Capítulo 10

Allí estaba, con Madison. Fergus detuvo el Land Rover bajo un grupo de eucaliptos sin poder disimular una sonrisa. Ginny había llevado con ella todo lo que se le había ocurrido.

Ginny, Madison, los perros, Richard tumbado en un colchón hinchable y Miriam sentada a su lado con los pies en el agua.

Era una merienda familiar, desde luego. Y le dieron ganas de salir corriendo.

– Hola -lo saludó Ginny. Llevaba un bikini y encima una especie de pareo de color morado.

Quizá no quería salir corriendo.

Bounce ha estado a punto de comerse las salchichas -le contó Madison, que llevaba un pareo como el de Ginny. La asociación de madres de Cradle Lake había decidido que tenían que hacer algo porque la pobre niña no tenía ropa. Ahora tenía vestidos para cada ocasión, pero seguía siendo tan delgadita…

Quizá debería salir corriendo.

– ¿Y quién ha salvado las salchichas? -preguntó.

Richard abrió los ojos entonces.

– Nuestra Ginny ha sido jugadora de rugby en otra vida. Fue un salto por el que a un jugador internacional le habrían pagado una fortuna.

– Pero se ha hecho daño en la rodilla -le contó Madison.

– ¿Necesitas un médico?

– No, gracias -contestó ella.

– Lo que necesitamos es un cocinero -dijo Miriam-. Le ha tocado, doctor Reynard.

– ¿Por qué?

– Porque los hombres son los que se encargan de las barbacoas -susurró Richard-. Y yo no puedo.

Fergus miró a su paciente con expresión preocupada. Apenas tenía voz. Debía de haber sido un esfuerzo tremendo para él estar allí. Pero entre Miriam y Ginny lo habían puesto cómodo. Habían colocado la botella de oxígeno a su lado y tenía una mano metida en el agua…

El sol estaba poniéndose sobre el lago y la brisa era deliciosa. Si a él sólo le quedasen unos días de vida también querría estar allí, pensó.

Cuando miró a Ginny, se dio cuenta de que ella pensaba lo mismo. Había dolor en sus ojos, el conocimiento de que pronto tendría que decirle adiós a su hermano…

– Bueno, vamos a hacer esas salchichas -dijo Fergus, con voz ronca-. Maddy, ¿quieres ayudarme?

– Madison -lo corrigió la niña.

– Ah, perdona. ¿Quieres ayudarme con las salchichas, Madison?

– ¿Qué quieres que haga?

– ¿Las has pinchado?

– ¿Qué?

– Hay que pinchar las salchichas antes de ponerlas en la barbacoa. Ven, voy a enseñarte cómo pinchar salchichas como un profesional.


Pincharon, cocinaron y se comieron las salchichas. Y luego tomaron ensalada, pastel, uvas y limonada.

– Es hora de nadar un rato -dijo Ginny después.

– ¿No se supone que hay que esperar media hora después de comer? -preguntó Fergus.

– ¿Por qué?

– Para que no se corte la digestión.

– ¿De qué libro de medicina has sacado eso?

– De ninguno. Lo decía mi madre -sonrió Fergus.

– Mi madre decía que cada minuto fuera del agua en una tarde como ésta era un minuto perdido -replicó Ginny-. ¿Quieres que enfrentemos a tu madre y a la mía?

– No -rió Fergus-. Mejor no.

– Espero que hayas traído tu bañador.

– Sí, claro.

Fergus se bajó los pantalones, sintiéndose como un adolescente. Se había desnudado delante de Ginny la noche anterior, pero hasta eso le avergonzaba. Y que Miriam lanzase un silbido no ayudó mucho.

– Oh, doctor Fergus, hace que se me doblen las rodillas -rió la enfermera.

– Empiezo a entender lo que has visto en este hombre -bromeó Richard.

– Bueno, al agua todo el mundo -anunció Ginny-. ¿Sabes que hacíamos carreras cuando éramos pequeños? Teníamos que llegar a esos palos de ahí, que son los que marcan las zonas más profundas, y Richard siempre llegaba el primero. No le ganaba nadie.

