PHINN tenía por costumbre buscar el lado bueno de las cosas, pero ya no podía encontrarlo de forma alguna. No había siquiera un reflejo de luz en la oscura nube que se cernía sobre su cabeza y, con expresión ausente, miraba por la ventana de su apartamento sobre los establos, sin fijarse en que Geraldine Walton, la nueva propietaria de la escuela de equitación, siempre elegante incluso en vaqueros y camiseta, ya estaba organizando las actividades del día.
Phinn se había levantado temprano para ver a su vieja yegua, Ruby… pobre Ruby.
Emocionada, se apartó de la ventana mientras recordaba la conversación que había tenido con Kit Peverill el día anterior. Kit era el veterinario de Ruby y se había mostrado tan amable como siempre. Pero, por muy amable que fuera, no podía esconderle la verdad: Ruby estaba tan frágil que no llegaría a final de año.
Phinn sabía que su yegua era muy mayor, pero aun así se había llevado un terrible disgusto porque ya estaban a finales de abril. Y, por supuesto, se negó a aceptar la sugerencia del veterinario de acelerar el proceso.
– No, eso nunca -le había dicho-. No estará sufriendo mucho, ¿verdad? -le preguntó después, angustiada-. Sé que a veces le inyectas algo para el dolor, pero…
– Esa medicina evita que sufra, no te preocupes -le había dicho el hombre.
Y Phinn no había querido saber nada más. Después de despedirse de Kit se había quedado un rato con la yegua, que había sido su mejor amiga desde que su padre la rescató de una granja en la que la maltrataban trece años antes.
Pero, aunque había mucho espacio en la granja Honeysuckle para un caballo, Phinn no podía tener uno como mascota.
Su madre, que era quien ganaba el dinero en casa, se había subido por las paredes al ver a Ruby. Afortunadamente, Ewart Hawkins no pensaba deshacerse de la pobre yegua. Y como había amenazado con denunciarlos si intentaban llevársela, sus propietarios se mantuvieron calladitos.
– Por favor, mamá -recordaba Phinn haberle rogado a su madre. Y Hester Hawkins, mirando sus llorosos ojos azules tan parecidos a los suyos, había dejado escapar un suspiro de derrota.
– Pero tú tendrás que darle de comer, atenderla y cepillarla -le había dicho con expresión severa-. Todos los días.
Ewart, contento de haber ganado esa batalla, le había dado un beso a su mujer mientras Phinn y él intercambiaban un guiño de complicidad.
Entonces tenía diez años y la vida era estupenda. Había nacido en una granja preciosa y tenía los mejores padres del mundo. Su infancia, aparte de los estallidos de su madre cuando Ewart hacía alguna de las suyas, había sido idílica. Aunque muchos años después descubrió que la relación entre sus padres no había sido tan buena como ella pensaba.
Su padre la había adorado desde el primer momento. Debido a las complicaciones del parto, su madre había tenido que permanecer en cama, de modo que fue Ewart quien cuidó de ella durante los primeros meses. Vivían en una de las casitas de la granja y sólo se mudaron a la casa grande cuando sus abuelos murieron. Ewart Hawkins se había enamorado de su hija inmediatamente y, sin el menor interés por la granja, se pasaba las horas con su niña.
Ewart, a pesar de haber recibido instrucciones estrictas de registrar a la niña como Elizabeth Maud, por la madre de Hester, decidió que ese nombre no le gustaba en absoluto. Y cuando volvió del Registro tuvo que dar muchas explicaciones.
– ¿Que le has puesto cómo? -exclamó Hester.
– Cálmate, cariño -su padre intentó tranquilizarla diciendo que con un apellido tan simple como Hawkins lo mejor era que la niña tuviese un nombre original.
– ¡Delphinnium!
– No quería que mi hija se llamase Lizzie Hawkins, de modo que le he puesto Delphinnium, con dos enes -anunció-. Espero que nuestra pequeña Phinn tenga tus preciosos ojos azules, del color de los delphinnium. ¿Sabes que tus ojos se vuelven oscuros como esa planta cuando te enfadas?
– ¡Ewart Hawkins! -había exclamado ella, negándose a dejar que la engatusara.
– Y te he traído un repollo.
«Te he traído un repollo», al contrario de «he comprado un repollo» significaba que lo había «tomado prestado» de alguna granja cercana, naturalmente.
