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El chiquillo estaba asustado. Con suavidad, Serpiente le tocó la ardorosa frente. Tras ella, recelosos, temerosos de mostrar su preocupación con más algo que estrechas arrugas en torno a los ojos, observaban tres adultos. Temían tanto a Serpiente como a la muerte de su único hijo. En la oscuridad de la tienda, el extraño brillo azul de la lámpara no infundía ninguna seguridad.

El chiquillo miraba con ojos tan oscuros que las pupilas resultaban invisibles, tan apagados que la propia Serpiente temió por su vida. Le acarició el pelo. Era largo y muy claro, seco e irregular cerca del cuero cabelludo; un color sorprendente, ya que su piel era oscura. Si Serpiente hubiera estado con esta gente unos cuantos meses antes, habría sabido que el chiquillo estaba enfermando.

—Alcanzadme mi zurrón, por favor —dijo Serpiente.

Los padres del niño se sorprendieron por el tono bajo de su voz. Tal vez habían esperado el graznido de un cuervo, o el siseo de un brillante reptil. Esta era la primera vez que Serpiente hablaba en su presencia. Cuando los tres habían venido a mirarla desde la distancia y le hicieron preguntas en voz baja sobre su ocupación y su juventud, ella sólo había observado en silencio, había escuchado y, cuando por fin accedió a ayudarles, asintió. Tal vez habían pensado que era muda.

El hombre más joven, que tenía el pelo rubio, recogió la bolsa de cuero. La mantuvo apartada de su cuerpo y se la tendió mientras respiraba agitadamente, con la nariz encogida ante el tenue olor de almizcle que flotaba en el seco aire del desierto. Serpiente estaba casi acostumbrada a las muestras de intranquilidad, como las que se adivinaban en la actitud de esta gente; las había visto ya a menudo.

Cuando Serpiente extendió la mano, el joven dio un respingo y soltó el maletín. Serpiente se abalanzó y cuando lo hubo cogido, lo depositó con cuidado en el suelo alfombrado y le miró con reproche. Sus compañeros se adelantaron y le acariciaron para aliviar su temor.

—Lo mordieron una vez —dijo la mujer, morena y hermosa—. Casi murió.

Su tono no era de disculpa, sino de justificación.

—Lo siento —dijo el muchacho—. Es…

Hizo un gesto hacia ella. Estaba temblando, pero intentaba controlarse visiblemente. Serpiente miró su propio hombro, donde había advertido inconscientemente un tenue peso y en movimiento. Una serpiente diminuta, fina como el dedo de un bebé, se deslizaba por su cuello mostrando la estrecha cabeza bajo sus cortos rizos negros. Sondeó el aire con su lengua trífida, de modo placentero, para probar el sabor de los olores.

—Sólo es Silencio —dijo Serpiente—. No puede hacerte daño.

De tener mayor tamaño, el animal habría podido infundir temor: su color era verde pálido, pero las escamas alrededor de su boca eran rojas, como si acabara de comer como hace un mamífero, despedazando. De hecho, era mucho más limpia.

El chiquillo lloriqueó, pero se contuvo de inmediato; tal vez pensó que Serpiente se ofendería también si lloraba. Serpiente sólo sentía pena de que su familia se negara un medio tan sencillo de calmar el miedo. Dio la espalda a los tres adultos, lamentando el terror que sentían hacia ella, pero sin ganas de perder más tiempo tratando de convencerles para que confiaran en ella.

—No pasa nada —le dijo al pequeño—. Silencio es mansa, seca y blanda. Si la dejo de centinela ante tu cama, ni siquiera la muerte podría alcanzar tu lecho.

Silencio se arrastró por su mano estrecha y sucia, y Serpiente la extendió hacia el niño.

—Con cuidado.

El niño extendió la mano y tocó las suaves escamas con la yema de un dedo. Serpiente pudo sentir el esfuerzo que implicaba un movimiento tan simple, aunque el chiquillo casi sonreía.

—¿Cómo te llamas?

El niño miró rápidamente a sus padres, y por fin éstos asintieron.

—Stavin —susurró. No tenía fuerzas ni aliento para hablar.

—Yo soy Serpiente, Stavin. Dentro de poco, por la mañana, tendré que hacerte daño. Puede que sientas un dolor rápido, y el cuerpo te dolerá durante varios días, pero después te sentirás mejor.

El niño la miró solemnemente. Serpiente vio que, aunque comprendía y temía lo que podía hacerle, tenía menos miedo que si le hubiera mentido. El dolor tenía que haber aumentado a medida que su enfermedad se hacía más aparente, pero, al parecer, los otros sólo le habían consolado en espera de que la enfermedad desapareciera o le matara rápidamente.

Serpiente colocó a Silencio sobre la almohada del niño y acercó su zurrón. Los adultos podían seguir temiéndola; no tenían tiempo ni motivos para confiar en ella. La mujer de la unión era tan mayor que ya no podría tener otro hijo a menos que buscaran otra nueva compañera, y Serpiente notaba por sus ojos, por su ternura encubierta, por su preocupación, que los tres amaban mucho al niño. Debía ser así para llamar a Serpiente en esta región.

Susurro salió deslizándose perezosamente del zurrón; movió la lengua, oliendo, probando, detectando el calor de los cuerpos.

—¿Es ésa…?

La voz del compañero más viejo era baja y sabia, pero aterrada, y Susurro sintió su miedo. Se echó hacia atrás en posición de ataque e hizo sonar débilmente su cascabel. Serpiente golpeó el suelo con la mano para que las vibraciones distrajeran al ofidio, y luego acercó la mano y extendió el brazo. El crótalo se relajó y se enroscó en su muñeca hasta formar brazaletes negros y canela.

—No —dijo—. Vuestro hijo está demasiado débil para que Susurro pueda ayudarle. Sé que es difícil, pero, por favor, intentad guardar la calma. Es algo terrible para vosotros, pero es todo lo que puedo hacer.

Tuvo que azuzar a Sombra para hacerla salir. Golpeó la bolsa y finalmente la sacudió dos veces. Serpiente sintió la vibración de las escamas al deslizarse y, de repente, la cobra albina se arrastró sobre la tienda. Se movía rápidamente; sin embargo, parecía no tener fin. Se irguió y se echó hacia atrás. Emitió un siseo. Su cabeza se alzó más de un metro sobre el suelo y ensanchó las escamas de su cuello. Tras el animal, los adultos jadearon, como asaltados físicamente por la contemplación del espectacular dibujo color canela de la espalda de Sombra. Serpiente los ignoró y le habló a la gran cobra para centrar su atención mediante las palabras.

—Furiosa criatura, tiéndete. Es hora de que te ganes lacena. Habla a este niño y tócalo. Se llama Stavin.

