Prólogo

Mike Llewellyn se apartó los rizos oscuros de los ojos y miró a su alrededor con desesperación. Las montañas donde vivía siempre le habían parecido sus amigas y Dios sabía que necesitaba amigos en ese momento. Los delgados hombros le temblaron y apretó las manos, convirtiéndolas en puños indefensos.

Dieciséis años eran pocos años para tener que enfrentarse a algo así. El doctor había llegado, pero Mike sabía en el fondo de su corazón que era demasiado tarde. Sus palabras se le repetían una y otra vez en la mente.

«Tendrías que haberme llamado antes, niño estúpido. ¿No te das cuenta de que tu madre se está muriendo?»

Sí. Lo sabía, y la acusación era injusta. Había llamado una y otra vez, pero la mujer del doctor no le había servido de gran ayuda.

«Ha salido. Es todo lo que sé. No me preguntes dónde está. No está, punto.»

Después de decenas de llamadas desesperadas, todo el distrito había comenzado a buscar, pero los vecinos sabían lo que estaría haciendo el doctor. Seguro que estaba con una mujer que no era su esposa, y seguro que estaba borracho. El único médico del valle no tenía intención de que lo encontraran.

Finalmente, el doctor había llegado lleno de borracha fanfarronería, diciendo que había tenido la radio encendida todo el tiempo y nadie lo había llamado.

¡Mentiroso!

«¡Es un mentiroso!», le dijo Mike a las montañas y lágrimas de frustración y furia le velaron los ojos.

En ese momento se hizo una promesa silenciosa.

Fue un juramento hecho a las montañas nada más, pero estaba decidido a cumplirlo durante el resto de su vida.

«Seré médico», juró. «Seré el mejor doctor que pueda y volveré aquí a trabajar. Y eso es lo que haré. Ninguna mujer interferirá jamás con mi trabajo. Nadie volverá a morir de esta manera en este sitio, si yo puedo evitarlo, pase lo que pase ahora».

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