– ¡Ewart Hawkins! -exclamó Hester de nuevo… pero sin poder evitar una sonrisa.
Hester Rainsworth había crecido en una familia muy convencional y trabajadora. Soñador, poco práctico, pianista con talento, ingeniero mecánico sin el menor interés por trabajar y a veces poeta, Ewart Hawkins no podía parecerse menos a ella. Pero se habían enamorado y durante algunos años fueron inmensamente felices.
De modo que, aparte de algunos altibajos, la infancia de Phinn había sido maravillosa. El abuelo Hawkins había sido el arrendatario de la granja que, tras su muerte, pasó a su hijo. Pero después de un año de mal tiempo y peores cosechas, Hester anunció que Ewart podía dedicarse a ser granjero mientras ella buscaba un trabajo que llevase dinero a casa.
Al contrario que su padre, Ewart no tenía el menor interés por la granja y le parecía un sinsentido trabajar día y noche sólo para ver cómo los cultivos se perdían debido al mal tiempo. Además, él prefería hacer otras cosas: enseñar a su hija a dibujar, a pescar, a tocar el piano y a nadar, por ejemplo.
Había una piscina en Broadlands Hall, la casa del propietario de la finca en la que estaba situada la granja Honeysuckle y la vecina granja Yew Tree. Supuestamente no deberían nadar allí, pero a cambio de que su padre fuese a tocar el piano en alguna ocasión para el señor Caldicott, el hombre había decidido hacer la vista gorda.
Y allí fue donde su padre la enseñó a nadar. En la finca había también un riachuelo con truchas donde supuestamente tampoco deberían pescar, pero según su padre eso eran tonterías de modo que pescaban… o más bien Phinn fingía pescar porque, incapaz de matar a un animal, siempre las devolvía al agua. Después de pescar, paraban un momento en la terraza del pub Cat and Drum, donde su padre la dejaba tomando una limonada mientras él charlaba con sus amigos. A veces le daba un traguito de cerveza y, aunque a Phinn le parecía horrible, siempre fingía que le gustaba.
Phinn suspiró recordando al soñador de su padre y preguntándose cuándo se habían torcidos las cosas. ¿Había sido cuando el señor Caldicott decidió vender la finca y las granjas que había en ella? ¿Cuando Tyrell Allardyce apareció en Bishops Thornby decidido a comprarla o…?
No, Phinn sabía que había sido mucho antes de todo eso. Sus ojos azules se oscurecieron al recordar un momento, tal vez seis años antes… ¿fue entonces cuando todo se torció para su familia?
Había vuelto a casa después de montar un rato a Ruby y cuando entró en la cocina encontró a sus padres peleándose amargamente.
Sabiendo que no podía tomar partido por ninguno, estaba a punto de salir de nuevo cuando su madre se volvió hacia ella.
– Esto te concierne, cariño.
– Ah, ya -murmuró ella, preocupada.
– Estamos en la ruina -anunció su madre entonces-. Yo traigo a casa lo que puedo, pero no es suficiente.
Hester trabajaba en Gloucester como asesora legal y Phinn nunca se había preocupado por el dinero hasta aquel momento. Ni siquiera había pensado en ello.
– Yo puedo buscar un trabajo -sugirió.
– Tendrás que hacerlo, cariño, pero para poder trabajar necesitas estudiar algo. Yo había pensado en una escuela de secretariado…
– ¡Eso no le gustará! -exclamó su padre.
– Todos… o casi todos tenemos que hacer cosas que no nos gustan -replicó ella.
La discusión había aumentado de volumen hasta que Hester Hawkins sacó el as que guardaba en la manga:
– O Phinn se pone a estudiar o tendremos que deshacernos de Ruby. Nosotros ya no podemos mantenerla.
– Venderemos algo -insistió Ewart.
– Ya no nos queda nada que vender -le espetó su mujer-. ¿Cuándo vas a crecer de una vez?
Pero ése era el problema: su padre no había crecido nunca porque nunca había visto razón para hacerlo y Phinn estaba de acuerdo. Sus ojos se llenaron de lágrimas entonces. Porque había sido el Peter Pan que vivía en aquel hombre de cincuenta y cuatro años lo que había provocado su muerte.
Pero no quería pensar en lo que ocurrió siete meses antes porque ya había llorado más que suficiente.
