Capítulo noventa y uno Almirante

Tú no lo conociste. Se lo llevaron antes que tú vi nieras. De él aprendí la nobleza. Como ves, la tabla con su nombre sigue sobre el pesebre que fué suyo, en el que están su silla, su bocado y su cabestro.

¡Qué ilusión cuando entró en el corral por vez primera, Platero! Era marismeño y con él venía a mí un cúmulo de fuerza, de vivacidad, de alegría. ¡Qué bonito era! Todas las mañanas, muy temprano, me iba con él ribera abajo y galopaba por las marismas levantando las bandadas de grajos que me rodeaban por los molinos cerrados. Luego subía por la carretera y entraba, en duro y cerrado trote corto, por la calle Nueva.

Una tarde de invierno vino a mi casa monsieur Dupont, el de las bodegas de San Juan, su fusta en la mano. Dejó sobre el velador de la salita unos billetes y se fue con Lauro hacia el corral. Después, ya anochecido, como en un sueño, vi pasar por la ventana a monsieur Dupont con Almirante, enganchado en su charret, calle Nueva arriba, entre la lluvia.

No sé cuántos días tuve el corazón encogido. Hubo que llamar al médico y me dieron bromuro y éter y no sé qué más, hasta que el tiempo, que todo lo borra, me lo quitó del pensamiento, como me quitó a Lord y a la niña también, Platero.

Sí, Platero. ¡Qué buenos amigos hubierais sido Almirante y tú!

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