CAPÍTULO 21

A la mañana siguiente, Sadrac viaja a Jerusalén, el próximo punto de su itinerario. El avión sobrevuela la curva del planeta, la redondez del mundo, y Sadrac lo percibe y se asombra, como ya lo ha hecho otras veces, de su complejidad, su riqueza; un globo que aloja a Atenas y Samarcanda, Lhassa y Rangún, Timbuktu, Benarés, Chartres, Gante, y todas las fascinantes obras de la humanidad que se está extinguiendo, y todas las maravillas naturales, el Gran Cañón, el Amazonas, los Himalaya, el Sahara… tanto, tanto, para una diminuta esfera cósmica, tanta variedad, tanta magnificencia multitudinaria. Y todo a su disposición, hasta que llegue el llamado de Genghis Mao, y deba, entonces, renunciar al mundo y decirle adiós.

Él no es como Bhishma Das, que está preparado para marcharse cuando llegue la orden de partida. Ahora que está libre en medio de toda esta belleza que es el mundo, Sadrac descubre todo lo que le queda por ver, las montañas que no escaló, ríos que no cruzo, vinos que no probó. Él, que se ha salvado del flagelo de la descomposición orgánica, no quiere entregarse a los deseos de inmortalidad de otro hombre. La pasividad que lo caracterizaba a Sadrac lo ha abandonado: ya no acepta el destino que le espera. Bhishma Das le dijo que es optimista, que es un hombre bueno e inteligente cuyo rostro brilla cuando habla del futuro, de un mundo mejor; aunque ése nunca fue el concepto que Sadrac tuvo de sí mismo, la opinión de Das lo hace feliz, como lo hacen feliz las palabras de esperanza que brotaron de sus labios. Lo reconforta el hecho de que lo vean como un hombre de espíritu luminoso, como una fuente de fe y confianza. Se prueba esa imagen y le gusta como le queda. Es algo así como sonreír cuando no se está con ánimo de sonreír, y sentir que la sonrisa se proyecta hacia adentro, desde los músculos faciales hacia el alma: ¿por qué no sonreír, por qué no vivir en la esperanza de una resurrección gloriosa? No cuesta nada y hace más felices a los demás. Y si comprobamos que estamos equivocados, como sin duda lo estaremos, al menos tenemos la recompensa de haber vivido durante un tiempo en una esfera, cálida y pequeña, de luz interior y no en la desesperación húmeda y oscura.

Sin embargo, resulta difícil creer en nuestro optimismo con ciega convicción cuando la amenaza de la muerte cercana ensombrece nuestra vida. Debo hacer algo con el problema del Proyecto Avatar, resuelve Sadrac.


8 de diciembre de 2001.

Así que no tendré que sufrir la descomposición orgánica, después de todo. Hoy recibí la primera dosis de la droga Roncevic. Dicen que si el material genético no muestra rastros del virus en su estado activo antes de la primera inyección, no hay peligro de enfermarse, pero el antídoto no puede hacer nada una vez que el proceso ha entrado en la fase letal. Mi material genético estaba libre de descomposición: estoy fuera de peligro. Siempre supe que me salvaría. Yo no debía morir en a Guerra del Virus, sino resistir, sobrevivir al holocausto general y entraren mi época verdadera y única. Y ésta es mi época. "Vivirá cien años" me dijo Roncevic esta mañana. ¿Qué quiere decir? ¿Cien años más? ¿O cien años en total? Si es así, entonces me quedan veinticinco años solamente. No es suficiente, no es; suficiente.

