CAPÍTULO 15

Parece una broma, una broma de mal gusto. Sadrac es incapaz de aceptarlo, a pesar de la convicción y la seguridad de la voz estridente, aguda y casi desesperada de Katya, la misma voz con que Roger Buckmaster trataba de negar su complicidad en la muerte de Mangú, esa voz que dice: "¡Ustedes no me creerán aunque jure y perjure lo que digo, pero les aseguro que es verdad, es verdad, es verdad, es verdad!"

Y si es verdad que eligieron a Sadrac como próximo donante, entonces se explica por qué Nikki trata de evitarlo; por qué se muestra tan fría y distante cuando habla, por que no lo mira a los ojos…

—No —dice Sadrac—. No te creo.

—Y, bueno. No me creas.

—Es absurdo, Katya.

—Desde luego que es absurdo. Tan absurdo como la idea, de que un día te irán a buscar para conectarte electrodos al cerebro y anular todo rastro de Sadrac Mordecai y verter el alma de Genghis Mao en tu magnífica figura color café, y convertirlo en un hombre nuevo.

—Mi magnífica figura color café —dice Sadrac— está repleta de aparatos médicos, complicados e irreemplazables, que registran todos los movimientos del metabolismo de Genghis Mao. Roger Buckmaster tardó dos años en diseñar y construir todo ese sistema, Warhaftig tardó semanas para implantarlo en mi cuerpo, y yo tardé un año para aprender a usarlo. Y gracias a esos aparatitos, Katya, puedo proteger la salud de Genghis Mao como nadie ha controlado a ningún paciente en toda la historia de la medicina. ¿Crees tú que habiendo tantos cuerpos para elegir, Genghis Mao permitiría que me elijan a mí como donante para Avatar, a mí que soy indispensable para su…

—¡Piensa, Sadrac, piensa! Avatar se llevará a cabo sólo cuando el cuerpo actual de Genghis Mao esté al borde de la muerte, y una vez que trasladen el alma de Genghis Mao a tu cuerpo, él ya no necesitará de tus fantásticos aparatitos. No necesitará de tus servicios, y más aún, Sadrac, no necesitará de los servicios de ningún médico durante años y años. Y cuando los necesite; puede encontrar otro médico, puede encontrar otro Buckmaster que construya un sistema nuevo. Probablemente ya esté entrenando a otro médico para que te reemplace, en Bulgaria o Afganistán. ¿Recuerdas lo que dice siempre sobre la redundancia, Sadrac? Él sendero de supervivencia. Genghis Mao sabe muy bien lo que es la supervivencia, Sadrac… Lo sabe mejor que tú.

Sadrac abre la boca como si quisiera hablar, pero sin decir palabra, la vuelve a cerrar.

—Si Avatar se lleva a cabo —dice Katya—, serás tú el donante. Lo juro.

—¿Cuándo lo decidieron?

—Hace más de una semana. Yo lo supe unas pocas horas antes de que fuéramos a Karakorum.

Claro, reflexiona Sadrac, fue precisamente después de ese día que Nikki empezó a rechazarlo y a excusarse. Mordecai, entonces, recuerda que aquella noche, después del viaje de la muerte onírica, estuvo en esta misma habitación, la habitación de Katya, y que al despertar, la encontró llorando a su lado y que ella, sin más explicación, le dijo que tenía miedo por el. Sí. También recuerda aquel monólogo lunático de Genghis Mao en el que decía que lo iba a nombrar Papa o Rey de Inglaterra… ¿Qué significaba esa conducta del Khan? ¿Acaso era una manera indirecta y solapada de ponerlo al tanto del nombramiento verdadero? Y recuerda, también la mirada de interés y admiración de Genghis Mao ante el torso desnudo de Sadrac. Sí, estaban en la habitación del Khan y acababan de enterarse de la muerte de Mangú. El solo recuerdo de la voz del presidente le hiela la sangre: Tiene un aspecto muy saludable, Sadrac. Claro, el Khan ya sabía que Mangú habla muerto y estaba tendiendo las redes para conseguir un nuevo donante.

Piensa en los gritos de Buckmaster: ¡Terminarás en el horno, Sadrac, en el horno, en el inmundo horno!

—No. No. No. No puedo creerlo —dice Sadrac.

