PRIMERA PARTE

Hay respuesta para todo,

basta con conocer la pregunta.

Paul-Eerik Rummo


Mayo de 1949


¡Por una Estonia libre!


Tengo que intentar escribir cuatro palabras para no volverme loco y caer en la depresión. Esconderé mi libreta aquí debajo del suelo del cuartucho, para que nadie la encuentre, aunque me descubran a mí. Ésta no es vida para un hombre. Una persona necesita a otra, a alguien con quien hablar. Intento hacer abdominales, mover los músculos, pero ya no soy un hombre, sino un cadáver. Un hombre hace las tareas de su casa, pero en mi casa trabaja la mujer, y eso es una vergüenza para el hombre.

Liide no para de insinuárseme. ¿Por qué no me deja en paz? Apesta a cebolla.

¿Por qué tardan tanto los ingleses? ¿Dónde están los americanos? Todo pende de un hilo y ya no hay nada seguro.

¿Dónde están mis chicas, Linda e Ingel? La nostalgia es más fuerte de lo que puedo soportar.


Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia


1992, oeste de Estonia


La mosca siempre gana


Aliide Truu miraba fijamente a la mosca y ésta le devolvía la mirada. Aquellos ojos globulosos le provocaban náuseas. Era una moscarda excepcionalmente grande, ruidosa, ansiosa por poner los huevos. Mientras aguardaba colarse en la cocina, se frotaba las alas y las patas sobre la cortina, como preparándose para comer. Buscaba carne, sólo carne. Las mermeladas y el resto de conservas estaban a salvo, pero la carne no. La puerta de la cocina se hallaba cerrada. La mosca esperaba. Esperaba a que Aliide se cansase de intentar cazarla, saliera de la habitación y abriese la puerta de la cocina. El matamoscas se estrelló contra la cortina, que se agitó, las flores de encaje se arrugaron y los claveles de invierno quedaron a la vista por un momento a través del cristal, pero la mosca escapó y fue a posarse desafiante en la ventana, justo encima de la cabeza de Aliide. ¡Paciencia! Necesitaba calma para mantener la mano firme.

La mosca la había despertado por la mañana al pasearse por las arrugas de su frente como quien deambula despreocupado por la carretera, en un gesto de arrogante provocación. Aliide había apartado la manta y se había levantado deprisa para cerrar la puerta de la cocina, pues a la mosca todavía no se le había ocurrido entrar allí. Era idiota, idiota y malvada.

Sujetó con fuerza el liso y gastado mango de madera del matamoscas y asestó otro golpe. El agrietado cuero batió contra el cristal, haciéndolo temblar, los ganchos tintinearon y, detrás de la tabla de las cortinas, el cordel que las sujetaba pegó una sacudida, pero la mosca se volvió a escapar, burlona. Ya llevaba más de una hora intentando matarla, pero ella salía airosa de cada golpe y ahora volaba cerca del techo con un fuerte zumbido. Era una moscarda asquerosa, crecida en la alcantarilla. La dejó por un momento. Descansaría un poco, después la mataría y más tarde iría a escuchar la radio y preparar conservas. Las frambuesas esperaban, y también los tomates, los jugosos y maduros tomates. Ese año la cosecha había sido excepcionalmente buena.

Enderezó la cortina. El jardín grisáceo y mojado parecía lloriquear, las ramas de los abedules se balanceaban empapadas, las hojas aplastadas por la lluvia y la hierba goteaban. De pronto, vio algo allí abajo, una especie de bulto. Aliide dio un paso atrás, al resguardo de la cortina, para que no la viesen desde el jardín. Se asomó otra vez tras las puntillas y aguantó la respiración. Su mirada esquivó las manchas dejadas en el cristal por la mosca y se centró en el césped, ante el abedul partido por un rayo.

El bulto no se movía y no dejaba adivinar nada salvo su tamaño. Aino, la vecina, aquel verano había divisado un resplandor luminoso sobre aquel mismo abedul mientras iba de camino a casa de Aliide, y no se había atrevido a seguir adelante. Tras volver a su casa, la había telefoneado para preguntarle si todo iba bien, si no era un ovni lo que había en su jardín. Aliide no había notado nada extraño, pero la vecina aseguraba que los extraterrestres se habían parado frente a su casa y también ante la de Meelis, la cual desde entonces no hablaba más que de eso. En cambio, aquel bulto parecía cosa de este mundo, oscuro por la lluvia y bien mimetizado con el terreno, y del tamaño de una persona. Quizá alguno de los borrachos de la aldea había ido hasta allí a dormir la mona. Pero, de ser así, ella habría oído algún ruido bajo la ventana. Aún conservaba un oído muy fino. Y también podía percibir el hedor de aguardiente rancio a través de la pared. El grupito de borrachos que vivían cerca de allí se había paseado hacía poco por delante de su casa montados en un tractor alimentado con gasolina robada. No, ese ruido no pasaba inadvertido. Algunas veces habían estado a punto de llevarse por delante su valla al circular por la cuneta. Allí ya no había más que ovnis, viejos y una pandilla de gamberros descerebrados. Aino había ido en varias ocasiones a quedarse por la noche con ella, cuando los chicos se pasaban de la raya. Aliide no les tenía miedo y les plantaría cara en caso necesario.

Dejó encima de la mesa aquel matamoscas que había hecho su padre y se dirigió sigilosamente a la puerta de la cocina, pero al agarrar el picaporte se acordó de la mosca. Estaba quieta, a la espera de que ella abriese. Aliide decidió volver a la ventana. El bulto seguía en el jardín, en la misma postura que antes. Parecía una persona, y su cabello claro contrastaba con la hierba. ¿Estaría viva? Sintió una fuerte presión en el pecho, el corazón le palpitaba. ¿Debía salir, o sería una imprudente estupidez? ¿Y si era una trampa de unos ladrones? No, no podía ser. Nadie la había atraído a la ventana ni había llamado a su puerta. Si no fuese por la mosca ni siquiera habría reparado en aquel bulto antes de salir de casa. Pero aun así… La mosca permanecía inmóvil, de modo que Aliide se deslizó en la cocina y cerró rápidamente la puerta. Escuchó. El runrún de la nevera rompía en parte el silencio del establo, que se filtraba a través de la despensa. Ya no se oía el irritante zumbido, quizá la mosca se había quedado en la habitación. Encendió un fogón, llenó la tetera de agua y puso la radio, que le devolvió un chasquido de estática. Estaban hablando de las elecciones presidenciales; pronto darían las noticias más importantes, las del tiempo. Quería volver a su rutina diaria, pero aquel bulto, que también se veía desde la cocina, la turbaba. Desde allí presentaba el mismo aspecto que desde la habitación: seguía pareciendo una persona y no llevaba trazas de ir a ninguna parte. Apagó la radio y volvió a la ventana. Reinaba el silencio propio de un día de finales de verano en una aldea estonia a punto de quedarse desierta; sólo cantaba el gallo del vecino. Ese año el silencio era extraño, como el que precede y sigue a la tormenta al mismo tiempo. Algo similar a la imagen de la hierba alta que crecía hasta pegarse al cristal de su ventana. Era húmedo y mudo, tranquilizador.

Aliide se hurgó el diente de oro, donde se le había quedado algo. Se metió la uña en las hendiduras mientras escuchaba, pero sólo oyó el sonido de la uña al raspar, y de repente sintió un escalofrío. Dejó de hurgarse y se concentró en el bulto. Las manchas del cristal le estorbaban, así que las limpió con un trapo que después lanzó al fregadero. Cogió el abrigo del perchero y se lo puso. Se acordó de que su bolso estaba encima de la mesa, así que lo asió, miró alrededor en busca de un buen escondrijo y lo metió en la alacena. Encima del mueble había un frasco de desodorante finés, que colocó en el mismo escondrijo, y tapó un tarro de azúcar del que sobresalía una pastilla de jabón Imperial Leather. Sólo entonces giró despacio la llave de la puerta interior y empujó. Se detuvo en el recibidor y tomó el mango de enebro de la horquilla que le servía como bastón, pero luego lo cambió por su bastón de la ciudad, comprado en una tienda, que también acabó dejando, para elegir finalmente una guadaña. La apoyó un momento contra la pared y se arregló el pelo, ajustándose mejor el pasador que lo sujetaba y remetiéndoselo tras las orejas. Volvió a coger la guadaña, quitó la tranca de la puerta de entrada, abrió y salió al jardín.


El bulto seguía en el mismo sitio bajo los abedules. Aliide se acercó sin perderlo de vista, pero al mismo tiempo mirando alrededor con el rabillo del ojo, por si había alguien más. El bulto era una muchacha. Cubierta de barro, harapienta y sucia, pero una muchacha al fin y al cabo. Una desconocida. Una persona de carne y hueso, no una señal del porvenir llegada del cielo. En sus uñas quebradas había restos de esmalte rojo, el rímel se le había corrido por las mejillas en chorretones y los rizos le caían despeinados sobre la cara, con restos de laca y algunas hojas de sauce blanco pegadas al cabello. Entre los rizos oxigenados despuntaban unas raíces grasientas y oscuras. Bajo aquella capa de suciedad, su piel era clara, las mejillas blancas, casi transparentes; el labio inferior, reseco y agrietado, sobresalía hinchado y enrojecido, anormalmente brillante y sanguinolento, lo que hacía que la suciedad pareciese una membrana que había que retirar, igual que la superficie cerosa de una manzana dejada al frío. La sombra de ojos color violeta se apelmazaba en los pliegues de los párpados, y las medias negras y transparentes tenían carreras. No le hacían bolsas en las rodillas, eran medias tupidas y de buena calidad. Occidentales, sin duda. A pesar del barro, brillaban. Se le había salido un zapato, que yacía en el terreno. Era más bien una zapatilla con forro de franela, gastado, gris y roto en la parte del talón. En el remate del borde llevaba un lazo con las esquinas dobladas: piel sintética bordada en zigzag y un par de remaches niquelados. Aliide había tenido unas iguales. Cuando eran nuevas, el adorno había sido de un marrón claro y delicado, el forro rosado como un lechón. Era una zapatilla de fabricación soviética. ¿El vestido? Occidental, sin duda alguna. Era un tejido demasiado bueno para ser de la zona, y un cinturón como aquél no podía conseguirse más que en los países del Oeste. La última vez que su hija, Talvi, había vuelto de Finlandia para visitarla llevaba uno así, un cinturón elástico y brillante. Le había asegurado que estaba de moda, y Talvi de eso sabía bastante. A Aino le habían dado uno parecido en el paquete de caridad de la iglesia, aunque no lo usaba para nada, pero como era gratis… Los finlandeses hasta podían permitirse donar ropa nueva en la colecta. Además del cinturón, en el paquete había un anorak y varias camisetas. Pronto tocaría ir a buscar otro. El vestido de la muchacha era demasiado bonito para proceder de uno de esos paquetes, y además ella no era de por allí.

Al lado de su cabeza había una linterna y un mapa manchado de barro.

Tenía la boca entreabierta y cuando Aliide se agachó pudo verle los dientes. Demasiado blancos. Sobre las coronas tenía una hilera de empastes grises.

Movía los ojos bajo los párpados como por un tic nervioso.

Le dio un golpecito con el mango de la guadaña. No hubo reacción. Sus párpados no se movieron con los holas ni con los pellizcos. Fue a buscar agua de lluvia de la tina de lavarse los pies y la roció. Entonces la muchacha se acurrucó en posición fetal, cubriéndose la cabeza con una mano. Su boca se abrió como para gritar, pero sólo emitió un susurro:

– No. Agua no. Basta.

A continuación, parpadeó y abrió los ojos, y se incorporó hasta quedar sentada. Aliide se apartó un poco por si acaso. La boca de la muchacha seguía abierta, pero sin emitir sonido alguno. Miraba fijamente en dirección a Aliide, aunque su mirada perdida no iba dirigida a ella ni a ninguna parte. Le habló con voz tranquilizadora, diciéndole que no se preocupase, en el mismo tono que usaba para calmar a los animales de la granja cuando estaban inquietos. En los ojos no vio signo alguno de entendimiento, pero en su boca, que seguía muy abierta, advirtió algo familiar. No en la chica en sí, sino en su modo de comportarse, en cómo intentaban emerger los gestos bajo aquella máscara de cera que era su piel y en cómo el cuerpo permanecía alerta. Lo que necesitaba era un médico, no cabía duda. Aliide no deseaba en absoluto cuidar a aquella criatura desconocida, tan indefinida, así que propuso llamar al doctor.

– ¡No!

La voz sonó decidida, aunque la mirada seguía perdida. Al grito le siguió una pausa y de repente una retahíla de palabras atropelladas: ella no había hecho nada, por ella no hacía falta llamar a nadie. Las palabras se agolpaban, se pegaban unas a otras, con acento ruso.

La chica era rusa, una rusa que hablaba estonio.

Aliide retrocedió otro paso.

Tenía que hacerse con un nuevo perro, o dos.

La hoja de la guadaña recién afilada brillaba, a pesar de la luz grisácea atenuada por la lluvia.

El sudor perlaba el labio superior de Aliide.


Los ojos de la muchacha empezaron a enfocar, primero la tierra, una hoja del plantago, otra más, y luego lentamente se centraron en objetos más lejanos, las piedras que bordeaban el parterre, la bomba del agua, la tina de debajo de la bomba. Después volvió a bajar la mirada, la posó sobre sus propias manos, deteniéndose en ellas, y luego la desplazó hasta la hoja de la guadaña, pero no continuó alzándola, sino que se centró de nuevo en sus propias palmas, en los rasguños del dorso, en las uñas rotas. Parecía estar examinando las partes de su cuerpo, quizá contándolas, el brazo, la muñeca, la palma de la mano, todos los dedos en su sitio, y lo mismo con la otra mano, antes de pasar a los dedos del pie descalzo, el pie, el tobillo, la pierna, la rodilla, el muslo. No siguió hasta la cadera, sino que de repente se fijó en el otro pie y en la zapatilla caída. Alargó la mano, la cogió despacio y trató de ponérsela, aunque la zapatilla se le resistió. Tiró de su pie ya calzado y se palpó despacio el tobillo, no como quien sospecha que está torcido o roto, sino como alguien que no recuerda cómo es un tobillo, o como un ciego que palpa a un desconocido. Al fin consiguió levantarse, todavía sin mirar a Aliide a la cara. Una vez de pie, se tocó el cabello y se lo alisó contra la cara, mojado y pegajoso, echándoselo delante de los ojos, como si fuesen las cortinas rasgadas de una casa abandonada, cortinas que no tienen vida alguna que ocultar.

Aliide aferraba la guadaña. ¿Y si era una loca? Tal vez se había escapado de algún sitio. ¿Cómo saberlo? Quizá sólo estaba confundida, o le había pasado algo terrible y por eso se hallaba en semejante estado. También podía ser el señuelo de una banda de ladrones rusos.

La muchacha alcanzó con dificultad el banco de bajo los abedules. El viento sacudía las ramas sobre su cabeza, pero ella no se apartaba para evitarlas, aunque se sobresaltaba cada vez que las hojas le golpeaban la cara.

– Apártate de esas ramas.

Un rubor de sorpresa afloró a las mejillas de la chica. Un estupor mezclado con algo más, como si recordase algo. ¿Quién no se aparta de unas ramas que le azotan la cara? Aliide entornó los ojos. Era una loca, sí.

La muchacha se alejó de las ramas trabajosamente, aferrándose al borde del banco como para evitar caerse. Cerca de su mano había una piedra de afilar. Ojalá no fuese una persona irascible, de esas que se enfadan con facilidad y empiezan a tirar cosas o piedras de afilar como aquélla. No convenía ponerla nerviosa, tenía que ser prudente.

– Dime, ¿de dónde vienes?

La joven abrió la boca varias veces antes de pronunciar unas frases inconexas acerca de Tallin y un coche. Al igual que antes, las palabras se agolpaban, se juntaban en sitios equivocados y se enlazaban antes de tiempo, lo que empezó a producir un raro cosquilleo en los oídos de la anciana. No era por lo que decía ni por su acento ruso, sino por otra cosa; en el estonio de aquella chica había algo extraño. Aunque su joven y sucio cuerpo pertenecía al presente, sus frases eran torpes y procedían de un mundo de cartas quebradizas y mohosos álbumes vaciados de fotografías. Aliide se quitó una horquilla del pelo y se hurgó la oreja; luego se la prendió otra vez en el cabello. Pero el cosquilleo persistía. De repente, le vino una idea a la cabeza: aunque la muchacha no era de la zona, quizá ni siquiera del país, ¿qué clase de forastero podía conocer el habla de una provincia como aquélla? El cura de la aldea era un finés que hablaba estonio. Había estudiado el idioma tras haber llegado a Estonia para hacerse cargo de la parroquia y lo hablaba realmente bien. Escribía los sermones y recordatorios en estonio y nadie se acordaba ya de quejarse por la falta de pastores locales. Pero en el habla de la joven había un tono distinto, algo más antiguo, como apolillado y amarillento. De alguna extraña manera, olía a muerte.

A partir de las pocas frases comprensibles que pronunció, Aliide dedujo que la tarde anterior iba con alguien en coche rumbo a Tallin, y que había discutido con ese alguien, que ese alguien le había pegado y que ella había escapado.

– ¿Con quién ibas? -preguntó.

Ella volvió a mover los labios un momento, antes de balbucear que con su marido.

¿Con su marido? ¿Aquella muchacha tenía marido? Tal vez sí fuera el señuelo de una banda de ladrones, aunque estaba extrañamente confusa. ¿Acaso su objetivo, al presentarse en aquel estado, era despertar compasión para que nadie le cerrara la puerta en las narices? ¿Andarían los ladrones tras sus pertenencias o tras el bosque? Toda la madera se llevaba a Occidente y el proceso legal de la propia Aliide para recuperar sus tierras aún distaba mucho de tocar a su fin, aunque ya no debería tener ningún problema. El único aldeano que había ido a juicio era el viejo Mihkel, por disparar a los hombres que habían ido a talar su bosque. No le había caído mucho, ya que el tribunal había captado el mensaje. El proceso judicial de Mihkel para recuperar su tierra todavía estaba en trámites, cuando de repente habían aparecido las desbrozadoras finlandesas para llevarse sus árboles. La policía no se había inmiscuido en el asunto, ya que no podrían haber protegido el bosque día y noche, y sobre todo porque oficialmente aquel hombre ni siquiera era su propietario. Así, había desaparecido un trozo de bosque y al final Mihkel había disparado. En aquel país y con los tiempos que corrían, cualquier cosa era posible, pero de las tierras de Mihkel no volvería a salir un solo árbol sin permiso.

Los perros de la aldea empezaron a ladrar y la muchacha se sobresaltó. Intentó echar un vistazo a la carretera a través de la valla reticulada, pero no miró hacia el bosque.

– ¿Con quién ibas? -repitió Aliide.

La joven se pasó la lengua por los labios, escudriñó a Aliide y luego la valla, y empezó a remangarse con movimientos torpes, aunque no tanto como cabría esperar dado su estado físico y su manera de hablar. Aparecieron dos antebrazos cubiertos de moretones, que extendió hacia Aliide como confirmación de su historia, mientras volvía la cara para ocultarla.

Aliide se estremeció. Sí, pretendía despertar su compasión. Quizá quería entrar en la casa para robar algo. Sin embargo, los moretones eran auténticos.

– Parecen de hace tiempo. Cardenales antiguos -dijo de todos modos.

Pero la cruenta frescura de las marcas había hecho que el sudor perlase otra vez el labio superior de Aliide. Una se cubre los moretones y se calla, no los va enseñando por ahí. Así ha sido siempre. Probablemente la muchacha notó su incomodidad, pues se tironeó las mangas con movimientos bruscos para tapar las magulladuras, como si sólo entonces advirtiera que mostrarlas era algo vergonzante. Sin dejar de mirar la valla, explicó atropelladamente que estaba oscuro y no sabía dónde se encontraba, y que simplemente había corrido y corrido. Sus frases entrecortadas terminaron cuando afirmó que ya se iba, que no quería molestar.

– Espera aquí. Voy por agua y valeriana -respondió Aliide, y se encaminó hacia la casa.

Antes de entrar, dirigió una mirada furtiva a la chica, que permanecía encorvada e inmóvil en el banco. Su miedo era auténtico, se podía oler a distancia. Aliide estaba casi sin resuello. Si aquella muchacha era un señuelo, había que temer a quien la hubiese mandado allí. Quizá tenía sus razones para estar asustada, quizá Aliide debía interpretar el miedo de la joven como una advertencia para meterse en casa y cerrar la puerta, para dejarla fuera y que se marchase a donde quisiese, que dejase en paz a una pobre anciana. Lo importante era que no se quedase y propagara en su hogar el nauseabundo y familiar olor del miedo. Así pues, ¿merodeaba por la zona una banda de salteadores? ¿Debía hacer unas llamadas para informarse? ¿La chica había ido a propósito hasta su casa? ¿Tal vez alguien se había enterado de que su Talvi estaba a punto de llegar de Finlandia? Pero ésa ya no era una noticia como lo había sido tiempo atrás.

En la cocina, llenó un tazón de agua y le echó unas gotas de valeriana. Desde la ventana veía a la muchacha, que no se había movido. Añadió valeriana a la cucharada de su medicina para el corazón, aunque no fuera la hora de comer, y después volvió al jardín y le tendió el tazón. Ella lo cogió, lo olisqueó con recelo, lo puso en el suelo, lo volcó y se quedó mirando cómo el contenido se derramaba. Aliide se irritó.

– ¿Es que no te gusta el agua?

Ella le aseguró lo contrario, pero quería saber qué le había puesto.

– Sólo valeriana.

La joven no respondió.

– ¿Crees que tengo alguna razón para mentirte?

La chica la miró. En su expresión había algo torvo e inquietante. Así pues, la anciana fue a la cocina por otra taza de agua y la botella de valeriana y se las entregó. Después de oler la taza, la joven se convenció de que era sólo agua, y pareció reconocer también la valeriana, así que vertió unas gotas. Aliide estaba enfadada. ¿Acaso quería provocarla? Tal vez no era más que una loca fugada de un sanatorio. Recordaba a una mujer huida de Koluveri que había vagabundeado por la aldea vestida con un traje de noche que había cogido de un paquete de beneficencia, descalza y escupiendo a los desconocidos con los que se cruzaba.

– Entonces, ¿ahora sí te gusta el agua?

El líquido le chorreaba por la barbilla mientras bebía con avidez.

– Hace un rato he intentado despertarte y lo único que has hecho ha sido gritar que no, agua no.

La joven no parecía acordarse, pero ese gemido no había parado de resonar en la cabeza de Aliide, rebotaba dentro de su cráneo, girando mientras invocaba algo mucho más antiguo. Es sorprendente que las personas giman casi de idéntica manera cuando les han metido la cabeza varias veces bajo el agua. El tono de la muchacha había sido justo aquél. Un barbullar, la desesperación porque el aire se acaba. A Aliide le dolía la mano, que le latía con insistencia por las ganas de propinarle una bofetada. Cállate. Desaparece. Vete de aquí. O puede que se equivocara. Quizá la chica alguna vez había estado a punto de ahogarse, y por eso temía el agua. O quizá era la propia mente de Aliide, que estaba jugándole una mala pasada al asociar cosas sin relación alguna. Quizá aquel lenguaje amarillento y erosionado por el tiempo le había disparado la imaginación.

– ¿Hambre? ¿Tienes hambre?

Pareció no entender la pregunta, o que nadie se lo hubiese preguntado jamás.

– Espera aquí -ordenó Aliide, y entró otra vez en la casa, cerrando la puerta tras ella.

Al cabo de un rato, volvió con pan negro y mantequilla. Había dudado un momento con la mantequilla, pero al final había cogido el plato. La mantequilla todavía no escaseaba tanto como para no ofrecerle una pequeña porción. Si la muchacha era un señuelo, era verdaderamente bueno, y funcionaba incluso con una persona como ella, que ya había visto de todo. El dolor de la mano se le extendió al hombro. Había aferrado el plato de mantequilla con demasiada fuerza para contener sus ganas de darle una bofetada.

El mapa manchado de barro ya no estaba sobre la hierba. Seguramente la joven se lo había metido en el bolsillo.

La primera rebanada de pan desapareció entera en su boca. No tuvo suficiente paciencia como para untar mantequilla hasta la tercera, y lo hizo con precipitación, poniendo un pegote en medio de la rebanada, doblándola por la mitad, apretando los dos trozos para que la mantequilla se extendiera. Después le dio un mordisco. Un cuervo graznaba sobre la verja y de la aldea llegaban los ladridos de los perros, pero la joven estaba tan concentrada en el pan que los ruidos ya no la sobresaltaban. Aliide se fijó en que sus chanclos brillaban como si fuesen botas bien lustradas. La humedad le penetraba en los pies desde la hierba mojada.

– Entonces, ¿qué? Ese marido tuyo… ¿anda detrás de ti? -preguntó mientras la miraba comer. El hambre era auténtica, pero aquel miedo… ¿Temería únicamente a su marido?

– Sí, anda detrás de mí. Mi marido.

– ¿Quieres que llame a tu madre para que venga a buscarte, o al menos para que sepa dónde estás?

Ella negó con la cabeza.

– Vale, pues entonces a algún amigo, o familiar.

Volvió a negar, incluso con más ímpetu.

– ¿Y a alguien que no vaya a decirle a tu marido dónde estás?

Otra negación con la cabeza. El pelo sucio se apartó de la cara y ella se lo alisó para devolverlo a su sitio. Ahora parecía más cuerda, a pesar de sus sobresaltos. Le faltaba el brillo de la locura en los ojos, aunque su mirada fuera huraña y torva.

– Es que yo no puedo llevarte a ninguna parte, y aunque hubiese algún coche, por aquí no hay gasolina. Hay un autobús que pasa por la aldea una vez al día, pero no siempre.

La muchacha le aseguró que se marcharía enseguida.

– ¿Adónde irás? ¿Con tu marido?

– ¡No!

– ¿Adónde entonces?

Con un pie, la chica removía una piedra del parterre que había delante del banco, manteniendo la barbilla casi pegada al pecho.

– Zara.

Aliide se sorprendió. Menuda presentación.

– Aliide Truu.

La chica dejó de juguetear con la piedra. Sus manos, que después de comer habían vuelto a aferrar el borde del banco, al fin se soltaron. Alzó un poco la cabeza.

– Encantada de conocerla.


1992, oeste de Estonia


Zara busca una historia adecuada


Aliide. Aliide Truu. Las manos de Zara habían soltado el borde del banco. Aliide Truu estaba allí, de pie ante ella, y vivía en aquella casa. La situación era igual de extraña que el estonio en boca de Zara. Recordaba vagamente cómo había conseguido encontrar el camino indicado y los sauces blancos, pero no recordaba si había sido consciente de haber logrado dar con la casa correcta, si había pasado la noche ante la entrada sin saber qué hacer, si había decidido esperar al amanecer para no asustar a nadie presentándose en plena noche. Tampoco recordaba si había intentado ir al establo a dormir, si se había acercado a la ventana de la cocina sin atreverse a llamar a la puerta, ni siquiera si había pensado en llamar, si es que había pensado en algo. Cuando intentó hacer memoria sintió una punzada en la cabeza, de modo que se concentró en el momento presente. No había planeado qué iba a hacer una vez que llegase a su destino, y menos aún si se encontraba con Aliide Truu en el jardín de la casa que buscaba. No había tenido tiempo de pensar tanto. Ahora lo que importaba era salir adelante, vencer los miedos que la acechaban; tenía que olvidarse de Paša y Lavrenti y, haciendo acopio de fuerzas, enfrentarse al presente y a Aliide Truu. Debía recobrar la compostura, ser valiente. Y recordar cómo se trataba a la gente, para mostrar la actitud adecuada ante aquella mujer que seguía delante de ella. La cara, de huesos delicados, estaba surcada por pequeñas arrugas, pero carecía de expresión. De sus lóbulos alargados colgaban unas piedras incrustadas en oro, de reflejos rojizos. Sus iris eran grises o gris azulado, y tenía legañas en los lagrimales. Zara no se atrevía a mirarla por encima de la nariz. Aliide era más baja que ella, como había imaginado, y también más delgada. El viento le trajo un olor a ajo proveniente de la mujer.

No disponía de mucho tiempo. Paša y Lavrenti la encontrarían, no cabía duda. Pero allí estaban Aliide Truu y su casa. ¿Accedería a ayudarla? Debía conseguir que la anciana entendiese la situación con rapidez, pero no sabía cómo explicarse. Se sentía embotada, aunque el pan la había despejado un poco. El rímel le escocía los ojos, tenía las medias hechas trizas y apestaba. Enseñar los moretones había sido una estupidez, pues seguro que ahora Aliide Truu pensaba que era la clase de chica que se metía en líos o pedía que la maltrataran, una chica que ha hecho algo malo. ¿Y qué ocurriría si la anciana era como aquella vieja de la que le había hablado Katia, aquella que se parecía a Oksanka y que trabajaba para tipos como Paša, mandando chicas a la ciudad junto a hombres de su calaña? ¿Cómo iba a saberlo? En algún lugar de su cabeza resonó la risa burlona de Paša, quien no se cansaba de recordarle que una chica tan estúpida como ella no era capaz de arreglárselas sola. A una chica tan estúpida se le podía pegar porque tartamudeaba, porque era dejada, porque apestaba, una chica así de imbécil bien merecía que la ahogasen en el lavabo, porque era irremediablemente estúpida y fea.

Aliide Truu la miraba a los ojos de un modo embarazoso, apoyándose en la guadaña mientras parloteaba sobre el cierre de los koljós, como si Zara fuese una vieja conocida y hubiese ido allí a hablar del tiempo.

– Por aquí prácticamente ya no pasan forasteros -declaró Aliide, y empezó a enumerar la casas que la gente joven había abandonado-. Los Kokka se fueron a construir casas para los finlandeses y los chicos de los Roosna a hacer negocios en Tallin. El hijo de los Voorel entró en política y desapareció en Tallin. A ése habría que llamarlo y decirle que hiciesen una ley para que la gente no abandonase el campo así, de un día para otro. Ya ni siquiera puede repararse un tejado porque no quedan obreros. Y no es de extrañar que los hombres no aguanten en el pueblo, pues no hay mujeres. Y no hay mujeres porque por aquí no hay hombres de negocios, y como todas las mujeres quieren hombres de negocios y extranjeros, entonces ¿quién iba a querer a un obrero decente? El koljós de pesca de Lääne Kalur hasta llevó su propio espectáculo de variedades de gira a Finlandia, concretamente a Hanko, ciudad hermanada, y el viaje fue un éxito, incluso hubo colas para conseguir entradas. Cuando volvieron, el director del grupo hizo un llamamiento hasta en el periódico para que todas las chicas jóvenes y guapas fuesen a bailar el cancán para los finlandeses. ¡El cancán!

Zara asentía con la cabeza, se mostraba muy de acuerdo al tiempo que se rascaba el esmalte de las uñas. Sí, sí, todo el mundo corría tras los dólares y los marcos finlandeses, y sí, antes había trabajo para todos, pero hoy en día eran unos ladrones, hombres de negocios, bueno, de hombres de negocios nada. Zara empezó a sentir frío, el entumecimiento le llegaba a las mejillas y la lengua, lo que agravaba su habla ya lenta y titubeante de por sí. La ropa mojada la hacía tiritar. No se atrevía a mirar directamente a Aliide, sólo a hurtadillas. ¿Qué pretendía? Estaban allí charlando como si la situación fuese completamente normal.

La cabeza ya no le daba tantas vueltas. Se retiró el pelo tras las orejas, como para oír mejor, y alzó la barbilla. Se sentía la piel pegajosa, la voz adormecida, la nariz temblorosa, las axilas y las ingles sucias, pero aun así consiguió emitir una leve risita. Intentaba imitar la voz que había usado a veces tiempo atrás, cuando se topaba con algún viejo conocido en la tienda o por la calle. Esa voz le resultaba lejana y extraña, impropia del cuerpo del que salía. Le recordaba un mundo al que ya no pertenecía y una casa a la que ya no podía volver.

Aliide señaló hacia el norte con la guadaña y empezó a hablar de los ladrones de tejas. Había que vigilar día y noche si no querías quedarte sin tejado. A los Moisio también les habían robado las escaleras, robaban las vías del tren, de modo que la madera era el único material de reparación disponible, ya que todo lo demás acababan por robarlo. ¡Y qué decir de la subida de precios! Según Kersti Lillemäki, tales precios eran una señal del fin del mundo.

Y después, en medio de aquel parloteo, surgió una pregunta sorprendente:

– Y tú ¿qué? ¿Tienes trabajo? ¿De qué oficio es el uniforme que llevas?

Zara se alarmó de nuevo. Necesitaba explicar su aspecto harapiento, claro, pero ¿qué iba a decir? ¿Por qué no había pensado en ello? Los pensamientos la rehuían y no lograba aferrar ninguno; las verdades y las mentiras la dejaban desamparada en medio de aquella situación difícil, vaciaban su cabeza, sus ojos y sus oídos. Chapurreó una frase sobre que había trabajado de camarera, y al mirarse las piernas se acordó de su ropa occidental, así que añadió que había trabajado de camarera en Canadá. Aliide frunció el cejo.

– Caramba, qué lejos. ¿Y ganabas mucho?

Zara asintió e intentó inventarse algo más. Empezaron a castañetearle los dientes. En la boca sólo tenía saliva pegajosa y dientes sucios, pero ni una sola palabra sensata. ¿Por qué aquella mujer no dejaba de hacerle preguntas? Pero Aliide quería saber qué hacía Zara allí.

Suspirando, contestó que había ido de vacaciones a Tallin con su marido. La frase le salió bien, con el mismo ritmo con que hablaba Aliide. Ya empezaba a cogerle el tranquillo. Pero ¿y su historia?, ¿cuál sería la historia más adecuada para ella? El comienzo que acababa de inventar estaba escurriéndosele entre las manos, así que lo agarró por la cola antes de que huyese del todo. Aguanta ahí. Ayúdame. Desarrolla una historia palabra a palabra. Una buena historia. Una historia que me permita quedarme aquí, para que Aliide no llame a nadie que se me lleve.

– Ese marido tuyo, ¿también estuvo en Canadá?

– Sí.

– ¿Y ahora habéis venido de vacaciones?

– Exacto.

– ¿Y adónde piensas ir?

Zara respiró hondo y mientras soltaba el aire respondió que no lo sabía. Y que el hecho de no tener dinero ponía las cosas más difíciles. Enseguida se arrepintió de esto último. Ahora seguramente la anciana se imaginaría que andaba tras su monedero. La trampilla se abrió con estrépito, la historia se escapó. El buen comienzo se alejó. Aliide nunca le permitiría entrar en casa y nada funcionaría. Zara intentó pergeñar algo más, pero sus ideas se desvanecían apenas nacer. Tenía que decir cualquier cosa, aunque no fuese una historia, algo, lo que fuera. Trató de hablar de las toperas alineadas delante de la fachada de la casa, de las techumbres de fieltro de las colmenas que destacaban entre los cargados manzanos, de la rueda de afilar que había al otro lado del portal y del plantago que pisaba. Buscó cosas que decir, igual que un animal hambriento busca a su presa, pero todo escapaba entre sus romos dientes. Aliide no tardaría en notar su pánico y entonces pensaría que no era de fiar, y tendría que marcharse, y todo se iría al traste. Zara era una estúpida, como había dicho Paša, siempre lo estropeaba todo, una chica estúpida, una idiota rematada.

Miró a hurtadillas a Aliide, aunque su pelo ya no formaba una cortina ante sus ojos. La anciana la observaba de arriba abajo. Zara estaba sucia y llena de barro. Necesitaba una buena enjabonada.


1992, oeste de Estonia


Aliide prepara un baño


Aliide le ordenó que se sentase en la tambaleante silla de la cocina. Zara obedeció y su mirada perdida se posó en el tarro de sal que desde el invierno se había quedado entre el doble cristal de las ventanas, como si fuese un objeto maravilloso.

– La sal absorbe la humedad. Así, cuando hace frío, las ventanas no se empañan tanto.

Aliide hablaba despacio. No estaba convencida de que la muchacha estuviese cuerda. Aunque fuera se había animado un poco, al entrar había pisado cuidadosamente con sus zapatillas, como si el suelo fuese de hielo y dudase que pudiera soportar su peso. Al llegar a la silla se había acurrucado aún más que en el jardín. El instinto de Aliide le había dicho que no la dejara entrar, pero su estado era tan lamentable que no había podido hacer otra cosa. Ahora la joven se sobresaltó otra vez, cuando, reclinada en la silla, la cortina de la cocina le rozó ligeramente el brazo desnudo. Asustada, se inclinó hacia delante, de modo que la silla se tambaleó y ella estuvo a punto de perder el equilibrio. Su zapatilla chirrió contra el suelo. Cuando la silla se quedó quieta, la chica detuvo el pie y se agarró a los bordes del asiento. Encogió los pies bajo la silla y se abrazó el cuerpo.

– Deja que te traiga ropa seca.

Aliide mantuvo abierta la puerta del recibidor mientras rebuscaba en el armario, del que sacó un par de vestidos y una enagua. La muchacha permanecía encorvada mordiéndose el labio inferior. De repente, volvía a tener la misma expresión de antes. Aliide sintió una oleada de antipatía. Ya podía ir marchándose bien pronto, en cuanto resolviera adónde mandarla y le diera alguna medicina. No era cuestión de tener que recibir también al marido, ni a cualquiera que estuviese buscándola. Si no era un señuelo de los ladrones, ¿de quién entonces? ¿Acaso de los chicos de la aldea? ¿Por qué se habrían embarcado en algo tan complicado? ¿Sólo para fastidiarla o había algo más? Aunque, en cualquier caso, aquellos chicos nunca habrían recurrido a una rusa, eso jamás.

Cuando Aliide regresó a la cocina, la muchacha se irguió y levantó la cabeza, volviéndose hacia la anciana, pero sin mirarla. Dijo que no quería vestidos, sólo un pantalón.

– ¿Un pantalón? Pero no tengo más que un pantalón de chándal, y puede que necesite un lavado.

– No importa.

– Está sucio de trabajar en la huerta.

– Da igual.

– ¡Bueno, vale!

Aliide fue a buscar los pantalones comprados en Marat al perchero del vestíbulo y de paso se subió las bragas. Llevaba dos, como siempre, como cada santo día después de haber pasado aquella noche en el ayuntamiento. También había probado alguna vez con los pantalones de montar que su marido solía usar con las botas de caña alta. Le habían dado enseguida una sensación de seguridad. De mayor protección. Pero por aquel entonces las mujeres no usaban pantalones largos. Más tarde, por la aldea habían aparecido mujeres con pantalones, pero ella ya estaba tan acostumbrada a sus dos bragas que no ansiaba llevar un pantalón largo. ¿Por qué aquella chica vestida con ropa occidental querría unos pantalones de Marat?

– Los compré después de que en Marat adquirieran las máquinas de tejer japonesas -explicó con una risita al volver a la cocina.

Tras un instante de silencio, Zara respondió a su vez con una risita nerviosa. Fue muy corta y se la tragó enseguida, como hacen las personas que no han entendido un chiste pero no se atreven o no quieren admitirlo, y ríen con los demás. Aunque aquello no era ningún chiste. A lo mejor, la chica era tan joven que no se acordaba de cómo era el punto que fabricaban en Marat antes de tener las máquinas nuevas. Aunque seguramente Aliide estaba en lo cierto al suponer que la muchacha ni siquiera era de Estonia.

– Lavaremos y arreglamos tu vestido más tarde.

– ¡No!

– ¿Por qué no? Es un vestido caro.

La chica le arrebató el pantalón de las manos de un tirón, se bajó las medias, las hizo un ovillo, se puso rápidamente los pantalones, se quitó el vestido con prisas, se puso una bata de Aliide en un segundo y, antes de que la anciana pudiera impedírselo, arrojó el vestido y las medias a la cocina de leña. Con aquel ajetreo, el mapa cayó sobre la alfombra. La joven lo agarró y lo lanzó también al fuego.

– Zara, cálmate.

La joven se había quedado delante de la cocina de leña como protegiendo la quema de su ropa. Tenía la bata mal abotonada.

– ¿Qué te parecería un baño? Voy a poner agua a calentar. Tranquila -dijo Aliide.

Y se acercó lentamente al fogón. La muchacha estaba inmóvil. Sus ojos asustados pestañeaban sin cesar. Aliide llenó la tetera, la cogió a ella de la mano, la hizo sentarse a la mesa y le sirvió una taza de té caliente. Luego regresó a los fogones. Zara se volvió para ver lo que hacía.

– Dejémoslos arder -dijo Aliide.

La chica ya no pestañeaba con aquel tic nervioso, y empezó a rascarse el esmalte de uñas concentrándose en una cada vez. ¿Eso la tranquilizaba? Aliide cogió de la despensa una fuente de tomates y la puso sobre la mesa. Echó un vistazo a la ratonera que había al lado del montón de calabazas y examinó su libreta de recetas y los tarros de verduras mixtas preparadas el día anterior y que había dejado a enfriar sobre la alacena.

– Pronto habrá que preparar las conservas de tomates. Y las frambuesas de ayer también. ¿Podrías ver qué ponen en la radio?

La muchacha agarró el periódico y lo hojeó sobre el mantel de hule, haciendo crujir el papel. La taza de té se le derramó y, asustada, dio un brinco atrás, mirando de forma alterna la taza y a Aliide, antes de enredarse en un torrente de excusas, confundiendo las palabras. Con gran nerviosismo, trató de reparar el estropicio: buscó un trapo, limpió el suelo, recogió la taza, secó las patas de la mesa y retorció la alfombra para que se secase, antes de barrerla.

– No pasa nada -dijo Aliide.

La joven seguía asustada, así que la anciana intentó calmarla de nuevo:

– Tranquila, es sólo una taza de té. No te preocupes. ¿Y si vas a la habitación del fondo y traes la tina para el baño? Dentro de un momento ya habrá suficiente agua caliente.

Sin dejar de disculparse, Zara se apresuró a obedecer. Tras arrastrar hasta la cocina una bañera de zinc, que golpeó por todos lados, empezó a apresurarse entre el fogón y la bañera, acarreando primero agua caliente y después fría. Tenía la mirada fija en el suelo, las mejillas coloradas e intentaba quedar bien con sus movimientos serviles. Aliide seguía muy de cerca sus tareas. Era una muchacha excepcionalmente bien educada. Para conseguir una educación tan buena se requiere una alta dosis de miedo. La joven le dio pena, y cuando le acercó una toalla de lino adornada con dibujos de Lihula le sujetó la mano por un instante. Zara volvió a sobresaltarse, crispó los dedos y tironeó de la mano para liberarla, pero la anciana la retuvo. Aunque hubiese querido acariciarle el cabello, parecía demasiado tímida para dejarse tocar, así que se limitó a repetir que se tranquilizara. Ahora tomaría un baño relajante, después volvería a ponerse la ropa seca y bebería algo. A lo mejor un vaso de agua fría bien azucarada. ¿Y si se lo preparaba ya?

La muchacha distendió los dedos. El miedo empezaba a remitir y su cuerpo a relajarse. Aliide le soltó con cuidado la mano y se puso a preparar el agua azucarada que la ayudaría a relajarse. La joven bebió; en el vaso tembloroso, los cristales de azúcar se arremolinaban. Aliide le sugirió meterse en la bañera, pero Zara no se movió hasta que la anciana le dijo que la esperaría en el recibidor. Dejó la puerta entornada y pudo oír el salpicar del agua y el suave suspiro de una voz infantil.

La joven no sabía leer estonio. Hablarlo sí, pero no leerlo. Por eso había hojeado el periódico con aire nervioso y tal vez tirado el té a propósito, para no tener que confesar su carencia.

Aliide echó una ojeada por la rendija de la puerta. El magullado cuerpo de Zara yacía en la bañera. Un mechón de pelo sobre la sien apuntaba hacia arriba, como si fuese una tercera oreja en estado de alerta.


1991, Vladivostok


Zara admira las medias brillantes y prueba la ginebra


Un día, Oksanka fue a casa de Zara en un Volga negro. Zara estaba de pie en los escalones cuando el coche paró delante de su puerta, la portezuela se abrió y apareció una pierna enfundada en una brillante media. Al principio se asustó: ¿cómo era que se detenía ante su casa un Volga negro? Pero el susto se le pasó en cuanto un rayo de sol se reflejó en la pierna de Oksanka. Las ancianas sentadas en el banco de al lado enmudecieron y miraron fijamente aquel vehículo de carrocería reluciente y la pierna que destellaba. Zara nunca había visto nada similar: era una media color carne que ni siquiera parecía una media, a lo mejor tal vez ni lo fuera. Pero la luz se reflejaba de tal manera que indicaba que tenía que haber algo, no podía tratarse de una pierna desnuda. Era como si la extremidad tuviese un halo, igual que la Virgen María, Madre de Dios. La luz doraba el borde de la pierna, que terminaba en un tobillo y un zapato de tacón, ¡y menudo zapato! El tacón era más estrecho por el medio, como un fino reloj de arena. En los viejos libros de historia del arte había visto que Madame de Pompadour llevaba unos parecidos, pero el zapato surgido de aquel coche era más alto y delicado, algo puntiagudo. Cuando se posó sobre la calle polvorienta y el tacón pisó una piedra, pudo oír el rechinar desde los escalones. Al final, del interior del coche salió el resto de la mujer. Oksanka.

De las puertas delanteras bajaron dos hombres vestidos con cazadoras de cuero negro, gruesas cadenas de oro y brillantes al cuello. No dijeron ni una palabra, se limitaron a quedarse al lado del vehículo mirando fijamente a Oksanka. Era digna de admirar. Muy guapa. Hacía mucho tiempo que Zara no veía a su amiga, desde que ésta se había ido a estudiar a Moscú. Le había enviado alguna tarjeta postal y después una carta en que le anunciaba su intención de ir a trabajar a Alemania. Desde entonces no había recibido noticias suyas. El cambio operado en ella era desconcertante. Sus labios brillaban como el papel de una revista occidental, y llevaba una estola de zorro marrón claro, no propiamente del color del zorro, sino más bien café con leche, ¿o quizá en otros sitios los había con ese pelaje?

Oksanka avanzó unos pasos hacia la puerta y al ver a Zara se detuvo y la saludó con la mano. En realidad pareció arañar el aire con sus uñas rojas. Tenía los dedos un poco flexionados, como preparados para rascar. Las ancianas se volvieron en dirección a Zara. Una de ellas se ciñó el pañuelo; otra se colocó el bastón entre las piernas; la última aferró el bastón con ambas manos.

Sonó el claxon del Volga.

Oksanka se acercó a su amiga. Subió los peldaños sonriendo, con el sol jugueteando en sus dientes relucientes, y tendió sus manos de largas uñas para abrazarla. La estola de zorro rozó la mejilla de Zara. Los ojos cristalinos estaban fijos en ella, que les devolvió la mirada. Aquella mirada le resultaba familiar. Por un instante, pensó que los ojos de su abuela a veces eran justo así.

– Cuánto te he echado de menos -susurró Oksanka. El pegajoso brillo de sus labios destellaba, y era como si le costase entreabrirlos, como si tuviese que forcejear con pegamento cada vez que abría la boca.

El viento empujó un mechón de pelo de Oksanka hasta sus labios y, al apartarlo con gesto delicado, Zara le rozó la mejilla, dejándole una raya roja. Tenía marcas similares en el cuello, como azotes de fusta o arañazos. Cuando Oksanka le apretó la mano, Zara sintió los leves pinchazos de sus uñas.

– Tendrías que ir a la peluquería, corazón -dijo riendo Oksanka, ahuecando el pelo de su amiga-. ¡Un color nuevo y un peinado bonito!

Zara no respondió.

– Bah, ahora me acuerdo de cómo son las peluquerías de por aquí. Quizá será mejor que no dejes que te toquen. -Oksanka volvió a reír-. Vamos a tomar un té.

Zara la llevó dentro. A su paso, en la cocina de la kommunalka, el piso comunitario, se hizo el silencio. El suelo rechinó: las mujeres se habían acercado a la puerta para verlas. Las zapatillas de Zara, aplastadas por un lado, hacían crujir la arena y las cáscaras de pipas que alfombraban el suelo. Sentía las miradas de las mujeres como puñales en la espalda.

Zara hizo pasar a Oksanka a la habitación y cerró tras ellas. Su amiga resplandecía como un cometa en aquella estancia poco iluminada. Sus pendientes destellaban como ojos de gato. Zara tiró de las mangas de su bata para taparse los nudillos enrojecidos.

La abuela no movió la cabeza. Siempre se sentaba en aquel sitio y miraba fijamente por la ventana. Su cabeza parecía negra a contraluz. La anciana apenas se movía de su silla, sólo miraba fuera día y noche sin decir nada. Todos la habían temido siempre un poco, incluso el padre de Zara, a pesar de que raramente no estaba borracho. El día que cayó en un coma etílico y murió, su madre volvió a vivir con la abuela y Zara. A la abuela nunca le había gustado su yerno, al que siempre llamaba tibla, sucio ruso. Pero Oksanka estaba acostumbrada a aquella mujer y se apresuró a saludarla, le cogió la mano y le habló con amabilidad. La anciana hasta pareció soltar una risita. Cuando Zara empezó a poner la mesa, Oksanka rebuscó en su bolso y le entregó a la abuela una caja de bombones que relucía tanto como ella misma. Zara introdujo el hervidor eléctrico en la olla de agua. Su amiga se acercó y le tendió una bolsa de plástico.

– Aquí tienes cuatro cositas.

Zara vaciló. La bolsa parecía pesada.

– Cógela, mujer, o… Espera un momento. -Sacó rápidamente una botella-. Es ginebra. ¿La ha probado alguna vez la abuela? Puede que sea una experiencia nueva.

Oksanka sacó unos vasitos de la alacena, los llenó y le llevó uno a la anciana. Ésta olfateó la bebida y esbozó una mueca de desagrado, luego soltó una risita y la apuró de un trago. Zara la imitó. Un ardor amargo se extendió por su garganta.

– Con la ginebra se puede hacer una bebida que se llama gin-tonic. La preparo a menudo para nuestros clientes. Would you like to have something else, sir? Another gin-tonic, sir? Noch einen?-dijo, fingiendo sostener una bandeja con los vasos y depositando la botella en la mesa.

Zara le siguió el juego. Asintió y simuló darle una propina y mostrarse satisfecha con la bebida que la camarera le servía. Luego rió nerviosamente ante el alocado comportamiento de Oksanka, tal como había hecho siempre.

– ¡Por fin consigo que te rías! -exclamó su amiga, y se sentó casi sin aliento después de tanta payasada-. Antes siempre nos reíamos mucho, ¿te acuerdas?

Zara asintió. En la olla ya empezaban a formarse burbujas alrededor del hervidor. Esperó a que el agua hirviese, desenchufó y sacó el cacharro, cogió el tarro del té de la estantería, puso varias hojas en dos tazas y las llenó de agua caliente antes de llevarlas a la mesa. Oksanka podría haber avisado de su visita con antelación, haber mandado aunque fuese una postal. Así habría tenido tiempo para preparar algo que le gustase y recibirla de otro modo, no en bata y zapatillas viejas.

Oksanka se sentó a la mesa y colocó la estola en el respaldo de la silla de modo que la cabeza del zorro quedara sobre su hombro y el resto le rodease el brazo.

– Éstos son auténticos -aseguró, dando unos toquecitos con una uña en los pendientes-. Diamantes de verdad. Mira cuánto dinero se gana en Occidente, Zara. ¿Y te has fijado en mis dientes? -añadió con una radiante sonrisa.

Zara reparó entonces en que los empastes delanteros no se le notaban.


Zara recordaba muy bien aquellos Volgas que avanzaban a toda velocidad y se te echaban encima con los faros apagados. Ahora Oksanka también tenía uno. Y chófer propio. Y guardaespaldas. Y pendientes de oro con diamantes. Y los dientes blanquísimos.

Una vez, de niñas, casi las había atropellado un Volga. Volvían a casa después del cine y la calle estaba desierta. Zara iba jugueteando en el bolsillo con una endurecida goma de borrar azul grisácea con la marca desvaída. Entonces apareció. Oyeron el estruendo pero no lo vieron, y al doblar la esquina surgió justo ante ellas para desaparecer al instante. Les pasó a un palmo de distancia. Cuando llegaron a casa, Zara tuvo que limarse la uña del dedo índice, ya que se le había doblado al clavarla en la goma, del susto, además de que otra uña se le había levantado y había sangrado.

En el mismo piso comunitario vivía una familia cuya hija había sido arrollada por un Volga. La policía militar se había limitado a cruzarse de brazos, asegurando que no podían hacer nada. Que las cosas eran así. Eran coches gubernamentales, ¿qué iban a hacer? Encima, los familiares habían tenido que aguantar una bronca antes de que los mandaran a casa. Zara no quería contárselo a su madre, pero ésta ya se había fijado en la uña levantada y en la yema amoratada, así que no creyó sus explicaciones, sabiendo que mentía. Cuando al final Zara le reveló que un Volga negro había estado a punto de atropelladas, su madre la pegó. Después quiso saber si los ocupantes del coche las habían visto.

– No creo. Iba muy rápido.

– ¿No se han parado?

– Claro que no.

– Nunca, jamás te acerques a un coche de ésos. Si ves uno, sal corriendo. Da igual donde sea, en ese mismo instante corre a casa.

Zara se sorprendió al oír tantas palabras juntas de boca de su madre. No era algo habitual. El hecho de que le pegase no importaba, pero aquel fulgor repentino en los ojos maternos… Su expresión traslucía la mayor seriedad, cuando, en general, la cara de su madre siempre era de lo más inexpresiva.

Aquella noche, su madre la pasó despierta, sentada a la mesa de la cocina, mirando con fijeza al frente. Y después, las noches siguientes, espiaba furtivamente entre las cortinas, como si estuviese esperando que un Volga se apostara delante de la casa y acechara con el motor en marcha. Pasado el tiempo, solía despertar en plena noche, echaba un vistazo a Zara, que fingía dormir, e iba hasta la ventana para escudriñar fuera; un rato después volvía a la cama y se tumbaba rígida hasta caer dormida, si es que lograba conciliar el sueño.

En ocasiones se quedaba de pie ante la cortina hasta el amanecer.

Una vez, Zara se levantó y se acercó a ella.

– No va a venir nadie -le dijo, tirándole del camisón de franela desde atrás.

Su madre no contestó, se limitó a zafarse de su mano.

– Mamá, Lenin nos protege, no tenemos por qué preocuparnos.

La mujer permaneció un rato en silencio y luego se volvió para mirar a su hija de soslayo, como acostumbraba hacer, como si a su espalda hubiese otra Zara y su vista se centrara en esa otra. Todo seguía sumido en la oscuridad, el reloj dio la hora, sus pies descalzos fueron resiguiendo las irregularidades del gastado suelo de madera, hasta que su madre la metió de nuevo en la cama sin mediar palabra.

Zara también había oído hablar del comisario Berija y la policía secreta. Y de coches negros que buscaban chicas jóvenes. Al parecer, daban vueltas por las calles de noche y las seguían, hasta que paraban a su lado. Nunca volvía a saberse de aquellas chicas. Un Volga negro del gobierno era siempre un Volga negro del gobierno.

Y ahora Oksanka, como una estrella de cine de algún lugar lejano, había saludado a Zara con la mano, con sus impecables y largas uñas rojas después de bajar de un Volga negro. Había arañado el aire con una sonrisa benévola y amplia, como una persona de sangre azul al descender de un transatlántico.

– ¿El Volga es tuyo? -preguntó Zara.

– Mi coche está en Alemania -contestó su amiga sonriendo.

– Entonces, ¿tienes coche?

– ¡Claro! En Occidente todo el mundo tiene.

Oksanka cruzó las piernas con elegancia. Zara escondió los pies debajo de la mesa. El forro de franela de sus zapatillas estaba húmedo, como siempre, igual que lo había estado también el de unas zapatillas idénticas de color rosa que había tenido Oksanka. En los tiempos en que ambas las usaban, se dedicaban a rellenar juntas el diario de la escuela justo en aquella misma mesa, con los dedos manchados de tinta.

– A mí los coches no me interesan -declaró Zara.

– Pero ¡con ellos puedes ir a donde te plazca! ¡Piénsalo!

Zara pensaba en que su madre no tardaría mucho en llegar y en lo que pasaría si veía un Volga negro allí aparcado.

La abuela no había visto el coche porque estaba sentada en su sitio de siempre y desde su ventana no se veía la calle. En realidad, no le interesaba la vida callejera, como a las ancianas que se sentaban contra la fachada; a ella le bastaba con el cielo.


Cuando Zara la acompañó de vuelta al Volga, Oksanka le explicó que el tejado de la casa de sus padres ya no tenía goteras, que lo había mandado arreglar.

– ¿Lo pagaste tú?

– Con dólares.

Antes de subir al coche, su amiga le tendió un folleto alargado.

– Es del hotel donde trabajo.

Zara lo sopesó en la mano. El papel era grueso y brillante, y llevaba impresa la foto de una mujer cuyos dientes relucían con un blanco irreal.

– Es un folleto -le aclaró Oksanka.

– ¿Un folleto?

– Hay tantos hoteles que los folletos son necesarios. Aquí tienes más. Éstos no los conozco, pero sé que también contratan a mujeres rusas. Podría conseguirte un visado si quieres.

Los hombres que estaban esperándola pusieron el motor en marcha y Oksanka subió detrás.

– ¡En la bolsa de plástico hay unas medias como éstas! -exclamó, señalando sus piernas y sacando una por la puerta-. Toca, toca.

Zara se acercó y acarició la brillante pantorrilla de Oksanka.

– Increíble, ¿verdad? -dijo riendo su amiga-. Volveré a visitarte mañana. Ya seguiremos hablando.


1992, oeste de Estonia


Cada tintineo del cuchillo parece una burla


Debajo de la toalla de lino se veían las piernas cubiertas de moretones. Las medias habían atenuado las marcas, pero ahora sus extremidades estaban desnudas, con piel de gallina y todavía húmedas por el baño. Una cicatriz le cruzaba el pecho y desaparecía debajo de la toalla. Aliide sintió repulsión. La chica, que estaba de pie ante la puerta de la cocina, parecía más joven después del baño, con la piel como la pulpa de una manzana roja recién partida. El pelo le goteaba en el suelo. Su fragancia se extendía hasta la habitación y por un instante Aliide echó de menos la sauna, que se había quemado hacía ya un año. Desviando la vista de la joven, la dirigió a lo largo de la pared, a los tubos aislantes, que aún parecían funcionar; dio unos golpecitos a un tubo verde y limpió las telarañas con el bastón.

– Ahí encima de la mesa hay esencia de plantago. Es bueno para la piel.

Zara no se movió, pero preguntó si tenía tabaco. Aliide le señaló el mueble de la radio con el bastón y pidió que le encendiese un Priima también a ella. Tras prender los dos cigarrillos, la muchacha volvió al umbral. Las gotas del pelo cayeron sobre el mismo charquito de antes.

– Siéntate en el sofá, pequeña, venga.

– Lo mojaré.

– No, no te preocupes.

Zara se dejó caer en un extremo del sofá y bajó la cabeza, para que el pelo gotease en el suelo. En la radio, Rüütel hablaba sobre las elecciones y Aliide cambió de emisora. Aino había dicho que iría a votar, pero ella no iría.

– Tinte de pelo seguro que no tiene, ¿verdad?

La anciana negó con la cabeza.

– ¿Tendrá entonces pintura o tinta? ¿Tinta de sellos?

– No, me temo que no.

– ¿Papel de calco tampoco? ¿Qué voy a hacer entonces?

– ¿Crees que te volverás irreconocible tan fácilmente?

La muchacha no contestó y siguió allí medio encorvada.

– ¿Qué tal si te traigo un camisón limpio y cenamos algo?

Aliide aplastó la colilla en el cenicero, rebuscó en el cajón de la cómoda, sacó un camisón estampado con flores rojas y blancas y dejó que la chica se vistiese. Un tintineo de botellas de cristal llegó de la cocina; la esencia de plantago le vendría bien. La oscuridad reinaba tras las cortinas; echó un vistazo para asegurarse de que no quedasen rendijas abiertas. No había ninguna, pero el borde inferior de las cortinas se movía un poco debido a la corriente. Ya sacaría fuera el agua del baño por la mañana. El rascar de un ratón en alguna parte la sobresaltó, pero su mano se mantuvo firme cuando empezó a anotar las fechas en sus tarros de conserva. Algunas llevaban pegado un trozo de papel de periódico en los lados. «El 18 por ciento de los crímenes de este año ha sido resuelto», rezaba uno, y Aliide dibujó encima una marca que indicaba que era una partida de conserva anterior. La noticia sobre el primer sex-shop de Tallin llevó la marca de una partida posterior. El bolígrafo estaba a punto de quedarse sin tinta, de modo que lo apretó contra el papel. «Durante los primeros días el problema fueron los chiquillos, que entraban como enjambres de moscas; había que sacarlos de la tienda.» El papel se rompió, así que dejó de insistir, sacó la carga de tinta del bolígrafo y la metió dentro de un bote con otras vacías. Había anotado las fechas con letra temblorosa. Tendría que seguir después. Aunque sin mayores dificultades guardó en la despensa los botes de cristal ya preparados, el corazón le latía con fuerza. Tenía que desembarazarse de aquella muchacha antes del día siguiente. Aino iría a llevarle la leche y juntas irían a la iglesia a recoger los paquetes de caridad; no quería dejarla sola en casa. Además, si Aino la veía, no podría impedir las habladurías en la aldea. Y, suponiendo que el marido de la chica existiera de verdad, no parecía la clase de invitado que a Aliide le gustaría tener en casa.