Pase lo que pase, viviré más años que el pobre Roncevic. A él ya lo atacó la descomposición, que brilla y arde en su vientre. ¡Cómo trabajó para desarrollar su droga, qué deseos de salvarse que tenía! Pero llegó tarde. El virus del su cuerpo entró en actividad demasiado rápido, y ahora Roncevic se va. El se va, yo me quedo: él interpreta el papel de la obra que le corresponde y luego deja el escenario, e tanto que o sigo viviendo, tal vez por cien años más. vitalidad física siempre ha sido extraordinaria. No cabe duda alguna de que mi energía física es superior, porque aquí estoy, tengo más de setenta años, y el vigor de hombre joven. Resistiendo enfermedades, superando fatiga. Dicen que el presidente Mao, cuando ya había pasado los setenta, nadaba en el Yangtzé ocho millas en una hora y cinco minutos. A mí no me interesa nadar, pero sé que si fuera necesario, nadaría diez millas en esos sesenta y cinco minutos. Nadaría veinte.


Se acerca el fin de la primavera en Jerusalén. Es una ciudad fría, más fría de lo que Sadrac esperaba, casi tanto como Ulan Bator, y más pequeña también, demasiado compacta por ser un lugar tan cargado de historia. Sadrac se aloja en el hotel International, un edificio viejo y desvencijado de mediados del siglo XX, extrañamente ubicado en la, cima del monte de los Olivos. Desde su balcón, Sadrac tiene una magnífica vista de la vieja ciudad rodeada de muros. El panorama lo estremece y despierta en él una sensación de temor reverente. Aquellas dos cúpulas grandes y brillantes —según el mapa la dorada es la Cúpula de la Roca, en el asiento del templo de Salomón, y la plateada es la mezquita de el-Aksar— y la formidable muralla almenada, y las antiguas torres de piedra, y la maraña de calles sinuosas, todo le habla de la resignación humana, de la marejada lenta y constante de la historia, del engrandecimiento y la caída de monarcas e imperios. La ciudad de Abraham e Isaac, de David y Salomón, la ciudad qué destruyó Nabucodonosor y reconstruyó Nehemías, la ciudad de los macabeos, de Herodes, la ciudad en que Jesús sufrió y murió y resucitó de entre los muertos, la andad donde Mahoma, en una visión, subió a los cielos, la ciudad de los Cruzados, la ciudad de leyenda, de fantasía, de peregrinos, de conquistas, de ola tras ola de acontecimientos, olas más altas y revueltas que aquellas de Troya, esa pequeña ciudad de bajos edificios de piedra aleonada que se elevan en el profundo valle frente a su balcón, le aseguran que después de la hora apocalíptica llega la resurrección y el resurgimiento, que ningún desastre es eterno. La disposición de animo que logró en compañía de Bhishma Das se prolongó durante todo el viaje, y aún persiste aquí en Jerusalén, una ciudad de luz, una ciudad de alegría verdadera. Sadrac recuerda a sus tías abuelas, Ellie y Hattie, que solían cantar himnos religiosos. al son de las palmas, canciones como…

Hay una estrella en mi camino,

la luz divina de la fe.

Ella señala mi destino:

llegar a ti, Jerusalén.

…y de pronto; vuelve atener seis o siete años, a ser un niño de pantalones azules ceñidos al cuerpo y camisa blanca almidonada. Está de pie entre aquellas dos tías, negras y colosales, vestidas de domingo, y los tres cantan, baten palmas, y Sadrac tararea o inventa las palabras cuando se olvida la letra, ah, sí, sí. ¡Jerusalén, Jerusalén, llévame a Jerusalén, Señor! La tierra prometida, allá lejos, hace tiempo, aquella ciudad de profetas y reyes, Jerusalén ciudad dorada, bendita de miel y de leche. Y aquí está Sadrac, a sus puertas, temblando a la expectativa.

