2

Sombra se alzó formando una línea blanca contra la oscuridad. La cobra siseó, ondulando, y Susurro la acompañó con su crotaleo de aviso. Entonces Serpiente oyó los cascos del caballo, ahogados por el desierto, y los sintió a través de sus palmas. Tanteando el terreno, hizo una mueca de dolor y contuvo la respiración. La mano que había recibido el doble pinchazo producido por la mordedura de la víbora estaba negriazul de los nudillos a la muñeca. Sólo los bordes de la herida habían desaparecido. Escondió la mano derecha herida en su regazo y golpeó dos veces el suelo con la izquierda. El crotaleo de Susurro perdió su frenética intensidad y la cascabel se arrastró hacia ella desde su cálido refugio de negra piedra volcánica. Serpiente golpeó otras dos veces el suelo. Sombra, al sentir las vibraciones, tranquilizada por la familiaridad de la señal, bajó lentamente el cuerpo y relajó su erección.

Los cascos del caballo se detuvieron. Serpiente oyó voces en el campamento que estaba situado al borde del oasis, un grupo de tiendas negras oscurecidas por un macizo de roca. Susurro se enroscó alrededor de su brazo y Sombra hizo lo mismo en torno a sus hombros. Silencio tendría que haberse enroscado en su muñeca o en torno a su garganta como un collar de esmeraldas, pero Silencio ya no estaba. Silencio había muerto.

El jinete urgió al caballo hacia ella. La débil luz de las linternas bioluminiscentes y la luna cubierta de nubes iluminaron las gotas de humedad a medida que el caballo bayo salpicaba su camino al cruzar el agua poco profunda del oasis.

Respiraba con las aletas de la nariz distendidas. Las riendas habían provocado que se le formara espuma en torno al cuello. La luz del fuego brillaba escarlata contra la brida dorada e iluminó la cara del jinete.

—¿Curadora? Ella se levantó.

—Mi nombre es Serpiente. —Tal vez no tenía ya derecho a seguir llamándose así, pero no quería volver a utilizar su nombre de niña.

—Soy Merideth. —La aparición se bajó del caballo y se acercó, pero se detuvo cuando Sombra alzó la cabeza.

—No te hará daño —dijo Serpiente. Merideth se acercó.

—Uno de mis compañeros está herido. ¿Vendrás conmigo? Serpiente tuvo que esforzarse para no demostrar vacilación.

—Sí, por supuesto.

Casi sentía pánico de que le pidieran que ayudara a alguien que estuviera muriendo y no pudiera hacer nada por el enfermo. Se arrodilló y metió a Sombra y Susurro en la bolsa de cuero. Las serpientes se rebulleron contra sus manos, y sus frías escamas formaron intrincadas figuras en sus dedos.

—Mi pony está cojo. Tendré que pedir prestado un caballo…

Ardilla, su pony atigrado, estaba en el campamento donde Merideth se había detenido un momento antes. Serpiente no tenía que preocuparse por él, pues Grum, la jefa de la caravana, lo cuidaría; sus nietas le alimentaban y le cepillaban con todo cuidado. Grum se encargaría de que un herrero atendiera a Ardilla mientras Serpiente no estuviera allí, y también podría prestarle un caballo.

—No hay tiempo —dijo Merideth—. Esos jamelgos del desierto no son buenos velocistas. Mi yegua nos llevará.

La yegua de Merideth respiraba con normalidad a pesar del sudor que se secaba sobre su grupa. Tenía la cabeza erecta, las orejas de punta, el cuello arqueado. Era, en efecto, un animal impresionante, de mejor raza que los ponis de las caravanas, mucho más alto que Ardilla. A pesar de que las ropas del jinete eran sencillas, el equipo del caballo aparecía ricamente ornamentado.

Serpiente cerró el zurrón de cuero y se puso la túnica nueva y el turbante que le había dado el pueblo de Arevin. Al menos les estaba agradecida por los vestidos, pues el material, fuerte y delicado, suponía una protección excelente contra el calor, la arena y el polvo.

Merideth montó, liberó el estribo y le tendió la mano a Serpiente. Pero, cuando Serpiente se aproximó, el caballo hinchó la nariz y retrocedió ante el olor almizcleño de los reptiles. Bajo las amables manos de Merideth se quedó quieta, pero no se calmó. Serpiente se encaramó tras la silla. Los músculos de la yegua se hincharon y salió disparada al galope, atravesando el agua. El chorro mojó la cara de Serpiente, que apretó las piernas contra los húmedos flancos del animal. El caballo llegó a la orilla y pasó entre los delicados árboles de verano, sombras y frondas, hasta que de repente el desierto se abrió en el horizonte.

