II – Los rostros invisibles

I

Hecho curioso (curioso desde el punto de vista de los acontecimientos posteriores), pocas veces Martín fue tan feliz como en las horas que precedieron a la entrevista con Bordenave. Alejandra estaba de excelente humor y tenía ganas de ir al cine: ni siquiera se disgustó cuando aquel Bordenave malogró esa intención citando a Martín a las siete. Y en momentos en que Martín se disponía a preguntar por el bar americano, ella lo arrastró de un brazo, como quien conoce el lugar: primer episodio que enturbió la felicidad de aquella tarde.

Un mozo se lo señaló. Estaba con dos señores, discutiendo con papeles sobre la mesa. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y elegante, bastante parecido a Anthony Edén. Pero unos ojos ligeramente irónicos y cierta sonrisa lateral le daban un aire muy argentino. "Ah, es usted", le dijo, y excusándose ante aquellos caballeros, lo invitó a sentarse en torno de una mesa cercana; pero como Martín, balbuceando, mirara en dirección de Alejandra, Bordenave, después de mantener unos segundos la mirada sobre ella, dijo "Ah, muy bien, vamos entonces para allá".

Fue notorio para Martín el desagrado que aquel hombre provocó en Alejandra, que durante el tiempo que duró la entrevista se mantuvo dibujando pájaros sobre una servilleta de papel: uno de los signos de desagrado que Martín le conocía muy bien. Atormentado por aquel brusco cambio de humor, Martín debía hacer esfuerzos para seguir la conversación de Bordenave, quien, al parecer, hablaba de cosas ajenas a la misión que Martín tenía. En suma, le pareció un aventurero sin escrúpulos, pero lo importante era que el desalojo quedaba sin efecto.

Cuando salieron, cruzaron la calle, se sentaron en un banco de la plaza y Martín, preocupado, le preguntó a Alejandra qué le había parecido aquel individuo.

– Qué me va a parecer. Un argentino.

A la luz del fósforo que encendió para el cigarrillo, Martín observó que su cara se había endurecido. Luego permaneció callada. Martín, por su parte, se preguntaba qué podía haberla transformado tan repentinamente, pero era obvio que la causa era Bordenave. Aquel hombre había hablado, innecesariamente, de hechos que no le dejaban bien, a propósito de los italianos que estaban con él. ¿Qué podía ser? Lo cierto es que su aparición había enturbiado la paz anterior como la entrada de un reptil en un pozo de agua cristalina del que bebemos.

Alejandra dijo que le dolía la cabeza, y que prefería volver a su casa para acostarse. Y cuando se iban a separar, allá en la calle Río Cuarto, abrió por fin la boca para comunicarle que conversaría con Molinari, pero que no se hiciese ninguna ilusión.

– ¿Y cómo hago? ¿Me darás una carta?

– Ya veremos. Quizá lo llame por teléfono y te deje un mensaje.

Martín la miró asombrado: ¿Un mensaje? Sí, ya tendría noticias.

– Pero… -balbuceó.

– ¿Pero qué?

– Quiero decir… ¿No me lo podes comunicar mañana, cuando nos veamos?

El rostro de Alejandra aparecía envejecido.

– Mira. No te puedo decir ahora cuándo nos veremos.

Martín, consternado, farfulló algo sobre lo que habían convenido aquella misma tarde para el día siguiente. Entonces ella exclamó:

– ¡No me siento bien! ¿No lo ves?

Martín se dio vuelta para irse, mientras ella abría la puerta de la verja. Y había comenzado a alejarse cuando oyó que lo llamaba.

– Espera.

Con una voz menos dura le dijo:

– Mañana a la mañana le telefonearé a ese hombre, y al mediodía te dejaré un mensaje.

Estaba ya entrando cuando agregó con una risa dura y aviesa:

– Fíjate en la secretaria que tiene, esa rubia.

Martín se quedó perplejo, mirándola.

– Es una de sus amantes.

Éstos son los hechos de aquel día. Tendría que pasar un tiempo para que Martín volviera a considerar aquella entrevista con Bordenave, como después de un crimen se examina con atención un lugar o un objeto al que nadie dio antes importancia.

II

Años después, por la época en que Martín volvió del sur, uno de los temas de sus conversaciones con Bruno fue aquella relación entre Alejandra y Molinari. Volvía a hablar de Alejandra -pensaba Bruno- como quien intenta restaurar un alma ya en descomposición, un alma que habría querido inmortal, pero que ahora sentía resquebrajarse y disgregarse poco a poco, como siguiendo a la putrefacción del cuerpo, como si le fuera imposible sobrevivir demasiado tiempo sin su soporte y sólo pudiera perdurar el tiempo que perdura la sutil emanación que se desprendió de aquel cuerpo en el instante de la muerte: especie de ectoplasma o de gas radiactivo que irá luego sufriendo su propia atenuación, eso que algunos consideran el fantasma del muerto, fantasma que mantiene difusamente la forma del ser que desapareció, pero haciéndose más y más inconsistente, hasta disolverse en la nada final; momento en que el alma acaso desaparezca para siempre, si se excluyen esos fragmentos o ecos de fragmentos que perduran ¿pero por cuánto tiempo? en el alma de los demás, de los que conocieron y odiaron o amaron a aquel ser desaparecido.

Y así Martín trataba de rescatar fragmentos, recorría calles y lugares, hablaba con él, insensatamente recogía cositas y palabras; como esos familiares enloquecidos que se empeñan en juntar los mutilados destrozos de un cuerpo en el lugar donde se precipitó el avión; pero no en seguida, sino mucho tiempo después, cuando esos restos no sólo están mutilados sino descompuestos.

No de otro modo podía explicar Bruno que Martín se empecinara en recordar y analizar aquello de Molinari. Y mientras se hacía estas reflexiones sobre el cuerpo y la disgregación del alma, Martín, que un poco hablaba como para sí mismo, le decía que, a su juicio, aquella disparatada entrevista con Molinari era, sin duda, un momento clave en su relación con Alejandra; entrevista que en aquel entonces le pareció sorprendente: tanto por habérsela conseguido Alejandra, sabiendo, como sin duda sabía, que Molinari no le daría trabajo, como por haberle otorgado tanto tiempo a un muchacho insignificante como era él un hombre importante y ocupado como era Molinari.

Si en aquel momento -pensaba Bruno- hubiera tenido esa lucidez que ahora tenía, habría podido advertir o por lo menos sospechar que algo inquietante estaba ya a punto de estallar en el espíritu de Alejandra; y esos indicios podrían haberle anunciado que su amor, o su afecto por Martín, o lo que fuera aquello, estaba por llegar a su fin: catastróficamente.

– Todos debemos trabajar -añadió Alejandra, en aquel entonces-. El trabajo dignifica al hombre. Yo también he decidido trabajar.

Frase que a pesar de su tono irónico alegró a Martín, porque siempre había pensado que cualquier tarea concreta tenía que ser buena para ella. Y la cara de Martín hizo comentar a Alejandra "veo que la noticia te alegra", con una expresión en que básicamente se mantenía el sarcasmo de antes, pero sobre la cual parecían querer manifestarse algunos signos de ternura; como en un campo desolado por las calamidades (pensó más tarde), entre animales muertos, hinchados y malolientes, entre cadáveres abiertos y desgarrados por los chimangos, a pesar de todo algún yuyito pugna por levantarse, chupando insignificantes e invisibles restos de agua que milagrosamente subsisten en capas más profundas del páramo.

– Pero no te deberías alegrar tanto -agregó.

Y como Martín la mirara, explicó:

– Voy a trabajar con Wanda.

Desapareciendo entonces su alegría -le decía a Bruno- como agua cristalina en un resumidero, donde uno sabe que se mezclará con repugnantes-desechos. Porque Wanda pertenecía a aquel territorio del que parecía haber venido Alejandra cuando lo encontró (aunque más exacto sería decir "cuando lo buscó"), territorio del que se había mantenido alejada en aquellas semanas de relativa serenidad; aunque también sería más exacto decir que él creía que se había mantenido alejada, porque ahora, vertiginosamente, recordaba cómo en los últimos días Alejandra había vuelto a tomar como antes, y cómo sus desapariciones y ausencias eran no sólo cada vez más frecuentes sino más inexplicables. Pero, del mismo modo que es difícil imaginar un crimen en un día luminoso y limpio, tampoco le era fácil imaginarse que ella pudiera haber vuelto a aquella región en medio de una relación tan pura. Así que, estúpidamente (adverbio agregado mucho después) dijo: "¿Vestidos para mujeres? ¿Diseñar vestidos para mujeres? ¿Vos?", a lo que ella respondió si no comprendía el placer que puede encontrarse ganando dinero con algo que uno desprecia. Frase que en aquel momento le pareció una característica salida de Alejandra, pero que después de su muerte iba a tener motivos para recordar con atroces resonancias.