Sadrac toma un taxi. Cuando entra a la ciudad propiamente dicha, atravesando la puerta de San Esteban en dirección a la Vía Dolorosa, el romance y la fantasía de hace un momento comienzan a evaporarse inesperadamente, y Sadrac se pregunta cómo pudo haberse mostrado tan jovial, hablándole a Das de un futuro próspero. Jerusalén es sin duda una ciudad pintoresca, sí —pero decir de una ciudad que es pintoresca es lo mismo que maldecirla—, con sus calles estrechas y empinadas y su antiquísima edificación maciza, sus bazares atestados de gente, colmados de cacharros y vasijas, pescados y frutas, pasteles y corderitos desollados, con sus fragancias de exóticas especies, sus ancianos de mirada penetrante adornados con distintivos beduinos. Pero un viento frío silba a través de las sucias callejuelas, y toda la gente de la ciudad, niños y mendigos, comerciantes y vendedores, mandaderos y albañiles, todos muestran una triste expresión de desesperanza, una mirada quebrantada y hueca, una mirada que no refleja resignación, sino que anticipa el desastre y la derrota: Ya se acercan los asirios, ya se acercan los romanos, ya se acercan los persas, ya se acercan los sarracenos, ya se acercan los turcos, ya se acerca la descomposición orgánica, y con ella la destrucción, y la ruina eterna.

Es imposible escaparse de las garras del siglo XXI, aun bajo o la protección de estas murallas medievales. Sadrac sube la cuesta hacia el Gólgota, y en el trayecto ve por todas partes los clásicos carteles de duelo donde se refleja el rostro joven y manso de Mangú, quien también estaba presente en Nairobi, desde luego, pero en aquella ciudad espaciosa y aireada, las imágenes parecían menos imponentes, disimuladas entre el colorido de las buganvillas y los jacarandaes. Aquí, las compactas murallas de piedras que se elevan sobre pasajes estrechos donde sólo tres personas caben a lo ancho, ofrecen llamativas figuras de Mangú, manchones amarillos imposibles de eludir, y al mirarlos, se siente como si la mano maléfica dé Genghis Mao pasara sobre la ciudad, imponiéndole un dolor que no siente por la muerte del joven virrey. Genghis Mao también está presente: sus característicos rasgos curtidos brillan en las principales bocacalles, en estandartes que flamean con la brisa. Para los nativos del lugar estas imágenes extrañas son, sin duda, tan naturales como lo fueron alguna vez los carteles o estandartes de Nabucodonosor, de Tolomeo de Tito; de Cosroes, de Saladino, de Solimán el Magnífico y de todos los demás intrusos pasajeros. Para Sadrac, en cambio, estos rostros mogoles doblan en su conciencia como un millar de campanas tristes que cuentan una a una las horas de su vida que se consumen poco a poco.

También Jerusalén sufre el azote de la descomposición orgánica, aunque aquí tal vez no se haga tan visible como en Nairobi, donde los individuos que ya estaban en la etapa terminal de la enfermedad tambaleaban por las grandes avenidas de la ciudad, zigzagueando por senderos vacíos que les pertenecían. La vieja Jerusalén es una ciudad demasiado comprimida donde no hay, senderos vacíos para los enfermos, peyó sin embargo las víctimas están: y se las ve temblando, empapadas en sudor, caminando a tientas por la Vía Dolorosa. De tanto en tanto, alguna se detiene, se desploma sobre el muro, y hunde los dedos entre las piedras en busca de sostén. Las Estaciones de la Cruz están indicadas en placas de mármol insertadas en la pared: aquí Jesús recibió la cruz, aquí cayó por primera vez, aquí encontró a su Madre, y ase. Y aquí, por la Vía Dolorosa, van los moribundos, cada uno, cargando su cruz. Como en Nairobi, clavan la mirada en Sadrac, pero no lo ven. Algunos le tienden la mano como implorándole su bendición. En esta ciudad los milagros no fueron una cosa poco común, y este extraño de piel carbón inspira dignidad y prestigio: ¿Quién sabe? Tal vez el nuevo Mesías esté en Jerusalén. Pero no, Sadrac no tiene ningún milagro que ofrecer, sino impotencia, la impotencia de un hombre muerto, tan muerto como los que están a su alrededor, a —pesar de que sigue caminando… como ellos.

Sadrac se siente demasiado conspicuo, demasiado alto, demasiado negro, demasiado ajenos demasiado sano. Los mendigos, la mayoría dé ellos niños, se agrupan a su alrededor cómo moscas de verano.