Serpiente sostenía el zurrón en la mano izquierda, pues no tenía suficiente fuerza en la derecha. Más allá de las hogueras y los reflejos del agua, apenas podía ver nada. La arena negra engullía la luz y la liberaba en forma de calor. La yegua siguió galopando. Las intrincadas decoraciones de su brida tintineaban débilmente por encima del sonido que producían sus cascos contra la arena; su sudor empapaba los pantalones de Serpiente, que lo sentía caliente y pegajoso contra las rodillas y los muslos. Fuera del oasis y de la protección de sus árboles, Serpiente sintió la picazón de la arena que el viento arrastraba. Se soltó de la cintura de Merideth el tiempo suficiente para taparse la boca y la nariz con un extremo del turbante.

Pronto, la arena se convirtió en una vertiente de piedras. La yegua pisoteó roca sólida. Merideth hizo que refrenara el paso.

—Correr es demasiado peligroso. Caeríamos en una grieta antes de poder verla —la voz de Merideth sonaba tensa por la urgencia.

Se movieron rodeando grandes grietas y fisuras donde la roca fundida había fluido y luego se había separado y enfriado para convertirse en basalto. La superficie árida y ondulada estaba salpicada de granos de arena. Los herrajes de la yegua resonaban contra ellos como si estuvieran huecos. Cuando tenía que saltar una sima, la piedra reverberaba.

Más de una vez, Serpiente se sintió tentada a preguntar qué había sucedido con el acompañante de Merideth, pero permaneció en silencio. La llanura de piedra prohibía la conversación, prohibía concentrarse en otra cosa que no fuera atravesarla. Y Serpiente tenía miedo de preguntar, miedo de saber.

El zurrón golpeaba su pierna, meciéndose al compás del paso de la yegua. Serpiente podía sentir a Susurro revolviéndose en el interior de su compartimento; esperaba que no crotaleara y volviera a asustar al caballo.

El río de lava no aparecía en el mapa de Serpiente, que terminaba al sur, en el oasis. Las rutas de caravanas los evitaban, pues eran tan peligrosos para las personas como para los animales. Serpiente se preguntó si alcanzarían su destino antes del amanecer. Aquí, en las rocas negras, el calor aumentaría rápidamente.

Finalmente, el paso de la yegua empezó a reducirse, a pesar de los constantes acicates de Merideth.


El suave balanceo había hecho que Serpiente se quedara amodorrada. Cuando la yegua resbaló dio un respingo y se despertó. El animal forzó sus caderas bajo ella y pateó con sus cascos, lanzando a los jinetes hacia atrás y hacia adelante, mientras bajaban la larga pendiente de lava. Serpiente agarró su bolsa y a Merideth, y apretó las rodillas en torno al caballo.

La piedra desgajada al pie de la colina se volvía más fina, y no les permitía seguir avanzando. Serpiente sintió las piernas de Merideth tensas contra la yegua, forzando al exhausto animal a seguir su pesado trote. Se encontraban en un cañón estrecho y profundo cuyas altas paredes estaban formadas por dos lenguas separadas de lava.

Había manchas de luz difusa contra el ébano y, por un momento, debido a la somnolencia, Serpiente pensó en luciérnagas. Entonces un caballo relinchó a lo lejos y varias luces aparecieron a la vista: las linternas del campamento. Merideth se inclinó hacia adelante y susurró al caballo palabras de aliento. La yegua se esforzó, tropezó una vez en la arena y Serpiente chocó bruscamente con la espalda de Merideth.

Sobresaltada, Susurro hizo sonar sus crótalos. El espacio hueco que la rodeaba amplificó el sonido. La yegua dio un respingo de terror. Merideth la dejó correr y, cuando finalmente refrenó el paso con el cuello cubierto de espuma y sangre en su hocico, la obligó a continuar.

El campamento, como un espejismo, pareció retroceder. Serpiente sentía dolor cada vez que respiraba, como si fuera la yegua. El caballo avanzó penosamente a través de la profunda arena como un nadador exhausto, jadeando con cada esfuerzo.

Llegaron a la tienda. La yegua se tambaleó y se detuvo, con las piernas abiertas, la cabeza gacha. Serpiente se bajó de ella, empapada de sudor, y notó que sus propias rodillas le temblaban. Merideth desmontó y la condujo a la tienda. Las telas de la puerta estaban descorridas, y las linternas de su interior la iluminaban con un pálido resplandor rojo.

