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Títulos de crédito
y fundido a travelling de escena de fiesta

TÓPICO CINEMATOGRÁFICO N.° 14: La fiesta. Fragmentos inconexos de conversaciones extrañas, excesivo consumo de SA, diversas conductas ultrajantes.

VER: Encadenados; Avaricia; El graduado; Risky Business; Desayuno con diamantes; Danzad, danzad, malditos; El guateque.


Ella nació el mismo año en que murió Fred Astaire. Hedda me lo dijo cuando conocí a Alis. Era una de las fiestas de la residencia que el estudio patrocina. Hay una cada semana, ostensiblemente para mostrar las últimas innovaciones de GO y tratar de tentar a los veteranos hackólitos de la escuela de cine a una vida de servidumbre digitalizada y obligada por contrato, para que así los ejecos puedan tomar un poco de chooch (del que nunca hay bastante) y algunas ñaquis (de lo que siempre hay de sobra, todas con escotes blancos y melenas platino). Hollywood a tope, la razón por la que me mantengo aparte, pero ésta era patrocinada por ILMGM, y Mayer me había prometido que estaría allí.

Le estaba haciendo un pastiche, digitalizando a la ñaqui de su jefe ejeco en una película de River Phoenix. Quería darle a Mayer el opdisk y cobrar antes de que el jefe encontrara una cara nueva. Ya había hecho el pastiche dos veces y tenido que cambiar el feedback tres veces porque había cambiado de chica, y esta última vez la cara nueva había insistido en tener una escena con River Phoenix. Para ello me había tenido que tragar todas las películas de River Phoenix jamás hechas, de las cuales hay un montón: fue uno de los primeros actores registrados Quería cobrar el dinero antes de que el jefe de Mayer cambiara de compañera otra vez. El dinero y algunas SA.

La fiesta estaba a tope en el salón de la residencia, como siempre: novatos y caras y hackólitos y resacosos. Los sospechosos habituales. Había una gran librepantalla de fibra-op en el centro de la sala. La miré, deseé con todas mis fuerzas que no fuera la nueva película de River Phoenix, y me sorprendí al ver a Fred Astaire y Ginger Rogers, bailando en un tramo de escaleras. Fred llevaba frac, y Ginger un vestido blanco con la orilla negra. El alboroto de la fiesta me impedía oír la música, pero parecía el Continental.

No pude ver a Mayer. Había un tipo con una gorrita de béisbol de la ILMGM y barba (el uniforme de los hackólitos) de pie bajo la librepantalla con un mando a distancia, dando órdenes a un par de veteranos de GO. Escruté la multitud, buscando trajes y/o alguien que conociera y pudiera darme chooch.

—Hola —dijo apasionadamente una de las caras. Llevaba el pelo color platino, un vestido blanco sin mangas, y un atractivo lunar, y estaba muy colgada. Sus ojos no enfocaban nada de nada.

—Hola —contesté, observando la multitud—. ¿Quién se supone que eres? ¿Jean Harlow?

—¿Quién? —dijo ella, y quise creer que se debía a la SA que estuviera tomando, pero probablemente no. Ah, Hollywood, donde todo el mundo quiere estar en las películas y nadie se ha molestado jamás en ver una.

—¿Jeanne Eagles? —pregunté—. ¿Carole Lombard? ¿Kim Bassinger?

No —dijo ella, tratando de enfocar—. Marilyn Monroe. ¿Eres ejeco de algún estudio?

—Depende. ¿Tienes chooch?

—No —dijo ella alegremente—. Lo gasté.

—Entonces no soy un ejeco —repliqué. Sin embargo, pude ver a uno junto a las escaleras, hablando con otra Marilyn. La Marilyn llevaba un vestido blanco sin mangas igual que la que estaba hablando conmigo.

Nunca he comprendido por qué las caras, que no tienen nada que vender más que una personalidad original, una cara original, intentan todas parecerse a otra persona. Pero supongo que es lógico. ¿Por qué deberían ser diferentes a todos los demás en Hollywood, que siempre ha sentido predilección por las secuelas, las imitaciones y los remakes?

—¿Te dedicas al cine? —insistió mi Marilyn.

—Nadie se dedica al cine —dije, y me dirigí hacia el ejeco a través de la multitud.

Fue una tarea más difícil que remolcar la Reina de África a través de los juncos. Me abrí paso entre un grupo de caras que comentaban el rumor de que Columbia Tri-Star andaba alquilando cuerpos presentes, y luego un par de rarotas con cascos de datos que estaban en alguna otra fiesta, y me acerqué a las escaleras.

No distinguí que no era Mayer hasta que estuve lo bastante cerca para oír la voz del ejeco: los ejecos de los estudios son como las Marilyns. Todos son iguales. Y tienen los mismos diálogos.

—… buscando una cara para mi nuevo proyecto —decía. El nuevo proyecto era un remake de Regreso al futuro protagonizado, agh, por River Phoenix—. Es el momento perfecto para un reestreno —añadió, inclinándose hacia el escote de la Marilyn—. Dicen que estamos así de cerca —hizo que su pulgar y su índice casi se tocaran— de conseguirlo de verdad.

—¿De verdad? —dijo la Marilyn, en una imitación bastante aproximada de la vocecita emocionada de Marilyn Monroe. Se parecía más al original que mi Marilyn, aunque era un poco gruesa de cintura. Pero las caras no se preocupan por eso tanto como antes. Unos cuantos kilitos de más se pueden borrar. O añadir—. ¿Se refiere a viajar en el tiempo?

—Me refiero a viajar en el tiempo. Aunque no será en un DeLorean, sino en una máquina del tiempo que se parece a los deslizadores. Ya hemos elaborado los gráficos. Sólo nos falta la actriz que dé la réplica a River. El director quería utilizar a Michelle Pfeiffer o Lana Turner, pero le dije que debería buscar una desconocida. Una cara nueva, alguien especial. ¿Te interesa aparecer en las películas?

Yo había oído ese diálogo antes. En Damas del teatro. 1937.

Regresé a la fiesta y me acerqué a la librepantalla, donde el de la gorra de béisbol y la barba se dirigía a algunos novatos.

—… programado para cualquier toma que quieran. Grúas pantallas partidas, barridos. Digamos que queremos un primer plano de este tipo. —Apuntó a la pantalla con el mando.

—Fred Astaire —dije—. Ese tipo es Fred Astaire.

—Se pulsa «primer plano»…

La sonriente cara de Fred Astaire llenó la pantalla.

—Es el nuevo programa de montaje de ILMGM —explicó el de la gorra de béisbol—. Elige ángulos, combina tomas, corta. Para trabajar sólo se necesita una base en plano general, como ésta. —Pulsó un botón del mando, y un plano general de Fred y Ginger sustituyó la cara de Fred—. Los planos generales son difíciles de encontrar. Tuve que volver a las b-y-n para encontrar uno lo bastante largo, pero estamos trabajando en ello. Pulsó otro botón, y fuimos invitados a una visión de la boca de Fred, y luego su mano.

—Se puede montar cualquier programa que se quiera —prosiguió Gorra de Béisbol, contemplando la pantalla. La boca de Fred otra vez, el clavel blanco en su solapa, su mano—. Esto coge la toma base y la monta usando la secuencia de la escena de apertura de Ciudadano Kane.

Un plano medio de Ginger, y luego del clavel. Me pregunté cuál sería Rosebud.

—Todo está preprogramado —concluyó Gorra de Béisbol—. No hay que hacer nada. El aparato se encarga de todo.

—¿Sabes dónde está Mayer? —pregunté.

—Estaba aquí —dijo él, mirando vagamente alrededor, y luego de vuelta a la pantalla, donde Fred rehacía sus pasos—. Puede extrapolar tomas largas, aéreas, contraplanos.

—Haz que extrapole a alguien que sepa dónde está Mayer —dije, y me marché. La fiesta estaba cada vez más animada. Los únicos con espacio para moverse eran Fred y Ginger, que giraban arriba y abajo de las escaleras.

El ejeco que yo había visto antes estaba en mitad de la sala, metiendo mano a la misma Marilyn, o a otra distinta. Tal vez supiera dónde estaba Mayer. Me dirigí hacia él, y en aquel momento divisé a Hedda con un manguito rosa y brazaletes de diamantes. Los caballeros las prefieren rubias.

Hedda lo sabe todo, todas las noticias, todo el chismorreo.

Si alguien sabía dónde estaba Mayer, sería Hedda. Me abrí paso hacia ella, dejé atrás al ejeco, que explicaba el viaje temporal a la Marilyn.

—Es el mismo principio que los deslizadores —decía—. El efecto Cachemira. Los electrones aleatorios de las paredes crean una región de materia negativa que produce un intervalo solapado.

Debió de ser un hackólito antes de transformarse en ejeco.

—El efecto Cachemira te permite solapar el espacio para salir de una estación de deslizadores a otra, y lo mismo es teóricamente posible para salir de un tempomento paralelo a otro. Tengo un opdisk que lo explica todo —dijo, acariciándole el escote—. ¿Qué te parece si subimos a tu habitación y le echamos un vistazo?

Pasé apretujándome a su lado, esperando no acabar cubierto de sanguijuelas, y conseguí llegar junto a Hedda.

—¿Está Mayer por aquí? —pregunté.

—No —dijo ella, su cabeza platino inclinada sobre la colección de cubos y cápsulas que llevaba en la mano enguantada de rosa—. Estuvo aquí unos minutos, pero se marchó con una de las novatas. Y cuando la fiesta empezó había un tipo de Disney husmeando. Se rumorea que Disney va a hacerle una opa a ILMGM.

Otro motivo para que me pagaran enseguida.

—¿Comentó Mayer si pensaba volver?

Ella sacudió la cabeza, todavía sumida en el estudio de la farmacia.

—¿Hay algo de chooch por ahí? —pregunté.

—Creo que son éstas —dijo, tendiéndome dos cápsulas púrpuras y blancas—. Una cara me dio todo este material, y me dijo cuál era cuál, pero ya no me acuerdo. Estoy segura de que éstas son chooch. Tomé algunas. Te lo haré saber en un minuto.

—Magnífico —dije, deseando poder tomarlas enseguida. Que Mayer se largara con una novata podría significar que estaba tonteando otra vez, lo cual significaba otro pastiche—. ¿Qué se sabe del jefe de Mayer? ¿Su nueva amiguita no le ha despedido todavía?

Ella pareció repentinamente interesada.

—No, que yo sepa. ¿Por qué? ¿Has oído algo?

—No.

Y si Hedda no lo había oído tampoco, no había sucedido Así que Mayer se había llevado a la novata a su dormitoro para un ñaca rápido o una raya más rápida de copos, y volvería en unos minutos, y yo por fin cobraría.

Cogí un vaso de plástico a una Marilyn que pasaba y me tragué las cápsulas.

—Bien, Hedda —dije, ya que hablar con ella era mejor que hacerlo con el de la gorra de béisbol o el ejeco viajero del tiempo—, ¿qué otros chismes vas a meter en tu columna esta ser mana?

—¿Columna? —preguntó, con expresión confusa—. Siempre me llamas Hedda. ¿Por qué? ¿Es una estrella de cine?

—Columnista de cotilleos. Sabía todo lo que pasaba en Hollywood. Como tú. ¿Y bien? ¿Qué pasa?

—Viamount tiene un nuevo programa foley automático —declaró ella rápidamente—. ILMGM se está preparando para registrar los derechos sobre Fred Astaire y Sean Connery, que al final se ha muerto. Y se comenta que Pinewood está contratando cuerpos presentes para la nueva secuela de Batman. Y Warner… —Se detuvo a media palabra y se miró la mano con el ceño fruncido.

—¿Qué ocurre?

—Creo que no es chooch. Me siento un poco… —Se miró la mano—. Tal vez las amarillas eran el chooch. —Rebuscó en su mano—. Esto parece más hielo.

—¿Quién te las dio? ¿El tipo de Disney?

—No. Un tipo que conozco. Un cara.

—¿Cómo es? —dije. Pregunta estúpida. Sólo hay dos variedades: James Dean y River Phoenix—. ¿Está aquí?

Ella sacudió la cabeza.

—Me las dio porque se marchaba. Dijo que ya no las necesitaría, y además, en China lo arrestarían por tenerlas.

—¿China?

—Dijo que allí tenían un estudio de vivacciones, y estaban contratando dobles y cuerpos presentes para sus películas de propaganda.

Y yo que pensaba que hacer pastiches para Mayer era el peor trabajo del mundo.

—A lo peor era linearroja —dijo, rebuscando entre las cápsulas—. Espero que no. La linearroja siempre me deja como una mierda al día siguiente.

—En vez de como Marilyn Monroe —dije, buscando a Mayer en la sala. Aún no había vuelto. El ejeco del viaje temporal se dirigía hacia la puerta con una Marilyn. Los rarotas de los cascos de datos se reían y gesticulaban al aire, obviamente en una fiesta mucho mejor que ésta. Fred y Ginger hacían demos de otro programa montador. Rápidos planos de Ginger, las cortinas del salón de baile, la boca de Ginger, las cortinas. Debía de ser la escena de la ducha de Psicosis.

El programa terminó y Fred tomó la mano tendida de Ginger, el borde negro de su falda aleteando por el impulso, y la hizo girar hasta caer en sus brazos. Los bordes de la librepantalla empezaron a desenfocarse. Miré hacia las escaleras. También se nublaban.

—Mierda, no es linearroja —dije—. Es klieg.

—¿Sí? —preguntó ella, olisqueándolo.

Lo es, pensé disgustado, ¿y qué voy a hacer ahora? Un cuelgue con klieg no era lo más conveniente para tener una reunión con un psicópata como Mayer, y el maldito material no sirve para nada más. Ni espit, ni alucinaciones, ni siquiera un zumbido. Sólo visión nublada, y luego un destello de realidad indeleble.

—Mierda —repetí.

—Si es klieg —dijo Hedda, agitándolo con su mano enguantada—, al menos podemos tener una buena sesión de sexo.

—No necesito el klieg para eso —protesté, pero empecé a buscar en la sala alguien con quien hacer ñaca.

Hedda tenía razón. Destellar durante el sexo conseguía un orgasmo inolvidable. Literalmente. Escruté a las Marilyns. Podría hacer el número del cásting del ejeco con una de las novatas, pero uno nunca sabía cuánto podría tardar, y sentía que sólo me quedaban unos pocos minutos. La Marilyn con la que había hablado antes se encontraba junto a la librepantalla, escuchando el discurso del ejeco del viaje temporal.

Miré hacia la puerta. Había una chica en el umbral, mirando dubitativa a la fiesta como si estuviera buscando a alguien. Tenía el pelo castaño claro y rizado, echado hacia atrás en las sienes. La puerta tras ella estaba oscura, pero tenía que haber alguna luz por alguna parte porque sus cabellos brillaban como si estuviera a contraluz.

—De todas las clases de jaco que hay en el mundo… —dije.

—¿Jaco? —dijo Hedda, sumida en su asombro pastillero—. Creí que habías dicho que era klieg. —Lo olisqueó.

La chica tenía que ser una cara, era demasiado bonita para no serlo, pero el pelo era equivocado, y el traje, que no era un vestido sin mangas, ni tampoco blanco. Era negro, con un chalequito verde a juego, y llevaba guantes verdes cortos. ¿Deanna Durbin? No, el color del pelo no coincidía. Y lo llevaba sujeto con una cinta verde. ¿Shirley Temple?

—¿Quién es ésa?—murmuré.

—¿Quién? —Hedda lamió su dedo enguantado y lo frotó en el polvillo que habían dejado las píldoras.

—Esa cara de allí —le señalé. Ella se había apartado de la puerta, pero su cabello castaño claro seguía capturando la luz y creando un halo.

Hedda lamió el polvillo de su guante.

—Alice —dijo.

¿Alice quién? ¿Alice Faye? No, Alice Faye era rubia platino, como todo el mundo en Hollywood. Y no le iban las cintas en el pelo. ¿Charlotte Henry en Alicia en el país de las maravillas?

Fuera quien fuese quien buscaba la chica (el Conejo Blanco, probablemente), había renunciado a buscarlo, y contemplaba la librepantalla. En ella, Fred y Ginger bailaban uno alrededor del otro sin tocarse, mirándose a los ojos.

—¿Alice quién? —pregunté.

Hedda fruncía el ceño ante su dedo.

—¿Eh?

—¿Quién se supone que es? ¿Alice Faye? ¿Alice Adams? ¿Alicia ya no vive aquí?

La chica se había apartado de la pared, con los ojos todavía fijos en la pantalla, y se dirigía hacia el de la gorra de béisbol. Él saltó hacia delante, encantado por tener nuevo público, y empezó su discurso, pero la chica no le escuchaba. Contemplaba a Fred y Ginger, con la cabeza alzada hacia la pantalla. Sus cabellos capturaban toda la luz del enlace de fibra-op.

—Creo que no me dijo nada de eso —comentó Hedda, lamiéndose de nuevo el dedo—. Es su nombre.

—¿Qué?

—Alice —dijo—. A-l-i-s. Es su nombre. Es una novata. Historia cinematográfica. De Illinois.

Bueno, eso explicaba la cinta, aunque no el resto del atuendo. No era Alice Adams. Los guantes eran de los cincuenta, no de los treinta, y su cara no era lo suficientemente angulosa para intentar ser Katharine Hepburn.

—¿Quién se supone que es?

—Me pregunto cuál de éstos es hielo —prosiguió Hedda, rebuscando de nuevo en su mano—. Se supone que hace que el destello vaya más rápido. Quiere bailar en el cine.

—Creo que ya has tomado bastantes pastis —dije, intentando cogerle la mano.

Ella la cerró, protegiendo las pastillas.

—No, de verdad. Es bailarina.

La miré, preguntándome cuántas píldoras sin marca había tomado antes de que yo llegara.

—Nació el mismo año en que murió Fred Astaire —dijo, haciendo un gesto con el puño cerrado—. Lo vio en el enlace de fibra-op y decidió venir a Hollywood para bailar en las películas.

—¿Qué películas?

Ella se encogió de hombros, concentrada de nuevo en su mano.

Observé a la muchacha. Seguía absorta en la pantalla.

—Ruby Keeler —dije.

—¿Eh? —preguntó Hedda.

—La bailarina animosa de La calle 42 que quiere ser una estrella.

Sólo que llegaba veinte años demasiado tarde. Pero justo a tiempo para un ñaca, y si era lo bastante ingenua para creer que podría aparecer en las películas, llevármela al catre estaría chupado.

No tendría que explicarle el viaje temporal, como el ejeco, que hablaba muy entretenido con una Marilyn vestida de negro que empuñaba un ukelele. Con faldas y a lo loco.

—Verás, me rechazas en este tempomento —decía—, pero en un tempomento paralelo ya estamos ñaqueando. —Se acercó más—. Hay cientos de miles de tempomentos. ¿Quién sabe qué estamos haciendo en uno de ellos?

—¿Y si le rechazo en todos? —replicó la Marilyn.

Pasé rozando su vestido, pensando que me podría valer si Ruby pasaba de mí, y me dirigí hacia la pantalla atravesando la multitud.

—¡No! —dijo Hedda en voz alta.

Al menos media sala se volvió para mirarla.

—¿No qué? —dije, volviendo con ella. Miraba a Alis, y su cara tenía la expresión alerta y ligeramente aturdida que produce el klieg.

»Acabas de destellar, ¿verdad? —le pregunté—. Ya te dije que era klieg. Y eso significa que yo haré lo mismo dentro de poco, así que si me disculpas…

Ella me agarró el brazo.

—Creo que no deberías… —dijo, todavía mirando a Alis—. Ella no… —Me miraba, preocupada. Mildred Natwick en La legión invencible, diciéndole a John Wayne que tuviera cuidado.

—¿No qué? ¿No hará ñaca conmigo? ¿Te apuestas algo?

—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza como si quisiera despejarla—. Tú… ella sabe lo que quiere.

—Yo también. Y gracias a tu política de ruleta rusa respecto a los productos químicos, promete ser una experiencia inolvidable. Si puedo llevarme a Ruby a mi habitación en los próximos diez minutos. Ahora, si no hay más objeciones… —dije, y empecé a marcharme.

Ella alargó la mano, como si quisiera agarrarme la manga, y luego la dejó caer.

El ejeco hablaba de regiones de materia negativa. Lo sorteé y me acerqué a la pantalla, donde Alis miraba la cara de Fred, las escaleras, la falda con orilla negra de Ginger, la mano de Fred.

Era tan bonita en primer plano como en plano general. Su pelo echado hacia atrás capturaba la luz aleteante de la pantalla y su rostro tenía una expresión intensa, concentrada.

—No deberían hacer eso —dijo.

—¿Qué? ¿Pasar una película? Hay que pasar una película en una fiesta. Es la ley de Hollywood.

Ella se volvió y me sonrió encantada.

—Conozco esa línea de diálogo. Es de Cantando bajo la lluvia. No me refería a la película, sino a montarla así. —Miró de nuevo hacia la pantalla. Ahora mostraba un cenital, y lo único que se podían ver eran las coronillas de Fred y Ginger.

—¿He de suponer que no te gusta el programa montador de Vincent?

—¿Vincent?

Señalé con la cabeza al de la gorra de béisbol, que estaba en un rincón haciéndose una raya de illy.

—¿No te recuerda a Vincent Price en Los crímenes del museo de cera?

El programa montador volvió a mostrar planos rápidos: los pasos, la cara de Fred, primerísimo plano de un paso. La escena del cochecito del bebé de El acorazado Potemkin.

—En más de un sentido —añadí.

—Fred Astaire siempre insistió en que rodaran sus coreografías en plano secuencia general —dijo ella, sin apartar los ojos de la pantalla—. Decía que era la única forma de filmar los bailes.

—Eso decía, ¿eh? No me extraña que me guste más la original —comenté—. La tengo en mi habitación.

Y eso la hizo apartarse del rápido analítico de los pies, el hombro y el pelo de Ginger para mirarme. Era la misma expresión intensa y concentrada con que había contemplado la pantalla, y sentí que los bordes empezaban a difuminarse.

—Nada de cortes, ni de ángulos de cámara —dije rápidamente—. Nada preprogramado. Toma continua y en plano general. ¿Quieres subir y echarle un vistazo?

Ella miró la librepantalla. El pecho de Fred, su cara, sus rodillas.

—Sí —accedió—. ¿Tienes la película de verdad? ¿Sin colorear ni nada?

—La de verdad —aseguré, y la conduje escaleras arriba.


RUBY KEELER [Nerviosa]: Nunca había estado en un apartamento de soltero.

ADOLPHE MENJOU [Sirviendo champagne]: Nunca habías estado en Hollywood. [Le tiende una copa.] Ten, querida, esto te relajará.

RUBY KEELER [Deambulando cerca de la puerta]: Dijo usted que tenía una solicitud para una prueba. ¿No debería rellenarla?

ADOLPHE MENJOU [Reduciendo las luces]: Más tarde, querida, cuando hayamos tenido ocasión de conocernos.


—Tengo todo lo que quieras —le prometí a Alis mientras subíamos—. Todas las bibliotecas de la ILMGM, y la Warner y la Fox-Mitsubishi, al menos todo lo que ha sido digitalizado, que debería ser todo lo que quieres. —La conduje por el pasillo—. Las películas de Fred Astaire y Ginger Rogers eran de la Warner, ¿verdad?

—RKO.

—Es lo mismo. —Abrí la puerta—. Ya hemos llegado —anuncié, y le mostré mi habitación.

Ella dio un confiado paso al interior y luego se detuvo al ver las tres paredes cubiertas con pantallas de espejo.

—¿No me habías dicho que eras estudiante?

Ahora no era el momento de decirle que no había asistido a clase en más de un semestre.

—Lo soy —dije, adelantándome a ella para que avanzara, y cogiendo una camisa—. Ropas por todo el suelo, la cama sin hacer. —Tiré la camisa a un rincón—. Andy Hardy va a la universidad.

Ella miraba el digitalizador y el conector del enlace de fibra-op.

—Creía que sólo los estudios tenían Crays.

—Trabajo para ellos para pagarme los estudios —expliqué. Y para surtirme de chooch.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó, contemplando el reflejo de su propio rostro en las pantallas plateadas, y ahora tampoco era el momento de decirle que me especializaba en conseguir ñaquis para los ejecos de los estudios.

—Remakes —dije. Alisé las sábanas—. Siéntate.

Ella se quedó en el borde de la cama, con las rodillas muy juntas.

—Muy bien —sonreí, sentándome ante el comp. Pedí el menú de la biblioteca Warner—. El Continental es de Sombrero de copa., ¿no?

La alegre divorciada —dijo ella—. Casi al final.

—Pantalla principal, fotograma final y vuelve a 98 —ordené. Fred y Ginger saltaron a la pantalla y subieron a una mesa—. Reb a 96 fotogramas por segundo. —Y saltaron de la mesa y fueron hacia atrás del desayuno al salón de baile.

Rebobiné hasta el principio del número y lo dejé en marcha.

—¿Quieres sonido? —pregunté.

Ella sacudió la cabeza, absorta ya en la pantalla. Tal vez esto no había sido una buena idea. Se inclinó hacia delante, y la misma expresión concentrada de antes asomó a su rostro, como si estuviera intentando memorizar los pasos. No me hacía ni caso, lo cual no era exactamente la idea al invitarla.

—Menú —dije—. Películas de Fred Astaire y Ginger Rogers. —Apareció el menú—. En pantalla uno, Al compás de la música —ordené. Normalmente había un gran baile final en estas películas, ¿no?—. Fotograma final y vuelve a 96.

La había. En la pantalla superior izquierda, Fred con frac hacía girar a Ginge y su vestido plateado.

—Fotograma 102-044 —dije, leyendo el código al pie—. Avanza en tiempo real y repite. Bucle continuo. Pantalla dos, Sigamos la flota, pantalla tres, Sombrero de copa, pantalla cuatro, Descuidada. Fotograma final y vuelve a 96.

Impuse en todas bucles continuos y repasé el resto de la lista de Fred y Ginger, llenando la mayoría de las pantallas de la izquierda con sus bailes: giros, zapateos, vueltas, Fred con frac, con uniforme de soldado, botas de montar, Ginger con largos vestidos de seda que destellaban bajo la rodilla en un remolino de plumas, piel y abalorios. Bailaban valses, zapateaban, se deslizaban con el Carioca, el Yam, el Piccolino. Y todos en plano general. Todos sin cortes.

Alis contemplaba las pantallas. La expresión atenta y concentrada había desaparecido, y sonreía encantada.

—¿Algo más?

—Sí. Ritmo loco —me dijo—. El número del título. Fotograma 87-1309.

La puse en marcha en la fila de abajo. Fred de punta en blanco, bailando con un coro de rubias vestidas de satén negro y velos. Todas llevaban máscaras con el rostro de Ginger Rogers, y se las ponían y alejaban de Fred, las máscaras tan estiradas como rostros.

—¿Alguna otra película? —dije, llamando de nuevo el menú—. Quedan pantallas de sobra. ¿Qué tal Un americano en París?

—No me gusta Gene Kelly.

—Vale —dije, sorprendido—. ¿Qué tal Espérame en San Luis?

—No hay bailes excepto el número «Under the Banyan Tree», con Margaret O'Brien. Es por culpa de Judy Garland. Bailaba que daba pena.

—Muy bien —dije yo, aún más sorprendido—. ¿Cantando bajo la lluvia? No, espera, no te gusta Gene Kelly.

—El número de «Good Morning» está bien.

Escruté en el menú películas donde no aparecieran Gene Kelly ni Judy Garland.

¿Buenas noticias?

—El «Varsity Drag» —asintió ella—. Está justo al final. ¿Tienes Siete novias para siete hermanos?

—Claro. ¿Qué número?

—El de la construcción del granero. Fotograma 27-986.

Lo llamé. Busqué algún pasaje donde apareciera Ruby Keeler.

—¿La calle 42?

Ella sacudió la cabeza.

—Es de Busby Berkeley. No tiene bailes excepto al fondo de una toma de ensayos y unas diecisiete barras en el número «Pettin' in the Park». Nunca hay bailes en las de Busby Berkeley. ¿Tienes Un día en Nueva York?

—Creía que no te gustaba Gene Kelly.

—Ann Miller. El número del Hombre Prehistórico. Fotograma 28-650. Técnicamente es muy buena cuando se dedica al claque.

No sé por qué estaba tan sorprendido o qué esperaba. Adoración total, supongo. A Ruby Keejerniurmurando: «¡Dios, señor Ziegfield, un papel en su espectáculo! ¡Qué maravilla!» O a Judy Garland tal vez, mirando embelesada la foto de Clark Gable en Melodías de Broadway de 1938. Pero a ella no le gustaba Judy, y había rechazado a Gene Kelly con tanta indiferencia como si fuera una chica que se presenta a una prueba para el coro en una de Busby Berkeley. Que, por cierto, tampoco le gustaba.

Llené las pantallas de Fred Astaire, que sí le gustaba, aunque ninguna de sus películas en color eran tan buenas como las de blanco y negro, ni tampoco sus compañeras. La mayoría se quedaban colgadas mientras él giraba alrededor, o adoptaban una pose y le dejaban bailar en círculos, literalmente, a su alrededor.

Alis no las contemplaba. Había vuelto a la pantalla central y observaba a Fred, en plano general, levantando del suelo a una ingrávida Ginger.

—¿Es eso lo que quieres hacer? —pregunté, señalando—. ¿Bailar el Continental?

Ella sacudió la cabeza.

—Todavía tengo que aprender mucho. Sólo conozco unos cuantos pasos. Podría hacer eso —dijo, señalando el «Varsity Drag», y luego al número de cowboys de Cabecita loca—. Y tal vez eso. Coro, no principal.

Y eso tampoco era lo que yo esperaba. Lo único que tienen en común las caras bajo sus lunares de Marilyn es la absoluta convicción de que cumplen todos los requisitos para convertirse en una estrella. En la mayoría de los casos no es así: no saben actuar o mostrar emoción, ni siquiera pueden hacer una razonable imitación de la voz sensual de Norma Jean y su vulnerabilidad tan sexy, pero todas creen que lo único que se interpone entre ellas y el estrellato es la mala suerte, no la falta de talento. Nunca había oído a ninguna decir: «Tengo que aprender mucho.»

—Voy a necesitar un profesor de baile —decía Alis—. ¿Conoces alguno?

¿En Hollywood? Era tan probable que encontrara alguno como que se encontrara con Fred Astaire. Menos.

¿Y qué si era lo bastante lista para conocer sus propios fallos? ¿Qué si había estudiado las películas y las criticaba? Nada de eso iba a hacer volver los musicales. Nada de eso iba a hacer que ILMGM empezara a rodar vivacciones otra vez.

