SEIS semanas después, Phinn estaba sentada en la valla del corral mirando a Ruby, que no parecía encontrarse muy bien, y pensando que Broadlands Hall se estaba convirtiendo en su hogar.
La mayoría de las habitaciones habían sido reformadas y redecoradas… salvo la sala de música, en la que a menudo se había sentado con el señor Caldicott mientras su padre tocaba el piano. La puerta sólo se abría cuando Wendy o Valerie, dos chicas del pueblo, iban a limpiar y, aparentemente, el señor Caldicott no se había llevado el piano. Tal vez Ty habría llegado a algún tipo de acuerdo con él.
Phinn acarició el cuello de Ruby, murmurando cosas cariñosas, mientras intentaba decirse a sí misma que no debería acomodarse tanto. En unos meses tendría que irse de allí y buscar algún sitio para las dos.
Pero mientras tanto, qué maravilloso era no tener esa nube negra sobre su cabeza. Aunque su problema inmediato eran las facturas del veterinario. El sueldo del mes anterior había desaparecido y el segundo, que Ty había dejado sobre la mesa de su abuela, se lo debía casi en su totalidad a Kit Peverill.
– No te preocupes -le había dicho Kit, tan amable como siempre-. Puedes pagarme cuando quieras.
También le había dado el pienso especial de Ruby y, para sorpresa de Phinn, Geraldine Walton apareció un día por allí con unas balas de paja. Y después llamó por teléfono para decir que le sobraban algunas más y que quizá Ash querría ir a recogerlas.
Pensando que Ash se animaba cuando tenía algo que hacer, Phinn decidió preguntarle si no le importaba ir a buscarlas.
– ¿Las necesitas?
– No, no, déjalo. No debería haberte preguntado.
Él la miró, contrito.
– Perdona, Phinn, sé que no soy precisamente buena compañía últimamente. Claro que iré a buscarlas. Y, con un poco de suerte, no tendré que ver a la pesada de Geraldine.
Phinn se preguntó si de verdad no le gustaba Geraldine o, a pesar de sí mismo, se sentía atraído hacia ella por su parecido con Leanne.
Phinn le hacía compañía siempre que le era posible, aunque a menudo se daba cuenta de que prefería estar solo. En otras ocasiones paseaba con él por la finca, charlando a veces, permaneciendo callada otras. Y cuando mencionó que le gustaba dibujar, se sentó a la orilla del riachuelo mientras Ash intentaba capturar la belleza del paisaje. Lo cual era un poco doloroso para ella, porque era allí donde su padre la había enseñado a dibujar.
Pero Ash estaba triste a menudo y a veces se preguntaba si su presencia en la casa servía de algo. Lo había comentado con Ty una semana antes.
– Pues claro que sirve de algo -había dicho él-. Aparte de que yo no podría volver a Londres tranquilo si tú no estuvieras aquí, Ash ha mejorado mucho.
– ¿Estás seguro?
– Absolutamente -contestó Ty-. Imagino que te habrás dado cuenta de que últimamente se preocupa más por la finca. El otro día me llamó para contarme que habías estado hablando con un jornalero…
– Sam Turner -dijo Phinn.
– ¿Hay alguien en este pueblo a quien no conozcas? -sonrió Ty.
Por un segundo, Phinn estuvo a punto de decir: «a ti». Afortunadamente, se contuvo a tiempo. Cualquiera diría que tenía interés por conocerlo.
– Crecí aquí, es lógico que conozca a todo el mundo.
– Y has crecido estupendamente, debo decir -murmuró él.
Phinn no sabía muy bien qué había querido decir con eso y se preguntó cómo serían las chicas con las que solía salir. Seguramente altísimas y guapísimas.
Pero ahora, recordando esa conversación, se le ocurrió que Ty iba mucho por Broadlands Hall. Aunque también era cierto que era viernes y no había aparecido por allí en toda la semana.
Sintiendo un cosquilleo en el estómago, se preguntó si Ty iría a la finca ese fin de semana. Tal vez se quedaría hasta el lunes… aunque no lo hacía siempre. Tal vez tenía alguna novia en Londres.
Pero no quería pensar en las posibles novias de Ty Allardyce.
A punto de saltar de la valla para ir a la cocina a buscar una manzana para Ruby, Phinn oyó el ruido de un motor por el camino y enseguida reconoció el jeep de Kit Peverill, a quien había llamado unas horas antes.
