciones de trabajo eran tan precarias que a menudo había de procurarse la subsistencia por medios poco honrados. Para el hombre y la mujer que habían de vivir en los lúgubres y malsanos sectores del bajo mundo madrileño, el estar dentro o fuera de la ley a menudo dependía más del azar que de la voluntad. Pero aunque su visión de la injusticia y su compasión por quienes la sufren fueran sinceras, no hay que olvidar que Baroja construía con ellas un mundo literario que sólo puede incidir en el mundo real en la medida en que lo describe mediante la ficción, y por consiguiente, del mismo modo que sería inexacto reconstruir la vida íntima de Baroja al margen de las fantasías que pueblan sus novelas, también sería erróneo buscar una relación directa entre su obra de creación y su pensamiento político. Pío Baroja sólo quiso ser un escritor. Ésta fue su forma de estar en el mundo, y todas las acciones que llevó a cabo fuera de este contorno respondieron a un simple deseo de experimentación, a un error de cálculo, a los imperativos de las circunstancias o a impulsos personales (vanidad, codicia, afán de notoriedad, resentimiento) que pueden ser moralmente reprobables, aunque humanos, pero que no deberían influir en la valoración del escritor.

Por supuesto, su deseo de meter la nariz en todas partes y mantenerse al margen de todos los conflictos no le podía salir bien en un país y una época dominados por la violencia y el fanatismo extremos. Tampoco supo ver que lo que para él eran indagaciones intelectuales rayanas en la extravagancia, que salían de su fantasía para regresar a ella, tenían una influencia honda e irreversible en la vida social del país.

En este sentido, la actitud de crítica destemplada, tanto por parte de Baroja como de la mayoría de los intelectuales de su tiempo, había de resultar nefasta para España, precisamente cuando la democracia incipiente más necesitada estaba de cordura y serenidad. Por una parte es comprensible que a los idealistas del 98, que habían soñado con la regeneración de España, los terribles enfrentamientos civiles les produjeran decepción y desasosiego, que les repugnara la corrupción y el reparto de cargos y prebendas de un sistema de libertades civiles por el que habían luchado tantos años y en el que habían depositado tantas esperanzas.

Pero, por otra parte, y a la vista de los resultados, no se puede por menos de condenar lo que hay en esta actitud de impaciencia, de elitismo y, en definitiva, de irresponsabilidad. Como la mayoría de escritores y artistas, Baroja era hombre de orden. Más allá de su rebelión contra la injusticia, anhelaba la tranquilidad física y espiritual que le permitiera elucubrar y escribir. Cuando se produjo la crisis, no supo afrontarla con la necesaria entereza. Turbado y atemorizado por el espectáculo de la violencia cotidiana, por la pugna cada vez más virulenta entre la derecha y la izquierda, por la intransigencia de unos y otros, y fascinado por confusas teorías darwinianas y nietzcheanas, Baroja, como muchos hombres del 98, formados en una sociedad fuertemente jerarquizada, se dejó atraer por el mito del hombre fuerte que, según imaginaban, sabría estar por encima de los sectarismos y devolver a la sociedad la unidad y la avenencia necesarias. Cuando vieron de qué materia estaban hechos estos presuntos salvadores de la patria, ya era tarde para rectificar. Como no tenía madera de héroe, primero tuvo que huir y más tarde, claudicar y fingir, y aun esta actitud sólo le sirvió para sobrevivir en un estado próximo a la miseria moral. Ante la ruina de lo que había sido su mundo, viejo, enfermo y arruinado, trató si no de congraciarse con los vencedores de la guerra civil, al menos de no indisponerse con ellos y de ganarse el sustento sin claudicar de sus principios. En el bando franquista fue acogido con recelo, pero acabó imponiéndose el criterio de quienes veían en Baroja un colaborador tibio y poco fiable, pero sumamente útil de cara a la opinión pública europea, entre la que gozaba de cierta fama como escritor y hombre de pensamiento libre. A cambio de esta colaboración, le garantizaron su seguridad física y la de su familia y unos medios de subsistencia modestos, pero nada desdeñables en tiempos de hambre y guerra. Obligado a escribir artículos que justificaran la rebelión militar y las formas políticas que propugnaba el nuevo régimen, hizo equilibrios para redactar frases ambiguas que admitieran más de una lectura. Pero los tiempos no estaban para guiños al lector ni para juegos de palabras. Le presionaron para que se comprometiera de un modo más explícito y no quiso o no supo hacerlo. Entonces renunció a todo y regresó primero a Vera y más tarde, acabada la guerra, a Madrid para pasar allí el resto de sus días, apartado de cualquier actividad pública, salvo de los homenajes que regularmente se le hacían. Lo mejor de la inteligencia española había muerto o estaba en el exilio y había que recurrir a viejas glorias en estado de desguace para tener la sensación de que no todo había sido destrozado a cañonazos.

Así sobrevivió Baroja en los años ávidos y oscuros de la posguerra, habiendo abdicado de cualquier atisbo de ideología para defender un ideal ético estrictamente individual, suspendido en una especie de incerteza ética que sólo se justificaba por su senescencia, cada vez más irreal, una figura del pasado, un puente medio roto hacia otros tiempos duros pero más esperanzados, ahora reducidos a escombros. Había sido un león de tertulia y letra impresa y ahora sólo era un viejecito caprichoso, de quien ya no interesaban las opiniones atrabiliarias, sino las curiosidades. No tenía vicios, aunque le gustaba el vino, fumar un cigarrillo de cuando en cuando y tomarse un whisky. Era muy goloso. Escribía todas las mañanas, paseaba por las tardes y leía hasta la madrugada. Le gustaban los gatos. Y seguía publicando un promedio de dos libros al año.

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