Capítulo 7

Ginny no tenía intención de volver a su casa. Y tampoco quería ir al apartamento de Fergus, pegado a la clínica. Pero en el lago estaba el cobertizo para botes. El cobertizo que durante sus horribles años adolescentes había usado como refugio. Iba allí cuando ya no podía más.

Le indicó a Fergus cómo llegar y él condujo en silencio, mirándote de reojo de vez en cuando.

«Sólo esta noche», se decía.

El mundo parecía contener el aliento.

Cuando salieron del Land Rover, Fergus volvió sobre sus pasos.

– Espera, vuelvo enseguida. Voy a buscar la chaqueta.

– ¿Necesitas la chaqueta?

– Es que llevo el teléfono en el bolsillo.

– Imperativo profesional, ¿eh?

– Acepté este trabajo, así que…

– ¿Estamos esperando algún imperativo?

– Pues tendría que ser un imperativo muy urgente. Tú abre el cobertizo, yo voy a buscar el maletín.

– ¿Por qué contiene imperativos médicos? -sonrió Ginny.

– Por supuesto.


¿Estaba haciendo mal? Ginny abrió la puerta del cobertizo, pensando que debería sentirse incómoda. O preocupada. O algo. Pero no sentía nada de eso. Se sentía… estupendamente.

El bote que la familia había usado años atrás había desaparecido, pero el cobertizo estaba seco. A Ginny siempre le había encantado aquel sitio. Era como su otra casa y solía llevar cosas allí, como una ardilla: mantas, almohadas, un viejo colchón con un par de muelles rotos. Todo era viejo, pero no tanto como para no poder usarlo ahora.

Fergus se detuvo en la puerta y miró alrededor. Había luna llena y la luz que emitía era más que suficiente para iluminar el interior del cobertizo.

– Tengo velas -dijo Ginny.

– Seguro que sí. Con Cupidos dibujados.

– No te rías de mí, tonto.

– No me estoy riendo. Ginny, esto es fabuloso. Un hombre podría enamorarse…

– Pero tú no vas a hacerlo.

– No, claro que no -contestó Fergus. Pero de repente, parecía un poco inseguro-. Ginny, ¿lo has pensado bien?

– No hay nada que pensar. Tenemos esta noche, pero mañana… no, no habrá mañana. Los dos lo sabemos.

– Sí, claro. Sólo vamos a hacer el amor -murmuró Fergus-. Te deseo, Ginny, pero quiero que tú me desees también.

– Te deseo -suspiró ella.

– No sólo por el sexo. Quiero que quieras hacer el amor conmigo. Haya o no mañana, esto tiene que ser un acto de amor o no quiero tomar parte. Y necesito que me beses.

Ginny levantó la cabeza. Fergus estaba mirándola, pero no miraba sus pechos como habrían hecho otros hombres. Estaba mirándola a los ojos.

Y algo había cambiado dentro de ella. Algo de lo que no se había dado cuenta hasta ese momento.

Fergus.

Aquella noche, él era su hombre. Alto, grande, tierno… y había sufrido tanto como ella. Ginny levantó una mano para acariciar su cara suavemente…

– Fergus.

Él se inclinó para besarla.

– Sólo por esta noche… -musitó Ginny, sabiendo que eso era lo que él quería escuchar, pero insegura de repente. Mientras la besaba, Fergus acariciaba su espalda y cada roce, cada movimiento enviaba escalofríos de placer por todo su cuerpo.

Aquello era verdad. No era un sueño, estaba ocurriendo. Cuando Fergus le quitó la camisa y el sujetador no protestó, todo lo contrario. Pero él seguía vestido y Ginny podía sentir su fuerza bajo la ropa. Una ropa que desaparecería enseguida. Por el momento, parecían tener todo el tiempo del mundo.

– Por esta noche puedo quererte, Fergus -musitó.

– Ginny, ¿estás segura? Ya sabes que no voy a hacerte ninguna promesa.

– No quiero promesas. Por ahora, sólo te quiero a ti.

– Somos tontos. Los dos somos tontos.

– No. Somos dos personas adultas con un preservativo. Y vamos a pasarlo bien -sonrió ella, sabiendo que todo su universo estaba centrado en aquel momento. En silencio, tomó su mano y besó cada dedo mientras él la miraba, maravillado.

Fergus la besó de nuevo y aquella vez fue diferente. Mejor. La besó como ella necesitaba que la besara. En el cuello, en los párpados, en los labios.

Ginny tomó su mano y la puso sobre sus pechos. Él trazó el contorno con los dedos rozando la aureola, haciendo que dejase escapar un gemido de placer.

Pero él seguía llevando la camisa y Ginny tenía que quitársela. La noche era maravillosa y la luz de la luna jugaba con sus rostros. No había necesidad de encender velas.

Su Fergus. Por esa noche, era su Fergus.

No hablaron. No había necesidad de hablar. Ginny desabrochó su camisa. Su encantador Fergus. Su héroe, tan herido como ella.

Cuando acarició su torso notó que su respiración se volvía más agitada. Inclinándose, pasó la lengua por su cuello. La camisa había caído al suelo y sólo quedaban los pantalones.

Su Fergus.

Lentamente, él inclinó la cabeza y empezó a besarla entre los pechos. Los sujetaba con ambas manos y sus labios se movían de uno a otro. Los besaba por turnos, tentando los pezones, saboreándolos.

Luego Fergus tiró de sus vaqueros. Bien. Ginny buscó la cremallera de los suyos con dedos temblorosos y empezó a desabrocharla. Sintió que él se quedaba inmóvil cuando sus dedos encontraron lo que buscaban. Y no sentía vergüenza alguna.

Aquella noche la estaba cambiando, sacándola de un abismo que ya no podía soportar. El escape para ella era amar a aquel hombre. Sólo aquella noche.

Sus cuerpos se derretían el uno sobre el otro. Fergus tiró de ella y la colocó sobre el viejo colchón. Ginny se oyó a sí misma gemir cuando él se apartó para hacer lo que tenía que hacer, pero duró apenas un momento. Y luego volvió a ella, tierno, lento, inevitable. Piel con piel, Ginny sintió que se mareaba de placer. Con una pasión que no había sentido nunca.

Era tan precioso. Su cuerpo magnífico, fuerte y viril. ¿Cómo se atrevía a renegar del amor porque una vez lo habían herido?

Fergus.

Tumbados en el colchón, sintiendo el aire fresco de la noche sobre su piel desnuda, la luz de la luna creando una intimidad mágica entre ellos y oyendo cómo las olas golpeaban la orilla del lago, Ginny experimentó un momento de inmensa alegría. De pura felicidad.

Todos sus sentidos despiertos, más que nunca. No se había sentido tan viva como en aquel momento.

– Fergus -susurró, su voz ronca de pasión. Él se colocó encima, las rodillas sujetando sus caderas. Ginny se arqueó, queriendo estar más cerca, besando su torso, jadeando…

Fergus.

– Mi niña preciosa. Mi corazón.

– Ven a mí -dijo Ginny, tirando de él. Pero Fergus se resistía. En lugar de hacer lo que tenía que hacer, se inclinaba, rozando sus pechos con el torso desnudo… buscando sus labios una y otra vez.

Hasta que por fin se colocó justo encima donde más lo necesitaba, buscándola con algo que no eran sus labios.

Ginny enterró la cara en su cuello. Estaba dentro de ella, fuerte y suave a la vez, empujando y amándola. Ella se movía con él, al mismo ritmo, dejando que la llevase adonde quisiera.

Llevándola a un hogar que ella no sabía que pudiese tener.

Su hombre. Por esa noche, su hombre. Su camino hacia el futuro.

Entonces dejó de pensar. Los pensamientos desaparecieron y se limitó a sentir. Su cuerpo se movía sin que se diera cuenta. En cuanto terminaba una sensación empezaba otra. Ginny lloraba agarrándose a él y supo entonces que su mundo estaba allí.

Su amor.

Cuando terminaron, cuando por fin cayeron sobre el colchón, exhaustos, Fergus siguió abrazado a ella. Ginny podía sentir los latidos de su corazón y supo que en su mundo las cosas por fin estaban bien.

Encontró fuerzas para incorporarse y lo besó en las mejillas, en la boca, en los ojos. Muy despacito.

– Dios, Ginny…

– Dios no tiene nada que ver con esto -susurró ella-. Y si lo tiene, espero que haya cerrado los ojos. Que una mujer soltera obtenga tal placer…

– Ningún dios podría negarte esto. Después de todo lo que has tenido que pasar no puedo negarte nada.

– ¿Quieres decir que cuando despierte veré tu cuerpo desnudo al amanecer?

– ¿Eso te daría miedo? -sonrió Fergus.

– No, eres un hombre muy guapo.

– Lo sé, extraordinariamente guapo -contestó él.

– Calla -lo interrumpió Ginny-. Muy bien, Fergus, el guapo. Es verdad, eres estupendo. Pero ¿vas a demostrármelo o vas a quedarte dormido?

– ¿Qué tengo que demostrar?

– Si eres tan extraordinario… tienes que volver a hacerme el amor. Ahora mismo. Lo necesito.

Fergus levantó una ceja.

– Mi Ginny. Mi sueño, mi corazón. Mi preciosa niña. ¿Cómo puedes necesitarme? Yo no soy real. Esto no puede durar. Pero por ahora estás aquí, eres mi mujer y me deseas. Eres un milagro y yo no puedo negarte nada, mi amor.

– ¿Por qué ibas a negármelo?

– ¿Por qué, desde luego?

Fergus la abrazó, buscando su boca, y el círculo glorioso empezó de nuevo. Hasta que sonó el móvil. Hasta que apareció el imperativo médico.


Ginny no fue con él. Aún faltaban dos horas para el amanecer y no era más que un caso de gastroenteritis. Pero no se sintió en absoluto abandonada.

Se quedó tumbada en el colchón a la luz de la luna, mirando la brillante superficie del lago…

Había jurado no volver nunca allí. Aquél había sido su refugio de niña, pero como adulta representaba una seguridad que era sólo una ilusión.

¿Era una ilusión? ¿El final feliz?

– Todo esto terminará -murmuró-. Terminará en lágrimas. Pero quizá aún no. Quizá podría darle a esto del amor una nueva oportunidad. Me hará daño… pero si no lo intento es que soy idiota.

Ginny se dio la vuelta y apoyó la cara sobre las mantas, que aún conservaban el calor de Fergus.

– Ahora me comporto como una adolescente. Fergus no me necesita. Y aunque me necesitara…

Fergus Reynard estaba salvando al mundo, pensó. Intentando olvidar su dolor, intentando que el amor no hiciera ningún papel en su vida.

Pero tenía tanto amor que dar…

– Y yo también -murmuró Ginny, mirando el lago-. Pensé que no, pero esta noche… de repente, sé que puedo dar amor. A Fergus…

A cualquiera.

– Estoy tan cansada de estar sola, de sentirme vacía. Maldita sea, voy a intentarlo -Ginny miró alrededor y se dio cuenta de lo que había pasado-. Juré que jamás volvería aquí. Y aquí estoy otra vez.


Fergus se dirigía a la granja de los Horace sintiéndose… raro. Como si lo hubieran rescatado de un precipicio y él no estuviera seguro de si debía agradecerlo o no.

Había estado a punto de caer.