La luz del interior parecía muy brillante. La compañera herida de Merideth yacía cerca de la pared, con la cara arrebolada y cubierta de sudor, el largo pelo rojo y rizado suelto y enmarañado. La fina tela que la cubría estaba mojada con parches oscuros que eran de sangre, no de sudor. Su otro compañero, que estaba sentado en el suelo junto a ella, alzó la cabeza, aturdido. Su cara fea y agradable estaba surcada de arrugas, y fruncía el ceño sobre sus pequeños ojos oscuros. Tenía el pelo castaño aplastado y rizado.

Merideth se arrodilló junto a él.

—¿Cómo está?

—Se ha quedado dormida por fin. Sigue igual, pero al menos no le duele…

Merideth cogió la mano del joven y se arrodilló para besar ligeramente a la mujer dormida. Ésta no se movió. Serpiente soltó el zurrón de cuero y se acercó; Merideth y el joven se miraron mutuamente con expresión neutra al darse cuenta de que el cansancio podía con ellos. El joven, de repente, se apoyó en Merideth y los dos se abrazaron en silencio durante largo rato.

Merideth se enderezó y se apartó de mala gana.

—Curadora, estos son mis compañeros, Alex —hizo un gesto con la cabeza hacia el joven—, y Jesse.

Serpiente cogió la muñeca de la mujer dormida. Su pulso era leve, ligeramente irregular. Tenía un profundo arañazo en la frente, pero sus pupilas no estaban dilatadas, así que tal vez había tenido suerte y sólo sufría una ligera contusión. Las magulladuras eran las propias de una mala caída: en el hombro, en las palmas de la mano, la cadera y las rodillas.

—Dijiste que se quedó dormida… ¿ha estado completamente consciente desde que se cayó?

—Estaba desmayada cuando la encontramos, pero se recuperó.

Serpiente asintió. Jesse tenía un profundo arañazo en el costado y una venda en el muslo. Serpiente retiró la ropa con toda la suavidad que pudo, pero ésta quedó enganchada en la sangre seca.

Jesse no se movió cuando Serpiente tocó la larga herida de su pierna, ni siquiera como uno se mueve en el sueño para evitar el dolor. No se despertó. Serpiente la golpeó en el pie, sin resultado: los reflejos habían desaparecido.

—Se cayó del caballo —dijo Alex.

—Ella nunca se cae —replicó Merideth—. El potro la tiró.

Serpiente buscó el valor que la había abandonado lentamente desde la muerte de Silencio, pero no lo encontró. Sabía cómo había sido herida Jesse; todo lo que tenía que averiguar era hasta qué punto. Pero no dijo nada. Apoyando un brazo en la rodilla, con la cabeza baja, Serpiente palpó la frente de Jesse. La mujer estaba cubierta de sudor frío, aún sufría el shock.

Si tiene heridas internas, pensó Serpiente, si está muriendo…

Jesse giró la cabeza, gimiendo suavemente en sueños.

Necesita toda la ayuda que puedas darle, pensó Serpiente furiosa. Y cuanto más te hundas en tu autocompasión, más daño podrás hacerle.

Se sentía como si dos personas completamente diferentes, estuvieran sosteniendo un diálogo en su mente, pero ninguna de esas personas era ella misma. Contempló y esperó, y se sintió vagamente agradecida cuando la parte de sí atada al deber ganó la discusión a la que tanto temía.

—Necesito ayuda para darle la vuelta —dijo. Merideth cogió a Jesse por los hombros, y Alex lo hizo por las caderas. La levantaron y la colocaron de lado, siguiendo las instrucciones de Serpiente para no doblarle la columna vertebral. Un arañón negro corría por la espalda de la mujer herida, y se esparcía en dos direcciones. Donde el color era más oscuro, el hueso estaba roto.

La fuerza de la caída había segado la parte más débil de la columna vertebral. Serpiente pudo sentir los trozos de huesos rotos que se habían introducido en los músculos.

—Soltadla —dijo Serpiente, con profunda pena. La obedecieron y aguardaron en silencio, observándola. Serpiente se sentó sobre sus talones.

Si Jesse muere, pensó, no sentirá mucho dolor. Aunque muera o viva, Silencio no podría haberla ayudado.

—¿Curadora…?

Era Alex. Apenas tendría veinte años. Era demasiado joven para sentir la carga de la pena, incluso en esta tierra árida. Merideth parecía no tener edad. Su piel era oscura, sus ojos oscuros, jóvenes y viejos al mismo tiempo, comprensivos y amargos. Tras mirar a uno y a otro, Serpiente se dirigió a Merideth.

—Tiene la columna rota.

Merideth se sentó, los hombros hundidos.

—¡Pero está viva! —gimió Alex—. Si está viva, ¿cómo…?