De modo que intentó recordar momentos más felices. Aunque no le gustaba estar lejos de la granja durante tantas horas mientras iba a la escuela de secretariado, se había aplicado mucho y después, más por el salario que por interés personal, había buscado trabajo en una empresa de contabilidad. Aunque su madre tenía que llevarla en el coche a Gloucester cada día.
Por las tardes volvía a casa en cuanto le era posible para ver a su querida Ruby. Su padre le había enseñado a conducir y cuando su madre empezó a hacer horas extras en el despacho fue él quien sugirió que comprase un coche.
Hester estuvo de acuerdo, pero insistió en que ella se encargaría de comprarlo. No quería que su hija acabase conduciendo algún viejo cacharro que Ewart hubiese encontrado en cualquier parte.
Phinn tenía la impresión de que su abuela materna había puesto el dinero para el coche. Y seguramente, pensó entonces, sus abuelos los habrían ayudado muchas veces cuando ella era pequeña.
Pero todo eso había terminado unos meses antes, cuando su madre anunció que se iba de casa porque había conocido a otra persona.
– ¿Quieres decir… a otro hombre?
– Sí, se llama Clive.
– ¿Pero… y papá?
– Ya lo he hablado con tu padre, cielo. Las cosas… en fin, hace tiempo que no van bien entre nosotros. Pediremos el divorcio en cuanto sea posible.
¡El divorcio! Phinn sabía que su madre cada día se impacientaba más con su padre, pero el divorcio…
– Pero, mamá…
– No voy a cambiar de opinión, Phinn -la interrumpió ella-. Lo he intentado… no sabes cuántas veces lo he intentado, pero estoy cansada de luchar tanto… -Hester se detuvo al ver un gesto de protesta en el rostro de su hija-. No, no voy a decir nada malo de él, no te preocupes. Sé que lo adoras, pero intenta entenderme, hija. Estoy cansada y he decidido empezar de nuevo, rehacer mi vida.
– Y ese Clive… ¿vas a rehacer tu vida con él?
– Sí, cariño. Algún día nos casaremos, aunque no tengo ninguna prisa por hacerlo.
– ¿Entonces sólo quieres… ser libre?
– Eso es. Tú ahora trabajas y tienes tu dinero, aunque sin duda tu padre querrá que lo compartas con él, y yo… -Hester la miró, dubitativa- he encontrado un apartamento en Gloucester. Voy a dejar a tu padre, cariño, no a ti. Tú puedes venir a verme o a estar conmigo cuando quieras.
Dejar a su padre era algo que a Phinn jamás se le hubiera ocurrido. Su casa estaba allí, en la granja, con él y con Ruby.
Fue entonces, pensó, cuando todo empezó a ir cuesta abajo.
Primero, Ruby se puso enferma. Aunque su padre se había portado maravillosamente cuidando de la yegua hasta que ella volvía de la oficina. Las facturas del veterinario empezaron a aumentar, pero el viejo señor Duke le había dicho que las pagasen cuando pudieran.
Pero desde que su madre se fue los días eran interminables. Phinn no tenía ni idea del trabajo que Hester había tenido que hacer cuando vivía en casa. Ella siempre había ayudado, pero estando sola tenía la impresión de que se pasaba el día recogiendo detrás de su padre.
En ese tiempo Phinn había conocido a Clive Gillam y, aunque estaba convencida de que no iba a gustarle, en realidad le había caído bien. Y un par de años después, con la aprobación de su padre, había ido a la boda.
¿Quieres irte a vivir con ellos? -le había preguntado Ewart cuando volvió.
– No, en absoluto -contestó ella.
– ¿Te apetece una cerveza? -había sonreído su padre entonces.
– No, gracias. Voy a ver cómo está Ruby.
Fue como si el matrimonio de su madre hubiera sido la señal para que todo cambiase. El señor Caldicott, el propietario de la finca y las granjas, había decidido venderlo todo y marcharse a un clima más cálido.
Y los hermanos Allardyce habían aparecido entonces en el pueblo para echar un vistazo. Todo sin que Phinn se diera cuenta. La granja Honeysuckle y la granja Yew Tree tenían ahora un nuevo propietario… y al pueblo llegó un ejército de arquitectos y constructores que empezaron a trabajar en la vieja mansión del señor Caldicott, Broadlands Hall, para reparar las antiguas cañerías, la calefacción y, en general, modernizar el interior.