– Con fibrosis quística, además -añadió él.

– Nadie ha batido tu récord desde entonces, hermano. A la porra la fibrosis quística. Entonces no podía ganarte.

«Entonces no podía ganarte».

Aquello era una batalla, pensó Fergus, mirando de uno a otro. Esa enfermedad había sido una parte de sus vidas durante tanto tiempo que era casi algo tangible. Un monstruo al que había que ganar una y otra vez.

Hasta que no pudiesen ganarle. Y eso sería pronto.

Mientras tanto, todos estaban mirándolo, expectantes.

– ¿Quieres que echemos una carrera? -sonrió Ginny-. Se lo ofrecería a Richard, pero en este momento esta ocupado.

– Desde luego -asintió su hermano-. Madison, siéntate a mi lado. Vas a ver a tu tía nadando como una ballena… digo como un delfín.

Mientras nadaban, los perros ladraban como locos en la orilla.

– ¡Richard! ¿No quieres nadar un rato? -bromeó Ginny desde el agua.

– No, gracias. Ya he ganado todas las carreras posibles en este lago. ¿Qué más puede esperar un hombre de la vida?


Se quedaron allí hasta que oscureció del todo. Milagrosamente, el móvil de Fergus no sonó. Después, tostaron malvaviscos en una hoguera y vieron cómo la luna se levantaba sobre el agua.

– Bueno, yo me voy a casa un momento. Tengo que regar mi huerto -se excusó Miriam-. Pero volveré en una hora.

– Pobrecilla. Qué trabajo le estamos dando -murmuró Ginny, sintiéndose culpable.

– ¿Por qué? Es su profesión y le gusta -sonrió Fergus.

– ¿No has tenido que retorcerle un brazo?

– No, en serio. Ésta es una comunidad estupenda.

– Sí, lo sé. Bueno, lo he sabido hace poco. Si mis padres hubieran pedido ayuda…

– Y si no hubierais tenido un vecino como Óscar Bentley.

Ginny se encogió de hombros.

– Óscar es irrelevante. Es un amargado, siempre lo ha sido. En lugar de casarse y tener siete hijos se encerró en su granja maldiciendo a todo el mundo y protestando por todo…

Fergus miró a Richard entonces. Estaba profundamente dormido. Profundamente…

Inquieto, se acercó para tomarle el pulso. Sí, todavía había pulso. Cuando se volvió, Ginny había abrazado a Madison y lo miraba, muy pálida.

– Sigue con nosotros.

– Pero pronto -dijo ella en voz baja.

– Pronto -asintió él-. Pero le has regalado esta noche. Le has hecho ver que su hija no se quedará sola. Es un regalo maravilloso, Ginny.

– Tú me has ayudado mucho.

Como Richard, Madison se había quedado dormida, pero en ese momento se movió un poco, como si acabara de darse cuenta de que no estaba en los brazos de su madre. Ginny la dejó sobre la manta y la tapó con una toalla. Luego miró su carita…

Pronto tendrían que moverse. Tendrían que despertar a Richard y volver a casa. Pronto aquella noche terminaría. Y ella no quería que terminase, pensó Fergus. Porque sabía que su hermano no volvería al lago.

Algo había terminado esa noche.

Y tampoco él podía soportarlo.

No recordaba haberse movido. Pero lo hizo. De repente, estaba al lado de Ginny. La tenía entre sus brazos y estaba besándola…

La estaba besando como sabía que ella necesitaba ser besada.

Era diferente de la noche anterior. La noche anterior habían hecho el amor apasionadamente, pero ahora…

Ahora necesitaba besar a aquella mujer como necesitaba respirar. Era tan preciosa, tan valiente, tan fuerte…

Llevaba el peso del mundo sobre los hombros, como había hecho siempre. Había tenido que cuidar de su familia desde que era una niña y seguía haciéndolo.

Era tan…

Ginny.

Y lo necesitaba. Podía sentirlo en el temblor de su cuerpo, en cómo se pegaba a él, en cómo levantaba la cara para recibir sus besos.

