Capítulo ciento veintinueve La torre

No, no puedes subir a la torre. Eres demasiado grande. ¡Si fuera la Giralda de Sevilla!

¡Cómo me gustaría que subieras! Desde el balcón del reloj se ven ya las azoteas del pueblo, blancas, con sus monteras de cristales de colores y sus macetas floridas pintadas de añil. Luego, desde el del Sur, que rompió la campana gorda cuando la subieron, se ve el patio del Castillo, y se ve el Diezmo, y se ve, en la marea, el mar. Más arriba, desde las campanas, se ven cuatro pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de Riotinto y la Virgen de la Peña. Después hay que guindar por la barra de hierro y allí le toca rías los pies a Santa Juana, que hirió el rayo, y tu cabeza, saliendo por la puerta del templete. entre los azulejos blancos y azules, que el sol rompe en oro, sería el asombro de los niños que juegan al toro en la plaza de la Iglesia, de donde subiría a ti, agudo y claro, su gritar de júbilo.

¡A cuántos triunfos tienes que renunciar, pobre Platero! ¡Tu vida es tan sencilla como el camino corto del Cementerio viejo!

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