Lentamente, Sombra relajó su erección y dejó que Serpiente la tocara. Serpiente la agarró con fuerza por detrás de la cabeza y la sostuvo para que mirara a Stavin. Los ojos plateados de la cobra reflejaron el tono azulino de la lámpara.

—Stavin —dijo Serpiente—, Sombra sólo va a conocerte. Te prometo que esta vez te tocará con suavidad.

Stavin se estremeció cuando Sombra le tocó el pecho. Serpiente no soltó la cabeza del reptil, pero dejó que su cuerpo se deslizara sobre el del niño. La longitud de la cobra era cuatro veces mayor que la altura del chiquillo. Se retorció en rígidas curvas blancas a lo largo de su hinchado abdomen y se estiró para acercar la cabeza hacia la cara del niño mientras se tensaba contra las manos de Serpiente. Sombra observó la asustada mirada de Stavin con sus ojos sin párpados. Serpiente la dejó acercarse un poco más.

De repente, Sombra sacó la lengua para probar al niño.

El hombre más joven emitió un débil sonido, entrecortado y asustado. Stavin dio un respingo, y Sombra se echó hacia atrás, abrió la boca y mostró los colmillos al mismo tiempo que lanzaba audiblemente su aliento a través de la garganta. Serpiente se sentó sobre sus talones y exhaló su propio aliento. A veces, en otros lugares, los parientes eran capaces de permanecer quietos mientras ella trabajaba.

—Tenéis que marcharos —dijo amablemente—. Es peligroso asustar a Sombra.

Yo no…

Lo siento. Debéis esperar fuera.

Tal vez el compañero más joven e incluso la madre de Stavin habrían puesto objeciones y formulado algunas preguntas, pero el hombre del pelo blanco les hizo darse la vuelta, los cogió de la mano y se los llevó al exterior.

Necesito un animal pequeño —dijo Serpiente mientras alzaba la puerta de la tienda—. Debe tener pelo, y estar vivo.

Encontraremos uno —contestó el hombre, y los tres padres salieron a la noche. Serpiente pudo oír sus pasos sobre la arena.

Apoyó a Sombra en su regazo y la calmó. La cobra se enroscó en su cintura, absorbiendo su calor. El hambre la ponía aún más nerviosa que de costumbre, y al igual que Serpiente, ahora estaba hambrienta. Al atravesar el desierto de arena negra habían encontrado suficiente agua, pero las trampas de Serpiente no tuvieron éxito. Era verano, el clima era caluroso y muchas de las presas peludas que Susurro y Sombra preferían estaban aletargadas. Ya que las había traído al desierto, lejos de casa, Serpiente también había empezado a ayunar.

Vio con pesar que Stavin estaba ahora más asustado.

—Siento haber enviado fuera a tus padres —dijo—. Pronto podrán volver.

Los ojos del niño centellearon, pero contuvo las lágrimas.

Me dijeron que te obedeciera en todo.

Me gustaría que lloraras, si es que puedes —dijo Serpiente—. No es una cosa tan horrible.

Pero Stavin pareció no comprender, y Serpiente no insistió. Sabía que su pueblo tenía que aprender a resistir la vida en una tierra difícil negándose la pena, y se permitían pocas alegrías, pero sobrevivían.

Sombra se había calmado. Serpiente la desenrolló de su cintura y la puso en el jergón junto a Stavin. Mientras la cobra se movía, Serpiente le guiaba la cabeza, sintiendo la tensión de sus músculos de ataque.

—Te tocará con la lengua —le explicó a Stavin—. Puede que te haga cosquillas, pero no sentirás dolor. Huele con la lengua, igual que tú con la nariz.

—¿Con la lengua?

Serpiente asintió, sonriendo. De repente, Sombra sacó la lengua para acariciar la mejilla del niño. Stavin no se acobardó, sino que prestó atención: el deleite infantil por el conocimiento superaba brevemente su inquietud. Se quedó completamente inmóvil mientras la larga lengua del reptil rozaba sus mejillas, sus ojos, su boca.

—Está oliendo la enfermedad —dijo Serpiente. Sombra dejó de revolverse en su presa y echó hacia atrás la cabeza. Serpiente se sentó sobre sus talones y soltó a la cobra, que subió en espiral por su brazo y se tendió sobre sus hombros.

—Duerme, Stavin —dijo Serpiente—. Trata de confiar en mí, y procura no tener miedo a la mañana.

Stavin la miró durante unos instantes escudriñando la verdad en los ojos claros de Serpiente.

—¿Silencio vigilará?

Serpiente se sorprendió por la pregunta, o más bien por la aceptación que había tras ella. Apartó el pelo de la frente del niño y le dirigió una sonrisa con la que ocultó las lágrimas.

—Claro —recogió a Silencio—. Vigila a este niño, y protégelo.

La serpiente del sueño yacía tranquila en su mano, y sus ojos resplandecían con un brillo negro. Serpiente la colocó suavemente en la almohada de Stavin.

—Ahora duerme.

Stavin cerró los ojos y la vida pareció abandonarle. La alteración fue tan grande que Serpiente extendió la mano para tocarlo, pero entonces comprobó que respiraba con suavidad, no demasiado profundamente. Le envolvió en la manta y se levantó. El brusco cambio de posición la mareó; se tambaleó y luchó por recuperarse. En torno a sus hombros, Sombra se tensó.

Serpiente notaba que le picaban los ojos y su visión era más aguda que de costumbre, febril y clara. El sonido que creía escuchar se abatía sobre ella. Resistió el aguijonazo del hambre y el cansancio y se agachó muy despacio para recoger el zurrón de cuero. Sombra le tocó la mejilla con la punta de la lengua.

Apartó a un lado la cortina de la tienda y sintió alivio al ver que aún era de noche. Podía soportar el calor del día, pero el ardiente brillo del sol era más fuerte que ella. Debía de haber luna llena, pero las nubes lo oscurecían todo, difundían la luz de tal forma que el cielo aparecía uniformemente gris de un lado al otro del horizonte. Más allá de las tiendas, grupos de sombras sin forma definida se proyectaban desde el suelo. Aquí, cerca del límite del desierto, había agua suficiente y por eso crecían matojos y arbustos que proporcionaban refugio y sustento a todo tipo de criaturas. La arena negra, que centelleaba y cegaba al sol, de noche era como una capa de blando hollín. Serpiente salió de la tienda, y la ilusión de blandura desapareció; sus botas se deslizaron y crujieron sobre los afilados y duros granos.