– Además es como un bumerang, ¿entendés? Cuando más desprecio a esos loros pintarrajeados, más me desprecio a mí misma. ¿No ves que es negocio redondo?

Frases cuyo análisis esa noche le impedía dormir. Hasta que el cansancio lo fue empujando suave pero firmemente hacia eso que Bruno llamaba pasajero suburbio de la muerte, premonitorias regiones en que vamos haciendo el aprendizaje del gran sueño, pequeños y torpes balbuceos de la tenebrosa aventura definitiva, confusos borradores del enigmático texto final, con el transitorio infierno de las pesadillas. De modo que al día siguiente somos y no somos los mismos, pues ya pesan sobre nosotros las secretas y abominables experiencias de la noche. Y poseemos, y por eso, un poco de esa calidad de los resucitados y de los fantasmas (decía Bruno). Quién sabe qué perversa metamorfosis del alma de Wanda lo persiguió durante aquella noche, pero a la mañana, durante mucho tiempo sintió que algo pesado pero indefinible se movía en las zonas oscuras de su ser, hasta que comprendió que eso que turbiamente se agitaba era la imagen de Wanda. Y lo comprendió, para peor, en el momento en que ya había entrado en aquella imponente sala de espera, cuando hasta por timidez le era imposible retroceder y cuando llegó al máximo la sensación de desproporción; como en aquel cuento de Chéjov o Averchenko (pensaba) en que un pobre diablo llega hasta el gerente de un banco para finalmente aclarar que desea abrir una cuenta con veinte rublos. ¿Qué desatino era todo aquello? Y estaba a punto de juntar todas sus fuerzas y retirarse cuando oyó que un ordenanza español decía "señor Castillo". Con ironía, claro (pensó). Porque nadie siente tanto desdén por los pobres diablos como los pobres diablos con uniforme. Hombres correctísimos, con zapatos muy lustrados, con chaleco, con el último botón del chaleco desprendido, con portafolios colmados de Papeles Decisivos, esperando en los grandes sillones de cuero, lo miraban con perplejidad e ironía (pensaba) a medida que avanzaba hacia la gran puerta, mientras en otro estrato de su conciencia se repetía "veinte rublos", con mortificante burla hacia sí mismo, hacia sus zapatos agujereados y su traje manchado; todos honorables, con un reloj de oro en la muñeca que medía un tiempo preciso, también de oro, lleno de Acontecimientos Financieros Importantes; tiempo que contrastaba con los grandes espacios inútiles de su vida, en que no hace otra cosa que pensar en un banco del parque; migajas de tiempo andrajoso que contrastaba con aquel tiempo dorado como su piezucha en la Boca con el formidable edificio de IMPRA. Y en el momento mismo en que penetró en el recinto sagrado pensó "tengo fiebre", como siempre le sucedía en los momentos de grandes angustias. Mientras veía al hombre detrás del gigantesco escritorio, sentado en su gran sillón, corpulento, como si estuviera hecho especialmente para aquel edificio. Y con una energía disparatada se repitió "vengo, señor, a depositar veinte rublos".

– Siéntese, por favor -le dijo, indicándole uno de los sillones, mientras firmaba Documentos que le presentaba una mujer oxigenada de una sensualidad que contribuía a hundirlo un poco más, porque (supuso) sería capaz de desnudarse delante de él como delante de un artefacto, como un objeto sin conciencia ni sentidos; o como se desnudaban las grandes favoritas delante de sus esclavos. "Wanda", pensó entonces: Wanda tomando claritos, coqueteando con hombres, con él mismo, riéndose con frívola sensualidad, mojándose los labios con la lengua, comiendo bombones como su madre; mientras veía un mástil cromado sobre el gran escritorio, con una bandera argentina en miniatura; carpeta de cuero; un enorme retrato de Perón dedicado al señor Molinari; varios Diplomas enmarcados; una fotografía con marco de cuero dirigida hacia el señor Molinari; un termo de material plástico; y el poema "Si" de Rudyard Kipling, en caracteres góticos, enmarcado sobre una de las paredes. Numerosos empleados y funcionarios entraban y salían con papeles, y también la secretaria oxigenada, que había salido, volvió a entrar para mostrarle otros Papeles mientras le hablaba en voz baja, pero sin ninguna familiaridad, sin que nadie, y mucho menos los Empleados de la Casa, pudiese sospechar que se acostaba con el señor Molinari. Y dirigiéndose a Martín dijo:

– Así que usted es amigo de Drucha. Y ante la cara de asombro interrogativo del muchacho se rió y comentó como si fuera chistoso: "ah, claro, claro", mientras, con asombro y desgarramiento, Martín se decía Alejandra, Alejandrucha, Drucha, a pesar de lo cual, o por eso mismo, levantaba un censo de aquel hombre grande y corpulento, vestido con un traje de casimir oscuro a rayas claras, con corbata azul de pintitas rojas, con camisa de seda y gemelos de oro, con un alfiler de perla sobre la corbata y un pañuelo de seda que asomaba sobre el bolsillo superior del saco, con un distintivo del Rotary. Un hombre bastante calvo, pero con el resto de pelo peinado y cepillado con esmero. Un hombre perfumado con agua de Colonia y que parecía afeitado un décimo de segundo antes de entrar Martín en su despacho. Y con terror, oyó que decía, echándose hacia atrás en su sillón, disponiéndose a escuchar la Importante Proposición de Martín.

– Usted dirá.

Un curioso deseo de mortificarse, de humillarse, de confesar de una vez su horrible insignificancia frente al mundo y hasta su estúpido candor (¿no llamaba Drucha a Alejandra?) casi lo impulsó a decir "vengo a depositar veinte rublos". Logró contener el curioso impulso y, con enorme dificultad, como en una pesadilla, explicó que había quedado sin trabajo y que quizá, acaso, había pensado, había imaginado que en IMPRA podía haber alguna tarea para él. Y mientras él hablaba el señor Molinari iba frunciendo el ceño, hasta que de la primitiva sonrisa profesional ya no quedó nada cuando le preguntó dónde trabajaba.

– En la Imprenta López.

– ¿De qué?

– Corrector de pruebas.

– ¿Horario?

Martín recordó las palabras de Alejandra y, sonrojándose, confesó que no tenía horario, que llevaba las pruebas a su casa. Momento en que el señor Molinari acentuó aún más su ceño, mientras atendía el intercomunicador.

– ¿Y por qué perdió ese empleo?

A lo que Martín respondió que en la imprenta hay épocas de más y épocas de menos trabajo, y que en esos casos despiden a los correctores libres.

– De manera que cuando aumente el trabajo podrán volver a tomarlo.

Martín volvió a sonrojarse, mientras pensaba que aquel hombre era demasiado sagaz y que su nueva pregunta estaba destinada a hacerle decir la verdad, verdad que, naturalmente, era mortal.

– No, señor Molinari, no lo creo.

– ¿Motivos? -preguntó, tamborileando con sus dedos.

– Creo, señor, que estaba demasiado preocupado y…

Molinari lo observaba en silencio, con escrutadora dureza. Bajando su vista, y sin que se lo propusiera conscientemente, Martín se encontró diciendo "necesito trabajar, señor, estoy pasando momentos difíciles, tengo serias dificultades de dinero", y cuando levantó sus ojos, le pareció notar un brilló irónico en la mirada de Molinari.

– Pues lamento mucho, señor del Castillo, no poderle ser útil. En primer término, porque nuestro trabajo aquí es muy distinto al que usted hacía en la imprenta. Pero además hay una razón de peso; usted es amigo de Alejandra y eso me crea un problema muy delicado en la organización. Preferimos tener con nuestros empleados una relación más impersonal. No sé si usted me entiende.

– Sí, señor, entiendo perfectamente -dijo Martín, levantándose.