Phinn había visto a los hermanos un día, cuando estaba descansando a Ruby detrás de unos setos. El más alto de los dos, un hombre de pelo oscuro, tenía que ser el Tyrell Allardyce del que tanto había oído hablar. Tenía tal aire de seguridad que no podía ser otro más que el dueño.
– ¿No te das cuenta, Ash…? -estaba diciendo mientras pasaba a su lado.
Ash también era alto, pero sin el aire de autoridad que exudaba su hermano.
Por lo que su padre le había contado, y por los rumores que corrían por el pueblo, Ty Allardyce era un financiero multimillonario que vivía en Londres y viajaba por todo el mundo. Él, decían los cotilleos, viviría en Broadlands Hall sólo cuando pudiese escapar de Londres mientras Ashley se quedaría en la casa para supervisar los trabajos y, en general, encargarse de la finca.
– Parece que vamos a ser «supervisados» -bromeó un día su padre.
La gente del pueblo decía que la señora Starkey, el ama de llaves del señor Caldicott, se quedaría en la casa para atender a Ashley. Por lo visto, Ashley Allardyce había sufrido un colapso nervioso y Ty había comprado Broadlands Hall para que su hermano se recuperase.
Pero seguramente serían cotilleos absurdos. La finca, con todas sus propiedades, debía valer millones. Y si Ashley de verdad había estado enfermo había clínicas y hospitales en Londres donde podrían tratarlo por menos dinero.
Aunque, aparentemente, el más joven de los hermanos Allardyce estaba viviendo en la casa. De modo que quizá la señora Starkey, a quien Phinn conocía de toda la vida, estaba atendiéndolo de verdad.
Todo había cambiado desde el año anterior. Para empezar, el viejo señor Duke, el veterinario, había decidido jubilarse. Era un alivio haberle pagado por fin todo lo que le debían, pero le preocupaba cómo irían las cosas con el nuevo veterinario. El señor Duke nunca había tenido prisa por cobrar y Ruby, que debía tener unos diez años cuando su padre la encontró, era ahora una anciana y no pasaba un mes sin que necesitase un tratamiento u otro.
Sin embargo, Kit Peverill, un hombre alto de unos treinta años y poco pelo, había resultado ser tan afable como su predecesor. Y afortunadamente sólo había tenido que llamarlo un par de veces.
Pero los problemas empezaron a llegar poco después. Phinn había encontrado una carta que su padre había dejado tirada sobre la mesa, como si no tuviera importancia. Era un aviso oficial para que pagasen los meses de alquiler que debían. De no hacerlo, el nuevo propietario de la finca iniciaría un procedimiento legal.
Atónita, porque no sabía que su padre no había pagado el alquiler últimamente, Phinn había ido a buscarlo.
– No hagas caso -le dijo él.
– ¿Cómo que no haga caso?
– No tienes por qué preocuparte -insistió su padre, mientras seguía intentando arreglar una vieja motocicleta.
Sabiendo que no habría formar de hacer que se concentrase en el asunto hasta que hubiera terminado con la moto, Phinn esperó hasta la hora de la cena.
– Estaba pensando ir al Cat a tomar una cerveza.
– Y yo estaba pensando que hablásemos de la carta.
– ¿Sabes una cosa, cariño? Cada día te pareces más a tu madre.
Uno de los dos tenía que ser práctico, pensó ella.
– ¿Qué haríamos si las cosas se pusieran feas y tuviéramos que irnos de aquí, papá? La pobre Ruby…
– No tendremos que irnos -la interrumpió él-. El nuevo propietario intenta asustarnos, nada más.
– Pero la carta es de Ashley Allardyce…
– Puede que la firme él, pero seguro que es cosa de su hermano.
– Tyrell Allardyce -murmuró Phinn.
Curiosamente, mientras Ashley Allardyce era una vaga imagen en su cabeza, recordaba perfectamente los rasgos de Tyrell.
– Así es como se hacen las cosas en Londres -siguió su padre-. Necesitan tener el papeleo bien documentado en caso de que fuéramos a los tribunales, pero no llegará a eso. Los Hawkins llevamos muchos años en la granja Honeysuckle y nadie nos va a echar de aquí, te lo prometo.
Lamentablemente, aquélla no había sido la primera carta que recibían porque la siguiente era de un bufete de abogados de Londres dándoles el mes de septiembre como plazo máximo para el desahucio. Y Phinn, que ya odiaba un poco a Tyrell Allardyce, empezó a detestarlo de verdad. El señor Caldicott nunca hubiera hecho algo así.