Los familiares de Stavin aguardaban sentados en grupo entre las tiendas oscuras que se amontonaban en una zona de arena de la cual habían arrancado y quemado los arbustos. Los tres la miraron en silencio y la interrogaron con los ojos, sin mostrar expresión alguna en sus rostros. Una mujer algo más joven que la madre de Stavin estaba con ellos. Iba vestida como los otros, con los largos ropajes típicos del desierto, pero llevaba el único adorno que Serpiente había visto en esta gente: un collar de líder que colgaba de su cuello en una tira de cuero. El parentesco que guardaba con el padre mayor de Stavin quedaba claro por su parecido: las líneas de la cara muy marcadas, pómulos altos; el cabello del hombre era blanco y el de ella canoso prematuro después de haber sido negro intenso; sus ojos de color castaño oscuro, apropiados para sobrevivir al sol. En el suelo, junto a sus pies, un animalillo negro se revolvía esporádicamente contra una red, y de vez en cuando emitía un agudo chillido.

—Stavin duerme —dijo Serpiente—. No le molestéis, pero acudid a verlo si se despierta.

La madre de Stavin y el padre más joven se levantaron y entraron en la tienda, pero el hombre de más edad se detuvo ante ella.

—¿Puedes ayudarle?

—Eso espero. El tumor está en fase avanzada, pero parece sólido. —Notaba que su voz era distante, ligeramente falsa, como si estuviera mintiendo—. Sombra estará lista por la mañana.

Seguía sintiendo la necesidad de dar seguridad al hombre, pero no se le ocurría nada.

—Mi hermana quería hablar contigo —dijo él, y las dejó solas, sin presentarlas, sin enorgullerse del parentesco que lo vinculaba a la jefe del grupo.

Serpiente volvió la cabeza, pero la tela de la tienda se cerró. Cada vez se sentía más agotada, por primera vez acusaba el peso de Sombra sobre sus hombros.

—¿Te encuentras bien?

Serpiente se volvió. La mujer avanzó hacia ella con una elegancia natural algo entorpecida por el avanzado estado de su embarazo. Serpiente tuvo que alzar los ojos para hacer frente a su intensa mirada. La mujer tenía pequeños surcos en las comisuras, como si a veces riera en secreto. Sonrió, aunque con preocupación.

—Pareces muy cansada. ¿Pido que te preparen una cama?

—Ahora no —respondió Serpiente—, todavía no. No dormiré hasta más tarde.

La líder escrutó su cara, y Serpiente sintió que era su igual por la responsabilidad que ambas compartían.

—Creo que te comprendo. ¿Hay algo que podamos ofrecerte? ¿Necesitas que te ayudemos con tus preparativos?

Serpiente se encontró considerando las preguntas como si fueran problemas complejos. Las resolvió en su mente cansada, las examinó, las diseccionó y finalmente captó sus significados.

—Mi pony necesita comida y agua…:

—Ya se están encargando de él.

—Y yo necesito que alguien me ayude con Sombra. Alguien fuerte. Pero lo más importante es que no sienta miedo.

La mujer asintió.

—Yo te ayudaría con gusto —dijo, y sonrió otra vez levemente—, pero últimamente estoy un poco torpe. Buscaré a alguien.

—Gracias.

Adoptando de nuevo una expresión seria, la mujer inclinó la cabeza y avanzó con lentitud hacia un grupito de tiendas. Serpiente la observó marcharse, admirando su porte. Se sintió pequeña, joven e insignificante en comparación con ella.

Susurro empezó a deslizarse en círculos en su muñeca, con el cuerpo tenso, presto para la caza. Serpiente la cogió antes de que cayera al suelo. Susurro alzó la mitad superior de su cuerpo en las manos de Serpiente. Sacó la lengua y miró hacia el animalillo para sentir el calor de su cuerpo y saborear su miedo.

—Sé que tienes hambre —dijo Serpiente—, pero esa criatura no es para ti.

Metió a Susurro en el zurrón, se quitó a Sombra de los hombros y dejó que la cobra se enroscara en su oscuro compartimento.

El animalillo chilló y volvió a debatirse cuando la sombra difusa de Serpiente se dibujó sobre él. La mujer se inclinó y lo recogió. La rápida serie de gritos aterrorizados amainó y cesó finalmente cuando Serpiente lo acarició. Se quedó quieto, respirando con dificultad, agotado, mirándola con sus ojitos amarillos. Tenía unas largas patas traseras y orejas amplias y puntiagudas, su nariz se retorcía ante el olor del ofidio. Su pelaje negro y suave estaba marcado con cuadros irregulares causados por la presión de las cuerdas de la red.

—Lamento quitarte la vida —le dijo Serpiente—, pero no sentirás más temor, y no te haré daño.

Cerró la mano suavemente en torno al animal y, acariciándolo, cogió su espinazo en la base del cráneo. Efectuó un único y rápido movimiento. La criatura pareció revolverse un instante, pero ya estaba muerta. Las patas se apretaron contra el cuerpo en una última convulsión y sus dedos se doblaron y temblaron. Todavía parecía mirar a Serpiente, que lo sacó de la red.

Serpiente eligió un frasquito de la bolsa de su cinturón, forzó las apretadas mandíbulas del animal y dejó caer una sola gota del turbio preparado en su boca. Abrió rápidamente el zurrón y llamó a Sombra. La cobra salió con lentitud, resbalando por el borde y sin desplegar los músculos del cuello. Se deslizó por la arena, sus escamas lechosas recibieron la tenue luz. Olisqueó al animal, fluyó hacia él, lo tocó con la lengua. Durante un instante, Serpiente temió que rechazara la carne ya muerta, pero el cuerpo seguía caliente y todavía se retorcía. Y Sombra tenía mucha hambre.

—Un bocado para ti —le dijo Serpiente a la cobra: un hábito provocado por la soledad—. Para que abras el apetito.

Sombra olisqueó a la bestia, se inclinó hacia atrás y atacó, hundiendo sus cortos colmillos en el cuerpecito. Mordió otra vez, vertiendo su reserva de veneno. Soltó al animal, lo cogió mejor y puso en funcionamiento las mandíbulas. Apenas tuvo que distender la garganta. Cuando algo después se quedó inmóvil mientras digería la frugal comida, Serpiente se sentó a su lado y la sostuvo, sólo debía esperar.

Escuchó pasos sobre la gruesa arena.

—Me han enviado para que te ayude.

Era un hombre joven, a pesar de una franja blanca en su cabello negro. Era más alto que Serpiente, y tenía cierto atractivo. Sus ojos eran oscuros y los rasgos de su cara quedaban más endurecidos porque tenía el pelo recogido en la nuca. Su cara se mostraba inexpresiva.

—¿Tienes miedo? —preguntó Serpiente.

—Haré lo que me digas.

Aunque su figura quedaba embozada por las ropas, sus manos largas y finas revelaban fuerza.

