TERCERA PARTE

¿Seguro que eres feliz?, preguntan las madres cuando vamos a visitarlas.

PAUL-EERIK RUMMO


30 de mayo de 1950


¡Por una Estonia libre!


Liide ha dejado aquel trabajo en el que molestaba a la gente exigiéndole pagos y cumplir las normas. No ha querido contarme por qué. Quizá haya sido porque le dije que con ese trabajo estaba haciéndole un favor al Demonio, al enemigo del alma y a nadie más. O a lo mejor alguien le dio una paliza. Una vez le pincharon las ruedas de la bicicleta. Liide la trajo al establo de las vacas y me pidió que les pusiese parches, pero me negué. Le dije que los utensilios de un trabajo como el suyo los debía reparar alguien que ya sirviese a ese reino de Satán. Martin se la arregló por la noche.

Cuando me contó con los ojos brillantes que había dejado ese trabajo fue como si esperase alguna clase de agradecimiento por mi parte. Tenía ganas de escupirle, pero sólo seguí acariciando a Pelmi. Conozco muy bien los trucos de Liide.

Después, de repente quiso saber si había visto a alguien conocido en el bosque.

No le contesté.

También quiso saber qué había en el bosque. Y cómo era Finlandia, y por qué yo quería ir allí.

No le contesté.

Estuvo un largo rato intentando enterarse de por qué no me había quedado con los alemanes, ya que en un principio fui tras ellos.

No le contesté.

Ésas no son historias adecuadas para oídos femeninos.

Volví al cuartucho.

Liide no quiere dejarme ir al bosque. No lo quiere admitir, pero soy el único con quien puede hablar sin tener que entonar loas a los comunistas. Todo el mundo necesita a alguien con quien hablar sin tapujos. Por eso no quiere dejarme salir.

El grano está creciendo en mis campos, pero yo no lo veo.

¿Dónde están mis chicas, Linda e Ingel? Voy a enloquecer de preocupación.


Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia


1992, oeste de Estonia


La soledad de Aliide Truu


Aliide no comprendía cómo aquella fotografía de Ingel y ella había llegado a manos de Zara. La muchacha hablaba del empapelado y de la alacena, pero no recordaba haber escondido nada allí. Había destruido todas las fotos. ¿Quizá Ingel había ocultado algunas antes de irse? No tenía ningún sentido. ¿Por qué habría guardado la imagen de ambas? Era verdad que en el pecho de Ingel lucía la insignia de las Juventudes Campesinas, pero se veía tan pequeña que nadie salvo su hermana se habría dado cuenta.

Después de mandar a Zara a dormir, se lavó las manos y se puso a revisar la pared y la alacena, pinchó el papel, metió un cuchillo en las ranuras del armario, bajo el zócalo, pero no apareció nada. Sólo la vajilla y las botellas de vodka compradas con los cupones de racionamiento tintinearon dentro de la alacena.

La muchacha respiraba acompasadamente mientras dormía, en la radio crepitaba la información sobre las elecciones y en la fotografía Ingel estaba eternamente guapa. Aliide recordaba el día que habían ido a hacerse esa foto al estudio Modern B. Veidenbaum. Ingel acababa de cumplir los dieciocho. Habían ido al café de Dietrich y había tomado un café de Varsovia, y Aliide chocolate caliente. El pastel de nata y chocolate se derretía en la boca y en el aire flotaba la fragancia del jazmín. Ingel había comprado pasteles de hojaldre para llevar, Helene Dietrich los había envuelto en papel blanco y confeccionado un asa para transportar mejor el paquete; ésa era su especialidad, paquetes bonitos y fáciles de llevar. El humo del tabaco, el crujido de los periódicos… En esos tiempos aún lo hacían todo juntas.

Aliide se arregló una horquilla del pelo. Tenía la mano húmeda; la frente y el cabello empapados de sudor.

El rescoldo de la cocina de leña hizo que la fotografía se retorciese. Metió unos leños más.

Le picaba la oreja. Se rascó. La mosca salió volando.


El sol que se filtraba por las aberturas de la cortina y caía sobre los ojos de Zara la despertó. La puerta de la cocina estaba abierta, Aliide se hallaba sentada a la mesa, mirando hacia ella. Algo iba mal. ¿Paša? ¿Habían dicho en la radio que la buscaban? ¿Qué ocurría? Se incorporó y le dio los buenos días.

– Al final Talvi no vendrá.

– ¿Qué?

– Ha llamado para decir que ha cambiado de idea.

Aliide se tapó los ojos con las manos y repitió que Talvi no vendría.

Zara no supo qué decir. De repente, sus maravillosos planes se habían ido al traste. La esperanza rota le escoció los ojos como hirientes legañas. Talvi no iba a traer su coche. Las manecillas del reloj se movían frenéticas, Paša se acercaba, las llamas ya le quemaban los talones, en la nuca sentía el escozor de la mirada de Paša, su coche zumbaba por la autopista haciendo volar la grava. Zara no se movía, fuera la luz sí oscilaba, pero ella permanecía inmóvil. No había descubierto nada más de Aliide y de todo lo ocurrido en el pasado, sus conocimientos seguían como antes, escasos y carentes de respuestas. En radio Kuku dieron la hora, empezaron las noticias, pronto se acabarían, el día pasaba y no vendrían ni Talvi ni su coche, pero Paša sí.

Fue a la cocina y se percató de que Aliide temblaba espasmódicamente. Parecía sollozar, pero permanecía en silencio. Cuando la anciana volvió a poner las manos en el regazo, Zara advirtió que sus ojos estaban secos.

– Oh, cuánto lo lamento. Qué decepción para ti -se apresuró a decir la joven.

Aliide suspiró, Zara también, y adoptó una expresión compasiva, pero decidió dar rienda suelta a sus preocupaciones. Ya no había tiempo para quedarse pasmada. ¿Podría Aliide ayudarla todavía? ¿Guardaría un as en la manga? Si era así, Zara debería adularla y olvidarse de la foto y de su abuela, dada la hostilidad que había mostrado la anciana al respecto. La foto no se veía por ninguna parte y prefirió no preguntar. ¿Acaso tendría que renunciar a sus planes de huida y resignarse a esperar lo inevitable?

Su abuela ya habría recibido las fotos que Paša le habría mandado. Seguro que no había tardado nada en enviarlas. Tal vez también Sasa las hubiera recibido. O su madre y sabía Dios quién más. Tal vez a Paša incluso se le hubiese ocurrido otra jugada… ¿Estarían al menos bien en casa? No, no era momento de pensar en eso. Tenía que trazar un nuevo plan.

– Talvi ha insistido en que tiene muchas cosas que hacer, pero ¿qué iba a tener que hacer ahora? -dijo Aliide, sentada y apoyada en su bastón-. Es un ama de casa, pasa días enteros sin hacer nada, eso es lo que siempre quiso. ¿Tú qué querías ser?

– Médica.

Aliide pareció sorprenderse. Zara le explicó que había querido ganar dinero para estudiar y por eso había ido a Occidente. Tenía pensado volver en cuanto tuviese suficientes ahorros, pero después había aparecido Paša y muchas cosas habían salido mal. Aliide frunció el cejo y le pidió que le hablase de Vladivostok. Zara se sobresaltó. ¿Era el momento adecuado para contar historias? Aliide parecía haberse olvidado de los perseguidores de Zara. Quizá no quisiera dejar traslucir sus emociones, quizá fuera más lista que Zara. Quizá lo único que se podía hacer allí fuera sentarse y charlar. Quizá era lo más sensato, disfrutar de aquel instante rememorando su pasado en Vladivostok. Se obligó a sentarse a la mesa con aire sereno, tendió su taza a la anciana cuando ésta le ofreció achicoria y cogió un trozo de tarta de requesón, la favorita de Talvi, según Aliide. La había preparado por la noche por si su hija llegaba hoy.

– Pero ¿has dormido algo?

– Qué mas da, una persona mayor no lo necesita.

Tal vez su expresión ausente se debiera a eso. Estaba de pie al lado de la mesa, con la cafetera en la mano, y parecía no saber dónde ponerla. Aliide Truu se comportaba como si estuviera sola. Zara carraspeó.

– Así que sobre Vladivostok.

La anciana se sobresaltó, colocó la cafetera en el suelo y se sentó en una silla.

– Vale, entonces cuéntame.

Zara empezó a hablarle de la estatua que conmemoraba las batallas gloriosas de la Unión Soviética en Extremo Oriente, y de los puertos, de cómo el olor del mar de Japón se filtraba en las tablas de las paredes, de los adornos de madera de las casas, de la nieve en la calle Fokin y la calle Svetlanskaia, de la comida armenia, de una amiga de su madre que preparaba los mejores manjares armenios del mundo, dolma, pepinillos en vinagre con salsa de eneldo, unas berenjenas que estaban para chuparse los dedos, y unas galletas tan sabrosas que cuando las degustabas incluso la ventisca que rugía en el exterior te parecía azúcar hasta el día siguiente. ¡Mucho mejores que la leche condensada! En casa ponían discos de Zara Dolukhanova, cantos populares en armenio y a Puccini en italiano, toda clase de idiomas, a ella le habían puesto ese nombre por la Dolukhanova. A su madre le encantaba la voz angelical de aquella mezzosoprano, siempre buscaba noticias sobre sus giras por Occidente, ¡todos aquellos sitios y ciudades y países! ¡Con una voz tan maravillosa podía ir a cualquier lado! Por alguna razón, la voz de Zara Dolukhanova era lo único que entusiasmaba a su madre. Zara ya estaba aburrida de aquella cantante y también de que no la dejasen hablar cuando sonaba la música, y prefería ir a la casa de su amiga a escuchar la casete Novaja luna aprelja de Mumi Troll. El cantante Iija Lagutenko le chiflaba y había ido al mismo colegio que ella. A veces, su abuela la llevaba a ver los barcos que zarpaban hacia Japón; aparte de ir al huerto, únicamente aceptaba ir a ver los barcos. El viento marino les azotaba la frente, empujándolas tierra adentro. En ferrocarril había más de nueve mil kilómetros hasta Moscú, pero ella nunca había hecho el viaje, aunque le hubiese gustado. ¡Y el verano, el verano en Vladivostok, todos aquellos veranos en Vladivostok! Un verano, alguien había descubierto que se podía conseguir laca de uñas brillante si se añadía un poco de polvo de aluminio en el bote, y en poco tiempo las uñas de todas las chicas de la ciudad destellaban al sol estival.

Zara había empezado a animarse. Su relato no le desagradaba. Hasta echaba de menos a Zara Dolukhanova y a Mumi Troll.


También Katia había querido saber cosas de Vladivostok, pero a pesar de intentarlo, Zara no había sido capaz de contarle nada de la ciudad. Por la cabeza de Zara sólo habían cruzado imágenes aisladas de Vladivostok y otras que le habían venido cuando hablaba con Katia, pero que no había querido mencionar, como cuando, en el año de Chernóbil, su abuela había empezado a preparar pan seco por si estallaba la guerra, o como cuando, tras el accidente, sin saber aún nada de lo ocurrido, habían visto en la televisión a la gente bailando por las calles de Kiev. Chernóbil era un asunto embarazoso porqué Katia era de por allí y por eso quería un marido de fuera y le interesaba Vladivostok. Katia quería tener hijos. Cuando se presentara el pretendiente adecuado le contaría que era de otro sitio, no de Chernóbil. A Zara le había parecido una buena idea. Le habría gustado preguntarle más cosas. Katia no brillaba en la oscuridad y tampoco parecía distinta del resto de las chicas en nada. Además, había dicho que cuanto menos se hablase sobre el asunto, cuanto menos se escribiese sobre Chernóbil y cuanto menos se supiese de todo aquello, mucho mejor. Katia tenía razón. A Zara no le gustaba abrazarla, ni siquiera cuando Katia lloraba porque echaba menos de su familia o después haber estado con un cliente desagradable. Siempre había preferido consolarla charlando sobre alguna cosa, de cualquier cosa menos de Vladivostok. Pensar en su ciudad natal la incomodaba en aquel momento, como si Zara no fuese digna de rememorar su ciudad. Como si todos los recuerdos hermosos fuesen a contaminarse si los evocaba en su actual situación, y más aún si hablaba de ellos. Sólo de vez en cuando toqueteaba a través de la tela la fotografía que llevaba escondida entre la ropa, para asegurarse de que existía. Claro que Paša sabía que Katia era una chica de Chernóbil, él mismo la había recogido cerca de Kiev, pero le había ordenado que dijese que era de Rusia si algún cliente le preguntaba, porque ninguno querría meter la polla dentro de la muerte.