Tendrás que creerlo.

—No le veo sentido. Sinceramente, no entiendo nada de todo esto.

—¿Te asusta, Sadrac?

—No, en absoluto —extiende las manos: firmes, firmes como las de Warhaftig— ¿Ves? Estoy totalmente tranquilo. La noticia no me ha afectado, como si no la hubiera captado, como si no fuera real.

—Pero es real, Sadrac.

—¿Nikki lo sabe?

Por supuesto.

—¿No fue ella quien me eligió, verdad?

—Genghis Mao te eligió.

—Sí. Era lo que me imaginaba. Sí —Sadrac se ríe—. ¿Te das cuenta de que hablo como si lo creyera, como si en el fondo lo aceptara?

—¿Qué vas a hacer, Sadrac?

—¿Hacer? ¿Hacer? ¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que haga lo que hizo Mangú?

—Tu no eres Mangú.

—No —dice Sadrac— Y aunque tuviera pruebas evidentes, aunque me dieran un pergamino rubricado y firmado por Genghis Mao, que certifique mi nombramiento para Avatar, no elegiría el camino de Mangú. No, soy suicida, desde ningún punto de vista. Tal vez reaccione más tarde. Primero tengo que sentir algo. Por ahora no siento nada: no siento que me traicionaron, no siento que estoy en peligro, y creo que ni siquiera estoy sorprendido.

—¿No ocurrirá que quieres ser el donante para Avatar?

—Quiero ser el doctor Sadrac Mordecai. Ahora, y siempre.

—Entonces cuida de la salud de Genghis Mao. Mientras su cuerpo funcione, no necesitará el tuyo. Mi función será, entonces, perfeccionar el simulacro del Proyecto Talos lo antes posible, de manera que no sea necesario llevar a cabo el Proyecto Avatar. ¿Sabes una cosa?, creo que Genghis Mao realmente preferiría llevar a cabo la idea de Talos, porque el hecho de transferirlo a una máquina perfecta e imperecedera, responde a sus delirios paranoicos. Aun tu bellísimo cuerpo se deteriorará y perlera fuerzas algún día y él lo sabe. Sabe que tu vigor y tu buen estado físico no durará más de veinte o treinta anos, y que luego se repetirá la misma historia: transplante de órganos, drogas, operaciones. El simulacro de Talos, en cambio, le evitará todos esos problemas. El Proyecto Avatar es, por lo tanto, un plan que se aplicará sólo en caso de imprevistos, es una redundancia a la que el Khan espera no recurrir, y es por eso que elige como donantes a personas que valora, como tú y Mangú. Es una especie de honor, a su manera, una bendición del Khan, que no hay por qué asociarla con la idea de peligro. Eso es lo que quise explicarle a Mangú, que no era un hecho que Avatar se llevara a cabo, pero él…

—¿Por qué me contaste esto, Katya?

—Por la misma razón que se lo conté a Mangú.

—¿Para hundir el Proyecto Avatar?

Los ojos de Katya se iluminan con esa ferocidad que la caracteriza.

—No seas maldito. ¿Acaso piensas que yo quiero que te suicides?

—¿Qué has conseguido, contándome la verdad?

—Quiero que estés preparado, Sadrac, quiero que sepas el peligro que corres. Mientras exista la más remota posibilidad de que se aplique el plan de Avatar, tú…

—¿Y a ti que te importa? ¿Eres tan sensible, acaso, que no te gusta salir con hombres que ignoran su destino?

—Ésa es una de las razones —dice Katya serena—. Odio vivir una mentira.

—¿Cuáles son las demás razones?

—Te amo —responde Katya.

Sadrac la mira perplejo: —¿Cómo?

—¿Qué crees, que no soy capaz de amar? ¿Acaso sólo sirvo para construir autómatas? ¿Eh? ¿Piensas qué no tengo sentimientos?

—No quise decir eso, pero… siempre te mostraste tan fría, tan indiferente, tan rigurosa. Aun cuando… —se detiene, pero decide continuar—. Aun cuando hacíamos el amor. Nunca me inspiraste calidez emocional, sólo, en fin, sólo pasión física.