—Entonces sostén su cuerpo, y no dejes que te sorprenda. Sombra empezaba a retorcerse por acción de las drogas que Serpiente había inoculado al animalillo. Los ojos de la cobra miraban fijamente, sin ver.

—Si muerde…

—¡Sostenía, rápido!

El joven extendió el brazo, pero dudó, demasiado tiempo. Sombra se contorsionó, y le golpeó la cara con un coletazo. El retrocedió, tan sorprendido como herido. Serpiente agarró con fuerza a Sombra por detrás de las mandíbulas, y pugnó por apresar también el resto de su cuerpo. Sombra no era una constrictora, pero sí era resbaladiza, fuerte y rápida. El reptil emitió un largo siseo al tiempo que se revolvía. Estaba dispuesta a morder cualquier cosa que se pusiera a su alcance. Mientras luchaba con ella, Serpiente logró apretar las glándulas de veneno y sacarle las últimas gotas, que vacilaron en sus colmillos durante un instante, brillando como joyas bajo la luz. La fuerza de las convulsiones de la cobra las arrojó a la oscuridad. Serpiente peleó con la cobra, ayudada esta vez por la arena, en la que Sombra no podía apoyarse. Notó que el joven estaba a sus espaldas agarrando el cuerpo y la cola de Sombra. El ataque cesó bruscamente, y la cobra se quedó flácida entre sus manos.

—Lo siento…

—Cógela —dijo Serpiente—. Tenemos la noche por delante.

Durante la segunda convulsión de Sombra, el joven la asió con fuerza y resultó una ayuda útil. Después, Serpiente contestó su pregunta interrumpida.

—Si estuviera produciendo veneno y te mordiera, probablemente morirías. Su mordedura te pondría enfermo incluso ahora. Pero, a menos que hagas alguna tontería, si logra morder a alguien, será a mí.

—Servirías de poco a mi primo si estuvieras muerta o agonizante.

—No me comprendes. Sombra no puede matarme. Serpiente extendió la mano para que viera las cicatrices blancas producidas por los coletazos y las mordeduras. El joven las observó, y miró a los ojos a Serpiente largo rato. Luego, apartó la mirada.

La mancha brillante en las nubes, desde donde irradiaba la luz, se movió hacia el oeste en el cielo. Los dos sostenían a la cobra como si fuera un niño. Serpiente estaba casi adormilada, pero Sombra movió la cabeza en un torpe intento de evadir sus ataduras, y despertó bruscamente.

—No debo dormir —le dijo al muchacho—. Habíame. ¿Cómo te llamas?

Igual que Stavin, el joven vaciló. Parecía temerla, a ella o a alguna otra cosa.

—Mi pueblo cree que no es prudente decir nuestros nombres a los extraños.

—Si me consideráis una bruja, no deberíais de haber pedido mi ayuda. No sé nada de magia, ni afirmo poseer ningún poder sobrenatural.

—No es una superstición. No es lo que piensas. No tenemos miedo a que nos embrujen.

—No puedo aprender todas las costumbres de la gente de esta tierra, tengo las mías propias. Mi costumbre es dirigirme por su nombre a las personas con quienes trabajo.

Serpiente lo observó, tratando de descifrar su expresión en la penumbra.

—Nuestros familiares conocen nuestros nombres, y los intercambiamos con nuestros compañeros.

Serpiente consideró aquella costumbre, y pensó que encajaba poco con ella.

—¿Con nadie más? ¿Nunca?

—Bueno… un amigo podría conocer el nombre de uno.

—Ah. Ya veo. Sigo siendo una extraña, y quizás una enemiga.

—Un amigo sabría mi nombre —repitió el joven—. No quiero ofenderte, pero ahora eres tú quien no comprende. Un conocido no es un amigo. Valoramos altamente la amistad.

—En esta tierra se tendría que saber rápidamente si una persona es digna de ser llamada amiga.

—Raramente hacemos amigos. La amistad es un gran compromiso.

—Parece como si la temierais.

El joven consideró aquella posibilidad.

—Tal vez tememos a la traición de la amistad. Eso es algo muy doloroso.

—¿Alguna vez te ha traicionado alguien?

Él la miró bruscamente, como si hubiera transgredido los límites de la corrección.

—No —dijo, y su voz adquirió un matiz tan duro como su rostro—. No tengo amigos. No hay nadie a quien pueda llamar amigo.

Su reacción asombró a Serpiente.

—Eso es muy triste —dijo, y guardó silencio; intentaba comprender las profundas tensiones capaces de cerrar a la gente sobre sí misma hasta ese punto, comparando su soledad forzosa con la soledad voluntaria de ellos.

—Llámame Serpiente —dijo por fin—, si es que te atreves a pronunciarlo. Decir mi nombre no te ata a nada.

El joven pareció a punto de decir algo; quizá volvía a pensar que la había ofendido, tal vez sentía que debía seguir defendiendo sus costumbres. Pero Sombra comenzó a retorcerse entre sus manos y tuvieron que agarrarla para evitar que causara ningún daño. La cobra era delgada para su longitud, pero era poderosa, y las convulsiones que sufría ahora eran más fuertes que las anteriores. Se retorció bajo la presa de Serpiente y casi logró soltarse. Intentó extender los músculos del cuello, pero la mujer la agarró con fuerza. Abrió la boca y silbó, pero no goteó veneno de sus fauces.

Enrolló la cola alrededor de la cintura del joven. Este empezó a tirar de ella y a girar, para zafarse de sus espirales.

—No es una constrictora —dijo Serpiente—. No te hará daño. Deja que…

Pero era demasiado tarde. Sombra se relajó súbitamente y el joven perdió el equilibrio. La cobra se soltó de un latigazo y reptó por la arena. Serpiente luchó sola con ella mientras el joven intentaba cogerla, pero el animal se enroscó en ella misma y usó la tenaza como palanca. Empezó a soltarse de sus manos. Serpiente se tiró a la arena. Sombra se alzó por encima de ella, con la boca abierta, furiosa y siseante. El joven saltó sobre el animal y lo agarró por detrás del cuello. Sombra lo atacó, pero Serpiente, de alguna manera, la contuvo. Los dos juntos privaron la reptil de su apoyo y volvieron a controlarlo. Serpiente se levantó con esfuerzo, pero Sombra se tranquilizó de repente y se quedó casi rígida entre ellos. Los dos sudaban. El joven estaba pálido, a pesar de su bronceado, e incluso Serpiente temblaba.

—Tenemos un rato para descansar —dijo Serpiente. Miró al muchacho y vio una oscura línea en su mejilla, en el lugar donde lo había golpeado la cola de la cobra. Extendió una mano y lo tocó.

Tendrás una magulladura —dijo—. Pero no quedará cicatriz.