Miré las pantallas. En la fila de abajo Fred intentaba encontrar a la auténtica Ginger entre las máscaras. En la tercera pantalla, fila de arriba, intentaba seducirla: ella se apartaba, él avanzaba, ella regresaba, él se inclinaba, ella se inclinaba lánguidamente.

Lo cual me recordó que sería mejor que continuara con lo mío o iba a destellar con Alis allí sentada al borde de la cama, completamente vestida y las piernas bien apretadas.

Pedí sonido en la pantalla tres y me senté junto a Alis en la cama.

—Creo que eres bastante buena —dije.

Me miró, confundida, y entonces advirtió que estaba contestando a sus palabras de «Todavía tengo que aprender mucho» de antes.

—No me has visto bailar —contestó.

—No hablaba de baile —señalé, y me incliné hacia delante para besarla.

La pantalla central destelló en blanco.

—Mensaje de Heada Hopper —anunció.

Deletreaba Hedda con «a». Me pregunté si había tenido otro destello revelatorio y me interrumpía para comunicármelo.

—Mensaje anulado —dije, y me levanté para despejar la pantalla, pero era demasiado tarde. El mensaje ya estaba allí.

«Mayer está aquí—decía—. ¿Lo envío arriba? Heada.»

Sólo hubiera faltado eso. Tendría que hacer una copia del pastiche y llevárselo.

—Archivo River Phoenix —le dije al ordenador, y metí un opdisk en blanco—. Donde están los muchachos. Graba remake.

Las pantallas con los bailes se pusieron en blanco y Alis se levantó.

—¿Quieres que me vaya?

—¡No! —exclamé, buscando un mando a distancia. El comp escupió el disco, y lo recogí—. Quédate aquí. Ahora mismo vuelvo. Tengo que darle esto a un tipo.

Le tendí el mando.

—Toma. Pulsa M para menú y pide lo que quieras. Si la película que pides no está en ILMGM, puedes llamar a las otras bibliotecas pulsando Archivo. Volveré antes de que acabe el Continental. Lo prometo.

Me dirigí a la puerta. Quería cerrarla para retenerla allí, pero parecería más creíble que pensaba volver si la dejaba abierta.

—No te marches —dije, y corrí escaleras abajo.

Heada me esperaba al pie de las escaleras.

—Lo siento —dijo—. ¿Te la estabas ñaqueando?

—Gracias a ti, no —respondí, buscando a Mayer en la sala. Todo estaba aún más abarrotado que antes. La pantalla también: una docena de Freds y Gingers trazaban círculos a pantalla partida uno alrededor del otro.

—No tendría que haberte interrumpido, pero como antes me preguntaste si Mayer estaba aquí…

—No importa. ¿Dónde está?

—Por allí. —Señaló en dirección de los Freds y las Gingers. Mayer estaba bajo ellos, escuchando a Vincent explicar su programa de montaje y retorciéndose por haber tomado demasiado chooch—. Dijo que quería hablar contigo de un trabajo.

—Magnífico —dije—. Eso significa que su jefe tiene una nueva amiguita y tengo que pegar una nueva cara.

Ella negó con la cabeza.

—Viamount va a apoderarse de ILMGM y Arthurton va a dirigir el Proyecto Desarrollo, lo cual significa que el jefe de Mayer está despedido, y Mayer está ahora en la cuerda floja. Tiene que distanciarse de su jefe y convencer a Arthurton de que debe quedarse con él en vez de traerse a su nuevo equipo. Así que este trabajo probablemente será una perla para impresionar a Arthurton, lo que podría significar un remake, o incluso un nuevo proyecto. Y en ese caso…

Dejé de escuchar. El jefe de Mayer estaba en la calle: el disco que yo llevaba en la mano valía exactamente nada, y el trabajo para el que me requería era pegar en alguna parte la amiguita de Arthurton. O tal vez a las amiguitas de todo el consejo de dirección de Viamount. En cualquier caso, no iba a cobrar.

—… por lo menos —proseguía Heada—, es una buena señal que recurra a ti.

—Magnífico —dije, frotándome las manos—. «Esto podría ser mi gran salto.»

—Bueno, podría serlo —contestó ella, a la defensiva—. Incluso un remake sería mejor que esos trabajos de chulo que has estado haciendo.

—Todos son trabajos de chulo. —Empecé a abrirme paso hacia Mayer a través de la multitud.

Heada me siguió.

—Si es un proyecto oficial, dile que quieres créditos.

Mayer se había colocado al otro lado de la librepantalla, probablemente intentando escapar de Vincent, que estaba justo tras él, todavía hablando. Sobre ellos, la multitud de la pantalla seguía girando, pero cada vez más despacio, y los bordes de la sala empezaban a desenfocarse. Mayer se volvió, me vio, y me saludó, todo a cámara lenta.

Me detuve y Heada chocó contra mí.

—¿Tienes algo de slalom? —pregunté, y ella rebuscó de nuevo en su mano—. ¿O de hielo? ¿Algo para retener un destello de klieg?

Ella mostró el mismo grupo de cápsulas y cubos que antes, sólo que no había tantas.

—No creo —dijo, mirándolas.

—Encuéntrame algo, ¿vale? —pedí. Cerré los ojos con fuerza y volví a abrirlos. El desenfoque remitió.

—Veré si puedo encontrar algo de lude —dijo ella—. Recuerda: si es de verdad, quieres créditos. —Se dirigió hacia una pareja de James Deans, y yo llegué junto a Mayer.

—Aquí tienes —le dije, y traté de tenderle el disco. No iba a cobrar, pero al menos había que intentarlo.

—¡Tom! —exclamó Mayer. No cogió el disco. Heada tenía razón. Su jefe estaba despedido. —Precisamente te andaba buscando —dijo—. ¿Qué has estado haciendo?

—Trabajando para ti —contesté, y traté de nuevo de entregarle el disco—. Ya está. Justo lo que pediste. River Phoenix, primer plano, beso. Ella incluso tiene cuatro líneas.

—Muy bien —asintió, y se metió el disco en el bolsillo. Sacó un palmtop y pulsó unos números—. Lo quieres en tu cuenta, ¿no?

—Eso es —asentí, preguntándome si esto era algún tipo de extraño síntoma de predestello: conseguir lo que querías. Busqué a Heada alrededor. Ya no hablaba con los James Deans.

—Siempre puedo contar contigo para los trabajos duros. Tengo un nuevo proyecto que podría interesarte. —Pasó el brazo por encima de mi hombro en un gesto amistoso y me apartó de Vincent—. Nadie lo sabe, pero hay una posibilidad de fusión entre ILMGM y Viamount, y si sigue adelante, mi jefe y sus amiguitas habrán pasado a la historia.

¿Cómo lo hace Heada?, me pregunté asombrado.

—Todavía está en fase de negociación, por supuesto, pero todos estamos entusiasmados ante la perspectiva de trabajar con una gran compañía como Viamount.

Traducción: es un trato cerrado, y tambalearse no es ni siquiera la palabra. Miré las manos de Mayer, casi esperando ver sangre bajo las uñas.

—Viamount está tan comprometido como ILMGM en la creación de películas de calidad, pero ya sabes lo que piensa el público americano de las fusiones. Así que nuestro primer trabajo, si esto sigue adelante, es enviarles el mensaje: «Nos preocupamos.» ¿Conoces a Arthur Arthurton?

Lo siento, Heada, pensé, es otro trabajo de chulo.

—¿Qué debo hacer? —pregunté—. ¿Meter a la amiguita de Arthurton? ¿Al amiguito? ¿Al pastor alemán?

—¡Pero qué dices! —respondió, y miró alrededor para asegurarse de que nadie lo había oído—. Arthurton es un dechado de virtudes: vegetariano, limpio, un auténtico Gary Cooper. Está completamente dedicado a convencer al público de que el estudio está en manos responsables. Y ahí es donde entras tú. Te suministraremos una puesta al día de memoria y un imprime-y envía automático, y te pondremos en nómina. —Agitó ante mí el disco de la amiguita de su ex jefe—. Se acabó eso de tener que localizarme en las fiestas —sonrió.

—¿En qué consiste el trabajo?

No respondió. Contempló la sala, retorciéndose.

—Veo muchas caras nuevas —dijo, sonriendo a una Marilyn con plumas amarillas. Luces de candilejas—. ¿Algo interesante?

Sí, en mi habitación, y quiero destellar con ella, no contigo, Mayer, así que al grano.

—ILMGM ha perdido algo de impulso últimamente. Ya conoces la moda: violencia, SA, influencia negativa. Nada serio, pero Arthurton quiere proyectar una imagen positiva…

Y es un auténtico Gary Cooper. Me equivocaba, Heada. Esto no es un trabajo de chulo. Es quemar y arrasar.

—¿Qué quiere eliminar?—dije. Él empezó a retorcerse otra vez.

—No es un trabajo de censura, sólo unos cuantos ajustes aquí y allá. La revisión media no será más de unos diez fotogramas. Cada uno te llevará tal vez unos quince minutos, y la mayoría son simples anulaciones. El comp puede hacerlas automáticamente.

—¿Y qué tengo que quitar? ¿Sexo? ¿Chooch? —SA. Veinticinco por película, y cobrarás aunque no tengas que cambiar nada. Podrás abastecerte de chooch durante un año.

—¿Cuántas películas?

—No muchas. No lo sé exactamente.

—¿Todo? ¿Cigarrillos? ¿Alcohol?

—Todas las sustancias adictivas —asintió él—, visuales, audios y referencias. Pero la Liga Antitabaco ya ha quitado la nicotina, y la mayoría de las películas de la lista tiene sólo un par de escenas que deben ser reelaboradas. Muchas ya están limpias. Sólo tendrás que verlas, hacer una impresión-y-envío, y cobrar. Cierto. Y luego suministrar códigos de acceso durante dos horas. Borrar era fácil, cinco minutos como máximo, y una superposición diez, incluso trabajando a partir de un vid. El coñazo eran los accesos. Incluso mi maratón de River Phoenix no era nada comparado con las horas que pasaría leyendo accesos, abriéndome paso a través de guardias autorizados y cerraduras-ID para que la fuente de fibra-op no escupiera automáticamente los cambios que hiciera.

—No, gracias —dije, y traté de hacerle coger el disco—. No sin acceso pleno.

Mayer pareció paciente.

—Sabes por qué son necesarios los códigos de autorización.

Por supuesto. Para que nadie pueda cambiar un píxel de todas esas películas registradas, o dañar un pelo de la cabeza de todas esas estrellas compradas y pagadas. Excepto los estudios.

—Lo siento, Mayer. No me interesa —dije, y empecé a retirarme.

—Vale, vale —me interrumpió él, retorciéndose—. Cincuenta por cada y acceso de ejeco pleno. No puedo hacer nada respecto a los cerrojos-ID del enlace de fibra-op y los registros de la Sociedad de Conservación Cinematográfica. Pero puedes tener completa libertad en los cambios. Nada de aprobación previa. A tu aire.

—Sí —bufé—. A mi aire.

—¿Trato hecho?

Heada pasaba ante la pantalla, observando a Fred y Ginger. Estaban en primer plano, mirándose a los ojos.

Al menos el trabajo me daría pasta suficiente para mis clases y mis propias SA, en vez de pedir a Heada que mendigara por mí, en vez de tomar klieg por error y tener que preocuparme por destellar con Mayer y llevar una imagen indeleble de él grabada en mi cabeza para siempre. Y todos son trabajos de chulo, dentro o fuera. Aunque sean oficiales.

—¿Por qué no? —Me encogí de hombros.

Heada se acercó. Me cogió la mano y me deslizó un lude.

—Magnífico —dijo Mayer—. Te daré una lista. Puedes hacerlo en el orden que quieras, pero ten listo un mínimo de doce por semana.

Asentí.

—Me pondré ahora mismo —asentí, y me dirigí hacia las escaleras, tragándome el lude por el camino.

Heada me persiguió hasta el pie de las escaleras.

—¿Conseguiste el trabajo?

—Sí.

—¿Es un remake?

No tenía tiempo de escuchar lo que diría cuando descubriera que era un trabajo de barrido y quema.

—Sí —contesté, y corrí escaleras arriba.

En realidad no había ninguna prisa. El lude me daría al menos media hora y Alis estaba ya en la cama. Si estaba todavía allí. Si no se había hartado de Fred y Ginger y se había marchado.

La puerta estaba entornada, tal como yo la había dejado, cosa que podía ser buena o mala señal. Me asomé. Vi las pantallas más cercanas. Apagadas. Gracias, Mayer. Se ha ido, y todo lo que tengo a cambio es una lista de la Oficina Hays. Con un poco de suerte llegaré a destellar con Walter Brennan dando un sorbo de whisky matarratas.

Empecé a abrir la puerta y me detuve. Ella estaba allí, después de todo. Descubrí su reflejo en las pantallas plateadas. Estaba sentada en la cama, inclinada hacia delante, observando algo. Abrí más la puerta para ver de qué se trataba. Contemplaba la pantalla central. Era la única que seguía encendida. No debía de haber podido comprender las otras pantallas a partir de mis apresuradas instrucciones, o a lo mejor en Bedford Falls sólo estaban acostumbrados a una única pantalla.

Observaba con la misma expresión concentrada que tenía abajo, pero no era el Continental. No era ni siquiera Ginger Rogers bailando codo con codo con Fred. Era Eleanor Powell. Fred y ella bailaban claqué sobre un oscuro suelo pulido. Había luces al fondo, haciendo de estrellas, y el suelo las reflejaba en largos y titilantes senderos de luz.

Fred y Eleanor vestían de blanco: él con un traje de calle, nada de frac, ni sombrero de copa esta vez; ella con un vestido blanco con falda hasta la rodilla que giraba cuando ella lo hacía. Sus cabellos castaño claro eran igual de largos que los de Alis y estaban recogidos con un pasador blanco que destellaba, capturando la luz de los reflejos.

Fred y Eleanor bailaban uno al lado de la otra, casualmente, los brazos apenas despegados para conservar el equilibrio, las manos sin tocarse siquiera, emparejados paso a paso.

Alis había quitado el sonido, pero no necesité oír los pasos o la música para saber qué era. Melodías de Broadway 1940, la segunda mitad del número «Begin the Beguine». La primera mitad era un tango, chaqueta formal y vestido largo blanco, el tipo de cosa que Fred hacía con todas sus compañeras, excepto que en el caso de Eleanor Powell no tenía que cubrirla o maniobrar alrededor de ella con pasitos elegantes. Su compañera sabía bailar igual de bien que él.

Y la segunda mitad era esto: nada de trajes de fantasía, ni alboroto, los dos bailando el uno junto al otro, plano general y una sola toma continua, sin cortar. El zapateó una combinación, ella la repitió, marcando los pasos con total precisión, él hizo otra, ella respondió, sin que ninguno mirara a su pareja, concentrados en la música.

—Concentrados, no. Error. No había concentración en ellos, ningún esfuerzo; podrían haber inventado toda la coreografía mientras pisaban el suelo pulido, improvisando sobre la marcha.

Me quedé en la puerta, viendo cómo Alis los contemplaba allí sentada en el borde de la cama, y parecía que el sexo era lo último que le preocupaba. Heada tenía razón: había sido una mala idea. Debería regresar a la fiesta y buscar alguna cara que no tuviera las rodillas apretadas, cuya gran ambición fuera trabajar como cuerpo presente para Columbia Tri-Star. El lude que acababa de tomar retendría cualquier destello el tiempo suficiente para que convenciera a una de las Marilyns para que me acompañara.

Por otra parte, Ruby Keeler no me echaría de menos: estaba ajena a todo menos a Fred Astaire y Eleanor Powell, que hacían una serie de zapateados rápidos. Probablemente ni siquiera se daría cuenta si me llevaba a la Marilyn a la cama para ñaquear. Que es lo que debería hacer, mientras aún tenía tiempo.

Pero no lo hice. Me apoyé contra la puerta, contemplando a Fred, Eleanor y Alis, contemplando el reflejo de Alis en las pantallas apagadas de la derecha. Fred y Eleanor se reflejaban también, sus imágenes superpuestas sobre la cara concentrada de Alis en las pantallas plateadas.

Concentración tampoco era la palabra para ella. Había perdido aquella expresión alerta y absorta que tenía mientras veía el Continental, contando los pasos, tratando de memorizar las combinaciones. Había ido más allá de eso, al ver a Fred y Eleanor bailar uno a lado del otro sin tocarse siquiera. Tampoco ellos contaban, estaban perdidos en los pasos sin esfuerzo, en los giros sencillos, perdidos en el baile, igual que Alis. Su rostro estaba absolutamente inmóvil contemplándolos, como un fotograma fijo, y Fred Astaire y Eleanor Powell estaban de algún modo también inmóviles, incluso mientras bailaban.

Zapateaban, giraban, y Eleanor hizo retroceder ahora a Fred, frente a él pero sin mirarlo, sus pasos reflejando los de él, y luego se pusieron de nuevo a la par, adoptaron una cadencia de zapateados, los pies y la falda girando y las estrellas falsas reflejadas en el suelo pulido, en las pantallas, en el rostro absorto de Alis.

Eleanor dio una vuelta, sin mirar a Fred, sin tener que hacerlo, el giro perfectamente compenetrado con el suyo, y volvieron a bailar uno al lado del otro, zapateando en contrapunto, sus manos casi tocándose, la cara de Eleanor tan inmóvil como la de Alis, intensa, ajena. Fred zapateó velozmente y Eleanor repitió los pasos; miró de lado por encima del hombro y sonrió, una sonrisa consciente y cómplice y totalmente alegre.

Destellé.

El klieg suele darte al menos unos pocos segundos de advertencia, tiempo suficiente para hacer algo que lo repela o al menos cerrar los ojos, pero esta vez no ocurrió así. Ninguna advertencia, ningún desenfoque indicativo, nada.

En un instante estaba apoyado contra la puerta, viendo a Alis contemplar a Fred y Eleanor bailando, y al siguiente: congelar imagen, ¡corten!, revelar y enviar, como un flash que te estalla en la cara, sólo que la imagen posterior es tan clara como la foto, y no se desvanece, no se marcha.

Me llevé la mano a los ojos, como si intentara protegerme de un estallido nuclear, pero era demasiado tarde. La imagen ya había prendido en mi neurocórtex.

Debí de retroceder y chocar con la puerta, y tal vez incluso grité, porque cuando abrí los ojos, ella me miraba, alarmada, preocupada.

—¿Qué te pasa? —dijo, levantándose de la cama y cogiéndome del brazo—. ¿Te encuentras bien?

—Estoy bien —aseguré. Bien. Ella tenía el mando a distancia. Se lo quité y apagué el comp. La pantalla se volvió plateada, blanca excepto el reflejo de nosotros dos ante la puerta. Y superpuesto sobre el reflejo otro reflejo: la cara de Alis, embelesada, absorta, contemplando a Fred y Eleanor de blanco, bailando sobre el suelo estrellado.

—Vamos —dije, y cogí a Alis de la mano.

—¿Adónde?

A alguna parte. A cualquier parte. Un cine donde pasaran cualquier película.

—A Hollywood —dije, sacándola al pasillo—. A bailar en las películas.

Travelling hasta plano medio: cartel de estación LATL Pantalla diamante, «Los Ángeles Intransit» en grandes letras rosa, «Westwood Station» en verde brillante.

Cogimos los deslizadores. Error. La sección trasera había cerrado pero estaban prácticamente vacíos: unos cuantos turatas que volvían de los Estudios Universal se agrupaban en el centro de la sala, un par de drogatas dormían contra la pared del fondo, había otros tres junto a la otra pared colocando montículos de cartas en la franja amarilla de advertencia, una Marilyn solitaria.

Los turatas contemplaban ansiosamente el cartel de la estación, como si tuvieran miedo de saltarse la parada. Cosa difícil. El tiempo entre las estaciones Intransit puede ser inst, pero los deslizadores tardan unos buenos diez minutos en generar la región de materia-negativa que produce el tránsito, y otros cinco antes de que enciendan las flechas de salida, y durante ese tiempo nadie va a ninguna parte.

Los turatas bien podían relajarse y disfrutar del espectáculo. Lo que quedaba de él. Sólo una de las paredes laterales funcionaba, y la mitad ofrecía un bucle continuo de anuncios de ILMGM, que al parecer no sabía todavía que le habían hecho una opa. En el centro de la pared, un león digitalizado rugía bajo la marca registrada del estudio en amarillo brillante: «¡Todo es posible!» La pantalla se difuminó y se convirtió en una bruma que giraba, mientras una voz decía: «¡ILMGM! ¡Más estrellas que en el firmamento!», y entonces anunciaba nombres mientras dichas estrellas surgían de la niebla. Vivien Leigh corría hacia nosotros con una gran falda de polisón; Arnold Schwarzenegger montaba en una moto; Charlie Chaplin hacía girar su bastón.

«Trabajamos día y noche para ofrecerle las estrellas más brillantes del firmamento», decía la voz, lo que significaba las estrellas que actualmente estaban en litigio por sus derechos. Marlene Dietrich, Macaulay Culkin a los diez años, Fred Astaire con sombrero de copa y frac, avanzaban sin esfuerzo, con naturalidad, hacia nosotros.

Yo había arrancado a Alis del dormitorio para librarla de los espejos, del Beguine y de Fred, que bailaba claque en mi lóbulo frontal, para encontrar algo distinto que mirar si destellaba de nuevo, pero lo único que había hecho era cambiar mi pantalla por otra mayor.

La otra pared era aún peor. Al parecer, era más tarde de lo que creía. Habían desconectado los anuncios para la noche y no era más que un largo espejo. Como el suelo pulido sobre el que habían bailado Fred Astaire y Eleanor Powell, los dos juntitos, las manos casi…

Me concentré en los reflejos. Los drogatas parecían muertos. Probablemente habían tomado unas cápsulas que Heada les había anunciado como chooch. La Marilyn practicaba su puchero en el espejo, avanzando con una boquiabierta expresión de sorpresa, y sujetaba su blanca falda plisada con la mano para impedir que revoloteara. La escena de la rejilla de vapor de La tentación vive arriba.

Los turatas seguían contemplando el cartel de la estación, que decía La Brea Tar Pits. Alis también lo observaba, con expresión concentrada, e incluso a la luz fluorescente y titilante de los próximos remakes de ILMGM, su pelo tenía aquel curioso aspecto de contraluz. Mantenía los pies separados y extendió las manos, preparada para el movimiento súbito del arranque.

—No hay deslizadores en Riverwood, ¿eh?

Ella sonrió.

—Riverwood. Ésa es la ciudad natal de Mickey Rooney en Armonías de juventud —dijo—. Sólo había uno pequeño en Galesburg. Y tenía asientos.

—Durante la hora punta cabe más gente si no hay asientos. No es necesario que te pongas así.

—Lo sé —dijo, uniendo los pies—. Es que sigo esperando que nos movamos.

—Ya lo hemos hecho —contesté, mirando el cartel de la estación. Había cambiado a Pasadena—. Ha durado más o menos un nanosegundo. De estación a estación y sin nada intermedio. Todo se hace con espejos.

Me planté en la señal amarilla de advertencia y extendí la mano hacia la pared lateral.

—Sólo que no son espejos. Son una cortina de materia negativa que se puede atravesar con la mano. Un ejeco de los estudios sabría explicártelo.

—¿No es peligroso? —dijo ella, mirando la línea amarilla.

—No, a menos que la atravieses, cosa que a veces intentan hacer los delirantes. Antes había barreras, pero los estudios ordenaron quitarlas. Entorpecían la imagen de sus promociones.

Ella se volvió y miró la pared del fondo.

—¡Es tan grande!

—Tendrías que verlo durante el día. De noche cierran la parte trasera. Para que los drogatas no se meen en el suelo. Hay otra sala allá —señalé la pared trasera—, es el doble que ésta.

—Es como una sala de ensayos —dijo Alis—. Como el estudio de baile de Al compás de la música. Casi se podría bailar aquí.

—«No bailaré» —dije—. «No me lo pidas.»

—Película equivocada —sonrió ella—. Eso es de Robería.

Se volvió hacia la pared de espejo, la falda aleteando, y su reflejo convocó la imagen de Eleanor Powell junto a Fred Astaire en el suelo oscuro y pulido, su mano…

Me obligué a mirar decididamente la otra pared, donde destellaba un avance de la nueva película de Star Trek, hasta que remitió, y luego me volví hacia Alis.

Ella observaba el cartel de la estación. Pasadena destellaba. Una línea de flechas verdes conducía al frente, y los turatas las seguían a través de la puerta de salida de la izquierda y se marchaban a Disneylandia.

—¿Adónde vamos?—preguntó Alis.

—A ver las vistas. Las casas de las estrellas. Lo que debería ser Forrest Lawn, sólo que ya no las hay. Han vuelto a la pantalla plateada, trabajando gratis.

Indiqué con la mano la pared cercana, donde aparecía un anuncio del remake de Pretty Woman, protagonizada, cómo no, por Marilyn Monroe.

Marilyn hizo una entrada con un vestido rojo, y la Marilyn dejó de practicar su puchero y se acercó a mirar. Marilyn agitó una escarola ante un camarero, fue a Rodeo Drive a comprar un vestido blanco sin mangas, se difuminó en un beso de pasión con Clark Gable.

—Aparecerá pronto como Lena Lamont en Cantando bajo la lluvia —dije—. Así que dime por qué odias a Gene Kelly.

—No es eso —respondió ella, considerándolo—. Un americano en París me parece horrible, y también esa parte fantástica de Cantando bajo la lluvia, pero cuando baila con Donald O'Connor y Frank Sinatra, es un buen bailarín. Es sólo que hace que resulte tan difícil. —¿Y no lo es?

—Pues claro. De eso de trata. —Frunció el ceño—. Cuando hace saltos o pasos complicados, agita los brazos, jadea y resopla. Es como si quisiera que sepas lo difícil que es. Fred Astaire no hace eso. Sus pasos son muchísimo más complejos que los de Gene Kelly, pueden llegar a ser endemoniados, pero no ves nada de eso en la pantalla. Cuando baila, no parece que se esté esforzando en lo más mínimo. Parece fácil, como si lo hubiera improvisado en ese momento…

La imagen de Fred y Eleanor empujó de nuevo, los dos de blanco, bailando tranquilamente, sin esfuerzo, por el suelo estrellado…

—E hizo que parezca tan fácil que pensaste que podrías venir a Hollywood y hacerlo también —señalé.

—Sé que no será fácil —respondió ella en voz baja—. Sé que no hay muchas vivacciones…

—Ninguna —apunté—. No se hace ninguna. A menos que estés en Bogotá. O en Beijing. Todo son GO. No se precisan actores. Ni bailarines tampoco, pensé, pero no lo dije. Seguía esperando poder conseguir un ñaca de todo aquello, si podía agarrarme a ella hasta el siguiente destello. Tenía un dolor de cabeza mortal, cosa que se suponía no era un efecto secundario.

—Pero si todo son gráficos de ordenador —decía Alis ansiosamente—, entonces pueden hacer todo lo que quieran. Incluso musicales.

—¿Y qué te hace pensar que quieran? No han rodado un musical desde 1996.

—Van a registrar a Fred Astaire —dijo, señalando la pantalla—. Deben quererlo para algo.

Para algo, sí, pensé. La secuela de El coloso en llamas. O películas snuffporno.

—Ya sé que no será fácil —repitió ella, a la defensiva—. ¿Sabes lo que dijeron sobre Fred Astaire la primera vez que llegó a Hollywood? Todo el mundo dijo que estaba acabado, que su hermana era la que tenía todo el talento, que era un segundón de vodevil que nunca conseguiría triunfar en el cine. En su prueba de imagen alguien escribió: «Treinta años, calvete, sabe bailar un poco.» Ellos tampoco creían que pudiera conseguirlo, y mira qué sucedió.

Entonces había películas en las que podía bailar, pensé, pero ella debió notármelo en la cara porque dijo:

—Estaba dispuesto a trabajar bien duro, y yo también. ¿Sabías que solía ensayar sus números durante semanas antes de que la película empezara siquiera a rodarse? Gastó seis pares de zapatos ensayando Descuidada. Estoy dispuesta a practicar tanto como él. Sé que debo perfeccionarme. Necesito aprender ballet, también. Lo único que sé es jazz y claque. Y no conozco demasiadas rutinas todavía. Tendré que buscar a alguien que me enseñe bailes de salón.

¿Dónde?, pensé. No ha habido ni un profesor de danza en Hollywood desde hace veinte años. Ni un coreógrafo. Ni un musical. Los GO pueden haber matado la vivacción, pero no al musical. Se murió él sólito allá por los sesenta.

—También necesitaré un trabajo para pagarme las lecciones de baile —proseguía ella—. La chica con la que hablabas en la fiesta… la que se parece a Marilyn Monroe… dijo que tal vez podría conseguir un trabajo como cara. ¿Qué es lo que hacen? Ir a fiestas, mariposear por todas partes intentando llamar la atención de alguien que cambie un revolcón por un pastiche, tragar chooch, pensé, deseando tener algo que tragar.

—Sonríen y hablan y ponen cara triste mientras algún hackólito las escanea.

—¿Como una prueba de pantalla?

—Como una prueba de pantalla. Luego el hackólito digitaliza el escaneo de tu cara y la mete en un remake de Ha nacido una estrella y puedes ser la próxima Judy Garland. Sólo que, ¿por qué hacer eso cuando el estudio ya tiene a Judy Garland?

Y a Barbra Streisand. Y a Janet Gaynor. Y todas tienen copyrights, todas son estrellas, así que, ¿por qué iban los estudios a correr riesgos con una cara nueva? ¿Y por qué correr riesgos con una película nueva cuando pueden hacer una secuela o una copia o un remake de algo que ya poseen? Y ya que estamos en ello, ¿por qué no remakes con un elenco de estrellas? ¡Hollywood, el reciclador definitivo!

Indiqué con la mano la pantalla donde ILMGM anunciaba los próximos estrenos.

El fantasma de la Ópera —decía la voz—. Protagonizada por Anthony Hopkins y Meg Ryan.

—Mira eso —me burlé—. El último esfuerzo de Hollywood… ¡un remake de un remake de una película muda!

El trailer terminó, y el bucle empezó de nuevo. El león digitalizado emitió su rugido digitalizado, y sobre él un láser digitalizado marcó en dorado: «¡Todo es posible!»

—Todo es posible —convine—, si tienes los digitalizadores y los Crays y la memoria y el enlace de fibra-op para enviarlo.

Y los copyrights.

Las letras doradas se difumaron, y Escarlata se abrió paso hacia nosotros, sujetándose primorosamente la falda.

—Todo es posible, pero sólo para los estudios. Lo poseen todo, lo controlan todo, lo…

Me interrumpí, pensando, ahora no habrá manera de pegar un ñaca después de este estallido. ¿Por qué no le dices directamente que su sueño es imposible?

Pero ella no escuchaba. Miraba la pantalla, donde los casos de copyrights eran expuestos para su inspección. Esperaba a que apareciera Fred Astaire.

—La primera vez que lo vi, supe lo que quería —dijo, los ojos fijos en la pared—. Sólo que «querer» no es la palabra adecuada. No es como querer un vestido nuevo…

—O algo de chooch.

—Ni siquiera es esa clase de deseo. Es… hay una escena en Sombrero de copa donde Fred Astaire está bailando en la habitación de su hotel y Ginger Rogers tiene la habitación de debajo. Sube a quejarse del ruido y él le dice que a veces se sorprende a sí mismo bailando, y ella responde…

—«Supongo que es una especie de enfermedad» —la interrumpí.

Esperaba que ella sonriera, como había hecho ante mis otras citas cinematográficas, pero esta vez no fue así.

—Una enfermedad —asintió, seriamente—. Sólo que tampoco es eso exactamente. Es… cuando él baila, no es sólo que haga que parezca fácil. Es como si todos los pasos y ensayos y la música sean sólo prácticas, y lo que él hace sea lo único verdadero. Es como si fuera más allá del ritmo y los pasos y los giros a otro lugar… Si pudiera llegar allí, hacer eso…

Se detuvo. Fred Astaire surgía de la niebla con su sombrero de copa y su frac, ladeando su sombrero con el extremo del bastón. Miré a Alis.

Le observaba con aquella expresión perdida y arrobada que tenía en mi habitación, cuando contemplaba a Fred y a Eleanor, los dos juntitos, vestidos de blanco, girando y a la vez inmóviles, en silencio, más allá del movimiento, más allá…

—Vamos —dije, y le tiré de la mano—. Nos bajamos aquí.

Y seguimos las flechas verdes hacia la salida.


ESCENA: Noche de estreno en el Teatro Chino de Grauman, en Hollywood. Reflectores perforando el cielo nocturno, palmeras, fans gritando, limusinas, esmóquines, pieles, flashes destellando.


Salimos en Hollywood Boulevard, en la esquina de Caos y Sobrecarga Sensorial, el peor lugar posible para destellar.

Era una escena de De Mille, como de costumbre. Caras y turatas y liberadas y delirantes y miles de extras, revoloteando entre los puntos de venta de vids y las cuevas RV. Y entre las pantallas: gotas y librepantallas y diamantes y holos, todos mostrando avances montados al estilo Psicosis de Vincent.

El Teatro Chino de Trump tenía dos grandes gotapantallas delante, mostrando avances del último remake de Ben-Hur. En uno de ellos, Sylvester Stallone con faldita color bronce y sudor digitalizado se inclinaba sobre su cuadriga, flagelando a los caballos.

No se podía ver la otra. Había un cartel de vid-neón delante que decía Finales Felices y una holopantalla mostraba a Escarlata O'Hara en la niebla, diciendo:

—Pero, Rhett, yo te quiero.

—Francamente, cariño… yo también te quiero —decía Clark Gable, y la aplastaba entre sus brazos—. ¡Siempre te he querido!

—El pavimento tiene estrellas —le dije a Alis, señalando hacia abajo. Había demasiada gente para ver la acera, mucho menos las estrellas. La conduje a la calle, que estaba igual de abarrotada, pero al menos se movía, y nos dirigimos a las tiendas de vids.

Mirones de las cuevas RV nos metieron a la fuerza panfletos en las manos, dos dólares fuera de la realidad, y River Phoenix nos ofreció droga.

—¿Drag? ¿Copo? ¿Un ñaca?

Compré un poco de chooch y lo consumí allí mismo, esperando que retuviera un destello hasta que volviéramos a la habitación.

La multitud se aclaró un poco y llevé a Alis de vuelta a la acera. Pasamos ante un anuncio de cueva RV:

—¡Ciento por ciento de enganche corporal! ¡Ciento por ciento realista!

Ciento por ciento realista, claro. Según Heada, que lo sabe todo, el simsex ocupa más memoria de lo que la mayoría de las cuevas RV pueden permitirse. En la mitad de esos tugurios le colocan un casco de datos al cliente, añaden un poco de ruido para que parezca una imagen RV, y cuelan a una liberada.

Pasé junto a una cueva RV y nos topamos con un grupo de turatas que esperaba ante una cabina llamada Ha Nacido Una Estrella y contemplaban un vid-tono.

—¡Convierta sus sueños en realidad! ¡Sea una estrella de cine! Por 89.975 dólares, con el disco incluido. ¡Autorizado por los estudios! ¡Calidad digitalizadora digna de los estudios!

—No sé, ¿cuál cree que debería hacer? —preguntaba una turata gorda, hojeando el menú.

Un hackólito de aspecto aburrido con una bata blanca y flequillo a lo James Dean miró la película que señalaba, le tendió un bulto de plástico y la empujó hacia un cubículo con cortina.

Ella se detuvo a medio entrar.

—Podré verlo en el enlace de fibra-op, ¿verdad?

—Claro —dijo James Dean, y corrió la cortina.

—¿Tiene algún musical? —pregunté, considerando si me mentiría como había hecho con la turata. No iba a aparecer en el enlace de fibra-op. Nada aparece excepto los cambios autorizados por los estudios. Pastiches y barridos y quemas. Le darían una cinta de la escena y órdenes de no hacer copias.

Él me miró, confuso.

—¿Musical?

—Ya sabe. Bailes. Canciones —dije, pero la turata volvió con una túnica blanca demasiado corta y una peluca marrón con las trenzas enrolladas sobre las orejas.

—Súbase aquí —indicó James Dean, señalando una caja de plástico. Abrochó un arnés de datos sobre su grueso torso y se dirigió a un viejo compositor Digimatte y lo conectó—. Mire a la pantalla —señaló, y todos los turatas se movieron para ver el espectáculo. Las tropas de asalto disparaban, y Luke Skywalker apareció, de pie en un portal ante un precipicio, con el brazo alrededor de una mancha azul en la pantalla.

Dejé a Alis mirando y me abrí paso entre la multitud hasta el menú. La diligencia, El Padrino, Rebelde sin causa.

—Muy bien, ya —dijo James Dean, escribiendo en un teclado. La turata apareció en la pantalla junto a Luke—. Béselo en la mejilla y baje de la caja. No tiene que saltar. El arnés de datos lo hará todo.

—¿No se notará en la película?

—La máquina lo corta.

No tenían musicales. Ni siquiera Ruby Keeler. Regresé junto a Alis.

—Muy bien, acción —anunció James Dean. La turata gorda besuqueó el aire, se rió, y bajó de la caja. En la pantalla, besó la mejilla de Luke, y los dos saltaron a un abismo tecnológico.

—Vamos —le dije a Alis, y la conduje al otro lado de la calle, a la Ciudad de las Pruebas de Pantalla.

Tenía una multipantalla llena de rostros de estrellas, y un tipo viejo con los ojos saltones de los consumidores de linearroja.

—¡Sea una estrella! ¡Haga que su rostro aparezca en la pantalla plateada! ¿Quién quiere ser, ñaqui? —dijo, mirando a Alis—. ¿Marilyn Monroe?

Ginger Rogers y Fred Astaire bailaban juntos en la parte inferior de la pantalla.

—Ésa —señalé yo, y la pantalla hizo zoom hasta que la llenaron.

—Tienen suerte de haber venido esta noche —dijo el tipo—. Va a entrar en litigio. ¿Qué quieren? ¿Foto o escena?

—Escena —contesté—. Sólo ella. No los dos.

—Colóquese delante del escáner —señalé—, y déjeme sacarle una foto a su sonrisa.

—No, gracias —se opuso Alis, mirándome.

—Vamos. Dijiste que querías bailar en las películas. Es tu oportunidad.

—No tiene que hacer nada —le explicó el tipo viejo—. Lo único que necesito es una imagen para digitalizarla. El escáner se encarga del resto. Ni siquiera tendrá que sonreír.

La cogió por el brazo y pensé que Alis se zafaría, pero ni siquiera se movió.

—Quiero bailar en el cine —dijo ella, mirándome—, no que pongan mi cara digitalizada en el cuerpo de Ginger Rogers. Quiero bailar.

—Y bailará —le aseguró el tipo—. Allá arriba, en la pantalla, para que todo el mundo lo vea. —Señaló con su mano libre al millar de transeúntes, ninguno de los cuales miraba la pantalla—. Y en opdisk.

—No lo entiendes —me dijo ella, con lágrimas en los ojos—. La revolución GO…

—La tienes justo delante —contesté, súbitamente harto—. Simsex, pastiches, snuffshows, remakes propios. Mira a tu alrededor, Ruby. ¿Quieres bailar en el cine? ¡Esto es lo más parecido que podrás conseguir!

—Creía que me comprendías —estalló ella bruscamente, y se dio la vuelta antes de que ninguno de los dos pudiera detenerla, y se zambulló en la multitud.

—¡Alis, espera! —grité, y corrí tras ella, pero ya estaba muy por delante. Desapareció en la entrada de los deslizadores.

—¿Ha perdido a la chica? —dijo una voz. Me di la vuelta y esbocé una mueca. Estaba frente a la cabina de Finales Felices—. ¿Le han dado calabazas? Cambie el final. Haga que Rhett vuelva con Escarlata. Haga que Lassie regrese a casa.

Crucé la calle. En este lado todo eran salones de simsex, prometiendo un revolcón con Mel Gibson, Sharon Stone, los hermanos Marx. Ciento por ciento realista. Me pregunté si debería hacer un sim. Metí la cabeza en el casco de datos de promoción, pero no se difuminó nada. El chooch debía de estar funcionado.

—No deberías hacer eso —advirtió una voz femenina. Saqué la cabeza del casco. Había una liberada ante mí, rubia, con leotardos de malla rotas y un lunar. Bus Stop.

—¿Por qué emplear una imitación virtual cuando puedes tener la verdadera? —susurró.

—¿Y qué es? —dije.

La sonrisa no desapareció, pero ella pareció ponerse instantáneamente en guardia. Mary Astor en El halcón maltés.

—¿Qué?

—¿Qué es lo verdadero? ¿El sexo? ¿El amor? ¿El chooch?

Ella alzó un poco las manos, como si la estuvieran arrestando.

—¿Eres un narc? Porque no sé de qué estás hablando. Sólo era un comentario, ¿vale? Simplemente, no creo que la gente deba acostumbrarse a la RV, eso es todo, cuando podría hablar con personas de carne y hueso.

—¿Como Marilyn Monroe? —repliqué, y pasé calle abajo ante otras tres freelancers más. Marilyn con un vestido blanco sin mangas, Madonna con sujetador de conos, Marilyn con seda rosa. Lo verdadero.

Conseguí algo más de chooch y una raya de tinseltown de un James Dean demasiado colgado para recordar que en principio el material era para venderlo, y lo comí mientras paseaba ante los snuffshows, pero en algún lugar debí de dar la vuelta porque me encontré otra vez ante Finales Felices, contemplando la holopantalla. Escarlata corría en la niebla tras Rhett, Butch y Sundance saltaban hacia delante en una descarga de tiros, Humphrey Bogart e Ingrid Bergman se miraban mutuamente delante de un aeroplano.

—Ha vuelto, ¿eh? —dijo el tipo—. Lo mejor para un corazón roto. Mate a los hijos de puta. Consiga a la chica. ¿Qué será? ¿Horizontes perdidos? ¿Terminator IX?

Ingrid le decía a Bogie que quería quedarse, y Bogie le contestaba que eso era imposible.

—¿Qué finales felices inventa la gente para ésta? —le pregunté.

¿Casablanca? —Se encogió de hombros—. Los nazis aparecen y matan al marido, Ingrid y Bogart se casan.

—Y se van de luna de miel a Auschwitz.

—Yo no he dicho que los finales fueran buenos.

En la pantalla, Bogie e Ingrid se miraban. En los ojos de ella asomaban las lágrimas, y los bordes de la pantalla se desenfocaron.

—¿Qué tal Tierras de penumbra? —dijo el tipo, pero yo atravesaba ya la multitud, tratando de alcanzar los deslizadores antes de destellar.

Casi lo conseguí. Había dejado atrás la carrera de cuadrigas cuando una Marilyn chocó conmigo y caí, y pensé, no, voy a destellar en el asfalto, pero no lo hice.

La acera se nubló y luego se puso a parpadear, y había estrellas en ella, y Fred y Eleanor, vestidos de blanco, danzaban gráciles y elegantes entre la multitud, y superpuesta sobre ellos estaba Alis, contemplándolos, con expresión compungida. Como Ingrid.


Fundido en negro

MONTAJE: Sin sonido, el HÉROE, sentado ante el comp, teclea y borra SA mientras la escena en la pantalla cambia. Saloon de western, club nocturno elegante, casa de fraternidad, bar de puerto.


Fuera cual fuese el efecto que mi conferencia a lo juez Hardy hubiera tenido sobre Alis, no le hizo renunciar a su sueño y regresar a Meadowville. La semana siguiente acudió otra vez a la fiesta.

Yo no. Había recibido la lista de Mayer y una nota donde se anunciaba que mi beca había sido anulada debido a «los escasos rendimientos», y trabajaba en la lista de Mayer sólo para quedarme en la residencia.

A base de chooch.

No me perdí nada, de todas formas. Heada subió a mi habitación a media fiesta para ponerme al corriente.

—La opa es definitiva —dijo—. El jefe de Mayer ha sido trasladado a Desarrollo, lo que significa que va a la calle. Warner ha presentado un recurso sobre Fred Astaire, El juicio se celebra mañana.

Alis debería de haber pegado su cara sobre la de Ginger cuando surgió la ocasión. Ahora nunca tendría una oportunidad de bailar con él.

—Vincent está en la fiesta. Tiene un nuevo morfo de deterioro.

—¡Cuánto siento perdérmelo! —dije.

—¿Qué estás haciendo aquí arriba, de todas formas? —preguntó, husmeando—. Tú nunca te pierdes las fiestas. Todo el mundo está ahí abajo. Mayer, Alis… —Hizo una pausa y me miró a la cara.

—Mayer, ¿eh? Tengo que hablar con él de un aumento. ¿Sabes quién bebe en las películas? Todo el mundo. —Di un trago de escocés para ilustrarlo—. Incluso Gary Cooper.

—¿Es bueno que hagas eso? —dijo Heada.

—¿Bromeas? Es barato, es legal, y sé lo que es. —Y además me impedía destellar.

—¿Es seguro? —Heada, que no se lo pensaba dos veces al esnifar cualquier polvo blanco que encontrara en el suelo, miraba la botella con suspicacia.

—Claro que es seguro. Y recomendado por W. C. Fields, John Barrymore, Bette Davis y E.T. Y los principales estudios. Está en todas las películas de la lista de Mayer. Margarita Gautier, El halcón maltés, Gunga Din. Incluso Cantando bajo la lluvia. Sirven champán en la fiesta después del estreno.

Donde Donald O'Connor decía: «Hay que pasar una película en una fiesta. Es la ley de Hollywood.»

Apuré la botella.

—¡Y también en Oklahoma! El pobre Judd está muerto. Muerto borracho.

—Mayer le estaba tirando los tejos a Alis en la fiesta —soltó ella, sin dejar de mirarme.

Sí, bueno, eso era inevitable.

—Alis le estaba diciendo cuánto deseaba bailar en el cine.

Eso también era inevitable.

—Espero que sean muy felices —dije—. ¿O la está reservando para dársela a Gary Cooper?

—No encuentra ningún profesor de baile.

—Bueno, me encantaría quedarme a charlar, pero tengo que volver a la Oficina Hays.

Recuperé de nuevo Casablanca y empecé a borrar botellas de licor.

—Creo que deberías ayudarla —añadió Heada.

—Lo siento. «No me juego el cuello por nadie.»

—Eso es una cita de una película, ¿verdad?

—Bingo —contesté.

Borré la botella de cristal de la que Humphrey Bogart se estaba sirviendo una copa.

—Creo que deberías buscarle un profesor de baile. Tú conoces a mucha de gente en el negocio.

—No hay gente en el negocio. Todo son GO, todo son unos y ceros y digiactores y programas de montaje. Los estudios ya ni siquiera contratan cuerpos presentes. Las únicas personas que hay en este negocio están muertas, junto con la vivacción. Junto con el musical. Kaput. Sanseacabó. «El final de Rico.»

—Eso también es una cita de una película, ¿verdad?

—Sí —admití—, y el cine también está muerto, por si no lo notas en el morfo de deterioro de Vincent.

—Podrías conseguirle un trabajo como cara.

—¿Un trabajo como el tuyo?

—Bueno, entonces un empleo como hackólita, como foley, o ayudante de localización o algo. Sabe muchísimo de cine.

—No quiere ser una hack —dije yo—, y aunque quisiera, las únicas películas que conoce son musicales. Un ayudante de localización tiene que saberlo todo: tomas, pruebas, números de fotogramas. Sería un trabajo perfecto para ti, Heada. Ahora tengo que volver a interpretar a Lee Remick.

Heada me miró como si quisiera preguntar si eso era también una película.

La batalla de las colinas del whisky —dije—. La líder de la templanza, en lucha contra el demonio del alcohol. —Volqué la botella, tratando de hacer salir las últimas gotas—. ¿Tienes chooch?

Ella pareció incómoda.

—No.

—Bueno, ¿qué tienes? Además de klieg. No necesito más dosis de realidad.

—No tengo nada —dijo, y se sonrojó—. Estoy tratando de reducir el ritmo.

—¿Tú? ¿Qué ha pasado? ¿Te ha afectado el morfo de deterioro de Vincent?

—No —contestó, a la defensiva—. La otra noche, cuando estaba hasta las cejas de klieg, oí que Alis comentaba su vocación de bailarina. De repente me di cuenta de que yo no quería nada, excepto chooch y hacer ñaca.

—Así que decidiste ir por el buen camino, y ahora Alis y tú vais abriros paso al estrellato bailando claqué. Ya puedo ver vuestros nombres iluminados: ¡Ruby Keeler y Una Merkel en Vampiresas del 2018!

—No —replicó ella—, pero decidí que me gustaría ser como ella, que me gustaría querer algo.

—¿Aunque ese algo sea imposible?

No pude distinguir su expresión.

—Sí.

—Bueno, renunciar al chooch no es la forma de hacerlo. Si quieres averiguar qué deseas, lo mejor es ver un montón de películas.

Ella volvió a ponerse a la defensiva.

—¿Cómo crees que se le ocurrió a Alis esto de bailar? Pues viendo películas. No sólo quiere bailar en las películas, quiere ser Ruby Keeler en La calle 42… la pizpireta chica del coro con un corazón de oro. Las probabilidades están en su contra, y lo único que tiene es determinación y un par de zapatos de claque, pero no te preocupes. Sólo tiene que seguir zapateando y esperando, y lo conseguirá. Y encima salvará el espectáculo y se quedará con Dick Powell. Todo está en el guión. No creas que se le ocurrió a Alis.

—¿Ocurrírsele el qué?

—Su papel —expliqué—. Eso es lo que hacen las películas. No nos entretienen, no nos envían el mensaje: «Nos preocupamos.» Nos dan líneas para que las digamos, nos asignan papeles: John Wayne, Theda Bara, Shirley Temple, elige el que quieras.

Señalé la pantalla, donde el comandante nazi pedía una botella de Veuve Cliquot '26 que no se iba a tomar.

—¿Qué tal Claude Rains vendido a los nazis? No, perdona, Mayer ya tiene ese papel. Pero no te preocupes, hay papeles de sobra para repartir, y todo el mundo tiene uno, lo sepa o no, incluso las caras. Piensan que están interpretando a Marilyn, pero se equivocan. Hacen de Greta Garbo como Sadie Thompson. ¿Por qué crees que los ejecos siguen haciendo todos esos remakes? ¿Por qué siguen contratando a Humphrey Bogart y Bette Davis? Porque todos los buenos papeles han sido repartidos ya, y todo lo que nosotros hacemos son audiciones para el remake.

Me miró con tanta intensidad que me pregunté si había mentido en lo de dejar las SA y estaba haciéndose klieg.

—Alis tenía razón —dijo—. Amas el cine.

—¿Qué?

—No me había dado cuenta, a pesar del tiempo que hace que te conozco; ella tiene razón. Te sabes todas las frases y todos los actores, y siempre los estás citando. Alis dice que actúas como si no te importara, pero en el fondo los amas de verdad, o no te los sabrías de memoria.

—«Ricky, creo que debajo de ese caparazón de cinismo eres un sentimental» —dije, con mi mejor tono de Claude Rains—. Ruby Keeler hace de Ingrid Bergman en Recuerda. ¿Alguna otra observación psicológica por parte de la doctora Bergman?

—Dijo que por eso te hacías tantas SA, porque amas el cine y no puedes soportar que masacren las películas.

—Error. No lo sabes todo, Heada. Es porque empujé a Gregory Peck contra una verja de estacas cuando éramos niños.

—¿Ves? —respondió ella, maravillada—. Incluso cuando lo niegas, lo haces.

—Bueno, esto ha sido divertido, pero tengo que seguir masacrando —dije—, y tú tienes que volver a decidir si quieres hacer de Sadie Thompson o de Una Merkel. —Me volví hacia la pantalla. Peter Lorre agarraba a Humphey Bogart por las solapas, suplicándole que lo salvara.

—Has dicho que todo el mundo interpreta un papel, aunque no sea consciente de ello —dijo Heada—. ¿Qué papel estoy interpretando?

—¿Ahora mismo? Thelma Ritter en La ventana indiscreta. La amiga entrometida que no sabe cuándo debe mantenerse al margen de los asuntos de otras personas. Cierra la puerta cuando te marches.

Lo hizo, y luego volvió a abrirla y se quedó allí, observándome.

—¿Tom?

—¿Sí?

—Si yo soy Thelma Ritter y Alis es Ruby Keeler, ¿qué papel interpretas tú?

—King Kong.

Heada se marchó y me quedé allí durante un rato, viendo a Humphrey Bogart permanecer impasible mientras arrestaban a Peter Lorre, y luego me levanté para ver si quedaba un poco de chooch por alguna parte. Había klieg en el armarito de las medicinas, justo lo que necesitaba, y una botella de champán de aquella vez que Mayer trajo a una cara para enseñarle cómo la ponía en Al este del Edén. Di un sorbo. Estaba pasado, pero era mejor que nada. Serví un poco en un vaso y adelanté hasta la escena de «Tócala, Sam».

Bogart apuró un trago, la pantalla se desenfocó y sirvió champán a Ingrid Bergman delante de un borrón que se suponía era París.

La puerta se abrió.

—¿Te has olvidado de contarme algún cotilleo, Heada? —pregunté, dando otro sorbo.

Era Alis.

Llevaba un delantalito y mangas abullonadas. Su pelo parecía más oscuro y se había hecho un gran moño, pero seguía teniendo el mismo aspecto de contraluz que daba a su rostro un aspecto radiante.

Fred Astaire marcó unos pasos en el suelo pulido y Eleanor Powell los repitió y se volvió a sonreírle…

Apuré de un trago el resto del champán, y me serví un poco más.

—Vaya, pero si es Ruby Keeler—dije—. ¿Qué quieres?

Ella se quedó en la puerta.

—Los musicales que me enseñaste la otra noche. Heada comentó que a lo mejor me prestarías los opdisks.

Tomé un sorbo de champán.

—No están en disco. Es un enlace directo de fibra-op —dije, y me senté ante el comp.

—¿Es eso lo que haces? —dijo a mis espaldas. Miraba la pantalla por encima de mi hombro—. ¿Estropeas películas?

—Eso es lo que hago. Protejo al público que ve las películas de los males del alcohol y del chooch. Sobre todo del alcohol. No hay tantas películas donde aparezcan drogas. El valle de las muñecas, Postales desde el filo, un par de Cheech y Chongs, El ladrón de Bagdad. También quito la nicotina si la Liga Antitabaco no ha pasado primero. —Borré la copa de champán que Ingrid Bergman se llevaba a los labios—. ¿Qué te parece? ¿Té o café?

Ella no dijo nada.

—Es un gran trabajo. Tal vez podrías encargarte de los musicales. ¿Quieres que me presente ante Mayer y le pregunte si quiere contratarte?

Ella insistió.

—Heada dijo que podrías hacerme opdisks sacándolos del enlace —dijo, envarada—. Los necesito para practicar, al menos hasta que encuentre un profesor de baile.

Me volví en la silla para mirarla.

—¿Y luego qué?

—Si no quieres prestármelas, podría verlas aquí y copiar los pasos. Cuando no estés utilizando el comp.

—¿Y luego qué? —repetí—. ¿Copias los pasos y practicas la coreografía, y luego qué? Gene Kelly te saca del coro… no, espera, me olvidaba de que no te gusta Gene Kelly. ¿Gene Nelson te saca del coro y te da el papel principal? ¿Mickey Rooney decide montar un espectáculo? ¿Qué?

—No lo sé. Cuando encuentre un profesor de baile…

—No hay profesores de baile. Todos se fueron a su casa en Meadowville hace quince años, cuando los estudios se pasaron a la animación por ordenador. No hay estudios de sonido, ni salones de ensayo, ni orquestas de estudio. ¡Ni siquiera hay estudios, por el amor de Dios! Lo único que hay es un puñado de rarotas con Crays y un puñado de ejecos corporativos diciéndoles lo que tienen que hacer. Mira, voy a enseñarte una cosa. —Giré de nuevo en la silla—. Menú —pedí—. Sombrero de copa. Fotograma 97-265.

Fred y Ginger aparecieron en la pantalla, bailando el Piccolino.

—Quieres que los musicales vuelvan. Lo haremos aquí mismo. Avanza a cinco. —La pantalla se redujo a una secuencia de fotogramas. Paso y. Vuelta y. Arriba.

—¿Cuánto tiempo dijiste que tuvo que practicar estos pasos Fred?

—Seis semanas —contestó ella, átonamente.

—Excesivo. Piensa en el alquiler del sitio de ensayo. Y todos esos zapatos de claque. Fotogramas 97-288 a 97-631, repite cuatro veces, y luego 99-066 a 99-115, y bucle continuo. A veinticuatro.

La pantalla avanzó en tiempo real, y Fred levantó a Ginger, la volvió a levantar, y otra vez, sin esfuerzo, livianamente. Arriba y arriba, y paso y giro.

—¿Te parece ese paso lo bastante alto? —dije, señalando la pantalla—. Fotograma 99-108 y congela. —Jugueteé con la imagen, alzando la imagen de Fred hasta que le tocó la nariz—. ¿Demasiado alto? —La bajé un poco, borré las sombras—. Avanza a veinticuatro.

Fred alzó la pierna, que navegó en el aire. Y arriba. Y arriba. Y arriba. Y arriba.

—Muy bien —dijo Alis—. Ya te entiendo.

—¿Aburrida ya? Tienes razón. Esto debería ser un número de producción. —Pulsé multiplicar—. Once, lado a lado —ordené, y una docena de Freds Astaires patearon en perfecta sincronía, arriba, y arriba, y arriba, y arriba—. Filas múltiples —dije, y la pantalla se llenó de Freds, pateando, alzando, ladeando su sombrero de copa.

Me volví para mirar a Alis.

—¿Por qué iban a contratarte, cuando pueden tener a Fred Astaire? ¿A un centenar de Fred Astaires? ¿A un millar? Y ninguno de ellos tiene el menor problema en aprender un paso, a ninguno le salen ampollas en los pies, ni se enfadan, ni tienen que cobrar, ni envejecen, ni…

—Se emborrachan —terminó ella.

—¿Quieres a Fred borracho? Puedo hacerlo también. Fotograma 97-412 y congela —dije, y la pantalla se volvió plateada y luego apareció un mensaje: «El personaje de Fred Astaire no está actualmente disponible para transmisión en fibra-op. Litigio por copyright entre ILMGMV v. RKO-Warner…»

—Vaya. Fred está en litigio. Lástima. Tendrías que haber hecho aquel pastiche cuando se presentó la ocasión.

Ella no miraba la pantalla. Me miraba a mí, los ojos alerta, concentrados, como habían estado en el Piccolino.

—Si estás tan seguro de que no podré alcanzar lo que quiero, ¿por qué intentas disuadirme con tanto ahínco?

—Porque no quiero verte tirada en Hollywood Boulevard con unos leotardos de red rotos. No quiero tener que pegar tu cara en una película de River Phoenix para que el jefe de Mayer pueda ñaquear contigo.

—Tienes razón, Alis —dije—. ¿Por qué demonios lo hago? —Me volví hacia el comp—. Imprime accesos, todos los archivos. —Arranqué la hoja de papel de la impresora—. Toma. Coge mis accesos de fibra-op y haz todos los discos que quieras. Practica hasta que tus piececitos sangren. —Se lo tiré.

Ella no lo cogió.

—Vamos —insistí y se lo metí en la mano, que no respondió—. ¿Quién soy yo para interponerme en tu camino? En las inmortales palabras de Leo el León, todo es posible. ¿A quién le importa si los estudios tienen los derechos y las fuentes de fibra-op y los digitalizadores y los accesos? Nos coseremos nuestros propios trajes. Construiremos nuestros propios decorados. ¡Y entonces, justo antes del estreno, Bebe Daniels se romperá la pierna y tendrás que sustituirla!

Ella arrugó el papel y pareció a punto de tirármelo.

—¿Cómo sabes qué es posible o imposible? Ni siquiera lo intentas. Fred Astaire…

—Está en litigio, pero no dejes que eso te detenga. Aún te queda Ann Miller. Y Siete novias para siete hermanos. Y Gene Kelly. Oh, espera, olvidé que eres demasiado buena para Gene Kelly. Tommy Tune. Y por supuesto a Ruby Keeler.

Lo arrojó.

Cogí el papel y lo alisé.

—«Temperamento, temperamento, Escarlata» —dije, con acento del sur, mientras lo estiraba. Lo metí en el bolsillo de su delantal y le di una palmadita—. Ahora sal a ese escenario. ¡Es la hora del espectáculo! Todo el reparto cuenta contigo. Recuerda que saldrás ahí fuera como una jovencita, pero volverás siendo una estrella.

Su mano se cerró, pero no volvió a tirarme el papel. Se dio la vuelta y su falda ondeó como el vestido blanco de Eleanor. Tuve que cerrar los ojos contra la súbita imagen de Fred y Eleanor bailando sobre el suelo pulido, las estrellas falsas titilando en interminables oleadas, y me perdí el mutis de Alis.

Cerró la puerta tras ella y la imagen recedió. La abrí y me asomé.

—Sé tan buena que acabe odiándote —grité, pero ella ya se había ido.


ESCENA: Número de producción de Busby Berkeley. Fuente giratoria gigante. Coristas vestidas de lame rojo en cada nivel, llenando copas de champán en la fuente brillante. Acercamiento a la copa de champán, luego primer plano de las burbujas, dentro de cada burbuja una chica del coro con braguitas de baile doradas y camisa sin mangas, bailando claqué.