Acaso Molinari advirtió en su actitud algo que por alguna razón no le gustaba.

– Sin embargo, cuando usted tenga más edad… ¿cuántos años tiene? ¿Veinte? -Diecinueve, señor.

– Cuando tenga más edad me va a dar la razón. Y hasta me va agradecer esto. Fíjese: yo no le haría ningún servicio dándole trabajo por simple amistad, sobre todo si al poco tiempo, como es fácil imaginar, vamos a tener dificultades. Examinó un Documento que le trajeron, murmuró algunas observaciones y prosiguió:

– Eso traería malas consecuencias para usted, para nuestra organización, para la misma Alejandra… Por otro lado, me parece que usted es demasiado orgulloso para aceptar un empleo por simple razón de amistad, ¿no es así? Porque si yo le diera trabajo únicamente en atención a Alejandra usted no aceptaría, ¿no es así? -Así es, señor.

– Por supuesto. Y todos saldríamos perdiendo al final: usted, la Empresa, la amistad, todos. Mi lema es no mezclar los afectos con los números.

En ese momento entró un hombre con Papeles, pero miró a Martín como no sabiendo qué debía hacer. Martín se levantó, pero Molinari, tomando aquellos Papeles en sus manos y sin levantar su vista, le dijo que se quedara, que no había terminado. Y mientras revisaba aquel memorándum o lo que fuese, Martín, nerviosísimo y humillado, perplejo, trataba de comprender la razón de todo: por qué lo retenía, por qué perdía el tiempo con una persona insignificante como él. Para colmo aquel Mecanismo parecía de pronto volverse loco: llamadas por alguno de los cuatro teléfonos, conversaciones por el intercomunicador, entradas y salidas de la secretaria oxigenada, firma de Papeles. Cuando por el intercomunicador se le dijo que el señor Wilson quería saber en qué quedaba lo del Banco Central, Martín pensó que su estatura debía de estar reducida a una proporción de insecto. Entonces, a una consulta de su secretario, Molinari, con inesperada violencia, casi gritó: -¡Que espere! Y en el momento en que iba a trasponer la puerta, agregó:

– ¡Y que no me moleste nadie hasta que yo llame! ¿Entendido?

Se produjo un silencio repentino: todos parecían haberse esfumado, los teléfonos dejaron de sonar, y el señor Molinari, nervioso, malhumorado, tamborileando los dedos, se mantuvo un instante pensativo. Hasta que, mirándolo con cuidado, preguntó:

– ¿Dónde conoció a Alejandra?

– En la casa de un amigo -mintió Martín, sonrojándose, porque nunca mentía; pero comprendiendo que terminaría por cubrirse de ridículo si decía la verdad.

Parecía escrutarlo.

– ¿Es muy amigo de ella?

– No sé… quiero decir…

Molinari levantó la mano derecha, como si no fueran necesarios más detalles. Al cabo de un momento, observándolo con cuidado, agregó:

– Ustedes, los jóvenes de hoy, nos creen unos reaccionarios. Sin embargo, y usted seguramente se asombrará, he sido socialista en mis buenos tiempos.

En ese momento, por la puerta lateral, se asomó un Hombre Importante.

Molinari le dijo:

– Pasa, pasa.

El señor se acercó, puso un brazo sobre las espaldas de Molinari y le habló algo al oído, mientras Molinari asentía con la cabeza.

– Bien, bien -comentó-, está bien, que hagan lo que quieran.

Y luego, con una sonrisa que a Martín le pareció secretamente burlona, agregó, señalándolo con un leve gesto:

– Acá, el joven es amigo de Alejandra.

El señor desconocido, con el brazo siempre colocado en el respaldo del sillón de Molinari, le sonrió ambiguamente, con un ligero gesto de saludo.

– Has llegado muy bien, Héctor-dijo Molinari-. Bien sabes cuánto me preocupa el problema de la juventud argentina.

El señor desconocido miró a Martín.

– Le estaba diciendo que siempre los jóvenes piensan que la generación anterior no vale nada, que está equivocada, que son un conjunto de reaccionarios, etcétera, etcétera. El señor desconocido sonrió con benevolencia, mirándolo como representante de la Nueva Generación (pensó Martín). Y pensó también que la Lucha de Generaciones era tan desproporcionada que aumentó un poco más, cuando parecía ya imposible, su sensación de ridículo: ellos, detrás del imponente escritorio, respaldados por la Sociedad Anó nima IMPRA, el retrato de Perón autografiado, el Mástil con la Bandera, el Rotary Club Internacional y el edificio de doce pisos; y él con el traje rotoso y con un hambre de dos días. Más o menos como los zulúes defendiéndose del ejército imperial inglés con flechas y escudos de cuero pintarrajeados, pensó.

– Como le estaba diciendo, ya también en mis tiempos fui socialista y hasta anarquista -tanto él como el recién llegado sonrieron ampliamente, como si estuvieran recordando algo chistoso- y aquí el amigo Pérez Moretti no me dejará mentir, porque juntos hemos pasado muchas cosas. Por otra parte, tampoco vaya a creer que nos avergonzamos. Soy de los que piensan que no es malo que la juventud tenga en su momento ideales tan puros. Ya hay tiempo de perder luego esas ilusiones. Luego la vida le muestra a uno que el hombre no está hecho para esas sociedades utópicas. No hay ni siquiera dos hombres iguales en el mundo: uno es ambicioso, el otro es dejado; uno es activo, el otro es haragán; uno quiere progresar, como el amigo Pérez Moretti o yo, al otro le importa un comino seguir toda su vida como un pobre tinterillo. En fin, para qué seguir; el hombre es por naturaleza desigual y es inútil pretender fundar sociedades donde los hombres sean iguales. Además, observe que sería una gran injusticia: ¿por qué un hombre trabajador ha de recibir lo mismo que un haragán? ¿Y por qué un genio, un Edison, un Henry Ford debe ser tratado lo mismo que un infeliz que ha nacido para limpiar el piso de esta sala? ¿No le parece que sería una enorme injusticia? ¿Y cómo en nombre de la justicia, precisamente en nombre de la justicia, se ha de instaurar un régimen de injusticias? Ésa es una de las tantas paradojas, y siempre he creído que debería escribirse largo y tendido sobre el particular. Yo mismo, le diré, muchas veces he estado con la tentación de escribir alguna cosa en este orden de ideas -dijo mirando a Pérez Moretti, como poniéndolo de testigo, y mientras Martín veía cómo éste asentía con la cabeza se preguntaba pero por qué este hombre pierde todo este tiempo conmigo y llegaba a la conclusión de que alguna cosa de vital importancia debía vincularlo a Alejandra, algo que por alguna extraña razón tenía valor para aquel individuo; y la idea de que pudiera haber vínculos importantes entre Molinari y Alejandra, cualesquiera que fuesen, lo atormentaba más y más a medida que la entrevista se prolongaba, pues la longitud de la entrevista era como la medida de aquel vínculo; y entonces volvía a preguntarse sobre los motivos de aquel envío a Molinari, y oscuramente, sin saber por qué, concluía que Alejandra lo había hecho para "probar algo", en momento en que sus relaciones entraban en un período oscuro; y entonces volvía a repasar los episodios, pequeños o grandes, que en su memoria rodeaban a la palabra "Molinari", como un detective busca con lupa cualquier rastro o indicio, por insignificante que parezca a primera vista, que pueda conducir al esclarecimiento final; pero su cerebro se confundía porque sobre esas angustiosas búsquedas se superponía la voz de Molinari que proseguía desarrollando su Concepción General del Mundo-. Los años, la vida que es dura y despiadada, a uno lo van convenciendo de que esos ideales, por nobles que sean, porque sin duda que son nobilísimos ideales, no están hechos para los hombres tal como son. Son ideales imaginados por soñadores, por poetas casi diría yo. Muy lindos, muy apropiados para escribir libros, para pronunciar discursos de barricadas, pero totalmente imposibles de llevar a la práctica. Quisiera yo verlo a un Kropotkin o a un Malatesta dirigiendo una empresa como ésta y luchando día a día con las normas del Banco Central (aquí se rió, siendo acompañado de buena gana por el señor Pérez Moretti) y teniendo que hacer mil y una maniobras para evitar que el sindicato o Perón, o los dos juntos, le hagan a uno una zancadilla. Y en otro orden de ideas, está muy bien que un muchacho o una chica tengan esos ideales de desprendimiento, de justicia social y de sociedades teóricas. Pero luego usted se casa, quiere regularizar su situación ante la sociedad, debe constituir su hogar, aspiración natural de todo hombre bien nacido, y eso trae el abandono paulatino de esas quimeras, no sé si me entiende lo que quiero decir. Muy fácil es sostener la doctrina anarquista cuando se es muchacho y se es mantenido por los padres. Otra cosa, muy distinta, es tener que enfrentarse con la vida, verse obligado a mantener el hogar que se ha constituido, sobre todo cuando vienen los hijos y las otras obligaciones inherentes a la familia: que la ropa, que la escuela, que los textos, que las enfermedades. Son muy lindas las teorías sociales, pero cuando hay que parar la olla, como vulgarmente se dice, entonces, amiguito, hay que agachar el lomo y hay que comprender que el mundo no está hecho para esos soñadores, para esos Malatestas o Kropotkines. Y fíjese bien que le estoy hablando de estos teóricos anarquistas, porque al menos ésos no predican la dictadura del proletariado, como los comunistas. ¿Puede usted imaginarse un horror como el de un gobierno dictatorial? Ahí tiene el ejemplo de Rusia. Millones de esclavos que trabajan bajo el látigo. La libertad, amigo, es sagrada, es uno de los grandes valores que debemos salvar, cueste lo que cueste. Libertad para todos: libertad para el obrero, que puede buscar trabajo donde más le convenga, y libertad para el patrono, que pueda dar trabajo a quien le parezca mejor. La ley de la oferta y la demanda y el juego libre de la sociedad. Vea el caso suyo: usted viene acá, libremente, y me ofrece su fuerza de trabajo; a mí, por razones equis, no me conviene y no lo tomo. Pero usted es un hombre libre y puede salir de aquí y ofrecer sus servicios en la empresa de enfrente. Fíjese qué cosa invaluable es todo esto: usted, un muchacho humilde, y yo, presidente de una gran empresa, sin embargo actuamos en igualdad de condiciones en esa ley de la oferta y la demanda: podrán decir lo que quieran los dirigistas pero ésa es la ley suprema de una sociedad bien organizada, y aquí, cada vez que este hombre (señaló la fotografía dedicada de Perón), cada vez que este señor se mete en el engranaje de la libre empresa no es más que para perjudicarnos, y en definitiva para perjudicar al país. Por eso, mi lema es, y el amigo Pérez Moretti lo sabe muy bien: ni dictaduras ni utopías sociales. No le digo nada de los otros problemas, los que podríamos denominar problemas de índole moral, ya que no sólo de pan vive el hombre. Me refiero a la necesidad que tiene la sociedad en que vivimos de un orden, de una jerarquía moral, sin la cual, créame, todo se viene abajo. ¿Le gustaría a usted, por ejemplo, que alguien pusiese en duda la honestidad de su madre? Por favor, es un caso hipotético que me permito poner a título de ejemplo. Usted mismo acaba de fruncir el ceño, y ese mismo gesto, que lo honra, ya está revelando todo lo que de sagrado tiene para usted, como para mí, el concepto de madre. Y bien, ¿cómo compaginar ese concepto con una sociedad en que exista el amor libre, en que nadie es responsable de los hijos que se tienen por ahí, en que el matrimonio haya sido echado por la borda como una simple institución burguesa? No sé si entiende lo que quiero decir. Si se minan las bases del hogar… pero ¿le pasa a usted algo?