—Si fuera cierto que las serpientes pican con la cola, podrías sujetar los colmillos y el aguijón, y yo sería de poca utilidad.

—Esta noche necesito a alguien que me mantenga despierta, tanto si me ayuda con Sombra como si no. Pero habría tenido problemas para manejarla sola.

La descarga de adrenalina provocada por la lucha con la cobra desaparecía, y el agotamiento y el hambre de Serpiente regresaban, más fuertes que antes.

—Serpiente…

—¿Sí?

El joven sonrió rápidamente, turbado.

—Estaba probando la pronunciación.

—Bastante buena.

—¿Cuánto tardaste en atravesar el desierto?

—No mucho. Demasiado. Seis días. No creo que tomara el camino más apropiado.

—¿Cómo vivías?

—Hay agua. Viajábamos de noche y descansábamos durante el día en cualquier lugar que nos ofreciera sombra.

—¿Tú llevabas toda la comida?

Serpiente se encogió de hombros.

—Un poco. —Y deseó no haber hablado del tema.

—¿Qué hay al otro lado?

—Montañas. Ríos. Otra gente. La estación en la que crecí y recibí mi adiestramiento. Y luego otro desierto, y una montaña con una ciudad dentro.

—Me gustaría ver una ciudad algún día.

—Me han dicho que no dejan entrar en la ciudad a los forasteros, a la gente como tú y como yo. Pero hay muchas ciudades en las montañas, y el desierto puede atravesarse.

El joven no dijo nada, pero los recuerdos de Serpiente sobre su marcha del hogar era tan reciente que pudo imaginar lo que pensaba.


La siguiente serie de convulsiones llegó mucho antes de lo que Serpiente esperaba. Por su gravedad, supo cuál era el estado de la enfermedad de Stavin, y deseó que llegara la mañana. Si tenía que perder igualmente al niño, al menos todo habría terminado pronto, y sentiría pesar y trataría de olvidar. La cobra se habría golpeado hasta la muerte contra la arena si Serpiente y el muchacho no la hubieran estado sujetando. De repente, se quedó completamente rígida, con la boca cerrada firmemente y su lengua bífida colgando.

Dejó de respirar.

—Aguántala —dijo Serpiente—. Sostenle la cabeza. Rápido, cógela, y si se suelta, corre. ¡Cógela! No te atacará ahora, sólo pudo darte un coletazo por accidente.

El muchacho dudó sólo un instante, y luego agarró a Sombra por detrás de la cabeza. Serpiente corrió, resbalando en la arena, desde el borde del círculo de tiendas hasta un lugar donde aún crecían arbustos. Arrancó un grupo de ramas secas y espinosas que le arañaron las manos llenas ya de cicatrices. Advirtió que una masa de víboras cornudas, tan feas que parecían deformes, estaban anidadas cerca bajo el montón de vegetación reseca. Los animales le silbaron; Serpiente las ignoró. Encontró un tallo hueco y se lo llevó consigo. Sus manos sangraban a causa de los profundos arañazos.

Arrodillada junto a la cabeza de Sombra, obligó a la cobra a abrir la boca y le metió profundamente el tubo en la garganta, a través del conducto para el aire en la base de su lengua. Se inclinó más, se llevó el tubo a los labios y sopló suavemente en los pulmones del ofidio.

Serpiente advirtió las manos del joven, que sostenían a la cobra como le había pedido; su respiración: al principio un brusco jadeo de sorpresa, después irregular; la arena que le raspaba los codos donde los apoyaba; el olor empalagoso del fluido que rezumaba de los colmillos de Sombra; su propio mareo, producto quizá del agotamiento, que consiguió apartar por necesidad y gracias a su fuerza de voluntad.

Serpiente sopló dos veces y se detuvo, repitió el acto hasta que Sombra recuperó el ritmo de su respiración y pudo continuar sin su ayuda.

Serpiente se sentó sobre sus talones.

—Creo que se pondrá bien —dijo—. Eso espero.

Se pasó el dorso de la mano por la frente. El contacto le hizo sentir chispazos de dolor. Bajó la mano bruscamente y la agonía se deslizó por sus huesos, por su brazo, corrió por su hombro, atravesó su pecho y envolvió su corazón. Perdió el equilibrio. Cayó, intentó sostenerse, pero se movió demasiado lentamente. Combatió las náuseas y el vértigo y casi lo consiguió, hasta que la atracción de la tierra pareció escapar y quedó perdida en la oscuridad sin ningún punto de apoyo donde descansar.

Notó la arena en los lugares donde le había arañado las mejillas y las palmas, pero era blanda.

—Serpiente, ¿puedo soltarla?

Pensó que la pregunta no iba dirigida a ella, pero al mismo tiempo sabía que no había nadie más para responderla, nadie más para atender a su nombre. Sintió unas manos encima, y notó que eran amables; quiso responder a ellas, pero estaba demasiado cansada. Necesitaba dormir más, así que las retiró. Las manos le sostuvieron la cabeza, le llevaron a los labios un pellejo seco y vertieron agua en su garganta. Tosió, se atragantó y la escupió.

Se recostó sobre un codo. Cuando su vista se aclaró, se dio cuenta de que estaba temblando. Se sentía igual que la primera vez que la mordió una serpiente, antes de que sus inmunidades se hubiesen desarrollado por completo. El joven estaba arrodillado a su lado, con el frasco de agua en la mano. Sombra, tras él, reptaba hacia la oscuridad. Serpiente olvidó el dolor.

—¡Sombra! —Golpeó el suelo con la mano.

El joven retrocedió y se volvió, asustado; el ofidio se echó hacia atrás y describió un balanceo sobre ellos, observando, enfadado, dispuesto a atacar con los músculos distendidos. Formaba una línea blanca y oscilante contra el fondo negro. Serpiente se obligó a ponerse en pie y se sintió como si manejara torpemente un cuerpo desconocido. Casi volvió a perder el equilibrio, pero se recuperó y miró a la cobra, cuyos ojos estaban ahora a su altura.

—Ahora no puedes ir de caza —dijo—. Tienes trabajo quehacer.

Extendió la mano derecha hacia un lado, a modo de señuelo, para atraer a Sombra si atacaba. La sentía cargada de dolor. Serpiente no temía la mordedura, sino la pérdida del contenido del veneno que ello implicaría.

—Ven aquí —ordenó—. Ven aquí y refrena tu hambre. Vio que la sangre le corría por entre los dedos, y el temor que sentía por Stavin se intensificó.

—¿Me has mordido, criatura?

Pero el dolor era distinto: el veneno la entumecería, y el nuevo suero sólo picaba…

—No —murmuró el joven tras ella.

Sombra atacó. Los reflejos de largo tiempo de entrenamiento actuaron. Serpiente apartó la mano derecha y cogió con la izquierda a la cobra cuando echaba hacia atrás la cabeza. Sombra se revolvió un instante y luego se relajó.

—Bestia sibilina, qué vergüenza —dijo Serpiente. Se volvió y dejó que Sombra reptara por su brazo, donde quedó como el contorno de una capa invisible y arrastró la cola como la caída de un traje.

—¿No me ha mordido?

—No —dijo el muchacho; en su voz había cierto tono de admiración—. Deberías estar muriéndote, retorcida por la agonía, con el brazo hinchado y de color púrpura. Cuando volviste… —señaló la mano de la mujer—. Tiene que haber sido una víbora de la arena.

Serpiente recordó el amasijo de reptiles bajo los arbustos, y tocó la sangre de su mano. La enjugó, revelando el doble pinchazo de una mordedura entre los arañazos provocados por las espinas. La herida estaba ligeramente hinchada.

—Tengo que limpiarla —dijo—. Me avergüenzo de haber caído en esa trampa.

El dolor de la herida se disolvió en suaves oleadas brazo arriba, y dejó de arder. Serpiente observó al muchacho y después miró a su alrededor, sintiendo cómo cambiaba el paisaje a medida que sus ojos cansados trataban de ajustarse a la escasa luz de la luna que se ponía y el falso amanecer.

—Has sostenido bien a Sombra, muy valientemente —le dijo al muchacho—. Te doy las gracias.

Él bajó la mirada, casi inclinándose ante la mujer. Se levantó y se acercó a ella. Serpiente puso la mano sobre el cuello de Sombra para que no se alarmara.

—Me sentiría honrado si me llamaras Arevin —dijo el muchacho.

—Me complacerá hacerlo.

Serpiente se arrodilló y sostuvo las sinuosas anillas blancas mientras Sombra se arrastraba lentamente hacia su compartimento. Poco después, cuando Sombra se hubiera estabilizado, al amanecer, podrían ir con Stavin.

La punta de la blanca cola del animal se deslizó fuera de la vista. Serpiente cerró el zurrón y trató de levantarse, pero no pudo. Todavía no se había repuesto de los efectos del nuevo veneno. La carne en torno a la herida estaba roja y tierna, pero la hemorragia no se extendería. Serpiente se quedó donde estaba, agachada, mirándose la mano. Arrastró lentamente su mente a lo que necesitaba hacer, esta vez para sí misma.

—Déjame ayudarte, por favor —el joven la tocó en el hombro y la ayudó a levantarse.

—Lo siento —se disculpó Serpiente—. Necesito tanto descanso…

—Déjame que te lave la herida —dijo Arevin—. Luego podrás dormir. Dime cuándo quieres que te despierte…

—No puedo dormir todavía —se recobró. Se puso en pie y apartó los húmedos rizos de su corto pelo—. Ahora me encuentro bien. ¿Tienes un poco de agua?

Arevin aflojó sus ropas externas. Debajo llevaba un taparrabos y un cinto de cuero con varios frascos y bolsas de cuero. Su cuerpo era delgado y bien formado, sus piernas largas y musculosas. El color de su piel era ligeramente más claro que el bronceado de su cara. Sacó un frasco de agua y trató de coger la mano de Serpiente.

—No, Arevin. Si el veneno entrara en cualquier rasguño que tuvieras, podría infectarte.

Serpiente se sentó y vertió sobre su mano el agua tibia. El agua goteó rosada hasta el suelo y desapareció, sin dejar siquiera una mancha de humedad visible. La herida sangró un poco más, pero ahora sólo dolía. El veneno estaba casi neutralizado.

—No comprendo cómo permaneces ilesa —dijo Arevin—. Una víbora de la arena mordió a mi hermana pequeña —no consiguió hablar tan despreocupadamente como hubiera querido—. No pudimos hacer nada para salvarla… Ni siquiera pudimos aliviar su dolor.

Serpiente le devolvió el frasco y frotó sobre las heridas que ya cerraban un ungüento que llevaba en la bolsa del cinto.

—Es parte de nuestra preparación —explicó—. Trabajamos con muchas especies de serpientes, porque debemos ser inmunes a tantas como sea posible —se encogió de hombros—. El proceso es tedioso y un poco doloroso —apretó el puño; la película de protección resistió, y se sintió más confortada. Se inclinó hacia Arevin y tocó otra vez la mejilla magullada—. Sí… —extendió una delgada capa de ungüento sobre la herida—. Esto te ayudará a que sane…

—Si no puedes dormir —dijo Arevin—, ¿no puedes al menos descansar?

—Sí —respondió ella—. Un ratito.

Serpiente se sentó al lado de Arevin y se apoyó en él. Juntos contemplaron cómo el sol convertía a las nubes en oro, fuego y ámbar. El simple contacto físico con otro ser humano resultó placentero a Serpiente, aunque le pareció insatisfactorio. En otro momento, en otro lugar, podría hacer algo más, pero no aquí, no ahora.

Cuando el borde inferior del brillante disco del sol ascendió por encima del horizonte, Serpiente se levantó y azuzó a Sombra para que saliera del zurrón. El animal salió despacio, casi con debilidad, y reptó por encima de los hombros de la mujer. Ésta cogió el zurrón y regresó junto con Arevin al grupito de tiendas.


Los padres de Stavin la esperaban a la puerta de su tienda. Permanecían juntos en un grupo apretado, a la defensiva, silenciosos. Por un momento, Serpiente pensó que habían decidido rechazarla. Luego, sintiendo la pena y el miedo como hierro candente en su boca, preguntó si Stavin había muerto. Ellos negaron con la cabeza y la dejaron entrar.

Stavin se encontraba como lo había dejado, todavía dormido. Los adultos siguieron a Serpiente con la mirada. Sombra sacó la lengua, nerviosa ante el olor del miedo.

—Sé que os gustaría quedaros —dijo Serpiente—. Sé que ayudaríais si pudierais; pero nadie puede hacer nada más que yo. Por favor, volved fuera.

Se miraron unos a otros, y después a Arevin. Por un instante, Serpiente pensó que iban a negarse. Deseaba dejarse caer en el silencio y el sueño.

—Vamos, primos —dijo Arevin—. Estamos en sus manos. Abrió la puerta y les dirigió un gesto para que salieran.

Serpiente le dio las gracias con la mirada, y Arevin casi sonrió. Luego, se volvió hacia Stavin y se arrodilló junto a él.

—Stavin…

Tocó la frente del niño; estaba muy caliente. Notó que tenía la mano más flácida que antes. El ligero contacto lo despertó.

—Es la hora —dijo Serpiente.