Zara intentaba no pensar en Katia, no quería contarle a Aliide nada sobre ella, tenía que centrarse en su ciudad natal. Su charla casi había hecho sonreír a la anciana, que la animaba a que comiera otro trozo de tarta. Zara lo hizo y se sintió una sinvergüenza. No se le olvidaba que estaba acostumbrada a pedir permiso para todo. Era una sinvergüenza porque había cogido tarta sin permiso de Paša. Era una sinvergüenza porque estaba contándole cosas de su ciudad natal a una persona con quien Paša no la había autorizado a hablar. Era una sinvergüenza porque ella no podía estar allí, en un lugar donde no le hacía falta pedir permiso para ir al baño. Si ahora le empezaba a doler la cabeza, seguro que Aliide le ofrecería un remedio incluso sin que se lo pidiera. Si, por ejemplo, empezaban sus problemas de mujer, Aliide le daría inmediatamente algo, le prepararía un baño, le llevaría a la cama una botella de agua caliente y no le cobraría. En cualquier momento, aquella irrealidad podía estallar en pedazos y entonces volvería a la realidad que conocía bien, a los clientes, a las deudas… De un momento a otro, Paša y Lavrenti podían entrar derrapando en el jardín, de un momento a otro, y entonces ya no podría pensar en Vladivostok, pues los recuerdos de su ciudad se mancharían en contacto con aquel mundo. Sin embargo, por ahora aún podía hacerlo.

– Tú eras feliz allí -dijo Aliide con cierta sorpresa.

– Claro que sí.

– ¿Claro que sí?

De repente, el rostro de la anciana se iluminó, como si hubiese descubierto algo totalmente nuevo:

– ¡Es fantástico!

Zara asintió.

– Sí. Y era divertido ser pionera.

Nunca había sido la mejor a la hora de desfilar y esas cosas, pero la divertía sentarse alrededor de una hoguera y cantar. Y estaba orgullosa de su insignia. Había admirado su fondo rojo y acariciado la frente despejada y dorada de Lenin, y sus orejas doradas.

Mientras charlaba sobre Vladivostok, no podía evitar que Katia se colase de vez en cuando en su mente. Ya nunca podría contarle nada sobre su ciudad. No había llegado a tiempo, pero Katia tampoco había sido muy insistente. Zara había pensado que un día podría convertir a Katia en una chica vladivostokiana, pero ese día no había llegado. ¿Debía arriesgarse y contarle a Aliide sus secretos, aunque eso supusiera que la anciana no la ayudase a escapar de Paša?


1991, Berlín


Una chica como un día de primavera


Paša puso el vídeo. Al principio, apareció una polla erecta y rojiza, después la barriga flácida y peluda de un hombre de mediana edad, y luego los pechos de una joven. El hombre le ordenó a la chica que se apretase los pechos y ella se los amasó y masajeó, mientras él empezaba a hacerse una paja. Apareció otro hombre en escena que forzaba a la chica a separar los muslos, sacaba una maquinilla de afeitar desechable y se ponía a afeitarla.

Paša se sentó en el sofá, se puso cómodo y se bajó la cremallera del pantalón.

– Ven a mirar esto.

Zara no obedeció suficientemente rápido, así que él la arrastró hasta delante de la pantalla, soltó unos cuantos improperios, volvió al sofá y se sacó la polla. El vídeo seguía avanzando. Paša empezó a masturbarse y su cazadora de piel chirriaba. Fuera era de día. La gente acudía a la tienda, compraba salchichas y chucrut y hablaba en alemán. Una mosca zumbaba en la lámpara de la tienda.

– ¡Mira! -Paša le dio una colleja y se sentó a su lado para asegurarse de que ella miraba el vídeo. Le arrancó la bata y la mandó ponerse de rodillas, con el trasero hacia él, de cara a la pantalla-. Abre más las piernas.

Las abrió.

– Más.

Obedeció.

Paša se masturbaba detrás de ella.

En la pantalla, el hombre barrigudo empujó la polla contra la cara de la chica y eyaculó.

La chica tenía la cara de Zara.

La cara de la chica quedó cubierta de esperma. Otro hombre la penetró y empezó a jadear. Paša se corrió y aquel moco caliente se deslizó por los muslos de Zara. Luego él se subió la cremallera y fue por una cerveza. Se oyó el ruido de la lata al abrirse. Los tragos largos de Paša resonaron en la habitación casi vacía. Zara seguía arrodillada delante del vídeo. Le dolían las rodillas.

– Vuélvete hacia aquí.

Ella obedeció.

– Frótatelo en el coño. Extiéndelo bien.

Zara se tumbó y se frotó el esperma de Paša.

Él sacó la cámara y le hizo una foto.

– Ya sabes lo que pasará con estas fotos y esos vídeos si piensas hacer alguna tontería.

Zara dejó de frotarse.

– Se los mandaremos a tu babushka. Y después a Sasa y también a sus padres. Tenemos sus nombres y direcciones.

¿Oksanka les había hablado de Sasa? Zara no quería volver a pensar en él. Aun así, en su mente resonaba una voz que pronunciaba su nombre y a veces la despertaba. En ocasiones, sólo gracias a eso se acordaba de que era Zara, y no Natasha. Sobre todo entre el sueño y la vigilia, aturdida por el alcohol y otros estupefacientes, notaba de repente cómo Sasa se acurrucaba a su lado, pero enseguida se sacudía la sensación. Nunca compartiría su primera casa con Sasa y jamás beberían champán en sus fiestas de graduación, así que era mejor no pensar en ello, era preferible tomar un vaso de vodka, la pastilla, implorarle a Lavrenti una raya y esnifarla. Tampoco valía la pena pensar en lo demás, era preferible y más fácil. Solamente había que acordarse de una cosa: de eso, de que aunque la cara de Zara estaba en la cinta de Paša, el vídeo no narraba su historia, sino la de Natasha; nunca dejaría que se convirtiese en la historia de Zara. La historia de ésta se hallaba en otra parte, la de Natasha en la cinta.


1992, oeste de Estonia


La cadena de la herencia no la rompe ni el mordisco de un perro


Cuando la muchacha empezó a hablar sobre su Vladivostok, el tic en la sien desapareció, se olvidó de frotarse el lóbulo de la oreja y aparecieron unos hoyuelos en sus mejillas, que luego desaparecieron para finalmente aflorar de nuevo. El sol inundó la cocina.

Tenía una nariz bonita. Una nariz que la gente habría admirado desde el día de su nacimiento. Aliide intentaba imaginarse a Talvi en el lugar de Zara, charlando sentada a la mesa de la cocina, con los ojos brillantes y contándole su vida, pero no era capaz. Cuando Talvi iba a visitarlos después de haber emigrado, siempre tenía prisa por marcharse. ¿Su hija habría sido distinta si ella hubiese sido una madre diferente? A lo mejor no le espetaría por teléfono que en Finlandia podía comprar en las tiendas todo lo que hacía falta, cuando Aliide le preguntaba si había plantado algo en el huerto. Si Aliide hubiese sido distinta, Talvi vendría a ayudarla a recoger las manzanas y no se limitaría a mandarle fotos de su nueva cocina, de su nuevo salón y de sus nuevos electrodomésticos, nunca fotos de sí misma. A lo mejor, Talvi no habría empezado a admirar ya de joven a la tía de su amiga, que tenía un coche en Suecia y les mandaba ejemplares de la revista Burda. A lo mejor, Talvi no habría empezado a jugar a cambiar moneda y practicar bailes de discoteca. A lo mejor, entonces, Talvi no habría querido vivir en otro lugar. Aunque, bien pensado, los otros también querían, así que quizá lo de marcharse no era culpa suya. Pero ¿por qué aquella muchacha sorprendentemente locuaz había querido ir a Occidente? Sólo para ganar algo de dinero. Tal vez Estonia era el único país donde abundaba esa clase de gente que repetía una y otra vez que durante la guerra deberían haberse marchado a Finlandia o a Suecia, y aquellas letanías disparatadas habían pasado de generación en generación como una canción de cuna. O quizá a Talvi le había dado por pretender un marido extranjero porque un matrimonio como el de sus padres era lo que menos deseaba para sí misma. Zara quería ser médica y volver a su casa; sin embargo, desde la adolescencia, Talvi sólo había querido ir a Occidente con un hombre occidental. Todo había empezado por unas muñecas de papel, a las que les dibujaba ropa según los patrones de Burda, y continuado con los pantalones vaqueros Sangar, que se había pasado restregando el verano entero. Talvi y su amiga los frotaban con ladrillos hasta la saciedad, para que pareciesen gastados, a la moda occidental. Aquel mismo verano, los chicos del vecino practicaban un juego llamado «Vamos a Finlandia», habían construido una balsa y cruzado la acequia con ella, aunque después habían vuelto, porque no sabían qué hacer en Finlandia. La decepción de Martin aumentaba día tras día. Por aquel entonces, Aliide no había compartido esa frustración, pero ahora, con el tema de la restitución de los terrenos a la orden del día, tuvo que reconocer que sentía lo mismo que Martin hacia Talvi, porque su hija no se había interesado lo más mínimo por cómo avanzaba la cuestión ni por la compilación de los documentos. Si Aliide hubiese sido una madre distinta, ¿estaría Talvi allí ayudándola a solucionar ese asunto?

El día anterior a la llegada de Zara, Aino había estado charlando de nuevo sobre el asunto de las tierras y Aliide le había vuelto a aconsejar por enésima vez que entregase una solicitud de recuperación conjunta con sus hermanos, por muy borrachos que fuesen. Si le pasaba algo a alguno de ellos, al menos quedaría alguien para ocuparse del asunto. Pero Aino quería esperar por lo menos hasta que el Ejército Rojo abandonase el país, pues sospechaba que los rusos volverían y entonces, ¿qué?, ¿de nuevo reunirían los vagones de ganado en la estación de tren? También Aliide tuvo que admitir que aquellos soldados no tenían pinta de marcharse; sólo aparecían en la aldea de vez en cuando para robar, se llevaban terneros y vaciaban las tiendas de tabaco. El único beneficio de tenerlos allí era que podías comprarles gasolina del ejército.

A Aliide le escocían los ojos y tenía la garganta seca. Incluso a aquella muchacha rusa sentada en aquella silla de patas flojas le interesaba más lo que ocurría en su cocina que a su propia hija. Talvi nunca hablaría sobre su niñez de un modo tan hermoso como aquella chica. Y Talvi nunca le había preguntado cómo se hacía la crema de caléndula, pero Zara quería conocer los ingredientes. A ella podrían interesarle todos los trucos aprendidos de Kreeli, qué plantas había que recoger por la mañana y cuáles en luna nueva. Y, si le era posible, seguro que la acompañaría a coger hierba de San Juan y milenrama cuando fuese la época, cosa que Talvi jamás haría.


1953-1956, oeste de Estonia


Aliide quiere dormir tranquila por las noches


Cuando Aliide llegó al hospital de maternidad, las rusas gritaban: «Padre Lenin, ayúdame.» Y seguían clamando por el Padre Lenin cuando salió de allí con Talvi, y también fue a Lenin a quien Martin dio las gracias cuando la recién nacida llegó a casa lloriqueando. Su marido había esperado mucho tiempo el nacimiento de un bebé y la espera le había resultado muy dura, convencido de que nunca sería padre. Aliide no se había preocupado por el asunto, ya que no le gustaban los niños y no deseaba criar uno de su propia estirpe en aquel nuevo mundo. No quería que su hijo perteneciese a él, pero el mismo año en que murió Stalin, en medio de la confusión causada por la muerte del Padrecito, en sus entrañas ya había empezado a gestarse el bebé. Martin le había hablado al bebé durante el embarazo, pero Aliide no era capaz de hablarle ni siquiera después de su llegada al mundo. Le dejó las palabras a Martin, mientras ella esterilizaba botellas de vodka para usarlas como biberones, se pasaba una eternidad contemplando cómo las tetinas se oscurecían en la cacerola o calentaba agujas de remendar calcetines para hacer los agujeros de las tetinas. Martin daba de comer a la niña, acudía a casa incluso durante su hora del almuerzo para llevar a cabo aquella importante tarea. Aliide lo intentó alguna vez, pero no fue capaz, de modo que la pequeña Talvi no dejaba de llorar hasta que llegaba su padre.

Aliide veló de otra manera por la tranquilidad de la infancia de su hija.


Una tarde, Martin llegó a casa apestando a vodka y empezó a limpiar setas, interrumpiéndose de vez en cuando para fumar un cigarrillo Priima. En la radio estaban perorando sobre la marcha del trabajo socialista, sobre quién y en qué había superado las expectativas. Aliide estaba preparando un postre con confitura Kosmos; apretó el tubo para echarla toda en un cuenco, le añadió agua hervida y ácido cítrico y el agua adquirió un color rojizo. Después, le dio el tubo medio vacío a la niña para que chupase directamente la confitura de grosella.

– Van a volver.

Aliide supo inmediatamente a quién se refería Martin.

– No hablarás en serio.

– Han empezado a amnistiarlos.

– ¿Y eso qué significa?

– Que Moscú permite que regresen. Es lo que dicen en Tallin.

Aliide estuvo a punto de comentar que Nikita estaba loco de remate, pero se calló, porque aún no sabía qué pensaba su marido sobre el dirigente, aparte de que parecía un hombre trabajador. A Aliide le parecía un cerdo y su mujer una cuidadora de cerdos. Muchos coincidían con su opinión, aunque ella nunca manifestaba la suya en voz alta. Pero ¿cómo que de vuelta? Justo cuando la vida empezaba a estabilizarse, a Nikita se le ocurría aquella idea disparatada. ¿En qué estaba pensando? ¿Dónde se imaginaba que iban a meter a toda aquella gente?

– Aquí no pueden venir. Haz algo.

– ¿Qué puedo hacer yo?

– ¡Y yo qué sé! ¡Cualquier cosa, pero que no vengan aquí! A ninguna parte de Estonia. ¡No pueden dejarlas regresar!

– ¡Cálmate! Todos han firmado un juramento de silencio según el artículo doscientos seis.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Que no pueden decir nada referente a la investigación de su caso. Y me imagino que aún tendrán que firmar otro antes de que los dejen salir. Otro respecto al tiempo que pasaron en el campamento.

– Entonces, ¿no pueden hablar de esos asuntos?

– Lo único que quieren es volver al lugar de donde proceden.

Ese diálogo agitado provocó el llanto de Talvi. Martin la cogió en brazos y empezó a hacerle arrumacos. Aliide sacó la botella de valeriana del armario con manos temblorosas. Le parecía que el suelo desaparecía bajo sus pies.

– Ya me ocuparé yo del asunto -dijo Martin.

Aliide confiaba en su marido, pues siempre cumplía sus promesas, y esa vez tampoco le falló.

No volvieron.

Se quedaron allí.

No es que hubiesen podido volver a aquella casa, ni siquiera a las proximidades, pero, aunque hubiesen estado en cualquier otra parte de Estonia, Aliide no lo habría soportado.

Quería dormir tranquila por las noches. Quería caminar tranquila en la oscuridad y pedalear en su bicicleta a la luz de la luna, cruzar el campo andando tras la puesta de sol y despertar por la mañana en una casa donde ella y Talvi no hubiesen ardido mientras dormían. Quería sacar agua del pozo y ver cómo el autobús del koljós traía a su hija del colegio, y también quería que estuviese a salvo cuando ella no vigilaba. Quería vivir sin encontrárselas nunca más. No era demasiado pedir. Era lo menos que podría hacer por el bien de su hija.

Cuando los retornados de los campos de internamiento llegaron y se adaptaron a su nueva vida, ella los reconocía entre el resto de la gente. Por su mirada apagada, que era igual en todos, fuesen jóvenes o viejos. Los esquivaba por la calle, los esquivaba ya desde lejos y se asustaba al hacerlo. Se asustaba antes de volver la cabeza, antes incluso de entender que había reconocido el olor a campo y la conciencia de haber estado allí que traslucían sus ojos. Eso era lo que no desaparecía de aquellas miradas, la conciencia de haber estado en un campo de internamiento.

Cualquiera de ellos podría ser Ingel o Linda. La sola idea le oprimía el pecho. Linda habría crecido tanto que Aliide no la reconocería. O cualquiera de los transeúntes podría ser alguien que hubiese estado en el mismo campo que su hermana, alguien del mismo barracón, alguien con quien Ingel tal vez hubiese hablado, alguien a quien pudo haberle mencionado a su hermana. Tal vez Ingel se hubiese llevado algunas fotografías de ella, ¿cómo iba a saberlo? Tal vez hubiera mostrado esas fotos de Aliide a alguien con quien ésta se cruzaba por la calle, y que tal vez la hubiera reconocido. Quizá ese alguien supiera de las injusticias cometidas por Aliide Truu, porque en los campos de internamiento las historias se propagaban como la pólvora. Tal vez ese alguien empezara a seguirla y les quemara la casa la noche siguiente. O la golpease en la nuca con una piedra, de regreso a casa. Tal vez alguien la dejara inconsciente en el camino que cruzaba el campo. Esas cosas pasaban. Accidentes extraños, atropellos desconcertantes. Martin le había asegurado que quienes habían estado en los campos de internamiento no podían ver sus expedientes, no sabrían nada de nada, pero todos los barracones tenían paredes, y donde hay paredes, hay también oídos.

Los que habían regresado de aquellos campos nunca se quejaban de nada, ni discutían ni protestaban. Era insoportable. Aliide sentía un deseo imperioso de arrancarles las arrugas que les circundaban los ojos y la boca, hacer con ellas un ovillo y tirarlas al tren que llevaba de vuelta a Narva.


1960, oeste de Estonia


Martin está orgulloso de su hija


Martin se enfadó con Talvi solamente una vez, cuando su hija era pequeña. Dos semanas antes de Año Nuevo, la niña había llegado a casa corriendo. Aliide estaba sola, así que tendría que contestar una pregunta que la niña no era capaz de aguantarse hasta la llegada de su padre.

– ¡Mamá! ¡Mamá, ¿qué es la Navidad?

– Cariño, eso tendrás que preguntárselo a tu padre -respondió ella mientras removía la salsa tranquilamente.

Talvi fue al recibidor a esperar que llegara su padre, se sentó contra la pared de madera y empezó a darle pataditas al tablón que había bajo el umbral de la puerta.

Cuando Martin llegó a casa se enfureció. No por la Navidad, porque para eso seguramente habría tenido una explicación válida. Se enfadó incluso antes de hablar de ello, porque primero Talvi quiso saber qué había sido aquella guerra de liberación que se mencionaba en un libro.

– ¿En qué libro?

– En éste -dijo, y se lo entregó a su padre.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Me lo dio la tía.

– ¿Qué tía? ¡Aliide!

– ¡Yo no sé nada! -gritó ésta desde la cocina.

– ¿Y bien, Talvi?

– La madre de Milvi. Estuvimos jugando allí.

Sin siquiera coger su chaqueta, Martin salió de inmediato, seguido de la niña, para que le indicase dónde vivía Milvi.

Talvi fue la primera en volver a casa, corriendo y llorando; más tarde, antes de la cena, se sentó arrepentida al lado de su padre para hacer las paces. El humo del tabaco entraba lentamente en la cocina y pronto se oyeron las risas de la niña. Aliide acabó de cocinar el pollo a la cazuela y se sentó al lado de las patatas ya casi frías. La salsa que había preparado se enfriaba sobre la mesa, formándosele una película que atenuaba su brillo. Los calcetines sin remendar de Martin esperaban en la silla, debajo de la cual había una cesta llena de lana para cardar. Era evidente que al día siguiente Talvi se burlaría en el colegio de aquellos niños en cuyas casas se celebrase la Navidad. Y, por la noche, Talvi le contaría a su padre cómo le había tirado una bola de nieve al hijo de los Priks, y cómo le había preguntado a otro lo que su padre seguramente le estaría ordenando preguntar a los hijos de familias como ésa: «¿Habéis visto a Jesús por ahí? ¿Tu madre ya está impaciente?» Y su padre la cubriría de elogios, Talvi se pavonearía orgullosa y se enfadaría con Aliide, porque sabría instintivamente que, como de costumbre, su madre le escatimaría elogios. A éstos siempre les faltaría la sinceridad. Su hija crecería con los de Martin, con las historias que él le contaba, que nada tenían que ver con Estonia. Su hija iba crecer con unas historias que no tendrían nada de auténtico. Aliide nunca podría contarle a Talvi las historias de su propia familia, las que oyó de su madre, aquellas con que se quedaba dormida en sus Nochebuenas infantiles. No podría contarle nada de aquello con lo que ella misma había crecido, así como antes su madre, su abuela y su bisabuela. No le importaba no poder hablarle de su propia historia, pero sí de las otras, de todas aquellas con las que se había criado. ¿Qué clase de persona sería una niña que no compartía ni historias ni anécdotas ni bromas con su madre? ¿Cómo podía ser madre si no tenía a nadie a quien pedir consejo en tal situación?

Talvi no volvió a jugar con Milvi nunca más.

Martin estaba orgulloso de su hija. Declaraba que era una niña maravillosa. Tan maravillosa que había anunciado que de mayor querría un hijo de Lenin. Y a Martin no le importaba nada que Talvi no distinguiese una alquimila de un plantago, una Amanita muscaria de un níscalo, aunque a Aliide le pareciera imposible, con todo lo que había heredado de ella y de Ingel.


Años sesenta, oeste de Estonia


Los sufrimientos habitan en la memoria


En la familia, Martin se encargaba de todo lo relacionado con la educación de la niña, y Aliide de cuanto tenía que ver con las colas. Dado que con el paso de los años no habían llamado a su marido a Tallin, las insinuaciones sobre las posibilidades de su carrera se habían acallado, y Aliide ya no esperaba que él se encargara del aprovisionamiento por mediación del Partido, así que ella hacía cola cada vez, con Talvi de la mano, enseñándole a su hija cómo era la vida de una verdadera soviética. La fila de la carne conseguía evitarla porque en la carnicería tenía a una conocida, Suri. Cuando ésta la avisaba de que había entrado mercancía, Aliide zigzagueaba entre los contenedores de basura hasta la puerta trasera de la tienda, arrastrando a Talvi detrás. Nunca se adaptaba al lento ritmo de la niña, con lo que, a pesar de sus buenas intenciones, siempre apuraba el paso y la pequeña tenía que correr. Aliide sabía que lo hacía porque quería escapar de su hija, pero no era capaz de sentirse culpable por ello, y cuando intentaba aparentar ser una buena madre se sentía más ridícula que nunca. En presencia de otras mujeres, prefería alabar las habilidades paternas de Martin, y así su imagen de madre se diluía. Como Martin era un padre maravilloso, las otras mujeres consideraban a Aliide la más afortunada de todas ellas.

Por suerte, la niña creció y empezó a correr ágilmente tras su madre y también a través del enjambre de moscas que rondaba la parte trasera de la carnicería de Suri. A veces, las moscas se les colaban en la nariz y los oídos, a veces aparecían más tarde en el pelo, o al menos a Aliide le picaba tanto la cabeza que estaba convencida de que alguna le había puesto sus huevos en el cuero cabelludo. A Talvi las moscas no parecían molestarla, ni siquiera las espantaba, sino que dejaba que se paseasen por sus brazos y piernas, para gran repugnancia de su madre. Cuando salían de la carnicería, Aliide deshacía las coletas de su hija y le sacudía el cabello. Sabía que era una estupidez, pero no podía remediarlo.


El día en que Talvi contó que en el colegio les habían revisado los dientes, Aliide había estado con Suri en la trastienda de su establecimiento. La mujer acababa de limpiar las salchichas de Semipalatinsk con agua salada y un cepillo. A su espalda esperaban pilas de salchichas de Tallin y Moscú, todas agusanadas.

– No te preocupes. Estas van al mostrador, pero pronto llegará un cargamento de mercancía limpia.

Aliide consiguió meter en su bolso un buen botín compuesto por un par de longanizas de Polonia, un trozo de salchichón de Cracovia e incluso unas salchichas pequeñas. Justo estaba enseñándoselas a Martin cuando la sorprendente noticia de Talvi interrumpió el inventario de la compra.

– Dos caries grandes.

– ¿Y eso qué quiere decir? -le preguntó Aliide, asustándose de su propia voz, que sonó como el gimoteo de un perro apaleado.

Talvi frunció el cejo. El paquete de salchichas pequeñas cayó encima de la mesa y Aliide apretó las manos contra el mantel de plástico, pues habían empezado a temblarle. Notaba los cortes del cuchillo en el hule, las migas de pan y la suciedad que se metía en los resquicios. Era como si estuviese lloviendo algo desde la pantalla naranja de la lámpara, la bombilla dejaba caer porquería de las moscas sobre su cabeza. La valeriana estaba en la alacena. ¿Conseguiría sacarla y echar unas gotas en el vaso sin que Martin se diera cuenta?

– Quiere decir… ¡quiere decir que vamos a visitar al camarada Borís! Talvi, ¿te acuerdas del tío Borís? -Martin soltó una risita.

La niña asintió con la cabeza. Martin tenía grasa en las comisuras de la boca. Dio otro mordisco. Los trozos de tocino brillaban en la salchicha de Cracovia. ¿Martin siempre había tenido los ojos tan hinchados?

– ¿Estaba seguro el que te ha revisado los dientes de que tienes dos caries? A lo mejor no hace falta hacer nada -sugirió Aliide.

– Pero yo quiero ir a la ciudad.

– Ahí la tienes -sonrió Martin.

– Papá te comprará un helado después.

– ¿Qué? -se sorprendió Martin-. Pero si Talvi ya es una chica grande y puede ir sola en autobús.

– Papá también te comprará juguetes nuevos -añadió Aliide.

Talvi empezó a dar saltitos delante de Martin y a tirarle del brazo.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

En aquel momento era incapaz de pensar en nada. Nada de nada, sólo quería conseguir que Martin acompañase a Talvi al dentista. Con él estaría a salvo. Le zumbaban los oídos. Metió las salchichas y el salchichón en la nevera, empezó a guardar la vajilla ruidosamente en la alacena, y, con disimulo, consiguió echar un poco de valeriana a escondidas en un vaso. Y agua. Y pan, para que el olor de la medicina no se le notase en el aliento.

– De paso puedes aprovechar y saludar a Borís. ¿No estaría bien?

– Sí, claro, pero los trabajos…

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! -Los gritos de Talvi interrumpieron a Martin.

– Vale, vale, algo inventaremos. Haremos una bonita excursión al dentista.

Talvi tenía los ojos igual a los de Linda. La cara de Martin y los ojos de Linda.


1952, oeste de Estonia


Olor a hígado de bacalao, luz amarillenta de una lámpara


El cloroformo se olía nada más llegar a la puerta. En la sala de espera, Aliide hojeó un ejemplar de la revista Nöukogude Naine («Mujer Soviética»), con las esquinas dobladas por el uso, en la que Lenin opinaba que, dentro del capitalismo, la mujer estaba doblemente sometida, como esclava del capital, de su propio trabajo, y como ama de casa con sus obligaciones. La mejilla de Aliide se había hinchado tremendamente, la caries que tenía en la muela era tan profunda que se le veía el nervio. Tenía que haber arreglado el asunto ya antes, pero a ver quién era el guapo que se sentaba voluntariamente en el sillón de cualquiera de aquellos matasanos. Los médicos auténticos habían escapado a Occidente, los judíos a la Unión Soviética. Algunos de estos últimos habían vuelto, pero eran pocos.

Aliide deletreaba las palabras e intentaba olvidarse del agudo dolor de su maxilar: «Sólo en la Unión Soviética y en las repúblicas democráticas la mujer trabaja codo con codo como compañera del hombre en todas las ramas, tanto en la agricultura y el transporte como en los sectores de la enseñanza y la cultura, y participa activamente en la vida política y el liderazgo de la sociedad.» Cuando le tocó el turno, desvió la vista del periódico al suelo marrón de sintasol, que siguió mirando fijamente hasta que se sentó en el sillón de amplios reposabrazos. La enfermera interrumpió la cocción de las agujas y las barrenas, le puso una inyección y después empezó a preparar el relleno del empaste. La cacerola borboteaba en la cocina eléctrica. Aliide cerró los ojos y notó cómo la barbilla y las mejillas se le iban insensibilizando.

Las manos del hombre olían a cebolla, a pepinos y sudor. Aliide había oído que las manos del nuevo dentista eran muy peludas, y que era bueno no sentir nada, porque entonces tampoco notabas los pelos. Y que lo mejor era mantener los ojos cerrados, pues así no podías ver el bosque poblado y negro de su vello. Ni siquiera era un médico auténtico, sino que un dentista alemán prisionero de guerra le había enseñado lo que buenamente había podido.

El hombre empezó a bombear con el pie para cargar la barrena, la bomba soltaba crujidos estridentes, chirriaba, el sonido discordante le atravesó los tímpanos, el hueso crujía, mientras Aliide intentaba no pensar en aquellas manos peludas. Un caza pasó tan rasante durante un vuelo de instrucción que la ventana tembló. Aliide abrió los ojos.

Era el mismo hombre.

En aquella habitación.

Las mismas manos peludas.

En aquel sótano del ayuntamiento donde Aliide había desaparecido y de donde quería salir con vida, aunque lo único que había sobrevivido era su vergüenza.


Al marcharse, no levantó la vista del suelo ni de la escalera ni de la calle. Un camión del ejército pasó traqueteando a gran velocidad y la cubrió de polvo, que se pegaba a sus encías y sus ojos y se convertía en cenizas al contacto con su piel ardiente.

Desde las ventanas de la Casa de Cultura se oían los ensayos del coro: Mi canto y mi trabajo.

Pasó otro camión, esta vez un tráiler. El remolque iba dando tumbos. La grava le salpicó las piernas.

Tú estás conmigo, gran Stalin.


Martin estaba esperándola en la puerta de casa e hizo un gesto señalando la mesa, donde había una lata de hígado de bacalao, un manjar para su dulce palomita, cuando fuese capaz de comer. Había quedado media cebolla reseca sobre la tabla de cortar, la cebolla picada que había sobrado de los bocadillos apestaba, igual que el hígado de bacalao. Había otra lata vacía al lado de la tabla y su borde recortado parecía una dentadura. Aliide tenía ganas de vomitar.

– Ya he comido, pero le he preparado unos bocadillos a mi palomita para que coma en cuanto pueda. ¿Te ha dolido?

– No.

– ¿Te duele ahora?

– Nada. No siento absolutamente nada. Tengo la boca dormida.

Un trozo de diente encajado entre los otros dientes crujía cuando movía la boca. Aliide miraba fijamente el medio bocadillo de hígado de bacalao que Martin había dejado sobre la mesa, incapaz de decir nada, aunque consciente de que su marido esperaba que le diese las gracias por conseguir hígado de bacalao. Habría sido mejor que no le hubiese echado cebolla.

– Un hombre agradable ese Borís -comentó Martin.

– ¿Te refieres al dentista?

– ¿A quién si no? Ya te había hablado antes de él.

– De algún Borís, quizá. Pero no me habías dicho que fuera dentista.

– Lo mandaron hace poco.

– ¿Qué hacía antes?

– Ese mismo trabajo, claro.

– ¿Y tú lo conoces?

– Hemos trabajado juntos para el Partido. ¿Y dices que no me ha mandado saludos?

– ¿Por qué iba mandarte saludos a través de mí?

– Sabe que estamos casados.

– Ya.

– Pero ¿qué te pasa?

– Nada.

– Bueno, hay que ordeñar las vacas.

Aliide fue a la habitación, se quitó su nuevo vestido de rayón que por la mañana le había parecido muy bonito, con sus lunares rojos, pero que ahora se le antojaba repugnante, porque probablemente era incluso demasiado bonito y se le ceñía demasiado bien al pecho. Los trozos de franela que llevaba en las axilas para absorber el sudor estaban empapados. Seguía teniendo la parte inferior de la cara dormida, al punto de no sentir cómo los ganchos de los pendientes le rasguñaban la carne. Se puso la chaqueta de ordeñar, se ató el pañuelo a la cabeza y se lavó las manos.

El olor a cebolla se disipó en el establo. Aliide se apoyó contra la pared de piedra. Tenía las manos enrojecidas de frotarlas con un cepillo basto y agua fría, estaba cansada, y la tierra bajo sus pies estaba exhausta, cedía a su paso y jadeaba como el pecho de un moribundo. Oía los mugidos de los animales a sus espaldas, estaban esperándola y tenía que acudir a su llamada. Se dio cuenta de que ella también había estado esperando. Había estado esperando a alguien, como también lo había hecho aquella vez en aquel sótano donde se había encogido convirtiéndose en un ratón en un rincón, en una mosca en la lámpara. Y tras haber conseguido salir de allí, había seguido esperando a alguien. Alguien que la ayudase o que al menos le quitase de encima parte de lo sucedido en aquel sótano. Alguien que le acariciase el pelo y le dijese que no había sido culpa suya. Que también le dijese que nunca más. Que le prometiese que nunca más, pasara lo que pasase.

Y cuando comprendió qué era lo que había estado esperando, comprendió también que ese alguien nunca llegaría. Que nadie pronunciaría jamás aquellas palabras, que no las pronunciaría cargadas de su significado, y que nunca se ocuparía de que no volviese a ocurrir. Ella, Aliide, era la única responsable. Nadie lo haría jamás por ella, ni siquiera Martin, por mucho que deseara el bien de su esposa.

En la cocina, el hígado de bacalao se secaba, el relleno del pan se oscurecía por los bordes. Martin se sirvió vodka esperando a que su mujer volviese del establo, se sirvió otro vaso y después un tercero, se limpió con la manga como hacen los rusos y se sirvió un cuarto vaso, no tocó los bocadillos, sino que esperó a que llegase Aliide. La estrella roja de un futuro maravilloso resplandecía sobre su cabeza, un haz de luz amarillenta de la lámpara, una familia feliz.

Aliide lo contemplaba desde fuera, por la ventana, incapaz de entrar.


1992, oeste de Estonia


Zara descubre la rueca y la levadura


Zara tomó aliento. Al hablar de Vladivostok, se había olvidado por un momento del instante y el lugar donde estaba, entusiasmándose como no lo había hecho en mucho tiempo. El trajín de Aliide en la cocina de leña la devolvió a la realidad, y reparó en que la anciana le había puesto un vaso en la mano. El fermento del kéfir ya estaba lavado y la leche había sido cambiada por leche fresca. La que se había retirado estaba en el vaso de Zara, que probó la bebida dócilmente, pero era tan ácida que sus labios se contrajeron, así que camufló el vaso entre la vajilla que había en la mesa, mientras Aliide salía un momento fuera para lavar el rábano picante. La cocina de leña rezumaba el familiar olor de los tomates a punto de hervir, que Zara aspiraba profundamente mientras troceaba otros para ayudar a la anciana. El ambiente familiar de la cocina, el vapor que ascendía de las cacerolas, las filas de tarros de conserva que se enfriaban, todo aquello la hacía sentirse bien. También su abuela estaba siempre de buen humor cuando preparaba conservas para asegurarse el invierno. Era la única labor doméstica en que participaba, en realidad, era ella quien mandaba y sólo de vez en cuando le pedía a su madre que picase repollo. Y ahora Zara estaba sentada a la mesa con Aliide Truu, con aquella Aliide Truu que odiaba a su abuela. Era mejor retomar la cuestión esencial, y no esperar a un momento adecuado que quizá nunca llegaría. Aliide estaba concentrada en rallar el rábano picante.

– Para la ensalada de invierno: trescientos gramos, la misma cantidad de ajo, manzana y pimiento. Un kilo de tomates, sal. Azúcar y vinagre. Todo dentro de un tarro, nada más, y ni siquiera hace falta calentarlo. Así se conservan las vitaminas.

Zara movía los dedos con habilidad al trocear los tomates, pero tenía otra vez la lengua como entumecida. Quizá Aliide se enfadaría con ella si sabía quién era, y si entonces se negaba a ayudarla, ¿adónde iría? ¿Cómo arriesgarse a estropear aquel ambiente distendido que habían creado los recuerdos de Vladivostok? La abuela y Aliide no podrían haberse enfadado por unas cuantas espigas, seguro que no, por mucho que Aliide insistiese. ¿Qué había ocurrido en realidad?

Había estado observando a la mujer todo el tiempo, mientras ésta, de espaldas, se concentraba en las tareas del hogar. Había visto su fragilidad y sus uñas ennegrecidas, la piel bronceada y arrugada como la corteza de un árbol, bajo la cual se distinguían claramente las venas azuladas. Había buscado algo familiar en ella, pero la anciana que se afanaba en aquella cocina no se parecía en nada a la chica de la fotografía, menos aún a la abuela, así que Zara se había concentrado en observar la casa. Cuando Aliide no la veía, aprovechó para tocar la tijera de esquilar que colgaba de la pared y una llave grande y oxidada. ¿Sería la del establo? Colgaba de la pared de la habitación, justo al lado de la estufa, cuando la abuela vivía allí. Encima del marco de la puerta había un diente de madera de un rastrillo fabricado por el padre de su abuela. Había un mueble que se utilizaba para el aseo, y un perchero negro del que ahora colgaba la chaqueta de Aliide. ¿Sería en ese armario donde la abuela había guardado su ajuar bien doblado? Allí estaba la estufa a la que la abuela se arrimaba cuando tenía frío, y por detrás del armario habían metido una rueca. ¿Sería con la que hilaba? Allí estaba la lanzadera de su abuela, aquí el pedal y el huso.

Cuando Zara fue a buscar unos tarros de cristal vacíos a la despensa, se topó con un cuenco de madera tras el recipiente de enfriar la leche. Lo había tocado y olisqueado. En los bordes del cuenco había algo áspero al tacto. Era levadura de centeno. ¿Sería parte de la que su abuela había usado para hacer pan? Dos días y medio, le había explicado ésta. La masa tenía que reposar y fermentar dos días y medio en la habitación de atrás, bajo un paño, a fin de que estuviese lista para amasar. Entonces, el olor del pan se extendía por toda la habitación trasera y al tercer día empezaban a amasar. Amasaban con la frente perlada de sudor, dándole vueltas y vueltas. Aquella misma masa reseca y cubierta de polvo que probablemente no se había usado en décadas, esa misma levadura, la habían amasado las manos jóvenes de la abuela cuando el abuelo y ella aún vivían allí felices. A la que amasaba había que acercarle de vez en cuando agua para que se mojase las manos. Calentaban el horno con leña de abedul, y más tarde metían dentro un cuenco con carne salada, la grasa se derretía chisporroteando y mojaban en ella el pan recién hecho. ¡Ese sabor! ¡Ese olor! ¡El centeno de su propio campo! Todo aquello le parecía extraño y triste, y el cuenco de madera se le antojó de repente algo muy cercano, como si hubiese tocado la mano de su abuela joven. ¿Cómo había sido aquella mano juvenil? ¿Se acordaría de ponerse cada noche grasa de ganso? Zara había querido curiosear también en el jardín, se había ofrecido a sacar agua del pozo, pero la anciana le había dicho que mejor que se quedase dentro. Tenía razón pero, aun así, Zara tenía ganas de salir. Quería dar una vuelta alrededor de la casa, ver todos aquellos sitios, oler la tierra y la hierba, llegarse hasta el cobertizo y mirar por debajo. De pequeña, la abuela había imaginado que los espíritus de los muertos vivían allí, que la arrastrarían hasta allí abajo y que nunca sería capaz de salir. Contemplaría con impotencia cómo la buscaban, cómo su madre era presa del pánico, cómo su padre corría de un lado a otro, cómo la llamaban y ella era incapaz de decir nada, porque los espíritus se le habían pegado a la boca, unos espíritus que sabían a grano enmohecido. Zara quería ver si el árbol de manzanas de la abuela aún estaba en pie, si era el más cercano al cobertizo. Al lado de aquel manzano blanco tendría que haber otro de manzanas ácidas que a lo mejor reconocía, aunque nunca las hubiera probado. Y quería ver la pavía y el ciruelo y las piedras que se erguían en medio del terreno detrás del cobertizo, allí donde había serpientes, que a la abuela le daban miedo, pero donde también había moras y por eso siempre iba. Y las alcaraveas, ¿las tendría Aliide aún en el mismo lugar?


1991, Berlín


El amargo precio de los sueños


Ya desde el principio, Paša le dejó claro que estaba en deuda con él. En cuanto la saldase, podría marcharse, pero primero debía pagar. Y sólo podía pagarle trabajando para él con eficacia, haciendo trabajillos bien retribuidos.

Zara no comprendía el motivo de dicha deuda. A pesar de todo, empezó a calcular cuánto capital había amortizado, cuánto le quedaba aún, cuántos meses, cuántas semanas, días, horas, cuántas mañanas, cuántas noches, cuántas duchas, mamadas, clientes. A cuántas chicas le daría tiempo de conocer. De cuántos países. Cuántas veces se pintaría aún los labios de rojo y cuántas veces Nina volvería a coserle puntos. Cuántas enfermedades cogería, cuántos moratones le saldrían. Cuántas veces le meterían la cabeza dentro de la taza del váter o cuántas volvería a estar segura de que se ahogaría en el lavabo con las garras de hierro de Paša en la nuca. El tiempo, aparte de las manecillas de un reloj, corría también de otra manera, y su calendario se renovaba a todas horas, porque le ponían nuevas multas diariamente. Bailaba mal incluso después de haberlo ensayado durante una semana.

– Así que son cien dólares -dijo Paša-. Y cien dólares más por los vídeos.

– ¿Qué vídeos?

– Y cien dólares más por ser estúpida. ¿O acaso la niña piensa que está viendo esos vídeos gratis? Te los han traído para que aprendieses a bailar. Si no, estarían en venta. ¿Entiendes?

Lo entendía, porque no quería más multas, que le ponían de todas maneras por aprender mal las cosas, por clientes que se quejaban, por no tener la expresión adecuada… Y otra vez había que empezar a contar el tiempo desde el principio. ¿Cuántos días, cuántas mañanas, cuántos ojos morados?

Y, por supuesto, comías según trabajabas.

– Mi padre estuvo en el Perm en el treinta y seis. Allí tampoco comías si no trabajabas -le había dicho Paša.


Paša la alababa y aseguraba que la deuda iba reduciéndose a muy buen ritmo. Zara quería creer en aquella libreta de tapas malolientes azul marino y un sello de calidad de la Unión Soviética. Los números escritos con letra perfecta y en columnas bien rectas hacían que las promesas de Paša pareciesen por lo menos verosímiles, por lo que era bastante fácil confiar en ellas, al menos si una se esforzaba. Y la única manera de salir adelante era creérselas. Una persona tiene que creer en algo para sobrevivir, y Zara decidió confiar en que la libreta de Paša era su visado de salida. En cuanto fuera libre, conseguiría un pasaporte nuevo, una identidad nueva, una historia nueva. Eso pasaría algún día. Algún día se reconstruiría a sí misma.

Paša tomaba apuntes en su libreta con una estilográfica que tenía dentro la figura de una mujer. La mujer se quedaba desnuda cuando le dabas la vuelta a la pluma y su ropa reaparecía si le dabas otra vuelta. Paša pensaba que era un invento alemán tan estupendo que les envió plumas iguales a sus amigos en Moscú. Pero, más tarde, una de las chicas consiguió robársela y se la intentó clavar en un ojo, con lo que acabó rompiéndose. Después, la chica, que tal vez fuese ucraniana, desapareció, y multaron a todas las demás porque habían roto la pluma de Paša.

Paša no volvió a disfrutar de otro juguete favorito hasta que un cliente finlandés le regaló un bolígrafo de la Lotto, la Lotería de Finlandia. El hombre hablaba cuatro palabras de estonio, y Kadri, que era de Estonia, tuvo que traducirle a Paša lo que el cliente intentaba explicar acerca de lo que la lotería significaba en su país.

– La cosa es más o menos así: para nosotros, la lotería es como el futuro. La esperanza y el futuro. Todos los hombres son iguales en la lotería. Todos son iguales y eso es algo finlandés y maravilloso. ¡Es la muestra más representativa de la democracia finlandesa!

El hombre rió y le dio a Paša un empujoncito en el hombro y éste rió también y le ordenó a Kadri que le dijese al sommi que aquél sería su boli favorito.

– Pregúntale cuánto se puede ganar.

Kui palju siin vöib vöita?

– ¡Un millón de marcos! ¡O muchos millones! Puedes llegar a ser millonario.

Zara estuvo a punto de decir que también en Rusia se jugaba a la lotería, que había muchísimos sorteos, pero comprendió que para Paša no era lo mismo. Aunque pudiese jugar en los casinos y ganar mucho dinero con las chicas, mucho más que con una insignificante lotería común, todo aquello suponía trabajo y él se quejaba todo el rato de lo mucho que tenía que trabajar. En Finlandia cualquiera podía hacerse millonario sin trabajar, sin una herencia, sin nada. En las loterías rusas no se podían ganar millones de marcos y tampoco hacerse uno millonario. Sin amistades ni dinero, ni siquiera podías entrar en un casino. ¡Y a ver quién se atrevía a entrar sin tener eso! En Finlandia bastaba con estar sentado cómodamente en el sofá de tu casa, viendo la televisión los sábados por la tarde, y esperar a que en la pantalla apareciesen los números correctos y a que los millones cayeran del cielo.

– ¡Piénsalo!, ¡allí, incluso alguien con una pinta como la tuya puede ganar millones! -le explicó Paša a Zara, y rió.

La idea era tan graciosa que ella también se echó a reír. Los dos se partieron de risa.


1991, Berlín


Zara mira por la ventanilla y siente la llamada de la carretera


El cliente llevaba un anillo lleno de púas alrededor de la polla y algo más, aunque Zara no recordaba qué. Tan sólo se acordaba de que primero les habían atado un consolador a cada una y luego ella tuvo que follar con Katia y Katia follar con ella. Después Katia tuvo que mantener a Zara bien abierta para que el hombre le metiese el puño. Luego, Zara ya no podía recordar nada.

Por la mañana era incapaz de sentarse y de andar, sólo podía quedarse acostada fumando cigarrillos Prince. No se veía a Katia por ninguna parte, pero no podía preguntar por ella, ya que Paša seguro que se enfadaba. Tras la puerta se oía a Lavrenti diciéndole a Paša que ese día Zara sólo podría hacer mamadas. Él no estaba de acuerdo. Cuando abrieron la puerta y Paša entró en la habitación, le ordenó que se quitase la falda y se abriese de piernas.

– ¿Te parece que ese coño está en condiciones?

– Vaya negocio de mierda. Manda venir a Nina y dile que le dé unos puntos.

Nina llegó, le dio los puntos, unas pastillas y se marchó llevándose consigo su sonrisa pintarrajeada con lápiz de labios rosa pastel. Lavrenti y Paša estaban sentados al otro lado de la puerta, en su sitio de siempre. Lavrenti hablaba de las rosas que le había mandado a su mujer, Verotska. Pronto sería su vigésimo aniversario de bodas y se irían de viaje a Helsinki.


– Después dile a Verotska que se venga también a Tallin. Nosotros de todas maneras estaremos allí -dijo Paša.

¿Tallin? Zara pegó bien la oreja a la ranura de la puerta. ¿Paša estaba diciendo que iban a ir a Tallin? ¿Cuándo? ¿Sería un engaño de su mente? ¿Lo habría entendido mal? No, una cosa así no podía entenderse mal. Los hombres comentaban que pronto estarían en Tallin, lo que tenía que ser inminente, ya que se referían al aniversario de Lavrenti y al regalo de Verotska, para lo que no faltaba mucho.

El letrero luminoso del edificio de enfrente tenía forma de trébol de cuatro hojas, la punta de su cigarrillo brilló como una linterna; todo estaba muy claro. Zara palpó la fotografía de su bolsillo secreto dentro del sujetador.

La siguiente vez que Lavrenti estuvo sentado solo junto a la puerta, Zara aprovechó para llamarlo. Él abrió y la miró desde el umbral, con las piernas separadas, el cuchillo en una mano y una madera a medio tallar en la otra.

– ¿Qué pasa?

– Lavruusa… -Zara utilizó su diminutivo cariñoso para mostrarse amable-. Lavruusa, querido, ¿tenéis planes de ir a Tallin?

– ¿Y a ti qué te importa?

– Hablo estonio bastante bien.

Lavrenti no dijo nada.

– El estonio se parece un poco al finés, y allí hay muchos clientes finlandeses. Y puesto que ambas lenguas son bastante semejantes, podría trabajarme a los clientes estonios como a los rusos y alemanes, igual que aquí, y además también a los finlandeses.

Lavrenti siguió callado.

– Lavruusa, las chicas me contaron que allí van muchísimos finlandeses. Y aquí estuvo un finlandés y dijo que en Tallin las chicas son mejores y que él mismo prefiere ir allí. Hablé estonio con él y me entendió bien.

En realidad, el tío había hablado en una mezcla de finés, alemán e inglés, pero Lavrenti no podía saberlo. El finlandés, muy orgulloso de pie al lado de la ventana, con los calcetines puestos pero sin pantalón, le había dicho: «Girls in Tallinna are very hot. Natasha, girls in Tallinna. Girls in Russia are also very hot. But girls in Tallinna, Natashas in Tallinna. You should be in Tallinna. You are hot, too. Finnish men like hot Natashas in Tallinna. Come to Tallinna, Natasha.»

Lavrenti se fue sin decir nada.


Al cabo de unos días, la puerta se abrió de golpe y Paša le propinó una patada en el costado.

– Venga. Nos vamos.

Zara se hizo un ovillo en una esquina de la cama. Paša la agarró de una pierna y la tiró al suelo.

– Vístete.

Ella se levantó y empezó a vestirse rápido, tenía que apresurarse ahora que se lo habían ordenado. Paša salió de la habitación y gritó, una de las chicas chillaba, Zara no reconoció la voz. Por el ruido parecía que Paša estuviese pegándole. La chica chilló más fuerte todavía, Paša volvió a golpearla y la chica calló. Zara se puso otra camiseta más, comprobó que la fotografía estuviese dentro del sujetador, metió un pañuelo y una falda en el bolsillo de la chaqueta y se llenó el bolsillo interior de tabaco, popper y analgésicos, ya que no siempre se los daban aunque los necesitase. En otro bolsillo metió maquillaje y en otro más azucarillos, porque no siempre se acordaban de darle de comer. Y también la insignia de pionero. Se la había llevado de Vladivostok porque se sentía orgullosa de haberla recibido, y seguía llevándola encima aunque los clientes cambiaban y las noches pasaban. Era su talismán contra todo mal. Una vez, Paša se la había arrebatado, se había reído y se la había devuelto tirándosela con desdén.

– Vale, con eso sí que te puedes quedar. -Y había continuado riendo-. Pero primero tienes que darme las gracias.

Entonces, Zara se había desnudado para agradecérselo.

Paša dejó la puerta abierta. Había unas chicas nuevas que se apiñaban en un grupo al que Lavrenti estaba sacando a empujones al patio, donde esperaba un camión. Se oían lloriqueos. El viento soplaba con fuerza incluso en el interior del patio y acariciaba el cuerpo de Zara; era una sensación maravillosa, y aspiró los gases del tubo de escape y el viento. La última vez que había estado al aire libre había sido cuando la habían llevado allí.


Lavrenti le hizo señas con la mano y la mandó subir al Ford, estacionado detrás del camión.

– Nos vamos a Tallin.

Zara le sonrió y subió de un salto. Tuvo tiempo de reparar en la expresión asombrada de Lavrenti, pues era la primera vez que ella le sonreía.

Esta vez no la esposaron. Sabían que no pretendería escapar.


En todas las fronteras había colas. Tras echar una ojeada con fastidio, Paša se iba a arreglar la situación. Cuando terminaba, volvía al coche, donde esperaban Lavrenti y Zara, pisaba el acelerador y adelantaba a la cola casi volando, cruzaba la frontera y el viaje continuaba. Desde Varsovia por Kuznirca hasta Grodno, Vilna y Daugavpils, y todo el camino a gran velocidad. Zara iba con la nariz pegada a la ventanilla. Se acercaba Estonia, los pinos pasaban volando, las lecherías, las fábricas, los postes de teléfono y las paradas de autobús, los campos, un huerto de manzanos donde pastaban vacas. Hacían breves paradas de vez en cuando, y Lavrenti le llevaba comida a Zara de algún puesto. De Daugavpils fueron a Sigulda, donde se detuvieron porque Lavrenti quería mandarle una postal a Verotska y sacar unas fotografías. Las amigas de su mujer habían estado allí años atrás, y le habían traído un bastón de madera como recuerdo, con la palabra «Sigulda» grabada a fuego junto a unos dibujos ornamentales. Verotska, por entonces embarazada, no había podido acompañarlas, pero ellas le habían contado que los sanatorios de Sigulda eran maravillosos. ¡Y el valle del río Gauga! Lavrenti bajó para preguntar por dónde se iba y le dijo a Paša que parase justo donde empezaba el teleférico.

Dejaron el coche algo apartado de la taquilla, debajo de unos árboles.

– La chica también podría venir.

Zara se sobresaltó y miró a Paša.

– ¿Tú estás loco o qué? ¡Vete ya! ¡Y no tardes!

– No va a intentar nada.

– ¡Que te vayas, joder!

Lavrenti se encogió de hombros como diciéndole a Zara que otra vez sería y se encaminó a la taquilla. Ella lo observó alejarse y aspiró profundamente el olor de Letonia. El suelo estaba lleno de envoltorios de helado. En aquel lugar reinaba aún una atmósfera de niños en vacaciones y familias reunidas, de festones en las faldas de las esposas de los líderes del Partido, del entusiasmo de los pioneros y el sudor de los atletas soviéticos. Lavrenti les había contado que su hijo había estado allí entrenándose, igual que el resto de deportistas de élite soviéticos. ¿Era su hijo atleta? Zara tendría que memorizar lo que decía aquel hombre. Podría serle útil. Debía lograr que confiase en ella, podría convertirse en su favorita.

Paša tamborileaba en el volante. Tap, tap, tap. Las tres cúpulas que llevaba tatuadas en el dedo corazón de cada mano daban saltitos. El año 1970 ondeaba también al son del tamborileo; en cada dedo había una fecha de un azul ya desvaído. ¿Sería su fecha de nacimiento? Zara no lo preguntó. De vez en cuando, él se hurgaba el oído. Sus lóbulos eran tan pequeños que en realidad casi no tenía. Zara observaba la carretera, midiéndola. Si echaba a correr, no llegaría muy lejos.

– ¡Los chicos de Perm ya están esperándonos en Tallin!

Tap, tap, tap.

Paša estaba nervioso.

– ¿Dónde se habrá metido ése? ¿Por qué demonios tarda tanto?

Tap, tap, tap.

Sacó dos botellas de cerveza, las abrió y le dio una a Zara, que bebió con ansia. Al otro lado de la ventanilla, la carretera la llamaba, pero Estonia estaba cerca. Paša bajó del coche, dejó la puerta abierta y encendió un Marlboro. Un soplo de aire le secó el sudor. Una familia pasaba por allí. Turaida pils, canturreaba el niño, el letón resonaba, frizetava, la mujer se ahuecó el pelo reseco, el hombre negó con la cabeza, particas veikas, la mujer asintió, cucurs, la voz se elevó, piens, maize, apelsinu sula, los ojos de ella se fijaron en Zara, que desvió la mirada y se reclinó contra el respaldo, la mujer no se detuvo, es nesprotu, la falda plisada ondeaba con ligereza, siers, degvins, los dedos de los pies de la mujer rozaban la tierra entre las tiras de cuero de las sandalias. Pasaron de largo, las anchas caderas desaparecieron bamboleándose, la fragancia de su eau de cologne llegó hasta el coche; una familia normal y corriente desaparecía en el teleférico y Zara seguía sentada en aquel coche que olía a gasolina. No, no podía gritar, no podía hacer nada.

La carretera estaba desierta. Los arbustos brillaban al sol. Una motocicleta con sidecar los adelantó con un zumbido y la carretera volvió a quedarse vacía y ardiente. Zara rebuscó un Valium en su sujetador. ¿La matarían a tiros en pleno día si echaba a correr, o la atraparían? Claro que la cogerían. Apareció una niña en una bicicleta muy grande. Llevaba sandalias y unos calcetines que le llegaban hasta la rodilla. A un lado del manillar colgaba una cesta de plástico y al otro un pequeño cacharro de leche. Zara la miró fijamente y la niña la saludó con la mano y le sonrió. Zara cerró los ojos. Tenía un mosquito en la frente, pero no le quedaban fuerzas para espantarlo. La puerta se abrió de golpe. Zara alzó los ojos. Lavrenti. El viaje continuó. Paša conducía. Lavrenti sacó una botella de vodka y un pan, al que fue dando bocados entre trago y trago, limpiándose con la manga. Un trago de vodka, la manga, un trago de vodka, la manga, un trago de vodka, la manga.

– He ido a Turaida.

– ¿Adónde?

– A Turaida. Se veía desde ahí, desde el muro.

– ¿Desde qué muro?

– Desde donde sale el teleférico. Hay unas vistas preciosas. Se ve hasta el otro lado del valle. Hay una mansión y después el castillo de Turaida.

Paša subió el volumen de la música.

– He ido en taxi. La mansión era un sanatorio y de ahí he cogido un taxi hasta Turaida.

– ¿Qué dices? ¿Por eso has tardado tanto?

– El taxista me ha contado una historia sobre la rosa de Turaida.

Paša pisó el acelerador. A Lavrenti le temblaba la voz por el vodka y la emoción. Paša subió más la música, probablemente para no oírlo, Lavrenti se apoyó contra el hombro de Zara. Su aliento a alcohol era frío, pero en su voz pesaba la melancolía y la añoranza. De repente, Zara se reprochó haber reconocido eso en la voz de Lavrenti, pues era la voz de su enemigo, no la de una persona.

– Allí he visto una tumba, la tumba de la rosa de Turaida. La tumba de un amor verdadero. Acababa de salir una pareja de recién casados y habían dejado rosas. La novia iba vestida de blanco… Alguien había dejado también claveles rojos.

Lavrenti se interrumpió. Le ofreció la botella a Zara, que tomó un trago. También le tendió el pan. Ella cogió un trozo. La trataba con cierta ternura. La capacidad de observación de los tiernos se debilita. A lo mejor podría escapar. Pero si intentaba hacerlo entonces tendría que ir a otra parte, no a donde iban ellos. Y no sería capaz.

Paša reía.

– La rosa de Turaida también tenía los ojos azules -se burló-. ¿Acaso preparaba el mejor saslik del mundo?

Lavrenti le golpeó el hombro con la botella. El coche dio un par de peligrosos bandazos, de arcén a arcén.

– ¡Estás loco o qué!

Consiguió recobrar el control del coche y continuaron viaje hacia donde pasarían la noche, mientras Paša parloteaba sobre sus planes en Tallin.

– Y unos casinos como en Las Vegas. Sólo hay que ser rápido, hay que ser el primero, la lotería de Tallin y sus casinos. ¡Todo es posible!

Lavrenti bebía vodka, partía pan y se lo ofrecía a Zara, y los graves de la radio hacían vibrar el coche todavía más que los baches de la carretera. Paša seguía con su Salvaje Oeste, porque eso era lo que significaba Tallin para él.

– Vosotros, los estúpidos, no lo entendéis.

Lavrenti frunció el cejo.

– Lo que ocurre es que tú no tienes a Rusia en el corazón.

– Pero ¿qué dices? ¡Estás como una cabra!

Paša le dio un empujón y Lavrenti se lo devolvió, y el coche volvió a dar bruscos bandazos. Zara intentó esconderse como pudo en el espacio entre los asientos. El coche se balanceaba y daba tumbos, el bosque pasaba volando alrededor, aquellos pinos negros. Zara tenía miedo, la saliva con olor a alcohol la salpicaba, olía a la cazadora de piel de Paša, a los asientos de skay del Ford, al ambientador Wunderbaum, el coche seguía dando bandazos, y la pelea continuó hasta que se calmaron los ánimos. Zara se atrevió finalmente a cerrar los ojos. Despertó cuando Paša entró derrapando en la finca de su socio. Se quedó hablando con los otros hombres toda la noche, mientras Lavrenti llevaba a Zara a su habitación y se le echaba encima, sin dejar de repetir el nombre de Verotska.

Por la noche, se quitó la mano de Lavrenti del pecho con cuidado, se levantó de la cama con sigilo y fue hasta la ventana cerrada con pestillo. Parecía fácil de abrir. La carretera, que se distinguía entre las cortinas, era como una lengua gorda y seductora. En Tallin, probablemente volvería a estar encerrada en una habitación con cerrojos. Algún día las cosas tenían que cambiar.


Al día siguiente llegaron a Valmiera, donde Lavrenti le compró a Zara unas chucherías, y luego continuaron hacia Valga. Paša y Lavrenti no se hablaban más que lo imprescindible. Estonia se acercaba. La carretera la llamaba, pero Estonia ya estaba muy cerca. Y ella no escaparía, claro que no, no podría.

En la frontera de Valga, Paša sacó un mapa arrugado del bolsillo. Lavrenti le dio unos golpecitos con el dedo.

– No cruzaremos por el puesto de guardia fronteriza. Mejor demos un rodeo.

El coche avanzó ruidosamente por una carretera secundaria y cuando al fin dejaron atrás una columna de madera, que indicaba la frontera, entraron en Estonia. La mano de Lavrenti descansaba sobre el muslo de Zara y de repente ella sintió un intenso deseo de acurrucarse en su regazo y dormir. Debía tanto dinero que ya no podía contarlo. Algún día.

La noche anterior Lavrenti le había prometido que, en cuanto Paša inaugurara sus casinos, Zara iría a trabajar a uno de ellos y ganaría muchísimo más dinero. Podría pagarlo todo.

Algún día.


1992, Tallin


¿Por qué Zara no se había matado antes?


En realidad fue sin querer.

En Tallin había protagonizado varios vídeos buenos. O por lo menos tan logrados que Lavrenti siempre ponía uno cuando Paša no estaba. Lavrenti aseguraba que Zara tenía los ojos de Verotska, del mismo azul. Paša sospechaba que estaba colado por ella, y se burlaba. Lavrenti se sonrojaba. Paša se desternillaba de risa.

Algunos vídeos eran tan buenos que Paša incluso se los llevó a su jefe, el cual se entusiasmó con Zara y quiso conocerla.

El jefe tenía dos enormes anillos de sello y usaba colonia Kouros. Seguramente no se había lavado el miembro en varios días, pues tenía grumos blancuzcos en el vello.

Los zapatos de Zara lucían unos adornos dorados en forma de rosca en el tacón y un lazo igualmente dorado en el talón. Su punta estrecha y afilada le apretaba los dedos. En sus medias brillaban unas mariposas plateadas a la altura del tobillo.

El jefe puso el vídeo y quiso que ella le hiciese lo mismo que en la pantalla.

– Supongo que sabes que eres una furcia, ¿verdad?

– Lo sé.

– Dilo.

– Soy una furcia y no voy a cambiar. Siempre he sido furcia y siempre lo seré.

– ¿Y dónde está la casa de la furcia?

– En Vladivostok.

– ¿Cómo?

– En Vladivostok.

– Te equivocas. La casa de la furcia esta aquí. La casa de la furcia esta aquí, donde está su amo y los huevos de su amo. La furcia no tiene ni va a tener otra casa. Nunca. Dilo.

– Como soy una furcia, mi casa está aquí, donde están los huevos de mi amo.

– Muy bien. Ahora te ha salido casi perfecto. Repite mis últimas palabras.

– La furcia nunca va a tener otra casa.

– ¿Y por qué esta furcia aún lleva la ropa puesta?

Zara oyó una especie de chasquido. Podía venir de fuera. O de dentro. El jefe no se enteraba de nada. Fue un ruido leve, como cuando se aplasta un ratón o se parte la espina reseca de un pescado. Como cuando masticas los cartílagos de la oreja de cerdo. Empezó a desnudarse. Las piernas, con muslos depilados y piel de gallina, le temblaban. Las bragas alemanas cayeron al suelo, sus puntillas elásticas de buena calidad se arrugaron como un globo sin aire.

Fue fácil. Ni siquiera le dio tiempo de pensarlo. No tuvo tiempo de pensar nada. En un instante, el cinturón ya estaba alrededor del cuello del jefe y ella tiraba con todas sus fuerzas.

Fue el polvo más fácil de su vida.

Como no estaba segura de si el hombre había muerto, cogió una almohada y la presionó contra su cara durante diez minutos. Supo el tiempo por un reloj dorado que emitía un tictac grave y familiar, pues habían tenido uno igual en Vladivostok; probablemente los fabricaban en Leningrado. El hombre no se movió. Bien hecho para ser una principiante, muy bien, a lo mejor hasta poseía un talento natural. La idea la hizo sonreír. En aquellos diez minutos sí le dio tiempo a pensar en todo. Había tardado mucho en aprender a leer y nunca había aguantado el ritmo en la clase de gimnasia de las mañanas, no tenía el porte erguido que la profesora exigía, y su saludo de pionera no era tan enérgico como el de los otros. Siempre llevaba el uniforme del colegio desaliñado, aunque se esmerara en arreglarlo. Nunca había sabido hacer nada a la primera, menos esa vez. Miraba el reflejo de su propio cuerpo en la ventana oscura, su propia figura encima de aquel gordo, mientras le presionaba la cara con la almohada ya aplastada por el uso. Había tenido que observar su propio cuerpo tanto que ya le resultaba extraño. Quizá a un cuerpo extraño se lo podía hacer funcionar mejor que al propio en situaciones como aquélla. Quizá por eso le había resultado tan fácil. O a lo mejor simplemente era que se había convertido en uno de ellos, en la clase de persona que había sido aquel hombre.

Fue al cuarto de baño y se lavó las manos. Rápidamente, se puso el sujetador, las bragas, las medias y el vestido. Se aseguró de llevar la foto escondida y de que los tranquilizantes seguían en su sitio. Luego pegó la oreja a la puerta. Los hombres del jefe jugaban a las cartas, el vídeo seguía puesto, no había indicios de que se hubiesen percatado de nada extraño. Tarde o temprano lo verían y oirían todo, ya que el jefe tenía la casa llena de micrófonos y cámaras. Pero no estaba permitida la vigilancia cuando se hallaba en compañía de mujeres.

Bebió champán en una copa de cristal de bohemia, decorado con unas flores que parecían de aciano. Bien mirado, siempre había tenido al alcance de la mano toda clase de copas y vasos, bien podría haber robado uno y cortarse el cuello. O sea, podría haberse marchado mucho antes si de verdad lo hubiese deseado. Entonces, ¿significaba eso que había querido quedarse para inhalar popper y trabajar de puta? ¿Acaso Paša sólo la había guiado a la profesión que mejor le iba? ¿Sólo se había imaginado que quería escapar, que todo era horrible? ¿Le gustaba de verdad aquello, era su corazón un corazón de puta y su carácter un carácter de puta? Tal vez estaba cometiendo un error huyendo de su destino de puta, pero ya era tarde para pensarlo.

Cogió unas cuantas cajetillas de tabaco y cerillas; registró los bolsillos del jefe, pero no había dinero y tampoco tenía tiempo para un registro más minucioso.

La vivienda estaba en el último piso y se podía acceder al tejado a través de una precaria escalerilla de incendios, y desde allí al otro tramo de escalera. De ese modo evitaría a aquellos hombres de aspecto militar que montaban guardia ante la puerta. Descendió por la oscura escalera que apestaba a orina hasta llegar abajo. Se tropezó con un escalón roto y se dio de bruces en un rellano, contra una puerta acolchada con skay, cuyo relleno amortiguó el golpe. Del interior venían unas risas de niños que repetían: babushka, babushka. Abajo se tropezó con un gato y con unos buzones medio abiertos. La puerta de entrada chirrió. Delante había un coche negro y bien encerado que relucía incluso en la oscuridad, dentro del cual fumaba un hombre; a través del cristal se podía ver el brillo tenue de su cazadora de piel. Una canción rusa sonaba machacona. Cuando pasó ante el coche no lo miró, como si eso impidiese que el hombre la viese. Y a lo mejor así fue, porque éste siguió moviendo la cabeza sin interrupción al son de la música.

Después de doblar la esquina se detuvo un instante. Se sentía ligera, en un estado tolerable a pesar de llevar el vestido rajado y las medias llenas de carreras. Iba descalza. La gente se fijaría en una mujer descalza por la calle. No debía llamar la atención. Sin embargo, tenía que seguir adelante, no podía demorarse ni un segundo. Algunas farolas rotas proyectaban una luz intermitente y amarillenta; algunos transeúntes regresaban a sus casas. La oscuridad ensombrecía sus rostros. La zona le era completamente desconocida, tal vez había estado allí algún día con un cliente, tal vez no, el hormigón parecía igual en todas partes. Llegó a una calle más ancha, atravesada por un puente elevado. Un sucio autobús amarillo pasó traqueteando y dando bandazos, pero sus faros alumbraban tan poco que nadie la vería y, aunque la viesen, probablemente no interesaría a nadie antes de que Paša empezase a hacer preguntas y el miedo y el dinero lograsen que la gente recordarse cosas de las que en realidad uno jamás recordaría. Siempre aparecería alguien para acordarse. No existía oscuridad sin ojos.

Al autobús lo seguía un sedán Moskovits con un faro delantero fundido, y luego un Ziguli estruendoso.

La parada surgió en medio de la oscuridad tan de repente que no tuvo tiempo de rodearla o cambiar de dirección. Irrumpió abruptamente entre un grupo de personas que estaba esperando, entre las faldas cortas y las medias claras de chicas de aspecto decente que desprendían una fragancia a inocencia y abortos al mismo tiempo; sus uñas rojas arañaban la oscuridad y el futuro de una manera familiar. Su aparición repentina causó un revuelo de sorpresa, los pendientes y los lóbulos alargados de las abuelas se balancearon, y los hombres no tuvieron tiempo de proteger a las chicas rodeándolas con el brazo. Más allá del grupo se cruzó con un borracho que apestaba a colonia. Atrás quedó también el crujido de unas bolsas de plástico estampadas con divertidos veleros que parecían aproados hacia el maravilloso futuro de aquellas chicas.

Volvió entre los edificios. No podía subir descalza a un autobús. Alguien podría acordarse de una mujer sin zapatos y sin aliento. Y lo contaría. Pasó corriendo por bloques de apartamentos con rejas en las ventanas y los balcones, atravesó calles desiertas llenas de baches, pasó por solares abandonados, por contenedores de basura rebosantes, entre bolsas de pasta y masa desparramadas en la calle, por tiendas. Pisó una bolsa de kéfir medio vacía, siguió corriendo, pasó junto a una vieja que llevaba una bolsa de cebollas, por unos columpios y por un cajón de arena que olía a gato. Se cruzó con unas mujerucas cobijadas junto a un muro, piel blanca de heroinómano y rímel corrido, con niños que esnifaban pegamento y reían grotescamente, corrió sin rumbo hasta que divisó un maltrecho quiosco abierto como en una carcajada. Se detuvo. Por la ventana divisó cajetillas de tabaco, pero había un grupo de chicos con corte de pelo militar bromeando con el quiosquero. Sin dejar que la viesen, volvió sobre sus pasos y buscó una ruta nueva, dejó atrás aquella manada de chicos de aspecto castrense, allí plantados, con las piernas separadas y sus cuellos de toro. Pasó a la carrera a través del bullir de la gente y del aliento pringoso que rezumaban los bloques de cemento, lejos de los edificios colosales, lejos del gueto de las cucarachas y el siseo de las jeringuillas, hasta que llegó a una calle aún más ancha. ¿Ahora adónde? El sudor le corría por la espalda, la etiqueta de Seppälä de su vestido parecía un cojín mojado sobre la tela fina, la oscuridad rugía a su alrededor, el sudor la helaba. En algún lugar de Tallin estaba Taksopark, había oído hablar de ella a un cliente, una parada de taxis abierta día y noche. Pero ¿de qué le serviría? Los primeros en ser interrogados serían los taxistas, y ella no sabía robar coches, y menos aún conducir. Tenía que haber otro lugar, una gasolinera donde parasen los camioneros; a algún sitio tendrían que ir y ella también iría de algún modo, sin que nadie se diese cuenta. Y de repente se encontró con un camión aparcado en la carretera delante de ella. El motor estaba en marcha, la cabina, vacía, la pintura verde oscuro se mimetizaba con el entorno; con esfuerzo, se subió a la plataforma. Al cabo de un instante, el conductor salió de entre los arbustos, la hebilla de su cinturón tintineó al cerrarse. Subió a la cabina y arrancó.

Zara se agachó entre las cajas.

Las luces de la carretera apenas iluminaban. Después desaparecieron. Empezaba a levantarse niebla. Una caseta vacía de la GAI, el servicio de seguridad vial, pasó por su lado. Los pequeños reflectores que bordeaban la carretera aparecían y desaparecían uno tras otro. Un BMW los adelantó a gran velocidad y con la música a todo volumen, levantando una nube de gravilla. No había más tráfico. El conductor paró en medio de un lugar desierto y bajó. Zara observaba alrededor desde su escondite; en la oscuridad apenas distinguió la palabra «Peoleo». El conductor volvió soltando un eructo y siguieron el viaje.