—¿Hay alguna posibilidad de que estés equivocada? —preguntó Merideth—. ¿Puedes hacer algo?

—Ojalá pudiera. Merideth, Alex, tiene suerte de estar viva. No hay posibilidad de que los nervios no hayan sido cortados. El hueso no solamente está roto: está aplastado y retorcido. Ojalá pudiera decir algo más, que tal vez los huesos podrían sanar, que tal vez los nervios estén enteros, pero entonces os mentiría.

—Está lisiada.

—Sí —dijo Serpiente.

—¡No! —Alex la agarró del brazo—. Jesse no… Yo no…

—Silencio, Alex —susurró Merideth.

—Lo siento —dijo Serpiente—. Podría habéroslo ocultado, pero no por mucho tiempo.

Merideth apartó un rizo de pelo rojo de la frente de Jesse.

—No, es mejor saberlo todo de una vez… para aprender a vivir con ello.

—Jesse no nos agradecerá esta clase de vida.

—¡Cállate, Alex! ¿Habrías preferido que la caída la hubiera matado?

—¡No! —contestó el muchacho en voz baja, mirando el suelo de la tienda—. Pero ella sí. Y tú lo sabes.

Merideth miró a Jesse y al principio no dijo nada.

—Tienes razón. —Serpiente pudo ver la mano derecha de Merideth, crispada, temblando—. Alex, ¿quieres atender mi yegua? Abusamos de su fuerza.

Alex vaciló. Serpiente notó que no era debido a la aversión.

—De acuerdo, Merry.

Los dejó solos. Serpiente esperó. Oyeron las pisadas de Alex en la arena, y luego las del caballo.

Jesse se movió en su sueño, suspirando. Merideth retrocedió ante el sonido, inspiró profundamente, trató de retener los sollozos y fracasó. Las lágrimas brillaron a la luz de la lámpara moviéndose como diamantes líquidos. Serpiente se acercó y cogió la mano de Merideth, ofreciéndole su consuelo hasta que el puño cerrado se relajó.

—No quería que Alex viera…

—Lo sé —dijo Serpiente. Y también lo sabe Alex, pensó. Esta gente se protege muy bien mutuamente—. Merideth, ¿puede Jesse soportar oír esto? Odio guardar secretos, pero…

—Es fuerte. Aunque lo ocultáramos, lo sabría.

—De acuerdo. Tengo que despertarla. No debería dormir más de unas pocas horas seguidas con esa herida en la cabeza. Y hay que darle la vuelta cada dos horas, o se le ulcerará la piel.

—La despertaré.

Merideth se inclinó sobre Jesse y la besó en los labios, le agarró la mano, susurró su nombre. La mujer tardó tiempo en despertar. Murmuró y apartó la mano de Merideth.

—¿No podemos dejarla dormir un poco más?

—Es mejor despertarla un rato.

Jesse gimió, maldijo en voz baja y abrió los ojos. Por un momento se quedó mirando el techo de la tienda, luego dobló la cabeza y vio a Merideth.

—Merry… me alegra que hayas regresado —sus ojos eran de un marrón muy oscuro, casi negros, en contraposición con su pelo rojo y su alta complexión—. El pobre Alex…

—Lo sé.

Jesse vio a Serpiente.

—¿Una curadora?

—Sí.

Jesse la observó con tranquilidad, y su voz sonó firme.

—¿Tengo la espalda rota?

Merideth se sobresaltó. Serpiente vaciló, pero no pudo evadir la pregunta. Asintió de mala gana.

Jesse se relajó de inmediato, dejó que la cabeza cayera hacia atrás, y miró al techo.

Merideth se arrodilló, abrazándola.

—Jesse, Jesse, amor, es… —Pero no había más palabras, y Merideth se apoyó en silencio contra el hombro de Jesse para cogerla con fuerza.

Jesse miró a Serpiente.

—Estoy paralizada. No me curaré.

—Lo siento —dijo Serpiente—. No, no veo ninguna posibilidad.

La expresión de Jesse no cambió; si había esperado algún signo de confianza, no reveló decepción.

—Me di cuenta de que era grave cuando caímos —dijo—. Oí cómo chasqueaba el hueso —levantó amablemente la cabeza de Merideth—. ¿Y el potro?

—Estaba muerto cuando te encontramos. Se rompió el cuello.

La voz de Jesse mostró alivio, pena, miedo.

—Fue rápido —dijo—. Para él.

El olor acre de la orina se esparció por la tienda. Jesse la olió y se puso escarlata de vergüenza.

—¡No puedo vivir así! —gimió.

—No te preocupes, no importa —dijo Merideth, y fue acoger un trapo.

Mientras Merideth y Serpiente la limpiaban, Jesse apartó la mirada y no habló. Alex regresó cabizbajo.

—La yegua está bien —dijo, pero su mente no estaba en el animal. Miró a Jesse, quien aún yacía con la cabeza vuelta hacia la pared y se tapaba los ojos con un brazo.

—Jesse sabe escoger bien los caballos —dijo Merideth, con pretendida alegría. La tensión era frágil como el cristal. Ambos miraron a Jesse, pero ésta no se movió.

—Dejadla dormir —dijo Serpiente, sin saber si Jesse estaba dormida o no—. Tendrá hambre cuando se despierte. Espero que tengáis algo que pueda comer.

Su petrificada atención se rompió en una actividad aliviada aunque un poco frenética. Merideth rebuscó en sacos y alforjas y sacó carne reseca, fruta y una botella de cuero.

—Es vino. ¿Puede tomarlo?

—No tiene ninguna contusión seria —dijo Serpiente—. El vino le sentará bien —puede que incluso le ayude, pensó, a menos que el alcohol la haga sentirse taciturna—. Pero ese tasajo…

—Haré caldo —dijo Alex. Eligió una olla de metal de entre un montón de equipo, cogió el cuchillo y empezó a cortar en pedazos un trozo de tasajo. Merideth esparció vino sobre las secciones estropeadas de la fruta. La dulce y fuerte fragancia inundó la tienda y Serpiente se dio cuenta de que estaba hambrienta y sedienta. La gente del desierto parecía no necesitar la comida, pero Serpiente había llegado al oasis dos días antes (¿o eran tres? ), y no había comido mucho mientras neutralizaba la reacción del veneno. No estaba bien pedir comida o agua en esta región, pero era aún peor no ofrecerlas. Los modales, no obstante, apenas parecían importantes ahora. Temblaba de hambre.

—Dioses, tengo hambre —dijo Merideth para su sorpresa, como si leyera sus pensamientos—. ¿Vosotros no?

—Bueno, sí —dijo Alex sin mucho entusiasmo.

—Y como anfitriones…

Como pidiendo disculpas, Merideth tendió a Serpiente la botella y sacó más cuencos, más fruta. Serpiente bebió el vino y tosió. Era muy fuerte. Bebió una vez más y devolvió la botella. Merideth también bebió; Alex cogió la botella de cuero y vertió una generosa cantidad en la olla donde cocinaba. Sólo entonces dio un rápido sorbo antes de llevar el caldo al pequeño horno de parafina. El calor del desierto era tan opresivo que ni siquiera podían sentir el calor de la llama. Esta vacilaba como un espejismo transparente contra la arena negra, y Serpiente sintió que el sudor le corría por las sienes y entre los pechos. Se pasó una manga por la frente.

Desayunaron tasajo, fruta y vino, que golpeaba rápida y duramente. Alex empezó a bostezar casi de inmediato, pero cada vez que daba una cabezada, se ponía en pie y salía a remover el caldo de Jesse.

—Alex, vete a dormir —le dijo por fin Merideth.

—No, no estoy cansado. —Removió, probó, apartó la olla del fuego, la metió dentro para que se enfriase.

—Alex… —Merideth le cogió la mano y lo condujo a la alfombra llena de dibujos—. Si nos llama, la oiremos. Si se mueve, acudiremos a su lado. Pero no podremos ayudarla si nos derrumbamos de cansancio.

—Pero yo… yo… —Alex sacudió la cabeza, sin embargo la fatiga y el vino pudieron con él— ¿Y tú qué?

—Has pasado la noche peor que yo. Necesito relajarme unos pocos minutos más, pero luego me iré a la cama.

Reacio y agradecido al mismo tiempo, Alex se acostó cerca. Merideth le acarició el pelo hasta que, unos pocos instantes después, Alex empezó a roncar. Merideth miró a Serpiente y sonrió.

—Al principio, Jesse y yo nos preguntábamos cómo podríamos dormir con semejante ruido. Ahora nos cuesta conciliar el sueño sin él.

Los ronquidos de Alex eran intermitentes, muy a menudo inspiraba y resoplaba. Serpiente sonrió.

—Supongo que uno acaba acostumbrándose a casi todo. —Tomó un último sorbo de vino y devolvió la botella. Merideth tendió la mano para cogerla y entonces hipó repentinamente; luego, con la cara roja de vergüenza, tapó la botella en vez de beber.

—El vino me afecta con demasiada facilidad. No debería probarlo.

—Al menos lo sabes. Es probable que nunca hagas tonterías.

—Cuando era más joven… —Merideth se rió al recordarlo—. Entonces sí que hacía tonterías, y encima era pobre. Mala combinación.

—Las hay mejores.

—Ahora somos ricos, y hago menos tonterías. ¿Pero deque nos sirve, curadora? El dinero no puede ayudar a Jesse. Ni tampoco la sabiduría.

—Tienes razón. No pueden ayudarla. Ni yo tampoco. Sólo Alex y tú podéis.

—Lo sé —la voz de Merideth era baja y triste—. Pero Jesse tardará mucho tiempo en acostumbrarse.

—Está viva, Merideth. El accidente ha estado a punto de matarla… ¿No crees que hay que estar agradecido por eso?

—Para mí, sí —las palabras habían empezado a hacerse pastosas—. Pero no conoces a Jesse. De dónde es, por qué está aquí… —Merideth miró a Serpiente, dudando, y luego continuó—. Está aquí porque no soporta estar atrapada. Antes de unirnos, era rica y poderosa, y estaba en un lugar seguro. Pero toda su vida y su trabajo habían sido planeados de antemano. Podría haber sido una de las administradoras de Centro…

—¡La ciudad!

—Sí, todo era suyo si lo hubiera querido. Pero no quiso vivir bajo un suelo de piedra. Se vino al exterior sin nada, a labrarse su propio destino. A ser libre. Ahora… las cosas que más le gustan no estarán a su alcance. ¿Cómo puedo decirle que se alegre de estar viva cuando sabe que nunca volverá a andar por el desierto, o encontrar un diamante para que yo haga un nuevo pendiente, ni volver a domar otro caballo ni a hacer el amor?

—No sé —dijo Serpiente—. Pero si Alex y tú veis esa vida como una tragedia, se convertirá ineludiblemente en una tragedia.

Poco antes del amanecer, el calor remitió un poco, pero en cuanto la luz creció, la temperatura volvió a aumentar. El campamento estaba sumido en las sombras, pero incluso con la protección de las paredes de roca, el calor era casi como una presión palpable.

Alex roncaba y Merideth dormía pacíficamente a su lado, sin importarle el ruido, rodeando los hombros de Alex con un fuerte brazo. Serpiente yacía en el suelo de la tienda, boca abajo, con los brazos extendidos. Las finas fibras de la alfombra le hacían suaves cosquillas en la mejilla, húmeda de sudor. Le dolía la mano, pero no podía dormir, y no se veía con la energía necesaria para levantarse.

Se sumió en un sueño en el que aparecía Arevin. Podía verle más claramente que cuando estaba despierta. Era un sueño curioso, casto e infantil. Apenas tocaba las yemas de los dedos de Arevin y entonces él empezaba a difuminarse. Serpiente extendió la mano desesperadamente. Se despertó jadeando de tensión sexual, con el corazón desbocado.

Jesse se agitó. Durante un instante, Serpiente no se movió; luego se levantó con pereza. Miró a los otros dos. Alex dormía profundamente con el momentáneo olvido de los jóvenes, pero arrugas de cansancio surcaban la cara de Merideth, y el sudor aplastaba los brillantes rizos negros. Serpiente se arrodilló junto a Jesse, quien yacía boca abajo como la habían dejado, apoyando la mejilla en una mano y cubriéndose los ojos con la otra.

Se está haciendo la dormida, pensó Serpiente, pues la línea de su brazo, la curva de sus dedos, no muestran relajación, sino tensión. O quiere dormir, como yo. Las dos quisiéramos dormir, dormir e ignorar la realidad.

—Jesse —dijo en voz baja—. Jesse, por favor.

Jesse suspiró y dejó que su mano cayera sobre la sábana.

—Hay caldo para que lo bebas en cuanto te sientas con fuerzas. Y vino, si quieres.

Jesse sacudió la cabeza casi imperceptiblemente, sus labios estaban secos. Serpiente no podía permitir que se deshidratase, pero tampoco quería discutir con ella para obligarla a comer.

—No sirve de nada —dijo Jesse.

—Jesse…

Jesse colocó la mano sobre la de Serpiente.

—No, está bien. He pensado en lo que ha sucedido. He soñado. —Serpiente advirtió que sus ojos marrón oscuro estaban ribeteados de oro. Las pupilas eran muy pequeñas—. No puedo vivir así. Ni ellos tampoco. Se destruirían en el intento. Curadora…

—Por favor… —susurró Serpiente, otra vez temerosa, más temerosa de lo que había estado en toda su vida—. Por favor, no…

—¿No puedes ayudarme?

—A morir, no. ¡No me pidas que te ayude a morir! Se puso en pie y salió de la tienda. El calor la abofeteó, pero no había ningún sitio a donde escapar. Las paredes del cañón y los pilares de roca se alzaban a su alrededor.

Cabizbaja, temblorosa, con el sudor picándole los ojos, Serpiente se detuvo y se recuperó. Había actuado alocadamente y estaba avergonzada de su pánico, su propio temor tenía que haber asustado a Jesse, pero aún no podía regresar y enfrentarse a ella. Se alejó de la tienda no en dirección al desierto, donde el sol y la arena se agitaban como una fantasía, sino hacia un recodo en la pared del cañón que estaba cerrado con una valla a manera de corral.

A Serpiente le pareció innecesario encerrar a los caballos, pues estos se encontraban inmóviles, en grupo, con las cabezas gachas, manchados de polvo y con las orejas mustias. Ni siquiera agitaban las colas: no existían insectos en el desierto negro. Serpiente se preguntó dónde estaría la hermosa yegua baya de Merideth. Pensó que aquel grupo de bestias era lamentable. Colgados de la verja o amontonados sin orden, sus arreos brillaban con metal y joyas preciosas. Serpiente colocó las manos sobre una de las estacas de madera y cuerda, y descansó la barbilla sobre sus puños.

Se dio la vuelta ante el sonido del agua corriendo, sorprendida. En el otro extremo del corral, Merideth llenaba un abrevadero de cuero sostenido por un marco de madera. Los caballos parecieron cobrar vida, alzaron la cabeza y adelantaron las orejas. Luego, trotando casi al galope, todos en un remolino, relinchando, atropellándose y pateándose mutuamente, los caballos cruzaron la arena. Estaban transformados, ahora parecían hermosos.

Merideth se detuvo cerca, sosteniendo el pellejo vacío, y miró a la pequeña horda más que a Serpiente.

—Jesse tiene un don especial con los caballos. Los elige, los entrena… ¿Pasa algo malo?

—Lo siento. La he trastornado. No tenía derecho…

—¿A decirle que viva? Tal vez no lo tengas, pero me alegro de que lo hicieras.

—No importa lo que yo le diga —repuso Serpiente—. Ella tiene que desear la vida por sí misma.

Merideth agitó los brazos y gritó. Los caballos que se encontraban más cerca del agua se retiraron, dando a los otros oportunidad de beber. Éstos se acercaron y saciaron su sed, luego se quedaron cerca esperando más.

—Lo siento —dijo Merideth—. Es todo por ahora.

—Tienes que cargar gran cantidad de agua para ellos.

—Sí, pero los necesitamos a todos. Llegamos con agua y nos vamos con el oro y las piedras que Jesse encuentra —la yegua torda metió la cabeza entre las cuerdas del cercado y mordisqueó la manga de Merideth, estiró el cuello para que la acariciaran tras las orejas y bajo la mandíbula—. Desde que llegó Alex viajamos con más… cosas. Lujos. Alex dijo que impresionaríamos a la gente de esa forma y que querrían comprárnoslas.

—¿Funciona?

—Eso parece. Ahora vivimos muy bien. Puedo escoger mis comisiones.

Serpiente miró a los caballos, que vagabundeaban uno por uno hacia las sombras del corral. El vago brillo del sol se asomaba por el borde de la pared, y Serpiente pudo sentir su calor en la cara.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Merideth.

—Cómo conseguir que Jesse quiera vivir.

—No querrá vivir sin ser útil. Alex y yo la amamos. La cuidaríamos sin importarnos nada más. Pero eso no es suficiente para ella.

—¿Tiene que andar para ser útil?

—Curadora, es nuestra prospectora. —Merideth miró a Serpiente tristemente—. Ha intentado enseñarme cómo mirar y dónde hacerlo. Comprendo lo que me dice, pero cuando salgo no soy capaz de encontrar nada más que cristal fundido y oro de los tontos.

—¿Le has enseñado tu trabajo?

—Por supuesto. Cada uno de nosotros puede hacer un poco del trabajo de los demás. Pero cada uno tiene un talento. Ella es mejor en mi trabajo que yo en el suyo, y yo soy mejor que Alex en el suyo, pero la gente no comprende sus diseños. Son demasiado extraños. Son hermosos. —Merideth suspiró y tendió a Serpiente un brazalete, el único ornamento que llevaba. Era de plata, sin piedras, geométrico y de múltiples facetas sin llegar a ser ostentoso. Merideth tenía razón: era hermoso, pero también extraño—. Nadie los comprará. Lo sabe. Haría cualquier cosa. Le mentiría si sirviera de algo, pero ella lo sabría. Curadora… —Merideth dejó caer el pellejo en la arena—. ¿No hay nada que puedas hacer?