Tú amabas a Nikki y si me comprometía contigo lo único que iba a ganar era sufrir: tú no tenías interés en uní, salvo para ir a Karakorum de vez en cuando, para hacer el amor de vez en cuando.

—¿Y ahora?

—¿La amas a Nikki todavía? ¿No crees que ayudó a que te traicionaran? Ella habló con Genghis Mao, ella supo desde el principio que el Khan te había elegido a ti como donante para Avatar, supongamos que trató de que el Khan cambiara de idea, pero como no lo logró, aceptó la orden. Su carrera es más importante que tu vida. Pudo haberte dicho: Esto es lo que quiere hacer Genghis Mao, pero yo no puedo hacerlo, me rebelaré, Sadrac. Vayámonos de este horrible lugar. ¿Te lo dijo? No, simplemente se limitó a alejarse de ti, porque se sentía culpable, ¿no es así? No por amor, sino por vergüenza, por remordimientos.

Sadrac menea la cabeza turbado.

—No es verdad; Katya.

—Todo lo que te dije hoy es verdad.

—Pero Nikki…

—Nikki le teme a Genghis Mao. Igual que yo, igual que tú, igual que todos los habitantes de esta dudad, que todos los habitantes del mundo. Ésta —es una forma de medir su amor por ti: el temor que le inspira el Khan es más poderoso. Si yo hubiera estado en su lugar, probablemente abría hecho la misma elección, pero, afortunadamente, no se trata de mi proyecto, no tengo que enfrentarme con la opción de traicionarte o desafiar al Khan. Estoy libre para actuar a sus espaldas, para prevenirte y para que puedas, así, tomar tus decisiones. Pero… fíjate qué curioso: Nikki. tan cariñosa, cálida, bella y esbelta no duda en traicionarte, y Katya, tan fea, amarga y rencorosa, arriesga su vida para prevenirte.

—Tú no eres fea —murmura Sadrac.

Katya se ríe. Luego se sienta en el borde de la cama y, tirando del brazo de Sadrac dice:

—Ven —oprime la cabeza de Mordecai contra sus pechos—. Descansa. Piensa. Planea tu futuro, Sadrac. Sino lo haces, estarás perdido —dice, acariciando la frente dolorida de Sadrac.

Permanecen así sentados. durante un largo rato. De pronto, Sadrac se pone de pie, se quita la ropa y le hace un gesto a Katya para que lo imite. Mañana será la operación del Khan, fiero, por primera vez, el doctor Mordecai ignora el acontecimiento. Y por primera vez, también, el cuerpo macizo de Katya se ha vuelto curiosamente sumiso, atrapado entre los brazos largos, negros y delgados de Sadrac, que oprime su esbelta figura contra el pecho mullido de Katya y se pierde entre sus piernas, inmóvil, recuperando las fuerzas necesarias para, finalmente, empezar a moverse.

Esa noche, como de costumbre, Sadrac logra conciliar el sueño sólo de a ratos. AL día siguiente, el día de la operación del Khan, se despierta y comienza su actividad matutina como lo hace habitualmente: hace gimnasia, desayuna, se viste, pide salida a Interfaz Tres, se detiene a observar los distintos episodios de la Sala de Traumas a través del Vector de Vigilancia Uno: las pantallas le ofrecen imágenes movedizas de los dos mil millones de habitantes del inundó, tal vez un veinte por ciento de ellos, atacados por el flagelo de la descomposición orgánica, muertos en vida, tambaleándose de dolor, con los órganos perforados, lesionados, putrefactos. Y los demás, tal vez la mayoría, que viven aún a las sombras de la enfermedad universal, llevan, con tétrico coraje, una apariencia de vida normal, esperando el torrente de sangre y el ardor en las entrañas, mirando a los semidioses de Ulan Bator con ojos de envidia y aturdimiento, mientras que él, el ágil Sadrac Mordecai, el bello médico del Khan, no tiene mayores preocupaciones, salvo la de ser desalojado de su cuerpo atlético, expulsado de su negra figura fiara que un usurpador mogol pueda ocupar su cráneo. Además de eso, Sadrac, todo esta perfecto. ¿Verdad? Sí, sí, por supuesto, señor.