Martín, muy pálido, a punto de desmayarse, pasaba la mano por su frente, cubierta de un sudor helado.

– No, no -respondió.

– Pues, como le decía, si se minan las bases del hogar, que son el fundamento de la sociedad en que vivimos, si usted destruye el concepto sacrosanto del matrimonio, ¿qué queda?, pregunto yo. El caos. ¿Qué ideales, qué ejemplos puede tener delante la juventud que se va formando? No se puede jugar con todo eso, joven. Le voy a decir más, le voy a decir algo que raramente le digo a nadie pero que me Siento en el deber de decírselo a usted. Me refiero al problema de la prostitución.

Pero en ese instante sonó el intercomunicador, y mientras Molinari preguntaba con mal humor ¿Qué? ¿qué?, Martín seguía con su lupa, tambaleante, cada vez más perdido en aquella niebla repugnante y se decía Wanda, Wanda, repitiéndose aquellas palabras cínicas de Alejandra sobre la necesidad de trabajar, y aquella frase sobre el desprecio hacia los loros pintarrajeados y el consecuente desprecio hacia sí misma; de manera, se decía, como resumiendo sus investigaciones, que Wanda era uno de los elementos de aquel enigma, y Molinari era otro de los elementos ¿y qué otros podía haber?; y entonces volvía a repasar los episodios precedentes y no encontraba nada de relieve, pues sólo estaba aquella entrevista con el individuo llamado Bordenave, individuo desconocido para Alejandra y por lo demás desagradable, hasta el punto que había cambiado de humor, poniéndose hosca y sombría. Mientras veía cómo el rostro endurecido que Molinari había mantenido frente al intercomunicador comenzaba ahora a transformarse en aquel rostro que había decidido ofrecerle a él, a Martín. Y el señor Molinari, en tanto que lo miraba parecía buscar el hilo conductor con lo que venía diciendo, hasta que prosiguió:

– Eso es, la prostitución. Vea usted qué paradoja. Si yo le digo que la prostitución es necesaria, sé perfectamente que usted, en este momento, va a experimentar un rechazo, ¿no es así? Aunque tengo la convicción de que una vez que haya analizado a fondo el problema tendrá que concordar conmigo. Imagínese, en efecto, lo que sería el mundo sin esa válvula de escape. Ahora mismo, y sin ir más lejos, aquí, en nuestro país, un concepto mal entendido de la moral, le advierto que soy católico, ha llevado al clero argentino a hacer prohibir la prostitución. Pues bien, se prohibió la prostitución en el año…

Dudó un instante y miró al señor Pérez Moretti, que lo escuchaba atentamente.

– Me parece que fue en el 35 -dijo el señor Pérez Moretti.

– Pues bien, ¿con qué resultado? Con el resultado de que apareciera la prostitución clandestina. Era lógico. Pero lo grave es que la prostitución clandestina es más peligrosa porque no hay control sanitario. Pero hay todavía algo más: es cara, no está al alcance del bolsillo de un obrero o de un empleado. Porque no es sólo lo que hay que pagarle a la mujer, es lo que hay que gastar en el amueblado. Resultado: Buenos Aires está soportando un proceso de desmoralización cuyas consecuencias no podemos prever.

Levantando su cabeza hacia un costado, y dirigiéndose al señor Pérez Moretti, comentó:

– Precisamente, en la última reunión del Rotary hablé del problema, que está siendo una de las lacras de esta ciudad y quizá del país entero.

Y dirigiéndose nuevamente a Martín, prosiguió:

– Es como una caldera en que se está levantando la presión con las válvulas cerradas. Que eso es la prostitución organizada y legal: una válvula de escape. O hay mujeres de mala vida controladas por el Estado, o llegamos a esto. O se tiene una buena prostitución controlada o la sociedad se enfrenta, tarde o temprano, con el gravísimo peligro de que sus instituciones básicas se puedan venir abajo. Entiendo que este dilema es de hierro y soy de los que piensan que no es cuestión de hacer como el avestruz frente a los peligros, que esconde la cabeza. Yo me pregunto si una muchacha de familia puede estar hoy tranquila, y sobre todo, si pueden estar tranquilos sus padres. Dejo de lado las groserías y suciedades que la niña debe escuchar por las calles, en boca de muchachones o de hombres que no encuentran una salida natural a sus instintos. Dejo de lado todo eso, por desagradable que sea. Pero ¿y qué me dicen del otro peligro? ¿Del peligro de que en las relaciones entre muchachos, entre los novios o simples simpatías no se llegue a mayores? Caramba, un muchacho tiene sangre, tiene instintos al fin y al cabo. Ustedes me perdonarán que hable con tanta crudeza, pero no hay otra forma de encarar este problema. Ese muchacho para colmo, vive enardecido por la falta de una prostitución al alcance de sus posibilidades económicas; por un cine que Dios nos libre, por publicaciones pornográficas, en fin, ¿qué se puede esperar? La juventud, por otra parte, no tiene los frenos que en otro tiempo le imponía un hogar con sólidos principios. Porque hay que confesar que acá somos católicos de la piel para afuera. Pero católicos de verdad, lo que se dice católicos de verdad, créame que no deben pasar de un cinco por ciento, y creo que me quedo largo. ¿Y el resto? Sin ese freno moral, con padres más preocupados de sus asuntos personales que de vigilar lo que debería ser un verdadero santuario… ¿pero qué le pasa?