Pero, de nuevo, su padre no parecía preocupado en absoluto y mientras Phinn se consumía de angustia esperando que los alguaciles del Ayuntamiento llegasen en cualquier momento para desahuciarlos, Ewart no parecía tener una sola preocupación en el mundo.
Y cuando llegó el mes de septiembre, Phinn se encontró con otra preocupación más importante: Ruby se había puesto seriamente enferma.
Kit Peverill, que había ido a verla a mitad de la noche, le dijo que no sabía si saldría adelante y Phinn, olvidándose del trabajo, se había quedado con ella, cuidándola y vigilándola a todas horas… hasta que su querida yegua se recuperó.
Pero cuando volvió a la oficina y le contó a su jefe que había faltado al trabajo porque su yegua estaba muy enferma, la seca respuesta fue que las cosas no iban bien y estaban pensando recortar personal.
– No hace falta que te vayas inmediatamente. Tienes un mes para encontrar otro trabajo.
Pero Phinn no pudo trabajar el mes entero porque un par de semanas después todo su mundo se derrumbó cuando su padre, intentando demostrar a unos amigos lo que una vieja moto podía hacer por esos caminos de tierra, sufrió un accidente.
Había muerto antes de que Phinn llegase al hospital. Su madre acudió a su lado de inmediato y había sido ella, tan práctica como siempre, quien se había encargado del funeral.
Destrozada por la pérdida de su padre, tener que cuidar de Ruby era lo único que la consolaba un poco. Y Ruby, como si lo supiera, acariciaba suavemente su cuello con el hocico.
Ewart Hawkins había sido una persona querida en la zona, pero cuando llegó el día del funeral Phinn se quedó sorprendida al ver que tenía tantos amigos. Y parientes. Tíos y tías de los que había oído hablar pero a los que apenas había visto nunca acudieron para presentar sus respetos. Incluso Leanne, una prima lejana, había ido con sus padres.
Leanne era una chica alta, guapa… y con unos ojos que parecían ponerle precio a todo. Como las antigüedades de la familia habían sido vendidas una tras otra después de la marcha de Hester había poco en la granja Honeysuckle que tuviese algún valor y, sin embargo, Leanne se mostró amable con ella.
Amable, esto es, hasta que Ashley Allardyce apareció en el funeral. Phinn, a pesar de las pocas ganas que tenía de saludarlo, le dio las gracias por acudir. Pero Leanne, al notar el corte caro de la ropa que llevaba aquel hombre alto y rubio, inmediatamente se sintió atraída por él.
– ¿Quién es? -le preguntó.
– Ashley Allardyce -contestó Phinn.
– ¿Vive por aquí?
– En Broadlands Hall.
– ¿Esa mansión enorme rodeada de acres de terreno por la que hemos pasado para llegar aquí?
– Esa misma.
Un segundo después, Leanne había invitado a Ashley a tomar algo en la granja. Y, aunque Phinn hubiera querido negarse, una mirada a su expresión le dijo que sería imposible. ¡Ashley Allardyce estaba cautivado por su prima!
Sumida en el dolor, los días habían pasado después de eso sin que Phinn se diera cuenta. Su madre quería que fuera a vivir a Gloucester con ella, pero la idea le resultaba insoportable. Además, estaba Ruby.
Phinn se alegraba de tener a alguien a quien cuidar. Y también se alegraba de que su prima fuese a menudo a visitarla. De hecho, había visto más a su prima en esos meses que en toda su vida.
Leanne iba a la granja, o eso decía, para que no estuviera sola. Pero en realidad iba a pasar el rato con Ashley Allardyce, que estaba claramente loco por ella. Tanto que cuando su prima decidió pasar las navidades esquiando en Suiza, Ash decidió apuntarse.
Y, afortunadamente, el desahucio nunca se había llevado a cabo.
Como, sin trabajo, Phinn ya no necesitaba el coche decidió venderlo para pagar el alquiler atrasado. Además, prefería no arriesgarse a que Ashley hablase con Leanne sobre su situación financiera. No quería que nadie de la familia supiera que su padre había muerto debiendo dinero. De modo que vendió el coche y le envió un cheque al abogado de los Allardyce.