Stavin parpadeó al emerger de su sueño infantil, vio a Serpiente y la reconoció muy despacio. No parecía asustado. Serpiente se alegró de ello; por alguna razón que no podía identificar, se sentía intranquila.

—¿Dolerá?

—¿Te duele ahora?. El niño vaciló, apartó la mirada y volvió a mirarla de nuevo.

—Sí.

—Podría doler un poco más. Espero que no. ¿Estás preparado?

—¿Puede quedarse Silencio?

—Claro —dijo ella. Y entonces se dio cuenta de lo que faltaba—. Volveré dentro de un momento.

Su voz sonó tan densa que el chiquillo se asustó. Salió de la tienda a paso lento, con calma, conteniendo su temor. Fuera, los padres confesaron con su aspecto que lo que temía era cierto.

—¿Dónde está Silencio?

Arevin, de espaldas a ella, se sorprendió por el tono de su voz. El hombre del cabello rubio emitió un quejido de pesar, y no pudo mantener su mirada.

—Tuvimos miedo —dijo el padre de más edad—. Pensamos que mordería al niño.

—Lo pensé yo. Yo fui… Se arrastraba por su cara. Pude verle los colmillos… —La esposa le colocó una mano en el hombro y no dijo más.

—¿Dónde está? —Serpiente quiso gritar, pero no lo hizo. Trajeron una cajita abierta. Serpiente la cogió y miró en su interior.

Silencio yacía casi partida en dos, con las entrañas fuera del cuerpo, medio torcida. Mientras Serpiente la miraba, temblorosa, se agitó una vez, sacó la lengua y la guardó. Serpiente emitió un gemido con la garganta, demasiado bajo para convertirlo en grito. Esperaba que los movimientos del animal fueran sólo un reflejo, pero lo recogió con todo el cuidado posible. Se inclinó y tocó con los labios las suaves escamas verdes de la parte posterior de su cabeza. Mordió al animal rápida, bruscamente, en la base del cráneo. La sangre del ofidio manó fría y salada en su boca. Si no estaba muerto ya, Serpiente lo había matado instantáneamente.

Miró a los tres padres y a Arevin; todos estaban pálidos, pero Serpiente no sentía ninguna compasión por su temor, no le importaba nada la pena compartida.

—Una criatura tan pequeña… —dijo—. Una criatura tan pequeña que sólo podía proporcionar placer y sueños. —Los observó un instante más, y se volvió de nuevo hacia la tienda.

—Espera…

Oyó que el padre se le acercaba por detrás. Le tocó el hombro, pero Serpiente se sacudió para quitarse la mano de encima.

—Te daremos lo que quieras, pero deja en paz al niño. Serpiente se giró hacia él, llena de furia.

—¿Crees que voy a matar a Stavin por vuestra estupidez?

El hombre pareció a punto de sujetarla. Serpiente le hundió el hombro en el estómago y se precipitó al otro lado de la puerta de la tienda. Una vez dentro, dio una patada al zurrón. Despertada bruscamente, Susurro se arrastró fuera y se enroscó furiosamente. Cuando alguien trató de entrar, Susurro siseó y agitó el cascabel con una violencia que Serpiente nunca le había visto usar antes. Ni siquiera se preocupó de mirar a su espalda. Ladeó la cabeza y se enjugó las lágrimas con la manga antes de que Stavin pudiera verlas. Se arrodilló junto al chiquillo.

—¿Qué pasa? —Stavin no pudo evitar oír las voces y el tumulto en el exterior de la tienda.

—Nada, Stavin. ¿Sabías que llegamos cruzando el desierto?

—No —respondió él, maravillado.

—Hacía mucho calor, y ninguna de nosotras tenía nada para comer. Silencio está cazando ahora. Tenía mucha hambre. ¿Quieres perdonarla y dejarme empezar? Estaré aquí todo el rato.

Stavin parecía muy cansado; estaba decepcionado, pero no tenía fuerzas para discutir.

—De acuerdo. —Su voz fue como el rumor de la arena que se resbala por entre los dedos.

Serpiente levantó a Sombra de sus hombros y apartó la manta del cuerpecito del niño. El tumor presionaba bajo la caja torácica y distorsionaba su forma, apretaba sus órganos vitales, sorbía los alimentos para su propio crecimiento, le envenenaba con sus desechos. Serpiente sostuvo la cabeza de Sombra y dejó que el animal se deslizara por encima del niño, tocándolo y probándolo. Tuvo que sujetar a la cobra para evitar que atacara. Cuando Susurro agitaba su cascabel, las vibraciones hacían que retrocediese. Serpiente la acarició para tranquilizarla; el entrenamiento y las respuestas inculcadas empezaron a regresar y superaron los instintos naturales. Sombra se detuvo cuando su lengua tocó ligeramente la piel por encima del tumor, y Serpiente la soltó.

Sombra se echó hacia atrás y atacó. Mordió como lo hacen las cobras, hundió una vez sus cortos colmillos y soltó la presa, mordió de nuevo al instante para mantener la presa, sostenerla y masticar mejor. Stavin gritó, pero apenas se movió en las manos de Serpiente, que le sujetaban.

Sombra gastó el contenido de sus bolsas de veneno en el niño, y lo soltó. Se echó hacia atrás, miró a su alrededor, redujo su erección y se deslizó en perfecta línea recta por el suelo hacia su oscuro compartimento.

—Se acabó, Stavin.

—¿Voy a morirme ahora?

—No. Ahora no. No por muchos años, espero —sacó un frasco de polvos de la bolsa de su cinto—. Abre la boca.

El niño obedeció, y Serpiente esparció los polvos por su lengua.

—Esto te ayudará a soportar el dolor.

Serpiente extendió un paño por la serie de pinchazos poco profundos sin enjugar la sangre. Se dio la vuelta.

—¿Serpiente? ¿Vas a marcharte?

—No me iré sin despedirme de ti. Lo prometo.

El niño se recostó, cerró los ojos, y dejó que la droga surtiera efecto.

Susurro permanecía enroscada silenciosamente en la oscura esterilla. Serpiente palmeó el suelo para llamarla. El animal se acercó hacia ella y aceptó que volviera a meterla en el zurrón. Serpiente cerró la bolsa y la alzó: todavía parecía vacía. Oyó ruidos en el exterior. Los padres de Stavin y la gente que había venido a ayudarles abrieron la puerta de un tirón y se asomaron empujando hacia adentro sus palos incluso antes de mirar.

Serpiente dejó en el suelo la bolsa de cuero.

—Se acabó.

Entraron. Arevin también venía con ellos, pero llevaba las manos vacías.

—Serpiente… —hablaba con pena, pesar y confusión. Serpiente no supo qué pensaba de todo aquello. Arevin se volvió, la madre de Stavin se encontraba tras él. La cogió por el hombro—. Habría muerto sin ella. Pase lo que pase ahora, habría muerto.