—Di-ne-ro —imploran—. ¡Di-ne-ro, di-ne-ro! —pero Sadrac no lleva monedas, usa una tarjeta de crédito del gobierno que cubre todos los gastos y, por lo tanto, no sabe cómo deshacerse de ellos. Sadrac levanta en el aire a un niño de unos cinco años, con la intención de subírselo a los hombros para divertirlo en lugar de la limosna, pero la expresión de terror que se refleja en los inmensos ojos del niño inspira tal lástima en Sadrac que lo baja, se arrodilla y trata de consolarlo. El temor del niño desaparece de inmediato.

—Di-ne-ro —repite. Sadrac se encoge de hombros, y el niño lo escupe y sale corriendo. Hay demasiados niños aquí, demasiados niños en todas partes, desatendidos, correteando en bandadas por las ciudades del mundo, huérfanos descarriados que conforman una generación salvaje. En las investigaciones demográficas de Donna Labile, Sadrac ha visto. que los peores impactos de la descomposición orgánica han afectado a los individuos que ahora tendrían entre veinticinco y cuarenta años, contemporáneos de Sadrac, que eran niños durante la época de la Guerra del Virus. Resistieron el ataque del virus hasta llegar a adultos, algunos de ellos llegaron a casarse y atener hijos, luego murieron, habiendo sembrado el mundo con pequeños salvajes. El CRP ha creado asilos para estos niños abandonados, pero no son mucho más atractivos que una cárcel y el sistema no resulta.

Esto es demasiado para Sadrac: los niños salvajes, los enfermos que se tambalean por las calles, la suciedad, la tremenda densidad de habitantes que se agolpa en esta diminuta ciudad amurallada. No hay manera de escapar a la agobiadora tristeza del lugar. No tendría que haber entrado ala ciudad, hubiera sido muchísimo mejor contemplar el panorama desde el balcón del hotel y pensar en románticas fantasías de Salomón y Saladino. Lo empujan, lo tocan, lo patean, lo codean; voces ásperas y toscas le hablan en idiomas que no entiende; lo aturden pidiéndole que venda su ropa, que compre joyas, ofreciéndole excursiones a los lugares religiosos. Sin la ayuda de guías, Sadrac se dirige a la iglesia del Santo Sepulcro, un edificio feo y sin gracia, pero no entra porque en la puerta principal de la iglesia acaba de estallar una batalla campal entre sacerdotes de distintas sectas que se tironean de las barbas y se destrozan las sotanas unos a otros. Sadrac se retira, camina unos pasos y descubre que detrás de la iglesia hay un bullicioso azar, mejor dicho ¡in mercado de "pulgas" donde están a la venta saldos y retazos de la era pasada: radios rotas, antiguos tubos de televisión, motores fuera de borda, una variedad de engranajes, ruedas y cámaras, afeitadoras eléctricas y bombas, giroscopios y aspiradoras, baterías y lasers, manómetros y grabadores, calculadoras y microscopios, fonógrafos y lavarropas, prismas y amplificadores, y todos los escombros del torrentoso siglo XX depositados en esta extraña orilla. Todos los objetos están rotos, aparentemente, o tienen algún desperfecto, pero todo el mundo compra. A Sadrac no se le puede ocurrir qué uso pueden llegar a tener estos fragmentos y restos en la región palestina. Acaba de ver algo que le gustaría incluir en su colección médica, un ultramicrótomo pequeño y brillante que antes se usaba para preparar las secciones de tejido para el microscopio electrónico, pero cuando muestra su tarjeta de crédito sin discutir el precio, el vendedor lo mira con indiferencia y enojo. El CRP decretó que las tarjetas del gobierno deben ser aceptadas como oferta formal de pago en todas partes, pero este anciano atabe, después de examinar la lustrosa planchuela de plástico sin mucho interés, se la devuelve a Sadrac y da media vuelta. A la entrada del mercado hay un policía que aparentemente ha estado observando la transacción frustrada. Sadrac podría recurrir a él y pedirle que le obligue al vendedor a aceptar la tarjeta, pero prefiere no hacerlo: tal vez surjan complicaciones imprevisibles, y aun peligros, y Sadrac no tiene ningún interés en llamar la atención en este lugar. Así pues, deja el micrótomo y se dirige hacia el distrito residencial, al Sur, donde las calles son más tranquilas.