Pero después de pagar todas las facturas, incluidas las del veterinario, apenas le quedaba dinero, de modo que necesitaba un trabajo. Sin embargo, Ruby no estaba lo bastante bien como para dejarla sola…
Durante su última visita, Leanne le había contado que Ashley estaba a punto de pedir su mano y esa misma tarde había llamado desde Broadlands Hall para decir que no la esperase despierta porque iba a dormir allí.
Pero, a la mañana siguiente, su prima apareció en la granja y detuvo el coche frente al establo con un seco frenazo. Y Phinn tuvo que enfrentarse con una mujer furiosa que exigía saber por qué no le había contado que Broadlands Hall no pertenecía a Ashley Allardyce.
– Pues… no se me ocurrió, la verdad -había contestado, a la defensiva-. Pero sí te dije que Ash tenía un hermano…
– Claro que me lo dijiste. Y Ash también. ¡Pero lo que nadie me dijo es que Ash es el hermano pequeño y no tiene derecho a nada!
– Ah, has conocido a Tyrell Allardyce -suspiró Phinn.
– Pues no, aún no lo conozco. Siempre está viajando de un lado a otro… ha tenido que ser el ama de llaves quien me contase que Ash no es más que el gerente de la finca. ¿Te lo puedes imaginar? Allí estaba yo, tan contenta pensando que en cualquier momento iba a ser la propietaria de Broadlands Hall, y tengo que enterarme por un ama de llaves de que seguramente tendríamos que vivir en una de las casuchas de la finca. ¡Es intolerable!
Phinn dudaba mucho de que la señora Starkey hubiera dicho tal cosa, pero decidió no responder.
– Ven, vamos dentro a tomar un café…
– Sí, voy a entrar, pero sólo para llevarme mis cosas -contestó su prima-. Te aseguro que el pueblo de Bishops Thornby no volverá a verme.
– ¿Y qué pasa con Ash?
– ¿Qué pasa con él? -le espetó Leanne-. Ya le he dicho que yo no estoy hecha para la vida en el campo. Pero si aún no se ha enterado de que me marcho, despídete por mí.
Ash no fue a la granja a buscar a su prima y, poco a poco, todo volvió a la normalidad en la granja Honeysuckle. A excepción de su madre, que la llamaba por teléfono frecuentemente, Phinn no hablaba con nadie más que con Ruby.
Pero sabía que no iba a poder quedarse en la granja mucho más tiempo. Si su padre no había sido capaz de sacarla adelante con la experiencia que tenía, tampoco podría hacerlo ella. Y aunque el hombre al que su prima había dejado plantado empezaba a caerle bien, Ashley seguramente estaría deseando perder de vista a cualquiera que llevase el apellido Hawkins.
Phinn no quería que la echase de allí y no dejaba de preguntarse qué podía hacer y dónde podía ir. Aunque, de no ser por Ruby, no le importaría mucho.
Pensando en su yegua, se acercó una mañana a la escuela de equitación que dirigía Peggy Edmonds. Y, al final, resultó que esa visita había sido la solución a sus problemas. Porque Peggy no sólo podía alojar a Ruby sino que le ofreció un trabajo. Bueno, no era mucho, pero sabiendo que Ruby estaría atendida, Phinn hubiese aceptado cualquier cosa.
Peggy tenía un serio problema de artritis y llevaba un año intentando encontrar comprador para lo que ahora eran más unos establos que una escuela de equitación. Pero nadie estaba interesado en hacerle una oferta y algunos días su artritis era tan dolorosa que apenas podía levantarse de la cama. Era entonces cuando Phinn se encargaba de los establos. Peggy no podía pagarle mucho, pero además de tener un sitio para Ruby, había una habitación para ella sobre los establos.
Era una habitación amueblada y no había sitio para los muebles de la granja, de modo que llamó a un viejo amigo de su padre, Mickie Yates, para que se lo llevase todo hasta que las cosas se solucionaran. Le dolió mucho despedirse del piano de su padre, pero no había sitio en la habitación para él.
De modo que a finales de enero, Phinn instaló a Ruby en su nuevo hogar y luego llevó la llave de la granja a Broadlands Hall.
Afortunadamente, Ashley no estaba en casa. Después de cómo lo había tratado su prima, seguramente hubiera sido muy incómodo.
– Sentí mucho lo de tu padre -le dijo la señora Starkey.
– Gracias -murmuró Phinn.