Concluido el interludio en el Vector de Vigilancia Uno, Sadrac se dirige a la habitación del Khan para escoltarlo en el paseo en camilla, ya tan conocido y tradicional, desde los aposentos imperiales hasta la Sala de Cirugía. Se pregunta cual será su reacción cuando enfrente a Genghis Mao cara a cara. Ahora que sabe la verdad, su expresión lo traicionará, seguramente, y el Khan, astuto desde hace casi noventa años, advertirá de inmediato que la víctima elegida ya conoce sus planes infames. Pero Sadrac se equivoca, porque su misteriosa serenidad de espíritu no lo abandona cuando enfrenta la mirada del Khan: el presidente es el paciente, él es el médico, los sensores siguen vibrando, transmitiendo información. Eso es todo, nada ha cambiado en su relación con Genghis Mao. Sadrac lo mira al Khan y piensa: Tú estás tramando apoderarte de mi cuerpo, pero al pensarlo, no siente nada, nada, como si no fuera verdad.

—Y, Sadrac. ¿cómo estoy esta mañana? —pregunta Genghis Mao en tono jovial.

—Espléndido, señor. Como nunca.

—¿Me quitarán el corazón?

—Sólo la aorta, esta vez —dice Sadrac, al tiempo que le hace una señal a los asistentes para que conduzcan la camilla.

Y así pues, todos reunidos una vez más en la Sala de Cirugía: el presidente, el médico, el cirujano, el anestesista, las enfermeras y los ayudantes, todos esterilizados, con su camisolín y barbijo. La habitación, como siempre, está iluminada con luces resplandecientes; la transparente burbuja aséptica se cierra y las computadoras empiezan a funcionar, brillando con coloridas lucecitas verdes, rojas y amarillas; los filtros comienzan a filtrar y las bombas a bombear; la nueva sección aórtica (¿la de Buckmaster?) descansa en su recipiente, fresca y saludable, lista para ser instalada en el abdomen de Genghis Mao.

Warhaftig, confiado y sereno, se prepara una vez más para abrir el cuerpo enjuto y pequeño de Genghis Mao.

—¿Presión sanguínea? —pregunta.

—Normal —responde Sadrac.

—¿Respiración?

—Normal.

—¿Plaquetas?

—Normal. Normal. Todo normal.

Sadrac sabe que si Genghis Mao llega a morir en la operación, el Proyecto Avatar dejaría de ser una amenaza: ninguno de los tres proyectos está preparado aún para ser llevado a la práctica, y si Genghis Mao no sobrevive a la operación, no habrá esperanzas de reencarnación y probablemente desaparecerá el Comité Revolucionario Permanente, y todo el frágil sistema de la depolarización centrípeta se transformará en polarización centrífuga y se hundirá en el caos al instante en que la legendaria figura de Genghis Mao desaparezca de escena. A Mordecai le resultaría muy fácil hacer que eso suceda: codearlo a Warhaftig, por ejemplo, en el preciso momento en que manipula el bisturí laser sobre el abdomen de Genghis Mao; luego podrá deshacerse en disculpas, pero el daño ya estará hecho. Otra manera más sutil de lograrlo sería suministrarle al equipo de médicos información errónea, datos inexactos del organismo de Genghis Mao: todos confían en el doctor. Mordecai y nadie, por lo tanto, se tomará el trabajo de controlar sus datos con las cifras que indican los telemedidores o registradores. De esa manera, pues, podría ocasionarle al presidente daños irreparables, como por ejemplo, escasez de oxígeno, que le causaría la muerte antes de que Warhaftig advierta lo que sucede. Luego las disculpas: "Realmente, no entiendo cómo los nódulos han recogido información tan desacertada". No tiene por qué temer que le hagan un juicio por mal ejercicio de la profesión, ya que, una vez destruido Genghis Mao, se derrumbará toda la estructura y nadie se pronunciará en contra de. Sadrac cuando eso suceda. Pero no, Sadrac Mordecai no hará tal cosa, no provocará la muerte de Genghis Mao, de ninguna manera, ni aun sabiendo que el presidente se propone activar el Proyecto Avatar antes del martes próximo. El doctor Mordecai, en peligro o no, es ante todo, un médico, un médico dedicado a su profesión, lo suficientemente joven e ingenuo, todavía, como para responder con seriedad a su juramento hipocrático, bajo el cual declaró mantener puras y sagradas su vida y su arte, y prometió servir a los enfermos y abstenerse de todo daño y deshonestidad intencional. Así sea, entonces. Sadrac Mordecai, doctor en Medicina, graduado en la Universidad de Harvard en el año 2001, no violará la fe sagrada: Genghis Mao es su paciente; Genghis Mao no morirá en manos de Sadrac Mordecai. Tal vez este razonamiento sea ridículo, pero no deja. de exaltar su honor profesional.