Luego de caminar unos minutos llega a unos escalones que descienden a un gran espacio abierto, una plaza de guijarros, en el fondo de la cual se eleva un inmenso muro e gigantescas piedras desbastadas. Sadrac atraviesa la plaza en dirección al muro mientras estudia su mapa y trata de ubicarse. Recuerda haber doblado hacia la izquierda, luego otra vez a la izquierda por la Calle de la Cadena… tal vez esté en el barrio hebreo, y esté caminando en dirección a la Cúpula de la Roca y la mezquita el-Aksar, en cuyo caso…

—Debería cubrirse la cabeza en este lugar —le dice una voz serena a su izquierda—. Está en tierra santa.

Un hombre pequeño, compacto, de setenta años o más, de piel cobriza y ojos vivaces se le ha acercado. En la cabeza lleva un solideo negro y, en un gesto cortés pero insistente, saca otro del bolsillo y se lo entrega a Sadrac.

—¿Pero no es que toda esta ciudad es tierra santa? —pregunta Sadrac mientras toma el solideo.

—Sí, la ciudad entera es santa. Los árabes tienen su barrio, los coptos, los griegos ortodoxos, los armenios, los sirios cristianos, todos, pero éste es nuestro barrio. ¿No conoce el Muro? —es imposible dejar de advertir las mayúsculas en su voz.

—El muro —dice Sadrac, dirigiendo la mirada a los inmensos bloques de piedra y luego a su mapa—. Ah, desde luego. ¿Usted se refiere al Muro de las Lamentaciones? No me había dado cuenta…

—El muro Occidental lo llamábamos después de la reconquista de 1967, cuando ya no hubo más lamentaciones. Ahora se ha vuelto a llamar el Muro de las Lamentaciones, aunque yo no creo mucho en las lamentaciones, aun en tiempos como éstos —el hombrecito sonríe—. Cualquiera sea su nombre, para nosotros, los judíos, es lo santo de los santos. Lo último que queda del Templo —otra vez la mayúscula.

—¿El Templo de Salomón?

—No, ése no. Los babilonios destruyeron el Primer Templo hace dos mil setecientos años. Ésta es la muralla del Segundo Templo, el Templo de Herodes, derribado por las tropas romanas de Tito. El Muro es lo único que los romanos dejaron en pie. Lo veneramos porque para nosotros es un símbolo no sólo de persecución, sino también de resignación y supervivencia. ¿Es la primera vez que viene a Jerusalén?

—Sí.

—¿Norteamericano?

—Sí —responde Sadrac.

—Yo también, podría decirse. Mi padre me trajo aquí cuando tenía siete años, a un kibbutz en Galilea. Después de la proclamación del Estado de Israel en 1948. Luché en el Sinaí en 1967, en la Guerra de los Seis Días, y después de la victoria estuve aquí para rezar en el Muro. Desde entonces, viví siempre en Jerusalén. Y para mí el Muro sigue siendo el centro del mundo. Vengo aquí todos los días. Aunque ya no exista el Estado de Israel, aunque ya no existan más Estados, aunque mis sueños… —se detiene—. Perdóneme, hablo demasiado. ¿Le gustaría rezar en el Muro?

—Pero yo no soy judío —dice Sadrac.

—¿Qué importa? Venga conmigo. ¿Es cristiano?

—No precisamente.

—¿No profesa ninguna religión?

—Ninguna religión oficial. Pero me gustaría ir al Muro.