– Ginny, tenemos que estar juntos.

– No veo cómo.

– Podemos arreglarlo. Tenemos que hacerlo.

– No sé…

– Puedo hacerlo -siguió Fergus. Pero, al mirar la escena iluminada por la hoguera y la luz de la luna, vaciló. Un moribundo y tres perros flacos tumbados a su lado. Richard había pedido las salchichas que quedaban y se las había dado a los perros mientras ellos nadaban, convirtiéndolos en sus devotos fans para siempre. O durante el tiempo que le quedase.

Ante él tenía a una mujer hermosa que lo miraba con ojos inseguros pero retadores. «Todo o nada», parecía decirle. «Si yo puedo hacerlo, tú puedes también». «Podemos empezar otra vez».

Una niña.

Una niña a su lado.

Podía hacerlo. Podía dar un paso atrás y…

– Es demasiado pronto, Fergus -dijo Ginny entonces-. Molly murió hace muy poco tiempo. Es demasiado pronto para formar otra familia.

– No voy a reemplazar a Molly -dijo él. Pero no pudo disimular la inseguridad que había en su voz-. Molly y Madison son… tan diferentes.

– Sí, pero…

– Te quiero, Ginny. Haré lo que tenga que hacer…

– Eso es lo que no quiero, Fergus. No estoy preparada para eso. Ayer decidí que podría volver a ser un ser humano. Que podría vivir con Madison, con los perros y con esta comunidad Pero cargar contigo…

– ¿Cómo que cargar conmigo?

– Tú tienes fantasmas, Fergus. Si no los tuviera yo, quizá podría ayudarte con los tuyos pero…

– No te estoy pidiendo que lo hagas.

– Ya lo sé, pero… no estoy negando que siento algo por ti, pero me da miedo. Vuelve a mí dentro de un año, cuando haya aprendido lo que es el amor otra vez. Cuando tú hayas descubierto lo que significa no ser el padre de Molly.

– Ginny, quiero estar contigo.

– Lo sé. Pero tenemos que ser sensatos.

– Yo no quiero ser sensato. Quiero casarme contigo.

Era una proposición absurda y él lo sabía.

– Casarte conmigo significaría ser el padre de Madison. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

– Quizá…

– No puede haber «quizás» en esto, Fergus. Además, esta conversación no tiene ningún sentido. Tú sabes que es demasiado pronto. Apenas nos conocemos y… bueno, vamos a dejarlo. Tenemos que volver a casa. ¿Me ayudas?

– Claro -suspiró él, acercándose a Richard-. Hora de irse, amigo.

– Nunca es hora de irse -murmuro él, girando la cabeza para ver la luna brillando sobre el lago.

Fergus vio entonces que una solitaria lágrima rodaba por su rostro.

– Richard -musitó Ginny, apretando su mano. Los dos se quedaron en silencio y Fergus se apartó un poco.

¿Cómo se le dice adiós a la vida?

Pero al fin Richard hizo un gesto con la cabeza.

– Vamos.

– Vas a tener que ponerte a dieta -bromeó Ginny, mientras levantaban el colchón hinchable.

– ¿No podríamos volver a casa rodeando el lago? -preguntó su hermano entonces-. No creo que vaya a volver a verlo.

Ginny y Fergus se miraron.

– Tú lleva a Richard a casa. Yo llevaré a Madison -se ofreció Fergus.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro.

– No quiero…

– No pasa nada -la interrumpió él. Sabía que Richard y Ginny necesitaban estar solos un rato. Le quedaba tan poco tiempo…

– Gracias, amigo -murmuró él.

De modo que Fergus tomó a Madison en brazos. Al hacerlo la niña, medio dormida, le echó los bracitos al cuello. Buscando seguridad.

Fergus la apretó contra su corazón mientras la llevaba hasta el coche y sintió… sintió…

«No lo pienses».

– No pasa nada, cariño. Voy a llevarte a la cama. A casa con Ginny y con tu papá.

– Papá -susurró ella. Y esa palabra fue como un cuchillo en el corazón de Fergus.