De vez en cuando, los faros iluminaban señales medio caídas, pero Zara no podía leerlas. Levantó la lona que cubría la plataforma justo lo suficiente para ver el exterior y descubrió que por ese lado el camión no tenía espejo lateral. Entonces asomó la cabeza un poco más. Aquel camionero podía estar dirigiéndose a cualquier lugar, incluso a Rusia. Lo mejor sería saltar en cuanto se hubiesen alejado de Tallin. Seguramente pararía en algún sitio a orinar o a beber algo. Y entonces, ¿qué? Tendría que buscar otro medio. Haría autostop. Los coches provenientes de Tallin probablemente no regresarían enseguida, todo el que salía de Tallin estaría algún tiempo fuera del alcance de Paša y sus hombres. ¿O estaba siendo demasiado optimista? Paša tenía oídos por todas partes y Zara era bastante fácil de reconocer. Si al menos consiguiese encontrar un coche con destino al extranjero… Pero entonces tendrían que cruzar la frontera en algún momento y Paša ya habría colocado a algún esbirro de guardia. Por eso sería mejor encontrar un coche que fuese al mismo sitio que Zara, conducido por alguien al que Paša nunca pudiese encontrar. ¿Cómo sería esa persona? ¿Y quién recogería a Zara en plena noche y en una carretera oscura? Alguien decente no estaría fuera a esas horas, sólo los ladrones y los hombres de negocios como Paša. Se palpó el bolsillo secreto del sujetador. La fotografía seguía en su sitio, la fotografía y el nombre de la aldea y la casa. El camión aminoró la marcha y se arrimó al arcén. El conductor bajó y se dirigió a los arbustos. Zara descendió de la plataforma y cruzó la carretera a todo correr hasta los árboles. El camión continuó su viaje. Cuando los faros se perdieron en la lejanía, la oscuridad fue completa. En el bosque había ruidos. La hierba estaba viva. Un búho ululaba. Zara se acercó al borde de la carretera.


Enseguida empezaría a amanecer. Sólo habían pasado dos Audis a gran velocidad y con la música atronando. Desde la ventanilla de uno habían arrojado una botella de cerveza que había caído cerca de ella. No subiría en un coche occidental, pues todos pertenecían al mismo tipo de gente. ¿A qué distancia estaría ahora de Tallin? En aquel camión había perdido la noción del tiempo. El frío húmedo le entumecía los miembros, así que se frotó los brazos y las piernas, movió los dedos de los pies y los tobillos, una y otra vez. Si se sentaba tenía frío, pero le costaba mantenerse en pie. Tendría que llegar a algún sitio antes del amanecer, lejos de la mirada de la gente. A su destino, a aquella aldea, la de la abuela. Debía serenarse y mantener la misma calma que había tenido cuando, escondida entre las cajas del camión, se había prometido que, aunque aquel vehículo no se dirigiese a su aldea, ella sí lo haría.

A lo lejos se oía un coche acercarse más despacio que los de marcas occidentales. Sólo le funcionaba un faro. Impulsivamente, Zara salió de la espesura y se colocó en medio de la carretera. La tenue luz alumbró sus piernas embarradas. No se apartó porque estaba segura de que, si lo hacía, aquel Ziguli pasaría de largo. El conductor sacó la cabeza por la ventanilla; era un viejo. Se detuvo. Un cigarrillo relucía en una boquilla en una comisura de su boca.

– ¿Podría llevarme hasta el pueblo? -preguntó Zara en un estonio tosco.

El hombre no contestó y ella sintió ansiedad. Le contó que se había peleado con su marido y que éste la había tirado del coche en marcha, y que por eso estaba allí, en medio de la nada. Su marido seguramente volvería a buscarla, y ella tenía miedo, porque era un hombre malo.

El viejo se quitó la boquilla de la boca, sacó la colilla, la tiró a la carretera, dijo que iba a Risti y alargó el brazo para abrir la portezuela. Zara subió con rapidez. El hombre colocó otro cigarrillo en la boquilla. La joven cruzó los brazos y juntó los muslos. El coche arrancó. De vez en cuando, conseguía entender palabras de las señales de la carretera: Turba, Ellamaa.

– ¿Y por qué va a Risti? -le preguntó el hombre.

Ella respondió que iba a visitar a sus padres. Él no hizo más preguntas, pero Zara añadió que su marido no iría allí y que no quería verlo. El hombre levantó una bolsa que había al lado del cambio y se la pasó a Zara, que la cogió. El familiar chocolate de Arahiiz se derritió en su boca y un cacahuete se rompió entre sus dientes con un crujido.

– Podrías haber tenido que esperar toda la noche hasta que alguien te llevase -comentó el hombre. Y contó que venía de estar con su hija enferma, a quien había tenido que llevar al hospital esa noche, pero ahora regresaba a casa para ordeñar las vacas-. ¿Y tú de quién eres hija?

– De los Rüüteli.

– ¿Los Rüüteli? ¿De qué parte?

Zara se asustó. ¿Qué podía contestar? Seguramente el viejo conocía a todos los de la zona, y si ella se inventaba una historia, él hablaría en la aldea sobre una furcia con acento ruso que decía cosas raras. Rompió a llorar. El viejo le acercó un pañuelo gastado y sucio y dejó de preguntar.

– Quizá sea mejor que vayamos a mi casa primero. Tus padres se asustarán si ven aparecer a su hija en este estado y a estas horas.


Condujo hasta su casa en Risti. Zara se apeó del Ziguli apretando contra su costado un mapa que había en la guantera. Quería preguntarle si conocía a Aliide Truu, pero no se atrevía. El hombre se acordaría de sus preguntas, y podría llevar a quienes la buscaban hasta Aliide Truu y hasta ella. Una vez dentro, él le dio un vaso de leche, puso pan y salchichas en la mesa y le dijo que en cuanto comiese se fuese a dormir.

– Después de ordeñar las vacas por la mañana, te llevaremos a tu casa. Sólo faltan unas horas.

Luego le dio unas mantas y se metió en su habitación. Cuando empezó a roncar, Zara se levantó, fue a tientas hasta la nevera que zumbaba en un rincón y cogió de encima una linterna en la que se había fijado mientras cortaba la salchicha. Funcionaba. Extendió el mapa sobre el suelo de la cocina. Risti no estaba lejos de su destino. Aún quedaba un trecho hasta Koluveri, pero tenía que resistir. El reloj de encima de la nevera marcaba las tres. Al lado de la entrada encontró unas botas de goma de hombre y unas zapatillas de mujer más pequeñas. Se calzó las zapatillas. ¿Habría una chaqueta por alguna parte? ¿Dónde guardaría aquel hombre su ropa de abrigo? Se oyó un ruido proveniente de la habitación; tenía que marcharse. Abrió la ventana de la cocina, ya que no tenía la llave de la puerta, trepó al alféizar y salió. En su boca todavía persistía un sabor raro. Su mandíbula se había paralizado en cuanto había mordido el primer trozo de pan, y el hombre se había reído. Comentó que a la muchacha no debía de gustarle el comino, como a muchas personas. A sus nietos tampoco. Le había ofrecido otra clase de pan, pero Zara había preferido el de comino. Pronto el viejo despertaría y se daría cuenta de que aquella furcia le había robado un mapa, una linterna y unas zapatillas. Zara se sentía fatal.


1992, oeste de Estonia


Zara busca un camino que tiene al final más sauces blancos de lo normal


El mapa era confuso, y sin embargo encontró la estación de ferrocarril de Risti. Desde allí, cogió la carretera que según sus cálculos iba a Koluveri. Al principio del camino corrió, tenía que alejarse cuanto antes de la zona habitada, aunque las luces no estuviesen encendidas. Los perros ladraban casa por casa, y los ladridos la siguieron hasta que la carretera de Koluveri se abrió ante ella. Entonces aminoró el paso para poder aguantar hasta el final, pero aun así caminó a buen ritmo. Calculó sobre el mapa que le quedaban unos diez kilómetros. De vez en cuando, se paraba y fumaba un cigarrillo. Le había robado al viejo una caja de cerillas; en la tapa había un anciano sonriendo y tocado con un sombrero parecido a una chistera, aunque en la oscuridad no se distinguía bien. El bosque respiraba y tosía alrededor de Zara, el sudor se le enfriaba y calentaba, y en cada alto le parecía como si la difunta princesa de Koluveri le echase el aliento en la nuca. Se llamaba Augusta, la abuela le había hablado de ella; había ido desde Risti hasta el castillo de Koluveri con los ojos hinchados de tanto llorar y allí se había suicidado. En la habitación donde había muerto, siempre hacía más frío que en las otras estancias y por sus paredes corrían las lágrimas de Augusta. Las nubes negras avanzaban como barcos de guerra, la luz de la luna deslumbraba. La humedad se filtraba en las zapatillas, y a veces se imaginaba que oía un coche, así que se precipitaba en el bosque, y las zapatillas se le hundían en la cuneta y los cardillos le arañaban la piel. La carretera no tenía desvíos, pero sus pensamientos se cortaban y enlazaban, se iluminaban y oscurecían. Olisqueaba en busca de olor a pantano. Cerca, en algún lugar, tenía que haber un pantano. ¿Cómo eran los pantanos de Estonia? ¿Encontraría la casa correcta? ¿Quién viviría en ella? ¿Existiría siquiera esa casa? Y en caso negativo, ¿qué haría después? Su abuela le había contado que corrían muchas habladurías sobre la muerte de Augusta. Decían que tal vez no había sido un suicidio. Tal vez la habían matado. Según el médico, la princesa había muerto por un trastorno hemorrágico hereditario, pero nadie se lo creía, porque antes de su muerte se habían oído los terribles gritos de una mujer procedentes del castillo, que habían petrificado de miedo a los campesinos en los campos, las vacas habían dejado de dar leche y las gallinas no habían puesto huevos durante una semana. Zara apretó el paso, las suelas de sus zapatillas volaban, sus pulmones se hinchaban. Unos decían que la zarina se había puesto celosa de la guapa princesa y había mandado apresarla. Otros opinaban que la habían llevado al castillo de Koluveri para ponerla a salvo del loco de su marido. Sea como fuere, la princesa había muerto prisionera, gritando en su desgracia. El mapa ya había desaparecido de la mente de Zara, aunque era simple y había intentado memorizarlo. O quizá era tan simple que no tenía nada especial que memorizar, pero aun así ya no pensaba en él. ¿Por qué nadie había ayudado a la princesa? ¿Por qué nadie la había sacado del castillo, ya que todos habían oído su llanto? Ayúdame, Augusta, ayúdame a encontrar mi destino. Ayúdame, Augusta, repetía para sí, y los rostros de Augusta, de Aliide y la abuela se mezclaban en uno solo y no se atrevía a mirar a los lados, porque los árboles del bosque se movían, sus ramas se estiraban hacia ella. ¿Querría Augusta que la acompañase para siempre en los pantanos por los que ella deambulaba? La neblina matinal empezaba a pegarse a sus mejillas, tenía que correr más rápido, tenía que llegar antes del alba o toda la aldea la vería. Debía inventarse alguna historia para la persona que ahora vivía en la casa de la abuela. Y después buscaría a Aliide Truu; tal vez el morador de la casa pudiese ayudarla. También tenía que inventarse una historia para Aliide, pero lo único que ocupaba ahora su mente era la princesa Augusta, la historia de una mujer loca y ahogada por el llanto. Tal vez ella misma también estuviera loca, porque ¿quién aparte de una enajenada correría por una carretera desconocida a través de un bosque, en pos de una casa de la que sólo había oído hablar y sobre cuya existencia no podía estar segura? Una franja de sembrado. Una casa. Pasó corriendo por delante. Otra casa. Una aldea. Perros. Los ladridos se sucedían de una casa a la otra. Los pajares, las casas, los establos y los baches de la carretera latían en el fondo de sus ojos descompasados con su pulso. Intentó caminar por la cuneta, pero se enganchó en los alambres de espino y en un arbusto de moras, se soltó, volvió a la carretera, el olor húmedo de la piedra caliza, baches y charcos en la calzada, tenía que correr más rápido de lo que ladraban los perros. La bruma matutina se pegaba a su piel, la neblina en las membranas de sus ojos, la noche apartaba poco a poco su cortina de oscuridad, el perfil de una aldea irreal se recortaba contra el horizonte, jadeaba a su alrededor. Al final del camino que llevaba hasta la casa habría muchos sauces blancos. Más de lo normal. Y justo donde comenzaba el camino, un gran bloque de piedra. ¿Empezaría la historia de Zara, su nueva historia, junto a la verja de aquella casa?

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