—Vamos, entonces —a pasos agigantadas, atraviesan la plaza el pequeño anciano y el apuesto joven. De pronto, el acompañante de Sadrac dice:

—Yo soy Mesach Yakov.

—¿Mesach?

—Sí, es un nombre de la Biblia, del Libro de Daniel. Mesach fue uno de los tres judíos que desafió a Nabucodonosor cuando el rey les ordenó…

—¡Lo sé! —interrumpe Sadrac riendo— ¡Lo sé! —Sadrac desborda de alegría. Es un momento delicioso—. No necesita contarme la historia. ¡Yo soy Sadrac!

—¿Perdón?

—Sadrac. Sadrac Mordecai. Ése es mi nombre.

—Su nombre —dice Mesach Yakov, también entre risas—. Sadrac. Sadrac Mordecai. Es un hermoso nombre. Podría ser un bello nombre israelí. ¿Con ese nombre no es judío?

—No, no tengo, sangre judía, pero supongo que si me convirtiera, no necesitaría cambiarme el nombre.

—No, no. Un hermoso nombre judío. ¡Shalom, Sadrac!

—¡Shalom, Mesach!

Los dos ríen juntos. Parece una función de variedades, piensa Sadrac. Aquel policía tan misterioso, ¿no será Abdenego? Al llegar frente al Muro, dejan de reírse. Los enormes bloques dañados por el tiempo parecen antiquísimos, tan antiguos como las Pirámides, tan antiguos como el Arca. Mesach Yakov cierra los ojos, se inclina hacia adelante y, a manera de saludo, toca el Muro con la frente. Luego lo mira a Sadrac.

—¿Cómo rezo? —pregunta Sadrac.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¡Rece como quiera! ¡Hable con el Señor! Dígale cosas. Pregúntele cosas. ¿Acaso tengo que enseñarle a un adulto cómo rezar? ¿Qué le puedo decir? Sólo esto: es mejor agradecer que pedir. Si puede. Si puede.

Sadrac afirma con la cabeza y se inclina frente al Muro. Tiene la mente vacía. Tiene el alma vacía. Lo mira a Mesach Yakov. El israelí se mece suavemente hacia adelante y hacia atrás con los ojos cerrados, murmurando en hebreo, según supone Sadrac. Los labios de Sadrac, en cambio, permanecen inmóviles: no puede pensar en plegarias, sino en los niños descarriados, en la descomposición orgánica, en esos rostros huecos y desesperanzados de la Vía Dolorosa, en los carteles de Mangú y de Genghis Mao. Este viaje ha sido un fracaso. No ha aprendido nada. No ha logrado nada. Podría volverse mañana mismo a Ulan Bator y enfrentar lo que tarde o temprano tendrá que enfrentar, pero apenas termina de elaborar estos pensamientos, los rechaza. ¿Qué ocurrió con aquel súbito torrente de o tomismo mientras bebía té en compañía de Bhishma Das? ¿qué ocurrió con aquel momento de alegría, de cálida identificación que experimentó al oír por primera vez el nombre de Mesach Yakov? ¿Acaso no ha asimilado nada de la fuerza de estos dos ancianos, del hindú y del judío, de estos dos hombres de alma tan vigorosa, que soportan el peso de la catástrofe mundial con tanta paciencia y constancia?

Permanece de pie frente al Muro un largo rato, escuchando el silencio que en su cuerpo crea la ausencia de las señales de Genghis Mao, y decide que aún no es momento de regresar a Ulan Bator. Seguirá su camino. Completará el itinerario que había planeado.

Respira hondo y, de manera tal que Mesach Yakov lo escuche, dice:

—Gracias, Señor, por haber hecho este mundo y por haberme dejado vivir en él hasta hoy. —Es mejor agradecer que pedir. Sin embargo no está prohibido pedir—. Y déjame vivir en él un poco más, Señor —pide Sadrac para sus adentros—. Y enséñame cómo puedo ayudar para que el mundo sea lo que tu querías que fuera —esta plegaria le parece tonta, cursi, ingenua. Sin embargo, no es una plegaria despreciable, no es despreciable. Si tuviera la oportunidad de volver a vivir este momento, no la cambiaría, pero tampoco estaría dispuesto a confesarle a nadie lo que ha rezado.