Una vez, cuando era un joven interno en un servicio de urgencias, una anciana sufrió un infarto. Y Fergus hizo lo que estaba entrenado para hacer: aplicar el desfibrilador e intentar resucitarla durante quince minutos. Consiguió que se recuperase y se sintió fenomenal.

Pero dos días después, cuando la visitó en la habitación, la anciana le tiró el plato de sopa a la cara.

– Yo estaba lista para morir -le espetó, furiosa-. Todos se han ido ya: mi marido, mis hijos, mis amigos. Yo estaba lista para reunirme con ellos y tú me has devuelto a la vida. ¿Para qué?

Había sido una buena lección y Fergus siempre tenía en cuenta desde entonces qué pacientes elegían la opción de «no utilizar técnicas de resucitación».

Lo cual no debería tener nada que ver con lo que él estaba sintiendo en aquel momento, pero así era. Cuando tenía a Ginny entre sus brazos había estado a punto de declararle su amor. Había estado a punto de caer en el precipicio de las relaciones otra vez y ahora…

Ahora se sentía vacío y solo. Quizá… quizá amar otra vez no estaría tan mal.

Pero sólo a Ginny. Quizá Ginny y él podrían tener algún tipo de relación. La idea de volver a abrazarla, de volver a besarla, de enterrarse en ella era infinitamente atractiva.

Pero ella no quería saber nada de eso. Ella no quería tener hijos, no quería compromiso alguno. Serían una pareja de médicos, dos personas independientes que se encontraban de vez en cuando…

¿Encontrarse cómo? ¿Casándose?

Fergus sacudió la cabeza. No, eso era imposible. Pero cuanto más pensaba en ella, más seductora le parecía la imagen.

– Sólo Ginny -murmuró-. Si ella quiere. Si se olvida un poco de su deseada independencia.

El móvil volvió a sonar entonces y Fergus contestó.

– ¿Está llegando, doctor Reynard? -le preguntó Clive Horace, angustiado-. La niña ha vomitado por quinta vez y me da miedo que se deshidrate.

Sí, Ginny tendría que esperar, pensó Fergus. Ahora tenía que concentrarse en el trabajo.

Pero no durante mucho tiempo. Ella seguía en el cobertizo, tumbada en aquel montón de mantas viejas.

Quizá si se daba prisa…

No, no se daría prisa. Si Stephanie había vomitado cinco veces desde medianoche, seguramente habría que llevarla a la clínica.

Tenía que hacer su trabajo.

Y Ginny tendría que esperar hasta el día siguiente.


* * *

Sus caminos no se cruzaron esa mañana. Ginny estuvo dos horas en la clínica prenatal que ella misma había organizado para las mujeres del pueblo, que así no tendrían que ir hasta Bowra para recibir tratamiento médico.

Fergus pasó por allí a última hora de la mañana, pero ella ya se había ido.

– Es muy simpática -le dijo una mujer embarazadísima-. Estamos intentando convencerla para que cuando se vaya usted se quede ella en su lugar y no ha dicho que no. ¿A que sería estupendo?

¿Estupendo?

Fergus arrugó el ceño. A Richard no le quedaba mucho tiempo de vida. Ginny se marcharía enseguida, estaba seguro de eso. Organizaría la adopción de Madison y después volvería a la ciudad.

Y entonces su relación podría convertirse en algo que los dos podrían tomarse en serio. Quizá podrían dar un paso adelante…

Por el momento, sólo había sido una noche, se decía a sí mismo. Había hecho el amor con una mujer que lo hacía sentir vivo de nuevo y eso le hacía pensar que quizá no tenía por qué cortar con todo.

Pero había que ir paso a paso. Si todo salía bien…

Tenía que salir bien.

Fergus salió de la clínica. Había prometido ir a visitar a Richard y Ginny estaría en casa. No había razón para subir al Land Rover a toda prisa, pero…

Iba a ver a Ginny.

Definitivamente, arrancó a toda prisa.

Загрузка...