Segunda parte

12

Domingo 11 de septiembre de 2005,

veinticuatro días después del primer asesinato


Medianoche, Altona, Hamburgo


Cada vez venía menos gente a los conciertos.

La mayor disminución de público había tenido lugar en las décadas de 1980 y 1990, coincidiendo con la aparición de una nueva generación de intérpretes. El schlager, ese estilo insípido y sensiblero de la música pop alemana, había existido siempre, y su idiotez omnipresente en realidad había ayudado a los cantantes como Cornelius, puesto que su falta absoluta de sustancia ofrecía un contraste con la música de estos cantautores y no hacía más que subrayar su intelectualismo. Pero luego vino el punk, y más tarde el rap, dando voz a la insatisfacción de una generación nueva y apolítica. Y, desde luego, también había que sumar la irresistible oleada de música angloamericana importada. Cada uno de esos estilos, a su manera, había marginalizado a Cornelius y a los que eran como él, desalojándolos del candelero. Y de la radio.

De todas maneras, incluso en aquellos años, el público siempre había acudido a sus conciertos, esos seguidores fieles y constantes que habían crecido y madurado con él. Hasta que cayó el Muro y Alemania volvió a unificarse. La protesta se hizo redundante. Las letras políticas empezaron de pronto a sonar irrelevantes.

Ahora Cornelius tocaba en sótanos y en salas municipales Para audiencias de unas cincuenta personas. Otros intérpretes de su misma época sencillamente habían abandonado las giras y vendían sus discos viejos, al igual que Cornelius, desde sus páginas de Internet.

Cornelius necesitaba público. No importaba que fuera reducido. Y siempre ofrecía la mejor actuación posible, incluso cuando sus fans lo asqueaban por la forma en que compensaban su falta de número con un exceso de entusiasmo. Desde el escenario, contemplaba una pequeña masa de cabezas que estaban quedándose calvas o grises, rostros corpulentos o ajados, y revivía para ellos, aunque fuera superficialmente, los recuerdos aburridos y deprimentes de su juventud.

El público de esta noche no era distinto. Cornelius rio e hizo bromas y cantó, tocando las mismas melodías en la misma guitarra que llevaba casi cuarenta años utilizando. Esta noche actuaba en el sótano de una vieja cervecería ubicada entre dos de los canales que se entrelazaban en Hamburgo como los hilos que mantenían unida la fibra de la ciudad. Los miembros del público estaban sentados en bancos, a lo largo de mesas largas y bajas, bebiendo cerveza y sonriendo estúpidamente, mientras él cantaba. Al parecer, ya ni siquiera tenía el poder de poner a su público en pie.

Aunque sí notó una cara más joven. Era un hombre de unos treinta años, de pie junto a la barra. Era pálido, de pelo muy oscuro. Cornelius no estaba seguro, pero le pareció que lo conocía de algún lado.

Siempre terminaba su actuación con la misma canción. Era su obra característica. Reinhard Mey tenía su Über den Wolken; Cornelius Tamm tenía su Ewigkeit. Eternidad. Por fin el público se puso de pie con algún esfuerzo, cantando la letra de la canción que prometía que su generación sería eterna. Que triunfarían. Salvo que nada de eso era cierto. Todos se habían rendido a la banalidad y a la mediocridad, Cornelius también.

Después de terminar su actuación, Cornelius pasó a la rutina habitual. Era humillante sentarse a una mesa con un estuche lleno de discos compactos para vender, desde luego, pero encaraba la tarea con el mismo estudiado entusiasmo que había aprendido a poner en sus interpretaciones. En la mayoría de los casos, no vendía más que un puñado. Después de todo, estaba predicando a los conversos, quienes probablemente ya tenían todas sus canciones. Como dirían los capitalistas, su mercado estaba saturado.

De todas maneras, sonrió y charló amablemente con aquellos que se quedaron después de la actuación, hablando con desconocidos como si fueran viejos amigos debido a la vaga relación entre sus cronologías. Pero, en su interior, el alma de Cornelius Tamm gritaba. Había sido la voz de una generación. Le había dado expresión a un momento especial en el tiempo. Había hablado a y por millones de personas enfurecidas contra los pecados de sus padres, contra los pecados de su propia época. Y ahora estaba en una Bierkeller de Hamburgo, vendiendo discos compactos de sus canciones que guardaba en una maleta.

Ya eran casi las dos de la mañana cuando puso en marcha atrás su furgoneta, la acercó a la puerta trasera y cargó el amplificador y los otros equipos. Al hacerlo, Cornelius sintió que cada uno de sus sesenta y dos años se sumaban al peso de los equipos. Había llovido mientras él actuaba y los adoquines del patio detrás de la vieja cervecería brillaban a la luz de la luna. Uno de los empleados del bar lo ayudó a sacar el amplificador, le dijo buenas noches y cerró las puertas, dejando a Cornelius solo en el patio. El miró la luna y los bordes plateados de los techos que rodeaban el patio. Una sirena pasó gimiendo por la Ost-West Strasse. Pensó en Julia, cálida y fresca y joven en la cama de ambos. Cornelius no tenía nada que hacer a su lado. Ya no pertenecía a ningún lugar, nunca más. Cornelius Tamm contempló la luna desde el patio vacío de una vieja cervecería y se sintió terriblemente solo. Suspiró y cerró con un golpe las puertas traseras de la furgoneta.

Dio un salto cuando vio al joven de rostro pálido y pelo oscuro allí, de pie.

– Hola, Cornelius -dijo el desconocido. Trazó un arco con el brazo y Cornelius alcanzó a ver el negro manchón de algo grande que parecía pesado. Lo que fuera chocó contra su mejilla, se oyó el sonido de algo al quebrarse y Cornelius sintió un dolor ardiente que estalló en un costado de la cara y bajó por su cuello. Se desplomó al suelo tan rápido que su cerebro no tuvo tiempo de registrar la caída. Sintió la superficie brillante y redondeada de un adoquín contra la mejilla no lastimada y se dio cuenta de que no era la lluvia lo que le daba ese brillo, sino su sangre.

– Siento lo de tu cara… -Su atacante se había inclinado sobre él-. Pero no podía pegarte en la cabeza. -Cornelius sintió el pinchazo de una aguja hipodérmica en el cuello y la luz de la luna se esfumó de la noche-. Eso te habría dañado el cuero cabelludo…


11.00 h, HafenCity, Hamburgo


Cuando Fabel contempló aquella vista lo primero que le llamó la atención fue que se veía el sitio donde habían encontrado el cuerpo momificado. Le hizo pensar en la pesadilla que había tenido cuando se había alojado en la casa de Grueber. La procesión de momias; el sueño de la tormenta de fuego. Tal vez los recuerdos heredados no tuvieran nada que ver con la genética.

Aquel apartamento era, sin duda, el mejor que habían visto hasta el momento. Pero por alguna razón Fabel no lograba entusiasmarse. La empleada de la inmobiliaria, Frau Haarmeyer, era una mujer alta y de mediana edad con un caro corte de pelo teñido con el mismo rubio pálido color arena que parecían preferir tantas mujeres de mediana edad y de clase media del norte de Alemania en el momento en que el pelo comenzaba a ponérseles gris. Durante toda la visita, Frau Haarmeyer había logrado transmitir dos sentimientos sin decir una sola palabra: que creía que aquel apartamento realmente estaba mucho más allá del alcance de Fabel y Susanne y que esa clase de trabajo realmente estaba muy por debajo de lo que ella se merecía. Aunque habló con entusiasmo sobre el piso y sus vecinos en la urbanización de HafenCity, había un trasfondo en su voz que daba a entender que no hacía más que repetir frases estudiadas de memoria.

Era evidente que a Susanne le encantaba el apartamento. Seguía a la empleada de la inmobiliaria, escuchándola con atención y con la cabeza un poco inclinada, su pose característica de concentración. Frau Haarmeyer, por su parte, también le dedicaba más atención a ella, casi sin fijarse en Fabel hasta que él se alejaba hacia alguna esquina u otra para inspeccionar algún detalle en particular, punto en el cual Frau Haarmeyer movía la cabeza para ver detrás de Susanne y fruncía el ceño en dirección de Fabel.

En determinado momento, Fabel notó la misma clase de fruncimiento en el entrecejo de Susanne. Fabel sabía que tenía que conseguir proyectar más interés del que sentía. Después de todo, lo de mudarse juntos había sido idea suya. Al principio Susanne se había mostrado vacilante y había sido el entusiasmo de él lo que la había convencido. Pero cada apartamento que veían le resultaba a Fabel poco interesante en comparación con la vista y la ubicación de su piso en Pöseldord. De todas maneras, también sabía que, desde la violación de su espacio privado, jamás volvería a sentir lo mismo sobre aquella vista. Ello le recordó lo que había sentido cuando su matrimonio fracasó: que lo habían obligado a entrar en una vida nueva, cuando lo único que quería era recuperar la anterior; atrasar el reloj y reparar lo que se había hecho añicos.

Susanne no parecía entender la vacilación de Fabel; incluso había insinuado que era su temor a los cambios, su incapacidad de romper con la rutina, lo que estaba postergándolo todo. Pero era más que eso. Aún no lo había definido exactamente, pero algo se retorcía en sus entrañas cada vez que pensaba en abandonar su apartamento. Después de todo, él había tenido mucha suerte por haberlo podido comprar en aquel barrio y en esa época. Pero lo que era más importante para Fabel era que en ese apartamento él se había reconstruido después de la disolución de su matrimonio. Era allí donde había redefinido quién era Jan Fabel. Había encontrado una nueva vida.

Frau Haarmeyer los hizo pasar a la cocina. Al igual que las otras habitaciones, la pared exterior consistía en un gran ventanal. La cocina brillaba con cristal y acero bruñido y estaba llena de un olor débil y agradable a café. Fabel se preguntó ociosamente si los constructores tenían algún spray especial para rociar la cocina con esa atractiva fragancia, o si se trataba del fantasmal aroma de los tostaderos de café de la cercana Speicherstadt.

– Maravilloso, ¿verdad? -preguntó Frau Haarmeyer con un entusiasmo tan falso como el color de su pelo.

– Muy impresionante… -Susanne le lanzó una mirada significativa a Fabel.

– Grandioso -respondió él con el mismo grado de convicción que Frau Haarmeyer. Una vez más, volvió a mirar el emplazamiento donde habían encontrado el cadáver momificado. Las excavaciones arqueológicas se habían terminado semanas antes y ya habían entrado los constructores. Unas relucientes excavadoras y tractores amarillos, que se veían pequeños y parecidos a escarabajos desde la posición elevada de Fabel, recorrían el sitio; la etapa siguiente del futuro de Hamburgo se superponía sobre un pasado donde un joven había muerto sofocado y horneado por el calor infernal de una tormenta de fuego provocada por el hombre.

Fabel sintió la sorda inquietud de un asunto inconcluso. Se había prometido que encontraría a la familia del hombre momificado, y todavía no lo había logrado.

Mientras la empleada de la inmobiliaria les explicaba una vez más que desde allí se vería el Kaispeicher A con su nuevo y asombroso teatro de ópera y sala de conciertos, y que aquélla pasaría a ser una de las zonas más exclusivas de Hamburgo, la mirada de Fabel permaneció clavada en el sitio de construcción a la distancia y más abajo. Se preguntó cómo una agente inmobiliaria podría comercializar un memento morí para convertirlo en una característica atractiva de una propiedad.


En el exterior estaba fresco, pero el sol brillaba y el cielo tenía un color sedoso y celeste.

– Realmente me ha gustado ese apartamento -dijo Susanne mientras volvían hacia el coche. En el fondo de la suavidad de su débil acento bávaro había un tono filoso-. Tú no has hablado mucho.

Fabel le explicó lo de la vista.

– ¿En serio te molestaría tanto? -preguntó Susanne en un tono que sugería que no debería ser así-. Es mejor que el recuerdo de… bueno, eso…

– Además -dijo Fabel, buscando una razón menos subjetiva para rechazar el piso- es sólo que parecía tan… no lo sé, frío. Sin alma. Como vivir en un edificio de oficinas.

Susanne suspiró.

– Bueno, a mí me ha gustado.

– Lo lamento, Susanne. Es sólo que con este caso que sigue sin resolverse, no tengo la cabeza lista para mudarme.

– Escucha, Jan, este caso nos ha dado uno de los motivos principales para sacarte de ese apartamento. Podemos pagar este piso. Significaría un nuevo comienzo para nosotros. Juntos.

– Pensaré en ello. -Fabel sonrió-. Lo prometo.


11.00 H


Cornelius Tamm se despertó por etapas.

La primera sensación fue dolor: un enorme círculo de dolor a un costado de la cara y un martilleo en la cabeza. A continuación, cobró conciencia de sonidos: imprecisos, como lejanos. Un chirrido metálico y el sonido de aire movido mecánicamente. Luego la creciente sensación de que no podía moverse, aunque la droga que su atacante le había administrado confundía la percepción de su propio cuerpo y por el momento no consiguió deducir la razón de que sus movimientos estuviesen tan restringidos. Cuando logró recuperar la geografía de su cuerpo, se dio cuenta de que estaba atado a una silla con las manos detrás y con alguna especie de mordaza pegada con una cinta en la boca. Por fin, cuando recuperó del todo la conciencia y con ella la plenitud del dolor y el horror, Cornelius abrió los ojos y enfocó lentamente su nuevo entorno.

Al principio creyó estar en una cueva de paredes grises y brillantes. Luego se dio cuenta de que estaba rodeado por unas gruesas cortinas de plástico, casi opacas. La silla en la que estaba atado también descansaba sobre una lámina de grueso poliuretano muy resistente. Sintió un nudo entre el estómago y el pecho; era evidente que todo ese plástico tenía la función de contener una gran suciedad. Y esa suciedad sería su sangre y su carne cuando su vida llegara a su fin. Se debatió con violencia contra sus ataduras. El esfuerzo subió el volumen del dolor y un chorro de sangre salió del orificio nasal del lado de la cara donde había recibido el golpe. La silla en la que estaba era obviamente robusta, porque casi no se movió sobre la alfombra de poliuretano.

Cornelius tuvo la impresión de que se encontraba en alguna clase de sótano. Quien fuera que lo había llevado allí, se había tomado muchos esfuerzos para preparar el sitio y hasta el techo estaba forrado de plástico, bien estirado y sujeto con tiras de cinta negra. Pero había una bombilla colgando de ese techo y Cornelius pudo ver escayola gris a su alrededor. El techo era bajo; demasiado bajo para una habitación utilizada como vivienda o lugar de trabajo, y el chirrido metálico seguía presente, como el sistema de aire acondicionado de una fábrica.

Las gruesas cortinas de plástico se abrieron y una figura entró en el pequeño espacio. Cornelius reconoció al joven que se había sentado junto a la barra durante su actuación, y que lo había esperado con un adoquín en el patio de la cervecería. Llevaba un mono celeste y fundas azules de plástico para los zapatos. Tenía el pelo negro oculto en una gorra de baño, que era de plástico y elástica. Después de entrar, se puso una mascarilla de cirujano sobre la nariz y la boca, y cuando habló su voz sonó ligeramente amortiguada.

– Hola, Cornelius. Han pasado más de veinte años desde la última vez que te vi. Si no te molesta que te lo diga, estás hecho una mierda. Jamás he entendido por qué los hombres de tu edad usáis coleta. El mundo ha avanzado desde que eras estudiante, Cornelius. ¿Por qué tú no has avanzado también? -Se acercó un poco más, hasta que su cara estuvo a unos pocos centímetros de la de su cautivo-. ¿Me reconoces, Cornelius? Sí… soy yo. Soy Franz. He regresado.

Cornelius sintió que estaba volviéndose tan loco como su torturador. Por un momento consideró las semejanzas de apariencia entre aquel joven y la persona que decía ser. Pero era imposible. Franz llevaba muerto treinta años, y el parecido era sólo superficial, aunque había bastado para desencadenar aquella sensación de reconocimiento que Cornelius había tenido la primera vez que lo vio durante su actuación.

– Eres un don nadie, Cornelius. Tus estúpidas letras ya no interesan. Incluso has conseguido destruir tu matrimonio. Eres el más total de los fracasos… has fracasado como padre, como marido, como músico. Me traicionaste para poder dar la espalda a una vida y empezar otra. ¿Es ésta? ¿Es esto lo que has hecho con el tiempo, con la vida que compraste traicionándome?

Cornelius miró fijamente a su torturador, con los ojos abiertos por el terror y el sobrecogimiento que le causaba la monumentalidad de su locura. Era evidente que creía que era la persona que decía ser. Entonces, a través del miedo y del dolor, se dio cuenta de que lo había visto antes.

– Gunter, al menos, trató de hacer algo con su vida. Al menos aprovechó el tiempo que obtuvo gracias a su traición tratando de hacer algo positivo. Pero tú, Cornelius, tú me entregaste a cambio de nada… para malgastar tu futuro tratando de recuperar el pasado. Me traicionaste. Tú y los otros.

Se puso de cuclillas y abrió el estuche de terciopelo sobre la alfombra de plástico negro. Dejó al descubierto tres hojas, todas formadas de la misma manera, a partir de piezas individuales de reluciente acero, pero cada una de ellas de un tamaño y una forma ligeramente diferentes.

– Los otros tuvieron miedo cuando murieron. Yo les puse fin a sus vidas en medio de miedo y dolor. Pero no eran especiales para mí. Tú fuiste más que un camarada. Te consideraba un amigo. Tu traición fue la más grande.

«Sé quién eres.» Ese pensamiento relampagueó a través del cerebro de Cornelius y él intentó expresarlo con su voz, pero la mordaza que tenía sujeta a la boca le permitió emitir sólo unos balbuceos incoherentes.

– Somos eternos -dijo el joven de pelo oscuro. Pero Cornelius sabía que ese pelo en realidad no era oscuro-. Los budistas creen que cada vida, cada conciencia, es como la llama de una sola vela, pero que hay continuidad entre cada llama. Imagina que enciendes una vela con la llama de otra, y que luego usas aquella llama para encender la siguiente, y así sucesivamente, para toda la eternidad. Mil llamas, pasadas de una a otra a través de las generaciones. Cada una es una luz diferente, cada una arde de una manera totalmente diferente. Pero es, sin embargo, la misma llama… Ahora me temo que ha llegado la hora de apagar la tuya. Pero no te preocupes… el dolor que te causaré hará que ardas con el máximo brillo al final.

Hizo una pausa y sacó la hoja más pequeña del estuche.

– Tengo planeado algo muy especial para ti, Cornelius. Voy a dedicarte más tiempo y esfuerzo a ti que el que les dediqué a todos los otros juntos. Los antiguos aztecas también creían en la reencarnación. No sé si lo tenías presente. Consideraban que el crecimiento de los cultivos cada año era paralelo a la renovación del alma. El ciclo eterno. -Cornelius pudo ver la locura arder como un sol negro en los ojos del joven-. Cada primavera hacían un sacrificio, un sacrificio humano, a los dioses de la fertilidad. Veían cómo las serpientes cambiaban la piel, como los cultivos dejaban caer las flores, y trataban de reflejar esos procesos en su ritual. Verás: cogían al sacrificio humano y lo despellejaban vivo. Le cortaban toda la piel.

»Tu muerte no es bastante. Tu dolor es importante para mí. Voy a lastimarte, Cornelius. Voy a lastimarte de una manera terrible…»

13

Lunes 12 de septiembre de 2005,

veinticinco días después del primer asesinato


15.00 h, PolizeiprÄsidium, Hamburgo


Fabel pasó la mayor parte del día recopilando y analizando la información que había reunido la brigada, distribuyéndola, re-dirigiendo rutas investigativas y reasignando recursos. Anna Wolff había llevado una fotografía de Paul Scheibe a The Firestation y el camarero negro había dicho que Scheibe podía ser el segundo hombre con quien Hauser se encontraba a veces. Pero no estaba seguro. Estaba solo en su oficina cuando Markus Ullrich, el hombre de la BKA, golpeó a su puerta. No tenía su característica sonrisa.

– Herr Fabel… Me pregunto si podría hablar un momento con usted y Frau Klee… en privado…


– Voy a Colonia -dijo Maria después de que Ullrich terminara-. Esto no es ningún condenado accidente.

– Ni lo sueñes -dijo Fabel. En la sala de reuniones estaban sólo él, Ullrich y Maria-. Esto es cosa de la policía de Colonia. Y tal vez te hayas olvidado, pero nosotros estamos en medio de nuestra propia investigación.

– La policía de Colonia no conoce a Vitrenko. -La expresión de Maria se había endurecido-. Está claro que creen que fue un accidente. Un accidente y una condenada coincidencia.

Ullrich levantó la mano.

– No son estúpidos, Frau Klee. Lo que he dicho es que las evidencias sugieren que se trató de un accidente. Un reventón a alta velocidad en la Autobahn. Créame, me he asegurado de que la policía de Colonia no tuviera ninguna duda sobre la importancia de la muerte de Herr Turchenko. Y, como le he dicho, ya han iniciado una investigación sobre Vitrenko.

Fabel recordó haber estado sentado en la cafetería del Präsidium, apenas dos semanas antes, charlando con Turchenko sobre el renacimiento de Ucrania. Ahora Turchenko estaba muerto y su guardaespaldas de la GSG9, que estaba viajando con él, yacía en coma en un hospital de Colonia.

– De acuerdo -dijo Maria-. Esperaré hasta que resolvamos este caso. Pero tan pronto cojamos a ese cabrón iré a Colonia a seguir con el asunto de Turchenko.

– Con el mayor de los respetos -respondió Ullrich-. Su interferencia con nuestra investigación ya ha provocado la desaparición de una testigo. Sería aconsejable que se mantuviera fuera de esto.

Maria no prestó atención al hombre de la BKA.

– Como he dicho, chef, voy a Colonia a seguir con esto apenas termine este caso. Se me deben días de vacaciones y los cogeré. Si me ordenas que no vaya renunciaré e iré de todas maneras. Digas lo que digas, voy a ir.

Fabel suspiró.

– Ya hablaremos de esto, Maria. Pero ahora necesito que te concentres al cien por ciento en el asunto que tenemos entre manos.

Maria hizo un brusco gesto de asentimiento.

– Mientras tanto -prosiguió Fabel-, yo tengo que ver a alguien sobre otra cuestión.