Una vez concluidas las plegarias, Mesach Yakov lo invita a Sadrac a cenar, y Sadrac, que finalmente lamentó haber rechazado la invitación de Bhishma Das, acepta. Yakov vive en la parte moderna de Jerusalén, al Oeste de la ciudad vieja, pasando el edificio del parlamento y la universidad, en la cima de una altísima colina descampada. La casa de departamentos, una de las veinte y tantas que conforman todo un complejo construido, como toda la parte nueva de Jerusalén, a fines del siglo XXI, conserva un aspecto lustroso y cristalino, aunque no deja de mostrar señales de deterioro: ventanas sucias e incluso rotas, puertas desvencijadas, balcones manchados de herrumbre, ascensores que crujen y rechinan. Ya casi no vive nadie aquí, le explica Yakov. A medida que la población disminuye los servicios empeoran, la gente se aleja de estos suburbios, que antes eran los lugares preferidos, para vivir más cerca del centro de la ciudad, pero él ha vivido aquí durante cuarenta años, dice con orgullo, y piensa vivir otros cuarenta, hasta el fin de sus días.

El departamento de Yakov es pequeño. Está muy bien mantenido y decorado con unos pocos muebles antiguos de muy buen gusto.

—Mi hermana Rebeca —dice—. Mis nietos, Joseph y Leah —Yakóv les presenta a Sadrac, y cuando oyen su nombre festejan la coincidencia con alegres carcajadas, la estrecha asociación bíblica. La hermana tiene unos setenta años, Joseph dieciocho aproximadamente, Leah doce o trece. En la pared hay retratos de marcos negros: la esposa de Yakov, supone Sadrac, y tres niños mayorcitos, todos víctimas de la descomposición orgánica probablemente. Yakov no dice nada, Sadrac no pregunta.

—¿Usted es judío? —pregunta Leah.

Sadrac sonríe y niega con la cabeza.

—Hay judíos negros —dice la niña—. Yo lo sé. Incluso hay judíos chinos.

—Genghis Mao es judío —dice Joseph, y echa a reír con ganas. Pero se ríe solo. Yakov lo mira severo; la hermana de Yakov está escandalizada, Leah incómoda. Aun Sadrac se siente aturdido por la súbita intrusión de ese extraño nombre en este hogar tan controlado y sereno.

—No hables tonterías —le dice Yakov a su nieto en tono enérgico.

—No quise decir nada malo —protesta Joseph.

—Cierra la boca entonces —dice Yakov enojado, y luego, dirigiéndose a Sadrac dice—: En esta casa no somos grandes admiradores del presidente, pero preferiría no tocar esos temas. Me disculpó por la pavada que dijo mi nieto.

—No es nada —dice Sadrac.

—¿Por qué tiene un nombre judío? —pregunta Leah.

—Entre mi gente era costumbre tomar nombres de la Biblia —responde Sadrac— Mi padre era pastor, él lo sugirió. Tengo un tío llamado Absalon. Tenía. Y primos llamados Salomón y Saúl.

—Pero su apellido —insiste la niña—. Eso es lo que quiero decir. Es judío también. Una vez hubo un famoso rabino llamado Mordecai en Alemania, hace mucho tiempo. Me lo dijeron en la escuela. ¿Quiere decir que los negros tomaban también los apellidos de la Biblia?

—No, los apellidos nos los dieron nuestros dueños. Tal vez mi familia haya tenido un dueño que se llamaba Mordecai.

—¿Dueño?

—Cuando eran esclavos —murmura Joseph en tono áspero.

—¿Ustedes también fueron esclavos? —pregunta la niña—. No lo sabía. Nosotros fuimos esclavos en Egipto, sabe. Hace miles de años.