La operación se lleva a cabo sin mayores inconvenientes. Un corte aquí, un corte allá, y Warhaftig extrae la sección de la aorta atacada por la infección, una soldadura aquí, otra allá y el injerto ya está instalado. La circulación se mantiene en actividad por medio de oxigenadores corazón-pulmón. El Khan observa todo el proceso, consciente y alerta, haciendo gestos de aprobación mientras Warhaftig ejecuta admirables verónicas y entrechates y passades. El presidente entiende a la perfección todo lo que sucede: ha insto a tantos cirujanos operando (más que yo, piensa Sadrac) que bien podría llevar a cabo una intervención quirúrgica sin que nadie lo dirija. Los elegantes dedos de Warhaftig cierran la incisión. Puesto que sólo han pasado dos semanas desde la operación de hígado, los tejidos están sensibles y enrojecidos, y, por lo tanto, será necesario tomar medidas profilácticas especiales, qué Warhaftig lleva a cabo con su delicadeza característica. La aprobación del Khan se refleja en su sonrisa amplia.

—Buen trabajo —le dice a Warhaftig—. Las dos orejas y la cola.

Sadrac se va, llevándose la aorta que acaban de extraer del abdomen de Genghis Mao. Aunque Warhaftig no le pide explicaciones, Sadrac le dice que se la lleva para someterla a algunas pruebas. ¿Pero qué datos nuevos puede obtener acerca de esta porción de tejido viejo y marchito, de este tubo agotado? Como todo coleccionista apasionado, Sadrac quiere conservar esta pieza auténtica del cuerpo autentico de Genghis II Mao IV Khan, como un ornamento para su pequeño museo de souvenirs médicos. Una reliquia de uno de los pacientes más famosos de toda la humanidad. Sadrac conoce una histeria, probablemente una historia apócrifa, que cuenta cómo el médico que llevó a cabo la autopsia de Napoleón extrajo el pene imperial y lo conservó como un recuerdo del difunto emperador. Luego lo donó a un colega, quien finalmente lo vendió a un precio descomunal, y así fue pasando de la colección de un medico a la colección de otro, hasta que desapareció por completo en la confusión de alguna guerra del siglo XX. Asimismo, se han elaborado historias en torno a extravagantes fragmentos del cuerpo de Hitler, Stalin, Jorge Washington y Catalina la Grande. Sadrac lamenta no haber llegado a tiempo para poder reunir algunos de los órganos realmente significativos del Khan, como por ejemplo, un riñón, o un pulmón o el corazón o el hígado; cuando él adquirió su puesto actual, los órganos originales de Genghis Mao ya habían sido extraídos y reemplazados, algunos más de una vez, a través de transplantes. Sadrac no ve ningún valor en conservar en su colección el cuarto hígado de Genghis Mao, o el octavo bazo, o el decimotercer riñón. No obstante, reconoce que todos estos residentes temporarios del Khan están mucho más íntimamente ligados a Genghis Mao que, por ejemplo, sus pantuflas o su reloj pulsera. Con todo, prefiere conservar somatoplasma verdadero y, por lo tanto, lo mejor que puede hacer ahora es apoderarse de un trozo de aorta auténtica.

Allí está el aneurisma, grande y maduro, a punto de reventar. Unos días más y pudo haberse roturado. ¡Plop! Y adiós Genghis Mao. El presidente y Mangú pudieron haber compartido el funeral del sábado si Sadrac no hubiera sentido extrañas vibraciones en los sensores que controlan el sistema circulatorio y si no hubiera adivinado el significado del mensaje interno. Sí, le salvé la vida al Khan una vez más, y una vez más se ha recuperado, y una vez más goza de perfecta salud. Perfecto. Perfecto. ¡Que viva quinientos años y que yo siga siendo su medico para siempre!

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