18.00 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO


Beate sostuvo la puerta entreabierta, sujeta al marco con una cadena de seguridad. Había visto quién era a través de la mirilla, pero de todas maneras no quería bajar la guardia hasta saber qué hacía allí, sin haber pedido cita, a esa hora. Tanto la cadena como la lente telescópica de la mirilla eran nuevas medidas de seguridad que había instalado desde que se había enterado de las muertes de Hauser y Griebel. Ni siquiera habría abierto la puerta, si no hubiera sido por el hecho de que había leído sobre otro asesinato que había tenido lugar el día anterior: una tercera víctima que no tenía absolutamente nada que ver con el grupo. Tal vez todo aquello era una coincidencia.

– Lo siento -dijo con entusiasmo el joven de pelo oscuro-. No quería molestarla. Es sólo que tenía que verla. No sé cómo describir lo que me está pasando… creo que debe de ser mi renacimiento… ya sabe, lo que usted dijo que sucedería… hace tiempo tengo algunos sueños muy especiales.

– Es muy tarde. Llámeme mañana y le daré una nueva cita.

– Por favor -dijo el joven-. Creo que la última sesión debió de estimularlos. Sé que estoy a punto de hacer un gran avance, y eso me está volviendo loco. Realmente necesito su ayuda. No me molesta pagar extra, puesto que no es su horario habitual…

Beate examinó al entusiasmado joven, suspiró, cerró la puerta, liberó la cadena de seguridad de su soporte y la volvió a abrir para dejarlo pasar.

– Gracias. Lamento mucho esta inconveniencia. Y, por favor, perdone que entre con esto… -dijo mientras entraba al apartamento de Beate, señalando el bolso grande que tenía en la mano derecha-. Iba rumbo al gimnasio…


19.30 h, Hammerbrook, Hamburgo


Heinz Dorfmann era delgado y parecía estar en forma, pero cada uno de sus setenta y nueve años había dejado su marca en él. Fabel se dio cuenta de que estaba examinándolo muy detalladamente. Había visto una fotografía suya junto con Karl Heymann: dos jóvenes sonriendo en un paisaje monocromático. Sin embargo, Fabel había visto el cadáver de Heymann hacía unas pocas semanas; el cuerpo de un muchacho de dieciséis años; un rostro unido a una juventud eterna y desecada. Herr Dorfmann se excusó al tiempo que entraba a la pequeña cocina de su apartamento.

– Mi esposa murió hace siete años -dijo, como explicando por qué tenía que ocuparse el mismo de la tarea de traer el café.

– Lo lamento, Herr Dorfmann -replicó Fabel. Mientras el anciano servía el café, Fabel analizó la habitación. Estaba limpia y ordenada y, si bien al principio Fabel creyó que no la habían decorado desde los años setenta o principios de los ochenta, luego se dio cuenta de que sencillamente había sido redecorada en el mismo estilo, con los mismos tonos beige y de color hueso de otras décadas. Siempre le fascinaba a Fabel la forma en que la gente mayor acostumbraba a quedarse fijada en un período en particular, como si esa época definiera quiénes eran, o cuándo habían dejado de notar que el mundo a su alrededor estaba cambiando. Los anaqueles estaban llenos de libros sobre Hamburgo: planos de calles, estudios fotográficos de la ciudad, libros de historia, libros de referencia sobre el Hamburger Piatt, el dialecto bajo alemán que sólo se hablaba en esa ciudad, así como diccionarios de inglés y libros de idiomas. En uno de esos estantes había una placa de cobre sobre un soporte de madera en el que se veía el grabado de la fortaleza Hammaburg, que se usaba en el escudo de armas de la ciudad.

– Entiendo que usted era guía turístico, ¿verdad, Herr Dorfmann?

– Fui profesor durante veinte años. De inglés. Luego me hice guía turístico. Al principio trabajaba para el ayuntamiento, y luego por libre. Como hablo muy bien el inglés, la mayor parte del tiempo buscaba grupos de Canadá, los Estados Unidos, Gran Bretaña, además de grupos del interior de Alemania. Para mí no era como un trabajo. Adoro mi ciudad y me gustaba ayudar a la gente a descubrirla. Me jubilé hace más de diez años, pero todavía hago algunos trabajos esporádicos para la Rathaus… paseo a turistas por las cámaras del ayuntamiento. ¿Usted quería preguntarme sobre Karl Heymann? -Herr Dorfmann sirvió el café-. Déjeme decirle que hace mucho, mucho tiempo que no oía ese nombre.

– ¿Lo conocía bien? -Fabel le mostró la fotografía de los dos adolescentes, sonriendo inseguros ante la cámara.

– Por Dios. -Dorfmann sonrió-. ¿De dónde demonios sacó usted eso? La hizo la hermana de Karl. Recuerdo haber posado para esa fotografía como si fuera ayer. Era un día muy soleado. El verano de 1943, uno de los más calurosos que recuerdo. -Levantó la mirada-. Sí, conocía a Karl Heymann. Era mi amigo. Éramos vecinos y él estaba en la misma clase que yo en la escuela. Karl era un muchacho brillante. Pensaba demasiado las cosas, en una época en la que no convenía pensar. También conocí a su hermana Margot, que tenía unos años más que Karl y que siempre lo seguía como una gallina clueca. Era una muchacha hermosa, y todos los chicos estaban enamorados de ella. Pero Margot adoraba a Karl… después de su desaparición, siempre dijo que se había escapado de Alemania, que había aceptado un puesto en un buque de carga para no hacer el servicio militar. Yo fui a verla después de la guerra y ella me dijo que Karl había ido a Estados Unidos y que le estaba yendo muy bien. Dijo que Karl siempre había hablado de hacer algo así desde antes de la guerra.

– ¿Usted la creyó?

Herr Dorfmann se encogió de hombros.

– Eso fue lo que ella me dijo. Quise creerlo. Pero todos sabíamos que Karl había desaparecido la noche de la tormenta de fuego, como mucha otra gente. Y fue aquella noche cuando lo vi por última vez. Aquella noche pertenecía a los muertos, Herr Fabel, no a los vivos. Después, siempre supuse que él era uno de los muertos. Otro nombre en un papel clavado en una pared. Eran miles, ¿sabe? Miles y miles de innumerables pedacitos de papel con nombres en ellos, a veces con una fotografía, preguntando si alguien los había visto, clavados en las ruinas de una casa o de un edificio de apartamentos, donde se decía dónde podían encontrar a sus familias. ¿Recuerda que hicieron lo mismo cuando aquellos terroristas atacaron las torres de Nueva York? ¿Paredes cubiertas con notas y fotos? Era así, pero diez veces más grande.

– ¿Dice que vio a Karl aquella noche? ¿La noche del 27 de julio?

– Vivíamos en la misma calle, muy cerca de aquí. Éramos amigos cercanos. Él no era mi mejor amigo, pero sí un amigo cercano. Karl era un muchacho tranquilo, sensible. En cualquier caso, habíamos quedado en cruzar al otro lado del Alster donde tomaríamos un tranvía para ir juntos al centro. Pero no lo hicimos.

– ¿Por qué?

– Estábamos a punto de subirnos al tranvía cuando Karl, de pronto, me cogió de la manga. Dijo que le parecía que tenía que quedarse cerca de su casa. Le pregunté por qué y no tenía ninguna razón. Era más bien una sensación instintiva, supongo. Como sea, no fuimos. Volvimos a casa y cogimos nuestras bici» cletas. Él tenía razón. Era una noche para estar cerca de casa.

– ¿Usted estaba con él cuando comenzó el bombardeo?

Heinz Dorfmann le dedicó una sonrisa triste e insegura y por primera vez Fabel pudo detectar el fantasma del joven en la fotografía con Heymann.

– Como le he dicho, era un verano maravilloso. Recuerdo que estábamos muy bronceados. -Echó la cabeza hacia atrás, como si la dirigiera hacia el fantasma de un sol extinguido mucho tiempo antes-. Había tanta luz, tanto calor… Todo estaba muy seco. Los británicos lo sabían. Lo sabían y se aprovecharon de ello. Sabían que estaban acercando una llama a una caja de yesca.

»Nos habíamos acostumbrado a los bombardeos. Los británicos bombardearon Bremen y Hamburgo en 1941, pero no habían podido lanzar incursiones significativas. Los aviones debían regresar después de haber pasado sólo un minuto sobre la ciudad. Más aún, Hamburgo estaba bien preparado; nos habían aconsejado que fortificásemos nuestros sótanos y los convirtiéramos en refugios para bombas. Y además había unos inmensos refugios públicos. Eran enormes, y podían albergar a cuatrocientas personas con total facilidad. Estaban construidos con hormigón de dos metros de espesor y probablemente eran los más resistentes a las bombas de cualquier ciudad europea. Tal vez nos protegieron de las explosiones, pero no nos protegieron del calor.

»En 1943 los británicos ya podían traer cargamentos de bombas más grandes y mantenerse más tiempo sobre la ciudad. Y nosotros pasábamos más tiempo en los refugios. Hasta que, a finales de julio de 1943, los británicos vinieron con todo. Dos noches antes habían bombardeado el centro de la ciudad… eso fue cuando atacaron el Nikolaikirche y el zoológico. La noche siguiente hubo sólo una incursión minúscula, para inquietarnos a todos. Pero la noche del 27 y la mañana del 28 convirtieron Hamburgo en un infierno. Dejaron muy clara su intención con el nombre que le dieron a la operación… no había forma de que pudieran sostener que lo ocurrido fue un accidente. "Operación Gomorra", la llamaron. Usted sabe lo que le pasó a la ciudad de Gomorra en la Biblia, ¿verdad?

Fabel asintió.

– Fue justo antes de la medianoche. Por alguna razón, las sirenas no sonaron con bastante anticipación, como sí lo habían hecho otras veces. Nosotros no teníamos un sótano en nuestro edificio, de modo que nos volcamos a la calle. Era una noche hermosa, clara y cálida, y de pronto el cielo se llenó de «árboles de Navidad», como todos los llamábamos por entonces. Eran hermosos, realmente hermosos. Inmensos racimos de centelleantes luces rojas y verdes, grandes nubes de luces, descendiendo con elegancia sobre la ciudad. Incluso me detuve a mirarlos. Desde luego, eran bengalas indicadoras para la siguiente oleada de bombas. Yo lo oí acercarse. No puede imaginarse cómo sonaba: los motores de casi ochocientos aviones de guerra combinados en un único zumbido reverberante y ensordecedor. Es asombroso el terror que puede evocar un sonido. Fue entonces cuando oímos otro estruendo. Un sonido todavía más terrible. Como el trueno, pero mil veces más fuerte, rugiendo en el cielo. La gente empezó a entrar en pánico. A correr. A gritar. Todos se volvieron locos y yo perdí de vista a mi familia en medio de la multitud. Y a Karl. A él tampoco pude verlo. Entonces apareció de la nada y me agarró del brazo. Estaba enloquecido de preocupación… él también había perdido a su familia. Decidimos dirigirnos al refugio principal, suponiendo que nuestras familias harían lo mismo.

«Llegamos al refugio público pero las puertas estaban cerradas y tuve que golpear con fuerza antes de que un viejo con un casco de guardián, de Luftschutz, nos dejara entrar. Buscamos pero no pudimos encontrar a nuestras familias, y exigimos que nos dejaran salir nuevamente, pero ellos se negaron a abrir las puertas. Recuerdo haber pensado que no importaba, a que en cualquier caso todos moriríamos. Nunca había oído que nos atacaran con tantas bombas. La oleada siguiente no fue tan intensa. Explosiones más silenciosas, como si estuvieran usando bombas más ligeras. Pero, por supuesto, no era eso. Los cabrones nos estaban tirando fósforo. Lo tenían todo planeado: primero explosivos de alto impacto para destruir los edificios y luego el fósforo para iniciar los incendios. Yo me vi obligado a quedarme ahí sentado y pensar en mi madre y mis dos hermanas que estarían fuera. Sólo podía albergar la esperanza de que hubieran encontrado un refugio. A Karl le ocurría lo mismo, pero estaba histérico. Quería salir para buscar a su hermana y a su madre. Al principio, en el refugio todos estábamos calmados, pero nuestros nervios estaban tan destrozados como los edificios de fuera. Entonces empezó a hacer más calor. Un calor que no podría describir. Aquel refugio público se convirtió en un horno. Como todos los otros, era hermético, salvo por las bombas que dejaban pasar el aire de fuera. Estábamos usando una bomba manual, de fuelles, pero tuvimos que dejarlo porque estábamos llenando el refugio de humo y un aire tan caliente que quemaba. Finalmente, comenzamos a asfixiarnos. Lo que no sabíamos era que lo mismo ocurría en sótanos y refugios de todo Hamburgo. La tormenta de fuego, ¿sabe? Era como una bestia hambrienta que se alimentaba de oxígeno. Chupaba todo el aire. En toda la ciudad, primero los niños y los ancianos, luego los demás, se asfixiaron o murieron cocinados en refugios sin aire. Algunos de nosotros insistimos en que abrieran las puertas para ver lo que ocurría fuera, pero los otros dijeron que no. Finalmente, cuando cesó el sonido de los bombardeos, todos estaban tan desesperados por la falta de aire que se decidió correr el riesgo.

»No puedo describirle lo que vi, Herr Fabel. Cuando abrimos aquellas puertas, fue como abrir los portales del mismo infierno. Lo primero que notamos fue la forma en que el aire salía del refugio como un sifón, arrastrando a la gente. Todo ardía. Pero no como uno se imagina un edificio en llamas, era como un alto horno inmenso. Los británicos habían calculado que si derrumbaban los edificios y luego soltaban el fósforo, podían crear corrientes ascendentes que aumentarían la temperatura a un punto tal de causar la combustión espontánea de edificios, de gente, que no habían sido atacados directamente. En algunos puntos de la ciudad, la temperatura llegó a los mil grados. Yo salí tambaleándome del refugio y comencé a jadear y a boquear como si hubiera corrido una maratón. Simplemente, no podía hacer llegar aire suficiente a los pulmones. No podía creer lo que veía. La gente ardiendo, como antorchas. Había un niño… No sé si era un niño o una niña, pero por su tamaño supuse que tendría unos ocho o nueve años, tumbado boca abajo, semihundido en la calle. El alquitrán se había derretido ¿sabe? Fue entonces cuando vi a una figura caminando por la calle. Era la cosa más horrible y al mismo tiempo más fascinante que he visto jamás. Era una mujer, aferrando algo contra su pecho, creo que se trataba de un bebé. Estaba caminando en línea recta por la calle. No se tambaleaba. No corría. Pero ella y el bebé en sus brazos estaban… sólo puedo describirlo como incandescentes. Era como si los hubieran moldeado a partir de una única y brillante llama. Era como mirar un ángel de fuego. Recuerdo que en ese momento pensé que no importaba si yo vivía o moría. Que ver aquello era más de lo que cualquiera debería soportar en toda una vida. Y entonces ella desapareció. Como usted sabrá, la tormenta de fuego creaba corrientes a la altura del suelo que tenían la fuerza de huracanes; vientos de doscientos cincuenta kilómetros por hora que arrastraban a la gente y los chupaban hacia las llamas. Ella y el bebé salieron despedidos hacia un edificio en llamas, como si el fuego hubiera extendido la mano para coger un bocado.

Fabel observó al anciano. Su voz seguía normal, calmada; pero tenía los ojos brillantes, con lágrimas contenidas.

– Recuerdo que maldije a Dios por haberme dado la vida, por permitir que yo naciera justo en esa época, justo en aquel lugar. Y pensé que tal vez había llegado el fin de los tiempos. Era fácil imaginar que el mundo entero desaparecería con esa guerra. Fue entonces cuando me di cuenta de que Karl ya no estaba a mi lado. Miré a mi alrededor, pero era como buscar una sola alma en el caos y horror del infierno.

«Recuerdo que mi instinto me decía que tenía que buscar agua. Imaginaba que si llegaba al Alster o al Elba… el Alster estaba más cerca… entonces tendría una probabilidad mayor de sobrevivir.

Por un momento, Dorfmann pareció sumido en sus pensamientos.

– Me pregunto si eso era lo que trataba de hacer Karl. Usted me dijo por teléfono que lo encontraron junto al puerto. Tal vez se le había ocurrido la idea de llegar al Elba. Cuando llegué al Alster, ya estaba lleno de gente. Muertos o agonizando. Más velas humanas. Se habían arrojado tratando de apagar las llamas, pero como los habían rociado con fósforo, seguían ardiendo mientras flotaban en el agua.

Fabel depositó la tarjeta de identidad nazi y la fotografía del cuerpo momificado sobre la mesa. Heinz Dorfmann volvió a ponerse las gafas de lectura.

– Ése es Karl… -Frunció el ceño al examinar la foto del cuerpo-. ¿Éste es su aspecto actual? -Meneó la cabeza, maravillado-. Es asombroso. Evidentemente está muy delgado… desecado. Pero lo habría reconocido de inmediato.

– ¿Sabe qué le ocurrió a su hermana, Margot? ¿Tiene alguna idea de dónde vive… si, por cierto, todavía está viva? Estoy tratando de ubicar al pariente más cercano.

– Me temo que no sé mucho. Se casó con un hombre mayor que ella cuando la guerra terminó. Él se llamaba Pohle. Gerhard Pohle.


20.30 h, Hammerbrook, Hamburgo


Fabel caminó hasta su coche. Había llovido mientras él estaba en el apartamento de Herr Dorfmann y, después de un día tan caluroso, la lluvia le había dado al aire del anochecer un fresco aroma a limpio. Fabel bajó la mirada hacia el pavimento mientras caminaba, al asfalto oscurecido por la humedad, y volvió a pensar en la descripción que le había hecho Herr Dorfmann de aquella noche caliente y seca en que Hamburgo se había convertido en un infierno ardiente en la tierra. No podía imaginárselo. Su Hamburgo.

Llegó al coche, destrabó las puertas con su mando a distancia, subió y cerró la puerta. Apoyó las manos sobre el volante un momento. La historia. Él había estudiado historia, había querido enseñarla. La ironía era que, al investigar estos casos, la historia lo estaba asfixiando.

Puso la llave en el contacto y la giró. Nada.

Shit! -dijo Fabel. Era un hombre que sabía muchas cosas; sus conocimientos se extendían por una variedad de temas y siempre le gustaba aprender algo nuevo, estirar los límites de su comprensión del mundo. Pero esos conocimientos jamás habían incluido la mecánica automovilística. Con irritación, buscó en su bolsillo el teléfono móvil. Justo cuando logró sacarlo de allí, el teléfono le ganó la mano y empezó a sonar. Lo abrió con furia.

– Hola… -No logró ocultar la irritación de su voz.

– Hola, Herr Fabel…

Fabel supo que era el asesino. Una vez más, su interlocutor utilizaba alguna clase de filtro electrónico que alteraba su voz y le daba una profundidad y una lentitud antinaturales; una voz distorsionada, artificial. Inhumana.

– Me alegro de que no sacara la llave del contacto; en caso contrario, no estaríamos conversando ahora.

– ¿A qué se refiere? -La boca de Fabel se secó de pronto. Sabía a qué se refería su interlocutor. Una bomba. Se inclinó hacia delante, revisó el suelo del coche cerca de sus pies y buscó cables bajo el volante-. ¿Quién habla?

– Ya responderé a esas preguntas en su momento, Herr Fabel. Pero, por ahora, necesito que sea consciente de que he puesto un dispositivo explosivo innecesariamente grande en su coche. Si usted abre la puerta por segunda vez, el dispositivo se detonará; si saca la llave del encendido, el dispositivo se detonará; o si levanta su peso del asiento del chófer… bueno, creo que ya se hará una idea. Me temo que la consecuencia de cualquiera de esos actos sería una explosión desproporcionada. El resultado no sería sólo su desaparición, Herr Fabel, sino la muerte de varios residentes de Hammerbrook, así como extensos daños a las propiedades de toda la zona. Oh, también debería decirle que puedo, en el momento que lo decida, detonar el dispositivo a distancia.

– De acuerdo -dijo Fabel-. Ha logrado que le preste atención. -El corazón le golpeaba en el pecho. Miró por el parabrisas y vio un agradable atardecer de verano, las calles lavadas por la lluvia y el tono rojo que el sol poniente salpicaba sobre las paredes de los edificios que daban al oeste. Gente haciendo sus cosas. Se sintió terriblemente solo en el centro de su propio universo, el único consciente de que la muerte y la destrucción estaban a un latido de distancia. De pronto, las imágenes que Herr Dorfmann había conjurado momentos antes en la mente de Fabel regresaron con una claridad renovada. Una joven pareja con un bebé en su cochecito pasó junto al BMW de Fabel, caminando sin ninguna otra intención aparente que disfrutar de aquel anochecer de verano. Fabel sintió deseos de bajar la ventanilla y gritarles que corrieran a cubrirse pero, por lo que sabía, también era posible que hubiese trampas en las ventanillas. Vio cómo tardaban lo que parecía una eternidad en pasar de largo el coche.

– Estoy seguro de que me está prestando atención, Herr Fabel. -La voz electrónicamente distorsionada carecía de cualquier sutileza de entonación-. Y creo que en las próximas horas también me prestarán atención una buena cantidad de agentes de la Polizei de Hamburgo, incluyendo la brigada de artificieros. Verá, me conviene dejarlo vivo, porque su gente tardará siglos en sacarlo de esta situación. A ello debemos añadir el tiempo que los forenses deberán dedicarle al sitio. Pero no le quepa duda de que si intenta algo desaconsejable, detonaré el dispositivo. El efecto seguirá siendo el mismo.

La mente de Fabel corría a toda velocidad. Por lo que sabía, la persona al otro lado de la línea podía estar vigilándolo desde una distancia segura. Recorrió con la mirada ambos lados de la calle y miró por el espejito retrovisor, haciendo todo lo posible por mantener el trasero firmemente plantado en el asiento.

– ¿De modo que de pronto usted es todo un experto en explosivos? -Fabel cargó su voz de desprecio-. ¿Espera que crea que tiene la capacidad de meter una bomba en mi coche, en una calle pública, en los cuarenta y cinco minutos que estuve fuera? Pensé que lo suyo era arrancar cueros cabelludos, Winnetou.

– Muy gracioso -la voz grave y distorsionada lanzó una carcajada que sonó como algo salido de una pesadilla-. Winnetou… Pero no finja que no entiende mis referencias culturales, Herr Fabel. Yo no soy ningún indio americano, ningún personaje salido de un relato de Karl May. Usted sabe que la tradición que estoy reviviendo es muy antigua y muy europea en sus orígenes. Y, en cualquier caso, si quiere poner a prueba mis habilidades como diseñador de bombas… o como bro-mista, adelante. Lo único que tiene que hacer es salir del coche. Si miento, no ocurrirá nada. Pero si no… En cuanto al dispositivo… lleva bastante tiempo en su coche. Lo único que he hecho ha sido activarlo desde lejos. Ah, por cierto, ¿le gustó el re-galito que le dejé en su apartamento?

– Condenado cabrón… -siseó Fabel por teléfono-. Voy a cogerte. Te juro que te encontraré, no importa cuánto tiempo me lleve.

– ¿Sabe, Herr Fabel? Usted es notablemente agresivo para alguien que se encuentra sentado sobre una gran cantidad de fuertes explosivos. Si yo presionara el botón adecuado, usted no podría encontrar a nadie. Nunca. De modo que ¿por qué no se calla y escucha lo que tengo que decirle?

Fabel no dijo nada. Sintió una película de sudor entre su oreja y el teléfono móvil. El corazón seguía latiéndole con fuerza y tenía náuseas. Creía a la voz inhumana de su oreja. Creía en la bomba debajo de él.

– Bien -dijo la voz-. Ahora podemos hablar. En primer lugar, usted se preguntará por qué he hecho tantos esfuerzos para ponerlo en peligro. Y, para el caso, por qué no he detonado la bomba antes. Bueno, es simple. Como ya he dicho, liberarlo a usted de esta particular situación llevará tiempo. Y, mientras tanto, yo cogeré otro cuero cabelludo. Lo he puesto en un aprieto interesante, Herr Fabel. Tendrá que decidir cuántos recursos se dedicarán a rescatarlo a usted y cuántos a impedir que yo ponga fin a otra vida.

– Tenemos más recursos de los que tú puedes ocupar -dijo Fabel con una voz muerta e inexpresiva.

– Es posible, pero tengo que decirle que usted está sentado sobre una de dos bombas. La otra se encuentra en un sitio que no revelaré por ahora. Pero he dejado una nota con la dirección y todos los detalles.

– ¿Dónde?

– Ahí está la cuestión. He adjuntado la dirección al explosivo de la bomba de su coche. De modo que, incluso si los artificieros consiguieran desactivar el interruptor de presión debajo de su asiento o de la puerta, no podrían intentar una detonación controlada. Si lo hiciesen, destruirían la única pista de la ubicación de la segunda bomba. Y la segunda bomba será detonada, créame, Herr Fabel.

– ¿Cuándo? ¿A qué hora está preparada para detonar esa segunda bomba?

– No dije nada de que estuviera con un temporizador, Herr Fabel.

– ¿De modo que ahora eres un terrorista? ¿De qué se trata todo esto?

– Usted no es estúpido, Herr Fabel. Esto siempre ha tenido que ver con el terrorismo, como usted ha dicho. También con la traición. Lo que me trae a mi asunto principal: quiero que abandone el caso. Tómese unas vacaciones, un descanso. Le he dado una excusa: la presión de la situación en la que se encuentra. Verá, Herr Fabel, voy a darle más información sobre este caso que la que usted ha logrado obtener por su cuenta. Las personas que estoy matando merecen morir. Ellos mismos son asesinos. Y, cuando termine, no volveré a matar jamás. No quedan muchos, Fabel. Sólo dos más. Después de que estén muertos, desapareceré y nunca volveré a matar. Y, como he dicho, todas mis víctimas son culpables. De hecho, usted mismo los consideraría culpables de crímenes contra el Estado.

– ¿Hauser? ¿Griebel? ¿Scheibe? ¿Dices que eran terroristas?

– Ya me ha oído. -La voz electrónicamente muerta habló sin pasión-. Pero preste atención a mis palabras, Herr Fabel: es su decisión. Puede elegir retirarse del caso y permitirme terminar lo que he empezado, o añadiré otras víctimas a mi lista. Víctimas muy específicas. Nadie tiene que saber de esta parte de nuestra conversación. Usted puede elegir entre alejarse y vivir su vida, y permitir que otros vivan las suyas. Después de todo, las personas que tengo que ejecutar no significan nada para usted. Pero hay otros, Fabel… Otras personas que no merecen morir tal vez mueran, dependiendo de la decisión que usted tome. Ahora voy a colgar. Le sugiero que contacte a sus colegas de la brigada de artificieros sin demora. Pero, antes de cortar, voy a mandarle algunas fotografías por el teléfono móvil. Por cierto… qué pelo tan hermoso. Un castaño rojizo maravilloso. Casi rojo.

La línea enmudeció. El teléfono hizo un pitido y la pantalla le indicó a Fabel que había recibido un mensaje con imágenes. Abrió el mensaje y sus entrañas dieron un vuelco repentino e intenso.

– Cabrón… -Fabel sintió que las lágrimas le ardían en los ojos mientras pasaba las imágenes.

Volvió a mirarlas todas. Fotografías de una muchacha con el pelo largo y castaño rojizo. Fotografías de ella al volver de la escuela; de ella con sus amigas; de ella de compras en las tiendas de Neuer Wall junto a su padre.


21.15 h, Hammerbrook, Hamburgo


La calle entera se había convertido en un decorado de cine. Fabel estaba sentado, entrecerrando los ojos para protegerlos de las deslumbrantes luces de arco voltaico, montadas en soportes altos, que se habían instalado en torno a su coche. El área había sido evacuada por completo y Fabel se dio cuenta de que le preocupaba lo que le habrían dicho a Herr Dorfmann para hacerlo salir de su casa: esperó que fuera cualquier cosa, excepto que había una bomba en su calle.

La primera persona en hablar con Fabel fue el comandante del LKA7, la brigada de artificieros, quien se acercó al coche solo. El comandante le habló en un tono tranquilo, pero a alto volumen, para que Fabel pudiera oírlo a través del cristal de la ventanilla, que seguía cerrada, y le pidió que recordara absolutamente todo lo que el que lo llamó le había dicho sobre el dispositivo, así como cualquier otra cosa que pudiera darles una pista sobre dónde podría estar escondida la segunda bomba. Fabel tenía la boca seca y sentía náuseas, pero trató de mantenerse sereno y de concentrarse mientras recordaba cada uno de los detalles.

El comandante de los artificieros le escuchó, asintió, tomó notas y le habló todo el tiempo en un tono de calma que le había dado la experiencia, pero eso sólo sirvió para poner a Fabel más nervioso sobre la situación. La aparición misma del jefe de la brigada tampoco había hecho mucho para tranquilizarlo: había aparecido detrás del coche de Fabel con un amplio delantal de grueso Kevlar, dividido en segmentos articulados, encima de su mono negro, con la cabeza protegida por un pesado casco y la cara cubierta por un grueso visor de Perspex. El especialista se agachó hacia el suelo y se tumbó de costado junto al coche, extendió un tubo telescópico negro con un espejo en la punta y, lenta y cuidadosamente, lo deslizó bajo el vehículo de Fabel. Después de un momento, volvió a aparecer en la ventanilla, gruñendo por el esfuerzo de incorporarse.

– De acuerdo… -Sonrió tristemente-. Me temo que no es ninguna broma… por lo que puedo ver. A menos que sea una bomba falsa muy convincente, al parecer tenemos una cantidad muy importante de explosivos de gran potencia sujeta a la parte inferior de su coche. Lo sacaremos de ésta, Herr Kriminalhauptkommissar. Puedo prometérselo. Pero tendrá que quedarse quieto un rato.

Fabel sonrió débilmente, apoyó la cabeza en el reposacabezas y cerró los ojos. Se sentía impotente e indefenso. Él sabía que tenía prácticamente una obsesión con el control, con reducir al mínimo los elementos azarosos. Pero en ese momento se encontraba en una situación de la que no tenía ningún control. Trató de no pensar en los explosivos que estaban debajo de él ni en el hecho de que su vida estaba en las manos de los especialistas que desactivarían la bomba, como si fueran cirujanos y él yaciera en un quirófano. Lo único que podía hacer era quedarse allí sentado, sin moverse, y esperar a que lo liberaran.

Al menos eso le daba tiempo para pensar.

Sabía que los miembros de su equipo estarían en el perímetro de la zona evacuada, esperando. Cuando llamó al Präsidium, habló primero con la brigada de artificieros y luego pidió que le pasaran a la Mordkommission, pero los del escuadrón le habían dicho que no hiciera más llamadas con su móvil y que lo apagara tan pronto colgara. Fabel podría haber dejado alguna clase de mensajes, pero finalmente decidió no hacerlo. Todavía no sabía qué diría a sus colegas. Ver las fotografías de Gabi le había asustado terriblemente.

Era evidente que aquel tipo le había seguido. Le había acechado. Eso explicaría, tal vez, cómo se había enterado de lo de Leonard Schüler; ese arrogante hijo de puta debía de haber encontrado la manera de rastrear todos los movimientos hechos por los miembros de la Mordkommission. Incluso podría haber seguido a Schüler desde el Präsidium. No. Eso no encajaba. ¿Cómo se habría enterado de lo de Schüler? A aquel delincuente de poca monta lo había traído un agente uniformado. Una vez dentro del edificio del Polizeiprásidium, los únicos que lo habían visto eran los miembros de la Mordkommission. Una idea empezó a formarse en el cerebro de Fabel: Leonard Schüler no había sido del todo honesto respecto de lo que había visto, respecto de lo que sabía del asesino. ¿Por qué les había ocultado cosas? ¿Habría participado de los asesinatos, después de todo? ¿Habría estado en esto junto con el tipo de la voz del teléfono? Tal vez el radar de Fabel esta vez había fallado.

Tres artificieros del LKA7 se sumaron a su comandante. Traían consigo cuatro grandes bolsos de lona que colocaron a unos metros del coche. Sacaron sus materiales y los depositaron en el suelo. Fabel se sintió reconfortado por la metodología experimentada y los movimientos decididos y tranquilizadores de los miembros de la brigada. Dos agentes sacaron algo que parecía un macizo ordenador portátil, demasiado grande, junto con unos cables, y se ubicaron debajo del coche, fuera de la vista de Fabel.

Se quedó sentado en el BMW descapotable que tenía desde hacía seis años y esperó. Mientras tanto, hizo todo lo que pudo para pensar en una manera de salir de aquel enredo.

Gabi. Fabel había reprimido el instinto de sentir pánico y pedir a la brigada de artificieros que les dijeran a los miembros de la Mordkommission que fueran a protegerla. Si lo hubiera hecho, le habría enseñado las cartas al asesino, quien sabría que Fabel había divulgado toda la conversación a sus superiores. Por ahora, Gabi estaba a salvo; fuera cual fuese el asunto del que el Peluquero de Hamburgo tenía que ocuparse esa noche, tenía que ver con una de las personas de su lista. Gabi era su carta de triunfo, que por el momento no usaría. Fabel sabía que, si bien había dado la impresión de que el asesino le había dicho más de lo aconsejable, en realidad le había contado sólo lo que quería que Fabel supiese. Al menos Fabel sabía con seguridad que todo esto estaba relacionado con el pasado de las víctimas.

Empezó a oír unos golpecillos debajo del coche, cuando los especialistas en desactivar bombas comenzaron a trabajar. Eran golpes muy delicados, pero para los sentidos agudizados de Fabel, cada golpecito reverberaba a través del vehículo y de su cuerpo como un martillo golpeando una campana.

Podía hacerlo. Abandonar el caso. De hecho, si le contaba al Kriminaldirektor Van Heiden exactamente lo que el asesino le había dicho, lo más probable era que su jefe insistiera en que le pasara el caso a otro. Fabel reflexionó amargamente sobre la verdad de la lógica del asesino: esas personas no significaban nada para él; su hija lo significaba todo. Abandona el caso. Deja que lo siga otro.

Más golpecitos. Fabel sintió la boca todavía más seca. Miró su reloj: eran las 23:45. Llevaba tres horas sin poder abrir una puerta o una ventanilla y, en consecuencia, no había tenido acceso a agua. Tal vez todo terminaría allí. Un falso movimiento de un par de alicates, un corte en la conexión equivocada, y todo habría terminado. Ese podría ser el final del camino que había tomado tantos años atrás, después del asesinato de Hanna Dorn. El camino equivocado.

Sentado en el asfixiante calor de su coche, pendiente de cada sonido y cada movimiento realizado por los especialistas en desactivar bombas que estaban debajo de él, Fabel era consciente del hecho de que la persona con la que había hablado por su teléfono móvil casi tres horas antes probablemente ya había asesinado y mutilado a otra víctima. Ideas e imágenes giraron por un cerebro que estaba demasiado cansado para pensar, que llevaba demasiado tiempo asustado como para poder ver más allá de esa experiencia inmediata. Las fotos de su hija, tomadas a escondidas por un maníaco, le volvían una y otra vez a la mente.

Mientras estaba allí sentado, esperando el rescate o la muerte, Jan Fabel tomó una decisión sobre su futuro.

Ocurrió tan rápido que terminó antes de que Fabel supiera lo que estaba ocurriendo. De pronto uno de los artificieros abrió la puerta del coche y otro lo sacó de él. Los dos hombres hicieron correr a Fabel para alejarlo del coche, llevándolo más allá del resplandor de las luces de arco voltaico y al otro lado del perímetro. Van Heiden, Anna Wolff, Werner Meyer, Henk Hermann, Maria Klee, Frank Grueber y Holger Brauner estaban reunidos junto al cordón. Grueber y Brauner ya se habían puesto sus monos forenses, así como los otros cinco forenses del equipo que los acompañaban. Alguien le pasó una botella de agua y Fabel bebió golosamente.

El comandante del LKA7 se acercó.

– Ya hemos desactivado el dispositivo. Lo estamos desarmando para encontrar la ubicación de la segunda bomba. Hasta ahora nada. ¿Cuál es el asunto con este tipo, Herr Fabel? ¿Es un terrorista o un extorsionador, o sólo un maníaco?

– Todas esas cosas -respondió Fabel con un suspiro de agotamiento.

– Sean cuales sean sus motivos, este tipo sabe lo que hace. -El jefe de los artificieros se dispuso a dirigirse a su vehículo blindado. Fabel lo detuvo poniéndole una mano en el brazo.

– El no es el único que sabe lo que hace -dijo-. Gracias.

– De nada. -El comandante de la brigada de artificieros sonrió.

– ¿Te encuentras bien, Jan? -preguntó Werner.

Fabel le dio otro sorbo a la botella de agua. Se limpió la boca con la base de la mano.

– No, Werner. Todo lo contrario. -Se volvió hacia Van Heiden-. Tenemos que hablar, Herr Kriminaldirektor.

14

Martes 23 de septiembre de 2005,

veintiséis días después del primer asesinato


9.45 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, ÜAMBURGO


Hugo Steinbach, el Polizeipräsident, el funcionario de mayor rango de la policía de Hamburgo, con el Kriminaldirektor Van Heiden a su lado, fue el encargado de efectuar la declaración ante los periodistas gráficos, radiofónicos y televisivos que se empujaban unos a otros en los escalones del Polizeipräsidium. -Puedo confirmar que un agente de alto rango de la Polizei de Hamburgo ha sido víctima de un infructuoso atentado contra su vida ayer por la noche. Como resultado, para su propia seguridad y para permitirle recuperarse plenamente de esta experiencia terrible, se le ha concedido una baja temporal.

– ¿Puede confirmar que ese agente era el Erster Hauptkommissar Fabel, de la Mordkommission? -Un periodista de baja estatura y pelo negro, con una chaqueta de cuero que le iba demasiado pequeña, se había abierto paso hasta la primera fila de reporteros. Jens Tiedemann era muy conocido entre sus colegas.

– En esta etapa de la investigación aún no estamos listos para proporcionarles detalles sobre la identidad del agente implicado -respondió Van Heiden-. Pero sí puedo confirmar que pertenecía a la Mordkommission y que estaba en funciones cuando ello ocurrió.

– Anoche se acordonó la zona de Hammerbrook y evacuaron a sus residentes. -Tiedemann era insistente y levantó la voz por encima de los demás-. Se informó de que se había encontrado un dispositivo explosivo y se suponía que era un resto de artillería británica de la segunda guerra mundial y que había un grupo de artificieros desactivándola. ¿Puede confirmar que en realidad se trataba de una bomba terrorista colocada en el vehículo de este agente?

La pregunta de Tiedemann cayó como una chispa que desencadenó una andanada de más preguntas por parte del resto de los periodistas. Cuando el Polizeipräsident Steinbach contestó, dirigió su respuesta al pequeño reportero.

– Podemos confirmar que se envió a unos miembros de la brigada de artificieros para desactivar un dispositivo explosivo que estaba en ese lugar -dijo-. No hay ningún indicio de que hubiera terroristas implicados.

– Pero la bomba no era de la segunda guerra mundial, ¿verdad? -Tiedemann insistía con la tenacidad de un terrier-. Alguien intentaba hacer volar por los aires a uno de sus agentes, ¿no?

– Como ya hemos declarado -intervino Van Heiden-, un miembro de la Mordkommission ha sufrido un atentado contra su vida. No podemos decir más de momento, puesto que la investigación todavía está en marcha.

Varios de los otros periodistas siguieron con la línea de cuestionamiento que había iniciado Tiedemann. Pero al carecer de la información de la que él, evidentemente, disponía, sus preguntas eran disparos en la sombra. El pequeño periodista se mantuvo en silencio, permitiendo que los otros acosaran a los funcionarios durante un rato; luego lanzó su golpe de gracia.

– Herr Kriminaldirektor Van Heiden… -El murmullo de los otros impidió que se le oyera-. Herr Kriminaldirektor Van Heiden… -repitió a un volumen más alto, y sus colegas enmudecieron, para escuchar adonde los dirigiría-. ¿Es cierto que quien colocó la bomba que estaba debajo del coche del Erster Hauptkommissar Fabel fue el Peluquero de Hamburgo? ¿El asesino en serie que está asesinando a ex miembros de los movimientos izquierdistas radicales de los años setenta y ochenta? ¿Y es cierto también que, como resultado de este atentado contra Herr Fabel, se le ha retirado del caso?

La expresión de Van Heiden se oscureció. Miró a Tiedemann con furia.

– El agente de la Mordkommission en cuestión va a retirarse de todos sus casos actuales y se los pasará a otros agentes. La única razón de todo esto es que ha pedido una licencia para recuperarse de su experiencia. No hay ningún otro motivo. Puedo asegurarle que no es tan fácil asustar a los agentes de la Polizei de Hamburgo y mucho menos obligarlos a retirarse de un caso…

El pequeño periodista no dijo nada más, sino que sonrió, y permitió que los gritos de sus colegas lo cubrieran. Van Heiden y el presidente de la Policía Steinbach les dieron la espalda, subieron los escalones e ingresaron en el edificio del Präsidium, mientras el portavoz oficial de la Polizei de Hamburgo mantenía a raya a los periodistas.

Cuando el nudo de periodistas que estaban en la escalinata empezó a disolverse, uno de ellos se volvió hacia Tiedemann.

– ¿Cómo te has enterado de todo lo que ocurrió?

El periodista señaló el Polizeiprásidium con un movimiento de la cabeza.

– Tengo una fuente interna. Se trata de una fuente realmente buena…


10.15 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO


Tal vez no tendría que haber activado el sistema de alarma para una ausencia tan corta de su despacho. Ingrid Fischmann acababa de regresar de la oficina de correos, que estaba a una calle de allí, donde había enviado un sobre con las fotografías y la información que le había preparado a aquel policía, Fabel.

Lanzó una cuando la libreta negra con el número de la alarma se le cayó al suelo. Se agachó para recogerla, lo que hizo que algunas de las cosas que llevaba en el bolso abierto se cayeran también, y oyó el ruido metálico de las llaves contra las baldosas del pasillo. Siempre era un lío entrar y salir de su despacho, en especial porque el código se negaba a instalarse en su memoria. Pero Ingrid sabía que era un mal necesario: tenía que ser cuidadosa.

La Fracción del Ejército Rojo se había disuelto oficialmente en 1988 y la caída del Muro había vuelto redundantes los cimientos ideológicos de esa clase de grupos. La RAF, el IRA, y hasta, al parecer, también la ETA, estaban relegándose a los libros de historia. El terrorismo interno europeo parecía un concepto cada vez más lejano, en comparación con el que venía de fuera. El terrorismo del siglo XXI había adoptado un matiz totalmente diferente, con una ideología religiosa en vez de socio-política. De todas maneras, las personas a las que ella dejaba al descubierto en sus artículos periodísticos pertenecían al aquí y ahora. Y muchos de ellos tenían un historial de violencia.

– Ya, ya… -le dijo al panel de control de la alarma en respuesta a su imperativo reclamo bajo la forma de bips electrónicos veloces y urgentes. Recuperó la libreta y, como no tuvo tiempo de encontrar las gafas, miró los números desde lejos para transferirlos al teclado. Por fin, marcó el último de ellos con una decisiva presión de su dedo. Los bips se detuvieron. Aunque en realidad no.

Era como un eco del sonido de la alarma, pero a un tono diferente. Y no salía del teclado numérico. Se quedó inmóvil, frunciendo el ceño, hasta que dedujo la dirección de aquel sonido. Venía de su oficina.

Siguió al sonido hasta su despacho. Salía de su escritorio. Abrió el cajón superior.

– Oh… -fue lo único que dijo.

Fue lo único que pudo decir. Su cerebro apenas tuvo tiempo suficiente para absorber lo que sus ojos estaban diciéndole: para analizar los cables, las pilas, el display luminoso y parpadeante, el paquete grande, color arena.

Ingrid Fischmann murió el instante después de que su cerebro reuniera todos esos elementos para formar una sola palabra.

Bomba.


10.15 h, Polizeiprásidium, Hamburgo


– Espero que esto funcione -dijo Van Heiden-. Gran parte de nuestro trabajo depende de la cooperación de los medios. Cuando se enteren, no les va a gustar.

– Es un riesgo que debemos asumir -dijo Fabel. Estaba sentado a la mesa de reuniones con Maria, Werner, Anna, Henk y los dos especialistas forenses, Holger Brauner y Frank Grueber. Había otra persona a la mesa: un hombre bajo y gordo con gafas y una chaqueta de cuero negro.

– Lo superarán -dijo Jens Tiedemann-. Pero, por el bien de mi periódico, preferiría que todos creyeran que me hicieron creer en esa historia, en lugar de que se sepa que he, cómo decirlo, conspirado con vosotros.

Fabel asintió.

– Te debo una, Jens. Una grande. Este asesino sabe cómo comunicarse conmigo pero es una vía de un solo sentido. La única forma en que puedo hacerle creer que he abandonado el caso es que se lo anuncie públicamente.

– De nada, Jan. -Tiedemann se puso de pie para marcharse-. Sólo espero que se lo crea.

– Yo también -dijo Fabel-. Pero al menos he conseguido sacar de la ciudad a mi hija Gabi y ponerla bajo protección. También he hecho vigilar a Susanne las veinticuatro horas. En cuanto a mí, tendré que pasar la mayor parte del tiempo oculto aquí, pero estaré dirigiendo el espectáculo a través de mi equipo central. Oficialmente, Herr Van Heiden se hará cargo del caso. -Se puso de pie y le estrechó la mano a Tiedemann-. Has hecho una actuación convincente, que nos ayudará a ganar tiempo. Como he dicho, te debo una.

– Sí… Creo que sí. -El regordete rostro de Tiedemann se abrió en una amplia sonrisa-. Y puedes confiar en que te pediré que me lo devuelvas algún día.

– Estoy seguro de ello.


Después de que el periodista se marchara, la sonrisa desapareció de los labios de Fabel.

– Tenemos que movernos rápido. El Peluquero de Hamburgo parece tener la capacidad de adivinar todo lo que hacemos. Y, al parecer, también dispone de enormes recursos, tanto intelectuales como materiales. Por lo que sé, él esperaba exactamente la clase de anunció que Jens nos «obligó» a dar en la conferencia de prensa. En ese caso, estamos jodidos. Pero si se lo ha creído, entonces tal vez se sienta menos bajo presión, porque supondrá que yo ya no dirijo la investigación. Lo que no entiendo es por qué es tan importante para él sacarme a mí de la escena.

– Tú eres nuestro mejor investigador de homicidios. Y tienes una tasa de condenas particularmente elevada -dijo Van Heiden.


Después de la reunión, Fabel pidió hablar con Van Heiden en privado.

– Por supuesto, Fabel. ¿Qué ocurre?

– Es esto… -Fabel le entregó un sobre sellado-. Mi renuncia. Quería entregársela ahora para que sea consciente de mis intenciones. Es obvio que no voy a marcharme hasta que este caso esté cerrado. Pero, inmediatamente después de eso, renuncio a la Polizei de Hamburgo.

– No hablará en serio, Fabel. -Van Heiden parecía aturdido. Una reacción que Fabel no esperaba de un hombre como aquél. Siempre había supuesto que su presencia le era indiferente a Van Heiden, en especial debido a que Fabel aparentaba hacer caso omiso de su autoridad-. Lo que dije antes era cierto… no podemos darnos el lujo de perderle…

– Se lo agradezco, Herr Kriminaldirektor. Pero me temo que ya he tomado una decisión. Lo había hecho antes, pero cuando vi las fotografías de Gabi en mi teléfono móvil… En cualquier caso, estoy seguro de que encontrará un buen sustituto. Tanto Maria Klee como Werner Meyer son agentes excelentes.

– ¿Lo saben?

– Aún no -dijo Fabel-. Y, si no le molesta, me gustaría mantenerlo en secreto hasta que resolvamos el caso. Ya tienen bastante en qué pensar.

Van Heiden volvió a golpear el sobre contra su mano abierta, como si evaluara el peso de su contenido.

– Descuide, Fabel. No hablaré con nadie de esto a menos que sea necesario. Mientras tanto, sólo espero que cambie de idea.

Se oyó un golpe en la puerta de la sala de reuniones y Maria entró.

– No sé cuan bajo es el perfil que quieres mantener, chef. Pero ya sabemos dónde puso la segunda bomba…


10.30 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO


Había una nueva jerarquía en el sitio de la explosión, y Fa-bel se dio cuenta de lo mucho que le costaba no permanecer en la cúspide de esa jerarquía.

Con la intención de mantener la simulación de que lo habían retirado del caso, habían buscado un uniforme de policía de tráfico que le fuera bien a Fabel y lo habían llevado a la escena en la parte trasera de una de las furgonetas Mercedes Benz color verde botella con ventanas cubiertas que usaba la brigada antidisturbios. Un helicóptero policial sobrevolaba la escena.

La división uniformada había acordonado la escena y evacuado los edificios linderos. Fabel salió de la furgoneta y contempló la devastación. Todas las ventanas del despacho de Ingrid Fischmann estaban destrozadas por la explosión y miraban a la calle desde la ennegrecida estructura como cuencas vacías. La estrecha acera, la calzada y los techos de los coches aparcados, cuyas alarmas seguían gimiendo en sorprendida protesta, brillaban llenos de fragmentos de cristal del tamaño de gemas. De una de las ventanas colgaban las cintas desflecadas y achicharradas de las persianas verticales de Fischmann. La MEK, la brigada de armas especiales de la Polizei de Hamburgo que Fabel había requerido, ya había asegurado el perímetro, pero también había un gran número de agentes fuertemente armados vestidos con chalecos que tenían grandes letras con las iniciales de la BKA en la espalda, lo que indicaba que pertenecían a la Oficina Federal del Crimen. Fabel no se sorprendió al ver a Markus Ullrich. De pronto, todo aquello se había vuelto muy político.

Holger Brauner y su asistente Frank Grueber se habían presentado con un grupo ampliado para procesar la escena, pero la BKA había solicitado otra división forense incluso más numerosa.

De todas maneras, todos estaban aguardando fuera mientras los bomberos y los artificieros se aseguraban de que fuera seguro entrar. Fabel aprovechó la oportunidad para interceptar a Markus Ullrich, quien estaba fuera del edificio junto a la puerta que, como era ligeramente más baja que la planta principal de la oficina, había sobrevivido a la explosión. Ullrich estaba hablando con otro agente de la BKA, pero interrumpió la conversación cuando vio que Fabel se acercaba. Le sonrió tristemente.

[-Le sienta muy bien -dijo, señalando con un gesto el uniforme prestado de Fabel-. Adivino que esto no ha sido una L4 explosión de gas.

– Lo dudo mucho -respondió Fabel-. Escuche, necesito

j)j, que algo quede claro. Ésta es una investigación de la Polizei de 11 Hamburgo. La mujer que alquila estas oficinas me ha ayudado con el contexto histórico de los homicidios de Hauser y Griebel. Este atentado contra su despacho es más que una coincidencia.

– Sí, lo entiendo… pero también se trata de una persona que se ha metido en un área muy peligrosa de la vida pública alemana. Existe la posibilidad de que se haya acercado demasiado a alguien que podría haber decidido volver a utilizar algunos conocimientos antiguos que adquirió dos décadas atrás… incluyendo la utilización de un detonador y Semtex. Tiene que entender que hay una base sólida para el interés de la BKA. -No había nada en el tono de Ullrich que insinuara un enfrentamiento, pero Fabel no se sintió más tranquilo-. Escuche, Herr Fabel, no quiero que compitamos: quiero que cooperemos. Tenemos un interés compartido en este caso. Lo único que he hecho es conseguir esos recursos adicionales y ponerlos a su disposición. Lo mismo se aplica al equipo forense; van a trabajar a las órdenes del suyo. ¿Ya sabemos si ella estaba dentro?

Fabel suspiró y relajó un poco la postura. Ullrich, después de todo, era de fiar.

– Aún no -dijo Fabel-. Revisamos su casa y no está allí y también lo hemos intentado con su teléfono móvil. Nada. -Alzó la mirada hacia el edificio-. Creo que el asesino dio en el blanco. De todas maneras, Herr Ullrich, éste es mi caso, en primer lugar, y quiero que lo entienda.

– Lo entiendo. Pero tendremos que trabajar juntos en esto, Herr Fabel. Le guste o no, es muy posible que estemos enfrentándonos a algo que tiene implicaciones que van más allá de Hamburgo. Tal vez le resulte útil tener un organismo federal en su equipo. Le hará falta toda la ayuda que pueda conseguir si tiene que dirigir esta investigación de lejos… y disfrazado. Yo no tengo problemas en que usted dé las órdenes. Por ahora.

– De acuerdo… -Fabel asintió-. Consideremos lo que usted ha dicho sobre que tal vez podría ser algún ex terrorista latente protegiéndose a sí mismo, en lugar del denominado Peluquero de Hamburgo. Me temo que esas cosas no son contradictorias entre sí. -Fabel le hizo a Ullrich un resumen de lo que le había contado Ingrid Fischmann sobre su relación con el secuestro de Wiedler y la afirmación de Benni Hildesheim de que él conocía la identidad de varios miembros de los Resucitados, incluyendo el hecho de que había insinuado que tenía pruebas fehacientes de que Bertholdt Müller-Voigt era el chófer de la furgoneta en que se habían llevado a Thorsten Wiedler.

– Esa idea viene circulando desde hace mucho tiempo, Fabel -dijo Ullrich-. La hemos analizado exhaustivamente. No hay ninguna prueba que lo relacione con el secuestro, ni siquiera podemos probar que perteneciera a ese grupo. Después de la muerte de Hildesheim conseguimos una orden judicial para revisar todas sus pertenencias en busca de las pruebas que decía poseer. Nada. Eso no equivale a decir que yo no lo creyera. Sólo que me parece que, si Müller-Voigt realmente participó en el secuestro y asesinato de Wiedler, jamás podremos probarlo.

Fabel señaló con un gesto el edificio destruido con sus graffiti y sus detalles arquitectónicos de estilo Jugendstil.

– Tal vez ella estuviera cerca de lograrlo…

Su teléfono sonó.

– No se moleste en tratar de rastrearme -le espetó con aspereza la voz electrónicamente distorsionada-. Le hablo desde el móvil de mi última víctima. Para cuando averigüe dónde estoy ya me habré ido y el teléfono estará destruido. Como puede ver, he estado ocupado. Esa puta de Fischmann se lo buscó. Sólo lamento que muriera tan rápido. Pero anoche me divertí más. No voy a decirle dónde encontrar el próximo cuerpo. Supongo que el hijo de ella lo descubrirá muy pronto.

– Déjelo… -dijo Fabel.

– Me desilusiona, Fabel -lo interrumpió la voz-. Trató de engañarme con esa pequeña farsa pública de esta mañana. Disfrazándose y ocultándose en furgonetas… Me temo que tendré que castigarlo. Por el resto de su vida usted se maldecirá a sí mismo, cada día, y se culpará por el horror que su hija habrá tenido que soportar antes de morir.

El teléfono enmudeció.

– ¡Gabi! -Fabel se volvió hacia Maria-. Dame las llaves de tu coche, Maria… ¡Va a coger a Gabi! Tengo que llegar antes.

Maria le agarró el brazo.

– ¡Espera! -Se puso delante de Fabel y lo miró fijamente a la cara-. ¿Qué ha dicho?

Fabel se lo contó. Werner, Van Heiden y Ullrich ya habían llegado a su lado.

– ¿Cómo se ha enterado? ¿Cómo ha podido deducirlo tan pronto? -Fabel miró su uniforme prestado, frunciendo el ceño-. ¿Y cómo diablos supo lo del disfraz? Tengo que llegar a Gabi.

– Un momento -dijo Maria-. Tú mismo dijiste que había una buena posibilidad de que no cayera en la trampa. Hay un mundo de diferencia entre eso y que él sepa dónde hemos ocultado a Gabi. Es posible que nos esté vigilando justo ahora y tú lo llevarías directo hacia ella. Pero me parece que en realidad lo que le interesa no es encontrar a Gabi, así como tampoco le interesaba matarte a ti con esa bomba. Es exactamente lo mismo que ocurrió aquella noche con Vitrenko, Jan. Una distracción. Una táctica dilatoria. -Había sinceridad en los ojos de Maria. Todas las defensas, todos los escudos, habían caído-. Está jugando contigo, Jan. Quiere desviar tu atención. El propósito de la bomba era impedir que te movieras mientras él trabajaba. Esto es exactamente lo mismo. Quiere que vayas a buscar a Gabi para poder terminar lo que ha empezado.

– Tiene sentido, Fabel -dijo Ullrich.

Un agente uniformado corrió hacia Fabel.

– Hay una llamada en la radio para usted, Herr Erster Hauptkommissar. Alguien ha informado de un cuerpo sin el cuero cabelludo, a unas pocas manzanas de aquí.

Maria soltó el brazo de Fabel.

– Tú decides, chef.


23.00 H, SCHANZENVIERTEL, HAMBURGO


Una división de agentes uniformados ya había llegado a la escena y lo primero que hicieron fue sacar a Franz Brandt de la habitación donde había encontrado el cuerpo de su madre. Cuando Fabel llegó allí, Brandt seguía en un profundo estado de shock. Tenía poco más de treinta años pero parecía más joven; el rasgo más llamativo era la melena de grueso pelo largo y castaño rojizo que remataba su rostro pálido y pecoso. El cuarto donde lo habían trasladado era espacioso, una combinación de dormitorio y estudio. Los libros que llenaban las estanterías le recordaron a Fabel los que estaban en el estudio de Frank Grueber; casi todos eran manuales universitarios dedicados a la arqueología, la paleontología y la historia.

Esos libros no era lo único que Fabel reconoció; había un gran poster en la pared del cuerpo del pantano de Neu Versen: Franz el Rojo.

– Lamento mucho su pérdida -dijo. Fabel siempre se ponía incómodo en esas situaciones, a pesar de sus años de experiencia. En todos los casos sentía una verdadera pena por la familia de las víctimas, y siempre era consciente de que estaba pisoteando vidas destrozadas. Pero, por otra parte, tenía un trabajo que hacer-. Entiendo que ésta es su habitación, ¿verdad? ¿Vive aquí permanentemente, con su madre?

– Si puede llamarse permanente… Con frecuencia estoy en excavaciones en el extranjero. Viajo mucho, por lo general.

– ¿Su madre trabajaba en su casa? -preguntó Fabel-. ¿Qué hacía?

Franz Brandt lanzó una risita dolorida.

– Terapias New Age, en su mayoría. Era pura mierda, para ser honesto. Me parece que ella no creía en nada de eso. La mayor parte tenía que ver con la reencarnación.

– ¿La reencarnación? -Fabel pensó en Gunter Griebel y en sus investigaciones sobre la memoria genética. ¿Podría haber alguna conexión? Luego lo recordó. Müller-Voigt había mencionado a una mujer que había participado en el Colectivo Gaia. Sacó su libreta y buscó entre sus notas. Allí estaba: Beate Brandt. Miró al pálido joven que tenía delante. Estaba a punto de desmoronarse. Fabel recorrió con la mirada el dormitorio convertido en estudio y sus ojos volvieron a posarse en el poster-. A este caballero lo conozco -dijo sonriendo-. Es de Ostfriesland, como yo. Es extraño, pero últimamente aparece todo el tiempo en mi vida. Una sincronía, o algo así.

Brandt sonrió débilmente.

– Franz el Rojo… así me llamaban en la universidad. Por mi pelo. Y porque todos sabían que ése era mi favorito de todos los cuerpos del pantano, si sabe a lo que me refiero. Fue Franz el Rojo quien me inspiró para convertirme en arqueólogo. Leí sobre él en la escuela y me fascinó la idea de averiguar cosas sobre la vida de nuestros antepasados. Descubrir la verdad sobre cómo vivieron. Y murieron. -Se quedó en silencio y giró la cabeza hacia la puerta que daba a la sala, donde yacía su madre. Fabel le apoyó una mano en el hombro.

– Escuche, Franz… -le dijo en un tono tranquilo y relajador-. Sé lo difícil que es esto para usted. Y sé que en este momento se siente impresionado y asustado. Pero tengo que hacerle algunas preguntas sobre su madre. Tengo que coger a este maníaco antes de que mate a alguien más. ¿Puede ayudarme?

Brandt contempló a Fabel durante un momento, con una mirada enloquecida.

– ¿Por qué? ¿Por qué le hizo… eso… a mi madre? ¿Qué significa todo esto?

– No lo sé, Franz.

Brandt bebió un sorbo de agua y Fabel notó que le temblaba la mano.

– ¿Su madre tiene alguna relación con la ciudad de Nordenham?

Brandt negó con la cabeza.

– ¿Sabe si estuvo metida en actividades políticas en su juventud?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Sólo tengo que saberlo… tal vez esté relacionado con los motivos del asesino.

– Sí… sí. Estaba metida en el ecologismo y el movimiento estudiantil, sobre todo en los años setenta y principios de los ochenta. Siguió participando en cuestiones ambientales.

– ¿Conocía a Hans-Joachim Hauser o Gunter Griebel? ¿Esos nombres significan algo para usted?

– Hauser, sí. Mi madre lo conocía bien. Antes, quiero decir. Los dos participaron en manifestaciones antinucleares y más tarde estuvieron con los Verdes. No creo que tuviera mucho contacto con Hauser en los últimos tiempos.

– ¿Y Gunter Griebel?

Brandt se encogió de hombros.

– No puedo decir que oyera hablar de ese nombre. Le aseguro que mi madre jamás lo mencionó. Pero no sé con certeza si lo conoció o no.

– Oiga, Franz, tengo que ser totalmente honesto con usted -dijo Fabel-. No sé si este maníaco actúa impulsado por un deseo de venganza o sólo tiene algo contra la gente de la generación y las inclinaciones políticas de su madre. Pero tiene que haber algo que conecte a todas las víctimas, incluyendo a su madre. Si tengo razón, tal vez ella fuera la relación entre las muertes de Hauser y Griebel. ¿Ha notado algo extraño en el comportamiento de su madre de las últimas semanas? Específicamente, desde que la prensa anunciara el primer asesinato, el de Hans-Joachim Hauser…

– Por supuesto que tuvo una reacción. Como le he dicho, ella había trabajado junto a Hauser en el pasado. Quedó muy impresionada cuando se enteró de lo que había ocurrido con él. -Los ojos de Brandt se llenaron de dolor cuando se dio cuenta de que estaba refiriéndose a la misma y espantosa desfiguración que había sufrido su propia madre.

– ¿Y los otros homicidios? -Fabel intentó mantener a Brandt concentrado en sus preguntas-. ¿Los mencionó? ¿Parecieron inquietarla particularmente?

– No lo sé. Yo estuve fuera, en otra excavación para la universidad, durante unas tres semanas. Pero ahora que usted lo dice, es cierto que me pareció bastante ensimismada y reservada los últimos días.

Fabel observó al joven con atención.

– ¿Usted encontró a su madre esta mañana cuando bajó a desayunar?

– Sí. Anoche llegué tarde y fui directo a la cama. Supuse que ella ya estaba dormida.

– ¿A qué hora?

– Cerca de las once y media.

– ¿Y no entró en la sala?

– Es obvio que no. Si lo hubiera hecho, habría visto a mi madre… de esa manera. Los habría llamado a ustedes de inmediato.

– ¿Y dónde estuvo anoche hasta las once?

– En la universidad, preparando unas notas.

– ¿Alguien lo vio allí? Lo siento, Franz, pero tengo que preguntárselo.

Brandt suspiró.

– Vi al doctor Severts brevemente. Fuera de eso, creo que no.

Fue la mención del nombre de Severts lo que hizo que todo encajara para Fabel.

– Ya sé dónde lo he visto antes. Era algo que no dejaba de preguntarme. Usted fue el que descubrió el cuerpo momificado en el emplazamiento de HafenCity.

– Así es -dijo Brandt en tono sombrío. Tenía la mente ocupada en otras cosas, más allá de dónde había visto antes al detective que investigaba el brutal homicidio de su madre.

– ¿Sabe si su madre esperaba alguna visita anoche?

– No. Me dijo que iba a acostarse temprano.

Fabel vio que Frank Grueber entraba en la sala y le indicaba con un gesto a Fabel que ya podía pasar a la escena del crimen.

– ¿Tiene algún lugar donde alojarse esta noche? -le preguntó a Brandt-. Si no, puedo hacer que lo lleven a un hotel. -Fabel pensó en su propia situación reciente, en el hecho de que un acto de violencia lo había arrancado de su casa.

Brandt meneó su mata de pelo rojo.

– No es necesario, tengo una amiga y puedo quedarme en su casa. Voy a llamarla.

– De acuerdo. Deje la dirección y un número donde podamos ubicarlo. De veras, lamento muchísimo su pérdida, Franz.

15

Miércoles 14 de septiembre de 2005,

veintisiete días después del primer asesinato


13.00 H, POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO


Los días iban perdiendo definición, y se fundían los unos con los otros en un letargo sin fisuras. Fabel había dormido un par de horas, con interrupciones, en el Präsidium. Pero el hecho de que dos homicidios, ejecutados de maneras completamente distintas por el mismo asesino, hubieran coincidido, significaba que, incluso con todos los recursos de los que disponía, él y su equipo estaban haciendo esfuerzos más duros y más prolongados de lo que deberían. Todos estaban cansados. Cuando uno estaba cansado, su eficiencia no rendía al máximo. Y estaban buscando a un asesino de una eficiencia suprema.

Ya había amanecido cuando Fabel consiguió hacerse un poco de tiempo para ir a su casa a dormir unas horas y tomar una ducha que, con un poco de suerte, refrescaría sus sentidos y su capacidad de pensar.

Pero, para su frustración, se vio obligado a conducir justo al principio de la hora punta matinal y ya eran las ocho de la mañana cuando hizo girar la llave en la puerta de su apartamento. Al hacerlo, las imágenes de la casa de Brandt le vinieron a la mente. Casi esperaba encontrar otro cuero cabelludo en su apartamento. Aquel había sido su refugio, su lugar seguro lejos de la locura y la violencia de los otros. Pero ya no. Las ventanas habían sido limpiadas exhaustivamente, así como el resto del apartamento, pero él habría jurado que había un sutil olor a sangre flotando en el aire. El sol de la mañana ardía en el cielo sobre el Alster y entraba a raudales por las ventanas que daban al este. Sin embargo, para los ojos cansados de Fabel, aquella luz parecía, de alguna manera, estéril y fría. Como la de un depósito de cadáveres.


– Hay un sobre para ti sobre tu escritorio, chef -le dijo Anna cuando Fabel pasó por la Mordkommission de camino a su oficina-. Llegó esta mañana, cuando no estabas. Considerando todo lo que ha ocurrido, los de seguridad lo retuvieron abajo y lo pasaron dos veces por el detector. Está limpio.

– Gracias. -Fabel entró en su oficina y colgó la chaqueta en el respaldo de la silla. Era un sobre grande y grueso y cuando lo abrió encontró una gruesa carpeta de tapas azules unidas con dos gruesas bandas elásticas. Bajo una de las bandas había un casete; debajo de la otra, una tarjeta de salutación. Sacó la tarjeta y la contempló durante un largo rato, casi como si, aunque la letra era meticulosa y clara, no pudiera entender el significado de las palabras.

«Lo que le prometí. Espero que le sirva. Un cordial saludo. I. Fischmann.»

Siguió contemplando aquella nota escrita por la mujer con quien había hablado apenas dos semanas antes. Parecía imposible que, en ese pequeño lapso, la inteligencia, el ser que se escondía detrás de esa letra, hubiese desaparecido.

Sacó el casete y las bandas de la carpeta. Ingrid Fischmann había compilado un detallado dossier con toda la información que tenía sobre los Resucitados, así como datos de contexto sobre la banda Baader-Meinhof y otros grupos militantes y terroristas. Había fotocopiado y escaneado artículos, fotografías, expedientes. No había ningún documento original; ella se había tomado el esfuerzo de hacer copias para Fabel de todos los archivos más importantes. Salvo que lo que él tenía en las manos en ese momento era todo lo que había sobrevivido del trabajo de Ingrid Fischmann; los fantasmas de los originales que ella había trabajado tanto para mantener a salvo pero habían quedado destruidos por la explosión y el incendio que se produjo como consecuencia.

Le llevó un rato localizar un reproductor de casete en el edificio y tardaron quince minutos en traérselo. Mientras esperaba, hojeó el resto del material que había en la carpeta; no había duda de que era exhaustivo y Fabel necesitaría bastante tiempo para revisarlo detalladamente, pero sabía que tenía que hacerlo. Dentro de toda esa información podría encontrarse un detalle pequeñísimo, un hilo delgadísimo que le proporcionaría la coherencia que necesitaba tan desesperadamente en ese caso.

Después de que un agente uniformado le entregara el reproductor, Fabel cerró la puerta de su despacho, un gesto que todos los que trabajaban con él sabían interpretar como una señal de que no quería que lo molestaran, y conectó el contestador automático en su teléfono. El casete que Ingrid Fischmann le había enviado no era de la misma época que la grabación original, y el zumbido de la estática que sonó tan pronto presionó el botón de reproducción le hizo pensar que probablemente se tratara de la copia de una copia. Subió el volumen un poco para compensar. Se oyeron unos golpes y el sonido amortiguado de los movimientos de un micrófono. Luego, la voz de un hombre.

«Me llamo Ralf Fischmann. Tengo treinta y nueve años y era el chófer de Herr Thorsten Wiedler, del Grupo Industrial Wiedler. Por causa de esa tarea, recibí tres disparos, uno en el costado y dos en la espalda, efectuados por los terroristas que secuestraron a Herr Wiedler. No puedo entender qué pecado cometí para merecer que me dispararan. Pero, de la misma manera, tampoco puedo entender cuál fue el gran pecado cometido por Herr Wiedler para merecer que lo arrancaran de su familia.

»Ya han pasado dos meses desde que me dispararon. Al principio los médicos exhibían un alegre optimismo y me decían que era como esperar a que un hematoma se curara, que cuando disminuyera la inflamación en la columna vertebral, ¿quién sabría? Bueno, la inflamación ya ha disminuido y los médicos no suenan tan optimistas. Soy un lisiado. Nunca volveré a caminar. Eso ya lo sé, así como lo saben los médicos pero aún no quieren admitir. Soy un hombre sencillo; no soy estúpido, pero nunca tuve grandes ambiciones. Lo único que quería era trabajar mucho, mantener a mi familia y ser la mejor persona posible. Por alguna razón, la forma en que he vivido, con honradez y modestia, era ofensiva para alguien. Tan ofensiva que consideraron necesario meterme balas en la columna vertebral.

»Trabajé tres años para Herr Wiedler. Era un buen hombre. Uso el tiempo pasado porque me parece muy poco probable que siga vivo. Un buen hombre y un buen jefe. Era originario de Colonia y, como es típico allí, era amable y campechano… trataba a todos sus empleados como iguales. Si hacías algo mal, algo que no le gustaba, te lo decía. De la misma manera, podía invitarte a tomar una copa en un bar y hablar contigo sobre tu familia. Siempre me preguntaba por mi hija Ingrid y mi hijo Horst. Sabía que Ingrid era muy brillante y me prometió que llegaría lejos.

»El trabajo que hacía para Herr Wiedler era de chófer, en general. Le llevaba de su casa a la oficina cada día, y también cuando tenía reuniones en otras partes de Hamburgo y en el resto de la República Federal. Verán, Herr Wiedler detestaba viajar en avión. Si teníamos que atravesar todo el país, hasta Stuttgart o Munich, por ejemplo, él conversaba conmigo para que no me aburriera de tanto conducir por la Autobahn. A veces estudiaba algunos papeles en la parte trasera del coche, pero por lo general se sentaba conmigo delante y hablaba. A Herr Wiedler le gustaba mucho hablar. Me caía muy bien y me parecía esa clase de hombre que, si no fuera mi jefe, estaría feliz de tener como amigo. Quiero creer que él pensaba lo mismo de mí.

»La mañana del 14 de noviembre de 1977 estábamos los dos en el coche. Yo lo había recogido, como era habitual, en su casa en Blankenese. A diferencia de la mayoría de las mañanas, en que tenía que llevarlo directamente a su oficina, me había pedido que lo fuera a buscar más tarde porque teníamos que ir directamente a Bremen, donde él tenía una reunión con una empresa que era cliente de la suya. Desde el secuestro, ese detalle siempre me ha intrigado. Me resultaría más fácil de entender si la emboscada hubiera tenido lugar en nuestro camino normal hasta las oficinas centrales de Wiedler, que estaban hacia el norte, pero nos estaban esperando en el camino al centro de la ciudad, donde cogeríamos la Al en dirección de Bremen. Sólo se me ocurre que los terroristas tenían a alguien dentro de la compañía Wiedler, o que algún miembro de la banda nos siguió desde la residencia de Wiedler y estaba en contacto con los otros a través de intercomunicadores.

»Eran alrededor de las diez y media de la mañana. Estábamos a punto de coger la Autobahn cuando vi una furgoneta negra Volkswagen que estaba parada, pero en un ángulo que daba a entender que había efectuado un viraje brusco. Había un hombre con traje de ejecutivo agitando los brazos frenéticamente sobre la cabeza y lo que parecía un cuerpo tumbado en medio del camino. Daba la impresión de que la furgoneta lo había arrollado. Detuve el coche a un lado del camino. Había otro coche detrás de nosotros que también paró. Herr Wiedler y yo corrimos hasta la persona herida y una pareja joven salió del coche de detrás de nosotros y nos siguió. Cuando nos acercamos al cuerpo vimos que tenía puesto un mono azul y no pudimos distinguir si era hombre o mujer. Entonces, de pronto, la persona que estaba en el suelo se puso de pie de un salto y vimos que llevaba puesto un pasamontañas. Creo que era un hombre, aunque no muy alto. Tenía una metralleta. El hombre del traje de ejecutivo y del abrigo elegante sacó una pistola y nos apuntó. Todos nos paralizamos. Herr Wiedler, yo y la joven pareja. De pronto, dos personas más con monos azules y pasamontañas saltaron de la furgoneta llevando metralletas. Recuerdo haber pensado que el terrorista que había fingido ser un hombre de negocios era el único que no llevaba pasamontañas y me aseguré de echarle un buen vistazo. Él se dio cuenta y se enfadó mucho y me gritó a mí y a los otros que dejáramos de mirarlo.

»Los dos enmascarados de la VW corrieron, cogieron a Herr Wiedler y comenzaron a empujarlo hacia la furgoneta mientras los otros seguían apuntándonos. Di un paso adelante y el hombre del mono levantó su arma, de modo que me detuve y levanté las manos. Eso fue todo lo que hice. No hice ningún otro movimiento y el momento de actuar ya había pasado. Por eso no entiendo por qué me disparó. El hombre del traje dijo que yo lo estaba mirando otra vez y lo siguiente que recuerdo es el sonido de su arma. Recuerdo haber pensado que debían de estar usando balas de fogueo, porque era imposible que erraran a esa distancia, y yo no sentí ningún dolor, ningún impacto. Nada. Entonces noté algo mojado en mi costado que corría por mi pierna. Miré hacia abajo y me di cuenta de que sangraba de una herida justo encima de la cadera. Giré y empecé a caminar hacia el coche. No estaba pensando con lucidez; debió de ser la impresión. Sólo recuerdo haber pensado que tenía que llegar al coche y sentarme. Entonces oí dos disparos más y supe que me habían acertado en la espalda. Mis piernas, simplemente, dejaron de funcionar, y caí sobre el suelo de cara. Oí el grito de la mujer de la pareja joven, luego el chirrido de las ruedas cuando la furgoneta se alejó llevándose a Herr Wiedler. Eso no lo vi porque estaba boca abajo, pero me di cuenta de que era lo que estaba ocurriendo.

»La joven pareja corrió hacia mí y luego la mujer corrió hasta el camino para buscar ayuda mientras el chico permanecía a mi lado. Era una sensación muy extraña. Yo estaba allí, con la mejilla apretada contra la superficie del camino, y recuerdo haber pensado que parecía estar más caliente que yo. También recuerdo haber pensado que había defraudado a Herr Wiedler. Que tendría que haber hecho más. Iba a morir de todas maneras, de modo que tendría que haber hecho que valiera de algo. Entonces empecé a pensar en mi esposa Helga, y en los pequeños Ingrid y Horst, y en que se las tendrían que arreglar sin mí. Fue entonces cuando me enfadé de verdad y decidí que no iba a morir. Mientras yacía esperando que llegara la ambulancia, me concentré con fuerza en mantenerme consciente y la forma en que lo hice fue tratando de recordar cada detalle del hombre que no había podido esconder su rostro. Suponía que si lo atrapaban a él, podrían encontrar a los otros.

»Esos fueron los detalles que le di al dibujante de la policía. Le obligué a rehacer el dibujo una y otra vez. Cuando me preguntó si ya habíamos captado un parecido general al terrorista, le dije que sí, pero que su tarea no había terminado. Le dije que podríamos conseguir un retrato-robot perfecto del hombre que me disparó. De modo que reiniciamos el dibujo muchas veces más. Cuando terminamos, no teníamos la versión de un dibujante. Teníamos un retrato.

«Quedaré confinado a esta silla de ruedas por el resto de mi vida. Durante los últimos dos meses he tratado de entender qué es lo que estas personas creen que pueden lograr con la violencia. Dicen que esto es una revolución, una rebelión. ¿Pero una rebelión contra qué? Llegará un momento en el que se sabrá la verdad. Tal vez yo muera antes, pero esta cinta, y el retrato-robot que he ayudado a crear del terrorista que me disparó, son mi declaración».

Fabel apretó el botón de stop. Ahora entendía por qué Ingrid Fischmann estaba tan motivada para revelar la verdad. La voz de la cinta había hecho que Fabel se sintiera obligado a encontrar a las personas que habían secuestrado y asesinado a Thorsten Wiedler y consignado a Ralf Fischmann a una agonía corta e infeliz en una silla de ruedas; la presión que habría sentido Ingrid, como hija de Fischmann, era inimaginable.

Abrió la carpeta y buscó el dibujo que Ralf Fischmann había descrito en la cinta. Lo encontró. Una corriente eléctrica le recorrió la piel e hizo que se le pusieran de punta los pelos de la nuca. Ralf Fischmann tenía razón: había obligado al dibujante a lograr un nivel de detalle mucho más alto de lo que era habitual en los retrato-robot de la policía. Era, por cierto, un retrato.

Fabel miró fijamente la cara muy real de una persona muy real. Una cara que reconocía.

– Ahora lo entiendo, cabrón -le dijo en voz alta a la cara que tenía delante-. Ahora sé por qué no querías que nadie te tomara una fotografía. Los otros tenían la cara tapada… tú eras la única persona que alguien vio.

Fabel dejó la imagen de un joven Gunter Griebel sobre su escritorio, se levantó de la silla y abrió de golpe la puerta de su oficina.


13.20 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, EÍAMBURGO


Werner había convocado a todo el equipo en la sala principal de reuniones. Fabel le había pedido que organizara ese encuentro para poder comunicarles lo que había descubierto sobre Gunter Griebel. Estaba claro que todas las víctimas habían pertenecido al grupo terrorista de Franz el Rojo Mülhaus, los Resucitados. También era más que probable que todos hubieran participado del secuestro y asesinato de Thorsten Wiedler. Fabel estaba convencido de que los asesinatos estaban relacionados con aquel suceso, pero la persona con más motivos para efectuarlos, Ingrid Fischmann, también había sido asesinada. Ella había mencionado a un hermano. Fabel había decidido encargar a alguien que lo rastreara y estableciera su paradero en el momento de cada homicidio.

Sin embargo, los acontecimientos se adelantarían a todas sus ideas.

La mayoría de los miembros de la brigada de Homicidios, al igual que el mismo Fabel, habían dormido muy poco en los últimos dos días, pero él se dio cuenta de que algo había disipado la fatiga de sus colegas. Ellos estaban sentados, en actitud expectante, en torno a la mesa de reuniones de madera de cerezo, mientras una fila de rostros muertos y despojados del cuero cabelludo -Hauser, Griebel, Schüler y Scheíbe- los contemplaban desde el tablero de la investigación. Aún no habían tenido tiempo de obtener una imagen de la última víctima, Beate Brandt, pero Werner había apuntado su nombre junto a las otras imágenes, dejando un espacio para ella entre los muertos, como una tumba recién cavada pero todavía vacía. Centrada sobre la fila de víctimas, la intensa mirada de Franz el Rojo Mülhaus flotaba sobre la sala desde la vieja fotografía de la policía.

– ¿Qué tenéis vosotros? -Fabel se sentó en el extremo de la mesa que estaba más próximo a la puerta y se frotó los ojos con la base de las manos, como si tratara de quitarles el cansancio.

Anna Wolff se puso de pie.

– Bueno, para empezar, nos han informado de una denuncia sobre una persona desaparecida. Un tal Cornelius Tamm.

– ¿El cantante? -preguntó Fabel.

– Ése mismo. Me temo que es un poco anterior a mi época. Nos hemos enterado de ello porque Tamm es contemporáneo de las otras víctimas. Desapareció hace tres días después de una actuación en Altona. Tampoco se encontró su furgoneta.

– ¿ Quién se ocupa de ello?

– He puesto a un equipo a cargo -dijo Maria Klee. Parecía tan cansada como Fabel-, con algunos de los agentes adicionales que nos han asignado. Les he dicho que probablemente estén buscando a la próxima víctima.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Fabel-. Pareces destrozada.

– Estoy bien… Sólo tengo dolor de cabeza.

– ¿Qué otras cosas hay? -Fabel se volvió hacia Anna.

– Hemos tratado de deducir de qué va todo esto -respondió Anna Wolff con una sonrisa-. ¿Acaso Franz el Rojo Mülhaus, supuestamente muerto hace veinte años, ha regresado de la tumba? Bueno, tal vez sí. He revisado todos los datos que tenemos sobre Mülhaus, así como recortes de prensa de aquella época. -Anna hizo una pausa y hojeó la carpeta que tenía delante, sobre la mesa-. Tal vez Franz el Rojo haya regresado para vengarse bajo la forma de su hijo. Mülhaus no estaba solo en aquel andén de Nordenham. Tenía a su lado a su novia, Michaela Schwenn, con quien mantenía una relación estable, y al hijo de ambos, que tenía diez años. El muchacho lo vio todo. Vio morir a su padre y a su madre.

Fabel sintió un cosquilleo en la nuca, pero sólo dijo:

– Eso no significa que su hijo haya salido a vengarse.

– Según los agentes de la GSG9 que estuvieron en la escena, la última palabra de Mülhaus antes de morir fue «traidores». Estos asesinatos no son ataques psicóticos sin motivo, chef. Todo esto es una venganza. Una deuda de sangre. -Anna hizo otra pausa. Podía verse la insinuación de una sonrisa jugando en las comisuras de sus labios rojos y carnosos.

– De acuerdo… -suspiró Fabel-. Adelante. Es evidente que estás por dar un golpe maestro…

La sonrisa de Anna se hizo más amplia. Señaló la fotografía en blanco y negro de Mülhaus que colgaba del tablero de la investigación.

– Es extraño, ¿verdad?, la forma en que algunas imágenes se convierten en iconos. La manera en que relacionamos automáticamente una imagen con una persona y a esa persona con una época y un lugar, con una idea…

Fabel hizo un gesto de impaciencia y Anna continuó.

– Recuerdo lo impresionada que quedé al ver una fotografía de Ulrike Meinhof antes de que se convirtiera en una terrorista de pelo desgreñado y téjanos. Era de ella y su marido en una pista de carreras. Estaba vestida como una típica y recatada Hausfrau de los años sesenta. Antes de que se radicalizara. Eso me hizo pensar y busqué otras fotografías de Mülhaus. Como saben, son muy escasas. Esta imagen que tenemos aquí es la que conocemos, la que se usó en los carteles de la policía en los años ochenta. Es en blanco y negro, pero podemos ver que el pelo de Mülhaus es realmente oscuro. Negro. Pero luego recordé las fotografías de Andreas Baader de 1972, cuando lo arrestaron. Llevaba el pelo teñido de rubio ceniza.

Anna sacó una ampliación en papel satinado de gran tamaño y la ubicó junto a la fotografía policial. Esta era a todo color. Era de un Franz Mülhaus más joven, sin su característica perilla. Pero había un rasgo que destacaba sobre todos los demás: su pelo. En el cartel de la policía el pelo de Mülhaus estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente amplia y pálida, pero en la nueva imagen le caía sobre las cejas y le enmarcaba la cara en poblados rizos enmarañados. Y era rojo. Un rojo exuberante, moteado de reflejos dorados.

– El apodo de Franz el Rojo no se debía a su ideología política. Era por su pelo. -Anna clavó un dedo en la fotografía en blanco y negro y miró directamente a Fabel-. ¿Te das cuenta? Durante todo el tiempo que fue fugitivo, ocultó su característico pelo rojo tiñéndolo de oscuro. La BKA recibió la información de que Mülhaus se había oscurecido el pelo y cambiaron la imagen para que concordara. Pero hay más… al parecer el hijo de Mülhaus tenía el mismo color de pelo. Y cuando se fugaron juntos, Mülhaus también le tiñó el pelo a su hijo.

Hubo un silencio después de que Anna dejara de hablar. Entonces Werner expresó lo que todos pensaban.

– Mierda. La cuestión del cuero cabelludo y el pelo teñido. -Se volvió hacia Fabel-. Ahí tienes tu simbolismo.

– ¿Sabemos qué ocurrió con el hijo? -le preguntó Fabel a Anna.

– Los de servicios sociales se niegan a entregarnos el expediente hasta que obtengamos una orden judicial para acceder a esa información. Ya estoy en ello.

Fabel contempló la fotografía del joven Mülhaus. Debía de tener unos veinte años. Era evidente que se trataba de la obra de un aficionado, una fotografía hecha en exteriores a la luz del sol de un verano muy lejano en el tiempo. Mülhaus ofrecía una amplia sonrisa a la cámara y entrecerraba los ojos para protegerlos de la luz. Era un joven feliz y despreocupado. No había nada escrito en aquel rostro que sugiriera un futuro relacionado con homicidios y violencia. Al igual que lo que le había ocurrido a Anna con la fotografía de Ulrike Meinhof, a Fabel esa clase de imágenes siempre le resultaban fascinantes: todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez.

Fabel se concentró en el pelo que brillaba rojo y dorado bajo el sol de verano. Había visto un pelo como ése antes. Lo había visto apenas unas horas antes.

– Anna… -Se puso de espaldas al tablero.

– ¿Chef?

– La primera prioridad es verificar los antecedentes de Beate Brandt. Necesito saber cuál era su relación con Franz Mülhaus, si es que la tenía. -Fabel se volvió hacia Werner-. Y necesito que tú verifiques la dirección que nos proporcionó Franz Brandt. Creo que he de tener otra conversación con él.

En ese momento sonó su teléfono móvil. Era Frank Grueber, que estaba al frente del equipo forense en la casa de Beate Brandt.

– Habéis encontrado otro pelo, ¿verdad? -dijo Fabel.

– En efecto -respondió Grueber-. Nuestro amigo está poniéndose poético. Lo dejó dispuesto sobre la almohada, junto al cadáver. Pero eso no es todo. Hemos revisado toda la casa para ver si al asesino se había descuidado en algo.

– ¿Y?

– Y hemos encontrado unos rastros en el cajón de un escritorio, en el dormitorio convertido en estudio que usaba su hijo. Al parecer, allí se almacenó una buena cantidad de explosivos.


14.10 h, Eimsbüttel, Hamburgo


Mientras Fabel se dirigía a toda velocidad a través de Hamburgo rumbo a la dirección de Eimsbüttel que Franz Brandt le había dado a Werner, sintió que todo encajaba.

Brandt había demostrado tener sangre fría. Sangre muy fría. Mientras Fabel lo interrogaba, el joven le había preguntado por qué el asesino teñía el pelo de rojo. Ya conocía la razón, pero había utilizado su falsa pena para camuflar su intención de interrogar al interrogador, tratando de descubrir cuánto sabía la policía sobre sus motivos. Incluso se había sentado junto a un poster del otro Franz el Rojo, el cuerpo del pantano, que estaba colgado en la pared arriba de él, y le había mencionado el hecho de que Franz el Rojo era su apodo en la universidad.

Todo encajaba: el mismo pelo, la misma profesión, incluso el mismo sobrenombre. Su edad también concordaba. Fabel suponía que Beate Brandt había adoptado a Franz, con diez años de edad, después de que éste presenciara la muerte de su padre y de su madre natural en el tiroteo del andén de Nordenham. Tal vez Beate lo hiciera movida por la culpa. Fuera cual fuese la traición que se había cometido, Beate Brandt había tenido algo que ver y, a pesar de que lo había educado como a su hijo, Franz le había administrado a ella el mismo ritual justiciero que al resto de sus víctimas.

Estacionaron junto al cordón que había instalado la brigada MEK al final de la calle. Lo primero que Fabel había hecho era desplegar una división MEK de apoyo. Fabel siempre se preguntaba si había alguna diferencia real entre un terrorista y un asesino en serie: los dos mataban en grandes cantidades, los dos trabajaban siguiendo un plan abstracto que con frecuencia resultaba imposible de entender para los demás. Brandt, sin embargo, había desdibujado la frontera entre ambos más que ningún otro. Llevaba a término sus crímenes de venganza con el simbolismo ritual de una psicosis avanzada, pero al mismo tiempo instalaba bombas sofisticadas para deshacerse de cualquiera que representara una amenaza. Y cuando Brandt llamó a Fabel al móvil para informarle de que estaba sentado sobre una bomba, utilizó tecnología para alterar la voz, sólo por si Fabel lo reconocía del breve encuentro previo que habían tenido en el emplazamiento de HafenCity.


La dirección que les había dado Franz Brandt correspondía a un edificio de apartamentos de cuatro pisos con una entrada directa hacia la calle, lo que limitaba la oportunidad de invadir el apartamento por sorpresa.

– Haga que sus hombres cubran la parte trasera -le dijo Fabel al comandante de la MEK-. Este tipo aún no sabe que sospechamos de él y tengo una razón legítima para volver a interrogarlo sobre la muerte de su madre. Si es que es su verdadera madre. Llevaré a dos de mi equipo hasta su puerta.

– Considerando lo que me ha contado sobre él, me parece poco aconsejable -dijo el otro-. En especial si es tan hábil con los explosivos como parece. He contactado con la brigada de artificieros y nos mandarán una división. Sugiero que esperemos hasta que lleguen y que luego entre mi gente con apoyo de los artificieros.

Fabel estaba a punto de protestar cuando el comandante de la MEK lo interrumpió.

– Usted y sus agentes pueden seguirnos, pero, si insiste en entrar solo antes que nosotros, puede terminar con policías muertos.

La afirmación del oficial de la MEK hizo efecto en Fabel. Él ya había pasado por eso, ya se había enfrentado a un oponente peligroso en un ámbito cerrado. Y había costado vidas.

– De acuerdo -suspiró-. Pero que quede claro que necesito vivo a este hombre.

La expresión del comandante de la MEK se ensombreció.

– Eso es lo que siempre tratamos de lograr, Herr Erster Hauptkommissar. Pero es evidente que esta persona es un terrorista profesional. A veces no es tan fácil.


A Fabel, Maria, Werner, Anna y Henk les entregaron ropa antibalas para todo el cuerpo. Luego, siguieron a un equipo de cuatro agentes de la MEK y a un especialista en desactivar bombas que avanzaban por la parte delantera del edificio en una estudiada postura, corriendo en cuclillas, manteniéndose agachados y con los cuerpos presionados contra la pared del edificio. Después de que entraran, el comandante de la MEK indicó con un gesto de la mano que Fabel y sus agentes permanecieran en el vestíbulo, mientras el equipo de armas especiales subía por la escalera. A Fabel le resultaba notable que un equipo de hombres tan corpulentos y fuertemente armados, ataviados con corazas blindadas, pudieran moverse con tanto sigilo.

El silencio se hizo insoportable para los agentes de la Mordkommission que esperaban en el vestíbulo, y luego se hizo añicos al mismo tiempo que la puerta del apartamento, cuando los de la MEK irrumpieron. Desde el pasillo, Fabel y su gente pudieron oír los gritos de los agentes de la MEK. Luego silencio. Fabel indicó a sus subordinados que lo siguieran por la escalera, deteniéndose en el rellano de la planta anterior. El comandante de la MEK salió del apartamento.

– Está limpio. Pero espere a que los artificieros lo verifiquen.

En ese momento, un técnico de explosivos vestido con un mono azul subió corriendo la escalera y los pasó de largo.

– Al diablo con esto -dijo Fabel-. Brandt no tiene ni idea de que andamos tras él. Y éste es el apartamento de su novia. No habrá puesto una bomba aquí. Voy a subir. -Trepó los escalones de dos en dos y entró en el apartamento detrás del técnico de explosivos, sin prestar atención a las protestas del comandante de la MEK. Werner se encogió de hombros y subió tras su jefe, seguido de Maria, Anna y Henk.

El apartamento era pequeño y tanto su decoración como los muebles sugerían un ambiente femenino. Fabel supuso que Brandt no pasaría mucho tiempo allí. También estaba claro que el joven arqueólogo no usaba tanto la habitación que tenía en casa de su madre, y a Fabel le cruzó por la cabeza la idea de que tal vez Brandt tenía otro sitio, un escondite del que no sabían nada. No tenía mucho sentido permanecer allí; el pequeño apartamento estaba repleto de agentes y Fabel se dio cuenta al primer vistazo de que no ganaría nada si revisaba el piso, aunque tendría que someterse a la formalidad de llamar a un equipo forense tan pronto le aseguraran que el departamento estaba limpio.

Justo en ese momento sonó el teléfono móvil de Maria. A ella le costaba oír a su interlocutor en medio de la agitación que había en el apartamento y salió al pasillo.

Fue uno de esos momentos en los que mil pensamientos, mil resultados posibles, nos cruzan la mente en un lapso demasiado pequeño para medirlo. Comenzó cuando uno de los técnicos de explosivos levantó de pronto la mano, dándole la espalda al resto de los agentes, y gritó una sola palabra:

– ¡Silencio!

Fue entonces cuando Fabel lo oyó. Un bip. El segundo especialista en explosivos se acercó al primero, se quitó el casco y giró el oído hacia el sonido. Todos lo imitaron al mismo momento, siguiendo la mirada de los artificieros.

Estaba encima del reproductor de CD. A primera vista parecía simplemente otro aparato de audio: una pequeña caja gris de metal con una luz roja que se encendía y apagaba al unísono con los bips.

Mientras Fabel contemplaba el dispositivo, hipnotizado por la luz roja intermitente que brillaba al ritmo de los bips, se preguntó por qué se quedaba allí inmóvil, en lugar de salir corriendo y salvar la vida.

Entonces el bip pasó a ser constante, la luz roja del detonador de la bomba dejó de encenderse y apagarse y se mantuvo encendida.


14.20 H, ElMSBÜTTEL, HAMBURGO


Cuando Maria Klee volvió a entrar en el apartamento con el teléfono móvil todavía en la mano, los rostros que se volvieron hacia ella parecían despojados tanto de color como de expresión.

– ¿Me he perdido algo? -preguntó.

– No exactamente -dijo Fabel-. Creo que en realidad algo nos ha perdido a nosotros.

El especialista en desactivar bombas estaba con el detonador, aquella caja gris y metálica, aferrado en su mano enguantada, con los cables colgando. Cuando la luz había pasado a ser un rojo constante, él se había abalanzado hacia delante y simplemente había arrancado el detonador de cuajo con cables y todo. «No teníamos nada que perder», explicó más tarde. Cuando Maria entró, el otro artificiero estaba sacando cuidadosamente el reproductor de CD y el amplificador de los estantes.

– Lo tengo -dijo, después de levantar un pequeño paquete gris envuelto en plástico que estaba oculto detrás del equipo de audio-. Ya estamos a salvo.

– Bien hecho -le dijo Fabel al primer técnico-. Si no se hubiera movido tan rápido…

El artificiero meneó la cabeza.

– Me temo que no puedo adjudicarme el mérito de eso. Actué más por reflejo que por otra cosa. Me habría resultado imposible llegar a tiempo para desconectar el detonador. Fue el mismo dispositivo el que falló. Algo salió mal, por alguna razón. Supongo que habría algún fallo en el detonador. Me parece poco probable que los cables se soltaran. Por lo que he visto en la bomba debajo de su coche, este tipo es bastante meticuloso.

El otro técnico metió delicadamente el paquete explosivo dentro de un contenedor de paredes gruesas.

– La masa del dispositivo alcanzaba para matar a todos los que estábamos dentro del apartamento, pero no habría puesto en riesgo la integridad de la estructura, salvo por las ventanas, que habrían salido volando hasta Buxtehude.

– Creo que sí me he perdido algo -dijo Maria.

– ¿Quién te ha llamado? -preguntó Fabel.

– Oh… Era Frank. Frank Grueber, quiero decir. Ya ha regresado de la escena del homicidio de la casa de la madre de Brandt. Sacó unos pelos del dormitorio de Brandt hijo. De un cepillo. Consiguió hacer un análisis de ADN rápido para averiguar si había algún nexo familiar entre su pelo y el antiguo.

– ¿Y?

– Hay bastantes marcadores comunes para sugerir una relación muy cercana. Probablemente de padre e hijo. Al parecer, hemos dado con el hijo de Franz el Rojo.


Después de una situación de gran peligro y amenaza, sobreviene una gran fatiga. La adrenalina que ha recorrido el cuerpo permanece allí y absorbe hasta los últimos restos de energía. Músculos que no han hecho nada, pero que han estado tensos como cuerdas de violín, comienzan a doler, y un agotamiento nauseabundo y tembloroso se instala en el cerebro y en el cuerpo. Fabel caminó hasta su coche sintiéndose completamente exhausto.

Werner colocó su tranquilizadora corpulencia en el asiento del pasajero del BMW de Fabel. Los dos hombres se quedaron sentados durante un momento, sin hablar.

– Estoy demasiado viejo para esta mierda -dijo-. Realmente pensé que no saldríamos de ésta. Jamás he estado tan asustado en toda mi vida.

Fabel suspiró.

– Por desgracia, Werner, yo sí. Esta es la tercera vez que me he topado de bruces con una bomba y ya estoy harto. Lo único que quería hacer era proteger a la gente. Para mí, ser policía se trataba de eso… interponernos entre los hombres, las mujeres y los niños y el peligro. Años atrás, cuando Renate y yo aún estábamos juntos y Gabi era una niña, fuimos de vacaciones a Estados Unidos. A Nueva York. Vi un coche patrulla de la policía de Nueva York, y a un costado del mismo ponía «To protect and serve». Proteger y servir. Recuerdo que entonces pensé que tendríamos que poner esa frase en todos los coches de la Polizei de Hamburgo. Pensé: «Eso es lo que yo hago, lo que soy».

– Jan -dijo Werner-. Ha sido un día larguísimo y terrible. Déjame conducir. Te llevaré a casa.

– ¿Qué estamos haciendo aquí, Werner? Un lunático se está vengando de personas que conspiraron para matar a otras personas hace veinte años. Un asesino matando asesinos. Tienes que admitirlo: hay algo de justicia natural en todo eso. Esos gilipollas casi parten en dos nuestro país. Todavía tengo fragmentos de bala en el cuerpo del arma de una chica de dieciocho años. ¿Y para qué? ¿Qué se consiguió con la muerte de Franz Weber? ¿Qué conseguí con volarle la cara a una jovencita que tendría que haber pensado solamente en los chicos y en la ropa para la discoteca? Ahora tendría treinta y ocho años, Werner, si no la hubiera matado. Si Svensson no le hubiera clavado sus garras, ella estaría llevando a sus chicos a la escuela. Iría al gimnasio tres veces por semana para reducir la cintura. Y tal vez, cada tanto, pensaría: ¿no estaba loca cuando era joven?, ¿en qué estaba pensando? Habría tenido hijos, Werner. Toda una generación borrada porque yo tiré del gatillo.

– Es lo que hacemos, Jan -dijo Werner-. Si no hubieses estado allí durante aquel asalto al banco, habría muerto otra persona. Tal vez muchas más.

– Quiero una nueva vida, Werner. Una vida distinta de todo esto. Le he dicho a Van Heiden que este caso sería el último. Se acabó. Voy a renunciar a la Polizei de Hamburgo tan pronto este cabrón esté tras las rejas. Un antiguo compañero de escuela me ofreció un trabajo. Voy a aceptarlo.

– No puedes estar hablando en serio, Jan. No me importa lo que digas. Jamás habríamos tenido el número de condenas que hemos logrado si tú no hubieses estado al cargo. Y, a pesar de todo lo que dices sobre la muerte, cada vez que metes a un asesino en prisión, salvas sólo Dios sabe cuántas vidas.

– Tal vez eso sea cierto, Werner. Pero es hora de que lo haga otro. -Fabel le dedicó a su amigo una sonrisa cansada y triste-. Ya he tomado la decisión. De todas maneras, volvamos al Präsidium. Tengo que terminar algo antes.

Fabel acababa de girar la llave del encendido cuando sintió el peso de la mano de Werner en su brazo. Cuando Fabel se volvió hacia él, Werner estaba mirando directamente hacia delante a través del parabrisas, como si algo lo hubiese hipnotizado.

– Dime que no estoy viendo visiones -dijo Werner, haciendo un gesto en dirección del cordón policial.

Fabel siguió su mirada. Una joven pareja estaba protestando delante de un agente uniformado y el hombre señalaba el edificio de apartamentos.

Fabel y Werner abrieron ambas puertas del coche al mismo tiempo y comenzaron a correr hacia donde Franz Brandt discutía con el policía.


21.30 h, PolizeiprÄsidium, Hamburgo


Fabel dirigió el interrogatorio de Franz Brandt. Anna y Henk llevaron a su novia, Lisa Schubert, a otra sala de interrogatorios. Franz Brandt respondió a las preguntas de Fabel con una confundida incredulidad, luego con angustia y, finalmente, con una furia cruda y amarga. Sostenía no saber nada sobre la bomba en el apartamento de Schubert y la sugerencia de que estaba implicado en la muerte de su madre lo indignó profundamente. Después de que Fabel suspendiera el interrogatorio e hiciera que trasladaran a Brandt a una celda, habló con Anna y Henk, quienes confirmaron que Schubert había respondido de la misma manera. Incluso había exhibido señales de un leve shock.

A Fabel no le gustó. Brandt se había mostrado astuto y cuidadoso durante toda su campaña de crímenes, dando la impresión de estar siempre un paso delante de ellos. No tenía sentido que adoptara una estrategia tan insensata de negativa total. Pero, por otra parte, era evidente que tenía que estar loco para cometer los crímenes que había cometido.

Fabel volvió a su despacho. Había mandado a Maria a su casa más temprano; ella parecía estar realmente mal y su dolor de cabeza no había disminuido. Anna y Henk se quedaron. Había llegado la orden judicial y Anna había conseguido los códigos y contraseñas para acceder a los registros de los servicios sociales, y ahora ambos estaban tratando de confirmar como hecho legal que Franz Brandt era el niño de diez años que había visto morir a Franz el Rojo Mülhaus en una estación de ferrocarriles de Nordenham. El niño que había oído cómo su padre, con sus últimas palabras, había exigido venganza para aquellos que lo habían traicionado. Después de que salieran del interrogatorio, Fabel le dijo a Werner que podía irse a casa a descansar, pero que él se quedaría porque aún le quedaban «cosas por hacer» en su oficina.

Fabel sacó la carpeta de Ingrid Fischmann del cajón y la puso sobre el escritorio. Al hacerlo, exhaló el suspiro de un hombre que vuelve a recorrer un antiguo territorio en busca de respuestas.


21.30 H, Osdorf, Hamburgo


Grueber le había dado a Maria dos codeínas antes de meterse en el baño para darse una ducha. Ella entró en la cocina en busca de un vaso de agua para tomarlas.

Lo que había empezado como una jaqueca vaga y generalizada se había concentrado y se había convertido en una aguda migraña que la presionaba sin piedad detrás de las retinas. Siempre le había molestado un poco tomar píldoras para el dolor de cabeza: la insinuación de una austera luterana que se escondía en su interior le decía que era mejor dejar que la naturaleza siguiera su curso. Pero el agua y el puritanismo de Alemania del Norte no iban a solucionar aquello sin ayuda. Cogió un vaso del armario de la cocina y lo llenó de agua. Al girarse, el vaso se le resbaló de la mano y se hizo añicos contra las baldosas del suelo de la cocina. Maria soltó un taco y miró a su alrededor en busca de una palita y un cepillo. Los encontró en el armario de bajo mesada, donde evidentemente Grueber guardaba los materiales de limpieza.

Había un recipiente, empujado al fondo del armario y lejos de la puerta, que llamó la atención de Maria. Tuvo la sensación de que había sido escondido deliberadamente, colocado fuera de la vista y del alcance. Y por eso se puso de rodillas en las duras baldosas de la cocina y estiró la mano dentro del armario para sacar el recipiente.

Tinte para el pelo.

Era la conclusión más loca posible y ardió en su mente durante una fracción de segundo: en su cerebro se sucedieron una serie de diapositivas de las escenas de los homicidios, con los cueros cabelludos arrancados y empapados en tintura roja. Y Grueber allí de pie, con su mono de forense, sosteniendo el pelo rojo en la mano. Luego las imágenes desaparecieron. Era un pensamiento delirante: ¿qué conexión posible podría tener Frank con las víctimas? Volvió a mirar el frasco de plástico. Era moreno oscuro, no rojo. Suspiró y empezó a ponerlo donde estaba pero hizo una pausa y lo sacó para examinarlo nuevamente. Era del color del pelo de Grueber. Un moreno muy oscuro. Casi negro. ¿Frank se teñía el pelo?

Maria guardó el recipiente en el fondo del armario, con la etiqueta mirando para atrás, tal y como lo había encontrado, y volvió a colocar los otros artículos que lo habían ocultado. Se permitió una sonrisa por la coquetería de su novio. ¿Por qué se teñiría el pelo? ¿Acaso habría encanecido prematuramente? Maria había visto fotografías de sus padres. Ambos tenían el mismo pelo oscuro que Grueber pero, por lo que había podido notar, no se les había puesto blanco antes de tiempo. A menos que, desde luego, ellos también se lo tiñeran. Volvió a mirar durante un momento el tinte de pelo que estaba debajo del fregadero. No podía entender por qué un misterio tan insignificante le causaba un hormigueo de incomodidad en su interior. Estaba escondido. Tal vez pertenecía a una ex novia. Pero ¿por qué lo habría dejado allí, en lugar de tirarlo?

Se incorporó y uno de sus tacones aplastó un fragmento de vidrio roto. El estaba allí cuando ella giró. De pie, cerca. Demasiado cerca. En el mismo lugar en el que se colocaba Vitrenko en sus sueños. Sus ojos eran totalmente diferentes en color y forma, pero por primera vez Maria se dio cuenta de que albergaban la misma crueldad insensible y sin emoción.

Lo supo. Sonrió a Grueber y dijo, en tono alegre:

– No te había visto. Me has asustado.

Pero lo sabía.

Frank Grueber le ofreció un reflejo frío y estéril de la sonrisa de Maria. Extendió la mano y apartó una corta hebra de pelo rubio de las cejas de Maria.

– ¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? -dijo.

Maria asintió.

– Tú estabas procesando aquel cuerpo del parque Sternschanzen. Fabel estaba fuera y yo estaba a cargo de la investigación… -Maria volvió a sonreír. Trató de mostrarse relajada. Había dejado su arma en el vestíbulo, en el antiguo perchero. Había muchas antigüedades en esa casa. Todo tenía que ver con el pasado.

– En efecto. -Grueber continuó acariciándole el pelo, la mejilla, con una mirada vacía y enfocada en otro lugar y en otra época-. Recuerdo la primera vez que te vi. Después de un solo segundo todo quedó grabado en mi cabeza, cada rasgo, cada gesto. Fue como si te reconociera. Como si nos hubiésemos conocido antes pero no pudiera recordar dónde y cuándo. ¿Tú sentiste lo mismo?

Maria pensó en mentir, pero decidió encogerse de hombros. Trató de deducir cuál sería la distancia hasta la puerta de la cocina, luego hasta el perchero, sumar a eso el tiempo necesario para sacar el arma de la cartuchera y quitarle el seguro. Si lo golpeaba con la suficiente fuerza…

Grueber sonrió. Sacó la otra mano de detrás de la espalda y levantó el arma de Maria. Se la puso contra la piel blanda de debajo de la mejilla y presionó con suavidad.

– Te amo, Maria. No quiero lastimarte, pero si debo hacerlo, debo hacerlo. Eso significa que tendremos que esperar hasta nuestra próxima vida para volver a vernos.

Maria echó la cabeza hacia atrás, pero Grueber mantuvo la presión del caño del arma y le colocó la otra mano en la nuca, acunándole la cabeza.

– No hagas nada estúpido, Maria. Soy totalmente capaz de matarnos a los dos. Por favor no me obligues. Ya hemos muerto juntos antes. En un andén de ferrocarril, hace mucho, mucho tiempo. Pero éste no es nuestro momento. Aún no.

– ¿Por qué, Frank? ¿Por qué mataste a todas esas personas?

Grueber sonrió.

– Ven, Maria. Aún no has visto todo lo que hay en la casa.


21.45 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, HAMBURGO


Anna Wolff arqueó la espalda hacia atrás y se frotó los ojos. Necesitaba apartarse un momento de la pantalla del ordenador. Había pasado la última hora revisando los registros de los servicios sociales para encontrar dónde y cuándo Beate Brandt había adoptado a Franz. No había nada. Salió al pasillo y se sirvió una taza de café de la máquina. Un par de agentes de la brigada de Homicidios se acercaron y ella conversó con ellos un rato, postergando deliberadamente el momento de volver a la pantalla y a los interminables nombres en el archivo.

Acababa de volver a la oficina cuando entró Henk.

– ¿Cómo va? -preguntó. Anna hizo una mueca.

– No avanzo nada. No puedo encontrar ningún registro de que Brandt fuera entregado al cuidado de Beate Brandt o que ella lo adoptara.

– Eso es porque hemos mirado todo este asunto al revés. -Se sentó en el borde del escritorio de Anna. Había una insinuación de triunfo en su sonrisa-. Creo que será mejor que vayamos a ver a Fabel.


21.55 H, OSDORF, HAMBURGO


El cerebro de Maria procesó todos los datos disponibles a la máxima velocidad posible. Trató de correr un telón al pánico que golpeaba para entrar y evaluó la situación. Grueber le había dicho que tenía que poner las manos detrás de la espalda, probablemente para poder atarla. En ese caso, quedaría indefensa. Pero tenía motivos para creer que, a pesar de su demencia y de la extrema violencia que había ejercido sobre sus víctimas, con aquellas mutilaciones rituales, él no tenía intención de matarla. Ella no era parte de su serie. No formaba parte de su lista de víctimas. Por otra parte, había otras personas que se habían interpuesto en su camino: Ingrid Fischmann y Leonard Schüler. Grueber los había matado aunque tampoco estuvieran en su lista. A Schüler, incluso, le había arrancado el cuero cabelludo, para dejar un mensaje en la ventana de Fabel.

Maria recordó la llamada que Grueber había hecho a su teléfono móvil justo cuando estaba en el apartamento de la novia de Franz Brandt. Lo había preparado todo para que ella saliera del apartamento al mismo tiempo que detonaba a distancia la bomba de su interior. Había querido que ella sobreviviera.

Obedeció a Grueber y puso las manos detrás de la espalda. Él le sujetó las muñecas con un cordel y ella se dio cuenta de que debería haber dejado el arma sobre la encimera de la cocina. Durante una fracción de segundo consideró la posibilidad de golpearlo para hacerle perder el equilibrio y agarrar el arma. Pero justo entonces sintió el fuerte roce de la cuerda al apretarse contra su piel.

Grueber cogió a Maria del brazo, sin violencia, y la hizo salir de la cocina y avanzar por el pasillo hasta la escalera que venía del vestíbulo junto a la entrada. Había una entrada baja y arqueada debajo de la escalera que antes él le había dicho que daba a un sótano repleto de cajas de embalar. Con un movimiento del arma de Maria, le indicó que se echara hacia atrás mientras él buscaba la llave en su bolsillo. Abrió la puerta, extendió el brazo y encendió la luz antes de hacerle el gesto de que entrara al sótano.

Al hacerlo, ella comenzó a arrepentirse amargamente de no haber aprovechado la oportunidad antes de que él le atara las manos.


22.00 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, HAMBURGO


Fabel estaba sentado a su escritorio, mirando una fotografía y tratando de extraer su verdadero significado, cuando sonó el teléfono. Era Susanne, que lo llamaba desde su apartamento y, por un instante, Fabel quedó desconcertado.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó ella-. Suenas raro.

– Estoy bien -dijo él, sin dejar de contemplar la fotografía que tenía sobre el escritorio-. Cansado, nada más.

– ¿Cuándo vendrás a casa?

– No lo sé -dijo Fabel-. Estoy completamente inundado de trabajo. Creo que no terminaré hasta bastante tarde. No tiene sentido que me esperes despierta. De hecho, tal vez lo mejor sea que esta noche me vaya a mi casa. Así no te molesto cuando llegue.

– De acuerdo -dijo ella, con una insinuación de incertidumbre en la voz-. Entonces nos veremos mañana. ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

– Estoy bien. No te preocupes por mí. Sólo necesito dormir un poco. Escucha, será mejor que siga trabajando… Hasta mañana.

Fabel colgó y dejó la mano apoyada en el teléfono. Recordaba haber tenido muchas conversaciones telefónicas similares con su esposa, Renate. Llamadas a altas horas de la noche desde la Mordkommission, o desde la escena de un crimen, o desde el depósito de cadáveres. Demasiadas de esas llamadas, que habían erosionado constantemente su matrimonio y la fidelidad de su mujer.

Pero en esa ocasión no había sido del todo honesto con Susanne sobre sus razones para no ir a su casa. Esa noche necesitaba estar solo, necesitaba su propio tiempo y espacio para pensar. Se sentía enterrado bajo un peso insoportable que no podía sacarse de encima con un solo esfuerzo, por enorme que fuera. Eran como escombros, que tenía que ir quitando uno por uno.

Y uno de ellos estaba delante de él, sobre su escritorio.

Todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez. Esa era la idea que se le había ocurrido al mirar la fotografía del joven, preterrorista, Franz Mülhaus; también cuando Anna había descrito la fotografía de una Ulrike Mein-hof recién casada. Una vida anterior a la que conocemos.

Fabel había pasado las últimas dos horas revisando la carpeta que le había mandado Ingrid Fischmann inmediatamente antes de su muerte y la tenía abierta sobre el escritorio. Recortes de prensa, entrevistas, una cronología que trazaba la evolución y la diversificación de los grupos de protesta, los activistas y los terroristas, y fotocopias de libros sobre el terrorismo interno alemán.

Y fotografías.

Aquella foto en sí no tenía nada que ver con el caso que estaba investigando. Y tampoco tenía nada que ver con lo que le había ocurrido a él veinte años atrás. Tenía que ver con algo, con alguien, totalmente diferente.

Había encontrado la fotografía con una nota autoadhesiva pegada en la parte de atrás, al final de la carpeta de Fischmann. Databa de 1990, una época en que la voluntad y la razón de ser del activismo izquierdista estaban desapareciendo a gran velocidad. El Muro acababa de ser derribado y las dos ex Alemanias seguían aceptándose mutuamente con entusiasmo y esperanza. Era una época en que el mundo vio cómo millones de personas en toda Europa del Este se habían levantado en verdadera protesta contra las dictaduras comunistas. Los antiguos eslóganes del activismo izquierdista empezaban a sonar huecos, incluso embarazosos.

La nota adosada a la fotografía decía: «Christian Wohlmut, anarquista de Munich, buscado como sospechoso de ataques a intereses estatales y comerciales de Estados Unidos en el territorio de la República Federal. Fotografiado con una mujer desconocida».

Una mujer desconocida. La fotografía era borrosa y parecía tomada de lejos. La chica, que tenía más o menos edad de ser estudiante, estaba a la izquierda y ligeramente atrás de Wohlmut. Era alta y delgada y tenía un largo pelo oscuro, pero sus rasgos estaban fuera de foco. Aún así, era reconocible. Para quien la conociera.

Fabel leyó el expediente relacionado con Wohlmut. Había sido uno de los últimos manotazos de un movimiento agonizante. Había formado un grupo que finalmente se había disuelto, pero no sin antes colocar un par de dispositivos bastante toscos en blancos americanos. Una carta bomba había arrancado los dedos a una secretaria de diecinueve años de edad en las oficinas de una compañía petrolera americana. Wohlmut había sido atrapado y había pasado tres años en la cárcel.

Fabel volvió a examinar a la chica alta de pelo largo y oscuro. Wohlmut le hablaba a alguien fuera de la cámara, y la chica a su lado lo escuchaba con atención. Al hacerlo, inclinaba la cabeza en un ángulo característico. Una pose de concentración.

Todos tenían un pasado. Todos habían sido otra persona alguna vez. Se oyó un golpe en la puerta y él deslizó la fotografía en la parte de atrás de la carpeta.

Anna y Henk entraron.


22.00 H, OSDORF, HAMBURGO


No había cajas de embalar en el sótano de Grueber. No había desorden.

Era un sótano espacioso; de hecho, parecía desproporcionado respecto de la pequeña puerta oculta debajo de la escalera por la que se accedía a él, y Maria escudriñó las paredes para ver si podía encontrar una ventana o una puerta que diera directamente al mundo exterior. Pero sabía que estaban demasiado profundo. Pensó en el moribundo sol del anochecer, que estaría tiñendo el césped entre los arbustos y las plantas del jardín de Grueber. De pronto, Maria cobró conciencia de la masa de la casa sobre ella, el suelo oscuro que yacía, frío y apretado, al otro lado de las paredes del sótano que la rodeaban.

El techo del sótano era sorprendentemente alto. Maria calculó que tendría unos dos metros de altura, y todo aquel espacio había sido reformado para que Grueber lo usara como lugar de trabajo. Había bancos y equipos junto a las paredes, estanterías y armarios metálicos para herramientas. Maria oyó un chirrido metálico continuo y una gran abertura de acero pulido empotrada en una pared con un ventilador girando detrás de un protector de red. Supuso que Grueber había instalado alguna clase de sistema de control de temperatura y humedad. El espacio del sótano estaba interrumpido por una serie de columnas pesadas y cuadradas que evidentemente sostenían las paredes superiores. En el centro del sótano, cuatro columnas hacían las veces de esquinas de una zona cubierta que parecía una suerte de improvisado cuarto de limpieza, con paredes formadas por láminas gruesas y resistentes de plástico semiopaco. Maria sintió que su miedo aumentaba varios grados; estaba claro que ese sector tenía un propósito especial y ella tuvo la nauseabunda sensación de que ese propósito podría tener que ver con su futuro inmediato.

Grueber pareció captar su miedo. Frunció el ceño y había tanto furia como tristeza en su expresión. Extendió la mano y le acarició la mejilla.

– No voy a lastimarte, Maria -dijo-. Yo nunca, nunca te haría daño. No soy un psicópata. No mato sin motivo. Deberías saberlo a estas alturas. Me ha sido dado el don de ver a través de los velos que separan cada vida, cada existencia. Y por eso valoro más la vida… no menos. Los que murieron… lo merecían. Pero tú no. Tampoco Fabel. Por eso no hice detonar la bomba que puse en su coche. Verás, todos estamos unidos. En cada vida, todos volvemos a reunimos para resolver lo que ha quedado pendiente en nuestra reencarnación anterior. Tú, yo, Fabel… hemos estado aquí antes y volveremos a estar aquí. No te preocupes, Maria. No te lastimaré. Sólo que no puedo permitir que obstaculices lo que debe ocurrir esta noche. Esta noche, mi venganza se habrá completado.

– Frank -dijo Maria-. Basta de asesinatos. Deja que termine aquí. Yo cuidaré de ti. Yo te ayudaré.

Él volvió a sonreírle.

– Dulce Maria, no lo entiendes, ¿verdad? Todo lo que he aprendido en esta vida, todas las habilidades que he adquirido, han sido para terminar lo que debo terminar esta noche. -La cogió del hombro y la llevó hacia aquellas láminas gruesas y semiopacas-. Te daré un ejemplo de lo que estoy hablando. Tú ya has visto mis reconstrucciones. Cómo he reconstruido a los muertos, aplicando capa tras capa, proporcionándoles carne y sustancia y piel. Restaurando su identidad. Bueno, puedo hacer lo mismo hacia atrás… quitar las capas de los vivos. Destruir su identidad…

Grueber apartó la gruesa cortina plástica. Maria oyó un sonido estridente que llenó el sótano y se dio cuenta de que era su propio grito.


22.03 H, POLIZEIPRÁSIDIUM, HAMBURGO


– Henk ha descubierto algo -dijo Anna.

– De acuerdo -dijo Fabel, echándose hacia atrás en la silla-. Veamos de qué se trata…

– Como usted indicó, hemos revisado la historia de Brandt y la de su madre, Beate. Frank Grueber, el forense, como ya sabe, ha confirmado la paternidad de Franz Brandt. Él es, definitivamente, el hijo de Franz Mülhaus.

– Dime algo que no sepa -replicó Fabel en tono de fatiga.

– Tal vez Franz Mülhaus sí fuera su padre, pero él no fue adoptado por Beate Brandt. -Henk dejó caer una fotocopia sobre el escritorio de Fabel-. Éste es el certificado de nacimiento de Franz Karl Brandt. Padre desconocido. Madre Beate Maria Brandt, entonces residente en 22 Hubertusstrasse, Niendof, Hamburgo. Ella no lo adoptó. Él nos dijo la verdad: ella era su madre. Es posible que él ni siquiera supiera que Franz el Rojo Mülhaus era su verdadero padre. No hay ninguna conexión entre Beate Brandt y Franz el Rojo Mülhaus ni nada que sugiera que ella militaba en algún movimiento radical en los años setenta u ochenta. Pero el ADN prueba que ella tuvo un hijo con él. Lo que significa -añadió después de una pausa- que Franz Brandt es hijo de Mülhaus. Pero no hijo de Michaela Schwenn. Y eso, a su vez, quiere decir que él no era el niño en el andén de Nordenham con el pelo teñido de negro.

– ¿Un hermano?

– Sabemos que Mülhaus tenía relaciones sexuales con muchas de sus seguidoras, así como con otras mujeres que tal vez no estuvieran relacionadas con su movimiento. Podría ser que el asesino fuera un medio hermano de Brandt y que éste ni siquiera supiera que existe -dijo Anna.

– Pero un momento -dijo Fabel-. Olvidáis que Brandt dejó una bomba en el apartamento de su novia para hacernos volar a todos en pedazos.

– Y luego él y su novia se nos acercan directamente -dijo Henk-. Usted mismo lo ha dicho: parecía extraño. Yo creo que él no sabía nada sobre la bomba.

Shit -dijo Fabel-. Eso significa que el asesino sigue suelto. Tenemos que averiguar qué ocurrió con aquel niño del andén.

– A eso me refería cuando dije que buscábamos en la dirección equivocada -replicó Henk-. Estábamos tratando de probar que Brandt era el hijo que estábamos buscando. Verificando la conexión hacia atrás. Tendremos que volver a revisar los expedientes de adopción. Pero esta vez debemos buscar el apellido Schwenn.

– Tengo los códigos de acceso aquí mismo. -Anna señaló su libreta-. ¿Puedo usar tu ordenador?

Después de empujar a un costado la carpeta con la información de Ingrid Fischmann, Fabel se puso de pie y dejó que Anna ocupara su asiento. Ella se conectó a la base de datos e ingresó los parámetros de búsqueda: el nombre «Schwenn» y el período de 1985 a 1988.

– ¡Lo tengo! -dijo-. Aquí hay cuatro nombres. Dos son adopciones de 1986. Será uno de éstos… -Anna hizo clic en el primer archivo-. No… es una niña de cuatro años. -Hizo un clic en el siguiente-. Tal vez éste… no, la edad está mal. -Buscó el tercer archivo.

Fue la expresión de Anna lo que asustó a Fabel. Esperaba su habitual mueca de satisfacción insolente por haber encontrado una evidencia crucial. Pero en cambio se puso de pie de repente y Fabel notó que había perdido el color de la cara.

– ¿Qué ocurre, Anna? -preguntó Fabel.

– Maria… -Fue como si cada músculo del rostro de Anna se hubiese tensado-. ¿Dónde está Maria?

– La mandé a su casa. Tenía migraña -dijo Fabel-. Regresará mañana por la mañana.

– Tenemos que encontrarla, chef. Tenemos que encontrarla ahora.


22.05 H, OSDORF, HAMBURGO


– Fascinante, ¿no?

Maria no oyó la pregunta de Grueber. Sintió que le zumbaban los oídos, que cada uno de sus nervios ardía, cuando miró el cuerpo masculino tumbado sobre la mesa metálica sostenida por dos caballetes. Estaba desnudo. Desnudo no sólo de ropa, sino de piel. Estaba esculpido sobre tendones rojos, en carne viva. Unas gotas de sangre, pequeñas y redondas, manchaban la superficie de aluminio de la mesa.

– He invertido mucho para que este lugar de trabajo fuera perfecto. -Grueber no despotricaba ni deliraba. Maria calibró la escala de su locura a partir de ese tono medido y sereno-. He gastado una fortuna en insonorizar este sótano. A los de la empresa de construcciones les dije que trabajaría con máquinas muy ruidosas. Por eso he tenido que instalar una bomba de aire con control de temperatura. Cuando la puerta está cerrada, este lugar queda totalmente hermético e insonorizado. Lo que me ha venido bien, puesto que aquél -Grueber señaló la silueta sobre la mesa despojada de piel, de humanidad-… gritó como una niñita.

Maria sintió golpes en la cabeza y náuseas.

– Oh, mis disculpas… Él es Cornelius Tamm. -Grueber se excusó como si se hubiera olvidado de presentar a alguien en una fiesta-. Ya sabes, el cantante.

– ¿Por qué? -Maria encontró, en alguna parte, fuerzas para hacer esa pregunta.

– ¿Por qué? ¿Por qué hago esto? Porque él me traicionó. Todos ellos. Hicieron un trato con las autoridades fascistas y me vendieron. Mi vida. Piet van Hoogstrat era la única otra persona que la policía tenía identificada, de modo que lo mandaron a él para que me señalara. Pero fue Paul Scheibe el que lo negoció todo, desde una distancia segura. Los otros le hicieron caso. Incluso Cornelius, mi amigo. -Se volvió hacia Maria. Había una insinuación de lágrimas en sus ojos-. Yo morí, Maria. Morí. -Apoyó una mano en el pecho-. Todavía siento el lugar en el que me entraron las balas. Te vi morir, y luego morí yo, de rodillas, en aquel andén.

– ¿De qué hablas? ¿A qué te refieres con que moriste? ¿Quién crees que eres, Frank?

Él enderezó la espalda.

– Soy Franz el Rojo. Soy eterno. He vivido desde hace casi dos mil años. Y probablemente desde antes, pero aún no lo puedo recordar. Fui un guerrero que entregó la vida como sacrificio para su pueblo, para la renovación de la Tierra. Dos veces. Una vez, hace un milenio y medio; la segunda vez, como Franz el Rojo Mülhaus.

– ¿Franz el Rojo Mülhaus? -dijo Maria con tono de incredulidad-. Sin que ni siquiera entremos en todo el asunto de la reencarnación, has hecho mal las cuentas. Tú naciste mucho antes de que Mülhaus muriera.

– No lo entiendes -respondió él, con una sonrisa condescendiente-. Yo era el padre y el hijo. Mis vidas se superpusieron. Vi mi propia muerte desde dos perspectivas. Yo soy mi propio padre.

– Oh, ya veo. Lo siento, Frank. -Maria lo entendió todo-. ¿Franz el Rojo Mülhaus era tu padre?

– Siempre estábamos huyendo. Siempre. Tuvimos que teñirnos el pelo de negro. -Grueber se pasó la mano a través de su tupido pelo, que era demasiado oscuro-. Si no, todos hubieran notado nuestro pelo rojo. Y luego nos traicionaron. Mi madre y mi padre fueron asesinados por agentes de la GSGP. Un sacrificio organizado por estos traidores. Vi morir a mi padre. Le oí decir «traidores». Después, se me llevaron. Me adoptaron los Grueber, que no tenían niños porque no podían. Pero me criaron como si los primeros diez años de mi vida no hubieran ocurrido. Como si yo fuera de ellos desde siempre. Después de un tiempo, incluso yo mismo empecé a sentir que todo lo que había ocurrido antes había sido una pesadilla. Descubrí que no podía recordar cosas. Era como si hubieran barrido con toda aquella vida. Como si me la hubieran borrado.

– ¿Qué ocurrió, Frank? ¿Qué fue lo que te hizo cambiar?

– Estaba en la universidad, estudiando arqueología. Visité el Landesmuseum de Hanóver. Fue allí donde lo vi. A Franz el Rojo. Estaba acostado en una vitrina, con la cara tan podrida que casi le había desaparecido, pero con esa gloriosa melena de pelo rojo todavía intacta. Entonces supe, en ese instante, que estaba mirando los restos de un cuerpo que yo había ocupado una vez. Me di cuenta de que podemos vernos como fuimos antes. Como vivimos antes. Fue entonces cuando todo volvió a mí. Recordé que mi padre me había dicho que había escondido una caja en un viejo yacimiento arqueológico. Me había dicho que si alguna vez le ocurría algo, yo tenía que encontrar la caja y sabría la verdad.

Grueber dejó que la gruesa lámina de plástico cayera y ocultara el horror del cuerpo despellejado de Tamm. Se acercó a uno de los armarios colocados contra la pared del sótano. Cuando le dio la espalda, Maria se debatió con furia para liberar las manos de las ligaduras, pero estaban demasiado apretadas. Grueber sacó una oxidada caja de metal del armario.

– El diario secreto de mi padre y detalles de su grupo. Recordé dónde había dicho que la había escondido, exactamente. Fui, la desenterré, y esta caja me contó toda la historia, y me proporcionó los nombres de todos los traidores. -Grueber hizo una pausa-. Pero fue más que mis recuerdos de la infancia lo que regresó aquel día cuando vi a Franz el Rojo. Fue toda mi memoria. Mis recuerdos de todo lo que ocurrió antes de esta vida. Supe que el cuerpo que estaba mirando había sido mío una vez. Que yo lo había habitado más de mil quinientos años antes. También supe que había habitado el cuerpo de mi padre. Que el padre y el hijo eran uno. El mismo.

– Frank… -Maria miró aquel rostro pálido y juvenil. Recordó que lo había bautizado como Harry Potter la primera vez que lo había visto. Que siempre le había parecido un buen hombre. Un hombre amable-. Estás enfermo. Deliras. Sólo vivimos una vez, Frank. Tú lo tienes todo… enredado en la cabeza. Lo entiendo. En serio. Ver cómo mataron a tus padres así. Escucha, Frank, quiero ayudarte. Puedo ayudarte. Sólo desátame.

Grueber sonrió. Llevó a Maria a una silla y la obligó a sentarse.

– Sé que tienes buenas intenciones -dijo-, y sé que cuando dices que quieres ayudarme eres sincera y no intentas engañarme. Pero esta noche, Maria, el mayor traidor de todos ellos va a morir. Él era mi mejor amigo, mi delegado en los Resucitados. Él planeó el secuestro de Wiedler. Él tiró del gatillo que mató a Wiedler. Un acontecimiento que trató de enterrar, junto conmigo. Me consideraba un estorbo para sus ambiciones políticas. Las mismas ambiciones que sigue teniendo hoy. Pero esta noche, esas ambiciones, y su vida, llegarán a su fin. No puedo permitir que interfieras con lo que tengo planeado para esta noche, Maria. Lo siento, pero no…

Grueber sacó un rollo de resistente cinta de embalar y envolvió con ella el torso de Maria y el respaldo de la silla, sujetándola con fuerza.

– Realmente no puedo permitir que me detengas… -dijo, buscando el estuche de terciopelo.


22.30 H, OSDORF, HAMBURGO


Fabel y Werner aparcaron delante de la casa de Grueber. Los dos coches plateados y azules de la Polizei de Hamburgo que los seguían habían apagado las luces policiales en la esquina y aparcaron detrás de Fabel. Cuatro agentes uniformados salieron de ellos.

El teléfono móvil de Werner sonó justo cuando todos estaban reunidos en la acera. Después de una breve conversación con respuestas de una sola palabra, Werner colgó y se volvió hacia Fabel.

– Era Anna. Ni ella ni Henk han podido contactar con Maria en su teléfono móvil ni en el número de su casa. Han ido a su apartamento. No hay nadie. Ahora vienen hacia aquí. -Werner alzó la mirada hacia el imponente bulto de la mansión de Grueber-. Si Maria está en alguna parte, es allí dentro…

– De acuerdo. -Fabel se volvió hacia los agentes uniformados-. Dos de ustedes, vayan hacia atrás. Ustedes dos, vengan con nosotros.

La entrada principal de la casa de Grueber estaba hecha de roble y tenía la silueta y sustancia del portón de una iglesia. Estaba claro que no cedería con facilidad a un ariete, de modo que Fabel ordenó a los uniformados que reventaran uno de los enormes ventanales rectangulares. Recordaba aproximadamente la distribución de la casa por el breve tiempo que había pasado allí como invitado de Grueber, y los guió hasta el estudio de éste.

– Cuando rompamos la ventana, tenemos que entrar y encontrar a Maria lo antes posible.

A la señal de Fabel, los dos policías uniformados clavaron el ariete con fuerza y velocidad en el centro de la ventana, haciendo añicos el cristal y los soportes de madera que sostenían las hojas de vidrio. El espacio que quedó no era lo bastante grande como para permitir el ingreso de un hombre, de modo que usaron el ariete dos veces más. Fabel sacó de la cartuchera su pistola automática reglamentaria y trepó por la ventana rota. Cayó sobre el escritorio de Grueber y mandó al suelo la cabeza reconstruida de una niña de dos mil quinientos años de edad. Werner y los dos uniformados lo siguieron.

Diez minutos después estaban en el vestíbulo principal, a los pies de la escalera. Habían revisado cada habitación, cada armario. Nada. Fabel, incluso, llegó a gritar el nombre de María al vacío de una casa que sabía que estaba deshabitada.

Se oyó un golpe en la puerta y Fabel la abrió para dejar pasar a los otros agentes uniformados.

– Hemos revisado los jardines y el garaje. Allí no hay nadie, Herr Erster Hauptkommissar.

Un coche aparcó fuera y Anna y Henk llegaron corriendo al pasillo.

– Nada… -dijo Fabel con tristeza-. Es evidente que se la ha llevado.

– Herr Erster Hauptkommissar -exclamó uno de los agentes uniformados desde detrás de la ornamentada escalera-. Aquí hay una especie de puerta. Podría ser un sótano…


22.40 H


Frank Grueber había desarrollado sus conocimientos durante toda su vida. Tenía estudios formales de arqueología e historia, pero además había pasado gran parte de su tiempo libre aprendiendo una gran cantidad de habilidades diversas. Sus adinerados padrastros le habían proporcionado los medios con los que convertir su vida entera en un continuo programa de aprendizaje, un interminable preparativo para la misión de su vida. Ahora, allí de pie delante de la casa de su último objetivo, el sentido de convergencia alcanzó un punto máximo. Abrumador.

Grueber se quedó de pie en la entrada para coches, con el estuche de terciopelo en una mano, la pistola reglamentaria de Maria en la otra, cerrando los ojos y tomando un largo, lento, profundo respiro. Dejó que su cuerpo se vaciara de toda emoción. Permitió que la gran calma descendiera sobre él, la calma que le permitiría actuar con una precisión perfecta y una eficiencia letal.

Zanshin.


22.40 H, OSDORF, HAMBURGO


La puerta pequeña y cerrada con llave estaba hecha del mismo roble grueso de la de la entrada y no cedía a las patadas de los agentes de policía. Por fin, después de varios golpes fuertes con el ariete, cedió.

– ¡Maria! -gritó Fabel mientras se abalanzaba encima de la puerta y pasaba al sótano.

– ¡Por aquí!

Fabel siguió la voz corriendo por el amplio sótano. La encontró atada a una silla, cerca de la zona rodeada por cortinas de plástico.

– Grueber… -dijo ella-. Es Frank. Está loco. Cree que es la reencarnación de Franz el Rojo Mülhaus… Creo que debe de ser el verdadero hijo de Mülhaus.

– Así es -dijo Fabel mientras le desataba las manos y luchaba con la cinta de embalar. Señaló con un movimiento de la cabeza la zona de las cortinas de plástico.

– Cornelius Tamm -dijo ella. Fabel usó un cortaplumas para cortar la cinta. Ella se puso de pie-. Créeme, Jan. No es agradable. Pero tendrás que dejarlo así por ahora… Ha ido a buscar a su última víctima.

– ¿Quién?

– Bertholdt Müller-Voigt. Frank dijo que iba a coger al miembro más antiguo del grupo después de Mülhaus. También dijo que era político. Mira eso. Aquella caja. Mülhaus la enterró y le dijo a Frank dónde encontrarla después de su muerte. Tiene todos los nombres.

Fabel abrió la caja. Había varias libretas, un diario, una pequeña bolsa de plástico, una fotografía y un libro de contabilidad. Todo estaba encuadernado con un cuero marrón que se había deslustrado después de haber estado enterrado en la tierra húmeda. Fabel examinó la fotografía. Una imagen de familia: Mülhaus, una mujer de pelo largo y color hueso que Fabel supuso que sería Michaela Schwenn y un muchacho de unos nueve años, claramente Grueber. Pero fue la mujer la que llamó la atención a Fabel.

– Mierda, Maria -dijo, pasándole la fotografía a ella-. Michaela Schwenn… podrías ser tú… la similitud es asombrosa…

Maria contempló la imagen. Fabel revisó el resto del contenido de la caja. Sacó la bolsa de plástico y vio que contenía un grueso mechón de pelo rojo. Grueber había puesto uno en cada escena y, cuando al equipo forense de la primera escena se le había pasado por alto, Grueber lo había encontrado. Fabel hojeó cada una de las libretas, absorbiendo la información lo más rápido posible para hallar el dato que necesitaba. Y lo encontró.

– Vamos… -Avanzó hacia la puerta del sótano y ordenó a dos de los agentes uniformados que permanecieran allí y protegieran la escena-. Te equivocaste de político, Maria… Y creo que sé adonde lo llevará.

Por un momento, Maria siguió contemplando la imagen de una mujer que parecía exactamente igual a ella. Luego dejó caer la fotografía en su caja y salió del sótano detrás de Fabel.

16

Jueves 15 de septiembre de 2005,

veintiocho días después del primer asesinato


Estación de ferrocarriles de Nordenham, 145 kilómetros al oeste de hamburgo.


Fabel había dejado su coche abandonado, mal aparcado y de lado, con los faros todavía encendidos y, junto a Werner, había dado la vuelta al extremo sur del edificio de la estación. Siguiendo sus órdenes, Anna, Maria y Henk avanzaron hasta el extremo norte. Los agentes uniformados de Nordenham, para la intensa irritación de Fabel, habían anunciado su llegada desde varios kilómetros de distancia, con luces y sirenas atronando en la fresca noche. Tres divisiones rodearon el edificio desde atrás y desde los costados, mientras que otras tres frenaron sus coches en el otro extremo de las vías, con las luces de los faros apuntando al andén y al edificio de la estación.

Después de las sirenas, después de las carreras y después de las órdenes dadas a gritos, de pronto todo quedó muy silencioso. Fabel estaba en el andén y cobró conciencia de su respiración agitada: la oía en el repentino silencio, la veía florecer bajo la forma de grises nubecillas en el aire quieto, delgado y frío. Le invadió una profunda sensación de inquietud. Parecía haber algo inevitable, una surrealista familiaridad en el hecho de que ese grupo de personas se reunieran en ese lugar y a esa hora. La sensación de un destino que se cumplía.

Pero era otro grupo de personas quienes habían forjado el molde de ese destino. Todo había estado muy bien organizado. Nadie prestaría demasiada atención ni buscaría significados ocultos en la muerte de un asesino y terrorista. Con la desaparición de Franz Mülhaus, parecería que el jefe, el cerebro y el corazón de los Resucitados había sido extirpado. Su muerte equivalía a la muerte de la organización. El trato que Paul Scheibe había negociado anónimamente con los servicios de seguridad era que no se harían más investigaciones sobre los Resucitados. Y, por supuesto, ellos por su parte garantizaron que los Resucitados, simplemente, desaparecerían.

Los faros de los coches de la policía de Nordenham, ubicados al otro lado de las vías, iluminaron a las siluetas del andén como intérpretes en un escenario. Sus exageradas sombras se agigantaron en la fachada de la estación.

Fabel sacó su pistola automática reglamentaria y corrió hacia ellos.

– Yo pararía ahí, en su lugar -le gritó Frank Grueber. La hoja que tenía en la mano brilló con un resplandor frío y entusiasta en la oscuridad de la noche. Grueber había obligado a arrodillarse al hombre que tenía delante-. ¿Cree que me importa si muero aquí, Fabel? Soy eterno. La muerte no existe. Sólo hay olvido… olvido de lo que fuimos antes.

La mente de Fabel corrió a toda velocidad por las mil maneras posibles en que todo esto podría acabar. Cualesquiera que fuesen sus próximas palabras, cualquier acción que emprendiera en ese momento, tendría consecuencias; pondría en movimiento una cadena de acontecimientos. Y uno de los efectos totalmente probable sería la muerte de más de una persona.

El peso de la responsabilidad le producía dolor de cabeza. A pesar de la época del año, el aire de la noche parecía escaso y estéril en su boca, y formaba grises fantasmas con su aliento, como si al llegar juntos a ese momento, a ese paisaje de llanura, en realidad hubiesen alcanzado una gran altura. Daba la impresión de que el aire era demasiado endeble como para transportar cualquier otro sonido que no fueran los jadeos y sollozos desesperados del hombre arrodillado. Fabel echó un vistazo a sus agentes, que estaban en pie, apuntando, en esa postura dura y de músculos tensos de aquellos que se encuentran al borde de la decisión de matar. Fue a Maria a quien más atención prestó, a su rostro blanco, los ojos de un celeste resplandeciente, los huesos y tendones de sus manos tensando la piel mientras aferraba su automática Sig-Sauer.

Fabel hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza, esperando que su equipo interpretara la señal de aguardar.

Miró intensamente al hombre que estaba de pie en el centro de la fuerte luz que proyectaban los focos. Fabel y su equipo habían intentado durante muchos días ponerle un nombre, una identidad, al asesino que estaban persiguiendo. Había resultado ser un hombre con muchos alias; el que se había dado a sí mismo para su perversa cruzada era Franz el Rojo; los medios, con su entusiasta determinación de difundir el miedo y el nerviosismo lo más posible, lo habían bautizado como el Peluquero de Hamburgo. Pero Fabel ya sabía cuál era su verdadero nombre. Frank Grueber.

Grueber miró los faros con ojos que parecían brillar con un resplandor incluso más fuerte, más descarnado, más frío. Tenía al hombre arrodillado agarrado del pelo, inclinándole la cabeza hacia atrás para dejar al descubierto su blanca garganta. Encima de la garganta, encima de la cara contorsionada por el terror, la carne de su frente tenía un corte recto que abarcaba toda la extensión de sus cejas, justo debajo del nacimiento del pelo, y la herida se abrió ligeramente cuando Grueber tiró del pelo hacia atrás. Un chorro de sangre cayó como una cascada por la cara del hombre arrodillado, quien dejó escapar un alarido agudo, como el de un animal.


– Por el amor de Dios, Fabel. -La voz del hombre arrodillado sonaba estrangulada y estridente por el terror-. Ayúdeme… Por favor… Ayúdeme, Fabel…


Fabel no prestó atención a los ruegos y mantuvo la mirada fija como un reflector sobre Grueber. Extendió la mano en el aire vacío, como si estuviera parando el tráfico.

– Tranquilo… tranquilícese. No pienso seguirle el juego en nada de esto. Ninguno de nosotros lo haremos. No vamos a interpretar los papeles que usted quiere. Esta noche, la historia no va a repetirse.

Grueber lanzó una risita amarga. La mano que sostenía el cuchillo giró y otra vez la hoja relampagueó, brillante y descarnada.

– ¿Realmente cree que me voy a marchar? Este bastardo… -Volvió a tirar del pelo y el hombre arrodillado lanzó un nuevo alarido a través de una cortina de su propia sangre-. Este bastardo me traicionó a mí y a todo lo que defendíamos. Creyó que mi muerte le serviría para tener una vida nueva. Como hicieron los otros.

– Esto es pura fantasía -dijo Fabel-. Aquella no fue su muerte.

– Ah, ¿no? ¿Entonces por qué usted comenzó a dudar de lo que creía mientras me buscaba? La muerte no existe; sólo el recuerdo. La única diferencia entre yo y todos los demás es que a mí se me ha permitido recordar, como si mirara a través de un pasillo de ventanas. Lo recuerdo todo. -Hizo una pausa, y el silencio sólo quedó interrumpido por el sonido distante de un coche que pasaba, a esas altas horas de la noche, a través de la ciudad de Nordenham, detrás de la estación y en otro universo-. Por supuesto que la historia se repetirá. La historia siempre se repite. Me repitió a mí… Usted se enorgullece mucho de haber estudiado historia en su juventud. Pero ¿alguna vez la entendió realmente? Todos somos variaciones del mismo tema… todos nosotros. Lo que ocurrió antes volverá a ocurrir. Aquél que fue antes, volverá a ser. Una y otra vez. La historia consiste en comienzos. La historia se hace, no se deshace.

– Entonces haga su propia historia -dijo Fabel-. Cambie las cosas. Vamos, dese por vencido, hombre. Esta noche la historia no va a repetirse. Esta noche no morirá nadie.

Grueber sonrió. Una sonrisa que era como un bisturí, brillante y fría y dura como el cuchillo que tenía en la mano.

– ¿En serio? Ya veremos, Herr Erster Hauptkommissar. -La hoja dio un salto ascendente hacia la garganta del hombre arrodillado.

Se oyó un grito. Y el sonido de un disparo.


Fabel giró en la dirección del disparo justo a tiempo para ver cómo Maria volvía a disparar. El primer tiro había acertado a Grueber en el muslo y le había hecho retorcerse. El segundo le dio en el hombro y Grueber soltó al hombre arrodillado. Werner corrió hacia delante, agarró al cautivo de Grueber y lo sacó de allí.

Maria avanzó, manteniendo el arma apuntada a Grueber, quien había caído de rodillas. Ella tenía la cara llena de lágrimas.

– No, Frank -dijo ella-. Esta noche no muere nadie. No voy a permitir que lo hagas. Tira el cuchillo. Ya no te queda nadie a quien herir.

Grueber miró las siluetas alejándose de Werner y el hombre al que había intentado matar. El sacrificio definitivo. Alzó la mirada hacia Maria y sonrió, con la sonrisa de un muchachito triste. Entonces dio un suspiro largo y profundo. Hubo un relámpago en forma de arco cuando él giró la hoja hacia arriba con ambas manos y la hizo caer con toda su fuerza sobre su pecho.

– ¡Frank! -Maria gritó y corrió hacia él.

La cabeza de Grueber cayó lentamente hacia delante y hacia abajo. Al morir, pronunció una única palabra en la noche.

– Traidores…


1.40 h, Hospital Wesermarsch-Klinik, Nordenham


Cuando Fabel y Werner entraron en la sala del tercer piso de la Wesermarsch-Klinik, el Kriminaldirektor Horst van Heiden ya estaba allí, de pie junto a la cama del jefe de gobierno de Hamburgo, el Erster Bürgermeister Hans Schreiber. La enfermera del mostrador había informado a Fabel de que había administrado a Schreiber un sedante suave, pero que estaba alerta.

Schreiber tenía la frente cubierta por una gruesa venda quirúrgica, pero Fabel vio que la protuberancia de la línea de las cejas se había inflamado y descolorido como protesta por la violencia ejercida contra el cuero cabelludo. El resto de la cara estaba tan hinchado que Fabel prácticamente no lo habría reconocido. Schreiber giró en dirección a Fabel pero era evidente que no tenía la fuerza suficiente como para sentarse en la cama. Sonrió débilmente.

– Me alegro de que esté aquí, Fabel -dijo el jefe de gobierno de Hamburgo-. Le debo un agradecimiento. -Hizo una pausa y se corrigió-. Le debo mi vida. Si no hubiese llegado allí en el momento justo. Si Frau Klee no hubiera disparado… -Dejó el pensamiento sin terminar, como modo de enfatizar la terrible alternativa.

Fabel asintió.

– Sólo hice mi trabajo.

Schreiber se señaló la cabeza vendada.

– Me han dicho que necesitaré cirugía plástica. También tengo bastante dañados los nervios.

Dos policías uniformados entraron en la sala. Fabel les ordenó que se ubicaran al otro lado de la puerta.

– No puede entrar nadie más que los profesionales médicos directamente a cargo de la atención de Herr Schreiber -dijo a los dos agentes cuando salían de la habitación.

– Mi esposa vendrá más tarde -dijo Schreiber.

– Nadie -repitió Fabel.

– Me parece innecesario, Herr Fabel -protestó Schreiber-. El peligro ya ha pasado. Grueber está muerto y es evidente que actuaba solo, siguiendo su propio plan demente.

– ¿Entonces por qué lo escogió a usted? -preguntó Fabel-. Todas las otras víctimas tenían una conexión directa con Franz el Rojo Mülhaus y los Resucitados. ¿Por qué se fijó en usted?

– Dios sabrá. -El rostro hinchado de Schreiber no dejaba traslucir expresión alguna, pero su tono era de irritación. En cierto modo, Fabel había supuesto que Van Heiden protestaría por el interrogatorio al Erster Bürgermeister, pero el Kriminaldirektor guardó silencio-. Escuche, Fabel -continuó Schreiber-. Estoy demasiado dolorido y demasiado cansado y angustiado para psicoanalizar a un lunático que trató de matarme, o para hacer hipótesis sobre sus motivos. Estaba loco. Además actuaba como un terrorista. Yo soy la máxima autoridad en la ciudad de Hamburgo y jefe del gobierno estatal. Dedúzcalo usted mismo. Después de todo, para eso le pago.

– Oh, ya lo he hecho, Herr Erster Bürgermeister. -Fabel se volvió hacia Werner y extendió la mano. Werner le entregó una bolsa de pruebas de plástico transparente. En su interior había una gruesa libreta, cuya encuadernación de cuero tenía manchas de humedad y dejaba ver el paso del tiempo-. Franz el Rojo Mülhaus sabía que le había llegado la hora. Sabía que las autoridades lo encontrarían. Sin embargo, estaba dispuesto a no dejarse atrapar vivo. También albergaba serias dudas sobre la lealtad de sus subordinados. En especial de su lugarteniente, a quien la periodista Ingrid Fischmann identificó como Bertholdt Müller-Voigt. Ese ayudante de Mülhaus era también el que había conducido la furgoneta cuando secuestraron a Werner, el industrial, ocho años antes. Si bien el resto del grupo se esfumó después del secuestro de Wiedler, las autoridades pudieron identificar a Franz el Rojo y al holandés, Piet van Hoogstraat, quienes se vieron obligados a seguir viviendo como fugitivos, financiados por sus ex compañeros.

– Fabel… -Schreiber suspiró y, con un gesto de dolor, giró la cabeza hacia Van Heiden-. ¿No podemos hablar de esto en otro momento?

– Eso fue lo que ocurrió aquel día de 1985 en el andén de Nordenham -continuó Fabel, como si Schreiber no hubiese dicho nada-. El holandés, Van Hoogstraat, no compartía el fervor revolucionario de Mülhaus. Estaba agotado, después de casi una década de vivir siempre huyendo. Quería una salida sin tener que pasar la mayor parte del resto de su vida tras las rejas. De modo que cerró un trato. Un trato que le garantizaría una sentencia reducida. Un trato concebido por los restantes miembros de la banda que querían cerrar ese capítulo de sus vidas. Un trato concebido por el segundo de Mülhaus y negociado desde el anonimato por el jefe de planes del grupo, Paul Scheibe. Sabían que jamás atraparían vivo a Mülhaus, y que su muerte finalmente cerraría la puerta a esa amenaza de escarnio público y arresto. Ya habían comprado el silencio del holandés con el trato que habían hecho con las autoridades, pero el hecho de que Van Hoogstraat muriera en el andén fue como un beneficio adicional para ellos. El silencio se hizo total. Los Resucitados ya no resucitarían más.

Fabel hizo una pausa y miró la libreta embolsada que tenia en la mano.

– Qué extraño -añadió con una media sonrisa-. Fue el mismo Frank Grueber quien me dijo una vez que «la verdad es la deuda que tenemos con los muertos». -Fabel se acercó a la cama de Schreiber-. El misterio es cómo hizo Grueber para averiguar la identidad de los antiguos miembros de los Resucitados, puesto que los únicos que la conocían eran ellos mismos. Si Brandt hubiese sido el asesino, entonces tendría sentido… su madre, que justamente había pertenecido al grupo, podría habérselo contado a su hijo. Pero el secreto era tan grande, estaba tan celosamente protegido, que ella ni siquiera le dijo a Franz Brandt que Mülhaus era su padre. Entonces ¿cómo logro Frank Grueber descubrir la identidad de los otros? Después de todo, le habían adoptado a los once años y le habían criado en un universo diferente, con padres adoptivos adinerados, en Blankenese. Sus primeros años, que había pasado yendo de un lado a otro constantemente, privado de cualquier otra educación que no fuera el lavado de cerebro político que le hacían sus padres, debió de haberle parecido una pesadilla lejana. Pero había una cosa que sí recordaba. Como ya he dicho, Mülhaus no confiaba en ninguno de sus ex compañeros, pero había una persona en la que sí confiaba. Su hijo. Franz Mülhaus era arqueólogo, y debió de decirle al joven Frank que la tierra protege la verdad del pasado para las generaciones futuras. Le contó a su hijo que había enterrado la verdad en la tierra, cuidadosamente envuelta y protegida y escondida del mundo. Seguramente le hizo memorizar la ubicación para que, si Mülhaus era traicionado, entonces los otros no pudieran seguir viviendo impunes y libres.

Hans Schreiber permaneció inmóvil y sin decir nada, mirando el techo desde debajo de la frente inflamada y los párpados hinchados.

– Franz el Rojo Mülhaus enterró esta libreta, junto con numerosos documentos más, con relatos detallados sobre todo lo que ocurrió durante la vida activa de los Resucitados. También detalla meticulosamente el papel de cada miembro del grupo y sus responsabilidades especiales. Y hay un diario, además. Mi gente lo está leyendo en este preciso momento. Estoy seguro de que averiguaremos muchas cosas.

»Lo extraño es que… el único nombre que esperaba ver en la lista no está: Bertholdt Müller-Voigt. El no era la mano derecha de Mülhaus. Ni siquiera era miembro del grupo. Es más, creo que tampoco los apoyaba activamente o en secreto. Verá, las organizaciones terroristas como los Resucitados son como agujeros negros en el espacio. Son pequeños pero su masa, su influencia en todo lo que los rodea, es enorme. La gravedad que generan absorbe todo lo que se encuentra a su alcance. Tomemos, por ejemplo, a un joven abogado y periodista de izquierdas que empieza como simpatizante y luego se convierte en miembro. Más tarde, en el número dos de la organización. No Müller-Voigt. Su única conexión con los Resucitados era que, al igual que Mülhaus, tuvo una relación con Beate Brandt. Algo que usted y Paul Scheibe no pudieron perdonarle, porque los dos estaban obsesionados con ella. Por eso usted no pudo resistirse, veinte años después, a conspirar para poner pruebas en manos de Ingrid Fischmann que parecían incriminarlo, aunque no tantas como para reactivar el interés en los Resucitados. Fue un juego peligroso, en especial cuando su propia esposa empezó a caldear los ánimos. Pero la cuestión es que Müller-Voigt nunca cruzó la línea. Se apasionaba por el medio ambiente y la justicia social, pero sus principios también se extendían a no sustraer vidas humanas. Ingrid Fischmann se equivocó de político, ¿verdad, Herr Erster Bürgermeister?

– Por Dios, Fabel -dijo Van Heiden-. ¿Está seguro de esto?

– No hay dudas. Aquí está todo. -Fabel levantó la libreta-. Corroborado por las otras pruebas que Mülhaus dejó enterradas. Encontramos todo en el sótano de Grueber. Fue así como me enteré de que él iba tras Schreiber. Se había guardado al mejor para el final.

Werner dio un paso adelante.

– Hans Schreiber, está usted bajo arresto por el secuestro y homicidio de Thorsten Wiedler, en o después del 14 de noviembre de 1977. Estoy seguro de que usted, como abogado diplomado, conoce sus derechos bajo la Ley General de la República Federal de Alemania.

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