Sadrac sonríe.

—Nosotros fuimos esclavos en América y no hace tantos años.

—¿Y tenían un dueño judío? No puedo creer que un judío tuviera esclavos. ¡Nunca!

Sadrac trata de explicar que ese dueño llamado Mordecai, si es que alguna vez existo, no tiene por qué haber sido judío, o que pudo muy bien haberlo sido, ya que ni aun los judíos dejaban de tener esclavos en la época de la colonia. Es evidente que Mesach Yakov no se siente del todo cómodo con esta conversación, porque de pronto interrumpe el diálogo para preguntarle a su hermana cuánto falta para la cena. Cambia de tema tan abruptamente que los niños quedan con las palabras cortadas a flor de labios.

—Faltan quince minutos —responde la hermana, que se dirige e a la cocina.

Como obedeciendo a una tácita advertencia de dejar al huésped en paz, Joseph y Leah se retiran a un sota y se ponen a conversar; da una manera albo rígida y extraña, de cosas de la escuela: Joseph está enojado, porque el día del funeral de Mangú se ha declarado feriado mundial, lo cual lo privará de ir a una excursión al Mar Muerto. Leah hace referencia a un comentario hecho por el presidente del CRP de Jerusalén sobre la importancia de rendir homenaje al difunto virrey. Al oír esto, Rebeca da un gritito burlón y hace una brusca acotación acerca de la inteligencia y la cordura de ese funcionario de gobierno, y pronto todo se degenera en una ruidosa e incomprensible discusión sobre cuestiones políticas locales, que une a los cuatro Yakovs en un combate feroz y bilingüe. AL principio, Mesach trata de explicarle a Sadrac algo acerca del elenco de personajes y ubicarlo en tema, pero a medida que la disputa continua, se enreda tanto en ella que no puede seguir con sus comentarios aclaratorios. Sadrac, desconcertado y entretenido al mismo tiempo, mira cómo discuten estas personas tan expresivas y enérgicas hasta que la llegada de la cena indica el fin del debate. No tiene idea de cuál era el tema de discusión —cree que hablaban del reemplazo de un árabe cristiano por un musulmán en el concejo local, pero le alegra ver este despliegue de energía y de convicciones tan determinantes. En Ulan Bator, tan vigilada y controlada, nunca ha presenciado semejante oposición de opiniones. Pero tal vez la vigilancia no tenga nada que ver, tal vez sea sólo por que ha mudo tanto tiempo fuera del marco familiar que se ha olvidado cómo es una verdadera conversación.

A Sadrac le preocupa la cena: ¿tendrá que usar el solideo para comer? ¿Hay alguna otra costumbre que él no conoce? Pero, afortunadamente, no surge ningún problema. Ni Mesach ni su nieto se cubren la cabeza con el solideo; nadie reza antes de empezar a comer, sólo Mesach y su hermana hacen un momento de silencio; la comida es abundante y suculenta, y Sadrac no observa ningún tipo de costumbre dietética en la mesa de los Yakov. Una vez terminada la cena, Joseph y Leah se retiran a sus habitaciones a estudiar, y Sadrac, abrigado por las bondades de un vino tinto israelí y un brandy fuerte, queda en compañía del viejo Yakov, estudiando mapas de los alrededores, porque durante la cena se han puesto de acuerdo en hacer una excursión mañana a la mañana. Visitarán la ciudad vieja, desde luego, las torres e iglesias y mercado, la supuesta tumba de Absalón en el valle del Cedrón y la tumba de David en el. Monte Sión, y el museo arqueológico el museo nacional y…

—Un momento —dice Sadrac— ¿Todo esto en un día?

—Dos días, entonces —dice Mesach.

—Aun así, ¿cree usted que podremos ver tanto en tan poco tiempo?

—¿Por qué no? Usted es un hombre saludable. Creo que puede seguir mi ritmo —el anciano estalla en carcajadas.

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