Reparó en que encima de la mesa de la cocina había un trozo de salchichón comprado en su última visita a la tienda, y se acordó de la mosca. El salchichón ya estaba perdido. Con el asunto de la chica, la mosca se le había ido de la cabeza. Era una estúpida. Y vieja. Ya no era capaz de hacer varias cosas al mismo tiempo. Estaba a punto de tirarlo a la basura, cuando cambió de opinión y lo examinó con detenimiento. Normalmente, las moscas se quedaban tan exhaustas cuando depositaban los huevos que perdían el sentido. No vio ni huevos ni a la mosca, pero al levantar el envoltorio de papel descubrió una bien gorda aleteando penosamente. La bilis le subió a la garganta. Agarró el salchichón y empezó a cortarlo en rebanadas para prepararle un bocadillo a la muchacha. Los dedos le temblaban.

Zara, ya cambiada, entró en la cocina. Con aquel camisón de franela parecía aún más joven.

– Lo que no entiendo todavía es cómo sabes estonio.

– ¿Qué tiene de raro?

– No eres de por aquí. Ni siquiera eres de Estonia.

– No. Soy de Vladivostok.

– Pero ahora estás aquí.

– Sí.

– Pues me resulta bastante intrigante.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Claro que una persona de mi edad no puede saber si en Vladivostok hay colegios que enseñan estonio. Los tiempos han cambiado mucho.


Zara se dio cuenta de que se estaba frotando la oreja otra vez. Volvió a llevarse las manos al regazo y después las puso sobre la mesa, al lado de la fuente de tomates. El tomate más grande tenía el tamaño de dos puños, el más pequeño era como una cuchara, todos redondos y a punto de reventar, tan maduros que entre sus hendiduras goteaba el jugo. El comportamiento de Aliide era muy cambiante, así que Zara no podía prever adónde conducirían sus palabras o actos. La anciana se sentaba y levantaba, se lavaba las manos, iba de aquí para allá, volvía a lavarse las manos en la misma agua, se las secaba, examinaba los tarros y la libreta de recetas, cortaba, pelaba, volvía a lavarse, siempre entregada a una actividad incesante. Sus palabras se le antojaban una velada acusación, y cuando estaba poniendo la mesa, cada tintineo del cuchillo parecía una burla. Zara no dejaba de sobresaltarse. Tenía que pensar qué decir, parecer una chica decente, una persona de fiar.

– Mi marido me enseñó.

– ¿Tu marido?

– Sí. Mi marido es estonio.

– ¡Vaya!

– De Tallin.

– ¿Y ahora quieres ir allí? ¿Para que te encuentre tu marido?

– ¡No!

– Entonces, ¿para qué? -Necesito salir de aquí. -Puedes ir a Rusia, por Valga o Narva. -¡No puedo ir a Rusia! Tengo que llegar a Tallin y cruzar la frontera. Mi marido tiene mi pasaporte.


Aliide tomó el bote donde guardaba su medicina para el corazón y percibió un fuerte olor a ajo. Tomó una cucharada de su miel medicinal y la devolvió a la nevera. Tendría que preparar más, un poco más concentrada quizá, añadiéndole ajo, pues se sentía débil. La tijera con que estaba cortando los tallos de las cebollas para mezclarlas con las patatas le pesaba mucho. Sus dientes ya no podían masticar el pan. La muchacha tenía una mirada grave. Aliide cogió un pepinillo con un movimiento brusco, le cortó la punta y después de hacerlo rodajas empezó a metérselas en la boca. La miel le había suavizado la garganta y la voz.

– Tu marido debe de ser un hombre especial, por lo que se ve.

– Lo es.

– Nunca había oído hablar de un estonio que fuese a Vladivostok a buscar una mujer, y menos todavía que le hubiese enseñado estonio. ¡Sí que ha cambiado el mundo!

– Paša es medio ruso.

– ¿Paša? Menudo nombre. Tampoco he oído jamás que un medio ruso fuese a Vladivostok a buscar una mujer y que le enseñase estonio. ¿Fue así? Por lo general, los rusos de Estonia sólo hablan ruso, de modo que sus mujeres empiezan a escupir ruso al compás que ellos les marcan. Las cáscaras de pipa vuelan de sus bocas con cada palabra.

– Paša es un hombre especial.

– Vaya si lo es. Entonces ¡eres una chica con suerte! ¿Y cómo es que fue a Vladivostok a buscar una mujer?

– Allí había trabajo.

– ¿Trabajo?

– Sí, trabajo.

– Normalmente, son los rusos quienes vienen aquí y no al revés, sea por trabajo o cualquier otra cosa.

– Paša es un hombre especial.

– ¡Parece un verdadero príncipe azul! E incluso te lleva a Canadá de vacaciones.

– En realidad nos conocimos mejor en Canadá. Ya le he contado que fui a trabajar de camarera, y allí me lo encontré.

– Y después os casasteis y él te dijo que ya no tendrías que volver a trabajar de camarera.

– Algo así, sí.

– Podrías escribir una novela con una historia tan bonita.

– ¡Pues sí!

– Mimos, viajes y coches. Cuántas chicas querrían estar con un hombre así.


1991, Vladivostok


En el armario está la maleta de la abuela, y dentro su chaquetón de plumas


Zara escondió los folletos que le había dado Oksanka en la maleta que tenía en el ropero, ya que no sabía qué opinaría su madre al respecto. Por la abuela no debía preocuparse, no le contaría nada de lo dicho por su amiga. Sin embargo, sí tendría que decirle que la había visitado, porque al final se enteraría por los chismorreos de las mujeres del piso comunitario. Como querrían saber qué regalos le había traído, tendría que invitar a cada una a un trago de ginebra. Su madre seguramente se pondría contenta por los regalos, pero ¿se alegraría igual si se enteraba de que Zara podía encontrar trabajo en Alemania? ¿Ayudaría que le dijese cuantos dólares podría mandar a casa? ¿Y si fuese una cantidad de dinero desorbitada? Al día siguiente le preguntaría a Oksanka qué cantidad podía asegurarle. Probablemente también debería aclarar otros asuntos. ¿Ahorraría lo suficiente para vivir cinco años, lo necesario para estudiar y graduarse? ¿Podría ahorrar bastante y al mismo tiempo mandar dinero a casa? Si se quedaba allí poco tiempo, sólo medio año por ejemplo, ¿lograría ahorrar algo?

También metió las medias en la maleta. Si su madre las descubría, seguro que las vendería de inmediato con la excusa de que Zara no las necesitaba.

La abuela dejó de mirar al cielo por un momento.

– ¿Qué tienes ahí?

Zara le mostró el envoltorio plano: un sobre de plástico transparente con una foto de una mujer de sonrisa reluciente y piernas largas, impresa sobre un cartón multicolor. En éste había un troquelado por el que se veía un trozo de media. La abuela le dio vueltas en la mano. Zara quiso abrirlo para enseñarle las medias, pero la anciana se lo impidió. ¿Para qué? Se romperían entre sus ásperas manos. ¿Y quién podría arreglar unas medias tan finas con una aguja de remiendo?

– Vamos, escóndelas ya -le ordenó, y añadió que las medias de seda también habían sido una valiosa moneda de cambio durante su juventud.

Zara volvió al armario y decidió colocarlas junto con los folletos en la parte de abajo de la maleta. La bajó al suelo y empezó a deshacerla. En el armario siempre tenían unas maletas preparadas: una para mamá, una para la abuela y una para Zara. Decían que era por si se producía un incendio. A veces, la abuela las rehacía y examinaba, incluso de noche, haciendo tanto ruido que despertaba a su nieta. A medida que Zara fue creciendo, la abuela fue sustituyendo la ropa de la maleta, quitando la que se le quedaba pequeña. También estaban todos los documentos importantes, la chaqueta con el dinero cosido en el forro, y medicinas que se renovaban con regularidad. Asimismo había agujas, hilo, botones e imperdibles. En la maleta de la abuela se guardaba además un chaquetón de plumas, ya grisáceo por el uso. El relleno se había endurecido y las costuras, que iban de arriba abajo, regulares como un alambre de espino, contrastaban extrañamente con la tosquedad de la chaqueta.

De niña, Zara siempre había pensado que la abuela sólo veía la porción de cielo visible por la ventana y no se daba cuenta de lo que pasaba en la casa. Sin embargo, una vez la maleta se le había caído sin querer del estante, y al estrellarse contra el suelo habían saltado las cerraduras. La abuela se volvió con la rapidez de una joven y su boca se abrió de par en par, como la tapa de una lata de conservas. Aquel chaquetón de plumas que Zara nunca había visto había caído al suelo. La abuela no se movió de su sitio, delante de la ventana, pero su mirada traspasó a Zara de parte a parte, y ella no entendió por qué se sentía avergonzada, y por qué era una vergüenza distinta a la que experimentaba cuando tropezaba o contestaba mal en la escuela.

– Guárdalo.

Cuando llegó a casa, su madre arregló la maleta y la cerró. No consiguieron reparar las cerraduras, así que se las dieron a Zara para jugar, y ella hizo unos pendientes para la muñeca. Era uno de los acontecimientos más extraños de su niñez y aunque ni siquiera más tarde llegó a comprender qué había pasado y por qué, lo cierto era que a partir de ese momento abuela y nieta comenzaron a hacer cosas juntas. La anciana empezó a llevarla consigo y a dejarla participar en la preparación de las conservas durante la época de recolecta. Como su madre trabajaba, nunca disponía de tiempo para regar la huerta de legumbres que tenían, ni para quitar las malas hierbas. Zara y su abuela se cuidaban la una a la otra, y de paso la anciana le contaba historias de aquel otro país en aquel otro idioma. Zara lo había oído por primera vez cuando, al despertar de repente en plena noche, vio a su abuela hablando sola junto a la ventana. Tras despertar a su madre, Zara le susurró que a la abuela le pasaba algo. Su madre echó la manta a un lado, se calzó las zapatillas y luego le recostó la cabeza en la almohada sin mediar palabra. Zara fingió obedecer. La manera en que su madre habló con la anciana le sonó extraña, y ésta le contestó también con palabras extrañas. Las maletas yacían en el suelo, abiertas. Su madre palpó las manos y la frente de la anciana y le dio agua y Validol. Su abuela lo tomó sin mirarla, lo que no era de extrañar, ya que nunca miraba a nadie a la cara, siempre desviaba un poco la vista. Luego su madre recogió las maletas, las metió en el armario y después apoyó las manos en los hombros de la anciana. Así permanecieron, quietas, mirando la oscuridad exterior.

Al día siguiente, Zara le preguntó a su madre qué había dicho su abuela y en qué idioma hablaba. Su madre trató de eludir el tema fingiéndose ocupada con el té y el pan, pero Zara insistió. Entonces le contó que la abuela había estado hablando estonio, repitiendo la letra de una canción de ese país; por lo visto chocheaba un poco. Sin embargo, le dijo el título: Emasüda, «Corazón de madre». Zara memorizó la palabra y cuando su madre no estaba en casa aprovechó para pronunciarla delante de su abuela. Esta la miró a los ojos y Zara sintió su mirada atravesándola, en la boca, en la garganta, y notó que la garganta se le cerraba, que la mirada de su abuela se deslizaba hacia abajo, hacia el corazón, que empezaba a encogérsele. Luego percibió que seguía desde el corazón al estómago, que se le retorció, y a continuación hacia sus piernas, que le empezaron a temblar, y de éstas a las plantas de los pies, que le hormiguearon. Entonces notó una oleada de calor, y su abuela le sonrió. De esa sonrisa nació su primer juego compartido, que había brotado palabra por palabra y empezado a florecer de manera brumosa y amarillenta, como florecen las lenguas muertas, a chasquear con dulzura, como la aguja del gramófono, y a sonar como las voces bajo el agua. Entre silencios y susurros crearon un idioma propio. Era su secreto, su juego compartido. Mientras su madre se hallaba inmersa en las tareas domésticas, Zara sacaba cualquier cosa, un juguete, o simplemente tocaba algún objeto, y la anciana sentada en su silla articulaba con los labios una palabra en estonio, sin pronunciarla en voz alta. Entonces Zara tenía que descubrir si era el nombre correcto. Si no lo descubría, se quedaba sin un caramelo, pero si acertaba conseguía un dulce. A su madre no le gustaba que la abuela le diese chucherías sin motivo, pues eso era lo que creía, pero, como no tenía ganas de entrometerse, se limitaba a soltar un hondo suspiro de vez en cuando. Zara había ido atesorando aquellas palabras melodiosas, aquel idioma suave, y las pocas historias que su abuela le había contado en la huerta acerca de un café en algún lugar, donde servían pasteles de ruibarbo decorados con nata cremosa. Un café donde los pasteles de nata y chocolate se derretían en la boca y en cuya terraza se percibía la fragancia del jazmín, el crujir de los periódicos en alemán, estonio y ruso, las agujas de corbata y los gemelos, las mujeres con elegantes sombreros, y donde se veía a algún dandi con zapatillas de tenis y traje oscuro. En la calle flotaba una nube de magnesio salida de un apartamento donde acababan de tomar unas fotografías. El concierto dominical en el paseo marítimo. Tragos de agua Seltzer en el parque. El fantasma de la princesa de Koluveri, que se aparecía en la oscuridad por los caminos. En las noches de invierno, al calor de una cocina de leña, tostadas untadas con confitura de frambuesa y leche fría para beber. ¡Y compota de grosellas rojas!


Zara rehízo su maleta, metió todo lo que contenía sobre los folletos y las medias, la cerró y la puso en su sitio en el armario. La abuela se había vuelto otra vez hacia la ventana y miraba el cielo. En invierno no podían tapar el cristal con mantas, aunque entrase la corriente, e intentaban sellarla de todas las maneras posibles, pero no había forma. Su abuela quería contemplar el cielo también de noche, cuando de hecho no se veía nada. Decía que era el mismo cielo de su hogar. También la Osa Mayor era de gran importancia para ella, pues era la misma de su casa, sólo que se veía menos y a veces incluso había que buscarla. Siempre había sido fácil hacer sonreír a la abuela con la ayuda de la Osa Mayor; bastaba con que Zara la señalase y pronunciase su nombre. De niña, Zara no comprendía el porqué; hasta más tarde no había entendido que la abuela quería decir «Estonia» cuando decía «casa». Había nacido allí, y su madre también. Después había llegado la guerra y el hambre, y la guerra se había cobrado la vida del abuelo y ellas habían tenido que escapar de los alemanes. Habían llegado a Vladivostok, ya que allí había trabajo y comida, de modo que se habían quedado.

– ¿Estaría mal que me fuera a trabajar a Alemania? -le preguntó Zara a su abuela.

– Eso tienes que preguntárselo a tu madre -respondió la anciana sin volverse.

– Total, ella no va a decirme nada. Nunca dice nada sobre nada. Si no quiere que se haga algo, no dice nada. Y si quiere, tampoco.

– Tu madre es de pocas palabras.

– ¡Es que parece muda!

– Calla, calla -la reprendió la abuela.

– No creo que le importe que esté aquí o en otra parte.

– A mí no me lo parece.

– ¡No intentes justificarla!

Zara bebió un sorbo de té con ímpetu, se atragantó y empezó a toser tanto que se le saltaron las lágrimas. Se iría, al menos así dejaría de oír cómo se arrastraban las zapatillas de su madre. Otras madres también habían presenciado los bombardeos de niñas, y aun así hablaban, aunque la abuela aseguraba que una bomba podía asustar a un niño hasta tal punto que no volviera a hablar. ¿Por qué tenía que ser justo su madre la que se había quedado conmocionada por las bombas? Se marcharía. Traería un montón de dinero para su abuela y a lo mejor incluso un telescopio. Y a ver si su madre tenía algo que decir cuando volviese con la maleta repleta de dólares y se pagase los estudios, cuando consiguiese una vivienda sólo para ellas y se hiciese médica en un tiempo récord. Tendría su propia habitación, donde podría estudiar tranquila y prepararse para los exámenes, y luciría un peinado occidental, medias brillantes a diario, y la abuela podría buscar la Osa Mayor con un telescopio.


1992, oeste de Estonia


Zara traza un plan para escapar y Aliide tiende trampas


Zara se despertó con un familiar aroma de orejas de cerdo cocidas. Provenía de la cocina. Primero pensó que estaba en Vladivostok, pues la tapa de la cacerola repiqueteaba de un modo conocido sobre el agua hirviendo y reconoció el olor a cartílago, con lo que se le hizo la boca agua. Pero después una pluma de la almohada le pinchó la mejilla, y al abrir los ojos vio el ángulo de un tapiz desconocido. Se hallaba en casa de Aliide Truu. El papel de la pared tenía burbujas y las juntas estaban pegadas de cualquier manera. Entre el tapiz y el empapelado se veía una telaraña fina como una neblina de la que colgaba una mosca muerta. Apartó el tapiz con un dedo y debajo una araña correteó nerviosa. Estuvo a punto de apretar el tapiz para aplastarla, pero recordó que matar una araña significa la muerte de la propia madre. Acarició el tapiz. Se sentía el pelo ligero, la piel suave con aquel camisón de franela abrochado hasta el cuello. Los calcetines humedecidos en alcohol, que por la noche le habían resultado desagradablemente fríos, ahora estaban calientes. Todavía podía oler la fragancia del jabón. Sonrió. El sol se filtraba entre las cortinas, unas cortinas que eran justo como las había imaginado.

Habían preparado la cama en el sofá de la habitación de la entrada. La estancia de atrás estaba tan llena de plantas medio secas que a duras penas habría cabido una persona acostada. El suelo, las camas, las estanterías y la mesa habían sido cubiertos con periódicos, sobre los que había caléndulas, colas de caballo, menta, milhojas y comino. De las paredes colgaban bolsas llenas de rodajas de manzana y pan moreno secos. La mesa pequeña frente a la ventana rebosaba de jarabes medicinales que fermentaban al sol; algunos tarros parecían verdaderos hormigueros, y Zara se apresuró a desviar la mirada. A causa de las plantas, la atmósfera estaba tan cargada que habría sido difícil conciliar el sueño allí. Sin embargo, Aliide se había hecho la cama delante de la puerta, sobre una alfombra. Había apartado con cuidado los periódicos cubiertos de plantas de modo que en el suelo quedase un espacio libre para una persona. Aunque Zara había insistido en dormir allí, la anciana no había querido ni oír hablar de ello, probablemente temiendo que la joven aplastara sus hierbas al moverse en sueños. El olor de las plantas medicinales llegaba también hasta la habitación de atrás, aunque no tan intenso. Allí sólo había panales de miel apilados junto con algún que otro bote, y una ristra de ajos en un colgador al lado de la estufa. Junto al mueble de la radio había una pila de almohadones; las puntillas de sus fundas blancas y algo arrugadas habían amarilleado un poco, pero la parte central resplandecía en aquella habitación, por lo demás, casi en penumbra. Zara les había echado un vistazo furtivo antes de acostarse. Todos llevaban iniciales bordadas, todas distintas.

La puerta de la cocina, en cuyo interior se cocían las orejas de cerdo, estaba cerrada, pero la radio estaba lo suficientemente alta para que se oyese desde la habitación. Estaban hablando de la caída de una antena de repetición en Varsovia, el año anterior. Había sido la estructura más alta jamás construida, de 629 metros. Zara salió de la cama de un brinco, de pronto nerviosa.

– ¿Mide?

Miró fuera por la ventana, como esperando ver un Volga o un BMW negro. Sin embargo, en el jardín no había nada anómalo. Aguzó el oído para intentar captar si ocurría algo raro, pero sólo oyó su pulso, la radio, el tictac del reloj y el crujido del parquet cuando se acercó sigilosamente a la puerta de la cocina. ¿Estarían allí Paša y Lavrenti, sentados tranquilamente tomando un té? ¿Esperándola? Conociéndolos, no le sorprendería: la habrían dejado despertar en paz para que luego fuese a la cocina sin sospechar nada. Un sistema, según ellos, diabólico y genial. Estarían apoyados con descaro contra una esquina de la mesa, fumando y hojeando periódicos. Y le sonreirían cuando entrase en la cocina. Tal vez habrían obligado a Aliide a guardar silencio y permanecer sentada entre ellos, con sus legañosos ojos aterrorizados. Aunque era difícil imaginar a la anciana con tal expresión.

Abrió la puerta de un empujón, y al estar muy ajustada emitió un chirrido. La cocina se hallaba vacía. Ni rastro de Paša o Lavrenti. Encima de la mesa vio la libreta de recetas de Aliide, un periódico abierto y varios billetes de coronas. La olla de las orejas de cerdo hervía bajo una nube de vapor. Justo delante de la jofaina vacía, el suelo estaba mojado, la bañera también estaba vacía, pero los cubos de agua sucia estaban llenos a rebosar. No se veía a la anciana por ninguna parte. La puerta de entrada chirrió y Zara se volvió. ¿Acaso llegaban en ese preciso momento?

– Buenos días, Zara -la saludó Aliide al entrar-. Por lo visto has dormido bien. -Y depositó un cubo de agua en el suelo-. Pero ¿qué ha pasado? ¿Qué te has hecho en el pelo?

Zara se sentó a la mesa y se pasó una mano por la cabeza. El pelo corto pinchaba y sentía frío en la nuca.

Las tijeras estaban al lado del tarro de azúcar. Las cogió con un movimiento súbito y empezó a cortarse las uñas. Unas medias lunas irregulares y pintadas de rojo fueron cayendo de una en una sobre el mantel de hule.

– Creo que podríamos haber buscado una manera de teñirte el pelo. Con ruibarbo se consigue un color rojizo.

– Ya no importa.

– Bueno, pues por lo menos deja las uñas en paz. Debería tener una lima por alguna parte. Vamos a arreglarlas.

– No.

– Zara, ese marido tuyo no sabe llegar hasta aquí. ¿Cómo iba a saberlo? Podrías estar en cualquier parte. Bebe un café y tranquilízate. Esta misma mañana he molido unos granos de café del bueno.

Llenó la taza de la joven y empezó a poner las orejas de cerdo en un plato con ayuda de una espumadera, sin dejar de mirar de reojo a Zara cortarse las uñas. Cuando acabó, la joven empezó a remover el amarillento y grueso azúcar con la cucharilla. Sentía las yemas de los dedos desnudas y limpias. El húmedo crujido del azúcar junto con el zumbido de la nevera la serenaban. ¿Debía aparentar la mayor calma posible o explicar cómo era Paša en realidad? ¿Qué le convenía contar para que Aliide estuviese dispuesta a ayudarla? ¿Tal vez tendría que tratar de olvidar a Paša durante un tiempo y centrarse en la anciana? Como mínimo, necesitaba pensar con mayor claridad.

– Siempre te encuentran.

– ¿Te encuentran?

– Quiero decir que mi marido siempre acaba encontrándome.

– Así pues, no es tu primera huida.

La cucharilla dejó de moverse en el azucarero.

– No hace falta que contestes. -Aliide llevó a la mesa el plato de orejas de cerdo-. Yo sólo digo que estás en demasiado baja forma para ser un señuelo.

– ¿Un señuelo?

– No te hagas la inocente, chiquilla. Una jovencita de esas a las que mandan de avanzadilla para ver si hay algo de valor en la casa. Normalmente, las dejan tiradas en medio de la carretera como si estuviesen heridas, para que uno detenga el coche, y luego ya está, te quedas sin él. Aunque no tendrías que haber venido hasta después de la visita de mi hija. -La anciana empezó a poner los platos en la mesa, mirando de reojo a Zara; estaba claro que esperaba una réplica de la joven.

¿Había gato encerrado en sus palabras? Zara se esforzó por interpretarlas, pero no encontró nada extraño.

– ¿Y por qué? -se limitó a preguntar al fin.

Aliide no contestó enseguida. Era evidente que había esperado una reacción distinta de la joven.

– Porque vendrán las visitas, la gente de la aldea, pues todos querrán ver qué me ha traído. Pero yo escondo la mayor parte de las cosas en los recipientes de la leche y sólo dejo a la vista un par de paquetes de café. No es que ahora haya nada en ellos, están vacíos, únicamente quedan unos pocos macarrones y algo de harina; están esperando a que mi hija llegue de visita. A mimar a su vieja madre.

Zara siguió removiendo la cucharilla e intentó entender qué quería decir la anciana.

– Le pedí que me trajera un poco de todo.

De repente, Zara tuvo una idea. ¡Un coche! ¿Acaso su hija vendría en coche?

– Vendrá en su propio coche. Talvi también prometió traer un televisor nuevo para sustituir ese Record, ¿qué te parece? Qué raro que hoy en día dejen pasar aparatos electrónicos por la frontera con tanta facilidad.

Zara se sirvió una oreja de cerdo. Su cuchillo tintineaba contra el plato y el tenedor se hundía despacio en los trozos de carne. No siempre acertaba; a veces el tenedor chirriaba, y sus dedos sujetaban con fuerza los cubiertos. Tenía que concentrarse en aflojarlos o Aliide se daría cuenta de que trataba de evitar que le temblasen. Tampoco podía aparentar demasiado interés, debía comer la oreja y hablar al mismo tiempo, pues masticar hacía más firme su voz. Le preguntó adónde se marcharía Talvi después de la visita, si se dirigiría directamente a Tallin en su coche. Aunque Zara consiguiese llegar hasta la ciudad más próxima (y no sabía cuál era), no podría tomar autobuses ni trenes si no quería que su marido se enterara enseguida, y también la milicia. Aliide le recordó que en Estonia ya había policía normal, pero Zara insistía en que necesitaba llegar a Tallin a escondidas, sin que nadie se percatase. Que alguien la descubriera supondría el fin de su viaje.

– Sólo necesito que me lleve hasta Tallin, nada más.

Aliide frunció el cejo. Aunque era una mala señal, Zara ya no podía parar, su voz sonaba agitada y hablaba atropelladamente, se saltaba algunas palabras para luego volver sobre ellas. ¡Un coche! ¡Talvi tenía un coche! Eso podría solucionar sus problemas. ¿Cuándo llegaría?

– Pronto.

– ¿Cómo de pronto?

– Quizá en un par de días.

Si Paša no la descubría antes, podría escapar a Tallin con la ayuda de Talvi. Después, solamente tendría que pensar la forma de continuar hasta Finlandia. Quizá en el puerto podría esconderse en un camión, o tal vez en algún otro lugar. ¿Cómo se las arreglaba Paša para llevar a la gente al otro lado de la frontera? Zara sabía que la policía registraba los maleteros de los turismos. Tenía que ser un camión, uno finlandés, los finlandeses siempre lo tenían más fácil para cruzar al otro lado. Necesitaba un pasaporte, y sólo lo conseguiría si se lo robaba a alguna finlandesa de su edad. Pero sería muy complicado, no lo lograría ella sola. Primero había que llegar a Tallin. Ahora debía centrarse en que Aliide la ayudase. Pero ¿qué podía hacer para que la anciana dejase de fruncir el cejo? Tenía que tranquilizarse, olvidarse por un instante de Talvi y su coche para no inquietar todavía más a la mujer. Las alternativas cruzaban su cabeza a toda velocidad, pero no las podía controlar, ni siquiera sopesarlas. Las sienes le latían. Tenía que respirar hondo, aparentar ser digna de confianza, una de esas chicas que se hacen querer por las personas mayores. Tratar de ser amable, correcta, educada y servicial, pero tenía cara de puta y modales de puta, aunque seguramente el hecho de cortarse el pelo la ayudaría un poco. Joder, no lo conseguiría.

Fijó la vista en la taza de café de Aliide. Si se concentraba en algo, podría contestar mejor a cualquier pregunta. La porcelana amarillenta estaba surcada de fisuras negras, como patas de araña. La taza era translúcida y recordaba a una piel joven, aunque ya tuviera sus años. Era chata y modelada con gracia, pertenecía a un ámbito distinto del resto de cacharros de la cocina, poseía alguna clase de refinamiento procedente de un mundo pasado. Zara no había visto en la alacena ninguna otra pieza de vajilla de la misma serie, aunque, por supuesto, no conocía la vajilla entera de Aliide, sólo la que estaba a la vista. La anciana bebía el café, la leche y el agua en aquella taza, que sólo enjuagaba de vez en cuando. Se trataba de su taza favorita, estaba claro. Zara siguió sus fisuras con la mirada, a la espera de la siguiente pregunta.

– Este año hemos tenido una cosecha buena -dijo Aliide, y empujó la fuente de tomates hacia la muchacha.

Entre los tomates revoloteaba una mosca.

Zara negó con la cabeza mirando la fuente. Aliide espantó la mosca con la mano. -Sólo ponen los huevos en la carne.


Aliide estaba alerta. Había intentado despertar el interés de Zara por Finlandia, pero la muchacha no había formulado más preguntas sobre Talvi ni sobre aparatos eléctricos. Se limitaba a toquetear el plato con el tenedor, masticaba con esmero, hacía tintinear la taza de café. Sus tragos largos se oían perfectamente, aunque la radio estaba encendida, y de vez en cuando se tocaba el pelo recién cortado. Su pecho subía y bajaba. Hablar del coche la había puesto nerviosa, no había sido el televisor nuevo ni otra cosa. A lo mejor era que simplemente no le interesaban, o que era astuta como un zorro. Pero ¿podría ser aquella piltrafa de chica un señuelo o una ladrona? Aliide reconocía a los ladrones. Zara no tenía aquella vivacidad en los ojos, no miraba como los ladrones, sino más bien como un perro siempre alerta para que los niños no le pisen el rabo. Su expresión era huidiza, como si se estuviese encogiendo. Los ladrones no eran así, ni siquiera los que aprendían a robar a base de sopapos. Tampoco el hecho de mencionar los regalos de Finlandia había producido en la chica la reacción que Aliide esperaba, aquel conocido brillo de la codicia, una vibración respetuosa en la voz, nada. ¿Acaso lo que quería robar era el coche?

También la había puesto a prueba dejándola sola en la cocina: había salido fuera para espiarla por la ventana, pero la muchacha no se lanzó sobre el bolso de la anciana, ni siquiera miró los billetes esparcidos en la mesa, aunque ella los había dejado bien a la vista. Luego, al entrar, le mencionó las coronas y se las enseñó, diciendo: «Mira, billetes de corona, y sólo tienen un par de meses, ya no tenemos rublos, ¡imagínate!» Charló un buen rato sobre el gran día del cambio de moneda, el 20 de junio, y después dejó, como quien no quiere la cosa, las coronas en la esquina de la alacena, pero la muchacha no les prestó ninguna atención. Mientras Aliide parloteaba sobre la devaluación del dinero y cómo los rublos se habían convertido en papel higiénico, la chica parecía ausente, limitándose a asentir de vez en cuando con educación y atrapando al vuelo alguna palabra en su conciencia para dejarla escapar enseguida, sin la más mínima reacción. Más tarde, sin que la muchacha la viera, la anciana contó los billetes. No faltaba ninguno. También comentó lo bonito que era su bosque, pero en los ojos de la joven no surgió la menor chispa de interés.

Sin embargo, al dejarla sola, la vio frotarse los brazos y ponerse a examinar la antigua azucarera, anterior a la época soviética, recorriendo con los dedos las fisuras y los adornos, observando la cocina a través de ella. Ningún ladrón podría estar interesado en una pieza de porcelana rota. Aliide había repetido el truco de antes, dejó a la chica sola y salió por agua al pozo. Antes de marcharse, apartó una de las cortinas justo lo suficiente para poder espiar a su invitada desde el jardín. La muchacha se limitó a dar vueltas y se acercó al ropero, pero no lo abrió, ni siquiera los cajones, tan sólo lo toqueteó por fuera e incluso apretó la mejilla contra la madera pintada de blanco, para luego aspirar la fragancia de los claveles que había sobre la mesa. Acarició el mantel, con sus amapolas, sus lirios y sus capuchinas bordadas sobre fondo negro, tocó sus hojas verdes con los ojos fijos en la tela, como si de repente estuviera interesada en aprender a bordar. Si se trataba de una ladrona, era la peor del mundo.

Antes de que Zara se despertase, Aliide ya había llamado a Aino para decirle que tenía un poco de fiebre y no se sentía con fuerzas para recoger los paquetes de la beneficencia. Aún le quedaba un poco de leche, así que ya se la traería en otra ocasión. Aino se puso a hablar sobre Kersti, que una vez había visto una luz extraña en el camino del bosque, un ovni según ella, se había desmayado y se había despertado horas más tarde en el mismo camino. Ni siquiera la propia Kersti recordaba si los ovnis se la habían llevado a algún sitio. Aliide la interrumpió alegando que se sentía muy débil e iba a acostarse, y casi le colgó sin más. Ya tenía bastante que pensar en su propia casa. Debía desembarazarse de aquella muchacha antes de que Aino u otra vecina fuese a visitarla. ¿Qué demonios la había movido a acogerla?

Zara comía ruidosamente. Sus mejillas resplandecían como una manzana roja. Sus ojos aún brillaban al pensar en el coche, aunque intentaba contener su entusiasmo. Era una pésima actriz, y no llegaría muy lejos si seguía así. ¿Qué había pretendido al raparse el pelo, si con un pelo así todavía llamaba más la atención que antes?

Aliide fue a la despensa en busca de pepinillos. La crema de caléndulas que había preparado para el invierno estaba espesándose en la alacena, delante de los tarros de pepinillos en conserva. Era lo único que Talvi aceptaba llevarse a Finlandia, pues la caléndula le sentaba muy bien a su cutis, pero nunca había aprendido a prepararla. En cambio, jamás quería llevarse pepinillos, aunque le gustaran. En el maletero de su coche cabían un montón de tarros, pero si Aliide intentaba meterlos a escondidas, su hija los sacaba. ¿Acaso aquella muchacha que seguía acurrucada en la cocina quería robarle el coche a Talvi y escapar? La anciana no tenía ni idea.

Contaban que los finlandeses no echaban rábano picante a sus pepinillos en conserva, ésa era la diferencia con los suyos.

Aliide se sentó a la mesa y le ofreció a la chica rodajas de pepinillo en vinagre al eneldo y nata agria, pepinos en salsa y pepinillos amargos.

– Este año he tenido una cosecha extraordinaria.


Zara no era capaz de decidir qué clase de pepinos escoger: extendió el brazo primero hacia los amargos y después hacia el otro recipiente, que hizo caer al suelo a causa del temblor de su mano. El golpe la hizo brincar de la silla y taparse los oídos con las manos. Como siempre, lo había estropeado lodo. El recipiente esmaltado quedó boca abajo al lado de la alfombra de retales; unas rayas de nata agria veteaban el cemento gris. Afortunadamente, el recipiente no era de cristal, al menos no había roto nada. Aunque seguramente rompería algo pronto si las manos no dejaban de temblarle. Primero tendría que controlar el temblor y luego conseguir que Aliide entendiese que no disponía de mucho tiempo. La anciana tampoco pareció enfadarse esta vez por el desastre ocasionado; al contrario, fue a buscar un trapo y empezó a limpiar canturreando de modo tranquilizador. No pasaba nada. Cuando al fin a Zara se le ocurrió ayudar, sus manos aún temblaban.

– Venga, Zara, sólo era un tarro de pepinos. Vuelve a la mesa.

La muchacha no paraba de repetir que había sido sin querer, pero eso no parecía interesar a Aliide, que interrumpió su retahíla de excusas y lamentos.

– Entonces, ¿tu marido tiene dinero?

Zara volvió a sentarse. Ahora tenía que concentrarse en hablar correctamente y no provocar nuevos estropicios. Zara, sé una buena chica. No pienses que no vales para pensar. Sólo contesta a las preguntas y ya está. Ya hablarás más tarde del coche.

– Sí, tiene dinero.

– ¿Mucho?

– Mucho -¿Y la mujer de un hombre rico trabajaba de camarera?

Zara se tironeaba del lóbulo. No llevaba pendiente, tan sólo tenía un agujero ligeramente enrojecido. ¿Cómo podía contestar a aquella pregunta? Era estúpida y lenta para improvisar, pero si se quedaba callada, la anciana pensaría que estaba ocultando algo malo. Pero ¿seguiría sosteniéndose su historia de que trabajaba de camarera? Aliide la escrutaba, así que comenzó a ponerse nerviosa otra vez. No sería capaz de salir airosa. Paša tenía razón, lo que necesitaba era una paliza. Quizá también acertaba cuando le decía que era incapaz de comportarse a menos que temiese recibir una tunda. Puede que en ella hubiese algo malo e insano, alguna tara de nacimiento. Y mientras pensaba en su propia incapacidad para comportarse correctamente, las palabras empezaron a brotar de sus labios, sin darle tiempo de decidir qué iba a decir. Vale, vale, no era camarera. Se apretaba el agujero de la oreja con una mano, mientras con la otra se frotaba el hueco de la clavícula. Su mente, su boca y ella misma eran ahora entidades separadas que nada tenían en común. La historia simplemente fluía hacia fuera y ella era incapaz de acallarla. Le contó que habían estado de vacaciones en Canadá, en un hotel de cinco estrellas, y pasaban el día entero dando paseos en un coche negro, y que tenía un abrigo de piel nuevo cada día de la semana, además de abrigos distintos para la noche, para el día, para estar dentro y estar fuera.

– Vaya, qué emocionante.

Zara se limpió las comisuras de la boca. Sintió vergüenza y calor, e hizo lo que solía cuando tenía demasiada vergüenza: concentró sus pensamientos y su mirada en algo distinto. Aliide, la cocina y la olla de orejas de cerdo desaparecieron. Miraba fijamente su dedo. La espumilla de las comisuras que le había quedado en la yema era igual que la saliva que deja una serpiente sobre una hoja de frambuesa. Era una oruga. Se concentró en esa pequeña criatura, eran las más útiles cuando se trataba de abstraerse de la realidad. La oruga se esconde dentro de una bola de baba, que la protege de sus enemigos y evita que se seque. ¿Dónde lo había oído? ¿En la escuela? Recordaba el crujir tranquilizador del libro de texto, el olor a papel y pegamento. Por un instante, evocó aquel crujido, imaginando que sus pensamientos eran como las páginas secas del libro y se tranquilizó, abandonó la oruga y permitió que la emisora Vikerraadio volviese a sus oídos, que su mente regresara a la cocina de Aliide, a las ranuras del suelo, al mantel de hule, a la cucharilla de aluminio. En una esquina de la mesa vio un frasco en cuya etiqueta se leía en cirílico drazee, «vitamina C», y el código de certificación sobre el familiar cristal marrón. Zara extendió la mano hacia él repitiendo para sí aquellas tranquilizadoras palabras rusas de la etiqueta, y le dio unos golpearos a la tapa, un sonido conocido. Cuando era niña, a menudo se zampaba todo el contenido del frasco a escondidas; aquel sabor amargo, de un naranja vivo, le colmaba la boca junto con el olor a farmacia, pues se compraba en la farmacia. Su pulso ya había recuperado el ritmo normal cuando se volvió hacia Aliide y le pidió perdón por su nerviosismo. Dijo que sólo había querido parecer una persona normal y corriente, y que no tenía ninguna intención de parecer presumida.

Aliide soltó una risita.

– No querías parecer una ladrona.

– Probablemente.

– Y tampoco la mujer de un mafioso.

– Probablemente.

Pero Aliide no continuó con la conversación y tampoco preguntó el motivo por el que Zara no podía volver a Rusia o a su casa.

Oyó el tictac del reloj. El fuego chisporroteaba en la cocina de leña. Zara sentía la lengua entumecida. Las ranuras del suelo de cemento parecían borrosas, como si se moviesen un poco.

– Ya está -dijo al fin Aliide levantándose de la mesa. Golpeó la lámpara con el matamoscas, pues algunos insectos revoloteaban alrededor, y se puso a hervir unos tarros de cristal en una tartera-. A ver, ven aquí a ayudarme. Por lo visto, los calcetines mojados en alcohol han servido de algo, al menos no pareces resfriada. Luego iré a buscar un pañuelo, para que te tapes esa cabeza.


1991, Berlín


Zara se pone una falda de cuero roja y aprende a comportarse


La luz se filtraba por el ojo de la cerradura. Zara se despertó en el colchón situado al lado de la puerta. Su lóbulo infectado había supurado pus, podía olerlo. Buscó a tientas en el suelo una botella de cerveza. El gollete estaba pegajoso y la bebida obró el mismo efecto en su garganta seca, que quedó igualmente pegajosa y amarga. Tocó el marco de la puerta con los pies. Al otro lado estaban sentados Paša y Lavrenti. Los jirones del empapelado amarillento por la nicotina ondeaban al compás de la respiración fría de Paša, pero eso no tenía nada de alarmante. ¿O sí? Zara escuchaba. Las voces de los hombres le llegaban a través de la fina pared; parecían divertirse. ¿Estarían de suficiente buen humor para dejarla ducharse? Su humor era imprevisible, así que Zara tendría que hacerlo lo mejor posible con los clientes. Pronto vendría el primero; de lo contrario Paša y Lavrenti no estarían esperando. Le quedaba un momento de tranquilidad, y después tocaba prepararse para que Paša no tuviese queja. Lavrenti nunca se quejaba, le dejaba las broncas a Paša. Metió el dedo en una hendidura del zócalo, que apenas se distinguía debajo de la pintura desconchada. La madera estaba tan blanda que el dedo se hundía en ella. ¿Sería de madera o de cemento el suelo bajo el colchón?

Había una alfombra de sintasol, pero ¿qué había debajo? Si era de madera y estaba igual de podrida, podría ceder en cualquier momento. Y Zara caería con ella, desaparecería entre los cascotes. Sería maravilloso.

Se oía la navaja de Lavrenti sacando virutas de alguna madera. Solía dedicarse a la talla mientras estaba de guardia. Fabricaba toda clase de objetos, especialmente «juguetes» para las chicas.

Zara tenía que levantarse. No podía seguir tumbada, aunque le apeteciera. Las rojas luces de neón del edificio de enfrente se proyectaban en la habitación. El estruendo de los coches era intenso, y de vez en cuando destacaba el sonido de un claxon; había tantos coches y de tantas marcas… Encendió un cigarrillo Prince, de los que anunciaban las vallas publicitarias que había visto por la ventanilla del coche cuando iban hacia allí. En aquel momento tenía las manos esposadas a la portezuela. Paša y Lavrenti habían puesto la música a todo volumen. Zara ignoraba que un coche pudiese correr tanto. Siempre que se veían obligados a parar, Paša tamborileaba nervioso sobre el volante. Sus tatuajes en forma de anillo se movían a saltitos. Según él, Zara había sido incapaz de seducir a nadie la noche anterior en la gasolinera, aunque había un montón de camioneros. Había pasado casi toda la noche de pie en el arcén de la autopista, con la falda de cuero rojo fuego que Paša le había dado, sin que nadie hubiera requerido sus servicios. Paša y Lavrenti la habían vigilado a distancia desde el coche, y al final aquél se había acercado para agarrarla del pelo, cogerle la barra de labios y pintarrajearla con ella un poco más. Después la había empujado dentro del vehículo y le había comentado a Lavrenti:

– ¡Mira qué payasa!

– Ya aprenderá -había dicho sonriendo Lavrenti-. Todas aprenden.

Paša se había quitado la camisa para flexionar los hombros varias veces, como sacudiendo los galones que llevaba tatuados. Lavrenti le había dirigido un saludo militar con una sonrisa impostada. Ya en el hotel, Paša le había ordenado a Zara lavarse la cara y entonces le metió la cabeza dentro del lavabo, que se estaba llenando de agua, y se la retuvo allí hasta que ella perdió el conocimiento.

Ahora Paša estaba hablándole al otro otra vez de sus grandes planes. Por eso pensaba tanto sobre la vida, porque tenía un futuro. Los hombres hablaban todo el rato de las mismas cosas cada día, cada noche, un cliente tras otro. Paša decía que en aquella época cuanto había soñado podía hacerse realidad y que ganar dinero sería un juego de niños. ¡Pronto tendría su propio estudio de tatuajes! ¡Y después una revista de tatuajes! En Occidente había revistas especializadas en tatuajes, con ilustraciones de muchos colores y modelos, iguales que los que Paša haría algún día.

Todo el mundo se reía de sus historias. ¿Quién en su sano juicio querría tener un estudio de tatuajes con los tiempos que corrían, cuando se podían conseguir hoteles, restaurantes, compañías petroleras, ferrocarriles, países enteros, millones, miles de millones…? En realidad, cualquier cosa era posible, todo cuanto uno pudiese imaginar. Pero a Paša no le importaba, se limitaba a darse unas palmaditas en los galones tatuados, que eran iguales que los que había llevado su padre. Éste había estado en el campo de trabajo correctivo PERM en 1936, y en su espalda se leía «NKVD», las siglas de la policía estatal, pero la gracia era que también podían significar Nisto Krepste Vorovskoi Drusby: nada hay más fuerte que la amistad entre ladrones. Lavrenti también se reía de los sueños de Paša, probablemente lo consideraba un loco. Decía que él ya estaba viejo, atrás quedaban veinticinco años en el KGB, y hubiese querido que las cosas continuasen como estaban antes de las payasadas de Yeltsin y Gorbachov. Sólo quería que sus hijos tuviesen lo que necesitaban, nada más. Quizá por eso trabajaba con Paša, ya que ambos eran los únicos dispuestos a contentarse con menos que los otros. Claro que Paša también anhelaba su casino, su tierra y sus millones, pero eso no lo ilusionaba tanto como el estudio de tatuajes.

Ese sueño suyo lo llevaba a practicar con las chicas que ya estaban fuera de circulación. Como con Katia. Había anunciado que iba a ser su mejor trabajo y luego alardeado de la imagen que le tatuó en el pecho: una mujer de grandes tetas haciéndole una mamada a un demonio. Había dicho que quería practicar mucho, y que la aguja encajaba en su mano igual de bien que un arma, así que luego tatuó en el brazo de Katia otro demonio, con una polla grande y peluda. «¡Tan grande como la mía!», exclamó entre risotadas. Después, Katia había desaparecido.

Zara abrió la botella de popper e inhaló. Cuando Paša la llamase para practicar con ella, sabría que su hora había llegado.

– El estudio de tatuajes será como una metáfora de todo: de Dios, de la Madre Rusia, de los santos, ¡de todo!

Lavrenti soltó una carcajada.

– Una metáfora… Pero ¿de dónde has sacado esa palabreja?

– Cierra el pico -se ofendió Paša -. No entiendes nada.

Una tercera voz se mezcló con las de ambos: por lo visto, un cliente. Siempre se reconocía a un cliente por la voz.

De abajo llegaban los cantos de unos borrachos alemanes, entre ellos algún americano. Zara le había pedido a uno que echase al buzón una carta para su abuela, pero el hombre se la había entregado a Paša y después éste había subido y…

Cogió del armario la falda de cuero roja y los zapatos de tacón. Su camisa era de niña, roja también. Paša pensaba que sólo las camisas de niña eran suficientemente apretadas para provocar a los hombres. Sacó un Prince. Las manos le temblaban levemente. Echó unas gotas de valeriana en un vaso. Tenía el pelo tieso por la laca y el semen del día anterior.

De un momento a otro, la puerta se abriría y se cerraría, se oiría el chasquido de la cerradura, la charla de Paša y Lavrenti continuaría: estudios de tatuajes, fulanas de Occidente y más tatuajes. Pronto se desabrocharía una hebilla y se bajaría una cremallera. Luces de colores. Al otro lado de la puerta, Paša seguiría con sus historias y Lavrenti se reiría de sus estupideces, y aquél se ofendería. En la habitación, el cliente respiraría de forma entrecortada y abriría las nalgas de Zara. Le ordenaría abrirlas más y más y le mandaría meterse el dedo dentro. Dos dedos, tres, tres dedos de cada mano, ¡más abierto! ¡Más grande! ¡Di que Natasha se tiene que abrir el cono para recibir! ¡Dilo! ¡Dilo! Y Zara diría que Natasha will es.


Nadie le preguntaba de dónde venía o qué haría si no estuviese allí.

A veces, alguien le preguntaba qué le gustaba a Natasha, qué la excitaba, cómo quería que la follasen.

A veces, alguien le preguntaba qué le daba placer.

Y eso era lo peor, porque no tenía respuesta.

Si le preguntaban sobre Natasha siempre tenía una respuesta preparada, pero si le preguntaban sobre ella misma, pasaba un momento antes de pensar qué habría contestado Natasha si le hubiesen preguntado.

Y para entonces el cliente sabía que mentía. Después empezaban las preguntas insistentes.

Pero eso no ocurría muy a menudo, casi nunca.

Normalmente, bastaba con declarar que nunca la habían follado tan bien. Eso era muy importante para el cliente. La mayoría se lo creía.

A pesar de todo aquel semen, todos aquellos pelos, todos aquellos pelos en la garganta… aun así, el tomate seguía sabiendo a tomate, el queso a queso, y el tomate y el queso juntos a tomate y queso, aunque todavía le quedasen pelos en la garganta. Supuestamente, eso significaba que seguía viva.


Durante las primeras semanas había visto vídeos. De Madonna y Erotica, Erotica y Madonna.

La dejaban sola.

La puerta estaba cerrada.

En la habitación había un espejo.

Había intentado bailar ante el espejo, tratando de imitar los movimientos y la voz de Madonna; se había esforzado mucho. Le había resultado muy difícil, pese a que le tiñeron y rizaron el pelo como el de Madonna. Los movimientos le costaban, pues le dolían los músculos, pero al menos lo intentó. Y también perfilarse los ojos del mismo modo. La mano le temblaba. Lo intentó una y otra vez. Tenía una semana para conseguirlo. El maquillaje alemán era bueno. Si conseguía maquillarse como Madonna, no importaría que no bailara tan bien.


Cuando, según la opinión de Paša, estuvo preparada, la llevaron a una orgía. Había muchas chicas, muchos hombres de Paša, y clientes. A uno de ellos en particular tuvo que tratarlo de un modo extremadamente amable, no sabía por qué, pero a todas las chicas les habían dado orden de complacerlo. Ese cliente tenía una barriga prominente, y en su mano se balanceaba un vaso de Jim Beam. El hielo tintineaba, la música sonaba, el perfume de los productos de limpieza alemanes impregnaba el aire, junto con el frío olor del vodka. Al principio se alzaron algunas voces y Zara tuvo que acudir a calmar al cliente, pero después Paša comenzó a tamborilear en el sofá de cuero, como hacía siempre. Luego se puso en pie de un salto y le gritó al tío que qué se creía, y después siguieron gritando cada vez más. Las chicas buscaron dónde esconderse. Zara advirtió que uno de los hombres de Paša se llevaba la mano a donde portaba el arma y otros iban hacia la puerta con disimulo; Zara comprendió que pretendían impedir que alguien saliese. Intentó apartarse del cliente con disimulo, primero llegando hasta el borde del sofá, después al lado, luego tras el respaldo. El cliente había dejado de prestar atención a sus pechos y discutía con Paša a gritos. Detrás de Zara, Lavrenti vigilaba en silencio por la ventana, aunque casi no se podía ver fuera, pues era de noche. Lavrenti agitaba su vaso y los gruesos cubitos de hielo tintineaban, hasta que se dio la vuelta, se acercó al cliente y le preguntó si ésa era su última palabra. El hombre contestó que sí y estrelló el vaso sobre la mesa. Lavrenti negó con la cabeza, y le rompió el cuello. De un solo movimiento. El silencio duró apenas un instante, hasta que Paša se echó a reír y todos lo imitaron.


1992, oeste de Estonia


El miedo vuelve a casa por la noche


Aliide oyó un golpe familiar tras la ventana, pero pareció no enterarse y siguió tomando el café como de costumbre, haciendo oscilar la taza para observar los remolinos que formaba la nata, con la cabeza inclinada hacia la radio, como si estuviesen emitiendo algo importante. Por supuesto, la muchacha se asustó del ruido. Su cuerpo se tensó y los ojos se le desorbitaron, abrió las pestañas como si fuesen alas cuando un tic empezó a palpitarle en la sien izquierda. Con voz apenas audible, preguntó qué era aquello. Aliide sopló en la taza, movió los labios al compás de las noticias y paseó la mirada más allá de la joven, que buscaba en su rostro una explicación de aquel golpe. La mujer no cambió su expresión ni un ápice. Ojalá los chavales se contentasen esa noche con sólo esa piedra.

La chica no cejaba en su expectación, no ahora que se imaginaba a su marido acechándola en el jardín. ¿Por qué tenía que estar siempre con los sentidos tan alerta? Aliide bajó la taza y la rodeó con los dedos. Empezó a examinar las grietas de sus manos, oscurecidas por la tierra, mucho más marcadas que los antiguos cortes de cuchillo sobre el mantel de hule, llenos de las migas de pan y de los granos de sal derramados sobre la mesa.

– ¿Qué ha sido ese ruido?

– Yo no he oído nada.

La chica hizo caso omiso de la respuesta y se dirigió de puntillas a la ventana. Se había bajado el pañuelo hasta la nuca para oír mejor. Tenía la espalda tiesa y los hombros levantados.

La taza de Aliide ya no tenía asa, solamente quedaba un resto áspero. Empezó a darle golpecitos con el pulgar. Los restos de tierra acumulados en su piel agrietada rebotaban contra la porcelana. Pues sí que habían escogido un buen momento los chavales. La muchacha seguramente no concebía que detrás de aquello pudiese estar alguien que no fuese su hombre de negocios. Aliide se notó irritada otra vez. A la rusa le gustaba la ropa elegante y los hoteles lujosos, pero cuando llegaba la hora de pagar, entonces se echaba a lloriquear. En la vida, todo tiene un precio. La protección cuesta lo suyo. Sintió ganas de darle un bofetón. Si quería temblar de miedo, que lo hiciese a escondidas, donde nadie la viera.

– Por aquí hay muchos animales, jabalíes y eso. Si la verja queda abierta, a veces llegan hasta la casa.

La muchacha se volvió hacia Aliide con gesto de incredulidad.

– Pero… ¡si te he contado cómo es mi marido!

Otra piedra impactó contra la ventana, seguida de muchas más.

La joven abrió la puerta de la cocina y se dirigió sigilosamente a la entrada. Cuando pegó la oreja a la ranura de la puerta, algo golpeó la hoja y la hizo temblar. Dio un salto atrás y volvió a la cocina.

Había que centrar la atención de aquella chica en otra cosa. Cuando era más joven, Aliide tenía un montón de trucos para cada situación, pero ahora su cabeza se negaba a proporcionarle algo más que los jabalíes.

Se lavó las manos con parsimonia y después se puso a cambiar la leche del recipiente del kéfir. Intentaba actuar con naturalidad. Levantó el bote del suelo, abrió la tapa, vertió la leche con un colador y enjuagó el fermento, e intentó una vez más la explicación del jabalí, el perro y el gato vagabundos, aunque ella misma se daba cuenta de lo estúpida que sonaba. La muchacha no le hacía caso, se limitaba a susurrar que ahora tendría que irse, que su marido había encontrado lo que le pertenecía y había conseguido llevar su presa hasta la trampa. Aliide la vio encogerse igual que un perro viejo, apretaba los labios, se le ponía piel de gallina y cruzaba los pies como si tuviese frío. Vertió despacio la leche fresca en el fermento y le tendió un vaso.

– Esto hará que te sientas mejor, bebe, anda.

Ella miró el vaso fijamente, sin cogerlo. Una mosca se posó en él borde. El tic de su sien continuaba y los movimientos de las orejas en dirección a la ventana eran visibles en su cabeza rapada.

– Tengo que marcharme -dijo, y suspiró-, para que no te hagan daño.

Aliide se llevó lentamente el vaso a los labios y tomó un trago largo, aunque no fue capaz de apurarlo. Su garganta no respondía. Lo posó en la mesa de nuevo. Por el suelo, una araña avanzaba con sigilo y desapareció bajo el zócalo. Aliide estaba casi segura de que la muchacha se equivocaba, pero cómo iba a explicarle que los chavales de la aldea solían ir a armar jaleo en su jardín. Querría saber por qué, cómo y cuándo y sabía Dios qué más, y ella no tenía ninguna intención de explicarle nada a una desconocida, pues ni siquiera lo hacía con los conocidos.

Sin embargo, el pánico de la chica era tan palpable que Aliide de repente lo sintió en carne propia. Dios mío, su cuerpo recordaba aquella sensación, la recordaba tan bien que se sentía vulnerable en cuanto la descubría en los ojos de alguien. ¿Y si la joven tenía razón? ¿Y si de verdad existían razones para temer lo que temía, que su marido estuviese allí? La capacidad de Aliide de aterrorizarse era algo del pasado. La había dejado atrás, y los que tiraban piedras la traían sin cuidado. Pero ahora, con aquella desconocida en su cocina esparciendo su miedo desnudo por el mantel de hule, ya no era capaz de expulsarlo como debía, y dejó que se deslizase entre el empapelado y la cola vieja, en los huecos que habían quedado tras retirar las fotografías para esconderlas y más tarde destruirlas. El miedo se había instalado en su propia casa, como si siempre hubiera estado allí. Como si simplemente hubiera estado de visita en algún lugar y hubiese vuelto por la noche.

La muchacha se pasó la mano por la cabeza rapada, se ató de nuevo el pañuelo apretándolo bien fuerte, llenó la jarra con agua y se enjuagó la boca, la escupió en el cubo de agua sucia, echó un vistazo al cristal de la alacena, que reflejaba su imagen, y se encaminó hacia la puerta de entrada. Iba erguida y con la cabeza bien alta, como preparada para una batalla o desfilando con los Jóvenes Pioneros. El rabillo del ojo se le contraía en un tic; ahora estaba preparada. Abrió la puerta de un tirón y salió al porche.


El silencio se extendía alrededor como un manto oscuro. La noche se espesaba. Zara dio un par de pasos y se detuvo bajo la luz amarillenta de la lámpara exterior. Los grillos cantaban, los perros del vecino ladraban. Olía a otoño. Los blancos troncos de los abedules del jardín se revelaban en la oscuridad. La verja estaba cerrada, los serenos campos descansaban tras los ojos huecos de las cercas de alambre.

Inspiró tan hondo que sintió una punzada en los pulmones. Se había equivocado. Le fallaron las piernas por la sensación de alivio y se derrumbó sobre los escalones.

Ni Paša, ni Lavrenti, ni el coche negro.

Levantó el rostro hacia el cielo. Aquélla tenía que ser la Osa Mayor. La misma que se veía en el cielo de Vladivostok, aunque ésta parecía distinta. Desde ese mismo jardín, su abuela había mirado la Osa Mayor de joven, y aquél era su aspecto. Había estado en el mismo sitio, delante de aquella misma casa, encima de las mismas piedras del jardín. Había tenido ante ella los mismos abedules y el viento en sus mejillas había sido el mismo que soplaba entre aquellos mismos manzanos. La abuela había estado sentada en la misma cocina donde se hallaba ella hacía un rato, había despertado en la misma habitación por las mañanas, bebido agua del mismo pozo, salido por la misma puerta. Sus pasos habían dejado huellas en la tierra de aquel jardín, desde él había ido hasta la aldea, y en aquella misma cuadra su vaca había dado cornadas a la misma viga. La hierba que cosquilleaba en los pies de Zara era la caricia de la mano de su abuela y el viento en los manzanos era su susurro, y se sentía como si estuviese mirando la Osa Mayor a través de los ojos de la anciana, y cuando dejó de mirar al cielo, le pareció que la joven figura de la mujer estaba en su interior y le ordenaba volver dentro en busca de una historia que no le habían contado.

Zara metió la mano en el bolsillo. La fotografía seguía allí.


En cuanto la muchacha salió, Aliide cerró de un portazo, echó el cerrojo a las puertas, se sentó en su sitio a la mesa de la cocina y entreabrió el cajón que el mantel de hule ocultaba, justo lo necesario para sacar de un tirón la pistola que guardaba allí, desde que Martin la había dejado viuda. Del jardín no llegaba ningún sonido. ¿Se habría marchado? Esperó un minuto, un par de minutos. Cinco. El reloj hacía tictac, el fuego crepitaba, las paredes crujían, la nevera zumbaba, y en el exterior el aire húmedo corroía la cubierta del tejado. Se oía un ratón rascar en algún sitio. Pasaron diez lentos minutos hasta que llamaron suavemente a la puerta. La voz de la muchacha le pidió que le abriese y añadió que allí no había nadie, sólo ella. Aliide no se movió. ¿Cómo iba a saber si decía la verdad? Tal vez aquel hombre estaba al acecho tras ella. Tal vez había conseguido de algún modo aclarar sus asuntos con la muchacha sin hacer ruido.

Se levantó, abrió la puerta de la despensa que daba al establo, cruzó por los bebederos y los compartimentos vacíos hasta el portón de dos hojas y entreabrió una con cuidado. En el jardín no había nadie. Empujó la puerta un poco más y divisó a la muchacha sola de pie en los escalones. Entonces volvió a la cocina y la dejó entrar. Una sensación de alivio inundó la estancia. La espalda de la joven seguía erguida y sus orejas ya no parecían tan alertas. Respiraba tranquila y pausadamente. ¿Por qué se había quedado tanto rato en el jardín si no había aparecido su marido? Repitió que fuera no había nadie. Aliide le sirvió una taza de achicoria recién preparada e inició una conversación sobre cómo conseguir té, intentando llevar la mente de la chica lo más lejos posible de las pedradas contra las ventanas. Hoy en día ya se podía encontrar té. Ella asintió con la cabeza. Hacía poco aún era muy difícil. La muchacha volvió a asentir. Aunque también se podía sustituir por infusión de frambuesa o de menta u otras hierbas, lo cierto era que los ingredientes para hacer infusiones sobraban en el campo. En pleno parloteo, Aliide se dio cuenta de que, de todas maneras, la joven volvería a preguntar sobre los gamberros. Y como ahora se había tranquilizado, no aceptaría las historias sobre jabalíes. ¿Desde cuándo funcionaba tan mal su cabeza como para ser incapaz de inventar algo verosímil acerca de los extraños ruidos en la ventana? El miedo ya no hacía presa en la anciana, pero todavía lo sentía igual que un soplo frío salido de las ranuras del suelo y que le subía por los pies. No temía a los gamberros y por eso no entendía por qué el terror que le había contagiado la muchacha no había desaparecido cuando ella había vuelto a entrar como flotando, arrastrando consigo aquel tranquilizador olor a hierba. De repente, se sintió capaz de percibir el movimiento de la luna en el firmamento. Sabía que eso era totalmente absurdo, así que aferró su taza y apretó los restos del asa tan fuerte que sus dedos empezaron a blanquearse, como huesos.

La joven bebía achicoria y miraba a la anciana de un modo un tanto diferente. Aliide se dio cuenta, aunque no miraba a la chica directamente y seguía quejándose de las consecuencias de la ley seca impuesta por Gorbachov y hacía memoria de cómo se preparaba una sustancia con efecto de droga metiendo varios sobres de té en un mismo vaso. Esa bebida también tenía un nombre, pero ya no lo recordaba; por lo visto, la usaban mucho en el ejército. También, con todo aquel ajetreo, se le había olvidado echar té fresco al té ácido. Quejándose en voz alta, fue a coger un tarro de cristal de antes de la era soviética donde guardaba su fermento de té, retiró la gasa de algodón de la boca, admiró el hongo pequeño que crecía al lado del grande y luego echó azúcar al té fresco para verterlo dentro del tarro.

– Con esto se mantiene la tensión a raya -explicó.

Tibla -soltó la joven.

– ¿Qué? -Tibla.

– Ahora sí que no te entiendo, Zara. La joven le explicó que en la puerta de Aliide habían escrito tibla, «sucia rusa», y Magadan. La anciana se sorprendió.

– Travesuras de niños -le restó importancia, aunque la explicación no pareció convincente. Volvió a intentarlo y dijo que de joven lavaba la ropa dándole golpes con un palo y los chicos hacían lo mismo con las piedras. Lo llamaban el juego de los fantasmas, y se divertían mucho.

La muchacha pareció no hacerle caso, pero sin embargo le preguntó si era rusa.

– ¿Qué? ¡De eso nada!

Zara lo había considerado una deducción lógica, ya que en su puerta habían escrito esas dos palabras. ¿O acaso Aliide había estado en Siberia?

– ¡Qué va!

– Entonces, ¿por qué escriben Magadan en la puerta de tu casa?

– ¡Y yo qué sé! ¿Desde cuándo las cosas de chiquillos han tenido pies ni cabeza?

– ¿No tienes perro? Todo el mundo tiene uno.

Aliide había tenido uno, Hiisu, que había muerto. Estaba segura de que lo habían envenenado, igual que a las cinco gallinas, y después la sauna se había incendiado, pero no pensaba mencionarlo; tampoco iba a contarle cómo a veces aún oía las pisadas de Hiisu y el cacareo de las gallinas, cómo le era imposible recordar que en la casa ya no había nadie más a quien alimentar aparte de ella misma y las moscas. Nunca había vivido en una casa con el establo vacío. Y no podía acostumbrarse a ello. Quería volver a hablar de Paša, pero no lo consiguió, ya que la muchacha tenía muchas preguntas, además de que sentía curiosidad por si su hija estaba preocupada por ella, que vivía sola y sin perro en el campo.

– No le voy a llenar la cabeza con tonterías.

– Pero…

Aliide agarró con rapidez el cubo esmaltado y fue a buscar agua, dando golpes y haciendo chirriar el asa. Alzó la cabeza con gesto desafiante. Yendo a buscar agua quería demostrar que fuera no acechaba ninguna amenaza y que en la oscuridad nocturna no había ojo alguno que la espiase. Tampoco sentiría la mirada de nadie a su espalda en aquel jardín oscuro.


1991, oeste de Estonia


Después de las piedras vienen las canciones


La primera andanada de piedras impactó contra la ventana de Aliide en una límpida y clara noche de mayo. Los ladridos de Hiisu la habían despertado, pero ella había dado un perezoso empujón a su miedo, apartándolo como a una mosca coja. Se volvió y le dio la espalda al temor, la paja del colchón crujió, no se iba a molestar en levantarse por un par de piedras. Con la segunda andanada experimentó un sentimiento de superioridad. ¿De verdad pensaban meterle miedo con cuatro pedruscos? ¿A ella? Vale, de todas las personas la habían escogido a ella, pero una chiquillada así la hacía reír. Podían hacer gamberradas con armas más contundentes. Ella sólo se levantaría de la cama por la noche si los tanques entraban en el jardín arrollando la valla. Y si eso pasara, no sería cosa de esos gamberros, sino porque había estallado la guerra. Y eso sí que no lo deseaba, ya no, antes prefería morir. Sabía que mucha gente estaba preparada para la eventualidad y habían almacenado en sus casas todo lo posible: cerillas, sal, velas, pilas… Y en una de cada dos casas, las cocinas estaban llenas de pan seco. De ése sí tenía que preparar más, aparte de conseguir pilas, ya que sólo contaba con unas pocas para una emergencia. Si la guerra estallaba al fin y los rusos salían vencedores, cosa que pasaría sin duda, entonces no tendría ningún problema, la verdad. ¿Qué problema iba tener una vieja babushka roja? Pero aun así, ojalá no hubiese más guerra.

Aliide seguía despierta, escuchando los gruñidos de Hiisu, y cuando el perro se hubo tranquilizado un poco, esperó a que amaneciese para preparar café. No se levantaría en plena noche por culpa de aquellos rapaces. ¡Ni hablar! No se marcharía de allí; aunque el establo estuviese vacío y ella sola en la casa, no se iría a Finlandia con Talvi, ni a ningún otro sitio. Aquél era su hogar y había pagado un alto precio por él, así que una pandilla de mocosos lanzapiedras no conseguiría echarla. No se había marchado antes ni se marcharía ahora, ni siquiera después de muerta. Aunque le prendiesen fuego a la casa, se quedaría sentada en su silla favorita de la cocina y tomaría un café endulzado con miel de su propio huerto. Encima, los saludaría con la mano desde la ventana y llevaría bollos de leche caseros a la entrada, y volvería dentro cuando la cubierta ardiese en llamas. Cuanto antes pasara, mejor. Y de repente sintió una esperanza clara como un arroyo de primavera. Ojalá lo hiciesen. Que le prendiesen fuego a la casa entera. La dueña de un establo vacío no le teme al fuego. Estaba preparada para marcharse y aquél era el momento adecuado. ¡Que arda todo! La boca se le secó de rabia y se humedeció los labios con la lengua, saltó de la cama y fue hasta la ventana. La abrió con estrépito y gritó:

– ¡Vosotros también mereceríais que os mandasen a Siberia! ¡Os estaría bien empleado!


Después de las primeras piedras vinieron las canciones. Las piedras y las canciones. O sólo piedras, o sólo canciones. Después se fue Hiisu y más tarde las gallinas y la sauna. Las noches sin dormir desfilaban al lado de la cama de Aliide, los días de cansancio la acechaban desde más lejos. La paz que había conseguido en la década anterior se había convertido en un montón de trapos hechos jirones que sólo servían para hacer alfombras, y desde ese montón de trapos viejos había que salir adelante, reunir fuerzas una vez más.

«Ya es hora de enderezar la espalda y deshacernos de la esclavitud», cantaban ante la ventana de su dormitorio. Ella seguía acostada sin moverse, con la espalda recta sobre el lecho de paja, mirando fijamente el tapiz que colgaba de la pared, sin volverse hacia la ventana ni echar las cortinas. ¡Que canten lo que les dé la gana, que tarareen sus canciones de mierda, que bailen encima del tejado si quieren! ¡Pronto vendrán los tanques y les cerrarán el pico a todos esos cantores listillos!

«Nuestra madre patria, esta tierra sagrada, ahora es libre. La canción, nuestra canción de triunfo, sigue resonando. Pronto verás una Estonia libre.»

Unos años antes, tal vez en 1988, un grupo de jóvenes había cruzado la aldea entonando en voz alta «Somos estonios, orgullosos de serlo, igual que nuestros antepasados». La voz de algún adolescente se había alzado con el «Estonio soy, estonio seré, ya que me concibieron estonio», y los otros se habían reído. Algún melenudo había levantado la cabeza con orgullo. Aliide acababa de salir de la tienda, aún se oía el repicar óseo del ábaco y las bisagras chirriaban como un estómago hambriento cuando, dejando la bolsa del pan en los escalones, se había detenido para atarse mejor el pañuelo. Al oír las primeras estrofas, se había apartado para ocultarse tras la esquina de la tienda y dejar que el grupo pasara. Los había observado alejarse, experimentando tal irritación que se había olvidado la bolsa del pan allí mismo, junto a la tienda, y no se había dado cuenta hasta encontrarse a medio camino de su casa. ¿Cómo se atrevían? ¡Qué vergüenza! ¿Qué tenían en la cabeza? ¿O acaso era sólo envidia lo que había tras su ceño y en su pecho, donde el corazón le palpitaba con fuerza?

La voz que cantaba al lado de la ventana era joven, parecida a la de su cuñado Hans en los tiempos de la República de Estonia, cuando lo había visto por primera vez. Antes de que Hans dejase de cantar. Antes de que su cuerpo de dos metros y distinguido porte se encorvase, y sus huesos, que no habían querido doblegarse, se vieran obligados a hacerlo. Antes de que se le hundieran las mejillas y su portentosa voz se acallase. ¡Que cante más el mocoso ese! A Aliide le gustaría escucharlo. Y pensaría en Hans, en el guapo Hans. Sonrió en la oscuridad. Hans incluso había cantado en el coro. ¡Y qué bien lo hacía! Cuando trabajaba en el campo, durante las fiestas de verano, su canto siempre llegaba antes que él cuando venía de regreso, y hacía que los sauces blancos del camino que llevaba a casa resonasen de pura alegría y que los troncos de los manzanos canturreasen a compás. Su hermana Ingel estaba muy orgullosa de él, ¡claro, era su marido! Y también de que a Hans lo hubieran enviado al cuartel de Riigikogu durante el servicio militar. Para aquel destino sólo cogían a buenos deportistas y hombres de cierta estatura. Y Hans también había presumido de ello. Él, un simple campesino de una aldea, ¡asignado a la defensa del cuartel de Riigikogu!


1991, oeste de Estonia


Aliide encuentra el broche de Ingel y se queda consternada


Un par de meses después de la declaración de independencia llegó de visita Valdemar, un viejo amigo de Martin, el marido de Aliide. Hiisu empezó a ladrar antes de que apareciese. Aliide salió al jardín, el perro corrió hacia el sendero, y entre los postes grises de la valla divisó a un hombre, también gris y consumido, que empujaba su bicicleta hacia la casa. En su boca encogida brillaba el oro robado tiempo atrás. Las arrugas le habían hundido las mejillas, como si le hubiesen cosido la cara para hacérsela más pequeña. En el pasado, Volli siempre había estado en vanguardia, siempre había querido ser el primero en todo. Aliide se acordaba bien de cómo se colaba en las filas, con su barriga grande y su gruesa papada, hinchando muy orgulloso su pecho de veterano. En los ojos de los que llevaban haciendo cola desde la madrugada brillaba el odio e intentaban ponerle la zancadilla, aunque nunca lo conseguían, por muy larga que fuese la cola, ya que las piernas de Volli por aquel entonces aún no estaban débiles, más bien al contrario, eran gruesas y fuertes, y en un santiamén conseguía cruzar el umbral de cualquier tienda dejando tras de sí una corriente de odio que jamás lo alcanzaba. Después de que entraran Volli y sus compañeros, apenas quedaban las migajas sobre el mostrador. Aquellas veces, si Aliide por casualidad aguardaba su turno y Volli se había colado a todo el mundo, siempre se escabullía entre la muchedumbre para que él no la viese y no la saludase, pues no quería que nadie supiera que lo conocía. Aliide nunca había querido que aquellas colas de gente de ojos hundidos dirigiesen su mirada hacia ella. Estaba segura de que, si Volli la saludaba, la echarían de la cola y le darían codazos en las costillas, no en las bien alimentadas costillas de Volli.

Ahora, Aliide le dedicó una calurosa bienvenida y lo invitó a tomar achicoria. Hablaron un poco de todo. Después, él le contó que quizá lo llevasen a juicio.

El espanto de ella fue como un relámpago y Aliide se quedó como cegada por un instante.

– Se inventan toda clase de mentiras. Es posible que vengan a hacerte preguntas a ti también, Aliide.

Volli hablaba en serio. Todo aquello tendría que haber quedado en el pasado. ¿Por qué tenían que ir a molestar a la gente mayor?

– Todos nosotros nos limitamos a cumplir órdenes. Éramos buena gente. Y ahora de repente somos los malos, no lo entiendo. -Volli negó con la cabeza y empezó a criticar a Yeltsin y la ingratitud de los jóvenes hacia el país que ellos habían construido lo mejor que habían podido-. Ahora necesitas cartillas de racionamiento para comprar cualquier cosa, ¿acaso eso es bueno?

Aliide se negó a oír más lamentaciones. Tenía que hacer nuevos planes otra vez, aunque ya no tenía fuerzas para ello, ya no.

Volli se dispuso a marcharse. Ella lo miró de arriba abajo. Le temblaban las manos, había tenido que agarrar la taza de café con ambas para que no se le cayese y Aliide pudo ver el miedo en ellas, no en su expresión macilenta, no en su cara arrugada, pero sí en sus manos. Y quizá también tras la boca, en las comisuras, que Volli no paraba de limpiarse con el pañuelo, toqueteándoselas con dedos temblorosos y huesudos. Aliide se estremeció. El hombre estaba ahora débil y eso la irritaba tanto que tenía ganas de propinarle una patada, de pegarle bien, de darle un buen estacazo en la espalda y las costillas… o no, quizá mejor con una bolsa de arena, eso no le dejaría marcas. Con eso le machacaría los intestinos, y además se trataba de un instrumento de trabajo familiar para él, casi como una antigua novia. ¡Bésala ahora! Aquella visión le pasó por la cabeza: Volli tirado en el suelo, temblando, protegiéndose la cabeza, lloriqueando y pidiendo clemencia. ¡Qué escena más deliciosa! En sus pantalones se extendería una mancha húmeda y la bolsa de arena se alzaría una y otra vez y machacaría a conciencia su cuerpo asquerosamente frágil, teñiría de azul sus ojos llorosos, molería sus huesos porosos, pero lo mejor de todo sería aquella mancha en su pantalón y su llanto de animal a las puertas de la muerte.

Aquella visión tan impresionante la hizo suspirar. Volli asintió con la cabeza y también suspirando dijo:

– A esto hemos llegado.

Aliide prometió testificar a su favor en caso de que hubiese un juicio. Aunque por supuesto que no iría.

Cerró la verja mientras el hombre se alejaba en su bicicleta y le decía adiós con la mano.

Después de Volli vendrían otros, todos con los mismos problemas. De eso no cabía duda. La considerarían una aliada y querrían arrastrarla con ellos. Aliide casi se podía oír a sí misma haciendo declaraciones, hablando ante la prensa. Como ella siempre había sido buena oradora y como suele darse más crédito a las mujeres en esos casos, eso harían, y apelarían a la memoria de Martin, y al hecho de que también Aliide había colaborado en la construcción del país y de cómo ahora se estaba intentando mancillar su honor, arrastrándolo por el barro de un modo vergonzoso. Apelarían también a la memoria de los soldados y veteranos caídos. Sabe Dios a la memoria y al honor de quién más apelarían, y después vendrían los discursos sobre cómo la Unión Soviética no habría permitido que los héroes de la patria tuviesen que usar cartillas de racionamiento para comprar macarrones.

Aliide nunca iría a ninguna parte para pronunciar una sola palabra a favor de aquellos tiempos. No lo haría por mucho que la amenazaran.

Por lo demás, ya no era creíble que tuviesen mucho interés en remover las cosas, porque había mucha gente con las manos sucias a la que no le gustaría que se escarbase en el pasado. Además, uno siempre encontraría a alguien dispuesto a protegerlo en caso de que a los fanáticos les diese por causar disturbios. Antes los habrían llamado saboteadores y metido en la cárcel para que reflexionasen sobre su comportamiento. Jóvenes estúpidos, ¿qué pretendían conseguir removiendo el pasado? Nada. El que desentierra cosas viejas merece que se le clave una astilla en el ojo, aunque sería mejor una estaca.

Cuando Volli ya había desaparecido de la vista, Aliide se dirigió a la habitación y abrió el cajón del armario. Sacó los documentos y empezó a clasificarlos. Luego, el segundo cajón. Después, el tercero. Tras repasarlos todos, fue a la cómoda y abordó los cajones de la parte baja. Se acordó del cajón secreto de la mesa y también rebuscó en él. El mueble de la radio. La repisa de la estantería. Los bolsos que ya no usaba. El papel de pared hecho jirones por donde a veces había deslizado algo. Las oxidadas latas de caramelos. Las pilas de periódicos amarillentos llenos de moscas muertas. ¿Habría tenido Martin otros escondites?

Aliide se limpió las telarañas que se le habían pegado en el pelo. No apareció nada que la pudiese implicar, aunque todos los rincones rebosaban de toda clase de basura. Los documentos y diplomas del Partido fueron directamente a la cocina de leña, lo mismo que la medalla de pionera de Talvi. Y la pila de Abiks Agitaatorile, el periódico mensual que Martin siempre leía con ojos brillantes: «En 1960, en Inglaterra sólo había nueve médicos por cada 10.000 habitantes, en Estados Unidos doce, pero ¡en la Estonia Soviética había veintidós! ¡En la Georgia Soviética, treinta y dos! Antes de la guerra, en Albania no había guarderías, pero ahora, ¡hay trescientas! ¡Exigimos una existencia feliz para todos los niños del mundo! ¡Así de buenos son nuestros revolucionarios!»

El hecho de ver los volúmenes viejos y el nombre del EKP KK, Departamento de Agitación y Propaganda, impreso debajo de la cabecera del periódico, hizo que Aliide evocase la voz de Martin, temblorosa de excitación: «¡El socialismo aporta las mejores condiciones para el desarrollo de la ciencia, para el desarrollo de la agricultura, para el avance de la conquista del espacio!» Aliide negó con la cabeza, pero la voz de Martin proseguía. «¡El mundo capitalista no es capaz de aguantar el ritmo de nuestro nivel de vida, que está avanzando como una tempestad! ¡El mundo capitalista tropieza a nuestros pies y desaparece!» Y después venían cifras interminables: el aumento de la producción de acero en comparación con el año anterior, cuánto se había superado tal o cual previsión, cómo se había cumplido el plan anual en un mes. Adelante, siempre adelante, y más, siempre más adelante; triunfos más grandes, mayores beneficios, ¡triunfo, triunfo, triunfo! Martin nunca decía «tal vez». Nadie podía ponerlo en duda, porque en sus palabras nunca dejaba abierta alguna posibilidad. Simplemente decía la verdad.

Había tantos papeles que tirar que Aliide tuvo que esperar que se consumiesen los anteriores para poder echar más al fuego. Tocar aquellos documentos viejos la ensuciaba. Se lavaba las manos hasta los codos, pero se le volvían a manchar enseguida, en cuanto cogía el siguiente periódico. Los volúmenes interminables del Comunista de Estonia. Y después todos los libros que habían pedido: Experiencias sobre el trabajo ideológico en la región de Viljand, de K. Raave; Análisis sobre la eficacia de la cría productiva del ganado en el koljós, de R. Hagelberg, Preguntas sobre la educación comunista de la juventud, de Nadezda Krupskaja. Aquella montaña de optimismo del pasado crecía y crecía ante la cocina de leña. Podría haberlos quemado poco a poco y aprovecharlos para encender el fuego, pero le parecía importante desembarazarse de todo cuanto antes. Habría sido más razonable concentrarse en buscar algo que pudiesen usar contra ella misma, pues Martin siempre había sabido guardarse las espaldas. Así que seguramente algo habría. A pesar de eso, el montón de basura que se alzaba ante la cocina la irritaba demasiado.

Después de pasar un par de días rasgando y quemando libros, fue al establo de los caballos por una larga escalera que consiguió arrastrar hasta el otro extremo de la casa, aunque pesaba mucho. Hiisu salió disparado tras un avión militar que volaba bajo; no acababa de acostumbrarse a ellos, e intentaba cazarlos muchas veces al día, ladrando con fiereza. El perro desapareció tras el establo y Aliide levantó la escalera apoyándola con gran esfuerzo contra la pared de la casa. Hacía años que no subía a aquel altillo. Allí sí que abundaba aquella clase de basura, cada rincón estaba repleto de frases embarazosas y argumentos asfixiantes.

El olor a desván. Las telarañas se movían ligeramente a su paso, mientras notaba el regusto de una extraña nostalgia. Volvió a atarse el pañuelo bajo la barbilla y avanzó. Dejó la puerta abierta y esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad al mismo tiempo que echaba un vistazo superficial a los montones de objetos. ¿Por dónde empezar? La parte del altillo que quedaba en el ala trasera de la casa estaba llena a rebosar de todo lo imaginable: ruecas, lanzaderas, hormas de zapatero, cestas viejas de patatas, una tejedora, bicicletas, juguetes, esquíes, bastones de esquiar, marcos de ventanas, una máquina de coser de pedal, una Singer que Martin había insistido en llevar allí a pesar de que Aliide quería tenerla en la habitación porque aún funcionaba bien. Las mujeres de la aldea se habían quedado sus Singers y si tenían que comprar una nueva siempre preferían un modelo de pedal, porque ¿qué ocurriría si volvían a quedarse sin electricidad? Martin no solía enfadarse ni discutir con su mujer sobre asuntos de economía doméstica, pero la Singer había desaparecido, sustituida por una Tsaika rusa eléctrica que trajo él. Entonces Aliide lo había dejado estar, porque probablemente lo que ocurría era que Martin odiaba las cosas de la época presoviética y quería dar ejemplo depositando su confianza en una máquina rusa. Pero la Singer había sido el único objeto de aquellos tiempos del que Martin se había querido librar. ¿Por qué la Singer, por qué sólo la máquina de coser? «Tómame, mis labios nunca han besado. / Tómame, soy virgen y pura, / tómame, tengo una máquina de coser Singer, / tómame, tengo una mesa de ping-pong.» ¿Quién cantaba esa canción? Allí seguro que nadie. En la cabeza de Aliide se mezclaban jóvenes voces que cantaban con los resoplidos de Martin de décadas atrás, cuando arrastraba la Singer escaleras arriba hasta el altillo. ¿Donde había oído Aliide esa canción? En Tallin, una vez que estaba de visita en casa de su prima. ¿A qué había ido? ¿Al dentista? Era la única explicación posible. Su prima la había llevado al centro y se habían cruzado con un grupo de estudiantes que cantaban «tómame, tengo una máquina de coser Singer». El grupo reía despreocupadamente. Tenían toda la vida por delante, el futuro les sonreía, las chicas, con faldas cortas y botas brillantes de caña alta. Sus pañuelos de chiffon se agitaban ligeramente sobre sus cabezas o alrededor de sus cuellos. Su prima había criticado benévolamente lo corto de sus faldas, pero también llevaba un pañuelo de aquel tipo en la cabeza. Decían que estaban de moda. La expresión de aquellos rostros jóvenes estaba preñada de posibilidades de futuro. El futuro de Aliide ya había quedado atrás. La canción había resonado en sus oídos durante días, o más bien semanas. Se había mezclado con la leche que caía a chorros en el cubo, con el barro que se pegaba a las suelas de sus chanclos de goma, con sus pasos al atravesar el campo del koljós, mientras contemplaba el entusiasmo con que Martin hablaba sobre la prosperidad de la comuna y el futuro, que había arrollado el corazón de Aliide con sus pesadas ruedas, con sus tuercas implacables, con músculos de estajanovista, sin tregua, sin que pudiese esquivarlo.

Aliide iluminó de nuevo con la linterna la máquina de coser. «La Singer está por encima de las demás.» Recordaba bien aquellos anuncios de la revista Taluperenaine («Ama de casa»), hacía ya muchos años. Bajo la tapa de la máquina que servía como mesa, apareció un cajón lleno de trastos inservibles: aceite de máquina de coser, brochas pequeñas, agujas rotas y trozos de cinta. Se arrodilló y examinó la mesa desde abajo. Los clavos de la parte inferior eran más pequeños que los de arriba. Puso la máquina patas arriba y después bajó la escalera con cuidado. Se dirigió a la cocina, cogió un hacha y subió de nuevo al altillo tambaleándose. El hacha acabó fácilmente con la Singer.

En medio del montón de escombros apareció una bolsa pequeña, la vieja tabaquera de Martin. Dentro había unas monedas de oro antiguas, y también dientes de oro. Un reloj de oro con el nombre «Theodor Kruus» grabado. Y el broche de Ingel, que había desaparecido aquella noche en el sótano del ayuntamiento.

Se sentó en el suelo.

Martin no había estado allí. Él no.

Aunque Aliide tenía la cabeza tapada y no había visto prácticamente nada, aún podía recordar cada voz, cada olor y la manera de andar de cada hombre en aquel sótano. Ninguno de ellos tenía relación con Martin. Y por eso lo había escogido a él.

Entonces, ¿cómo era posible que Martin guardase el broche de Ingel?

Al día siguiente, Aliide cogió la bicicleta y salió al camino que atravesaba el bosque. Cuando estuvo lo suficientemente lejos, dejó la bicicleta a un lado del sendero, se dirigió al pantano y lanzó allí con fuerza la tabaquera, que describió una amplia parábola.


1992, oeste de Estonia


El coche de Paša está cada vez más cerca


Zara estaba limpiando las últimas frambuesas de la temporada, separaba los gusanos y los frutos ya totalmente comidos por éstos, los que conservaban una mitad intacta los partía en dos y dejaba caer la parte buena en una escudilla. De paso, intentaba pensar cómo preguntarle a Aliide acerca de las piedras que habían impactado contra la ventana, y sobre la palabra tibla escrita en su puerta. Al principio se había asustado, pensando que esa pintada se refería a ella, pero incluso a pesar de que no estaba muy lúcida, sabía que ni Paša ni Lavrenti harían tales jueguecitos. Iba dirigida a Aliide, mas ¿por qué iban a burlarse así de una anciana? ¿Cómo era posible que Aliide estuviese tan tranquila en semejante situación? La mujer trasteaba junto a la cocina de leña como si nada hubiese pasado, incluso tarareaba y de vez en cuando asentía con la cabeza hacia la escudilla de las frambuesas, supervisando su trabajo. En un abrir y cerrar de ojos, la joven tuvo en sus manos un cuenco de espuma extraída de la cacerola donde hervía la confitura. Según la anciana, Talvi siempre le pedía probarlo la primera. Empezó a beberse el cuenco obedientemente. La dulzura de la espuma le provocó un dolor punzante en los dientes. Los gusanos se movían en la fuente de los frutos de desecho, y las flores esmaltadas de la fuente parecían cobrar vida. Aliide estaba demasiado tranquila, sentada en una banqueta al lado de la cocina para vigilar los pucheros, con el bastón apoyado contra la pared y, sobre el regazo, el matamoscas, con el que asestaba un golpe de vez en cuando a algún que otro insecto. Sus chanclos de goma brillaban, aunque la cocina se hallaba en penumbra. El olor dulzón de las cacerolas se mezclaba con el del apio colgado a secar y con el desagradable sudor provocado por el calor de la cocina. Eso mareaba a Zara. El pañuelo, medio caído sobre su nuca, olía a Aliide. Le costaba respirar. No dejaban de ocurrírsele nuevas preguntas, aunque aún no había recibido respuesta a las primeras. ¿Por qué Aliide Truu vivía en aquella casa? ¿Qué significaban las pedradas contra las ventanas? ¿Llegaría Talvi antes que Paša? Zara se movía impaciente. Tenía el paladar pegajoso. La anciana apenas había pronunciado palabra después de haberle explicado la razón por la que habían pintado su puerta y tirado piedras. Era una situación incómoda. ¿Cómo conseguir que volviera a parlotear? Se había indignado bastante por la subida de los precios, a lo mejor debía preguntarle sobre eso. ¿Sería un tema lo bastante seguro? ¿Cuánto costarían hoy en día los huevos o los huesos para preparar una sopa? ¿Y el azúcar? Aliide había murmurado que probablemente habría que empezar a cultivar remolacha dulce otra vez, así estaban los tiempos. Pero ¿qué sabía Zara sobre aquello? Durante el último año, había olvidado todo lo relacionado con la vida normal, cómo se conocía gente, cómo conversar, y no lograba encontrar una manera sutil de acabar con aquel silencio. Aparte de eso, el tiempo se acababa y la imperturbabilidad de Aliide la asustaba. ¿Y si estaba loca? Seguramente las piedras y las pintadas no significaran nada para los propósitos de Zara, seguramente debería limitarse a actuar con rapidez y decisión. Las semillas de frambuesa que se le habían colado entre los dientes se le clavaban en las encías. Notaba el sabor a sangre. El reloj seguía con su tictac metálico, el fuego consumía un madero tras otro, quedaban menos frambuesas en las cestas, Aliide seguía quitando la espuma y los gusanos salían a la superficie con una precisión y exactitud fanáticas, mientras Paša se acercaba. A cada instante Paša estaba más cerca. El coche de Paša no se estropearía, el coche de Paša no se quedaría sin gasolina, el coche de Paša no sería objeto de un robo, Paša no sufriría ninguno de los percances que pueden retrasar el viaje de un mortal normal y corriente, porque los problemas de la gente normal y corriente no le afectaban y porque siempre se salía con la suya. No se podía contar con que tuviese mala suerte. Jamás la tenía. Tenía suerte, y dinero, y eso era buena suerte. Paša se acercaba sin tregua.

En la casa no había nada que hubiese llamado la atención de Zara, nada que hubiese podido aprovechar; ni viejas fotografías, ni libros con dedicatorias. Tenía que inventarse algo diferente.

La fotografía esperaba en su bolsillo.

Cuando Aliide fue a la despensa a buscar las tapas para los tarros, decidió actuar.


1991, Berlín


La fotografía que Zara recibió de su abuela


En la fotografía aparecían dos jóvenes de pie y juntas mirando la cámara, pero sin atreverse a sonreír. Los vestidos les caían hasta las caderas ligeramente torcidos. Una de ellas llevaba el dobladillo del lado derecho levantado; quizá estaba arrugado por detrás. La otra tenía mejor porte, bastante pecho y poca cintura. Adelantaba una pierna para destacar su forma delicada y grácil, enfundada en una media negra. En la pechera del vestido había una insignia, un trébol de cuatro hojas. No se distinguía bien, pero Zara sabía que era la insignia de las Juventudes Campesinas porque su abuela se lo había contado. Y ahora, al mirar la instantánea, veía algo que hasta entonces no había comprendido: en la cara de las muchachas había una gran inocencia que resplandecía en la redondez de sus mejillas de un modo que la hacía avergonzarse. Quizá no se había dado cuenta antes porque ella misma había tenido la misma expresión, la misma inocencia, pero ahora, una vez que la había perdido, podía reconocerla en las muchachas de la foto. Una expresión previa a la experiencia de la realidad. Una expresión de una época en que el futuro todavía existía y todo era posible.

Su abuela le había dado la fotografía antes de que su nieta se marchara a Alemania, por si le pasaba algo. A los viejos siempre podía pasarles algo, y en ese caso seguro que tirarían la fotografía antes de que Zara tuviese tiempo de volver. La muchacha no había querido que su abuela le hablase de esa manera, pero la anciana había insistido. La madre de la joven opinaba que todo lo viejo era basura y no guardaría una vieja fotografía. Zara había asentido con la cabeza, ya que conocía esa faceta materna, y había conservado la foto, incluso cuando le era prácticamente imposible, y seguiría conservándola en el futuro, aunque el resto de sus pertenencias ya no existiera y cada prenda que llevara encima fuera propiedad de Paša; conservaría esa fotografía aunque en su cuerpo ya no hubiese nada que fuese suyo de verdad, aunque todas las funciones de su cuerpo dependieran del permiso de Paša, aunque sólo pudiera ir al baño si él se lo permitía y aunque no le dieran compresas para la regla, ni siquiera algodón, nada, porque Paša decía que sólo faltaba eso, con lo cara que le estaba saliendo.


Además de la fotografía, la abuela le había dado una tarjeta en cuyo reverso aparecía la dirección del lugar donde había nacido, el nombre de la aldea y el de la casa. La casa de Tammi, por si Zara pasaba por Estonia por casualidad durante su largo viaje por el mundo. La idea la había sorprendido, pero para su abuela todo estaba muy claro.

– ¡Alemania queda justo al lado de Estonia! Así que puedes pasar por allí, ya que ahora te resultará muy fácil.

Los ojos de la anciana habían brillado cuando Zara le contó de sus planes de trabajar en Alemania. Su madre no había mostrado ningún entusiasmo, del mismo modo que no se entusiasmaba por nada, aunque dichos planes le habían gustado aún menos, pues pensaba que Occidente era un lugar peligroso. El sueldo alto no la había hecho cambiar de opinión. Las argumentaciones económicas de Zara tampoco habían interesado a su abuela, pero sin embargo esta había insistido en que usase el dinero que iba a ganar para visitar Estonia.

– Zara, recuerda que no eres rusa, eres estonia. ¡Y me comprarás unas semillas en el mercado y me las mandarás! ¡Quiero tener flores estonias en la repisa de mi ventana!

En el reverso de la fotografía se leía: «Para Aliide, de tu hermana.» En la tarjeta, la abuela había escrito también el nombre «Aliide Truu». Hasta entonces, nadie le había hablado a Zara sobre Aliide Truu.

– Abuela, ¿quién es?

– Mi hermana. Mi hermana pequeña. O lo era. Puede que ya esté muerta. Podrías ir y preguntar por ella. Casi seguro que alguien la conoce.

– Abuela, ¿por qué nunca me habías contado que tenías una hermana?

– Aliide se casó y se fue pronto de casa. Y después estalló la guerra. Y nosotras nos mudamos aquí. Pero tienes que ir a conocer la casa. Luego, cuando vuelvas, me contarás quién vive allí y cómo es aquello ahora. Yo ya te he contado cómo era por aquel entonces.

El día de su partida, su madre la acompañó a la puerta. Zara dejó la maleta en el suelo y le preguntó por qué nunca le había contado nada sobre su tía.

– Yo no tengo ninguna tía -respondió su madre.


1992, oeste de Estonia


Las historias de ladrones sólo interesan a otros ladrones


Cuando Aliide fue a la despensa, Zara se sacó la fotografía del bolsillo y se quedó a la espera. La anciana tendría que reaccionar de alguna manera, decir algo, contarle algo, lo que fuese. Algo pasaría cuando viese la foto. Su corazón palpitaba. Pero cuando Aliide volvió a la cocina y Zara le mostró la instantánea, murmurando que se había deslizado entre la alacena y la pared, quizá por una grieta en el empapelado, nada en la expresión de la mujer reveló que conociese a las chicas de la foto.

– ¿Qué es?

– Aquí pone: «Para Aliide, de tu hermana.» -Yo no tengo hermanas.

Y subió el volumen de la radio. Estaban terminando de leer la carta abierta de un comunista decepcionado, y pasarían a hablar de otros asuntos.

– Dámela. Trae aquí.

Su tono autoritario hizo que Zara le tendiese la fotografía, que la anciana le arrebató con rapidez.

– ¿Cómo se llama? -preguntó la joven.

Aliide subió aún más el volumen.

– ¿Cómo se llama? -repitió.

– ¿Quién?

«Si no tenemos leche ni caramelos que dar a nuestros hijos, ¿cómo podrán crecer y llegar a ser personas sanas? ¿Les enseñamos a comer sólo ensalada de ortiga y diente de león? Pido de todo corazón que en nuestro país…» -Por aquel entonces, a esa clase de mujeres las llamaban enemigas del pueblo.

«… haya bastante pan y algo más aparte del…» -¿Tu hermana?

– ¿Qué? Fue una ladrona y una traidora.

Zara bajó el volumen de la radio.

Aliide no la miró. Su respiración traslucía la indignación que sentía. Las orejas se le habían puesto rojas.

– Entonces, era una mala persona. ¿Cómo de mala? ¿Qué hizo?

– Robó grano del koljós y la detuvieron.

– ¿Robó grano?

– Se comportó como un usurero. Le robó al pueblo.

– ¿Por qué no robó algo de mayor valor?

Aliide volvió a subir la radio.

– ¿No se lo preguntaste?

– ¿El qué?

«…durante siglos, nuestros genes fueron orientados hacia la esclavitud, que reconoce sólo la fuerza bruta y el dinero, y por eso no debemos extrañarnos…»

– Por qué robó grano.

– ¿Acaso vosotros allá en Vladivostok no sabéis con qué se hace el vodka?

– A mí me parece más bien que simplemente estaba hambrienta.

Aliide puso la radio a todo volumen.

«… por la paz de nuestro pueblo, deberíamos pedir protección a una gran nación, por ejemplo a Alemania. Sólo una dictadura podría acabar con el caciquismo que estamos sufriendo hoy día en Estonia y así sanear la economía…»

– Así pues, tú nunca pasaste hambre, porque no robaste grano.

Aliide escuchaba la radio y, tarareando, cogió con gesto brusco unos ajos para pelarlos. Las pieles empezaron a caer sobre la fotografía. Debajo de ésta había una revista, Nelli Teataja («Nelli Informadora»). Su anagrama, la silueta negra de una mujer mayor impresa en la portada, quedó a la vista. Zara desenchufó la radio de la pared. El zumbido de la nevera devoraba el silencio, los dientes de ajo repiqueteaban al caer en el cuenco, el enchufe estaba caliente en la mano de Zara.

– Hija, ¿no sería hora de que te tranquilizaras y te sentases?

– ¿De dónde robó?

– Del campo, el que se ve desde esta ventana. ¿A qué viene tanto interés por lo que hacen los ladrones?

– Pero si ese campo pertenece a esta casa…

– No; era del koljós.

– Pero antes…

– Era una casa de fascistas.

– ¿Y tú eres una fascista?

– Yo era una buena comunista. ¿Por qué no te sientas? En mi casa los invitados se sientan cuando se lo piden, o si no, se van.

– Ya que no eres una fascista, ¿cuándo te mudaste aquí?

– Yo nací aquí. Vuelve a encender la radio.

– No entiendo nada. Entonces tu hermana robó en su propio campo.

– ¡En los campos del koljós! Vuelve a encender la radio, muchacha, ¿me oyes? Por aquí los invitados no se portan como si fuesen los dueños de la casa. Quizá donde tú vives son las únicas costumbres que conocéis.

– Lo siento. No quería ofender. Es que me interesa la historia de tu hermana. ¿Qué le pasó?

– Se la llevaron. ¿Por qué te interesa una historia de ladrones? Las historias de ladrones sólo interesan a otros ladrones.

– ¿Adónde se la llevaron?

– A donde solían llevarse a los enemigos del pueblo.

– ¿Y después qué pasó?

La anciana se levantó, le dio unos empujones a Zara con el bastón para que se apartase y enchufó la radio otra vez.

«… El espíritu del esclavo, sin embargo, echa de menos un azote, y de vez en cuando también un dulce…»

– ¿Y después qué pasó?

La fotografía quedó cubierta de pieles de ajo. La radio estaba tan alta que vibraba.

– ¿Y cómo es que sigues aquí aunque se llevaron a tu hermana? ¿No desconfiaban de ti?

Aliide parecía no oír y sin embargo gritó:

– ¡Echa mas leña a la cocina!

– ¿O acaso tenías buenos antecedentes? ¿Eras un miembro destacado del Partido?

Las pieles de ajo se iban acercando al borde de la mesa y algunas cayeron revoloteando al suelo. Aliide se levantó y empezó a echar leña al fuego ella misma. Zara bajó el volumen de la radio y se quedó de pie delante de la anciana.

– ¿Tan buena camarada eras, entonces, Aliide?

– Sí, y también lo fue mi marido, Martin. Era un dirigente del Partido. Procedía de una vieja familia comunista de Estonia, no de esos especuladores que vinieron más tarde. Incluso recibimos medallas y diplomas honoríficos.

Todos aquellos gritos por encima de las voces de la radio la habían hecho jadear, así que Zara se llevó una mano al pecho para calmarse, se abrió unos botones de la bata y ya no reconoció a la mujer que estaba ante ella. Ya no era la misma que hacía un momento parloteaba con jovialidad.

Aquella mujer era fría y calculadora, y no soltaría ninguna información.

– Creo que deberías ir a dormir. Mañana tenemos que pensar en qué vamos a hacer con tu marido, siempre que todavía te acuerdes de ese problema.


Bajo la manta, en la habitación, Zara respiraba con dificultad. Aliide había reconocido a la abuela.

La abuela no era una ladrona ni una fascista. ¿O sí?

Desde la cocina le llegaban los golpes del matamoscas.

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