La mujer le apartó la mano.

—Podría haber sobrevivido. La enfermedad podría haber desaparecido. Nosotros…

No pudo seguir hablando por las lágrimas que escondía.

Serpiente notó que la gente se movía y la rodeaba. Arevin dio un paso hacia ella y se detuvo, y Serpiente pudo ver que quería que se defendiera.

—¿Alguno de vosotros puede llorar? —dijo—. ¿Podéis llorar por mí y mi desesperación, o por ellos y su culpa, o por las cosas pequeñas y su dolor? —notó que las lágrimas le corrían por las mejillas.

No la comprendieron; sus gritos los ofendían. Retrocedieron, aún temerosos de su presencia, pero se recuperaron. Serpiente ya no necesitaba la pose de tranquilidad que había usado para engañar al niño.

—Ah, insensatos —su voz sonó débil—. Stavin… La luz de la entrada los golpeó.

—Dejadme pasar.

Todos se hicieron a un lado para dejar paso a la líder. La mujer se detuvo ante Serpiente, sin prestar atención al zurrón que tenía a los pies.

—¿Vivirá Stavin? —su voz era suave, tranquila y amable.

—No puedo asegurarlo, pero creo que sí.

—Dejadnos.

La gente comprendió las palabras de Serpiente antes de comprender las de su líder; miraron a su alrededor y bajaron las armas. Finalmente, uno a uno salieron de la tienda. Arevin se quedó con Serpiente. La fuerza que había mostrado ante el peligro la abandonó, y sintió que las rodillas se le doblaban. Se inclinó sobre el zurrón con la cara entre las manos. La líder se arrodilló delante de ella, antes de que Serpiente pudiera darse cuenta o impedirlo.

—Gracias —dijo la mujer—. Gracias. Lo siento tanto… Abrazó a Serpiente y la atrajo hacia sí. Arevin se arrodilló junto a ellas, y abrazó también a Serpiente, que empezaba a temblar de nuevo. La sostuvieron mientras lloraba.

Más tarde, Serpiente durmió agotada, a solas en la tienda con Stavin, quien le sostenía la mano. Los habitantes del campamento habían capturado animales para Susurro y Sombra. Le habían dado a Serpiente comida y suministros, incluso agua suficiente para bañarse, aunque con aquello debían de haber agotado sus recursos.

Cuando despertó, vio que Arevin dormía a su lado, con las ropas abiertas por efectos del calor y una capa de sudor en el pecho y en el abdomen. La severidad de su expresión desaparecía mientras dormía; su aspecto era agotado y vulnerable. Serpiente estuvo a punto de despertarlo, pero se detuvo, sacudió la cabeza y se volvió hacia Stavin.

Palpó el tumor y descubrió que se había empezado a disolver y encoger, a morir, mientras el veneno alterado de Sombra lo afectaba. A pesar de su pena, Serpiente sintió un atisbo de alegría.

—No quisiera volver a mentirte, pequeño —susurró—, pero tengo que marcharme pronto. No puedo quedarme aquí.

Deseaba dormir otros tres días para acabar de vencer los efectos del veneno de la víbora de la arena, pero ya lo haría en cualquier otro sitio.

—¿Stavin?

El niño se despertó lentamente.

—Ya no duele —dijo.

—Me alegro.

—Gracias…

—Adiós, Stavin. ¿Recordarás después, cuando te despiertes, que me quedé para despedirme de ti?

—Adiós —dijo, hundiéndose de nuevo en el sueño—. Adiós, Serpiente. Adiós, Silencio.

Cerró los ojos.

Serpiente recogió el zurrón y miró a Arevin. El muchacho no se movió. Agradecida y apesadumbrada a la vez, salió de la tienda.

El crepúsculo se acercaba con sus sombras largas y uniformes; el campamento estaba caluroso y tranquilo. El pony de Serpiente, que era rayado como un tigre, estaba atado y tenía agua y comida. Nuevos pellejos llenos de agua sobresalían del suelo junto a la silla, y había ropas del desierto junto a la perilla, aunque Serpiente había rehusado ningún tipo de pago. El pony atigrado relinchó. Serpiente le rascó las orejas, lo ensilló y ató sus pertenencias a la grupa. Lo cogió por las riendas y se dirigió hacia el este, al camino por donde había venido.

—Serpiente…

Tomo aliento y se volvió hacia Arevin. El muchacho estaba de espaldas al sol y éste aureolaba su figura de escarlata. Tenía el cabello pajizo suelto hasta los hombros, suavizando los contornos de su cara.

—¿Tienes que marcharte?

—Sí.

—Esperaba que no te fueras antes de… Esperaba que te quedaras una temporada… Hay otros clanes y otras personas a las que podrías ayudar…

—Si las cosas fueran diferentes, tal vez hubiera podido quedarme.

—Estaban asustados…

—Les dije que Silencio no podía hacerles daño, pero vieron sus colmillos y no comprendieron que sólo podía proporcionar sueños y calmar la muerte.

—Pero ¿no puedes perdonarlos?

—No puedo enfrentarme a su culpa. Lo que hicieron fue culpa mía, Arevin. No los comprendí hasta que fue demasiado tarde.

—Tú misma dijiste que no puedes comprender todas las costumbres y todos los miedos.

—Estoy lisiada —dijo—. Sin Silencio, si no puedo curara una persona, no sirvo para nada. No tenemos muchas serpientes del sueño. Tengo que volver a casa y comunicar a mis maestros que he perdido una, y esperar que perdonen mi estupidez. Rara vez conceden el nombre que llevo, pero me lo dieron a mí; sufrirán una gran decepción.

—Déjame ir contigo.

Ella también lo deseaba; dudó y se maldijo por esa debilidad.

—Puede que cojan a Sombra y Susurro y me expulsen, y a ti te expulsarían también. Quédate aquí, Arevin.

—Eso no tendría importancia.

—Sí la tendría. Al cabo de un tiempo nos odiaríamos mutuamente. No te conozco, y tú no me conoces a mí. Necesitamos tranquilidad, y silencio, y tiempo para comprendernos bien.

Arevin se acercó a ella, y la abrazó durante un momento. Cuando alzó la cabeza, había lágrimas en sus mejillas.

—Por favor, regresa —dijo—. Pase lo que pase, por favor, regresa.

—Lo intentaré —dijo Serpiente— La próxima primavera, cuando los vientos cesen, búscame; pero si no he vuelto a la primavera siguiente, olvídame. Esté donde esté, si yo vivo, te olvidaré.

—Te buscaré —dijo Arevin, y no quiso prometer más. Serpiente cogió las riendas de su pony e inició la travesía del desierto.

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