—Puedo manejar infecciones, enfermedades y tumores. Incluso puedo practicar cirugía si no es demasiado avanzada para mis herramientas. Pero no puedo obligar al cuerpo a sanar solo.

—¿Puede hacerlo alguien?

—Nadie que yo conozca en esta tierra.

—No eres una mística. No te refieres a ningún espíritu que pueda obrar milagros. Estás diciendo que la gente de fuera de la tierra podría ayudarla.

—Podrían —dijo Serpiente lentamente, lamentando haber hablado como lo había hecho. No había esperado que Merideth notara su resentimiento. La ciudad afectaba a toda la gente a su alrededor; era como el centro de un remolino, misterioso y fascinante. Y era el lugar donde a menudo aterrizaban los extraños. Gracias a Jesse, Merideth sabía de ellos y de la ciudad probablemente más que la propia Serpiente, pues ésta siempre había tenido que recurrir a la fe ciega para creer en las historias de la ciudad. Para alguien que vivía en una tierra donde las estrellas rara vez eran visibles, era difícil aceptar la idea de que había gente procedente del exterior.

—Es posible que en la ciudad sean capaces de curarla —dijo Serpiente—. ¿Cómo puedo saberlo? Los que viven allí no nos hablan. Se mantienen al margen de nosotros, y en cuanto a los extraños… nunca he conocido a nadie que dijera haber visto uno.

—Jesse sí.

—¿La ayudarían?

—Su familia es poderosa. Podrían hacer que los extraños se la llevaran para curarla.

—Los habitantes de Centro y los extraños guardan celosamente sus conocimientos, Merideth —dijo Serpiente—. Al menos nunca se han ofrecido para compartirlos.

Merideth frunció el ceño y miró en otra dirección.

—Creo que al menos deberíamos intentarlo. Podría darle esperanza…

—Y si rehúsan, la esperanza volverá a romperse.

—Necesita tiempo.

Merideth pensó y replicó finalmente:

—¿Vendrás con nosotros? ¿Nos ayudarás?

Ahora fue Serpiente quien dudó. Ya casi se había decidido a regresar a la estación de los curadores y aceptar el veredicto de sus maestros cuando les contara sus errores. Se había preparado para ir al valle. Pero pensó en aquel viaje diferente y advirtió la dificultad de la tarea que proponía Merideth. Necesitarían con urgencia a alguien que supiera los cuidados que requería Jesse.

—¿Curadora?

—De acuerdo. Iré.

—Entonces, vamos a preguntárselo a Jesse.

Regresaron a la tienda. Serpiente se sorprendió al descubrirse optimista; estaba sonriendo, verdaderamente animada por primera vez en mucho tiempo.

En el interior de la tienda, Alex estaba sentado junto a Jesse. Miró a Serpiente cuando entró.

—Jesse —dijo Merideth—. Tenemos un plan.

Le volvieron a dar la vuelta, siguiendo cuidadosamente las instrucciones de Serpiente. Jesse alzó una mirada cansada, envejecida por las profundas arrugas que se habían formado en torno a su frente y a su boca.

Merideth explicó el plan con gestos excitados. Jesse escuchó, impasible. La expresión de Alex se endureció, incrédula.

—Has perdido el juicio —dijo cuando Merideth terminó.

—¡No! ¿Por qué dices eso cuando tenemos una oportunidad?

Serpiente miró a Jesse.

—¿La tenemos?

—Eso creo —dijo Jesse, pero respondió muy despacio, muy pensativamente.

—Si te llevamos a Centro, ¿podría ayudarte tu gente? Jesse dudó.

—Mis primos tienen algunas técnicas. Podían curar heridas muy malas. ¿La columna? Tal vez. No lo sé. Y no hay ninguna razón para que me ayuden, ya no.

—Siempre me has hablado de lo importante que son los lazos de sangre entre las familias de la ciudad —dijo Merideth—. Eres de su clase…

—Los dejé —dijo Jesse—. Rompí los lazos. ¿Por qué deberían aceptar mi regreso? ¿Quieres que vaya y les suplique?

—Sí.

Jesse se miró las piernas, largas e inútiles. Alex miró primero a Merideth, luego a Serpiente.

—Jesse, no puedo soportar verte como estás, no puedo soportar ver que deseas la muerte.

—Son muy orgullosos —anunció Jesse—. Herí el orgullo de mi familia al renunciar a ellos.

—Entonces comprenderán lo mucho que te cuesta ir a pedirles ayuda.

—Es una locura intentarlo —dijo Jesse.

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