Alis no regresó. Heada hizo de las suyas para mantenerme informado: no encontró un profesor de baile, la opa de Viamount era trato hecho, Columbia Tri-Star iba a hacer un remake de En algún lugar del tiempo.

—Había un ejeco de Columbia en la fiesta —me dijo Heada, encaramada en mi cama—. Dijo que han estado haciendo experimentos con imágenes proyectadas en regiones de materia negativa, y hay un intervalo medible. Dijo que están así de cerca —hizo el gesto típico con el pulgar y el índice— de inventar el viaje temporal.

—Magnífico. Alis puede volver a los años treinta y tomar lecciones de baile del mismísimo Busby Berkeley.

Sólo que no le gustaba Busby Berkeley, y después de quitar todas aquellas SA de Desfile de candilejas y Vampiresas 1933, tampoco me gustaba a mí.

Ella tenía razón en lo de que no había verdaderos bailes en sus películas. Había un intento de claque en La calle 42, un ensayo en segundo plano en una escena, unas cuantas barras en «Pettin' in the Park» para Ruby, que bailaba casi tan bien como Judy Garland. Por lo demás, todo eran violines de neón, tartas nupciales dando vueltas, fuentes, coristas teñidas de platino que probablemente habían sido las ñaquis de algún ejeco de los estudios. Tomas cenitales caleidoscópicas y barridos y contrapicados entre las piernas abiertas de las chicas del coro que habrían producido ataques a los de la Oficina Hays. Pero ni un baile.

Mucha bebida, eso sí: whisky de patata y fiestas entre bambalinas y petacas guardadas en las ligas de las chicas. Incluso un número de producción en un bar, con Ruby Keeler como Shangai Lil, una ñaqui que tenía en su haber un montón de ron y un buen número de marineros. Un himno a las delicadas cualidades del alcohol.

Que por cierto eran muchas. Era barato, no resultaba tan perjudicial como la linearroja, y no te proporcionaba el bendito olvido del chooch, detenía los destellos y ponía un suave desenfoque al mundo en general. Lo que hacía más fácil trabajar en la lista de Mayer.

También se podía elegir entre un buen repertorio de sabores: martinis para Una pareja invisible, licor de moras en Arsénico por compasión, un buen Chianti para El silencio de los corderos. Mientras yo bebía champán, que por lo visto aparecía en todas las películas jamás rodadas, y maldecía a Mayer, y borraba jarras y vasos de precipitados en la escena de la cantina de La guerra de las galaxias.

Fui a la siguiente fiesta, y a la otra, pero no encontré a Alis. En cambio Vincent sí estaba, haciendo demostraciones de otro programa, y el ejeco de costumbre, siempre explicando el viaje temporal a las Marilyns, y por supuesto Heada.

—No se trataba de klieg, después de todo —me dijo—. Era chooch de diseño del Brasil.

—Lo cual explica por qué sigo oyendo el Beguine.

—¿Eh?

—Nada —dije, observando la sala. El programa de Vincent debía de ser un simulador de lágrimas. En la pantalla aparecía Jackie Cooper, con un ajado sombrero de copa y una corbata de lazo, lloriqueando por su perro muerto.

—Alis no está aquí —anunció Heada.

—Estaba buscando a Mayer. Tendrá que pagarme el doble por Historias de Filadelfia. Está llena de alcohol. Jerez antes de almorzar, martinis junto a la piscina, champán, cócteles, resacas, bolsas de hielo. Cary Grant, Katharine Hepburn, Jimmy Stewart. Todo el reparto da asco.

Di un sorbo a la crème de menthe que me quedaba de Días de vino y rosas.

—Las virtuales me llevarán al menos tres semanas, y eso sin contar los diálogos. «Tengo hipo, me pregunto si me vendría bien un trago.»

—Ella ha estado aquí antes —insistió Heada—. Uno de los ejecos la tenía a tiro.

—No, no, yo digo: «Me pregunto si me vendría bien un trago», y tú dices: «Desde luego. Carbones para Newcastle.» —Tomé otro sorbo.

—¿Tienes que beber tanto? —preguntó Heada, la reina del chooch.

—Pues sí. Es el pernicioso resultado de ver todas esas películas. Gracias a Dios que ILMGM las está rehaciendo para que nadie más se corrompa. —Bebí un poco más de crème de menthe.

Heada me miró suspicaz, como si hubiera estado haciéndose klieg otra vez.

—ILMGM va a hacer un remake de Los pasajeros del tiempo. El ejeco le dijo a Alis que a lo mejor le conseguía un papel.

—Perfecto —refunfuñé y me acerqué a mirar el programa de Vincent.

Audrey Hepburn aparecía ahora en la pantalla, de pie bajo la lluvia, llorando por su gato.

—Es nuestro nuevo programa de lágrimas —dijo Vincent—. Todavía está en fase experimental.

Le dijo algo a su remoto, y la pantalla se dividió. Un digitactor computerizado lloriqueó junto a Audrey, agarrado a lo que parecía una alfombra amarilla. Las lágrimas no eran lo único que estaba en fase experimental.

—Las lágrimas son la forma de simulación de agua más difícil de conseguir —dijo Vincent. El Hombre de Hojalata apareció ahora, rozando sus articulaciones—. Porque en realidad las lágrimas no son agua. Tienen mucoproteínas, lisozimas y un alto contenido salino. Eso afecta al índice de refracción y hace que sean difíciles de reproducir —explicó, a la defensiva.

Normal. Las lágrimas del digithombre de hojalata parecían vaselina manando de ojos digitalizados.

—¿Has programado alguna vez RV? —dije—. ¿Algo como por ejemplo la escena que usaste para el programa de montaje de hace un par de semanas? ¿La escena de Fred Astaire y Ginger Rogers?

—¿Una virtual? Claro. Puedo hacer casco de datos y de todo el cuerpo. ¿Es algo en lo que estás trabajando para Mayer?

—Sí. ¿Podrías hacer que una persona, digamos, ocupara el lugar de Ginger, para que baile con Fred Astaire?

—Claro. Enganches de pie y rodilla, estimuladores nerviosos. Parecerá que es de verdad.

—Nada de parecer —le conté—. ¿Puedes hacer que baile de verdad?

Lo pensó un momento, frunciendo el ceño ante la pantalla. El Hombre de Hojalata había desaparecido. Ingrid Bergman y Humphrey Bogart estaban despidiéndose en el aeropuerto.

—Tal vez —contestó Vincent—. Supongo. Podríamos poner algunos sensores en las suelas y montar una ampliación de feedback. Así exageraremos sus movimientos corporales para que pueda mover los pies adelante y atrás.

Miré la pantalla. Había lágrimas en los ojos de Ingrid, titilando como si fueran de verdad. Probablemente no lo eran. Probablemente se trataba de la octava toma, o de la decimoctava, y una chica de maquillaje había acudido con gotas de glicerína o zumo de cebolla para conseguir el efecto deseado. No eran las lágrimas las que lo conseguían, de todas formas. Era el rostro, aquella expresión dulce y triste de quien sabe que nunca podrá tener lo que desea.

—Podríamos poner ampliadores de sudor —continuaba Vincent—. Sobacos, cuello.

—No importa —dije yo, todavía contemplando a Ingrid. La pantalla se dividió y una digitactriz apareció delante de un dígito-aeroplano, rezumando aceite de bebé.

—¿Qué tal un enganche de sonido direccional para los pasos y endorfinas? —prosiguió Vincent—. Jurará que estuvo bailando con Gene Kelly.

Me bebí el resto de la crème de menthe y le tendí la botella vacía. Luego regresé a mi habitación y despedacé Historias de Filadelfia durante dos días más, intentando pensar en un buen motivo para que Jimmy Stewart se quedara con Katharine Hepburn y cantara «En algún lugar del arco iris» sin ser despedido, y fingí que necesitaba uno.

A Mayer no le importaría, y probablemente al estirado de su jefe tampoco. Y ya nadie veía vivacciones. Si el argumento no tenía sentido, los hackólitos que hicieran el remake ya se ocuparían del tema. De todas formas harían un remake del remake. Que también estaba en la lista.

Lo recuperé. Alta sociedad. Bing Crosby y Grace Kelly. Frank Sinatra haciendo de Jimmy Stewart. Avancé hasta la última mitad, buscando inspiración, pero estaba aún más repleta de SA. Y era un musical. Volví a Historias y lo intenté de nuevo.

Imposible. Jimmy Stewart tenía que estar borracho en la escena de la piscina para decirle a Katharine Hepburn que la quería. Katharine tenía que estar borracha para que su prometido la rechazara y para que ella misma se diera cuenta de que todavía amaba a Cary Grant.

Pasé de esa escena y volví a la anterior. Era igual de horrible. Había que cortar demasiado, y la mayor parte era la voz pastosa de Jimmy Stewart. Rebobiné hasta el principio de la escena y subí el volumen, para poder doblar su diálogo.

—Todavía la ama, ¿verdad? —decía Jimmy Stewart, inclinándose beligerante hacia Cary Grant.

—Mudo —dije, y vi cómo Cary Grant, imperturbable, decía algo, sin que su cara revelara nada.

—Insuficiente —dijo el comp—. Se precisan datos adicionales para que coincida.

—Sí. —Aumenté de nuevo el sonido.

—Liz dice que la ama —dijo Jimmy Stewart.

Rebobiné al principio de la escena y la congelé para pillar el número del fotograma, y la repetí otra vez.

—Todavía la ama, ¿verdad? —dijo Jimmy Stewart—. Liz dice que la ama.

Apagué la pantalla, y accedí a Heada.

—Necesito que averigües dónde está Alis.

—¿Por qué? —preguntó ella, recelosa.

—Creo que le he encontrado una profesora de baile. Necesito su horario de clases.

—Lo siento. No lo sé.

—Venga, tú lo sabes todo. ¿Qué ha pasado con aquello de «Creo que deberías ayudarla»?

—¿Qué pasó con «No me juego el cuello por nadie»?

—Ya te lo he dicho, le he encontrado una profesora de baile. Una anciana dé Palo Alto. Fue corista. Apareció en El valle del arco iris y Funny Lady en los setenta.

Ella aún desconfiaba, pero al final cedió.

Alis asistía a Cinematografía 101, gráficos básicos, y a una clase de historia del cine: El Musical 1939-1980. Estaba a la salida de Burbank.

Cogí los deslizadores y una botella de ginebra Enemigo público, y salí a buscarla. La clase estaba en un viejo estudio que la UCLA había comprado cuando se construyeron los deslizadores, en el primer piso.

Entorné la puerta y me asomé. El profe, que se parecía a Michael Caine en Educando a Rita, una película con demasiadas SA, estaba de pie delante de un anticuado monitor apagado con un mando a distancia, manteniendo a raya a un grupito de estudiantes, la mayoría hackólitos que engrosaban su curriculum, algunas Marilyns, y Alis.

—Contrariamente a la creencia popular, la revolución de los gráficos por ordenador no acabó con el musical —decía el profe—. El musical la espichó él solito. —Aquí hizo una pausa para que la clase se riera—, en 1965.

Se volvió hacia el monitor, que no era más grande que mis pantallas, y pulsó el remoto. Tras él aparecieron unos vaqueros saltando en una estación de tren. Oklahoma.

—Los musicales, con sus argumentos forzados, sus irreales secuencias de canciones y bailes, y finales felices simplistas, ya no reflejaban el mundo del público.

Miré a Alis, preguntándome cómo se estaría tomando esto. No lo hacía. Contemplaba a los vaqueros, con aquella expresión intensa y concentrada, y sus labios se movían, contando los segundos, memorizando los pasos.

—… lo cual explica por qué el musical, al contrario que el cine negro y el de terror, no fuera revivido a pesar de la disponibilidad de estrellas como Judy Garland y Gene Kelly. El musical es irrelevante. No tiene nada que decir al público moderno. Por ejemplo, Melodías de Broadway 1940…

Retrocedí hasta los escalones irregulares y me senté allí, dándole a la ginebra y esperando a que terminara. Lo hizo, por fin, y las alumnos salieron. Un trío de caras comentando un rumor sobre que la Disney iba a contratar cuerpos presentes para Gran Hotel, un par de hackólitos, el profe sorbiendo copo escaleras abajo, otro hackólito.

Acabé la ginebra. Nadie más salió, y me pregunté si era posible que hubiera pasado por alto a Alis. Fui a ver. Los escalones se habían vuelto más y más irregulares en el tiempo que había permanecido allí sentado. Resbalé una vez y me agarré al pasamanos, y luego me quedé de pie durante un minuto, escuchando. Dentro de la habitación se produjo un golpe seco y un castañeteo, y oí una débil música. ¿El conserje?

Abrí la puerta y me apoyé contra ella.

Alis, con un vestido celeste con polisón y un sombrero de flores, bailaba en medio de la habitación, con un parasol azul apoyado en el hombro. Una canción surgía del monitor del comp, y Alis zapateaba al compás de una fila de chicas con polisones y sombrillas que bailaban en el monitor tras ella.

No reconocí la película. ¿Carrusel, tal vez? ¿Las chicas de Harvey? Las chicas fueron sustituidas por chicos que alzaban las piernas, ataviados con hongos y sombreros de paja, y Alis se detuvo, respirando agitadamente, y sacó el mando a distancia de su botín. Rebobinó, volvió a guardar el mando en su zapato, y apoyó el parasol contra el hombro. Las chicas volvieron a aparecer y Alis se apoyó en un pie e hizo un giro.

Había amontonado los pupitres en filas a cada lado de la habitación, pero seguía sin haber suficiente espacio. Cuando dio la segunda vuelta, su mano estirada chocó contra ellos y estuvo a punto de derribarlos. Cogió de nuevo el mando, rebobinó, y me descubrió. Apagó la pantalla y retrocedió un paso.

—¿Qué quieres?

Agité un dedo ante ella.

—Darte un consejito. «No desees lo que no puedes tener.» Michael J. Fox, Tres herederas. Escena de bar, fiesta, club nocturno, tres botellas de champán. Bueno, ahora ya no. Aquí el menda ha hecho su trabajo. Todo por el desagüe.

Extendí los brazos para dar énfasis a mis palabras, como James Masón en Ha nacido una estrella, y volqué las sillas.

—Vas ciego —dijo ella.

—«Ni hablar» —sonreí—. Gary Cooper en Buffalo Bill. —Avancé hacia ella—. Ciego no. Curda, mamado, torrija, soplado. En una palabra, borracho como una cuba. Es una tradición de Hollywood. ¿Sabes en cuántas películas se bebe? En todas. Excepto las que ya he manipulado. Amarga victoria, Ciudadano Kane, El truhán y su prenda. Westerns, películas de gángsters, melodramas. En todas. Todas. Incluso Melodías de Broadway 1940. ¿Sabes por qué Fred pudo bailar el Beguine con Eleanor? Porque George Murphy estaba demasiado borracho para continuar. Olvida el baile —dije, haciendo otro ademán que casi la golpeó—. Lo que necesitas es una copa.

Intenté tenderle la botella.

Ella dio otro paso de rechazo hacia el monitor.

—Estás borracho.

—Bingo —dije—. «Muy borracho, en verdad», como diría Audrey Hepburn. Desayuno con diamantes. Una película con final feliz.

—¿Por qué has venido aquí? ¿Qué quieres?

Di un sorbo a la botella, recordé que estaba vacía, y la miré con expresión desolada.

—He venido a decirte que las películas no son la vida real. Sólo porque quieras algo no significa que lo consigas. He venido a decirte que te vayas a casa antes de que hagan un remake contigo. Audrey debería volver a su casa en Tulip, Texas. He venido a decirte que vuelvas a Carbal. —Esperé, tambaleándome, a que pillara la referencia.

Andy Hardy ha bebido demasiado —dijo ella—. Él es quien necesita irse a casa.

La pantalla se fundió en negro unos cuantos fotogramas, y entonces me encontré sentado escaleras abajo, con Alis inclinándose sobre mí.

—¿Te encuentras bien? —dijo, y las lágrimas titilaban corno estrellas en sus ojos.

—Estoy bien. «El alcohol es el gran niveladoooor», como diría Jimmy Stewart. Hay que darle un poco a estos escalones.

—Creo que no deberías coger los deslizadores en tu estado —dijo ella.

—Todos estamos en los deslizadores. Es lo único que nos queda.

—Tom —dijo ella, y hubo otro fundido en negro, y Fred y Ginger aparecieron en ambas paredes, sorbiendo martinis junto a la piscina.

—Eso tendrá que desaparecer —dije—. Tengo que enviar el mensaje: «Nos preocupa.» Jimmy Stewart tiene que estar sobrio. ¿Qué importa que sea la única manera de acumular el valor necesario para decirle a ella lo que siente? Verás, sabe que ella es demasiado buena para él. Sabe que no puede tenerla. Tiene que emborracharse. Es la única manera de poder decirle que la quiere.

Tendí la mano hacia su pelo.

—¿Cómo lo haces? —le pregunté—. ¿Cómo consigues ese contraluz?

—Tom —murmuró ella.

Dejé caer la mano.

—No importa. Lo estropearán en el remake. De todos modos, no es real.

Agité la mano ante la pantalla en un gesto grandilocuente, como Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses. Todo es ilusión. Maquillaje y pelucas y falsos decorados. Incluso Tara. Sólo un frontal falso. FX y foleys.

—Creo que será mejor que te sientes —aconsejó Alis, agarrándome la mano.

La rechacé.

—Incluso Fred. No es de verdad. Todos esos pasos de claque fueron doblados después, y no son estrellas de verdad. En el suelo. Todo se hace con espejos.

Me lancé hacia la pared.

—Sólo que no es ni siquiera un espejo. Puedes atravesarlo con la mano.

Después de eso, las cosas pasaron a montaje. Recuerdo que intenté bajarme en Forrest Lawn para ver dónde estaba enterrada Holly Golightly, y Alis me tiró del brazo y lloró con grandes lágrimas gelatinosas como las del programa de Vincent. Y algo sobre el cartel de la estación tocando el Beguine, y luego volvimos a mi habitación, que parecía extraña, las pantallas estaban en el lado opuesto, y todas mostraban a Fred llevando a Eleanor a la piscina, y yo dije:

—¿Sabes por qué el musical la espichó? Falta de bebida. Excepto Judy Garland.

—¿Va ciego? —dijo Alis, y entonces se contestó a sí misma—: No, está borracho.

—No quiero que penséis que tengo un problema con la bebida. Puedo dejarlo cuando quiera. Sólo que no quiero —cité.

Esperé, sonriendo como un bobalicón, a que las dos pillaran la referencia, pero no lo hicieron.

Con faldas y alo loco, Marilyn Monroe —dije, y empecé a llorar densas lágrimas de aceite—. Pobre Marilyn.

Y entonces me llevé a Alis a la cama y me la estaba ñaqueando y miraba su cara para verla cuando destellara, pero el destello no vino, y la habitación se desenfocó por los bordes, y bombeé más fuerte, más rápido, apretándola contra la cama para que no pudiera escaparse, pero ella se había ido ya y traté de seguirla y tropecé contra las pantallas, Fred y Eleanor se despedían en el aeropuerto, y alcé la mano y las atravesé, y perdí el equilibrio. Pero cuando caí no fue en brazos de Alis o contra las pantallas. Fue en las regiones de materia negativa de los deslizadores.


LEWIS STONE [Severo]: Espero que hayas aprendido la lección, Andrew. Beber no resuelve los problemas. Sólo los empeora.

MICKEY ROONEY [Sumiso]: Ahora lo sé, papá. Y he aprendido algo más también. He aprendido que debo preocuparme de mis propios problemas y no meterme en los asuntos de los demás.

LEWIS STONE [Dubitativo]: Eso espero, Andrew. Desde luego, eso espero.


En Historias de Filadelfia, el hecho de que Katharine Hepburn se emborrache lo resuelve todo: su remilgado prometido rompe el compromiso, Jimmy Stewart deja la prensa del corazón y empieza la novela seria que su fiel enamorada siempre supo que llevaba dentro, mamá y papá se reconcilian, y Katharine Hepburn por fin admite que ha estado enamorada de Cary Grant desde el principio. Final feliz para todos.

Pero las películas, como tan estúpidamente había intentado decirle a Alis, no son la Vida Real. Y lo único que había conseguido al emborracharme fue despertarme en la habitación de Heada con una resaca de dos días y seis semanas de suspensión de los deslizadores.

No es que fuera a ir a ninguna parte. Andy Hardy aprende la lección, se olvida de las chicas, y se dedica a la seria tarea de Preocuparse de Sus Propios Problemas, un trabajo que se volvía más sencillo por el hecho de que Heada no quería decirme dónde estaba Alis porque no me hablaba.

Y por el hecho de que Heada (o Alis) habían tirado todo el licor por el desagüe, como Katharine Hepburn en La reina de África, y Mayer había puesto en suspenso mi cuenta antes que entregara la docena de la semana anterior. La docena de la anterior consistía en Historias de Filadelfia, que sólo llevaba por la mitad. Así que era ai-bó, ai-bó a casa a trabajar y encontrar doce películas blancas que pudiera presentar como ya corregidas. Para ello, nada mejor que la Disney.

Sólo que Blancanieves tenía una casita campestre llena de jarras de cerveza y un sótano repleto de botas de vino y pociones mortales. La Bella Durmiente no era mejor: tenía un camarero real que se emborrachaba literalmente hasta caer bajo la mesa, y Pinocho no sólo bebía cerveza, sino que fumaba puros que la Liga Antitabaco había pasado por alto por algún extraño motivo. Incluso Dumbo se emborrachaba.

Pero corregir la animación era relativamente fácil, y todo lo que Alicia en el país de las maravillas tenía eran unos cuantos anillos de humo, así que conseguí terminar la docena y reponer mi stock de pociones letales para al menos no tener que ver Fantasía sobrio. Menos mal. La secuencia de la Pastoral en Fantasía estaba tan llena de vino que tardé cinco días en limpiarla, después de lo cual volví a Historias de Filadelfia y contemplé a Jimmy Stewart, tratando de pensar en algún modo de salvarlo. Luego me rendí y esperé a que me levantaran la suspensión de los deslizadores.

En cuanto hubo acabado, fui a Burbank a pedirle disculpas a Alis, pero debió de pasar más tiempo del que creía, porque había una clase de GO ocupando las sillas sin amontonar, y cuando pregunté a uno de los hackólitos dónde estaban Michael Caine y la clase de historia cinematográfica, me respondió:

—Eso fue el semestre pasado.

Conseguí chooch y fui a la siguiente fiesta y le pedí a Heada el horario de clases de Alis.

—Ya no le doy al chooch —dijo Heada. Llevaba un jersey estrecho, una falda y gafas con montura negra. Cómo casarse con un millonario—. ¿Por qué no la dejas en paz? No le está haciendo daño a nadie.

—Quiero… —empecé, pero no sabía qué quería. No, eso no era cierto. Lo que quería era encontrar una película que no tuviera una sola SA. Pero no había ninguna.

Los Diez Mandamientos —dije, de vuelta en mi habitación.

Había bebida en la escena del becerro de oro y referencias al «vino de la violencia», pero era mejor que Historias de Filadelfia. Subí un suministro de grappa y pedí una lista de epopeyas bíblicas, y me puse a trabajar haciendo de Charlton Heston, borrando parras y deteniendo las orgías romanas. Mía es la venganza, dijo el Señor.


ESCENA: Exterior de la casa de los Hardy en verano. Verja de madera, arce, flores junto a la puerta principal. Lento fundido con el otoño. Hojas cayendo. Plano sostenido sobre una hoja y la seguimos al caer.


La-La-Land no es como los deslizadores. Te quedas quieto y miras la pantalla, o peor, tu propio reflejo, y después de un rato estás en otro sitio.

Las fiestas continuaron, repletas de Marilyns y ejecos. Fred Astaire siguió bajo litigio, Heada me evitaba, yo bebía. En excelente compañía.

Los gángsters bebían, los tenientes de la Armada, las viejecitas, las jovencitas, médicos, abogados, jefes indios. Fredric March, Jean Arthur, Spencer Tracy, Susan Hayward, Jimmy Stewart. Y no sólo en Historias de Filadelfia. Él chico ciento por ciento americano, el vecinito de la puerta de al lado, privaba como un cosaco. Agua de fuego en El hombre que mató a Liberty Valance, coñac en Me enamoré de una bruja, «licor» directamente de la jarra en La conquista del Oeste. En Qué bello es vivir se emborrachaba lo suficiente para que lo expulsaran de un bar y acabar empotrando el coche contra un árbol. En El invisible Harvey se pasaba toda la película agradablemente achispado, ¿y qué demonios se suponía que iba a hacer yo cuando llegara a esa película? ¿Qué demonios se suponía que iba a hacer en general?

En un momento dado, Heada vino a verme.

—Tengo una pregunta —dijo, desde la puerta.

—¿Significa esto que ya no estás enfadada conmigo?

—¿Porque por poco me rompes los brazos? ¿Porque todo el tiempo que me estuviste ñaqueando estabas pensando en otra persona? ¿De qué hay que enfadarse?

—Heada…

—Vale. Son cosas que pasan. Tendría que abrir un garito de simsex. —Entró y se sentó en la cama—. Tengo una pregunta que hacerte.

—Contestaré la tuya si tú contestas la mía.

—No sé dónde está ella.

—Lo sabes todo.

—Se marchó. La noticia es que parece que está trabajando en Hollywood Boulevard.

—¿Haciendo qué?

—No lo sé. Probablemente no baila en las películas, cosa que por otro lado debería hacerte feliz. Siempre intentaste convencerla de que no…

La interrumpí.

—¿Cuál es tu pregunta?

—Vi esa película donde me dijiste que yo hacía un papel, ¿La ventana indiscreta? ¿Thelma Ritter? Y todos los chismorreos que me dijiste que hacía, diciéndole a él que se cuidara de sus propios asuntos, diciéndole que no se interpusiera. Sólo estaba intentando ayudar.

—¿Cuál es tu pregunta?

—Vi esa otra película. Casablanca. Sobre un tipo que tiene un bar en algún lugar de África durante la Segunda Guerra Mundial, y su antigua novia aparece, sólo que ahora está casada con otro tipo…

—Conozco el argumento. ¿Qué parte no comprendes?

—Todo. ¿Por qué el tipo del bar…?

—Humphrey Bogart.

—¿Por qué Humphrey Bogart se pasa la película bebiendo, por qué dice que no la ayudará y luego lo hace, por qué le dice que no puede quedarse? Si los dos están tan colados, ¿por qué no se queda ella?

—Había una guerra —expliqué—. Los dos tenían trabajo que hacer.

—¿Y ese trabajo era más importante que ellos dos?

—Sí —dije, pero no lo creí, a pesar del discursito de Rick. Usa prestando apoyo moral a su marido, Rick luchando en la Resistencia no eran más importantes. Eran un sustituto. Eran lo que haces cuando no puedes tener lo que quieres—. Los nazis los capturarían.

—Vale —convino ella, dudosa—. Así que no pueden estar juntos. ¿Pero por qué sigue él sin ñaqueársela antes de que se marche?

—¿De pie en el aeropuerto?

—No —dijo ella, muy seria—. Antes. En el bar.

Porque no puede tenerla, pensé. Y lo sabe.

—Por el Código Hays —dije.

—En la vida real ella le habría dejado ñaqueársela.

—Es una idea reconfortante. Pero las películas no son la vida real. Y no pueden decirte cómo siente la gente. Tienen que mostrártelo. Valentino pone los ojos en blanco, Rhett levanta a Escarlata en brazos, Lillian Gish se lleva la mano al corazón. Bogie ama a Ingrid y no puede tenerla. —Vi que ella se quedaba otra vez en blanco—. El dueño del bar ama a su antigua novia, así que tienen que mostrártelo no dejando que la toque ni dándole siquiera un beso de despedida. Tiene que quedarse allí de pie y mirarla.

—Como tú, que te pasas los días bebiendo y te caes de los deslizadores —observó ella.

Ahora me tocó el turno de quedarme en blanco.

—La noche que Alis te trajo a mi habitación, la noche que estabas tan colocado.

Seguía sin comprenderlo.

—Mostrar los sentimientos —dijo Heada—. Intentaste atravesar la pantalla de los deslizadores y por poco te matas. Alis te sacó.


ESCENA: Exterior. Casa de los Hardy. El viento agita las hojas muertas. Lento fundido hasta un árbol de ramas peladas. Nieve. Invierno.


Al parecer aquella noche fue sonada. Había intentado atravesar la pared de los deslizadores como un drogata con demasiado delirio y luego ñaqueé con la persona equivocada. Una actuación magnífica, Andrew.

Y Alis me había salvado.

Cogí los deslizadores hasta Hollywood Boulevard para buscarla, comprobé en la Ciudad de las Pruebas de Pantalla y en Ha Nacido Una Estrella, que tenía a un símil de River Phoenix trabajando allí.

La cabina de Finales Felices había cambiado su nombre por Felices Para Siempre Jamás y mostraba Doctor Zhivago, Ornar Sharif y Julie Christie en el campo de flores, sonriendo y abrazando a un bebé. Un puñado de turatas medio interesados la veía.

—Estoy buscando a una cara —dije.

—Elija —dijo el tipo—. Lara, Escarlata, Marilyn…

—Estuvimos aquí hace unos cuantos meses —proseguí, intentando refrescar su memoria—. Hablamos sobre Casablanca…

—Tengo Casablanca. Tengo Cumbres borrascosas, Love Story…

—Esta cara —interrumpí— es así de alta, pelo castaño claro…

—¿Liberada?

—No —dije—. No importa.

Seguí caminando. No había nada más en este lado excepto cuevas RV.

Me quedé allí plantado y pensé en ellas, y en los garitos sim-sex que había más abajo y las liberadas que deambulaban ante ellos con leotardos de malla rotos, y luego volví a Felices Para Siempre Jamás.

Casablanca —dije, colándome entre los turatas, que habían decidido guardar cola. Tendí mi tarjeta.

El tipo me condujo al interior.

—¿Tiene un final feliz? —preguntó.

—Segurísimo.

Me sentó delante del comp, un Wang de aspecto antiguo.

—Usted sólo tiene que pulsar este botón, y sus opciones aparecerán en pantalla. Elija la que quiera. Buena suerte.

Hice girar el avión cuarenta grados, lo aplasté para que fuera bidimensional, y lo hice parecer el cartón que siempre había sido. Nunca había visto una máquina de niebla. Me contenté con una máquina de vapor que esparcía grandes vaharadas de nubes y avancé hasta el plano donde Bogie aparecía de tres cuartos y le decía a Ingrid aquello de «Siempre nos quedará París».

—Expande el perímetro de encuadre —ordené, y empecé a rellenar sus pies, Ingrid con zapatos planos y Bogie con grandes alzas de madera atadas a sus zapatos con trozos de…

—¿Qué demonios cree que está haciendo? —dijo el tipo, que entró de golpe.

—Sólo intento inyectar un poco de realidad en los procedimientos.

Me levantó de la silla y empezó a pulsar teclas.

—Fuera de aquí.

Los turatas que estaban delante de mí formaban cola ante la pantalla: se había congregado una pequeña multitud.

—El avión era de cartón y los mecánicos eran enanos —expliqué—. Bogie sólo medía uno sesenta. Fred Astaire era hijo de un cervecero inmigrante. Sólo tenía educación primaria.

El tipo emergió de la cabina humeando como mi máquina de vapor.

—«Te está mirando, sólo hicieron falta diecisiete tomas» —dije, dirigiéndome hacia los deslizadores—. Nada es real. Todo se hace con espejos.


ESCENA: Exterior. Casa de los Hardy. Invierno. Nieve sucia en el tejado, en el césped, apilada a cada lado del camino de entrada. Lento fundido hasta la primavera.


No recuerdo si regresé de nuevo a Hollywood Boulevard. Sé que asistí a las fiestas, esperando que Alis apareciera otra vez en el umbral, pero ni siquiera Heada asomó por allí.

Mientras tanto, violé y saqueé y busqué algo fácil de arreglar. No había nada. Hacer abstemio al médico de La diligencia echó a perder la escena del parto. Con las horas contadas murió al nacer sin que Dana Andrews tragara vasos de whisky, y La cena de los acusados desapareció por completo.

Llamé de nuevo al menú, buscando algo libre de SA, algo limpio y ciento por ciento americano. Como los musicales de Alis.

—Musicales —dije, y el menú se dividió en categorías y mostró una lista. La repasé.

Carrusel no. Billy Bigelow era un borrachín. Igual que Ava Gardner en Magnolia y Van Johnson en Brigadoon. ¿Ellos y ellas? Ni hablar. Marión Brando emborracha a una misionera. ¿Gigi? Estaba llena de licor y cigarros, por no mencionar «La noche que inventaron el champán».

¿Siete novias para siete hermanos? Tal vez. No tenía ninguna escena de salón ni números de «Bebed hasta reventar, muchachos». Tal vez algo de whisky en la construcción del granero o en la cabaña, pero eso podía borrarse de un plumazo.

Siete novias para siete hermanos —le dije al comp, y me serví un poco del bourbon que había comprado para Gigante. Howard Keel llegó a la ciudad, se casó con Jane Powell, y se dirigieron a las montañas en su carreta. Podía avanzar toda esta sección: no era probable que Howard sacara una jarra y le ofreciera a Jane un trago, pero la dejé correr a velocidad normal mientras ella le cantaba a Howard sus esperanzas y planes, que quedarían aplastados en cuanto descubriera que tendría que cocinar y lavar para seis hermanos piojosos. Howard azuzó los supuestos caballos y parecía incómodo.

»Eso es, Howard. No se lo digas. De todas formas, tampoco te haría caso. Tiene que descubrirlo por sí misma —dije.

Llegaron a la cabaña. Esperaba que al menos uno de los hermanos tuviera una pipa de caña, pero no. Se produjo algún altercado en casa, otra canción, y luego un largo fragmento de felicidad hasta la escena de la construcción del granero.

Me serví otro bourbon y me incliné hacia delante, contemplando el derroche hogareño. Jane Powell sacó pasteles y dulces de la carreta, y una jarra recubierta de mimbre que tendría que convertir en un cazo de habichuelas o algo así, y pasaron al número del granero que Alis me había pedido la noche que la conocí.

—Avanza hasta el final de la música —dije, y entonces—: Espera.

No era una orden, por lo que continuaron galopando en el baile, acabaron, y empezaron a levantar el granero en un tiempo récord.

—Alto —le indiqué—. Vuelve a 96 —ordené, y rebobiné al principio del baile—. Avanza en tiempo real —dije, y allí estaba. Alis. Con un vestidito rosa y medias blancas, con el pelo a contraluz recogido en un moño.

»Congela —pedí.

Es el alcohol, pensé. Ray Milland en Días sin huella, viendo elefantes rosa. O algún efecto del klieg, un destello retrasado o algo que superponía la cara de Alis sobre las bailarinas como si fuesen las figuras de Fred Astaire y Eleanor Powell bailando en el suelo pulido.

¿Con qué frecuencia iba a padecer este efecto? ¿Cada vez que alguien ejecutara unos pasos de baile? ¿Cada vez que un rostro o un lazo o una falda ondeante me recordaran aquel primer destello? Quitar el alcohol a las películas de Mayer ya era lo bastante malo. No creía poder conseguirlo si tenía que mirar también a Alis.

Apagué la pantalla y volví a encenderla, como si intentara despiojar un programa, pero ella seguía allí.

Contemplé de nuevo el baile, observando su cara con atención, y luego pasé a triple velocidad a la escena en que las novias son raptadas. La bailarina, con su pelo castaño claro cubierto por un bonete, se parecía a Alis, pero no tanto. Pasé al siguiente número de baile, donde las chicas daban pasos de ballet en ropa interior, sin sombreritos, pero fuera lo que fuese, su cabello o la música o el revuelo de su falda, había pasado, y ella era sólo una chica que se parecía a Alis. Una chica que, al contrario de Alis, había conseguido bailar en el cine.

Avancé el resto de la película, pero no había más números de baile ni rastro de Alis, y esto era Otra Lección, Andrew, no mezclar bourbon con tequila de Río Bravo.

—Créditos iniciales —dije, y volví atrás y borré la botella de la escena de la casa de huéspedes y luego avancé a la construcción del granero para convertir la jarra en una sartén con pan de maíz, y luego me lo pensé mejor y vi la escena completa para asegurarme de que la jarra no aparecía en ninguna otra toma.

—Imprime y envía —ordené—, y avanza en tiempo real.

Allí estaba ella de nuevo. Bailando.


TÓPICO CINEMATOGRÁFICO N.° 15: La resaca (normalmente sigue a Tópico N.° 14: La fiesta). Dolor de cabeza, sobresaltos con los ruidos, molestias por la luz intensa.

VER: La cena de los acusados, El solterón y el amor, Tras el hombre delgado, ¡McLintock!, Otro hombre delgado, Historias de Filadelfia, La canción del hombre delgado.


Llamé a Heada, sin imagen.

—¿Puedes recomendarme algo que quite la borrachera?

—¿Rápido o indoloro?

—Rápido.

—Ridigraña —dijo ella rápidamente—. ¿Qué pasa?

—No pasa nada. Mayer me está pinchando para que trabaje más rápido en sus películas, y decidí que las SA me están retrasando. ¿Tienes algún remedio?

—Tendré que pedirlo —contestó—. Conseguiré algo y te lo llevaré.

No es necesario, quise decir, pero eso sólo la haría sospechar más.

—Gracias.

Mientras la esperaba recuperé los créditos. No fueron de gran ayuda. Había siete novias, después de todo, y las únicas que conocía eran Jane Powell y Ruta Lee, que apareció en todas las películas de serie B de los setenta. Dorcas era Julie Newmeyer, que más tarde cambió su nombre a Julie Newmar. Cuando volví y contemplé de nuevo la escena de la cosecha, quedó claro cuál era ella.

La observé, prestando atención a los nombres de los otros personajes.

La rubita de la que estaba enamorado Russ Tamblyn se llamaba Alice, y Dorcas era la morena alta. Avancé hasta la escena del rapto e identifiqué a las otras chicas con los nombres de sus personajes. La del vestido rosa era Virginia Gibson.

Virginia Gibson.

—Directorio del Sindicato de Actores —le dije, y le di el nombre.

Virginia Gibson había aparecido en unas cuantas películas, incluyendo Atenea y algo llamado Yo maté a Wild Bill Hickok.

—Musicales —dije, y la lista se redujo a cinco. No, cuatro. Una cara con ángel era una película de Fred Astaire, lo cual significaba que estaba en litigio.

Llamaron a la puerta. Apagué la pantalla, luego decidí que eso me delataría.

Encadenados —dije, y luego me asusté. ¿Y si Ingrid Bergman también tenía la cara de Alis?—. Cancela —ordené, tratando de pensar en otra película, cualquier película. Excepto Atenea.

—Tom, ¿estás bien? —llamó Heada a través de la puerta.

—Ya voy —dije, contemplando la pantalla apagada. ¿La exótica? No, también era de Ingrid, y al fin y al cabo si esto iba a pasar de todas formas, sería mejor que lo supiera antes de tomar nada más.

Encadenados —dije en voz baja—. Fotograma 54-119. —Esperé a que apareciera la cara de Ingrid.

—¡Tom! —gritó Heada—. ¿Qué te pasa?

Cary Grant salió del salón de baile y Ingrid lo miró con aspecto ansioso, y pareció a punto de echarse a llorar. Seguía siendo Ingrid, lo cual fue un alivio.

—¡Tom! —chilló Heada, y abrí la puerta.

Heada entró y me tendió algunas cápsulas azules.

—Tómate dos. Con agua. ¿Por qué no abrías la puerta?

—Me estaba deshaciendo de las pruebas —dije, señalando la pantalla—. Treinta y cuatro botellas de champán.

—He visto esa película —comentó ella, acercándose a la pantalla—. Se desarrolla en Brasil. Tiene tomas de archivo de Río de Janeiro y Sugar Loaf.

—Has acertado, como siempre —dije, y añadí sin darle importancia—. Por cierto, ya que lo sabes todo, Heada. ¿Sabes si Fred Astaire ha sido registrado ya?

—No. ILMGM va a recurrir.

—¿Cuánto tardará esta ridigraña en hacer efecto? —dije antes de que ella pudiera preguntar por qué me interesaba Fred Astaire.

—Depende de cuánto hayas bebido. Por la forma en que has estado tragando, seis semanas.

—¿Seis semanas?

—Es una broma. Cuatro horas, tal vez menos. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo? ¿Y si empiezas a destellar otra vez?

No le pregunté cómo sabía que había estado destellando. Después de todo, se trataba de Heada.

Me tendió el vaso.

—Bebe mucha agua. Y orina tanto como puedas. ¿Qué haces?

—Barrido y quema —dije, volviendo a la pantalla congelada. Borré otra botella de champán.

Ella se inclinó por encima de mi hombro.

—¿Ésta es la escena en que se quedan sin champán, y Claude Rains baja a la bodega y sorprende a Cary Grant?

—No lo será cuando acabe con ella —dije yo—. El champán se convertirá en helado. ¿Qué te parece, escondemos el uranio en el congelador o en la bolsa de sal?

Ella me miró con seriedad.

—Creo que pasa algo raro. ¿Qué es?

—Llevo cuatro semanas de retraso en la lista de Mayer, y me está apretando los tornillos, eso es lo que pasa. ¿Estás segura de que son ridigraña? —pregunté, mirando las cápsulas—. No están marcadas.

—Estoy segura —contestó, mirándome con recelo.

Me metí las cápsulas en la boca y extendí la mano hacia el bourbon.

Heada me quitó la botella de la mano.

—Se toman con agua.

Entró en el cuarto de baño y oí el borboteo del bourbon al caer por el desagüe.

Salió del baño y me tendió un vaso de agua.

—Bebe tanto como puedas. Así te desintoxicarás antes. Y ni una gota de alcohol. —Abrió el mueble, rebuscó dentro, sacó una botella de vodka—. Ni una gota de alcohol —repitió, quitando el tapón, y volvió al cuarto de baño para vaciarla—. ¿Alguna otra botella?

—¿Por qué? —dije, sentándome en la cama—. ¿Has decidido cambiarlo por chooch?

—Ya te lo dije: lo he dejado. Levántate.

Obedecí; ella se arrodilló y empezó a rebuscar debajo de la cama.

—Ya conozco los efectos de la ridigraña —dijo, sacando una botella de champán—. Querrás un trago, pero ni hablar. Lo echarás. En serio. —Se debatió con el tapón de la botella—. Así que no bebas. Y no intentes hacer nada. Tiéndete en cuanto empieces a sentir algo, dolor de cabeza, temblores. Y quédate aquí. Podrías tener alucinaciones. Serpientes, monstruos…

—Conejos de metro ochenta llamados Harvey.

—Lo digo en serio. Cuando la tomé me sentí al borde de la muerte. Y el chooch es mucho más fácil de superar que el alcohol.

—Entonces, ¿por qué lo dejaste?

Ella me dirigió una mirada triste y siguió luchando con el tapón.

—Pensé que eso haría que alguien se fijara en mí.

—¿Y lo han hecho?

—No —dijo, y siguió batallando con el tapón—. ¿Por qué me llamaste y me pediste que te trajera ridigraña?

—Ya te lo he dicho. Mayer…

Sacó el tapón.

—Mayer está en Nueva York, haciéndole la pelota a su nuevo jefe, que, según se comenta, va derechito a la calle. El rumor es que a los ejecos de ILMGM no les gusta esta moralina ultraderechista. Al menos cuando se aplica a ellos. —Vació el champán y regresó a la habitación—. ¿Más champán?

—Montones —dije, y regresé al comp—. Siguiente fotograma. —Un puñado de botellas apareció en la pantalla—. ¿Quieres vaciarlas también? —Me di la vuelta, sonriendo.

Ella me miraba muy seria.

—Ahora de verdad, ¿qué te pasa?

—Siguiente fotograma —dije. La pantalla cambió a Ingrid, que parecía inquieta, sus cabellos como un halo. Le quité la copa de champán de la mano.

—Has vuelto a verla, ¿no?

Todo.

—¿A quién? —pregunté, aunque era inútil—. Sí. La he visto. —Apagué Encadenados—. Ven aquí. Quiero enseñarte una cosa. Siete novias para siete hermanos —le dije al comp—. Fotograma 25-118.

La pantalla iluminó a Jane Powell, sentada en la carreta y sujetando una cesta.

—Avanza en tiempo real —ordené, y Jane Powell le tendió la cesta a Julie Newmar.

—Creí que esta película iba a entrar en litigio —dijo Heada por encima de mi hombro.

—¿Por quién? ¿Jane Powell o Howard Keel?

—Russ Tamblyn —contestó ella, señalándolo. Él se subió a la carreta y miraba apasionadamente a la pequeña rubia, Alice—. Virtusonic lo ha estado empleando en películas snuffporno, y a ILMGM no le ha gustado. Alegan abuso de copyright.

Russ Tamblyn, con aspecto joven e inocente, probablemente la verdad, se marchó con Alice, y Howard Keel bajó a Jane Powell del pescante.

—Alto —dije al ordenador. Me volví hacia Heada—. Quiero que veas la próxima escena. Fíjate en las caras. Avanza en tiempo real —ordené, y los bailarines formaron dos filas y se saludaron para iniciar el cortejo.

No sé qué esperaba que hiciera Heada, jadear y llevarse la mano al corazón como Lillian Gish, tal vez. O hacerme dar la vuelta y preguntarme: «¿Qué es exactamente lo que tengo que mirar?»

Tampoco hizo eso. Contempló la escena entera, quieta y silenciosa, casi tan concentrada en la pantalla como Alis, y luego dijo en voz baja:

—No pensaba que fuera a hacer eso.

Por un momento no entendí lo que había dicho debido al rugido en mi cabeza, el rugido que decía: «Es ella. No es un destello. Es ella.»

—Y toda esa chachara sobre un profesor de baile —decía Heada—. Todas esas cosas sobre Fred Astaire. Nunca pensé que fuera…

—¿Que fuera a hacer qué? —pregunté, aturdido.

—Esto —dijo ella, señalando vagamente la pantalla con la mano, donde los lados del granero empezaban a subir—. Que se convertiría en la ñaqui de alguien. Que se rendiría. Que se vendería. —Indicó de nuevo la pantalla—. ¿Te dijo Mayer para cuál de los ejecos lo has hecho?

—Yo no lo he hecho —contesté.

—Bueno, pues entonces alguien lo ha hecho. Mayer debe de haber empleado a Vincent o a alguien. Creí que habías dicho que ella no quería que pegaran su cara encima de la de nadie.

—No quería. No quiere —aseguré—. Esto no es un pastiche. Es ella, está bailando.

Miró la pantalla. Un cowboy dejó caer el martillo sobre el pulgar de Russ Tamblyn.

—Ella no se vendería —concluí.

—Citando a un amigo mío, todos tenemos un precio.

—No. La gente se vende para conseguir lo que quiere. Hacer que peguen su cara sobre el cuerpo de otra persona no es lo que ella quería. Quería bailar en las películas.

—Tal vez necesitaba dinero —aventuró Heada, mirando la pantalla. Alguien golpeó a Howard Keel con un tablón y Russ Tamblyn le arreó un puñetazo—. Tal vez comprendió que no podía tener lo que quería.

—No —dije yo, recordando su expresión decidida en Hollywood Boulevard—. No lo comprendes. No.

—Muy bien —suavizó ella—. No se vendió. No es un pastiche. —Señaló la pantalla—. Entonces, ¿qué es? ¿Cómo ha acabado ahí si no la ha pegado nadie?

Howard Keel empujó a un rincón a un par de matones, y el granero se desplomó en medio de un estrépito de tablones y gruñidos.

—No lo sé —dije.

Nos quedamos allí un instante, contemplando el destrozo.

—¿Puedo volver a ver la escena? —preguntó Heada.

—Fotograma 25-200, avanza en tiempo real —pedí, y Howard Keel alzó de nuevo los brazos para recoger a Jane Powell. Los bailarines se colocaron en dos filas. Y allí estaba Alis, bailando.

—Tal vez no es ella —sugirió Heada—. Por eso me pediste que te trajera la ridigraña, ¿verdad? Pensabas que podría ser un efecto del alcohol.

—Ahora tú también la ves.

—Sí —admitió ella, frunciendo el ceño—, pero en realidad no estoy segura de saber cómo es. Quiero decir que siempre que la he visto yo estaba muy colgada, igual que tú. Y no han sido tantas veces, ¿no?

Aquella fiesta, y la vez que Heada la envió a pedirme el acceso, y el episodio de los deslizadores. Ocasiones memorables, todas ellas.

—No —convine.

—Así que podría ser cualquier otra persona que se le parece. Su pelo es algo más oscuro, ¿no?

—Una peluca —dije—. Las pelucas y el maquillaje pueden hacer que parezcas muy distinto.

—Sí —comentó Heada, como si eso demostrara algo—. O parecido. Tal vez esa otra persona lleva una peluca y maquillaje que hacen que se parezca a Alis. De todas formas, ¿quién es en la película?

—Virginia Gibson.

—Tal vez esa Virginia Gibson y Alis se parecen. ¿Actúa en otras películas? Virginia Gibson, quiero decir. En ese caso, podríamos buscarla y ver qué aspecto tiene, y si es ella o no. —Me miró preocupada—. Pero será mejor que primero dejes que la ridigraña surta efecto. ¿Sientes ya algún síntoma? ¿Dolor de cabeza?

—No —dije, mirando la pantalla.

—Bueno, ya falta poco. —Apartó el embozo de la cama—. Acuéstate, yo te traeré un poco de agua. La ridigraña es rápida, pero dura. Lo mejor es que…

—La duerma —concluí yo.

Trajo un vaso de agua y lo dejó junto a la cabecera.

—Contacta conmigo si tienes temblores y empiezas a ver cosas.

—Según tú, ya he empezado.

—No he dicho eso. He dicho que deberías comprobar esa Virginia Gibson antes de llegar a una conclusión. Después de que la ridigraña surta efecto.

—Eso significa que cuando esté sobrio no se parecerá a ella.

—Significa que cuando estés sobrio, al menos podrás verla. —Me miró fijamente—. ¿Quieres que sea ella?

—Creo que voy a acostarme —dije para que se marchara—. Me duele la cabeza. —Me senté en la cama.

—Ya surte efecto —dijo ella, triunfal—. Contacta conmigo si necesitas algo.

—Lo haré —dije, y me tendí.

Ella miró en derredor.

—Ni tienes más bebida por aquí, ¿verdad?

—Litros y litros —le dije, señalando la pantalla—. Botellas, frascos, petacas, jarras. Pide lo que quieras, está ahí dentro.

—Si bebes algo, será peor.

—Lo sé —dije, cubriéndome los ojos con la mano—. Temblores, elefantes rosa, conejos de metro ochenta, «¿y cómo está usted, señor Wilson?»

—Contacta conmigo —repitió ella, y se marchó por fin.

Esperé cinco minutos a que volviera y me dijera que me asegurara de orinar, y luego otros cinco para que aparecieran las serpientes y conejos, o peor, Fred y Eleanor, vestidos de blanco y bailando muy juntitos. Y pensando en lo que había dicho Heada. Si no se trataba de un pastiche, ¿qué era? Y no podía ser un pastiche. Heada no había oído a Alis hablar de su deseo de bailar en las películas. No la había visto aquella noche en Hollywood Boulevard, cuando le ofrecí la oportunidad para aparecer en una.

Podría haber sido digitalizada esa noche, ser Ginger Rogers, Ann Miller, cualquiera. Incluso Eleanor Powell. ¿Por qué iba a cambiar de pronto de opinión y decidir que quería ser una bailarina de la que nadie había oído hablar? Una actriz que sólo aparecía en unas pocas películas, una de las cuales estaba protagonizada por Fred Astaire.

«Estamos así de cerca de poder viajar en el tiempo», había dicho el ejeco, aproximando el pulgar y el índice.

¿Y si Alis, que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por bailar en las películas, que estaba dispuesta a practicar en una clase abarrotada con un monitor minúsculo y trabajar por las noches en una trampa turata, había hablado con uno de los hackólitos del viaje temporal para que la dejara ser su conejillo de Indias? ¿Y si Alis lo había convencido para que la enviara al año 1954, vestida con un chaleco verde y guantes cortos, y luego, en vez de volver como se suponía que debía hacer, había cambiado su nombre por el de Virginia Gibson y se había presentado a una prueba de la MGM para un papel en Siete novias para siete hermanos} Y luego apareció en otras seis películas, una de las cuales era Una cara con ángel. Con Fred Astaire.

Me senté en la cama, lentamente, para no convertir mi dolor de cabeza en algo peor, y me acerqué al terminal y solicité Una cara con ángel.

Heada había dicho que Fred Astaire estaba aún en litigio, y así era. Puse una alarma en la película y en Fred por si el caso se zanjaba. Si Heada tenía razón (¿y cuándo se equivocaba ella?), Warner respondería y presentaría una alegación inmediatamente, pero si había una pausa o los abogados de Warner estaban ocupados con Russ Tamblyn, tal vez se produciría un hueco. Emplacé la alarma para que me avisara y solicité otra vez la lista de musicales de Virginia Gibson.

Cielo de estrellas era una cinta en blanco y negro de la Segunda Guerra Mundial, que no me daba una imagen tan clara como en color, y Regreso a Broadway estaba también en litigio, por alguien de quien yo nunca había oído hablar. Eso dejaba Atenea, Nubes pintadas de luz y Té para dos. No recordaba haber visto ninguna de ellas.

Cuando solicité Atenea comprendí por qué. Era un cruce entre Venus era mujer y Vive como quieras, con montones de gasas al viento, saludables excéntricos y casi ningún baile. Virginia Gibson, con gasas de color verde, se suponía que era Niobe, la diosa del jazz y el claque o algo así. En cualquier caso, no era Alis. La miré, sobre todo con el pelo recogido en una trenza griega. «Y con un quinto de bourbon dentro», habría dicho Heada. Y una dosis doble de ridigraña. Incluso así, no se parecía tanto a ella como la bailarina de la escena de la construcción del granero. Solicité Siete novias; la pantalla se volvió plateada un largo instante y luego empezó a mostrar un aviso legal: «Esta película está actualmente en litigio. No se permite su visualización.»

Bueno, eso lo zanjaba todo. Para cuando los tribunales hubieran decidido dejar que hicieran trochos a Russ Tamblyn, yo estaría libre de chooch y descubriría que se trataba tan sólo de alguien que se parecía a ella, o ni siquiera eso. Un truco de luces y maquillaje.

Y no tenía sentido repasar más musicales. Cualquier parecido era puro alcohol, y debería hacer lo que recomendaba la doctora Heada: acostarme y esperar a que se me pasara. Y luego volver a hacer trocitos las películas yo mismo. Debería solicitar Encadenados y acabar de una vez.

Té para dos —dije.

Era una peli de Doris Day, y me pregunté si estaba en la lista de malas bailarinas de Alis. Se lo merecía. Sonreía mostrando los dientes mientras marcaba los pasos con Gene Nelson, en un local de ensayos por el que Alis habría sido capaz de matar, todo espacio y espejos y ni un pupitre apilado. Había una terrible versión latina de «Crazy Rhythm», Gordon MacRae cantaba «I Only Have Eyes for You» y luego el gran número de Virginia Gibson.

Desde luego, no era Alis. Con el pelo suelto, ni siquiera se le parecía. O tal vez la ridigraña estaba haciendo efecto.

Los pasos eran la idea de Hollywood de un ballet, más gasas y un montón de vueltas, no el tipo de coreografía con el que Alis se habría molestado. Si hubiera aprendido ballet allá en Meadowville, y no sólo jazz y claque, pero no lo había hecho, y era evidente que Virginia sí: Alis no era Virginia, y yo estaba sobrio, y volví a las botellas.

—Avanza a 64 —dije, y vi cómo Doris avanzaba sonriendo a través del número del título y una repetición innecesaria. El número siguiente era una gran producción. Virginia no aparecía en él, y empecé a avanzar de nuevo. Entonces paré.

» Rebobina a tema musical —ordené y vi el número de producción, contando los fotogramas. Una pareja rubia avanzaba hacia una serie de deslizamientos y luego retrocedía, y entonces un tipo moreno y una pelirroja con una falda blanca plisada avanzaban dando patadas al aire y bailaban un charleston. Ella tenía el pelo rizado y llevaba una blusa atada por delante, y los dos se pusieron las manos en las rodillas y ejecutaron una serie de cruces.

«Fotograma 75-004, avanza a 12 —dije, y contemplé la rutina a cámara lenta—. Amplía cuadrante dos. —Vi el pelo rojo ocupando toda la pantalla, aunque no había necesidad de ampliación, ni de cámara lenta tampoco. No había ninguna duda de quién era.

Lo supe en el mismo instante en que la vi, del mismo modo que lo había hecho en la escena del granero, y no era el alcohol (del que aún quedaban unos quince minutos en mi estómago) ni el klieg, ni un leve parecido agudizado por el carmín y el lápiz de ojos. Era Alis. Era imposible.

—Último fotograma —dije, pero la peli databa de los Viejos Tiempos, cuando la línea del coro no aparecía en los créditos, y había que descifrar la fecha del copyright. MCML. 1950.

Repasé toda la película, congelando la imagen y ampliando cada vez que divisaba pelo rojo, pero no volví a verla. Avancé hasta el número del charleston y lo vi otra vez, intentando elaborar una hipótesis.

Muy bien. El hackólito la había enviado a 1950 (borra eso: el copyright indicaba la fecha del estreno; la había enviado a 1949), y ella había esperado unos cuatro años, bailando en coros y siguiendo a Virgina Gibson, esperando una oportunidad de golpear a Virginia en la cabeza, esconderla detrás de un decorado, y ocupar su lugar en Siete novias. Así podría impresionar al productor de Una cara con ángel con su baile para que le ofreciera un papel, y finalmente conseguiría bailar con Fred Astaire, aunque sólo en el mismo número de producción.

Ni siquiera cocido de chooch me habría tragado eso. Pero era ella, así que tenía que haber una explicación. Tal vez entre trabajos en el coro Alis había conseguido un empleo como cuerpo presente. Entonces los tenían. Se llamaban dobles, y tal vez hizo de Virginia Gibson porque se parecían, y Alis la había sobornado para ocupar su lugar, o se las había arreglado para hacer que Virginia se perdiera una sesión de rodaje. Arme Baxter en Eva al desnudo. O tal vez Virginia tenía un problema con SA, y cuando apareció borracha, Alis tuvo que ocupar su lugar.

Esa teoría no era mucho más factible. Solicité de nuevo el menú. Si Alis había conseguido un trabajo en el coro, podría haber logrado otros. Escruté los musicales, tratando de recordar cuáles tenían números de coro. Cantando bajo la lluvia los tenía: la escena de la fiesta de la que yo había quitado el champán.

Solicité el registro de cambios para encontrar el número de fotograma y avancé hasta donde no había champán, cuando Donald O'Connor decía: «Hay que pasar una película en una fiesta. Es una ley de Hollywood», dejé atrás dicha película, hasta el principio del número del coro.

Chicas con falditas rosa y sombreros anchos subían corriendo al escenario al ritmo de «You Are My Lucky Star» y con un mal ángulo de cámara. Iba a tener que hacer una ampliación para ver sus caras con claridad. Pero no hubo necesidad. Encontré a Alis.

Tal vez habría conseguido sobornar a Virginia Gibson. A lo mejor incluso había conseguido esconderla a ella y a la pelirroja de Té para dos detrás de sus respectivos decorados. Pero Debbie Reynolds no tenía ningún problema con las SA, y si Alis la hubiera ocultado detrás de un escenario, alguien se habría dado cuenta.

No era un viaje en el tiempo. Era otra cosa, una ilusión generada por ordenador de algún tipo en la que ella conseguía de algún modo bailar y aparecer en la película. En ese caso, no había desaparecido para siempre en el pasado. Estaba todavía en Hollywood. Y yo iba a encontrarla.

Apaga —le dije al comp, cogí la chaqueta y me largué.


TÓPICO CINEMATOGRÁFICO N.° 419: La huida frustrada. Héroe/heroína en plena evasión, casi escapa de los malos, los elude, está a punto de conseguirlo; el villano aparece de pronto y dice: «¿Vas a alguna parte?»

VER: La gran evasión, El Imperio contraataca, Con la muerte en los talones, Los 39 escalones.


Heada se encontraba ante la puerta, cruzada de brazos, dando golpecitos con el pie. Rosalind Russell como la hermana superiora en Ángeles rebeldes.

—Deberías estar en la cama —dijo.

—Me encuentro bien.

—Eso es porque aún no te has desintoxicado del todo. Unas veces tarda más que otras. ¿Has orinado?

—Sí. Cubos enteros. Ahora, si me disculpa, hermana Ratchet…

—Vayas adonde vayas, puede esperar hasta que estés limpio —replicó ella, bloqueándome el paso—. En serio. La ridigraña no es cosa de broma. —Me condujo de vuelta a la habitación—. Quédate aquí y descansa. ¿Adónde ibas? ¿A ver a Alis? Porque si es así, ella no está. Dejó todas sus clases y abandonó la residencia.

Y está con el jefe de Mayer, quería decir.

—No iba a ver a Alis.

—¿Adónde ibas?

Era inútil mentirle a Heada, pero lo intenté de todas formas.

—Virginia Gibson aparece en Una cara con ángel. Quería conseguir una copia.

—¿Por qué no puedes conseguirla por fibra-op?

—Aparece Fred Astaire. Por eso te pregunté si había salido del litigio. —Dejé que esta información calara durante un par de fotogramas—. Dijiste que podría ser un simple parecido. Quería ver si es Alis o simplemente alguien que se le parece.

—¿Y por eso ibas a salir a buscar una copia pirata? —preguntó Heada, como si casi me creyera—. Tú dijiste que aparecía en seis musicales. Todos no están en litigio, ¿verdad?

—No había ningún primer plano en Atenea —contesté, y esperé que no preguntara por qué no podía conseguir una ampliación—. Y ya sabes lo que ella siente por Fred Astaire. Si aparece en una película, será en Una cara con ángel.

Nada de todo esto tenía sentido, ya que la idea era supuestamente encontrar alguna cita donde estuviera Virginia Gibson, no Alis, pero Heada asintió cuando mencioné a Fred Astaire.

—Puedo conseguirte una.

—Gracias. Ni siquiera tiene que ser digitalizada. Con una cinta me arreglo. —La conduje a la puerta—. Me quedaré aquí y me acostaré y dejaré que la ridigraña haga su trabajo.

Ella volvió a cruzarse de brazos.

—Lo juro —dije—. Te daré mi llave. Puedes encerrarme.

—¿Te acostarás?

—Lo prometo —mentí.

—No lo harás —dijo ella—, y desearás haberlo hecho —suspiró—. Al menos no estarás en los deslizadores. Dame la llave.

Le tendí la tarjeta.

—Las dos.

Le tendí la otra tarjeta.

—Acuéstate —me ordenó Heada; cerró la puerta y me dejó dentro.


TÓPICO CINEMATOGRÁFICO N.° 86: Encerrado.

VER: La culpa ajena, Cumbres borrascosas, El enemigo fantasma, Un marido rico, El hombre del brazo de oro, El coleccionista.


Bueno, de todas formas necesitaba más pruebas antes de enfrentarme a Alis, y empezaba a sentir el dolor de cabeza sobre el que había mentido a Heada. Entré en el cuarto de baño y seguí sus órdenes; luego me acosté y recuperé Cantando bajo la lluvia.

No había ninguna línea mate delatora ni sombras pixeladas, y cuando hice una comprobación de ruidos, no encontré ningún signo de degradación irregular. Cosa que no demostraba nada. Yo podía hacer pastiches indetectables con una quinta parte del whisky de William Powell en La cena de los acusados.

Necesitaba más datos. Preferiblemente algo en plano general y en toma continua, pero Fred seguía en litigio. Volví a pedir la lista de musicales. Alis llevaba un polisón el día que fui a verla, lo que significaba una pieza de época. No Espérame en San Luis. Había dicho que no había bailes. Magnolia, tal vez. O Gigi.

Las repasé ambas, buscando parasoles y cabellos a contraluz, pero tardé una eternidad, y al final acabé mareado.

—Búsqueda global —dije, frotándome los ojos—, coreografías de baile. —Me pasé los siguientes diez minutos explicándole al comp lo que era una coreografía—. Avanza a 40 —indiqué, y empecé con Carrusel.

El programa funcionaba bien, aunque de todas formas tardaría una eternidad. Pensé en eliminar el ballet, decidí que el comp no tendría más idea que Hollywood de lo que era, y añadí una anulación en cambio.

—Instante a siguiente coreografía, pista —dije—. Siguiente, por favor. —Pedí A la luz de la luna.

Era otro despliegue de monerías de Doris Day, tan cargada que el programa anulados tardó demasiado en atravesarla, pero al menos pude decir «siguiente, por favor» cuando vi que no había polisones.

La historia de Irene Castel —dije. No, ésa era de Fred Astaire. ¿Las chicas de Harvey?

Encontré otra nota legal. ¿Todo el mundo estaba en litigio? Pedí el menú, buscando piezas de época.

En el bello verano —dije, y de inmediato me arrepentí. Era una de Judy Garland, y Alis tenía razón, no había bailes en las películas de Judy Garland. Traté de recordar qué más había dicho aquella noche en mi habitación y qué películas había pedido. Un día en Nueva York.

No estaba en litigio. Pero su némesis, Gene Kelly, actuaba en ella, dando saltos con un trajecito blanco de marinero y haciendo que pareciera difícil.

—Siguiente, por favor —solicité, y Ann Miller apareció con un vestido corto, mejillas sonrosadas y figura de Marilyn, bailando entre esqueletos de dinosaurios. Incluso con maquillaje y refuerzo digital, no se la podría haber confundido con Alis, y tuve la sensación de que eso era importante, pero el claqueteo de los zapatos de Ann me martirizó los oídos. Pasé al número de Meadowville que Alis había dicho que le gustaba, Vera-Ellen y el superenérgico Gene Kelly en un zapateado. Vera-Ellen era más de la talla de Alis, incluso llevaba un lazo en el pelo, pero tampoco era ella.

—Siguiente, por favor.

Gene Kelly evolucionó en uno de sus exagerados ballets, Frank Sinatra y Betty Garrett bailaron un tango con un telescopio del Empire State; y apareció Ann Miller, con un vestido aún más corto, y luego Vera-Ellen. Llevaba el chalequito verde y la falda negra que Alis lucía en la fiesta aquella primera noche. Me senté en la cama.

Vera-Ellen cogió la mano de Gene Kelly y se alejó de la cámara.

—Congela —ordené—. Amplía. —Aquel pelo a contraluz, era inconfundible, y naturalmente, cuando volvió a girar, era Alis, extendiendo la mano, dirigiéndole una arrobada sonrisa a Gene.

Pedí un menú de las películas de Vera-Ellen.

La bella de Nueva York —dije.

Aviso legal. Fred Astaire. Lo mismo con Tres palabras. Finalmente encontré El asombro de Brooklyn, y la repasé número por número, pero Alis no estaba allí, y debía de haber alguna otra explicación. ¿Qué? ¿Gene Kelly? Aparecía en Cantando bajo la lluvia y Un día en Nueva York.

Levando anclas —dije.

Los compañeros de Gene eran Kathryn Grayson y José Iturbi. Ninguno de ellos era famoso por su habilidad como bailarines, así que no esperé que hubiera ningún número de producción. No me equivocaba. Gene Kelly bailaba con Frank Sinatra, con un coro de marineros y con un ratón de dibujos animados.

Era otro de sus exagerados números de fantasía, esta vez con un fondo animado, Tom y Jerry y un montón de efectos especiales pre-GO, pero él y el ratón Tom bailaban claque juntos, mano y pata casi tocándose, y casi parecía de verdad.

Contacté con Vincent, decidí que no quería que esto apareciera en la comunicación, y pulsé una tecla para anular, deseando que hubiera un modo de averiguar si Heada estaba montando guardia sin tener que abrir la puerta.

No lo había, pero no importaba. No estaba allí. Cerré la puerta por si regresaba, y bajé a la fiesta. Vincent demostraba un nuevo programa a un trío de asombradas Marilyns.

—Dale una orden —dijo Vincent, señalando la pantalla, donde Clint Eastwood, vestido con un poncho a rayas y un sombrero aplastado, estaba sentado en una silla, con los brazos a los costados como si fuera una marioneta—. Adelante.

Las Marilyns se rieron.

—De pie —se atrevió a decir una.

Clint se levantó torpemente.

—Retrocede dos pasos—dijo otra Marilyn.

—Madre, ¿puedo? —le dije yo—. Vincent, necesito hablar contigo. —Me interpuse entre él y las Marilyns—. Necesito introducir algo de vivacción en una escena por medio de pantalla azul. ¿Cómo lo hago?

—Es más fácil que partir de cero —dijo él, mirando la pantalla donde Clint, de pie, esperaba órdenes—. O un pastiche. ¿Qué clase de vivacción? ¿Humana?

—Sí, humana, pero un pastiche no funcionará. ¿Cómo meto la pantalla azul?

Él se encogió de hombros.

—Emplaza un pixar y un compositor. Tal vez un viejo Digimatte, si puedes encontrar uno. Las trampas para turatas los utilizan a veces. La parte difícil es el pegado: luces, perspectiva, ángulos de cámara, bordes.

Dejé de escuchar. El garito de Ha Nacido Una Estrella de Hollywood Boulevard tenía un Digimatte. Y Heada había dicho que¡ Alis había encontrado trabajo allí.

—Seguirá sin ser tan bueno como un gráfico —decía él—, Pero si tienes un mezclador experto, es posible.

Y un pixar, y el manual del comp, y los accesos. Alis no tenía nada de eso.

—¿Y si no tuvieras los accesos? ¿Y si quisieras hacerlo sin que nadie se enterara?

—Pensaba que tenías acceso pleno —señaló él, súbitamente interesado—. ¿Te ha despedido Mayer?

—Esto es para Mayer. Estoy quitando las SA de la película de un hackólito —dije, a ver si colaba—. Sol naciente. Hay demasiadas referencias visuales para hacer una anulación. Tengo que montar una escena entera, y quiero que sea auténtica.

Contaba con que él no hubiera visto la película, ni supiera que se había hecho antes de los accesos, una buena apuesta con alguien que había convertido a Clint Eastwood en una marioneta. El héroe superpone una imagen falsa sobre otra real para coger a un criminal.

Él frunció vagamente el ceño.

—¿Alguien irrumpe en el enlace de fibra-op en esta película?

—Sí —le dije—. ¿Cómo puedo hacer para que parezca de verdad?

—¿Fuente pirata? No. Necesitas acceso de estudio.

Eso me llevaba a un callejón sin salida. Y además rápido.

—No tengo que mostrar algo ilegal, sólo hablar de cómo encuentra una forma de sortear la codificación o irrumpir en las guardias de autorización —dije, pero él sacudió la cabeza.

—No funciona así. Los estudios han pagado demasiado por sus propiedades y actores para dejar que se produzcan fuentes piratas. Codificaciones, guardias de autorización, navajos, todo eso puede esquivarse. Por eso pasaron al bucle de fibra-op. Lo que sale vuelve a entrar.

En la pantalla Clint Eastwood había empezado a moverse. Alcé la cabeza. Caminaba como si fuera un ocho, las manos caídas, la cabeza gacha. Acechando.

—El enlace de fibra-op envía la señal fuera y atrás en un bucle continuo. Tengo una cerradura-ID insertada. La cerradura coteja la señal que llega con la que sale, y si no encajan, rechaza la que entra y sustituye la antigua.

—¿Todos los fotogramas? —dije, pensando que tal vez la cerradura sólo comprobaba cada cinco minutos, tiempo suficiente para colar una rutina de baile.

—Sí, uno por uno.

—¿No requiere eso un montón de memoria? ¿Una comprobación píxel a píxel?

—Comprobación browniana —dijo él, pero eso no era mucho mejor. La cerradura comprobaría píxels aleatorios y vería si encajaban, y no había forma de saber por adelantado cuáles serían. Lo único que se podría hacer para cambiar la imagen era meter otra exactamente igual.

—¿Qué pasa cuando tienes accesos? —pregunté, viendo a Clint hacer el circuito, una y otra vez. Boris Karloff en Frankenstein.

—En ese caso, la cerradura comprueba la imagen alterada en busca de autorización y la deja pasar.

—¿Y no hay manera de conseguir un acceso fácil?

El miraba irritado la pantalla, como si hubiera sido yo quien había puesto a Frankenstein en movimiento.

—Siéntate —ordenó. Clint obedeció.

—De pie —dije.

Vincent me miró.

—¿Para qué película dijiste que era?

—Un remake —dije, mirando hacia la puerta. Heada acababa de entrar—. Tal vez me contentaré con borrar —dije, y corrí hacia las escaleras.

—Sigo sin comprender por qué insistes en hacerlo a mano —gritó él—. Es absurdo. Tengo un programa de búsqueda y anulación…

Patiné escaleras arriba y pulsé la anulación, maldiciéndome por haber cerrado la puerta en primer lugar, la abrí, me acosté, recordé que se suponía que la puerta estaba cerrada, la cerré, y volví a meterme en la cama.

Correr no había sido una buena idea. La cabeza había empezado a resonarme como los tambores en el número latino de Té para dos.

Cerré los ojos y esperé a Heada, pero la que asomó por la puerta no debía de ser ella, o a lo mejor se había entretenido con Vincent y sus muñecos bailarines. Pedí Tres marinos y una chica, pero tanto «siguiente, por favor» me mareó un poco. Cerré los ojos, esperando que el aturdimiento pasara, y luego volví a abrirlos y traté de elaborar una teoría que no fuera sacada de una película.

Alis no podría haberse superpuesto en pantalla azul como el ratón de Gene Kelly. No sabía nada de comps: estaba haciendo GO Básico 101 el otoño pasado, cuando Heada me proporcionó su horario de clases. Y aunque hubiera dominado de algún modo fusiones, sombras y rotoscopios, seguía sin tener los accesos.

Tal vez había conseguido que alguien la ayudara. ¿Pero quién? Los hackólitos no graduados tampoco tenían acceso, y Vincent no habría comprendido por qué insistía en hacerlo a mano.

Tenía que ser un pastiche. ¿Y por qué no? Tal vez Alis había comprendido por fin que bailar en las películas era imposible, o tal vez Mayer le había prometido encontrarle un profesor de baile si ñaqueaba con su jefe. No sería la primera cara en llegar a Hollywood y acabar en un sofá de casting.

Pero si ése era el caso, no lo parecía en absoluto. Recuperé Un día en Nueva York y la estudié a pesar del dolor de cabeza. Alis saltaba ágilmente alrededor del Empire State, animada y feliz. La apagué y traté de dormir.

Si era un pastiche, no habría tenido aquella expresión intensa y concentrada. Vincent, con programas o sin programas, nunca habría podido haber capturado esa sonrisa.


Lento travelling de la pantalla del comp al reloj, mostrando las 11.05, y vuelta a la pantalla. Toma de marineros bailando. Lento travelling al reloj, que muestra las 3.45.


A lo largo de la noche se me ocurrió que había otro motivo por el que Mayer no podría haber hecho un pastiche con Alis. El mejor motivo de todos: Heada no lo sabía. Ella siempre estaba al corriente de las noticias, se enteraba de todos los ligoteos, los movimientos de los estudios, los rumores de opas. No había nada que se le pasara por alto. Si Alis se hubiera entregado a Mayer, Heada lo habría sabido antes de que sucediera. Y me lo habría comunicado, como si eso fuera lo que yo quería oír.

¿Y no era así? Le había dicho a Alis que no lograría lo que quería, que bailar en las películas era imposible, y que sólo conseguiría un pastiche o nada, y a todo el mundo le gusta demostrar que tiene razón, ¿no? Sobre todo cuando tiene razón. No se puede atravesar una pantalla de cine como Mia Farrow en La rosa púrpura de El Cairo y ocupar el sitio de Virginia Gibson. No se puede atravesar un espejo como Charlotte Henry y encontrarte bailando con Fred Astaire.

Aunque parezca que eso es lo que has hecho. Es un truco de luces, eso es todo, y maquillaje, y demasiado alcohol, demasiado klieg; y la única cura para eso era seguir las órdenes de Heada, orinar, beber muchísima agua, tratar de dormir.

Tres marineros y una chica —dije, y esperé a que se revelara el truco.


Lento travelling de la pantalla del comp al reloj, mostrando las 4.58, y vuelta a la pantalla. Toma de marineros bailando. Lento travelling al reloj, que muestra las 7.22.


—¿Te encuentras mejor? —preguntó Heada. Estaba sentada en la cama, sosteniendo un vaso de agua—. Ya te advertí que la ridigraña era dura.

—Sí —contesté, cerrando los ojos contra el brillo del vaso.

—Bebe esto —ordenó ella, y me metió una pajita en la boca—. ¿Cómo va la sed? ¿Mal?

Yo no quería beber nada, ni siquiera agua.

—No.

—¿Estás seguro? —preguntó, recelosa.

—Segurísimo —contesté. Abrí de nuevo los ojos, y cuando vi que no pasaba nada, traté de sentarme—. ¿Por qué has tardado tanto?

—Después de encontrar Una cara con ángel, fui y hablé con uno de los ejecos de ILMGM. Tenías razón: no es cosa de Mayen Ha dejado las ñaquis. Está intentando convencer a Arthurton de que es casto y puro.

Me metió de nuevo la pajita bajo la nariz.

—Hablé también con uno de los hackólitos. Dice que no hay manera de meter vivacción en la fuente de fibra-op sin acceso de estudio. Dice que hay todo tipo de medidas de segundad, intimidades y codificaciones. Dice que hay tantas que nadie, ni siquiera los mejores hackólitos, pueden pasarlas.

—Lo sé —asentí, apoyando la cabeza contra la pared—. Es imposible.

—¿Te sientes lo bastante bien para ver el disco?

No, pero no había más que hablar, así que Heada lo puso y vimos a Fred bailar dando vueltas alrededor de Audrey Hepburn y París.

Al menos la ridigraña servía de algo. Fred hacía una serie de giros, y sus pies zapateaban fácil, descuidadamente, con los brazos extendidos, pero no hubo ni el tiritar de un destello ni un desenfoque. Todavía me dolía la cabeza, pero el tamborileo había desaparecido, sustituido por un duro silencio que parecían los efectos posteriores de un destello y tenía su brusca claridad, su certeza.

Estaba seguro de que Alis no habría bailado en esta película, con su baile moderno y sus duetos, cuidadosamente coreografiados por Fred para hacer que Audrey Hepburn pareciera mejor bailarina de lo que era. Seguro de que cuando Virginia Gibson apareciera sería Virginia Gibson, que se parecía mucho a Alis.

Y seguro de que cuando solicitara Un día en Nueva York y Té para dos y Cantando bajo la lluvia seguiría siendo Alis, no importaba cuántos bucles de fibra-op tuviera que pasar, no importaba lo imposible que fuera.

Virginia Gibson apareció en una parodia de la idea de Hollywood de los diseñadores de moda.

—No la ves, ¿verdad? —preguntó Heada ansiosamente.

—No —contesté, observando a Fred.

—Esa Virginia Gibson se parece mucho a Alis —comentó Heada—. ¿Quieres probar otra vez con Siete novias para siete hermanos, sólo para asegurarte?

—Estoy seguro.

—Bien —dijo ella, levantándose de pronto—. Lo principal ahora que estás limpio es mantenerte ocupado para que no pienses en la sed, y de todas formas necesitas ponerte al día con la lista de Mayer antes de que regrese, y se me ha ocurrido que tal vez podría ayudarte. He estado viendo un montón de películas, y podría decirte cuáles tienen SA y dónde está. El color púrpura tiene una escena donde…

—Heada —dije.

—Y cuando termines con la lista, tal vez tú y yo pudiéramos convencer a Mayer para que nos asigne un remake de verdad. Quiero decir que ahora los dos estamos limpios. Una vez me dijiste que yo sería una gran ayudante de localización, y he estado viendo un montón de películas. Formaríamos el equipo perfecto. Tú podrías hacer los GO…

—Tienes que hacerme un favor. Había un ejeco de ILMGM que solía venir a las fiestas y que siempre usaba el viaje temporal como gancho. Necesito que averigües su nombre.

—¿Viaje temporal? —dijo Heada, aturdida.

—Decía que estamos así de cerca de descubrir el viaje temporal. No paraba de hablar de tempomentos paralelos.

—Dijiste que no era ella en Una cara con ángel —objetó ella lentamente.

—No paraba de hablar de hacer un remake de Los pasajeros del tiempo.

—¿Crees que Alis ha retrocedido en el tiempo? —preguntó ella, todavía aturdida.

—No lo —contesté, y la última palabra fue casi un grito—. Tal vez encontró un par de deslizadores de rubí, tal vez atravesó la pantalla como Buster Keaton en El moderno Sberlock Holmes. ¡No lo sé!

Heada me miraba con los ojos llenos de lágrimas.

—Pero vas a seguir buscándola, ¿verdad? Aunque eso sea imposible —dijo amargamente—. Como John Wayne en Centauros del desierto.

—Encontró a Natalie Wood, ¿no? —repliqué yo—. ¿No?

Pero ella ya se había marchado.


MONTAJE: Sin sonido. El HÉROE, sentado ante el comp, con la barbilla apoyada en la mano, diciendo «Siguiente, por favor», mientras las rutinas en la pantalla cambian. Huía, número latino, paspié, la idea de Hollywood de un ballet, número de vagabundos, ballet acuático, baile de muñecas.


Todavía no había expulsado todo el alcohol de mi organismo. Media hora después de que Heada se marchara, el dolor de cabeza regresó con una venganza. Solicité Dos marineros y una chica, (¿o era Dos chicas y un marineros?) y dormí durante dos días seguidos.

Cuando me levanté, oriné varios litros y luego fui a comprobar si Heada había contactado conmigo. No lo había hecho. Intenté llamarla, y luego a Vincent, y empecé a revisar de nuevo las películas.

Alis aparecía en Querido Melvin, haciendo, cómo no, de chica del coro que intentaba abrirse paso en el cine, y en Todos a bailar y en Dos semanas de amor. La encontré en dos películas de Vera-Ellen, que vi dos veces, convencido de que estaba pasando por alto alguna pista importante, y en Nubes pintadas de luz, ocupando el lugar de Virginia Gibson otra vez en una escena de baile con Gene Nelson y Virginia Mayo.

Accedí a Vincent y le pregunté por los tempomentos paralelos.

—¿Es para Sol naciente? —preguntó, receloso.

La máquina del tiempo —dije—. Paul Newman y Julia Roberts. ¿Qué es un tempomento paralelo? —Recibí todo un discurso verbal sobre probabilidad, causalidad y universos colaterales.

—Cada acontecimiento tiene una docena, un centenar, un millar de resultados posibles —explicó—. La teoría es que cada uno de estos resultados existe en un universo paralelo.

Un universo en el que Alis consigue bailar en el cine, pensé. Un universo donde Fred Astaire sigue vivo y la revolución de GO nunca se ha producido.

Había estado buscando exclusivamente en musicales realizados durante los cincuenta. Pero si había tempomentos paralelos, y Alis había encontrado de algún modo una forma de entrar y salir de aquellos universos, no había ningún motivo para que no pudiera estar en películas realizadas más tarde. O incluso antes.

Empecé por las de Busby Berkeley, por pocos bailes que tuvieran, y me la encontré zapateando sin música en Vampiresas 1935 y en el gran final de La calle 42, pero eso fue todo. Me fue mejor (y al parecer también a ella) con las que no eran de Busby. Sombreros fuera, llevando un sombrero, para variar, y en Espectáculo de espectáculos y en Demasiada armonía, actuando en un número digno de Marilyn, con ligas y una falda blanca que revoloteaba alrededor de sus medias. También aparecía en Nacida para la danza, pero en el coro, y no pude encontrarla en ninguna otra película de Eleanor Powell.

Tardé una semana en acabar las películas en blanco y negro, y en todo ese tiempo no pude localizar a Heada, y ella no contactó conmigo. Cuando mi comp sonó por fin, no esperé a que apareciera.

—¿Has descubierto algo? —pregunté.

—¡Claro que he descubierto algo! —dijo Mayer, retorciéndose—. ¡No has enviado ni una película en dos semanas! ¡Pensaba entregarle todo el lote a mi jefe en la reunión de la semana que viene, y tú estás perdiendo el tiempo con Sol naciente, que ni siquiera está en la lista!

Lo cual significaba que Vincent tenía un papel estelar haciendo de Joe Spinell como soplón en El Padrino II.

—Necesitaba sustituir un par de escenas —le dije—. Había demasiadas visuales para borrar. Una de ellas es un número de baile. ¿Conoces a alguien que sepa bailar? —Lo observé, buscando algún signo, alguna indicación de que recordaba a Alis, la conocía, había querido ñaqueársela con suficiente intensidad como para pegar su cara en una docena de bailarinas. Nada. Ni siquiera una pausa.

«Había una cara hace un par de fiestas —añadí—. Bonita, con el pelo castaño claro; quería bailar en el cine.

Nada. No era Mayer.

—Olvida los bailes —estalló él—. Olvida La máquina del tiempo. ¡Tan sólo quita el maldito alcohol! ¡Quiero el resto de la lista terminada para el lunes, o nunca volverás a trabajar para ILMGM!

—Puede contar conmigo, señor Potter —dije yo, y le dejé decirme que iba a cortar mi crédito.

—¡Te quiero sobrio! —dijo.

Deseo que, curiosamente, podía concederle.

Quité la canción «Moonshine Lullaby» de Annie coge el rifle y las pipas de Kismet para demostrarle que había estado escuchando, y empecé por los cuarenta, buscando alcohol y Alis, dos pájaros de un tiro. Ella aparecía en Yanqui dandy y en el número de zapateado de Chicas de Broadway, con el delantal que llevaba la noche en que vino a pedirme el disco.

Heada llegó mientras estaba viendo Tres chicas de azul, que tenía una mezcla de polisones y Vera-Ellen, pero ninguna Alis.

—He encontrado al ejeco —dijo—. Ahora trabaja para Warner. Por lo visto pretenden una posible absorción de ILMGM.

—¿Cómo se llama?

—No quiso decirme nada. Según él, si no han relanzado En algún lugar del tiempo es porque no pudieron decidir si incluir a Vivien Leigh o a Marilyn Monroe.

—Hablaré con él. ¿Cómo se llama?

Ella vaciló.

—Hablé también con los hackólitos. Dijeron que el año pasado transmitieron imágenes a través de una región de materia negativa y recibieron interferencias que atribuyeron a una discrepancia temporal, pero no han podido reproducir los resultados, y ahora piensan que fue una transmisión de otra fuente.

—¿De qué tamaño fue la discrepancia temporal?

Ella pareció triste.

—Les pregunté si podrían reproducir los resultados, si podrían enviar a una persona al pasado, y dijeron que aunque funcionara, sólo hablaban de electrones, no de átomos, y que no había manera de que ningún organismo vivo pudiera atravesar una región de materia negativa.

Advertí que aún faltaba lo peor porque Heada siguió junto a la puerta, como Clara Bow en Alas, incapaz de decirme la mala noticia.

—¿La has encontrado en alguna película más? —preguntó.

—En seis —asentí—. Y si no es viaje temporal, debe de haber atravesado la pantalla como Mia Farrow. Porque no es un pastiche. Y tampoco no es Mayer.

—Hay otra explicación —deslizó ella tristemente—. Pasaste algún tiempo bastante colocado. Una de las películas que vi trataba de un tipo que era alcohólico.

Días sin huella. Ray Milland —dije, y comprendí adonde quería ir a parar.

—Tenía momentos en blanco cuando bebía. Hacía cosas y luego no se acordaba. —Me miró—. Tú sabías qué aspecto tiene ella. Y disponías de los accesos.


DANA ANDREWS [De pie junto a la mesa del sargento de policía]: Le digo que ella no lo hizo.

BRODERICK CRAWFORD: ¿Ah, sí? ¿Entonces quién fue?

DANA ANDREWS: No lo sé, pero no pudo ser ella. No es de esa clase de chicas.

BRODERICK CRAWFORD: Bueno, alguien lo hizo. [Entorna los ojos, receloso.] Tal vez lo hizo usted. ¿Dónde estaba cuando mataron a Carson?

DANA ANDREWS: Había salido a dar un paseo.


Era la explicación más probable. Yo era un experto en pastiches. Además tenía su cara grabada en la mente desde el momento en que destellé. Y tenía acceso pleno de los estudios. Móvil y oportunidad.

Yo la amaba, y ella quería bailar en las películas, y en el maravilloso mundo de los GO todo es posible. Pero si yo lo hubiera hecho, no le habría dado dos míseros minutos en un número de producción. Habría borrado a Doris Day y sus dientes y habría dejado a Alis bailar con Gene Nelson delante de todos aquellos espejos en la sala de ensayos. Si hubiera sabido los pasos, cosa que no era así. Nunca había visto Té para dos.

O no recordaba haberla visto. Justo después del episodio de los deslizadores, Mayer había incluido en mi cuenta crédito por media docena de westerns, ninguno de los cuales recordaba haber hecho. Pero si lo hubiera hecho, no la habría vestido con polisón. No la habría hecho bailar con Gene Kelly.

Había puesto una alarma en Fred Astaire y Una cara con ángel. La cambié a Melodías de Broadway 1940 y pedí un informe sobre el estado del caso. Estaba a punto de resolverse, pero se esperaba que hubiera una demanda secundaria, y la SCC estaba considerando alegar.

La Sociedad para la Conservación Cinematográfica. Todos los cambios quedaban automáticamente registrados, y los estudios no los controlaban. Mayer no había podido mantenerme a salvo de aquellos códigos porque eran parte básica del enlace de fibra-op. Si era un pastiche, tenía que ser listado en sus archivos.

Accedí a los archivos de la SCC y pedí el de Siete novias.

Aviso legal. Había olvidado que estaba en litigio.

Cantando bajo la lluvia —solicité.

Las botellas de champán que yo había borrado aparecían listadas, junto con un cambio que no había hecho. «Fotograma 9-106», decía, y proporcionaba las coordenadas y los datos. La boquilla del cigarrillo de Jean Hagen. Lo había hecho la Liga Antitabaco.

Té para dos —dije, y traté de recordar los números de los fotogramas de la escena del charleston, pero no importaba. La pantalla estaba vacía.

Lo que dejaba el viaje temporal. Regresé a los musicales, diciendo «Siguiente, por favor», a las congas y los coros masculinos y un horrible número carinegro. Me extrañó no lo hubieran borrado antes. Ella aparecía en Can-Can y en Suenan las campanas, ambas de 1960, una fecha después de la cual no esperaba encontrar gran cosa. Los musicales se habían vuelto para entonces películas de gran presupuesto, lo que significaba contratar espectáculos de Broadway y hacer que los protagonizaran estrellas taquilleras como Audrey Hepburn o Richard Harris, que no sabían cantar ni bailar, y luego quitaban todos los números musicales para ocultar ese hecho. Y entonces los musicales se volvieron socialmente irrelevantes. Como si el ataúd hubiera necesitado más clavos.

Había bastante alcohol en los musicales de los sesenta y setenta, aunque no muchos bailes. Un padre borrachín en My Fair Lady, una muchachita bebida en Oliver, un campo minero completamente tajado en La leyenda de la ciudad sin nombre. También salones, cerveza, whisky, ojos rojos, y un Lee Marvin (que tampoco sabía cantar ni bailar, pero tampoco sabían Clint Eastwood ni Jean Seberg, ¿y a quién le importa? Siempre queda el doblaje) que se caía de puro borracho. Los años veinte llenos de alcohol en Ante todo mujer, con Lucille Ball (que tampoco sabía actuar, una triple hazaña).

Y Alis, bailando en el coro de Adiós, mister Chips y El novio. Bailando la tapioca en Milite, chica moderna, lanzando la pierna al aire en el número «Put on Your Sunday Clothes» de Hello, Dolly!, con un vestido celeste con polisón y una sombrillita.

Me acerqué a Burbank. Tal vez el viaje en el tiempo era posible. Habían pasado al menos dos semestres, pero la clase seguía allí. Y Michael Caine daba la misma lección.

—Se han ofrecido varias razones para explicar la caída del musical —entonaba—, costes de producción cada vez más altos, complicaciones tecnológicas debido a la pantalla panorámica, montajes faltos de imaginación. Pero la verdadera razón es más profunda.

Me apoyé contra la puerta y le escuché hacer el responso mientras la clase tomaba respetuosamente notas en sus palm-tops.

—La muerte del musical no se debió a catástrofes de directores y repartos, sino a causas naturales. El mundo que describía el musical, simplemente, había dejado de existir.

El monitor que Alis había utilizado para practicar seguía allí, igual que las sillas arrinconadas, sólo que ahora había muchas más. Michael Caine y la clase estaban apretujados en un espacio demasiado estrecho para un zapateado, y las sillas llevaban allí bastante tiempo: estaban cubiertas de polvo.

—El musical de los cincuenta describía un mundo de inocentes esperanzas y deseos ingenuos. —Le murmuró algo al comp y apareció Julie Andrews, sentada en una colina alpina con una guitarra y un grupito de niños. Una extraña elección para su tesis de «tiempos más simples», ya que la película había sido realizada en 1965, el año de la gran concentración de tropas en Vietnam. Por no mencionar que se desarrollaba en 1939, el año de los nazis.

—Era una época más brillante y menos complicada —dijo—, una época donde los finales felices todavía resultaban creíbles.

La escena saltó a Vanessa Redgrave y Franco Nero, rodeados por soldados con antorchas y espadas. Camelot.

—Ese mundo idílico desapareció, y con él el musical de Hollywood.

Esperé hasta que la clase se marchó y él se tomó su ración de copo y le pregunté si sabía dónde estaba Alis, aunque sabía que no servía de nada, no la habría ayudado, y lo último que Alis habría necesitado era a otra persona diciéndole que el musical estaba muerto.

No la recordaba, ni siquiera después de que lo untara con chooch, y se negó a darme la lista de estudiantes de su clase. Siempre podía recurrir a Heada, pero no quería que se pusiera compasiva y pensara que me había vuelto loco. Charles Boyer en Luz de gas.

Volví a mi habitación y quité la bebida de Billy Bigelow y medio argumento de Carrusel, y luego me acosté.

Una hora más tarde el comp me despertó de un profundo sueño, armando tanto jaleo como el reactor de El síndrome de China, y me levanté tambaleándome. Me quedé parpadeando ante él unos buenos cinco minutos antes de darme cuenta de que era la alarma, y que Siete novias debía de estar fuera de litigio, y tardé otro minuto en pensar qué orden dar.

No era Siete novias. Era Fred Astaire, y la decisión del jurado aparecía en la pantalla: «Derecho de propiedad intelectual negado, derecho a forma artística irreproducible negado, derecho de propiedad colaboradora negado.» Lo cual significaba que los herederos de Fred Astaire y RKO-Warner habían perdido, y que ILMGM, donde Fred había pasado tantos años encubriendo a compañeras que no sabían bailar, había ganado.

Melodías de Broadway 1940 —dije, y contemplé el Beguine tal como lo recordaba, estrellas y suelo pulido y Eleanor de blanco, siempre junto a Fred.

Nunca la había visto sobrio. Había pensado que el silencio, el embeleso, la cualidad de belleza inmóvil y centrada se debía al efecto del klieg, pero no era así. Bailaban con facilidad, sin esforzarse, por un suelo oscuro y pulido. Sus manos no llegaban a tocarse, y permanecían tan serenos, tan silenciosos como aquella noche en que vi a Alis observándolos. Lo verdadero.

Nunca había existido aquel mundo ingenuo e inofensivo. En 1940, Hitler bombardeaba Londres y ya metía a los judíos en vagones de ganado. Los ejecos de los estudios se unían contra la guerra y hacían tratos, el Mayer real dirigía el estudio, y las starlets se dejaban ñaquear en un sofá de casting por una aparición de cinco segundos. Fred y Eleanor hacían cincuenta tomas, cien, en un estudio caluroso y sin aire, y se iban a casa a poner en remojo sus pies maltrechos.

Nunca había existido este mundo de suelos estrellados y cabellos a contraluz y pasos sencillos y fáciles, y el público de 1940 que lo veía lo sabía. Y ése era su atractivo, no que reflejara «tiempos más brillantes y felices», sino que era imposible. Eso era lo que querían y lo que nunca podrían tener.

La pantalla emitió otro aviso legal, la apelación de ILMGM ya estaba en marcha, y yo no había visto el final de la rutina, no la había grabado en cinta ni había hecho siquiera un backup.

No importaba. Era Eleanor, no Alis, y no importaba lo que pensara Heada, no importaba lo lógico que fuera, no era yo quien lo hacía. Porque de ser así, con litigio o sin litigio, ahí era donde la habría puesto: bailando con Fred, inclinándose para dirigirle aquella sonrisa embelesada.


MONTAJE: Primerísimo plano de la pantalla del comp. Los títulos de crédito se funden unos en otros: Al sur del Pacífico, La feria de la vida, Armonías de juventud, Locuras de verano.


Al final me quedé sin sitio donde buscar. Volví a Hollywood Boulevard, pero nadie la recordaba, y ninguno de los lugares tenían Digimattes excepto Ha Nacido Una Estrella, y estaba cerrado durante la noche, con una verja de hierro ante la puerta. Las otras clases de Alis trataban sobre el enlace de fibra-op, y su compañera de habitación, muy colocada, tenía la impresión de que Alis había regresado a casa.

—Empaquetó todas sus cosas —dijo—. Lo cogió todo, vestidos, pelucas y eso, y se marchó.

—¿Cuánto tiempo hace?

—No lo sé. La semana pasada, creo. Antes de Navidad.

Hablé con la compañera de habitación cinco semanas después de haber visto a Alis en Siete novias. A la sexta semana, me quedé sin musicales. No había tantos, y los había visto todos, excepto los que andaban en litigio a causa de Fred. Y Ray Bolger, a quien Viamont quiso registar el día después de que yo fuera a Burbank.

El asunto de Russ Tamblyn se zanjó, y la alarma me despertó en mitad de la noche para decirme que alguien había ganado el derecho para violarlo y saquearlo en la pantalla grande, y grabé la escena de la construcción del granero y luego vi West Side Story, por si acaso. Alis no estaba allí.

Vi de nuevo el número de «Un día en Nueva York» y estudié Nubes pintadas de sol, convencido de que allí había algo importante que se me había pasado por alto. Era un remake de Vampiresas 1933, pero no era eso lo que me llamaba la atención. Puse todos los números en orden en las pantallas, del más fácil al más difícil, como si eso me pudiera proporcionar una pista de lo que ella iba a hacer a continuación, pero no sirvió de nada. Siete novias para siete hermanos era lo más difícil que había hecho, y eso había sido seis semanas atrás.

Ordené las películas por fecha, estudio y bailarines; y comparé los datos. Luego me senté y contemplé los nulos resultados durante un rato. Y las pantallas.

Llamaron a la puerta. Mayer. Apagué las pantallas y traté de pensar en una no musical que recuperar, pero no se me ocurría ninguna.

Historias de Filadelfia —dije por fin—. Fotograma 115-010. —Y grité—: Adelante.

Era Heada.

—He venido a decirte que Mayer va a estallar si no le envías ninguna película —dijo, mirando la pantalla. Era la escena de la boda. Todo el mundo, Jimmy Stewart, Cary Grant, estaban reunidos alrededor de Katharine Hepburn, que llevaba un sombrero enorme y tenía una resaca de caballo.

»Se comenta que Arthurton va a traer a un tipo nuevo, supuestamente para dirigir Montaje —dijo Heada—, pero en realidad será su ayudante, y en ese caso Mayer está en la calle.

Bien, pensé, al menos eso pondrá fin a la masacre. Pero si despedían a Mayer, yo perdería mi acceso, y nunca encontraría a Alis.

—Estaba trabajando en eso ahora mismo —aseguré, y me lancé a dar una elaborada explicación de por qué seguía todavía con Historias de Filadelfia.

—Mayer me ofreció un trabajo —soltó Heada.

—Ya veo: ahora que te ha contratado como cuerpo presente tienes interés en que no lo despidan, y has venido a meterme prisa, ¿no?

—No —dijo ella—. De cuerpo presente no. Ayudante de localización. Me marcho para Nueva York esta tarde.

Era lo último que podía esperar. La miré y vi que llevaba un traje chaqueta. Heada como ejeco de estudio.

—¿Te marchas? —pregunté, aturdido.

—Esta misma tarde. He venido a darte mi número de acceso. —Sacó un papel—. Es asterisco nueve dos punto ocho tres tres —dijo, y me lo tendió.

Lo miré, esperando que fuera el número, pero era una lista de títulos de películas.

—En ninguna de ellas hay bebida —dijo—. Son unas tres semanas de trabajo. Con eso tendrás contento a Mayer durante algún tiempo.

—Gracias —dije, asombrado.

—Betsy Booth contraataca.

Debí de poner cara de tonto.

—Judy Garland. Andy Hardy se enamora. Ya te dije que he estado viendo un montón de películas. Por eso conseguí el trabajo. Una ayudante de localización tiene que conocer todos los escenarios, decorados y pruebas, y poder encontrarlos para que el hackólito no tenga que digitalizar otras nuevas. Ahorra memoria.

Señaló la pantalla.

Historias de Filadelfia tiene una biblioteca pública, una redacción de periódico, una piscina, y un Packard del 1936 —sonrió—. ¿Recuerdas cuando dijiste que las películas nos enseñaban a actuar y nos daban líneas de diálogo que decir? Tenías razón. Pero te equivocabas en el papel que yo representaba. Dijiste que era Thelma Ritter, pero no es así. —Señaló la pantalla, donde estaban reunidos los invitados a la boda—. Era Liz.

Fruncí el ceño ante la pantalla, incapaz de recordar quién era Liz. ¿La precoz hermana pequeña de Katharine Hepburn? No, espera. La otra periodista, la doliente enamorada de Jimmy Stewart.

—He estado haciendo de Joan Blondell —añadió Heada—. Mary Stuart Masterson, Ann Sothern. La chica de la puerta de al lado, la secretaria enamorada de su jefe, sólo que el tipo nunca se fija en ella, sólo la considera una chiquilla. Él está enamorado de Tracy Lord, pero Joan Blondell le ayuda de todas formas. Haría cualquier cosa por él, incluso ver películas.

Se metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y me pregunté cuándo había dejado de llevar el vestido blanco sin mangas y los guantes de seda rosa.

—La secretaria lo apoya —prosiguió Heada—. Lo cuida y le da consejo. Incluso le ayuda con sus amoríos, porque sabe que al final de la película acabará fijándose en ella, se dará cuenta de que no puede vivir sin ella, comprenderá que Katharine Hepburn no es para él y la secretaria le ha estado amando en secreto desde el principio. —Me miró—. Pero esto no es el cine, ¿verdad? —Me observó fijamente…

Su pelo ya no era rubio platino. Era castaño claro con mechas.

—Heada —dije.

—No importa. Ya lo he comprendido. Es lo que pasa por tomar demasiado klieg —sonrió—. En la vida real, Liz tendría que renunciar a Jimmy Stewart, contentarse con su amistad. Prueba para un nuevo papel. ¿Joan Crawford, tal vez?

Sacudí la cabeza.

—Rosalind Russell.

—Bueno, Melanie Griffith al menos. De todas formas, me marcho esta tarde, y sólo quería despedirme y que me desearas buena suerte.

—Te irá muy bien —dije—. Serás la dueña de ILMGM dentro de seis meses. —La besé en la mejilla—. Lo sabes todo.

—Sí.

Se encaminó hacia la puerta.

—«Cuídate, chico» —dijo.

La vi recorrer el pasillo y luego entré en la habitación, mirando la lista que me había dado. Había más de treinta películas. Casi cincuenta. Las que estaban cerca del final tenían unas notas: «Fotograma 14-1968, botella sobre la mesa» y «Fotograma 102-166, referencia a la cerveza».

Hubiese debido introducir las doce primeras, enviárselas a Mayer para calmarlo, pero no lo hice. Me quedé sentado en la cama, mirando la lista. Junto a Casablanca había escrito: «Imposible.»

—Hola —dijo Heada desde la puerta—. Es Tess Trueheart de nuevo. —Y se quedó allí, incómoda.

—¿Qué pasa? —pregunté, poniéndome en pie—. ¿Ha vuelto Mayer?

—Ella no está en 1950 —dijo, sin mirarme a los ojos—. Está en Sunset Boulevard. La vi.

—¿En Sunset Boulevard?

—No. En los deslizadores.

No en un tempomento paralelo. Ni en algún País de Nunca Jamás donde la gente atravesara las pantallas de cine. Aquí. En los deslizadores.

—¿Hablaste con ella?

Negó con la cabeza.

—Era la hora punta de la mañana. Volvía de ver a Mayer, y apenas la vi. Ya sabes cómo es la hora punta. Traté de abrirme paso entre la multitud, pero para cuando lo conseguí, ya se había bajado.

—¿Por qué querría bajarse en Sunset Boulevard? ¿La viste bajarse?

—Ya te he dicho que apenas la vi entre la multitud. Cargaba con todo su equipo. Pero tuvo que bajarse en Sunset. Fue la única estación por la que pasamos.

—Has dicho que llevaba equipo. ¿Qué clase de equipo?

—No lo sé. Equipo. Ya digo que…

—Apenas la viste. ¿Estás segura de que era ella?

Asintió.

—No quería decírtelo, pero resulta difícil librarse de un papel como el de Betsy Booth. Y es difícil odiar a Alis, después de todo lo que ha hecho. —Señaló sus reflejos en la pantalla—. Mírame. Libre de chooch, libre de klieg. —Se volvió y me miró—. Siempre quise trabajar en el cine y por fin lo he conseguido.

Volvió a perderse pasillo abajo.

—¡Heada, espera! —la llamé, y entonces me arrepentí temiendo que su cara estuviera llena de esperanza cuando se volviera, que hubiera lágrimas en sus ojos.

Pero era Heada, la que lo sabe todo.

—¿Cómo te llamas? —pregunté—. Sólo me has dado tu acceso, y nunca te he llamado más que Heada.

Ella me dirigió una sonrisa de sabiduría, de tristeza. Emma Thompson en Lo que queda del día.

—Me gusta Heada—dijo.


La cámara avanza a plano medio. Cartel de estación LATT. Pantalla romboidal, «Los Ángeles Intransit» con letras rosa. «Sunset Boulevard» en amarillo.


Cogí los opdisks de las rutinas de Alis y subí a los deslizadores. Estaban casi desiertos: sólo había un grupito de turatas con orejas de ratón, una Marilyn muy colgada, y Elizabeth Taylor, Sidney Poitier, Mary Pickford, Harrison Ford, saliendo uno por uno de la niebla dorada de ILMGM. Contemplé los carteles, esperando a Sunset Boulevard y preguntándome qué estaría haciendo Alis en aquel lugar. Allí no había nada más que la vieja autopista.

La Marilyn se me acercó tambaleándose. Su vestido blanco sin mangas estaba manchado y arrugado, y había una mancha roja de carmín junto a su oreja.

—¿Te apetece un ñaca? —dijo, no mirándome a mí, sino a Harrison Ford en la pantalla.

—No, gracias —respondí.

—Muy bien—dijo dócilmente—. ¿Y tú?

No esperó a que Harrison ni yo contestáramos. Se marchó y luego regresó.

—¿Eres ejeco de los estudios? —preguntó.

—No, lo siento.

—Quiero trabajar en el cine —anunció, y se marchó de nuevo.

Mantuve los ojos fijos en la pantalla. Ésta se volvió plateada durante un segundo entre dos anuncios, y me pude ver con aspecto limpio, responsable y sobrio. Jimmy Stewart en Caballero sin espada. No era de extrañar que me hubiera confundido con un ejeco.

El anuncio de la estación de Sunset Boulevard se encendió y me bajé.

La zona no había cambiado. Seguía sin haber nada aquí, ni siquiera luces. La autopista abandonada acechaba sombría a la luz de las estrellas, y pude ver un fuego muy lejos bajo uno de los árboles.

Me pareció imposible que Alis estuviera allí. Debió de descubrir a Heada y se bajó para que no averiguara dónde iba de verdad. ¿Adónde?

Había otra luz ahora, un fino haz blanco que oscilaba hacia mí. Delirantes, tal vez, en busca de víctimas. Volví a subir a los deslizadores.

La Marilyn seguía allí, sentada en el suelo, con las piernas abiertas, rebuscando en la palma abierta un puñado de pastis de chooch, illy, klieg. El único equipo que necesita una liberada, pensé, lo que al menos significa que Alis no se dedica a liberarse, y advertí que me sentía más aliviado desde que Heada me había dicho que había visto a Alis con todo aquel equipo, aunque no supiera dónde estaba. Al menos no se había convertido en una liberada.

Eran las dos y media. Heada había visto a Alis en la hora punta, para la que quedaban todavía cuatro horas. A lo mejor Alis iba al mismo lugar cada día. Si no se estaba mudando a cualquier otro sitio con todo su equipaje. Pero Heada no había dicho equipaje, sino equipo. Y no se trataría de un comp y un monitor, porque Heada los habría reconocido, y de todas formas, eran ligeros.

Heada había dicho «cargando». ¿Qué, entonces? ¿Una máquina del tiempo?

La Marilyn se había levantado, esparciendo cápsulas por todas partes, y se dirigía a la franja amarilla de advertencia de la pared del fondo, que seguía mostrando la cabalgata de estrellas de la ILMGM.

—¡No! —exclamé, y la agarré, a un paso de la pared.

Ella me miró, los ojos completamente dilatados.

—Es mi parada. Tengo que bajar.

—Camino equivocado, Corrigan —dije, dándole la vuelta hacia la parte delantera. El cartel indicaba Beverly Hills, cosa que no parecía muy probable—. ¿Dónde quieres bajarte?

Ella se zafó de mi brazo y volvió hacia la pantalla.

—La salida es por ahí —insistí, señalando al frente.

Ella sacudió la cabeza y señaló a Fred Astaire, que surgía de la niebla.

—Por allí —dijo, y se sentó en el suelo, formando un círculo con la falda blanca.

La pantalla se volvió plateada, la reflejó allí sentada, rebuscando en su palma vacía, y luego se convirtió en niebla dorada. El principio del anuncio de ILMGM.

Miré la pared que no parecía una pared, ni un espejo. Parecía lo que era: una niebla de electrones, un velo sobre el vacío, y durante un momento todo pareció posible.

Durante un momento pensé: Alis no se bajó en Sunset Boulevard. No se bajó tampoco de los deslizadores. Atravesó la pantalla, como Mia Farrow, como Buster Keaton, en dirección al pasado.

Casi pude verla con su falda negra, su chalequito verde y sus guantes, desapareciendo en la niebla dorada y emergiendo en un Hollywood Boulevard lleno de coches y palmeras y salas de ensayo repletas de espejos.

—Todo es posible —rugió la voz.

La Marilyn había vuelto a ponerse en pie y se tambaleaba hacia la pared trasera.

—Por ahí no —advertí y corrí tras ella.

Menos mal que esta vez no se encaminó hacia las pantallas: no la habría alcanzado a tiempo. Para cuando la agarré golpeaba la pared con los dos puños.

—¡Déjame bajar! —gritó—. ¡Ésta es mi parada!

—La salida es por allí —repetí, tratando de hacerla volver, pero debía de haber tomado delirio. Sus brazos eran como de hierro.

—Tengo que bajarme aquí —dijo, golpeando con el canto de las manos—. ¿Dónde está la puerta?

—La puerta está por ahí —respondí, preguntándome si había pasado lo mismo la noche en que Alis me acompañó a casa desde Burbank—. No puedes bajarte por aquí.

—Ella lo hizo.

Miré a la pared trasera y luego otra vez a ella.

—¿Quién lo hizo?

—Ella —dijo—. Atravesó la puerta. Yo la vi.

Y vomitó sobre mis pies.


TÓPICO CINEMATOGRÁFICO N.° 12: La moraleja. Un personaje declara lo que es obvio, y todo el mundo entiende el tema.

VER: El mago de Oz, Campo de sueños, Love Story, ¿Qué tal, Pussycat?


Bajé a la Marilyn en Wilshire y la llevé a rehab. A esas alturas ya había vaciado el estómago, y esperé a asegurarme de que ingresaba.

—¿Estás seguro de que tienes tiempo para hacer esto? —preguntó, menos parecida a Marilyn y más a Jodie Foster en Taxi Driver.

—Estoy seguro.

Había tiempo de sobra, ahora que sabía dónde estaba Alis.

Mientras ella rellenaba el papeleo, accedí a Vincent.

—Tengo una pregunta —dije, sin más preámbulos—. ¿Y si coges un fotograma y lo sustituyes por otro idéntico? ¿Podría pasar eso las cerraduras-ID de fibra-op?

—¿Un fotograma idéntico? ¿De qué serviría eso?

—¿Podría?

—Supongo que sí. ¿Esto es para Mayer?

—Sí. ¿Y si colocaras una nueva imagen que encajara con la original? ¿Las cerraduras-ID detectarían la diferencia?

—¿Encajar?

—Una imagen distinta que sea igual.

—Tú estás colgado —dijo, y cortó.

No importaba. Yo sabía ya por qué las cerraduras-ID no detectaban la diferencia. Haría falta demasiada memoria. Y, como había dicho Vincent, ¿qué sentido tendría cambiar una imagen por otra exactamente igual?

Esperé a que la Marilyn estuviera en una cama con una intravenosa de ridigraña y luego volví a los deslizadores. Después de La Brea estaban desiertos, pero tardé hasta las tres y media en encontrar la puerta de servicio de la sección de desconexión y hasta las cinco en abrirla.

Me preocupaba que Alis la hubiera atrancado, cosa que había hecho, pero no intencionadamente. Uno de los cables de enlace de fibra-op estaba apoyado contra ella, y cuando por fin conseguí abrir la puerta una rendija, sólo tuve que empujar.

Estaba frente a la pared trasera, mirando la pantalla que en esta sección desconectada tendría que haber estado apagada. En el centro, Peter Lawford y June Allyson enseñaban el «Varsity Drag» a un gimnasio lleno de estudiantes ataviados con vestidos de fiesta y esmóquines. June llevaba un vestido rosa y zapatos de tacón color rosa con pompones, y Alis también, y ambas se habían puesto una peluca rizada, rubia e idéntica.

Alis había colocado el Digimatte en lo alto de su maleta, con el compositor y el pixar a su lado, en el suelo, y el cable de fibra-op serpenteaba a lo largo de la línea amarilla de advertencia y alrededor de la puerta hasta el alimentador de los deslizadores. Aparté el cable de la puerta, con cuidado, para no romper la conexión, y abrí la puerta lo suficiente para poder ver, y me quedé allí, medio oculto, y la observé.

—Abajo sobre los talones —instruía Peter Lawford—, arriba sobre los dedos. —Dio un triple paso.

Alis, con un mando a distancia en la mano, avanzó la canción y se detuvo donde empezaba el baile, y lo observó muy concentrada, contando los pasos. Rebobinó hasta el final de la canción. Pulsó un botón y todo se congeló a medio paso.

Caminó rápidamente con aquellos zapatitos de tacón de aspecto estúpido hasta el fondo de los deslizadores, fuera del alcance del encuadre, y pulsó un botón. Peter Lawford cantaba: «…that's how it gets».

Alis dejó el mando en el suelo, la falda se arrugó mientras se arrodillaba, y volvió corriendo a su puesto y se puso en pie, tapando a June Allyson excepto por una mano y un fragmento de la falda rosa, esperando su señal.

Cuando se produjo, Alis se agachó sobre sus talones, se incorporó apoyándose en los dedos de los pies, e inició un charlestón, con June detrás desde este ángulo siguiéndola como una sombra. Me situé de forma que podía verla desde el mismo ángulo que el procesador del Digimatte. June Allyson desapareció y sólo quedó Alis.

Casi esperaba que June Allyson se borrara de la pantalla como había pasado con la princesa Leia en la escena de la turata en Ha Nacido Una Estrella, pero Alis no estaba haciendo vids para la gente de casa, ni siquiera intentaba proyectar su imagen en la pantalla. Sólo se trataba de un ensayo, y había conectado el Digimatte al alimentador de fibra-op a través del procesador porque era la forma en que le habían enseñado a usarlo en el trabajo. Incluso desde mi puesto vi que la luz de grabación no estaba encendida.

Me retiré hasta la puerta entreabierta. Ella era más alta que June Allyson, y el vestido era de un tono más intenso, pero la imagen que el Digimatte suministraba al enlace de fibra-op era la versión corregida, ajustada para color, enfoque e iluminación. Y algunos de aquellos pasos, practicados durante horas y más horas en las secciones desconectadas de los deslizadores, hechos y rehechos y vueltos a hacer, aquella imagen corregida era tan similar a la original que los cerrojos-ID no la captaban, tan parecida que la imagen de Alis había engañado a los guardias y entrado en la fuente de fibra-op. Alis había conseguido lo imposible.

Dio una vuelta, se detuvo, corrió hasta el mando a distancia con sus zapatitos con pompón, rebobinó hasta la mitad justo antes del giro, y lo congeló. Miró al reloj del Digimatte y luego pulsó un botón y corrió hasta su puesto.

Sólo disponía de otra media hora, como mucho, y luego tendría que desmantelar el equipo y llevárselo a Hollywood Boulevard, guardarlo, abrir la tienda. Yo debería dejarla en paz. Podía mostrarle el opdisk en otro momento, ya había descubierto lo que quería saber. Debería cerrar la puerta y dejarla ensayar. Pero no lo hice. Me apoyé contra la puerta, y me quedé allí, viéndola bailar.

Repasó la parte central otras tres veces, puliendo el giro, y luego rebobinó hasta el final del número y lo bailó entero. Permanecía concentrada, alerta, como la noche en que contempló el Continental, pero carecía del deleite, el embeleso, el abandono del Beguine.

Me pregunté si aquello se debería a que aún estaba aprendiendo los pasos, o si alguna vez la perdería. La sonrisa que June Allyson dirigió a Peter Lawford era complacida, no alegre, y el «Varsity Drag» en sí mismo era tan sólo del montón. No precisamente Cole Porter.

Entonces, al verla rehacer pacientemente los mismos pasos una y otra vez, tal como Fred debía de haber hecho a solas en el salón de ensayos antes incluso de que la película empezara a filmarse, se me ocurrió que estaba equivocado respecto a ella.

Había pensado que creía, como Ruby Keeler y la ILMGM, que todo era posible. Yo intenté decirle que no, que los deseos no siempre se cumplen. Pero ella ya lo sabía, mucho antes de que yo la conociera, mucho antes de venir a Hollywood. Fred Astaire había muerto el año en que ella nació, y nunca, nunca, nunca, a pesar de la RV y los gráficos de ordenador y los copyrights, nunca podría bailar el Beguine con él.

Y todo esto, los disfraces, las clases y los ensayos, constituían simplemente un sustituto. Como luchar en la Resistencia. Comparado con la imposibilidad que Alis quería, abrirse camino en un Hollywood poblado por marionetas y chulos debía de haber parecido cosa fácil.

Peter Lawford cogió la mano de June Allyson, y Alis calculó mal el giro y chocó con el aire vacío. Cogió el mando a distancia para rebobinar, miró hacia el cartel de la estación, y me descubrió. Se quedó mirándome largo rato; luego se acercó y desconectó el Digimatte.

—No… —dije.

—¿No qué? —preguntó ella, desenchufando las conexiones. Se puso una bata blanca de laboratorio sobre el vestido rosa—. ¿No pierdas el tiempo tratando de encontrar un profesor de baile porque no hallarás ninguno? —Se abrochó la bata y se dirigió al enchufe y desconectó la alimentación—. Como puedes ver, ya me he dado cuenta de eso. Nadie en Hollywood sabe bailar. O si lo saben, están cocidos de chooch, intentando olvidar. —Empezó a enrollar el cable—. ¿Y tú?

Miró el cartel de la estación; luego dejó el cable de alimentación sobre el Digimatte y se arrodilló junto al compositor. La falda crujió.

—Porque si lo estás, no tengo tiempo para acompañarte a casa, evitar que te caigas de los deslizadores y sujetarte las manos. Tengo que devolver esto. —Guardó el pixar en su caja y la cerró.

—No estoy colocado —aseguré—. Ni borracho. Llevo seis semanas buscándote.

Metió el Digimatte en su funda y empezó a guardar los cables.

—¿Por qué? ¿Para poder convencerme de que no soy Ruby Keeler? ¿Que el musical está muerto y que los comps harán cualquier cosa mejor que yo? Muy bien. Ya estoy convencida.

Soltó la maleta y se desabrochó los zapatos de tacón.

—Tú ganas —prosiguió—. No puedo bailar en el cine. —Miró la pared espejo con el zapato en la mano—. Es imposible.

—No. No he venido a decirte eso.

Guardó los zapatos en uno de los bolsillos de la bata.

—Entonces, ¿qué has venido a decirme? ¿Que quieres recuperar tu lista de acceso? Bien. —Se puso un par de zapatillas y se levantó—. Ya he aprendido todos los solos y números de coro, y esto no va a funcionar para los números en pareja. Voy a tener que encontrar a alguien.

—No quiero que me devuelvas los accesos —dije.

Ella se quitó la peluca rubia y sacudió su hermosa melena a contraluz.

—Entonces, ¿qué quieres?

A ti, pensé. Te quiero a ti.

Se levantó bruscamente y se metió la peluca en el otro bolsillo.

—Sea lo que fuere, tendrá que esperar. —Se colgó al hombro el cable del alimentador—. Tengo mucho trabajo. —Se inclinó para recoger las maletas.

—Déjame ayudarte —me ofrecí acercándome a ella.

—No, gracias —contestó, echándose el pixar al hombro y agarrando el Digimatte—. Puedo hacerlo sola.

—Al menos te sujetaré la puerta —dije, y la abrí.

Ella pasó.

Hora punta. Abarrotados espejo a espejo con Ray Milland y Rosalind Russell camino del trabajo, ninguno de los cuales se volvió para mirar a Alis. Todo el mundo contemplaba las paredes, que tronaban a toda pastilla: ILMGM, más copyrights que en el cielo. Un anuncio de Superdetective en Hollywood 15, un anuncio de un remake de Los tres mosqueteros.

Cerré la puerta detrás de mí, y un River Phoenix, agachado junto a la franja amarilla de advertencia, alzó la cabeza de una cuchilla y un puñado de polvo, pero estaba demasiado colocado para registrar lo que veía. Sus ojos ni siquiera enfocaban.

Alis estaba ya a medio camino de la parte delantera de los deslizadores, los ojos fijos en el cartel de la estación. Éste parpadeó «Hollywood Boulevard», y se abrió paso hasta la salida. Yo iba pisándole los talones, y salimos al bulevar.

Aún era de noche, pero todo estaba abierto. Y todavía (o tal vez ya) había turatas alrededor. Dos tipos mayores con bermudas y vidcámaras estaban en la cabina de Felices Para Siempre Jamás, viendo a Ryan O'Neal salvarle la vida a Ali MacGraw.

Alis se detuvo ante la reja de Ha Nacido Una Estrella y se debatió con la llave, tratando de insertar la tarjeta sin tener que soltar ninguna de sus cosas. Los dos turatas se acercaron.

—Trae —dije, cogiendo la llave. Abrí la reja y le cogí el Digimatte.

—¿Tiene a Charles Bronson? —preguntó uno de los viejatas.

—Está cerrado —contesté yo—. Tengo que mostrarte una cosa —le dije a Alis.

—¿Qué? ¿El último espectáculo de marionetas? ¿Un programa de ensayo automático? —Empezó a emplazar el Digimatte, enchufando los cables y el alimentador de fibra-op. Empujó el aparato a su sitio.

—Siempre he querido aparecer en El justiciero de la ciudad —dijo el viejata—. ¿Tienen ésa?

—Aún no hemos abierto —insistí yo.

—Aquí tiene el menú —dijo Alis, conectándolo para el viejata—. No tenemos a Charles Bronson, pero sí una escena de Los siete magníficos.

—Tienes que ver esto, Alis —dije, y metí el opdisk, satisfecho de haberlo preparado para no tener que solicitar nada. Un día en Nueva York apareció en la pantalla.

—Tengo clientes que… —empezó a decir Alis, y se interrumpió.

Yo había fijado el disco para que pusiera la siguiente escena después de quince segundos. Un día en Nueva York desapareció y Cantando bajo la lluvia la sustituyó.

Alis se volvió enfadada hacia mí.

—¿Por qué has…?

—No he sido yo —dije—. Fuiste tú. —Señalé la pantalla. Apareció Té para dos, y Alis, con rizos rojos, bailó el charlestón hacia la pantalla.

»No es un pastiche —dije—. Míralas. Son las películas que has estado ensayando, ¿no? ¿Eh?

En la pantalla, Alis, con su parasol azul, lanzaba una pierna al aire.

—Hablaste de Cantando bajo la lluvia la noche que te conocí. Y podría haber supuesto alguna de las demás. Son en plano secuencia general. —La señalé—. Pero ni siquiera sabía de qué película era esa escena.

Apareció Sombreros fuera.

—Y no había visto algunas de las otras.

—Yo no… —balbuceó ella, mirando la pantalla.

—El Digimatte hace una superposición en la imagen de fibra-op que entra y la pone en disco —expliqué, y se lo demostré—. Esa imagen vuelve a través del enlace, y la fuente de fibra-op comprueba aleatoriamente la pauta de píxels y rechaza de forma automática cualquier imagen que haya sido cambiada. Sólo que tú no intentabas cambiar la imagen. Intentabas duplicarla. Y tuviste éxito. Encajaste los movimientos a la perfección, tanto que la comprobación browniana lo identificó como la misma imagen, tan perfecta que no la rechazó, y la imagen entró en la fuente de fibra-op. —Señalé con la mano la pantalla, donde ella bailaba «La calle 42».

—¿Quién aparece en esa escena de Los siete magníficos?

—preguntó el viejata que estaba detrás de nosotros, pero Alis no le contestó. Observaba los distintos pasos con suma gravedad. No supe interpretar su expresión.

—¿Cuántas hay? —preguntó, todavía mirando la pantalla.

—He encontrado catorce. Has ensayado más, ¿verdad? Las que pasaron los cerrojos-ID son casi todas bailarinas con tus mismos rasgos y hechuras. ¿Hiciste alguna de Anne Miller?

Bésame, Kate.

—Lo imaginaba. Su cara es demasiado redonda. Tus rasgos no encajarían lo bastante para pasar el cerrojo-ID. Sólo funciona cuando ya existe cierto parecido. —Señalé la pantalla—. Hay otras dos que encontré que no están en disco porque andan en litigio. Navidades blancas y también Siete novias para siete hermanos.

Ella se volvió a mirarme.

¿Siete novias? ¿Estás seguro?

—Apareces en la escena de la construcción del granero —dije—. ¿Por qué?

Ella se había vuelto hacia la pantalla y fruncía el ceño ante Shirley Temple, que bailaba con Alis y Jack Haley ataviados con uniformes militares.

—Tal vez… —dijo para sí.

—Te dije que bailar en las películas era imposible. Me equivocaba. Ahí estás.

En ese preciso instante la pantalla se apagó, y el viejata dijo en voz alta:

—¿Qué tal ese tipo que dice «Regálame el día»? ¿Lo tienen?

Extendí la mano para volver a poner el disco, pero Alis ya se había dado la vuelta.

—Me temo que no tenemos tampoco a Clint Eastwood. En la escena de Los siete magníficos aparecen Steve McQueen y Yul Brynner —dijo—. ¿Le gustaría verla? —Acto seguido se puso a pulsar accesos.

—¿Tiene que afeitarse la cabeza? —preguntó el amigo del viejata.

—No —contestó Alis, buscando una camisa, pantalones y un sombrero, todo de color negro—. El Digimatte se encarga de eso. —Empezó a colocar el equipo de grabación, mostrando al viejata dónde debía ponerse y qué hacer, ajena a su amigo, que aún hablaba de Charles Bronson, ajena a mí.

Bueno, ¿qué esperaba yo? ¿Que se llenara de alegría al verse allí arriba, que me rodeara con sus brazos como Nathalie Wood en Centauros del desierto? Yo no había hecho nada, excepto decirle que había conseguido algo que no pretendía hacer, algo que había rechazado cuando estaba en este mismo bulevar.

—Yul Brynner —dijo el amigo del viejata, disgustado—, y no Charles Bronson.

Un día en Nueva York volvió a aparecer en la pantalla. Alis la apagó sin mirarla siquiera y solicitó Los siete magníficos.

—Quieres a Charles Bronson y te dan a Steve McQueen —gruñó el viejata—. Siempre te endiñan la segunda opción.

Eso es lo que me gusta del cine. Siempre hay un personaje secundario cerca para soltar la moraleja, por si acaso eres tan estúpido como para no reconocerla tú sólito.

—Nunca se consigue lo que quieres —dijo el viejata.

—Sí, no hay nada como el hogar —contesté, y me dirigí a los deslizadores.


VERA MILES [Dirigiéndose al corral, donde RANDOLPH SCOTT está ensillando un caballo]:. ¿Iba a marcharse así? ¿Sin despedirse siquiera?

RANDOLPH SCOTT [Ajustando la cincha]: Tengo una deuda que zanjar. Y usted un joven al que atender. Le saqué la bala del brazo, pero necesita un vendaje. [RANDOLPH SCOTT se alza en el estribo y monta.]

VERA MILES: ¿Volveré a verle? ¿Cómo sabré que está bien?

RANDOLPH SCOTT: Supongo que estaré bien. [Se lleva la mano al sombrero.] Cuídese, señorita. [El caballo da la vuelta y se pierde hacia la puesta de sol]

VERA MILES [Gritando tras él]: ¡Nunca olvidaré lo que ha hecho por mí! ¡Nunca!


Volví a casa y empecé a trabajar. Primero hice las más importantes: restaurar el doble encendedor en La extraña pasajera, volver a meter el uranio en la botella de vino de Encadenados, devolver la borrachera a Lee Marvin en La ingenua explosiva. Y las que me gustaban: Ninotchka, Río Bravo y Perdición. Y Siete novias, que salió de litigio al día siguiente de ver a Alis. La alarma estaba sonando cuando desperté. Devolví el vaso y la botella de whisky a Howard Keel en la primera escena, y luego avancé hasta la construcción del granero y convertí el pan de maíz en una jarra antes de ver a Alis.

Era una lástima que no se lo hubiera podido mostrar, ya que parecía tan sorprendida de que el número apareciera en la pantalla. Seguramente le había causado problemas, y no era de extrañar. Todos aquellos pasos en alto y sin compañero… me pregunté qué equipo había arrastrado por Hollywood Boulevard hasta los deslizadores para que pareciera que estaba en el aire. Cómo me hubiese gustado que Alis hubiera visto lo feliz que parecía haciendo aquellos pasos.

Puse la escena del granero en el disco con las demás, por si los herederos de Russ Tamblyn o Warner apelaban, y luego borré todos los archivos de mis transacciones, por si Mayer se apoderaba del Cray.

Calculé que disponía de dos semanas, tal vez tres si la opa de Columbia seguía adelante. Mayer estaría muy ocupado tratando de decidir qué camino debía tomar y no tendría tiempo de preocuparse por SA, ni Arthurton tampoco. Pensé en llamar a Heada (ella sabría lo que pasaba), y luego decidí que probablemente era una mala idea. De todas formas, ella también estaría ocupada tratando de conservar su trabajo.

Una semana, al menos. Tiempo suficiente para devolver a Myrna Loy su resaca y ver el resto de los musicales. Ya había encontrado la mayoría, excepto Buenas noticias y Pájaros y abejas. Devolví el dulce la leche{En castellano en el original. (N. del T.)} a Ellos y ellas mientras tanto, y el brandy a My Fair Lady, y convertí de nuevo a Frank Morgan en un borracho en Vacaciones de verano. Fui más despacio de lo que quería, y después de semana y media me detuve y puse en disco y cinta todo lo que Alis había hecho, esperando que Mayer llamara a mi puerta en cualquier momento. Empecé con Casablanca.

Llamaron a la puerta. Avancé hasta el final, donde el bar de Rick seguía lleno de limonada, saqué el disco con los bailes de Alis y me lo guardé en el zapato. Luego abrí la puerta.

Era Alis.


El pasillo que se extendía tras ella estaba oscuro, pero sus cabellos, recogidos en un moño, captaban la luz de alguna parte. Parecía cansada, como si acabara de ensayar. Todavía llevaba puesta la bata. Pude ver medias blancas y una faldita plisada debajo, y unos dos centímetros de arrugas rosa. Me pregunté qué habría estado haciendo, ¿el número «Abba-Dabba Honeymoon» de Dos semanas de amor? ¿O algo de A la luz plateada de la luna?

Ella rebuscó en el bolsillo de la bata y tendió el opdisk que yo le había dado.

—He venido a devolverte esto.

—Puedes quedártelo.

Ella lo miró un instante y luego se lo guardó en el bolsillo.

—Gracias —dijo, y volvió a sacarlo—. Me sorprende que se grabaran tantos pasos. No era muy buena cuando empecé —comentó, dándole la vuelta—. Sigo sin serlo.

—Eres tan buena como Ruby Keeler.

Ella sonrió.

—Ésa era la ñaqui de alguien.

—Eres tan buena como Vera-Ellen. Y Debbie Reynolds. Y Virginia Gibson.

Ella frunció el ceño; miró de nuevo el disco y luego a mí, como intentando decidir si debía decirme algo.

—Heada me habló de su trabajo —dijo, pero no era eso—. Ayudante de localización. Es magnífico. —Contempló las pantallas, donde Bogart brindaba con Ingrid—. Me comentó que estabas volviendo a dejar las películas tal como estaban.

—No todas —dije, señalando el disco en su mano—. Algunos remakes son mejores que el original.

—¿No te despedirán por devolver todas las SA?

—Casi seguro. Pero es mu-mucho mejor que lo que ha-ha-cía antes. Es…

Historia de dos ciudades, Ronald Colman —dijo ella, mirando las pantallas donde Bogart se despedía de Ingrid, al disco, a las pantallas otra vez, tratando de pensar una frase que decirme.

Lo dije por ella.

—Te marchas.

Ella asintió, todavía sin mirarme.

—¿Adónde vas? ¿De vuelta a River City?

—Eso es de El músico —dijo, pero no sonrió—. No puedo continuar sola. Necesito a alguien que me enseñe los pasos de Eleanor Powell. Y también necesito un compañero.

Sólo por un instante, no, ni siquiera un instante, el parpadeo de un fotograma, pensé en cómo habría sido si yo no hubiera pasado los largos semestres colocado desmantelando bebidas alcohólicas, si los hubiera pasado en cambio en Burbank, practicando pasos de baile.

—Después de lo que dijiste la otra noche, se me ocurrió que podría usar una armadura de posición y un arnés de datos para los saltos, y lo intenté. Funcionó, supongo. Quiero decir que… Su voz se apagó torpemente, como si quisiera decir algo más, y me pregunté qué sería, y qué le contestaría. ¿Que Fred podría salir de juicio?

—Pero el equilibrio no es igual que con una persona real —suspiró—. Y necesito experimentar rutinas de aprendizaje, no sólo copiarlas de la pantalla.

Pensaba ir a algún sitio donde todavía hacían vivacciones.

—¿Dónde? —pregunté—. ¿Buenos Aires?

—No —contestó—. China. China.

—Hacen diez vivacciones al año —dije. Y veinte purgas. Por no mencionar las insurrecciones provinciales. Y los disturbios antiextranjeros.

—Sus vivacciones no son muy buenas. En realidad, son horribles. La mayoría son películas de propaganda o de artes marciales, pero el año pasado un par de ellas fueron musicales. —Sonrió tristemente—. Les gusta Gene Kelly.

Gene Kelly. Pero serían coreografías de verdad. Y el brazo de un hombre alrededor de su cintura en vez de un arnés de datos, y la mano de un hombre alzando la suya. Lo verdadero.

—Me marcho mañana por la mañana. Estaba haciendo las maletas, encontré el disco y pensé que tal vez querrías recuperarlo.

—No —dije, y luego pregunté, para no tener que decirle adiós—: ¿Desde dónde vas a volar?

—San Francisco. Tomaré los deslizadores esta noche. Y aún no he terminado de hacer las maletas. —Me miró, esperando que yo dijera mi línea de diálogo.

En realidad tenía bastantes donde elegir. Si hay algo que abunda en las películas, son las despedidas. Desde «¡Cuídate, querida!» a «No pidas la luna cuando tenemos las estrellas», a «¡Vuelve, Shane!». Incluso «Sayonara, baby».

Pero no dije nada. Me quedé allí de pie y la miré, contemplé su hermoso pelo a contraluz y su inolvidable rostro. Observé lo que deseaba y no podía tener, ni siquiera durante unos pocos minutos.

¿Y si le decía: «Quédate»? ¿Y si le prometía buscarle un profesor, conseguirle un papel, ponerla en un espectáculo? Sí. Con un Cray que tuviera unos diez minutos de memoria, un Cray que no tendría en cuanto Mayer descubriera lo que había estado haciendo.

Tras de mí, en la pantalla, Bogart decía «Aquí no hay sitio para ti», y miraba a Ingrid, tratando de hacer que el momento durara para siempre. Al fondo, las hélices del avión empezaban a girar, y al cabo de un minuto aparecerían los nazis.

Permanecieron allí, mirándose, y los ojos de Ingrid se llenaron de lágrimas, y Vincent podría pasarse la vida trabajando con su programa de lágrimas, nunca lo conseguiría. O tal vez sí. Habían hecho Casablanca con hielo seco y cartón. Y era de verdad.

—Tengo que irme —dijo Alis.

—Lo sé —contesté, y sonreí—. Siempre nos quedará París.

Y según el guión se suponía que ella debía dirigirme una última mirada de anhelo y subir al avión con Paul Henreid, ¿y por qué no he aprendido todavía que Heada siempre tiene razón?

—Adiós —dijo Alis, y de pronto estuvo en mis brazos, y yo la besaba, la besaba, y ella se desabrochaba la bata, se soltaba el pelo, el vestido de fantasía rosa, y una parte de mí pensaba «Esto es importante», pero ella se quitó el vestido, y los pantalones, y la tendí en la cama, y ella no se difuminó, no se morfeó en Heada, yo estaba sobre ella y dentro de ella, y nos movíamos juntos, con facilidad, sin esfuerzo, nuestras manos extendidas pero sin llegar a tocarse sobre las sábanas enmarañadas.

No dejé de mirarle las manos, flexionadas y extendidas en la pasión, sabiendo que sí la miraba a la cara sus facciones quedarían grabadas a fuego en mi cerebro para siempre, como un fotograma congelado, con klieg o sin klieg; temeroso de que si lo hacía ella me mirara con expresión condescendiente, o peor aún, que no me estuviera mirando. Que mirara más allá de mí, a dos bailarines sobre un suelo estrellado.

—¡Tom! —exclamó al correrse, y yo la miré. Sus cabellos estaban esparcidos sobre la almohada, a contraluz y hermosos, y su expresión era intensa, como lo había sido aquella noche en la fiesta, cuando contemplaba a Fred y Ginger en la librepantalla, embelesada y hermosa y triste.

Enfocada, finalmente, en mí.


TÓPICO CINEMATOGRÁFICO N°. 1: El final feliz. Conclusión.

VER: Oficial y caballero, Tú y yo, Algo para recordar, El milagro de Morgan Creek, Ritmo loco, Cadenas rotas.


Han pasado tres años. Durante ese tiempo China ha sufrido cuatro insurrecciones provinciales y seis revueltas estudiantiles, y Mayer ha pasado por tres opas y ocho jefes, el penúltimo de los cuales lo ascendió a vicepresidente ejecutivo.

Mayer no reaccionó a mi restauración de las SA durante casi tres meses, y para entonces yo había terminado ya toda la serie de El hombre delgado, El halcón maltés y todos los westerns, y Arthurton iba a la calle.

Heada, todavía en su papel de Joan Blondell, convenció a Mayer de que no me matara y redactara un vibrante discurso sobre la Censura y el Profundo Amor por el Cine, y que se hiciera despedir espectacularmente justo a tiempo de que el nuevo jefe volviera a contratarlo como «la única persona moral en toda esta ciudad colocada».

Heada fue ascendida a directora de decorados y luego (con su antepenúltimo jefe) a ayudante de producción a cargo de nuevos proyectos, y rápidamente me contrató para dirigir un remake. Un final feliz para todos.

Mientras tanto, programé finales felices para Felices Para Siempre Jamás, me gradué y busqué a Alis. La encontré en Dinero caído del cielo y En los bosques, el último musical realizado, y en Una chica de provincias. Pensaba que ya las había encontrado todas. Hasta esta noche.

Contemplé la escena en la película de Indy otra vez, mirando los zapatos plateados y la peluca platino, y pensando en los musicales. Indiana Jones y el Templo maldito no es uno de ellos. «Anything Goes» es el único número que aparece, y sólo porque una de las escenas se desarrolla en un club nocturno y las chicas son la atracción.

Y tal vez es así como debe ser. El remake en el que estoy trabajando tampoco es un musical (es un dramón sobre una pareja de amantes separados), pero podría cambiar la escena del comedor del hotel por un club nocturno. Y luego, dentro de dos jefes, hacer un remake que se desarrolle en un club nocturno, y poner a Fred (que a esas alturas ya habrá salido del litigio) como número secundario. Es lo que hacía en Volando hacia Río de Janeiro, un número secundario, treinta años, calvete, sabía bailar un poco. Y mira lo que pasó.

Y antes de que te des cuenta, Mayer le estará diciendo a todo el mundo que el musical ha vuelto, y me asignaría el remake de La calle 42 y descubriría dónde está Alis y haría una reserva en los deslizadores y montaríamos un espectáculo. Todo es posible.

Incluso viajar en el tiempo.

Accedí a Vincent el otro día para pedirle prestado su programa de montaje, y me dijo que el viaje temporal era un cuento chino.

—Estábamos así de cerca —dijo, aproximando el pulgar y el índice—. Teóricamente, el efecto Cachemira debería funcionar tanto para el tiempo como para el espacio, pero han enviado imagen tras imagen a una región de materia negativa, y nada. Ninguna superposición. Supongo que algunas cosas no son posibles.

Se equivoca. La noche en que Alis se marchó, me dijo:

—Después de lo que dijiste la otra noche, pensé que tal vez podría usar un arnés de datos para los saltos.

Y yo me pregunté qué era lo que había dicho, y cuando le mostré el opdisk, ella dijo:

¿Siete novias para siete hermanos? ¿Estás seguro? —No está en el disco —dije yo—. Está en litigio.

Y lo estuvo hasta el día siguiente. Y cuando quise comprobarlo permaneció en litigio todo el tiempo que la estuve buscando.

Y durante ocho meses antes que eso, en una alegación de Tesoro Nacional que había presentado la Sociedad de Conservación Cinematográfica. La noche que vi Siete novias, llevaba fuera de litigio exactamente dos horas. Y volvió a estarlo una hora después.

Alis sólo llevaba trabajando seis meses en Ha Nacido Una Estrella. Siete novias estuvo en litigio todo el tiempo. Hasta después de que yo la encontrara. Hasta después de que yo le dijera que la había visto en la película. Y cuando se lo dije, ella comentó:

¿Siete novias para siete hermanos? ¿Estás seguro?

Y yo pensé que estaba sorprendida porque las piruetas eran muy difíciles, sorprendida porque no había intentado superponer su imagen en la pantalla.

Siete novias no había salido de litigio hasta el día siguiente.

Y una semana y media después, Alis vino a mí. Vino directamente de los deslizadores, directamente de practicar con el arnés y la armadura que había pensado podría funcionar, «después de lo que dijiste la otra noche». Y había funcionado. «Supongo —había dicho—. Quiero decir…»

Había venido directamente desde el ensayo, con el trajecito rosa de Virginia Gibson, sus pantalones, el disfraz para el baile del granero que acababa de hacer. La escena del granero que yo había visto seis semanas antes de que la hiciera. Mi teoría de que había retrocedido en el tiempo era cierta después de todo, aunque sólo fuera su imagen, sólo píxels en una pantalla. Ella tampoco había estado intentando descubrir el viaje en el tiempo. Sólo había intentado aprender pasos de baile, pero la pantalla ante la que ensayó no era tal: era una región de materia negativa, llena de electrones aleatorios y superposiciones potenciales. Llena de posibilidades.

Nada es imposible, Vincent, pienso, mientras veo a Alis haciendo rápidos giros con su body de lentejuelas. No si sabes lo que quieres.

Heada contacta conmigo.

—Estaba equivocada. El Ford trimotor está al principio de la segunda película, Indiana Jones y el Templo maldito. Empieza con el fotograma…

—Ya lo he encontrado —digo, frunciendo el ceño hacia la pantalla donde Alis, con su peluca rubio platino, hace un paso de barrido.

—¿Qué ocurre? —pregunta Heada—. ¿No va a funcionar?

—No estoy seguro. ¿Cuándo va a zanjarse el litigio de Fred Astaire?

—Dentro de un mes —responde rápidamente—. Pero enseguida empezará otro. Sofracima-Rizzoli reclama infringimiento de copyright.

—¿Quién demonios es Sofracima-Rizzoli?

—El estudio que posee los derechos de una película que Fred Astaire hizo en los setenta. El taxi púrpura. Supongo que llegarán a un acuerdo. ¿Por qué? —dice, recelosa.

—El avión de Volando a Río de Janeiro. He decidido que eso es lo que quiero.

—¿Un biplano? No tienes que esperar para eso. Hay montones de películas con biplanos. Las águilas azules, Alas, La gran ruta hacia China… —se interrumpe, parece triste.

—¿Tienen deslizadores en China?

—¿Qué dices? Tienen suerte de disponer de bicicletas. Y suficiente para comer. ¿Por qué? —dice ella, súbitamente interesada—. ¿Has descubierto dónde está Alis?

—No.

Heada vacila, tratando de decidir si debe contarme algo.

—El ayudante del director de plato ha vuelto de China. Por lo visto, corren rumores acerca de la tercera revolución cultural. Quemas de libros, reeducación, han clausurado al menos un estudio y detenido a todo el equipo de rodaje.

Debería estar preocupado, pero no lo estoy, y Heada, que lo sabe todo, reacciona inmediatamente.

—¿Ha vuelto? —pregunta—. ¿Has tenido noticias suyas?

—No —digo, porque finalmente he aprendido a mentirle a Heada, y porque es verdad. No sé dónde está ella, ni he tenido noticias suyas. Pero he recibido un mensaje.

Fred Astaire ha salido dos veces de litigio desde que Alis se marchó, una vez entre demandas de copyright durante exactamente ocho segundos, y la otra hace un mes, cuando la AFI presentó una demanda alegando que era un hito histórico.

Esa vez yo estaba preparado. Tenía en opdisk, backup y cinta el número del Beguine, y estaba preparado para comprobarlo antes de que la alarma dejara de sonar.

Fue en plena noche, como de costumbre, y al principio pensé que todavía estaba durmiendo o que experimentaba un último destello.

—Amplía superior derecha —ordené, y volvía a verlo otra vez. Y otra. Y a la mañana siguiente.

Fue siempre igual, y el mensaje alto y claro: Alis se encuentra bien, a pesar de insurreciones y revoluciones, y ha hallado un lugar para practicar y alguien que le enseñe los pasos de Eleanor Powell. Y va a regresar, porque China no tiene deslizadores, y cuando lo haga, va a bailar el Beguine con Fred Astaire.

O tal vez ya lo ha hecho. La vi en el número de la construcción del granero de Siete novias seis semanas antes de que lo hiciera, y han pasado cuatro desde que la descubriera en Melodías. Tal vez ya ha vuelto. Tal vez ya lo ha hecho.

No lo creo. Le prometí al actual James Dean de Ha Nacido Una Estrella el suministro de chooch de toda una vida si me avisaba cuando alguien tocara el Digimatte, y Fred sigue en litigio. Y no sé hasta dónde retrocede en el tiempo la superposición. Seis semanas antes de que lo hiciera cuando la vi en Siete novias. No hay forma de saber cuánto tiempo llevaba su imagen allí. Menos de dos años, porque no estaba en La calle 42 cuando la vi por primera vez, cuando empezaba con la lista de Mayer, y sí, sé que estaba colocado y que puede que se me pasara por alto. Pero yo creo que no. Reconocería su cara en cualquier parte.

Así que menos de dos años. Y Heada, que lo sabe todo, dice que Fred saldrá del litigio dentro de tres meses.

Mientras tanto, estoy ocupado haciendo remakes y tratando de que sean buenos, naciendo que Mayer hable con ILMGM para que registre a Ruby Keeler y Eleanor Powell, trabajando para la Resistencia. Incluso he dado con un final feliz para Casablanca.

Es después de la guerra, y Rick ha vuelto a Casablanca después de luchar junto a la Resistencia, después de quién sabe qué penalidades. El café Américain se ha quemado, y todo ha desaparecido, incluso el loro, incluso Sam, y Bogie se queda de pie contemplando las ruinas durante un rato, y entonces empieza a caminar entre los escombros, intentando ver qué puede salvar.

Encuentra el piano, pero cuando le da la vuelta, la mitad de las teclas se caen. Da con una botella de escocés intacta entre las ruinas y la coloca sobre el piano y empieza a buscar un vaso alrededor. Y allí está ella, de pie en lo que queda de la puerta.

Parece distinta, lleva el pelo recogido hacia atrás, y parece más delgada, cansada. A verla enseguida se adivina que Paul Henreid ha muerto y que ella ha sufrido mucho, pero esa cara se reconocería en cualquier parte.

Ella se queda en la puerta, y Bogie, todavía intentando encontrar un vaso, alza la cabeza y la descubre.

No hay diálogo. No hay música. No hay abrazos, a pesar de las bienintencionadas ideas de Heada. Sólo ellos dos, que pensaron que nunca volverían a verse, observándose.

Cuando acabe con mi remake, pondré mi final de Casablanca en el comp de Felices Para Siempre Jamás para los turatas.

Mientras tanto, tengo que separar a mis enamorados y enviarlos a sufrir penalidades diversas para que expíen sus pecados. Para lo cual necesito un avión.

Pongo el disco de «Anything Goes» en disco y backup, por si Kate Capshaw entra en litigio, o luego avanzo hasta el Ford trimotor y lo salvo también, por si el biplano no funciona.

La gran ruta hacia China —digo, y lo cancelo antes de que tenga tiempo de aparecer—. Exhibición simultánea. Pantalla uno, Templo maldito. Dos, Cantando bajo la lluvia. Tres, Buenas noticias…

Pronuncio la letanía, y Alis aparece en las pantallas, una tras otra, con pantalones de baile y polisones y chalequitos verdes, con coleta y rizos rojos y trenzas. Su cara tiene en todas la misma expresión intensa, alerta, concentrada en los pasos y la música, inconsciente de que está conquistando codificaciones, comprobaciones brownianas y tiempo.

—Pantalla dieciocho —ordeno—. Siete novias para siete hermanos. —Ella gira por el suelo y salta en brazos de Russ Tamblyn. También él ha conquistado el tiempo. Todos lo han hecho, Gene y Ruby y Fred, a pesar de la muerte del musical, a pesar de los ejecos de los estudios y los hackólitos y los tribunales, han conquistado el tiempo con un giro, una sonrisa, un paso, han capturado por un momento eterno lo que anhelamos y no podemos tener.

He estado trabajando demasiado tiempo en los melodramas. Necesito continuar con el asunto que tengo entre manos, escoger un avión, ahorrar el sentimiento para la Gran Despedida de mis amantes.

—Cancela todas las pantallas —digo—. Pantalla central, La gran ruta hacia… —De pronto me interrumpo y me quedo mirando la pantalla plateada, como Ray Milland deseando un trago en Días sin huella—. Pantalla central. Fotograma 96-1100. Sin sonido. Melodías de Broadway 1940 —digo, y me siento en la cama.

Bailan los dos muy juntitos, vestidos de blanco, perdidos en la música que no puedo oír y los pasos sincronizados que tardaron semanas en practicar, bailando fácilmente, sin esfuerzo. El pelo castaño claro de ella captura la luz de algún sitio.

Alis realiza un giro, su falda blanca traza el mismo arco que la de Eleanor (comprobación y comprobación Browniana), y es evidente que habrá tardado semanas en conseguir eso.

Junto a ella, indiferente, elegante, ajeno a copyrights y opas, Fred marca un triple zapateo, y Alis lo responde, y se vuelve a sonreír por encima de su hombro.

—Congela —ordeno, y ella se detiene, aún girando, la mano extendida y casi tocando la mía.

Me inclino hacia delante, mirando el rostro que he visto desde aquella primera noche en que la contemplé desde la puerta, el rostro que reconocería en cualquier parte. Siempre nos quedará París.

—Avanza tres fotogramas y retiene —digo, y ella me dirige una sonrisa encantada, infinitamente prometedora—. Avanza en tiempo real. —Y allí está Alis, como tenía que estar, bailando en las películas.

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