INTERIOR NOCHE

Antes de los créditos

He vuelto a verla esta noche. No la estaba buscando. Era una de las primeras vivacciones de Steven Spielberg, Indiana Jones y el templo maldito, un cruce entre una cabalgada RV y una sacudida, el último lugar donde uno podría esperar zapatos de baile, y era demasiado tarde. El musical había estirado la pata, como tan elocuentemente lo expresó Michael Caine en 1965.

La vivacción había sido realizada en el 84, en el mismo principio de la revolución de gráficos por ordenador, y tenía unas cuantas secciones de GO: togis digitalizados lanzados por un precipicio y un morfo bastante torpe y patético de un corazón arrancado. También tenía un avión Ford trimotor, que era lo que yo estaba buscando cuando la encontré.

Necesitaba el trimotor para la gran escena de la despedida en el aeropuerto, así que abordé a Heada, que lo sabe todo, y ella me comentó que le parecía haber visto uno en una de las vivacciones de Spielberg, el segundo Indy tal vez.

—Está cerca del final.

—¿Cómo de cerca?

—Cincuenta fotogramas. O tal vez era la tercera. No, en ésa hay un dirigible. La segunda. ¿Cómo te va el remake, Tom?

Casi terminado, pensé. Tres años libre de SA y todavía sobrio.

—El remake está atascado en la gran escena de la despedida —dije—, y por eso necesito el avión. ¿De qué te has enterado, Heada? ¿Cuál es el último cotilleo? ¿Quién va a adueñarse de ILMGM este mes?

—Fox-Mitsubishi —respondió ella rápidamente—. Mayer está que trina. Y se dice que el ejeco jefe de la Universal va a la calle. Demasiadas sustancias adictivas.

—¿Y tú? ¿Sigues libre de las SA? ¿Todavía ayudante de producción?

—Todavía haciendo de Melanie Griffith —respondió ella—. ¿El avión tiene que ser en color?

—No. Tengo un programa de coloreado. ¿Por qué?

—Creo que hay uno en Casablanca.

—No, no lo hay. Es un Lockheed bimotor.

—Tom —dijo ella—, la semana pasada hablé con un director de plato que iba a China a hacer unas tomas.

Sabía adonde quería llevarme con eso.

—Lo intentaré en la de Spielberg. Gracias —corté antes de que pudiera decir nada más.

El Ford trimotor no estaba al final, ni en el medio, que tenía una de las peores matas que he visto jamás. Retrocedí a 48 por, pensando que habría sido más fácil inventármelo yo sólito, y finalmente encontré el avión casi al principio. Era bastante bueno: había primeros planos de la puerta y de la cabina, y una hermosa toma media del despegue. Retrocedí unos cuantos fotogramas, tratando de encontrar algún primer plano de las hélices, y entonces dije:

—Fotograma 1-001.

Por si había algo al principio.

Morfo con la impronta Spielberg de la antigua montaña de los estudios Paramount en plano de inicio, esta vez en un gong del tamaño de un hombre. Música de entrada. Humo rojo. Créditos. Y allí estaba ella, en una línea del coro, con unos zapatos de baile plateados y un leotardo de lentejuelas con solapas de frac. El maquillaje era estilo años treinta (labios rojos, cejas Harlow) y llevaba el pelo rubio platino.

Me pilló desprevenido. Ya había recorrido los ochenta, buscando en todas partes desde Chorus Line a Footloose, y no había encontrado ni rastro de ella.

—¡Alto! —dije—. Amplía la mitad derecha.

Me incliné hacia delante para contemplar la imagen ampliada y asegurarme, como si no hubiera estado ya seguro en el instante en que la vi.

—Pantalla plena —ordené—, avanza en tiempo real.

Contemplé el número completo. No era gran cosa: cuatro filas de rubias con sombreros de copa y zapatos de baile con lazo haciendo una sencilla rutina de coro que podría haber sido sacada de La calle 42, y ya está. Tampoco debía haber maestros de baile en los ochenta. Los pasos eran sencillos, casi todo cruces y zapateados, y pensé que probablemente era una de las primeras que hacía Alis. Era muy buena cuando la vi practicando en la clase de historia cinematográfica. Y era demasiado berkeleyesco. Casi al final del número se pasaba con los ángulos y un barrido de pañuelos rojos al ser sacados de los bolsillos de los fracs, y Alis desapareció. El Digimatte no podría haber encajado tantas tomas cruzadas, y dudé que Alis lo hubiera intentado. Nunca había tenido paciencia con Busby Berkeley.

—Eso no es bailar —dijo al ver la escena de caleidoscopio de Música y mujeres aquella primera noche en mi habitación.

—Creía que era famoso por su coreografía.

—Lo es, pero injustamente. Todo son ángulos de cámara y decorados. Fred Astaire insistía siempre en que sus bailes fueran rodados en plano general y en una toma continua.

—Fotograma diez —dije, para no tener que soportar de nuevo el morfo de la montaña, y empecé de nuevo con la rutina—. Alto.

La escena la inmovilizó a medio movimiento, el pie con el zapato de plata extendido tal como le había enseñado madame Dilyovska de Meadowville, los brazos extendidos. Se suponía que debía sonreír, pero no lo hacía. Tenía una expresión de empeño, de cuidadosa concentración bajo el lápiz de labios carmesí, las cejas pintadas, la expresión que tenía aquella primera noche, al ver a Ginger Rogers y Fred Astaire en la librepantalla.

—Alto —repetí, aunque la imagen no se había movido, y permanecí allí sentado durante largo rato, pensando en Fred Astaire y mirando la cara de Alis, aquella cara que había visto bajo infinitas pelucas, con infinitos maquillajes, la cara que habría reconocido en cualquier parte.

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