Molly…

Logró llegar hasta la casa, pero saber que llevaba una niña en el asiento de atrás, como había llevado a su hija durante tantos años lo hizo sentir… vacío. En blanco. Como si no supiera cómo seguir adelante.

– Quiero ver a mi mamá -musitó Madison entonces.

– Ginny estará en casa.

– Quiero a mi mamá.

– Richard y Ginny vienen rodeando el lago, cielo. Llegarán enseguida.

Miriam ya había llegado a la casa y bajó para ayudarlo con la niña.

– ¿Vamos a la cama? He puesto sábanas limpias. Si no le importa llevarla en brazos, doctor Reynard…

Haciendo de tripas corazón, Fergus sacó a la niña del coche.

– Hora de irse a dormir.

Y, de nuevo, Madison le echó los bracitos al cuello, suspirando. El corazón de Fergus se encogió un poco más hasta que estuvo seguro de que se le iba a partir. Como se le partió la noche que le dijo adiós a Molly para siempre.

¿Cómo podía pensar…? No, no podía.

Cuando dejó a la niña en la cama, Madison apretó la cara contra la suya, como en un movimiento reflejo, seguramente algo que hacía con su madre. Y Fergus no tuvo más remedio que besarla. Madison lo abrazó entonces con fuerza, como si estuviera pidiéndole ayuda.

– Papá -susurró.


Media hora después, Ginny y Richard llegaban a la casa.

– Hemos dado la vuelta entera al lago. Y hemos mirado la luna hasta que Richard se quedó dormido. Siento que hayas tenido que esperar…

– No pasa nada.

Pero había algo en su voz.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Ginny.

– Nada. Vamos a meter a Richard en la cama.

– ¿Qué ha pasado, Fergus? -le preguntó ella después de instalar a Richard en su cama del porche.

– Ginny, no puedo…

– No puedes estar conmigo, ya lo sé.

– Pensé…

– Fergus, pasamos una noche estupenda, pero tú no te has liberado. Y es normal. Tú estás donde yo he estado durante muchos años: escapando de todo. Y no pienso cargarte con mi vida.

– Pero tú…

– Yo creo que eres un hombre maravilloso. Un hombre al que me encantaría amar, pero hay muchas cosas que amar en este mundo y tú sólo eres una de ellas.

– Vaya, gracias.

– De nada.

– Es Madison -murmuró Fergus.

– No, no tiene nada que ver con Madison. Crees que querrías estar conmigo si no tuvieras que mirar a una niña otra vez. Pero en realidad no quieres estar conmigo. No como yo quiero estar contigo.

– No te entiendo.

– Porque aún no has tenido una iluminación -sonrió Ginny-. Espero que la tengas algún día. Al fin y al cabo, tú me la has regalado a mí.

– Una iluminación -repitió Fergus.

– Yo solía apartar el dolor enfadándome por cualquier cosa. O trabajando. Me ponía a trabajar y me olvidaba de todo. O me iba al gimnasio a hacer kickboxing.

– ¿Kickboxing?

– No te lo imaginabas, ¿eh?

– No.

– En fin, el caso es que queriéndote a ti me he dado cuenta de que funciona, que puedo amar otra vez. Puedo vivir la vida, puedo ser feliz.

– Sí, pero…

– Tú miras a Madison y se te parte el corazón. Y yo no quiero que pases por eso, Fergus. Es mejor que sigamos siendo colegas y nada más. Quizá en un par de años las cosas hayan cambiado o… quizá algún día yo estaré sentada en una mecedora haciendo punto y gastaré parte de mi pensión en otra mecedora para que te sientes a mi lado. Seguro que serás un octogenario muy guapo.

– Ginny…

– Los dos sabemos que eso no va a pasar ahora, Fergus. Te quiero, pero no te necesito. Me gustaría poder librarte de ese miedo, de esa soledad, pero no sé cómo hacerlo. Quizá lo consigas con el tiempo. Así que date ese tiempo, Fergus. Pero ahora márchate, cariño.

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