El señor Pérez Moretti y el señor Molinari corrieron hacia donde estaba sentado Martín.

– No es nada, señor. No es nada -dijo recuperándose-. Ustedes perdonen, pero mejor me retiro…

Se levantó para irse, pero parecía tambalear. Estaba pálido y sudoroso.

– Pero no, hombre. Espere, que le haré traer café -dijo el señor Molinari.

– No, señor Molinari. Ya estoy bien, muchas gracias.

El aire de la calle me hará mejor. Muchas gracias, buenas tardes.

Apenas traspuso la puerta del despacho, hasta donde el señor Molinari y el señor Pérez Moretti lo acompañaron del brazo, apenas estuvo fuera de sus miradas corrió con las fuerzas que le quedaban. Cuando llegó a la calle buscó con la mirada un café, pero no vio ninguno cerca y no podía esperar. Se precipitó entonces hacia el espacio libre entre dos autos y allí vomitó.

III

Mientras esperaba en The Criterion, mirando fotografías de la reina Isabel por un lado y grabados de mujeres desnudas por otro, como si el Imperio y la Pornografía (pensaba) pudieran honorablemente coexistir, del mismo modo que coexisten las familias honestas y los prostíbulos (y no a pesar de eso sino, como brillantemente le explicara Molinari, por eso mismo), su pensamiento volvía a Alejandra, preguntándose cómo y con quién habría descubierto aquel bar Victoriano.

En el mostrador, bajo la sonrisa pequeñoburguesa de la reina ("nunca hubo una familia real tan insignificante", le dijo luego Alejandra), gerentes y altos empleados ingleses tomaban un gin o su whisky y reían de sus chistes. La perla de la Corona, pensó, casi en el momento en que la vio entrar. Pidió un Gilbey y, después de escucharlo a Martín, comentó:

– Molinari es un hombre respetable, un Pilar de la Nación. En otras palabras: un perfecto cerdo, un notable hijo de puta.

Llamó al mozo, mientras decía:

– A propósito, me preguntaste muchas veces por Bruno. Ahora te lo presentaré.

IV

A medida que se acercaban a la esquina de Corrientes y San Martín se oían con mayor violencia los altoparlantes de la Alianza: que se cuidara la oligarquía del Barrio Norte, que los judíos pusieran las barbas en remojo, que los masones dejaran de molestar, que los marxistas terminaran con sus provocaciones.

Entraron en La Helvética. Era un local oscuro, con su alto mostrador de madera y su vieja boiserie. Espejos manchados y equívocos agrandaban y reiteraban turbiamente el misterio y la melancolía de aquel rincón sobreviviente.

Se levantó un hombre muy rubio, de ojos celestes y anteojos con vidrios increíblemente gruesos. Tenía un aire sensual y meditativo y parecía tener unos cuarenta y cinco años. Advirtió que lo observaba con benevolencia y, sonrojándose, pensó: Le ha hablado de mí.

Conversaron unos instantes, pero Alejandra estaba abstraída, hasta que se levantó y se despidió. Martín se encontró entonces solo delante de Bruno, inquieto como si debiera rendir examen y entristecido por la brusca y como siempre inexplicable desaparición de Alejandra. Y de pronto se dio cuenta de que Bruno le estaba haciendo una pregunta cuyo comienzo no había oído. Turbado, iba a pedirle por favor la repitiera cuando, felizmente, llegó un hombre pelirrojo y pecoso, de nariz aguileña, cuyos ojos escrutaban a través de sus anteojos. Tenía una sonrisa rápida y nerviosa. Toda su apariencia era inquietante y por momentos adquiría una tonalidad sarcástica que a Martín, de estar solo con él, le habría impedido abrir la boca aun en caso de incendio. Miraba directamente a los ojos, para colmo, evitando así cualquier escapatoria a los tímidos. Mientras conversaba con Bruno, inclinándose hacia él a través de la mesita, echaba fugaces miradas de soslayo, como quien sufre, o ha sufrido en otro tiempo, persecuciones policiales.

– Veo que usted tiene debilidad por este antro mitrista -comentó Méndez, con su risita feroz, señalando un retrato de Mitre sobre la pared-. ¡Quién le iba a decir al general y al suizo ése que un día aquí, a cincuenta metros del sagrario de La Nación , se iban a reunir sus amigos! A nadie se le ha ocurrido hacer el psicoanálisis de este fenómeno. Hay tantos cafés en Buenos Aires.

Puso un libro sobre la mesita.

– Acabo de leer un artículo de Pereira -comentó Bruno, sonriente, aludiendo al libro.

Méndez puso una de sus mejores caras diabólicas. Su pelo rojo parecía echar chispas, como esos plumeros cargados con la máquina electrostática en las clases. Sus ojos fulguraban con ironía.

– ¡Je! Empieza atacando desde el título. Imagínese: América Latina, un país.

Justamente. Sostiene que esto era un conjunto de nacionalidades oprimidas por España.

– ¡Je! La cabeza de ese individuo está repleta de cuestiones rusas. ¡Conjunto de nacionalidades! Todo el tiempo está pensando en kirguises, en caucasianos, en bielorrusos el país (pensaba Martín), el país, el hogar, buscar la cueva en las tinieblas, el hogar, el fuego caliente, el tierno y luminoso refugio en medio de la oscuridad y como Bruno levantara los ojos, acaso dudando esos ojos que habían visto a Alejandra de niña, esos ojos melancólicos y dulcemente irónicos, mientras veía emerger la figura de Wanda junto a la frase "ganar dinero con algo que uno desprecia", ignorando en aquel momento, sin embargo, qué monstruoso alcance iba a tener un día la frase de Alejandra, pero ya con un alcance lo suficientemente sembrío como para angustiarlo para toda la cipayería de acá, Bassán, Panamá también es una nación, aunque hasta los niños de pecho saben que la inventó la Fruit Co. mientras veía a Wanda tomando claritos hablando de hombres, riéndose con frívola sensualidad, y aquel Janos. aquel inexplicable marido y Bruno lo oía pensativamente, revolviendo el poso del café y entonces Martín observaba sus largas manos nerviosas y se preguntaba cómo podrá haber sido el amor de aquel hombre por la madre de Alejandra, ignorando todavía, que aquel amor se había prolongado en alguna forma sobre la propia hija, de modo que la misma Alejandra en la que Martín cavilaba en ese momento había sido el objeto de cavilaciones del hombre que ahora tenía inocentemente ante sus ojos, bien que (como el mismo Bruno muchas veces lo pensaría y hasta lo insinuaría) la Alejandra de sus cavilaciones no era la misma que ahora atormentaba a Martín pues nunca (sostenía) somos la misma persona para diferentes interlocutores, amigos o amantes; del mismo modo que esos resonadores complejos de las clases de física que responden con alguna cuerda para cada sonido que los estimula, mientras las otras permanecen silenciosas y como ensimismadas, ajenas, reservadas para llamados que quizá algún día requieran su respuesta; llamado que a veces no llega nunca, en cuyo caso aquellas apagadas cuerdas terminan sus días como olvidadas por el mundo, extrañas y solitarias, mientras, casi entusiasmado, tanta era su furia irónica, Méndez exclamaba: ¡Él, hablando de internacionalismo abstracto! ¡Bravo, Pereira, bravo! ¡De los ballets de Jachaturian a la zamba de Vargas! Ahora ha descubierto la Argenti na. Durante años vivió a la rusa, tomó worsch en lugar de sopa, té en vez de mate, vodka en vez de caña. La Argentina era una isla exótica donde estábamos condenados a vivir ¡pero nuestro corazón estaba en Moscú, camarada! y volvía a verlo a Janos, con aquella mirada equívoca y ansiosa (¿por qué?), con su excesiva y untuosa cortesía, besándole las manos, diciéndole "oui, ma chére" o "comme tu veux, ma chére", y por qué ahora se le aparecía con tanta insistencia aquel hombre repugnante, siempre como buscando algo, como si mantuviera una guardia permanente, una anhelante guardia, determinado sin duda por la actitud de Wanda, pero entonces vio a alguien que saludaba a Bruno y se sentaba allá, con los que hablaban en voz baja, mientras Méndez observaba el saludo con mordacidad y decía: Seguro que están en alguno de los complots. ¡Estos nacionalistas clericales, estos archihispanófilos que ahora han descubierto los Estados Unidos! Claro, les ha entrado el miedo con el peronismo, la única defensa contra la barbarie soviética y nuevamente perdió la pista, pensando en aquel Janos hasta que le

pareció que Bruno decía algo sobre la corrupción y entonces Méndez dijo: Eso es moralismo pequeñoburgués, mientras Bruno negaba buenamente con la cabeza y decía: Eso no es lo que yo quiero decir y Martín se atormentaba porque su pensamiento no pudiera seguir la discusión, pensando "soy un tremendo egoísta", porque su pensamiento volvía otra vez a aquella figura untuosa y horrible y a su actitud, a su permanente guardia, algo sin duda determinado por la presencia o la ausencia de Wanda ¿pero qué? y ella aceptándolo con una mezcla de condescendencia e ironía, como si ambos, como si entre ambos, pero entonces Bruno dijo porque corrompe todo lo que toca, porque es un cínico que no cree en nada, ni en el pueblo ni en el peronismo siquiera, porque es un cobarde y un hombre sin grandeza, mientras Méndez sacudía su cabeza con ironía, pensando, seguramente, un incurable pequeñoburgués y mientras Martín pensaba qué confuso es todo, qué difícil es vivir y comprender y como si aquel equívoco Janos fuese así como el símbolo de la confusión que lo dominaba, como si lo fundamental de los seres humanos fuese la ambigüedad, con su zalamera y falsa cortesía en relación a su mujer que, sin embargo (y él lo había observado bien, como todo lo que se relacionaba con Alejandra), con aquella mirada anhelante y ansiosa del que teme o espera algo, en ese caso algo de Wanda ¿por celos quizá?, a los que Alejandra se le había echado a reír comentando "¡qué niño sos, todavía!" agregando aquellas palabras que luego, después de la tragedia, él recordaría con aterradora nitidez: "Janos es una especie de pegajoso monstruo" y como en ese momento Bruno se levantó para telefonear, Martín quedó solo frente a Méndez, que lo examinó con curiosidad, mientras él bebía agua por pura timidez.

– ¡Ese monaguillo irritado! -dijo con sorna, señalando con sus ojos hacia la otra mesa-. Identifican el sufragio universal con la estupidez de las masas, el cuartel con el pundonor, el imperialismo con Lutero.

Emitió su risita.

– Pero ahora están con los yanquis. ¡Lo que es el miedo al pueblo!


Felizmente volvió Bruno.

– Hace un calor insoportable -dijo-. Propongo que salgamos.

Los altoparlantes de la Alianza prometían incendios y horcas.

– Es un café muy cerrado, pero me gusta. No va a durar mucho, piense en los millones que vale la esquina. Es fatal: lo echarán abajo y levantarán un rascacielos, y abajo uno de esos bares interplanetarios llenos de colorinches y ruidos que han inventado los norteamericanos.

Se aflojó la corbata.

– Es un individuo notable. Con la gente que lo odia podría levantarse una sociedad de socorros mutuos más o menos del tamaño del Centro Gallego. En cuanto a mis relaciones con él… bueno, me ha de tener por un intelectual vacilante, un pequeñoburgués putrefacto…

Y se sonrió, mientras pensaba para sí: hombre en perpetua contradicción, Hamlet.

Llegaron al puente de la calle Belgrano y Bruno se detuvo, apoyándose en el pretil, diciendo "ahora por lo menos se respira", en tanto que Martín se preguntaba si aquella costumbre de vagar por el puente, Alejandra la había tomado de Bruno; pero luego pensó que debería de haber sido a la inversa, porque a Bruno lo veía blando, vacilante al compás de sus reflexiones.

Observaba su piel fina, sus manos delicadas y las comparaba con las manos duras y ávidas de Alejandra, con su rostro apretado y anguloso, mientras Bruno pensaba: Estos paisajes sólo el impresionismo los podía pintar, y eso se terminó, así que el artista que siente esto y nada más que esto, se embromó. Y mirando el cielo cargado de nubes, la atmósfera húmeda y un poco pesada los reflejos de los barcos sobre el agua quieta, pensaba que Buenos Aires tenía un cielo y un aire muy parecido a Venecia, seguramente por la humedad del agua estancada, mientras que su pensamiento del otro estrato proseguía con Méndez:

– Por ejemplo, la literatura. Son brutalmente esquemáticos. Proust es un artista degenerado porque pertenece a una clase en decadencia.

Se rió.

– Si esa teoría fuese correcta no existiría el marxismo, y por lo tanto tampoco Méndez. El marxismo tendría que haber sido inventado por un obrero, sobre todo por uno de la industria pesada.

Caminaron por la vereda y entonces Bruno lo invitó a sentarse sobre el parapeto, mirando hacia el río.

A Martín lo asombró ese rasgo de juventud, rasgo que le confería ante sus ojos un aspecto de afectuosa camaradería hacia él; y el tiempo que le concedía, su afectuosa familiaridad parecían una garantía del afecto de Alejandra hacia él, hacia Martín; pues no le sería concedida por un hombre importante si él, un muchacho desconocido, no estuviese respaldado por la consideración y acaso por el amor de Alejandra. De modo que aquella conversación, aquella caminata, aquel sentarse juntos, eran como una confirmación (aunque indirecta, aunque frágil) de su amor, un cierto certificado (aunque borroso, aunque ambiguo) de que ella no estaba tan alejada como él se suponía.

Y mientras Bruno aspiraba la brisa que pesadamente llegaba del río, Martín recordaba momentos parecidos en aquel mismo parapeto con Alejandra. Acostado sobre el murallón, con la cabeza sobre su regazo, era (había sido) verdaderamente feliz. En el silencio de aquel atardecer oía el tranquilo murmullo del río abajo mientras contemplaba la incesante transformación de las nubes: cabezas de profetas, caravanas en un desierto de nieve, veleros, bahías nevadas. Todo era (había sido) paz y serenidad en aquel momento. Y con tranquila voluptuosidad, como en los somnolientos e indecisos instantes que siguen al despertar, reacomodaba su cabeza sobre el regazo de Alejandra, mientras pensaba qué tierno, qué dulce era sentir su carne debajo de su nuca; esa carne que en opinión de Bruno era algo más que carne, algo más complejo, más sutil, más oscuro que la mera carne hecha de células, tejidos y nervios; pues también era (pongamos el caso de Martín), era ya recuerdo y, por lo tanto, algo que se defendería de la muerte y de la corrupción, algo transparente, tenue pero con cierta calidad de lo eterno e inmortal; era Louis Armstrong tocando su trompeta en el Mirador, cielos y nubes de Buenos Aires, las modestas estatuas del Parque Lezama en el atardecer, un desconocido tocando una cítara, una noche en el restaurante Zur Post. una noche de lluvia refugiados debajo de una marquesina (riéndose), calles del barrio sur, techos de Buenos Aires vistos desde el bar del piso veinte del Comega. Y todo eso lo sentía a través de su carne, de su suave y palpitante-carne que, aunque destinada a disgregarse entre gusanos y grumos de tierra húmeda (típico pensamiento de Bruno), ahora le permitía entrever esa especie de eternidad; porque como también alguna vez le diría Bruno, estamos de tal modo constituidos que sólo nos es dado vislumbrar la eternidad desde la frágil y perecedera carne. Y él había suspirado entonces y ella le había dicho "qué". Y él le había respondido "nada", como respondemos cuando estamos pensando "todo". Momento en que Martín dijo casi sin querer, a Bruno:

– Aquí estuvimos una tarde con Alejandra.

Y como si no pudiera detener su bicicleta, perdido el control, agregó:

– ¡Qué feliz fui aquella tarde!