La pobre Ruby no las tenía todas consigo cuando la visitaba el veterinario, pero era demasiado educada como para poner objeciones, de modo que se pegaba a Phinn mientras el hombre la examinaba.
– Está mejor -anunció Kit.
– ¿Se ha puesto bien?
– Me temo que ya nunca va a ponerse bien -suspiró el veterinario-. Pero al menos se le ha pasado la infección.
Phinn bajó la mirada para intentar esconder el dolor que le producía la noticia.
– Gracias por todo -murmuró, mientras lo acompañaba al coche.
– Siempre es un placer verte -sonrió Kit. Un comentario que la sorprendió porque nunca le había dicho algo así. En realidad, siempre lo había visto como un hombre tímido, más interesado en los animales que en las personas-. De hecho… -el pobre carraspeó, nervioso- había pensado preguntarte si te apetecía que cenásemos juntos esta noche.
– Pues… -Phinn no sabía qué decir.
– Si no puedes hoy, ¿por qué no me llamas algún día? Sé que no quieres separarte de Ruby, pero podríamos cenar algo en el Kings Arms, en Little Thornby.
Phinn estaba a punto de decir que sí, pero algo la detuvo. Aunque si Ty volvía a Broadlands Hall ese fin de semana no tendría que hacerle compañía a Ash…
– Me lo pensaré -dijo por fin.
Cuando Kit se marchó, Phinn pensó que era hora de atender sus obligaciones y fue a buscar a Ash. El sonido de alguien golpeando con un martillo la llevó hasta el riachuelo y, para su asombro, se encontró con Ash colocando un cartel que decía: PELIGRO. AGUAS TRAICIONERAS cerca de otro poste del que colgaba un salvavidas de corcho.
– Pensabas que era un inútil, ¿eh? -sonrió al verla.
– Lo que pienso es que eres estupendo -rió ella, que sentía un gran afecto por aquel hombre tan dolido, tan frágil. Si tuviese un hermano, le encantaría que fuese como él.
Ashley sonrió y, por primera vez, Phinn pensó que su presencia allí servía de algo. Tal vez el corazón de Ash estaba empezando a curar por fin.
Después de comer empezó a llover y, aunque a Ruby no le importaba, llovía demasiado como para dejarla en el corral, así que la instaló cómodamente en el establo y subió a su habitación a cambiarse de ropa. Estaba bajando de nuevo cuando sonó el teléfono.
Phinn había visto a la señora Starkey alejándose en su coche quince minutos antes y como Ash no parecía estar por ningún sitio decidió contestar… con cierta esperanza de que no fuera Ty para decir que no iba a pasar por allí el fin de semana.
Fue un alivio escuchar la voz de Geraldine Walton, que le ofrecía más balas de paja.
– Ya no tengo sitio para tanta paja, así que si Ash pudiera pasar por aquí a recogerlas me haría un favor.
– Muchas gracias, Geraldine -sonrió Phinn, sabiendo con total certeza que la razón de esas llamadas era Ash y no ella-. Ash no está por aquí en este momento, pero se lo diré en cuanto lo vea. Y gracias.
Iba a salir a buscarlo, pero no tuvo que hacerlo porque Ash entraba en casa en ese momento.
– ¿No te apetece salir otra vez?
– ¿Necesitas algo?
– A Geraldine Walton le sobran más balas de paja…
No tuvo que decir nada más y Ash no parecía tan reticente como en otras ocasiones.
– Ahora mismo voy.
La casa le parecía más vacía que nunca y, sintiéndose inquieta, estaba a punto de ir al establo para charlar con Ruby cuando vio que la puerta de la sala de música estaba abierta. Wendy o Valerie debían haber olvidado cerrarla.
Estaba a punto de hacerlo, pero vaciló un momento. Aunque ella no tenía el talento musical de su padre, Ewart Hawkins la había enseñado bien.
Pero hacía siglos que no tocaba…
Phinn empujó la puerta y entró en la sala. Las teclas del piano parecían invitarla y, sin pensar, alargó una mano y pulsó una de ellas… y luego otra, recordando lo que su padre solía decir: «venga, cariño, vamos a asesinar a Mozart».
Se le escapó un sollozo al pensar en él, pero se sentó en el taburete y eso fue todo lo que hizo falta.
Estaba un poco oxidada por falta de práctica, pero las notas seguían en su cabeza… las recordaba bien. A su padre le encantaba Mozart y siempre que pensaba en él lo veía tocando alguna pieza suya, recordando su risa. Cuánto echaba de menos esa risa…
No sabía cuánto tiempo había estado allí, «asesinando» el Concierto 23 de Mozart. Y tampoco sabía cuándo los recuerdos de su padre se habían convertido en recuerdos de Ty Allardyce.
Pero cuando llegó al final del adagio notó que había alguien detrás de ella y, sin mirarlo, supo que era él.
– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -exclamó.
– El tiempo suficiente para descubrir que tienes un alma sensible y mucho talento para tocar el piano.
Phinn se levantó abruptamente.
– Hay que afinarlo.
– No sabía que tocases tan bien. Afinado o no, ha sido precioso.
Ty, alto y moreno, se interponía en su camino, como si no quisiera dejarla salir.
– Sí, bueno… pensé que estaba sola -consiguió decir Phinn, emocionada.
Él levantó una mano para tocar su cara.
– ¿Qué es esto? -murmuró. Y luego, con toda ternura, apartó una lágrima con su dedo-. ¿Te trae recuerdos tristes?
– Es que no había vuelto a tocar desde que mi padre murió…
– Ven aquí -Ty la abrazó entonces-. Creo que es hora de que alguien te dé un abrazo.
Y curiosamente, Phinn se dejó abrazar, disfrutando del calor de su torso. Pero no podía ser. Aquello no estaba bien, pensó.
– Has venido a casa en busca de paz y tranquilidad -empezó a decir-. No te preocupes, ya estoy bien.
Ty la soltó y dio un paso atrás, los ojos grises clavados en su cara.
– ¿Si te prometo llamar a alguien para que afine el piano, me prometes tú que volverás a tocarlo cuando te parezca? Ésta es tu casa ahora.
Demasiado emocionada como para decir algo, Phinn salió de la habitación y subió corriendo a su dormitorio. Pero no estaba pensando en su padre sino en Ty Allardyce y en lo complejo que era aquel hombre.
Después de haber intentado echarla de allí en un par de ocasiones, ahora le decía que estaba en su casa… evidentemente, se refería a una casa temporal, claro, pero aun así…
Recordaba el roce de su mano en la cara, el calor de su torso… y quería volver a estar allí, entre sus brazos.
En fin, le gustaba, no le gustaba, lo odiaba, quería verlo… si él era un hombre complejo, ¿qué era ella? Sólo entonces se dio cuenta de lo contenta que estaba de que Ty hubiese vuelto a Broadlands Hall.
De modo que era completamente absurdo seguir en su habitación. ¿Tímida ella? Nunca. Phinn miró su reloj. El reloj de Ty…
¿Qué demonios le hacía aquel hombre?
Nada. Nada en absoluto, se dijo a sí misma.
Sin embargo, aunque había estado rodeada de hombres casi toda su vida, Tyrell Allardyce era diferente a todos ellos. Debía ser por eso por lo que se sentía tan rara con él.
Y, como había vuelto, no había ninguna razón para bajar porque ya no tenía que hacerle compañía a Ash.
Sin embargo, sí fue al establo a ver a Ruby y se quedó un rato con ella. Pero después volvió a su dormitorio y, aunque nunca había pensado mucho en la ropa que llevaba, pasó algún tiempo preguntándose si debía ponerse un vestido para cenar.
Diez minutos después, sin haber tomado una decisión, Phinn pensó que estaba perdiendo la cabeza. Un pantalón y un jersey habían sido más que suficiente durante toda la semana. ¿Por qué demonios quería ponerse un vestido sólo porque Ty estuviera en casa?
A las ocho menos cuarto, con un pantalón y un polo de manga corta, Phinn bajó al salón, donde los dos hermanos estaban charlando.
Ty no mencionó el asunto del piano y ella se lo agradeció.
– ¿Quieres tomar algo?
– No, gracias.
– Entonces lo mejor será que vayamos a ver qué nos ha preparado la señora Starkey.
Lo que les había preparado la señora Starkey era una soberbio suflé de queso y trucha con almendras.
– Phinn me llevó a pescar ayer -comentó Ash-. ¿Has visto el riachuelo que he dibujado? Está medio escondido detrás de Long Meadow.
– ¿Long Meadow?
– Una pradera que hay detrás de la casa -dijo Phinn.
– ¡Deberías ver a Phinn tirando la caña! Ha prometido enseñarme a pescar con mosca.
– ¿Hay algo que no sepas hacer? -rió Ty.
– Muchas cosas. Pero al señor Caldicott le gustaban las truchas…
Ty miró su plato.
– ¿No me digas que las habéis pescado vosotros?
– ¡Las he pescado yo! -exclamó Ash-. Phinn pescó unas cuantas, pero las devolvió al agua. Aunque las que yo pesqué no eran tan grandes…
– Nunca serás un pescador como Dios manda -rió Phinn, sabiendo que todos los pescadores exageraban el tamaño de sus presas. Claro que, evidentemente, la señora Starkey debía haber ido a la pescadería esa mañana.
– ¿Qué más cosas habéis hecho esta semana?
– He paseado mucho -contestó Ash-. He hecho algunos recados para Phinn… y he puesto un cartel de Peligro en esa zona del riachuelo en la que casi me ahogo. Ah, y Phinn dice que soy «estupendo».
Phinn soltó una carcajada, pero cuando miró a Ty le pareció que se había puesto serio de repente. Casi parecía enfadado y no entendía por qué.
Cuando terminaron de cenar se disculpó para ir a ver a Ruby y no esperó a ver si les parecía bien o mal. Estar al lado de Ty la ponía nerviosa y sólo estar con su yegua la calmaba. Y, mientras se calmaba, empezó a entender esa mirada hostil…
Leanne le había roto el corazón a su hermano y Ty, viendo que Ash y ella se llevaban tan bien, debía tener miedo de que le hiciera lo mismo. No había otra explicación.
Bueno, pues no tenía que preocuparse. Ash y ella sólo eran buenos amigos y debería decírselo. Pero antes de que se diera la vuelta vio que Ruby levantaba las orejas y supo que no tendría que ir a buscarlo.
– Quería hablar contigo, Phinn.
Por un momento pensó que iba a pedirle que se fuera de Broadlands Hall pero, incluso asustada, el orgullo hizo que se mostrase a la defensiva.
– ¿Qué he hecho ahora?
– Pero bueno… ¿quién ha dicho que hayas hecho nada?
– Baja la voz, estás asustando a Ruby.
Ty sacudió la cabeza.
– Desde luego, eres increíble -murmuró, sacando algo del bolsillo del pantalón-. Toma, esto es para ti.
Phinn se quedó asombrada al ver que era un reloj. Un reloj precioso, además.
– El que te presté es demasiado grande para una muñeca tan delicada como la tuya.
Cuando Phinn vio que era de una marca muy conocida, y muy lujosa, se puso colorada.
– No puedo aceptarlo… es demasiado caro.
– ¿Cómo que no puedes aceptarlo?
– ¡Es demasiado caro, Ty!
– No seas ridícula.
Eso la enfureció.
– ¡No me llames ridícula! Mi reloj sólo costó unas cuarenta libras y no me quiero ni imaginar lo que te habrá costado éste. Si quieres que te devuelva el tuyo…
– Quédatelo -suspiró Ty-. ¿Te he ofendido, Phinn? No era mi intención.
Y, en ese momento, Phinn supo sin la menor duda que estaba enamorada de él.
– No, no es eso. Es un regalo demasiado caro.
Él la estudió un momento, en silencio, antes de guardar el reloj en el bolsillo.
– Nunca había conocido a nadie como tú.
– Pues entonces debes mezclarte con gente muy dudosa -rió ella-. Bueno, en fin, la verdad es que también yo quería hablar contigo.
– ¿Qué ocurre?
– Pues… -Phinn no sabía cómo empezar la conversación. No era fácil decirle que aquella Hawkins no estaba interesada en Ash Allardyce… ni en ningún otro Allardyce porque tenía otros pretendientes-. ¿Vas a estar aquí mañana?
– ¿Me estás pidiendo una cita?
Phinn levantó los ojos al cielo para disimular su nerviosismo.
– Ya te gustaría. No, no te estoy pidiendo una cita. Kit, el veterinario, me ha preguntado si quiero cenar con él mañana.
– ¿El veterinario ha estado aquí?
– Varias veces. Ruby no se encuentra bien.
– ¿Pero ahora está mejor?
– Todo lo bien que puede estar, la pobre. Y si vas a estar en casa este fin de semana, había pensado que podría salir un rato mañana.
Ty la miraba como si la conversación no le gustase nada.
– Mi querida señorita Hawkins, ¿cómo puede haberlo olvidado?
Ella lo miró, desconcertada.
– ¿Olvidar qué?
– Que no puedes salir con él.
– ¿Por qué no?
– ¿Cómo vas a salir con él cuando, supuestamente, estás conmigo?
Phinn lo miró, perpleja. Pero entonces recordó que Ty no quería que su hermano supiera la verdadera razón de su estancia en Broadlands Hall.
– Ah, claro, de modo que soy tu novia…
– Tú lo has dicho -de repente, con un brillo travieso en los ojos, Ty la tomó entre sus brazos. Y luego, sin la menor prisa, inclinó la cabeza para buscar sus labios. Y, mientras su corazón latía frenéticamente, Phinn se dio cuenta de que no quería separarse nunca de él.
Una discreta tosecilla en la puerta del establo hizo que se apartaran, pero Ty no la soltó mientras se volvían para mirar a Ash.
– Lamento interrumpir -les dijo, aunque no parecía lamentarlo en absoluto-. Ha llamado el veterinario para preguntar si podías salir con él esta noche.
– Ah, gracias -Phinn carraspeó, nerviosa.
– Le he dicho que le devolverías la llamada en cinco minutos.
– Muy bien -murmuró ella-. Voy a llamarlo ahora mismo.
– Iré contigo -se ofreció Ty.
Mientras Ash se alejaba, silbando la canción Love Is in The Air, Phinn rezó para que su hermano no entendiese la broma.
Estaban en el pasillo, a un metro del teléfono, cuando él la tomó del brazo.
– Llama desde aquí y dile que no puedes salir.
– ¿Quién eres tú para decirme con quién tengo que salir? -exclamó ella.
Ty se negaba a soltar su brazo y el asunto quedó solucionado cuando sonó el teléfono. Pero fue él quien contestó.
– Dígame… sí, Phinn está aquí -lo oyó decir antes de que le pasara el teléfono-. Díselo.
Ella lo fulminó con la mirada mientras tomaba el auricular.
– ¿Sí?
– Espero que no te importe que vuelva a llamar -dijo Kit-. ¿Has pensado en la cena?
Phinn se sentía incómoda con Ty a su lado y se giró un poco, tapando el auricular con la mano.
– Veras, Kit, me temo que no voy a poder…
– Bueno, quizá en otra ocasión entonces -respondió el veterinario, sin poder disimular su decepción.
– Es que tu invitación me pilló por sorpresa. Lo cierto es que he empezado a salir con alguien y…
– Ah, ya veo. Lo siento, no lo sabía. Pero en fin… si lo vuestro no saliera bien, llámame.
– Sí, claro -dijo ella, sintiéndose fatal mientras colgaba-. ¿Satisfecho?
– No te enfades conmigo, Phinnie. Ese hombre no significa nada para ti.
– ¿Y tú cómo lo sabes? Podría ser que Kit y yo estuviéramos hechos el uno para el otro.
Ty sacudió la cabeza.
– Te he besado y tú me has devuelto el beso. No me lo habrías devuelto si estuvieras enamorada de ese veterinario.
Phinn se puso colorada hasta la raíz del pelo.
– ¿Cómo sabes tanto sobre las mujeres? -le espetó, sin saber qué decir-. No, déjalo, no me lo cuentes. No quiero saberlo.
Y, después de decir eso, se dio la vuelta para salir del establo.
Pero la verdad era que Ty tenía razón. No le hubiera devuelto un beso a Kit porque no sentía nada por él. Más aún, estando enamorada de Ty Allardyce, la idea de estar en los brazos de otro hombre le resultaba intolerable.
¿Por qué había tenido que enamorarse precisamente de él? Era absurdo. Un hombre como Tyrell Allardyce, millonario y sofisticado, no se enamoraría nunca de una chica de pueblo como ella.
Phinn volvió al establo para charlar con Ruby, sin saber qué hacer con esos recién descubiertos sentimientos. Y había otro problema aún más grave: ¿cómo iba a escondérselo a Ty durante el resto de su estancia en Broadlands Hall?