Parecía que las cosas empezaban a solucionarse pero, de repente, cuando estaba tan contenta porque tenía un trabajo y Ruby un establo en el que alojarse, todo se torció de nuevo.
Ruby, seguramente por lo mal que la habían tratado sus anteriores dueños, siempre había sido un animal muy tímido y los otros caballos del establo, más jóvenes y fuertes, la asustaban. Phinn la llevaba a pasear siempre que le era posible, pero tenía que atender su trabajo y no podía hacerlo tan a menudo como hubiese querido.
Entonces, contra todo pronóstico, Peggy encontró una compradora para los establos. Una mujer que quería tomar posesión en cuanto fuera posible, además.
– Hablaré con ella para ver si puedes quedarte -le dijo Peggy al ver su cara de preocupación.
Phinn ya había visto a Geraldine Walton, una mujer de pelo oscuro que se parecía un poco a su prima Leanne. La había visto cuando fue a ver los establos y le había parecido una persona muy seca, de modo que no tenía muchas esperanzas.
Y había hecho bien en no tener esperanzas, descubrió enseguida, porque no sólo no había trabajo para ella sino que tampoco había sitio para Ruby. Geraldine Walton le pidió que se fuera de su habitación y se llevara a Ruby con ella lo antes posible.
Ahora, a mediados de abril, mientras miraba alrededor pensando que tenía que ponerse a hacer las maletas, se fijó en la cámara fotográfica que su madre le había llevado el domingo anterior para que se la devolviera a Ashley Allardyce en nombre de Leanne.
Su madre le había dicho que seguramente Ashley no esperaba recuperarla nunca y sólo estaba usándola como excusa para seguir llamando a Leanne. Pero, por lo visto, su prima no tenía la menor intención de volver a hablar con él.
Sintiéndose culpable porque debía haberle prestado la cámara en el mes de diciembre, Phinn decidió llevársela inmediatamente. Además, así podría dar un paseo con Ruby para alejarla de los otros caballos, pensó.
Esperaba ser recibida de nuevo por el ama de llaves, y después de llamar al timbre, Phinn sonrió al oír pasos.
Pero cuando la puerta se abrió su sonrisa se evaporó de inmediato. Porque no era la señora Starkey quien estaba mirándola y tampoco Ashley Allardyce. Ash era rubio y aquel hombre tenía el pelo negro… y una expresión que no era amable en absoluto.
Era alto, de unos treinta y cinco años, y evidentemente no se alegraba de verla. Phinn sabía muy bien quién era porque curiosamente no había podido olvidar su rostro. Aquel rostro tan atractivo.
Pero su expresión seria no cambió al mirar a la delgada joven de ojos azules y coleta pelirroja que llevaba una cámara en una mano y las riendas de un caballo en la otra.
– ¿Quién es usted? -le espetó, sin ninguna simpatía.
– Soy Phinn Hawkins -contestó ella-. Y venía a…
– ¿Qué hace en mis tierras, Hawkins?
Phinn levantó una ceja, sorprendida.
– ¿Y usted quién es?
– Tyrell Allardyce -contestó él-. ¿Se puede saber qué quiere?
– De usted, nada en absoluto. Lo que quiero es que le devuelva esta cámara a su hermano -replicó Phinn, cada vez más enfadada.
Pero cuando mencionó a su hermano, Tyrell Allardyce la fulminó con la mirada, más enfadado que antes.
– Váyase de aquí -le dijo, con tono amenazador- y no vuelva nunca más.
Su mirada era tan malévola que Phinn tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo.
– Será posible…
Sin decir nada más, le entregó la cámara y se dio la vuelta tirando de las riendas de Ruby. Cuando salió de la finca se había calmado un poco… aunque estaba furiosa consigo misma por no haber tenido valor para decirle cuatro cosas a aquel grosero.
¿Quién creía que era el tal Tyrell Allardyce? Ella siempre había entrado y salido de allí cuando le apetecía. Sí, había zonas por las que no podía pasar, pero había crecido usando la finca Broadlands como todo el pueblo y no estaba dispuesta a dejar de hacerlo.
Lo mejor que Tyrell Allardyce podía hacer pensó, echando humo, sería volver a Londres y dejar a la gente de Bishops Thornby en paz.
¡Acababa de hablar con él por primera vez, pero desde luego esperaba no tener que volver a verlo en toda su vida!