Arrepintiéndose y avergonzándose en seguida de semejante frase, tan íntima y patética. Pero Bruno, no se rió, ni se sonrió (Martín lo miraba casi aterrado), sino que permaneció pensativo y serio, mirando hacia el río. Y cuando, después de un largo rato, Martín imaginaba que no haría ningún comentario, dijo:

– Así se da la felicidad.

¿Qué quería decir? Se quedó escuchándolo, anhelante, como siempre que se trataba de algo vinculado a Alejandra.

– En pedazos, por momentos. Cuando uno es chico espera la gran felicidad, alguna felicidad enorme y absoluta. Y a la espera de ese fenómeno se dejan pasar o no se aprecian las pequeñas felicidades, las únicas que existen. Es como…

Se calló, sin embargo. Al rato continuó:

– Imagínese un mendigo que desdeña limosnas por el camino, porque le han dado el dato de un formidable tesoro. Un tesoro inexistente.

Volvió a sumirse en sus pensamientos.

– Parecen fruslerías: una conversación apacible con un amigo. A lo mejor esas gaviotas que vuelan en círculos. Este cielo. La cerveza que tomamos hace un rato.

Se movió.

– Se me ha dormido una pierna. Es como si a uno le inyectaran soda.

Se bajó y luego agregó:

– A veces pienso que esas pequeñas felicidades existen precisamente porque son pequeñas. Como esa gente insignificante que pasa inadvertida.

Se calló, y sin ninguna razón aparente dijo:

– Sí, Alejandra es un ser complicado. Y tan distinta a la madre. En realidad es una tontería esperar que los hijos se parezcan a sus padres. Y acaso tengan razón los budistas, y entonces ¿cómo saber quién va a encarnarse en el cuerpo de nuestros hijos?

Como si recitara una broma, dijo:

Tal vez a nuestra muerte el alma emigra:

a una hormiga,

a un árbol,

a un tigre de Bengala;

mientras nuestro cuerpo se disgrega

entre gusanos

y se filtra en la tierra sin memoria,

para ascender luego por los tallos y las hojas,

y convertirse en heliotropo o yuyo,

y después en alimento del ganado,

y así en sangre anónima y zoológica,

en esqueleto,

en excremento.

Tal vez le toque un destino más horrendo

en el cuerpo de un niño

que un día hará poemas o novelas,

y que en sus oscuras angustias

(sin saberlo)

purgará sus antiguos pecados

de guerrero o criminal,

o revivirá pavores,

el temor de una gacela,

la asquerosa fealdad de comadreja,

su turbia condición de feto, cíclope o lagarto,

su fama de prostituta o pitonisa,

sus remotas soledades,

sus olvidadas cobardías y traiciones.

Martín lo oyó perplejo: por una parte parecía que Bruno recitaba en broma, por otra sentía que de algún modo aquel poema expresaba seriamente lo que pensaba de la existencia: sus vacilaciones, sus dudas. Y conociendo ya su extremo pudor, se dijo: Es de él.

Se despidió, tenía que verlo a D'Arcángelo.

Bruno lo siguió con ojos afectuosos, diciéndose lo que todavía tendrá que sufrir. Y después, estirándose sobre el parapeto, colocando sus manos debajo de la nuca, dejó divagar su pensamiento.

Las gaviotas iban y venían.

Todo era tan frágil, tan transitorio. Escribir al menos para eso, para eternizar algo pasajero. Un amor, acaso. Alejandra, pensó. Y también: Georgina. Pero ¿qué, de todo aquello? ¿Cómo? Qué arduo era todo, qué vidriosamente desesperado.

Además no sólo era eso, no únicamente se trataba de eternizar, sino de indagar, de escarbar el corazón humano, de examinar los repliegues más ocultos de nuestra condición.

Nada y todo, casi dijo en alta voz, con aquella costumbre que tenía de hablar inesperadamente en voz alta mientras se reacomodaba sobre el murallón. Miraba hacia el cielo tormentoso y oía el rítmico golpeteo del río lateral que no corre en ninguna dirección (como los otros ríos del mundo), el río que se extiende casi inmóvil sobre cien kilómetros de ancho, como un apacible lago, y en los días de tempestuosa sudestada como un embravecido mar. Pero en ese momento, en aquel caluroso día de verano, en aquel húmedo y pesado atardecer, con la transparente bruma de Buenos Aires velando la silueta de los rascacielos contra los grandes nubarrones tormentosos del oeste, apenas rizado por una brisa distraída, su piel se estremecía apenas como por el recuerdo apagado de sus grandes tempestades; esas grandes tempestades que seguramente sueñan los mares cuando dormitan, tempestades apenas fantasmales e incorpóreas, sueños de tempestades, que sólo alcanzan a estremecer la superficie de sus aguas como se estremecen y gruñen casi imperceptiblemente los grandes mastines dormidos que sueñan con cacerías o peleas.

Nada y todo.

Se inclinó hacia la ciudad y volvió a contemplar la silueta de los rascacielos.

Seis millones de hombres, pensó.

De pronto todo le parecía imposible. E inútil.

Nunca, se dijo. Nunca.

La verdad, se decía, sonriendo con ironía. LA verdad. Bueno, digamos UNA verdad, pero ¿no era una verdad la verdad? ¿No se alcanzaba "la" verdad profundizando en un solo corazón? ¿No eran al fin idénticos todos los corazones?

Un solo corazón, se decía.

Un muchacho besaba a una chica. Pasó un vendedor de helados Laponia en bicicleta: lo chistó. Y mientras comía el helado, sentado sobre el paredón, volvía a mirar el monstruo, millones de hombres, de mujeres, de chicos, de obreros, de empleados, de rentistas. ¿Cómo hablar de todos? ¿Cómo representar aquella realidad innumerable en cien páginas, en mil, en un millón de páginas? Pero -pensaba- la obra de arte es un intento, acaso descabellado, de dar la infinita realidad entre los límites de un cuadro o de un libro. Una elección. Pero esa elección resulta así infinitamente difícil y, en general, catastrófica.

Seis millones de argentinos, españoles, italianos, vascos, alemanes, húngaros, rusos, polacos, yugoslavos, checos, sirios, libaneses, lituanos, griegos, ucrasianos.

Oh, Babilonia.

La ciudad gallega más grande del mundo. La ciudad italiana más grande del mundo. Etcétera. Más pizzerías que en Nápoles y Roma juntos. "Lo nacional." ¡Dios mío! ¿Qué era lo nacional?

Oh, Babilonia.

Contemplaba con mirada de pequeño dios impotente el conglomerado turbio y gigantesco, tierno y brutal, aborrecible y querido, que como un temible leviatán se recortaba contra los nubarrones del oeste.

Nada y todo.

Pero también es cierto -reflexionó- que una sola basta. O acaso dos, o tres, o cuatro. Ahondando en sus corazones.

Peones o ricos, peones o banqueros, hermosos o jorobados.

El sol se ponía y a cada segundo cambiaba el colorido de las nubes en el poniente. Grandes desgarrones grisvioláceos se destacaban sobre un fondo de nubes más lejanas: grises, lilas, negruzcas. Lástima ese rosado, pensó, como si estuviera en una exposición de pintura. Pero luego el rosado se fue corriendo más y más, abaratando todo. Hasta que empezó a apagarse y, pasando por el cárdeno y el violáceo, llegó al gris y finalmente al negro que anuncia la muerte, que siempre es solemne y acaba siempre por conferir dignidad.

Y el sol desapareció.

Y un día más terminó en Buenos Aires: algo irrecuperable para siempre, algo que inexorablemente lo acercaba un paso más a su propia muerte. ¡Y tan rápido, al fin, tan rápido! Antes los años corrían con mayor lentitud y todo parecía posible, en un tiempo que se extendía ante él como un camino abierto hacia el horizonte. Pero ahora los años corrían con creciente rapidez hacia el ocaso, y a cada instante se sorprendía diciendo: "hace veinte años, cuando lo vi por última vez", o alguna otra cosa tan trivial pero tan trágica como ésa; y pensando en seguida, como ante un abismo, qué poco, qué miserablemente poco resta de aquella marcha hacia la nada. Y entonces ¿para qué?

Y cuando llegaba a ese punto y cuando parecía que ya nada tenía sentido, se tropezaba acaso con uno de esos perritos callejeros, hambriento y ansioso de cariño, con su pequeño destino (tan pequeño como su cuerpo y su pequeño corazón que valientemente resistirá hasta el final, defendiendo aquella vida chiquita y humilde como desde una fortaleza diminuta), y entonces, recogiéndolo, llevándolo hasta una cucha improvisada donde al menos no pasase frío, dándole algo de comer, convirtiéndose en sentido de la existencia de aquel pobre bicho, algo más enigmático pero más poderoso que la filosofía parecía volverle a dar sentido a su propia existencia. Como dos desamparados en medio de la soledad que se acuestan juntos para darse mutuamente calor.

V

Tal vez a nuestra muerte el alma emigre", se repetía Martín mientras caminaba. ¿De dónde venía el alma de Alejandra? Parecía sin edad, parecía venir desde el fondo del tiempo. "Su turbia condición de feto, su fama de prostituta o pitonisa, sus remotas soledades."

El viejo estaba sentado a la puerta del conventillo, sobre su sillita de paja. Mantenía su bastón de palo nudoso, y la galerita verdosa y raída contrastaba con su camiseta de frisa.

– Salud, viejo -dijo Tito.

Entraron, en medio de chicos, gatos, perros y gallinas. De la pieza, Tito sacó otras dos sillitas.

– Toma -le dijo a Martín-, llévala, que en seguida voy con el mate.

El muchacho llevó las sillas, las puso al lado del viejo, se sentó con timidez y esperó.

– Eh, sí… -murmuró el cochero-, así con la cosa…

¿Qué cosa?, se preguntó Martín.

– Eh, sí… -repitió el viejo, meneando la cabeza, como si asintiera a un interlocutor invisible.

Y de pronto, dijo:

– Yo era chiquito como ese que tiene la pelota y mi padre cantaba.

Quando la tromba sonaba alarma co Garibaldi doviamo partí.

Se rió, asintió varias veces con la cabeza y repitió "eh, sí…"

La pelota vino hacia ellos y casi le pega al viejo. Don Francisco amenazó distraídamente con el bastón nudoso, mientras los chicos llegaban corriendo, recogían la pelota y se retiraban haciéndole morisquetas.

Y luego de un instante, dijo:

– Andávamo arriba la mondaña con lo chico de Cafaredda e ne sentábanlo mirando al mare. Comíamos castaña asada… ¡Quiddo mare azule!

Tito llegó con el mate y la pava.

– Ya t'está hablando del paese, seguro. ¡Eh, viejo, no lo canse al pibe con todo eso bolazo! -mientras le guiñaba un ojo a Martín, sonriendo con picardía.

El viejo negó, meneando la cabeza, mirando hacia aquella región remota y perdida.

Tito se sonreía con benévola ironía mientras cebaba mate. Luego, como si el padre no existiera (seguramente ni oía), le explicó a Martín:

– Sabe, él se pasa el día pensando al pueblo que nació.

Se volvió hacia el padre, lo sacudió un poco del brazo como para despertarlo, y le preguntó:

– ¡Eh, viejo! ¿Le gustaría ver aquello de nuevo? ¿Ante de morir?

El viejo respondió asintiendo con la cabeza varias veces, siempre mirando a lo lejos.

– Si tendría de cuelli poqui soldi ¿se iría en Italia?

El viejo volvió a asentir.

– Si pedería ir aunque má no sería que por un minuto, viejo, nada má que por un minuto, aunque despué tendría de morirse, ¿le gustaría, viejo?

El viejo movió la cabeza con desaliento, como diciendo "para qué imaginar tantas cosas maravillosas".

Y como quien ha hecho la prueba de alguna verdad, Tito miró a Martín, y le comentó:

– ¿No te decía, pibe?

Y se quedó pensando mientras le alcanzaba el mate a Martín. Al cabo de un momento, agregó:

– Pensar que hay gente podrida en plata. Sin ir má lejo, el viejo vino a l'América con un amigo que se llamaba Palmieri. Lo do con una mano atrá y otra adelante, como quien dice. ¿Sentiste hablar del doctor Palmieri?

– ¿El cirujano?

– Sí, el cirujano. Y también el que era diputado radical. Bueno, son hijo de aquel amigo que vino con el viejo. Como te decía, cuando llegaron a Bueno Saire corrían la liebre junto. Trabajaron de todo: de peón de patio, empedraron calle, qué se yo. Al viejo, aquí lo tené. El otro amarrocó guita pa tirar p'arriba. Y si t'e visto no me acuerdo. Una ve, cuando todavía vivía la finada mi madre y cuando al Tino lo metieron preso por anarquista, la vieja tanto embromó que el viejo fue a verlo al diputado. ¿Queré creer que l'hizo esperar tre hora a la amansadora y después le mandó decir que fuera al otro día? Cuando vino en casa yo le dije: viejo, si vuelve de ese canalla yo no soy má su hijo.

Estaba indignado. Se arregló la corbata raída y luego agregó:

– Así e l'América, pibe. Haceme caso: hay que ser duro como yo. No mirar ni atrá ni a lo costado. Y si hay que cafishiar a la vieja, cafishiala. Si no, buena noche.

Amenazó a los chicos y después masculló, con resentimiento:

– ¡Diputado! Todo lo político son iguale, créeme, pibe. Todo están cortado por la misma tijera: radicale, orejudo, socialista. Tenía razón el Tino cuando decía la humanidá tiene de ser ácrata. Te soy sincero: yo no votaría nunca si no sería que tengo que votar por lo conservadore.

Martín lo miró son sorpresa.

– ¿Te llama la atención? Y sin embargo e la pura verdá. Qué le vamo a hacer.

– ¿Pero, por qué?

– Eh, pibe, siempre hay un porqué a toda la cosa, como decía el finado Zanetta. Siempre hay un misterio.

Sorbió el mate.

Durante un buen rato se mantuvo callado, casi melancólico.

– Mi viejo lo llevaba a don Olegario Souto, que era caudillo conserva de Barracas al Norte. Y una de la hija de don Olegario se llamaba María Elena. Era rubia y parecía un sueño.

Sonrió en silencio, con turbación.

– Pero imagináte, pibe… eran gente rica… y yo, adema… con este escracho…

– ¿Y cuándo fue todo eso? -preguntó Martín, admirado.

– Y, te estoy hablando del año quince, un año antes de la subida del Peludo.

– Y ella, ¿qué pasó después?

– ¿Ella? Y… qué va a pasar… se casó… un día se casó… Me acuerdo como si sería hoy. El 23 de mayo de 1924.

Se quedó cavilando.

– ¿Y por eso vota siempre por los conservadores?

– Así e, pibe. Ya ve que todo tiene su explicación. Hace má de treinta año que voto por eso malandrine. Qué se va a hacer.

Martín se quedó mirándolo con admiración.

– Eh, sí… -murmuró el viejo-. A Natale lo decábano bacare.

Tito le guiñó un ojo a Martín.

– ¿A quién, viejo?

– Lo briganti.

– ¿Viste? Siempre la misma cosa. ¿Pa qué lo dejaban bajar, viejo?

– Per andaré a la santa misa. Due hore.

Asintió con la cabeza, mirando a lo lejos.

– Eh, sí… La notte de Natale. I fusilli tocábano la zambuna.

– ¿Y qué cantaban lo fusilli, viejo?

– Cantábano

La notte de Natale e una festa principale que nascio nostro Signore a una povera mangiatura.

– ¿Y había mucha nieve, viejo?

– Eh, sí…

Y se quedó meditando en aquella tierra fabulosa. Y Tito le sonrió a Martín con una mirada en que estaban mezcladas la ironía, la pena, el escepticismo y el pudor.

– ¿No te dije? Siempre la misma historia.

VI

Esa noche, mientras Martín deambulaba por la ribera empezó a llover después de largos, ambiguos y contradictorios preparativos. En medio de continuos relámpagos comenzaron a caer algunas gotas, vacilantemente, tanto como para dividir a los porteños -sostenía Bruno- en esos dos bandos que siempre se forman en los días bochornosos de verano: los que, con la expresión escéptica y amarga que ya tienen medio estereotipada por la historia de cincuenta años, afirman que nada pasará, que las imponentes nubes terminarán por disolverse y que el calor del día siguiente será aún peor y mucho más húmedo; y los que, esperanzados y candorosos, aquellos a quienes les basta un invierno para olvidar el agobio de esos días atroces, sostienen que "esas nubes darán agua esta misma noche" o, en el peor de los casos, "no pasará de mañana". