Prólogo

Jueves 15 de septiembre de 2005,

veintiocho días después del primer asesinato


Estación de ferrocarriles de Nordenham,

145 kilómetros al oeste de hamburgo


Fabel no pudo evitar reflexionar sobre la ironía de que la estación de ferrocarriles de Nordenham fuera una terminal. En muchos aspectos, ése era el lugar donde su viaje terminaba. Desde allí, no había dónde ir.

Los faros de los coches de la policía alineados al otro lado de las vías iluminaban el andén como si fuera un escenario. Era un momento cristalino: filoso como un diamante, claro y duro. Hasta el pintado enlucido de la fachada de la estación, construida a fines del siglo XIX, parecía despojado de color; sus bordes sobresalían con una claridad artificial, como un dibujo arquitectónico o un decorado teatral contra el que se recortaban las gigantescas sombras de las dos figuras del andén, uno en pie, el otro obligado a estar de rodillas.

Y nada era más afilado o más claro que el resplandor brillante e impaciente del cuchillo en la mano que colgaba a un lado de la figura que estaba en pie, iluminada, detrás del hombre arrodillado.

La mente de Fabel corrió a toda velocidad por las mil maneras posibles en que todo esto podría acabar. Cualesquiera que fuesen sus próximas palabras, cualquier acción que emprendiera en ese momento, tendría consecuencias; pondría en movimiento una cadena de acontecimientos. Y uno de los efectos totalmente probable sería la muerte de más de una persona.

El peso de la responsabilidad le producía dolor de cabeza. A pesar de la época del año, el aire de la noche parecía insuficiente y estéril en su boca, y formaba grises fantasmas con su aliento, como si al llegar juntos a ese momento, a ese paisaje de llanura, en realidad hubiesen alcanzado una gran altura. Daba la impresión de que el aire era demasiado endeble como para transportar cualquier otro sonido que no fueran los jadeos y sollozos desesperados del hombre arrodillado. Fabel echó un vistazo a sus agentes, que estaban en pie, apuntando, en esa postura dura y de músculos tensos de aquellos que se encuentran al borde de la decisión de matar. Fue a María a quien más atención prestó, a su rostro blanco, los ojos de un celeste resplandeciente, los huesos y tendones de sus manos tensando la piel mientras aferraba su automática Sig-Sauer.

Fabel hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza, esperando que su equipo interpretara la señal de aguardar.

Miró detenidamente al hombre que estaba de pie en el centro de la fuerte luz que proyectaban los focos. Fabel y su equipo habían intentado durante muchos días ponerle un nombre, dotar de una identidad, al asesino que estaban persiguiendo. Había resultado ser un hombre con muchos alias: el que se había dado a sí mismo para su perversa cruzada era Franz el Rojo; los medios, con su entusiasta determinación de difundir el miedo y el nerviosismo lo más posible, lo habían bautizado como el Peluquero de Hamburgo. Pero Fabel ya sabía cuál era su verdadero nombre.

Delante de Franz el Rojo, mirando hacia el mismo lugar, se encontraba el hombre de mediana edad a quien aquél había obligado a arrodillarse. Franz el Rojo lo tenía agarrado de su pelo gris, inclinándole la cabeza hacia atrás para dejar al descubierto su blanca garganta. Encima de la garganta, encima de la cara contorsionada por el terror, la carne de su frente tenía un corte recto que abarcaba toda la extensión de sus cejas, justo debajo del nacimiento del pelo; la herida se abrió ligeramente cuando Franz el Rojo tiró del pelo hacia atrás. Un chorro de sangre cayó como una cascada por la cara del hombre arrodillado, quien dejó escapar un alarido agudo, como el de un animal.


Y todo el tiempo, el cuchillo de Franz el Rojo centelleaba y resplandecía con malévolas intenciones en medio de la noche.

– Por el amor de Dios, Fabel. -La voz del hombre arrodillado sonaba estrangulada y estridente por el terror-. Ayúdeme… Por favor… Ayúdeme, Fabel…

Fabel no prestó atención a los ruegos y mantuvo la mirada fija como un reflector sobre Franz el Rojo. Extendió la mano en el aire vacío, como si estuviera parando el tráfico.

– Tranquilo… tranquilícese. No pienso seguirle el juego en nada de esto. Ninguno de nosotros lo haremos. No vamos a interpretar los papeles que usted quiere. Esta noche, la historia no va a repetirse.

Franz el Rojo lanzó una risita amarga. La mano que sostenía el cuchillo giró y otra vez la hoja relampagueó, brillante y descarnada.

– ¿Realmente cree que me voy a marchar? Este bastardo… -Volvió a tirar del pelo y el hombre arrodillado lanzó un nuevo alarido a través de una cortina de su propia sangre-. Este bastardo me traicionó a mí y a todo lo que defendíamos. Creyó que mi muerte le serviría para tener una vida nueva. Como hicieron los otros.

– Esto es pura fantasía -dijo Fabel-. Aquella no fue su muerte.

– Ah ¿no? ¿Entonces por qué usted comenzó a dudar de lo que creía mientras me buscaba? La muerte no existe; sólo el recuerdo. La única diferencia entre yo y todos los demás es que a mí se me ha permitido recordar, como si mirara a través de un pasillo de ventanas. Lo recuerdo todo. -Hizo una pausa, y el silencio sólo quedó interrumpido por el sonido distante de un coche que pasaba, a esas altas horas de la noche, a través de la ciudad de Nordenham, detrás de la estación y en otro universo-. Por supuesto que la historia se repetirá. La historia siempre se repite. Me repitió a mí… Usted se enorgullece mucho de haber estudiado historia en su juventud. Pero ¿alguna vez la entendió realmente? Todos somos variaciones de un mismo tema… todos nosotros. Lo que ocurrió antes volverá a ocurrir. Aquél que fue antes, volverá a ser. Una y otra vez. La historia consiste en comienzos. La historia se hace, no se deshace.

– Entonces haga su propia historia -dijo Fabel-. Cambie las cosas. Vamos, dese por vencido, hombre. Esta noche la historia no va a repetirse. Esta noche no morirá nadie.

Franz el Rojo sonrió. Una sonrisa que era como un bisturí brillante y fría, y dura como el cuchillo que tenía en la mano.

– ¿En seno? Ya veremos, Herr Erster Hauptkommissar. -La hoja dio un salto ascendente hacia la garganta del hombre arrodillado.

Se oyó un grito. Y el sonido de un disparo.


Equinoccio vernal, 324 d. C, mil seiscientos ochenta y un años

antes del primer asesinato


BOURTANGER MOOR, FRISIA DEL ESTE


El cielo estaba pálido y vacío, contemplando el pantano llano y monótono con un ojo sin nubes.

El caminaba con orgullo y dignidad. Su desnudez no lo avergonzaba ni lo agraviaba; llevaba el aire y el sol en la piel, como si fuera un manto real. Su pelo grueso, recién lavado y perfumado, brillaba como el oro en el luminoso día. Rostros que había conocido durante toda una vida flanqueaban su camino, alineados a lo largo de la pasarela de madera que se elevaba por encima del terreno pantanoso, y lanzaron vivas para celebrar su desfile desnudo. Avanzó con sus asistentes detrás y a los costados: el sacerdote, el jefe del clan, la sacerdotisa y la guardia de honor. Durante todo el camino, las voces se alzaban adulándolo. Entre los rostros y las voces se encontraban las de las mujeres que habían sido sus esposas en los días precedentes, algunas de las cuales eran de rango noble, como, a partir de ese momento, lo era él: su cuna de clase baja había quedado olvidada y ya no significaba nada. Ese día, ese acto, lo elevaban por encima de un jefe o un rey. El, él mismo, era casi un dios.

Y, mientras desfilaba, empezaron a cantar. Cantaron sobre comienzos y finales, sobre renacimientos, sobre soles y lunas y estaciones renovadas. Sobre el grandioso, maravilloso y misterioso ciclo. Y el renacimiento sobre el que más cantaban era el que sería suyo. Un renacimiento glorioso. Él se renovaría. Volvería a una vida mejor, más pura. Él y sus asistentes se acercaron al final del paso elevado de madera y él vio el sitio en que habían reunido, a un costado, las ramas de avellano que le pondrían encima, a las que luego les añadirían rocas, para que no volviera a salir hasta que llegara el momento de la verdad. Llegaron al final de la pasarela y la superficie reluciente, como de obsidiana, del estanque, se abrió ante ellos y les ofreció un oscuro reflejo del cielo luminoso.

Era la hora.

Sintió que el corazón comenzaba a golpearle en el pecho. Bajó de la pasarela de madera y percibió el mundo que lo rodeaba con una nítida intensidad: el mantillo húmedo y blando y las hierbas duras del pantano bajo sus pies descalzos; el aire y el sol en su piel, las fuertes manos de sus guardias de honor cuando aferraron con fuerza sus antebrazos. Juntos, los tres hombres dieron un paso adelante y entraron en el estanque. Se hundieron hasta la cintura y él sintió el frío del agua cosquilleando en sus piernas desnudas y en los genitales. Comenzó a respirar con fuerza y el ritmo de su corazón se incrementó todavía más, como si fuera consciente de que en poco tiempo se pararía y estuviera tratando de dar todos los latidos que fueran posibles en esos escasos segundos finales. Tenía que creer. Se obligó a creer. Era la única manera de mantenerse un paso más allá del pánico que parecía correr a gritos hacia él, persiguiéndolo por la pasarela de madera, inaudible e invisible para los espectadores.

La sacerdotisa se quitó el vestido y entró desnuda en el estanque. Tenía el cuchillo de sacrificio aferrado con fuerza en un puño, que, a su vez, apretaba contra su pecho. La hoja resplandeció con la luz del día. Era un cuchillo tan pequeño que él, que había sido guerrero, no consiguió relacionar ese ornamento con el final de su vida. La sacerdotisa estaba frente a él, con el agua rodeando el apretado círculo de su cintura, oscura contra su piel pálida. Ella extendió la mano y puso la palma en su frente, canturreando las palabras del ritual. Él sucumbió, como sabía que debía hacerlo, a la suave presión de la mano de ella, y se echó hacia atrás en el agua. Su cabeza se hundió lentamente y el agua corrió un telón opaco y turbio sobre la luz del día. Los dos asistentes seguían aferrando con firmeza sus antebrazos, y en ese momento sintió otras manos en su cuerpo, en sus piernas. Tenía los ojos abiertos. A su alrededor, toda la ciénaga giraba en remolinos oscuros y espesos, como si no se decidiera a qué elemento pertenecía realmente: a la tierra o al agua. Su dorada cabellera se hinchaba y se retorcía en torno a su cabeza, con su brillo amortiguado por las turbias aguas.

Contuvo el aliento. Sabía que no debía hacerlo, pero el instinto le decía que se aferrara al aire de sus pulmones, a la vida de su cuerpo. Los pulmones empezaron a pedir a los gritos más aire y, por primera vez, empujó la mano de la sacerdotisa. Ella le devolvió el empujón, muy suavemente, pero las manos que aferraban sus brazos y piernas se hicieron más fuertes y él sintió que lo hundían más profundamente, hasta que los helechos y las piedras del fondo del estanque le arañaron la espalda. El pánico que había percibido cerniéndose sobre él lo alcanzó entonces y le gritó que no habría ningún renacimiento, ningún nuevo comienzo; sólo la muerte. Llegó la hora de gritar, y su alarido estalló en un inmenso remolino de burbujas que atravesaron la oscuridad densa del agua y subieron hasta el día que él jamás volvería a ver. El agua fría y salobre le inundó la boca y la garganta. Sabía a tierra y gusanos, a raíces y vegetación en descomposición. A muerte. Entró con fuerza en los quejosos pulmones. Se agitó y se retorció pero ya había más manos sobre él, presionándolo y sujetándolo a su agonía.

Fue en ese momento cuando sintió el beso de la hoja de la sacerdotisa en su garganta y el remolino de agua que lo rodeaba se hizo todavía más oscuro. Más rojo.

Pero se había equivocado; habría, después de todo, un renacimiento. Sin embargo, antes de que volviera a salir a la luz del día, pasarían más de dieciséis siglos, y su pelo dorado se convertiría en un rojo ardiente.

Sólo entonces renacería. Como Franz el Rojo.


Octubre, 1985, veinte años antes del primer asesinato

Estación de ferrocarriles de Nordenham,

145 KILÓMETROS AL OESTE DE HaMBURGO

La estación principal de ferrocarriles de Nordenham estaba situada sobre un dique encima del río Weser. Era una tarde de octubre y una familia estaba esperando un tren. El gran edificio de la estación, el andén y las celosías de hierro refulgían a la luz de un sol de finales de otoño que era brillante pero carecía de todo calor.

Ellos estaban de pie -el padre, la madre y el hijo- en el extremo más alejado del andén. El padre era alto y delgado, de unos treinta y cinco años. Llevaba el pelo, que era más bien largo, tupido y casi demasiado oscuro, cepillado con fuerza hacia atrás, dejando al descubierto una frente ancha y pálida, pero se rebelaba en unos flecos rizados que se acumulaban sobre el cuello de su abrigo. El negro marco de largas patillas, bigote y barbita enfatizaba la palidez de sus facciones y el bermellón de su boca. La madre también era alta, apenas unos pocos centímetros más baja que el hombre, con ojos azules agrisados y un pelo largo y rubio, de color hueso, que pendía lacio debajo de un gorro de lana. Vestía un abrigo que le llegaba a la rodilla y llevaba un amplio y colorido bolso de macramé colgado de su hombro con correas. El muchacho tenía unos diez años, pero era alto para su edad; evidentemente había heredado la altura de sus padres. Tenía, al igual que su padre, una cara pálida y triste bajo una mata de rizos de un color negro discordante.

– Espera aquí con el niño -dijo el padre con firmeza pero con amabilidad. Apartó unas hebras rebeldes de pelo color ceniza que habían caído sobre la frente de la madre-. Cuando llegue Piet me acercaré yo solo. Si hay alguna señal de problemas, llévate al chico y lárgate de la estación.

La mujer asintió con un gesto decidido, pero un temor frío y brillante relampagueó en sus ojos. El hombre le sonrió y le apretó el brazo antes de alejarse de ella y del muchacho. Se ubicó en el medio del andén. Un operario de la Deutsche Bahn salió de la oficina de mantenimiento, se dejó caer a las vías desde el andén y las atravesó en diagonal con una arrogancia complaciente. Una mujer de mediana edad, vestida con el caro mal gusto de la burguesía de Alemania Occidental, salió de la ventanilla de venta de billetes y se ubicó a unos diez metros a la derecha del hombre. El parecía no prestar ninguna atención a toda esta actividad; en realidad, sus ojos seguían pendientes de cada movimiento de cada individuo presente en esa estación de provincias.

Otra figura salió de la oficina de venta de billetes y pasó al andén. Se trataba también de un hombre alto y delgado, pero tenía un pelo largo y rubio recogido en una coleta. Su cara delgada y angulosa estaba marcada con las antiguas cicatrices de una enfermedad de la niñez. Como el primero, intentaba que sus movimientos y su expresión parecieran naturales y desinteresados pero, a diferencia del hombre de pelo oscuro, había intensidad y nerviosismo en sus ojos, y una tensión eléctrica en cada paso que daba.

Ya estaban apenas a un metro de distancia. Una amplia sonrisa disolvió la expresión severa del hombre de pelo oscuro, como el brillo de sol atravesando las nubes.

– ¡Piet! -dijo con entusiasmo, pero en voz baja. El rubio no sonrió.

– Te avisé de que esto era desaconsejable -dijo. Su alemán estaba teñido de un sibilante acento holandés-. Te dije que no vinieras. Ha sido una mala idea.

El hombre de pelo oscuro no permitió que su sonrisa se desvaneciera y se encogió de hombros en actitud filosófica.

– Nuestro modo de vivir es desaconsejable, Piet, amigo mío, pero es absolutamente necesario, como lo es esta reunión. Por Dios, Piet… me alegro de volver a verte. ¿Has traído el dinero?

– Ha habido un problema -dijo el holandés.

El hombre de pelo oscuro echó una mirada por el andén hacia la mujer y el niño. Cuando se volvió hacia el holandés, su sonrisa había desaparecido.

– ¿Qué clase de problema? Necesitamos ese dinero para viajar. Para encontrar una nueva casa segura e instalarnos en ella.

– Ha terminado, Franz -dijo el holandés-. Ha terminado hace mucho tiempo y deberíamos haberlo aceptado. Los otros… sienten lo mismo.

– ¿Los otros? -El hombre de pelo oscuro lanzó una risita-. No espero nada de ellos. No son más que unos gilipollas de clase media que fingen ser activistas, mitad implicados y mitad asustados. Débiles que juegan a ser fuertes. Pero tú, Piet… espero más de ti. -Permitió que una sonrisa volviera a su cara-. Vamos, Piet. No puedes abandonar ahora. Yo… nosotros te necesitamos.

– Se ha acabado, ¿es que no te das cuenta? Es hora de dejar atrás esa vida. Yo, simplemente, no puedo seguir con esto, Franz. He perdido la fe. -El holandés retrocedió unos pasos-. Hemos perdido, Franz. Hemos perdido.

Retrocedió unos pasos más, abriendo el espacio que los separaba. Miró con nerviosismo a derecha e izquierda y el hombre de pelo oscuro lo imitó, pero no pudo ver nada. De todas maneras, sintió una opresión en el pecho. Su mano se cerró en torno a la Makarov PM 9 mm que llevaba en el bolsillo del abrigo. El holandés volvió a hablar. Sus ojos tenían un brillo salvaje.

– Lo siento, Franz… Lo siento mucho… -Se volvió y comenzó a correr.

Todo ocurrió en cuestión de segundos; sin embargo, el tiempo mismo pareció estirarse increíblemente.

El holandés estaba gritándole algo a una persona invisible mientras corría. El operario saltó hacia la madre y el hijo, con una resplandeciente automática negra en sus manos extendidas. El ama de casa burguesa cayó sobre una rodilla con una agilidad asombrosa y extrajo una pistola de su abrigo, que apuntó hacia el hombre alto de pelo oscuro gritándole que pusiera las manos sobre la cabeza. Este giró la cabeza para mirar a la mujer y al niño. La mano de la madre se había hundido profundamente en su bolso, cuya parte delantera se abrió con una explosión y empezó a arder cuando ella tiró del gatillo de la pistola automática Heckler y Koch MP5 que había escondido en su interior. Al mismo tiempo, empujó violentamente al muchacho hacia un costado y hacia abajo. La andanada de la Heckler y Koch atravesó con furia la pechera del mono del falso operario de ferrocarriles y le destrozó la cara. La mujer se volvió hacia atrás blandiendo la pistola automática, que todavía estaba dentro de su desgarrado y humeante bolso de macramé, para apuntar a la policía de la GSG9 vestida como un ama de casa. La agente dejó de apuntar al hombre para apuntarla a ella y disparó dos veces, y otras dos más. Sus disparos alcanzaron a la mujer en el pecho, en la cara y en la frente, y murió antes de que su cuerpo chocara contra el andén. El hombre vio morir a la mujer, pero no había tiempo para la pena. Oyó los gritos de una docena de agentes de la GSG9, con cascos y corazas, mientras invadían el andén desde el interior y los costados del edificio de la estación. Un grupo de ellos estaban haciendo gestos furiosos hacia el holandés para indicarle que dejara de correr y saliera de su línea de fuego. La mujer policía giró la pistola para apuntar nuevamente al hombre de pelo oscuro. Este luchó para liberar su Makarov rusa del bolsillo de su abrigo y, cuando lo logró, no apuntó ni a la mujer policía ni a ninguno de los agentes de la GSG9.

La primera bala de la mujer policía le atravesó el pecho exactamente al mismo tiempo que sus disparos alcanzaban la nuca del holandés.

Franz Mülhaus -Franz el Rojo, el notorio terrorista anarquista cuyo pálido rostro había contemplado a los atemorizados habitantes de Alemania Occidental desde los carteles de criminales buscados por la policía desde Kiel hasta Munich- cayó de rodillas, con los brazos colgando a los costados, la Makarov automática floja en su mano semiabierta, y su cabeza apoyada en el pecho manchado de sangre.

Mientras moría pudo ver apenas, en los bordes de su visión cada vez menos nítida, el rostro pálido, con los ojos muy abiertos y la boca en un grito mudo, de su hijo. De alguna manera, Franz el Rojo encontró el aliento para emitir una sola palabra, lanzada al mundo con su última y explosiva exhalación.

Verräter…

Traidores.

Загрузка...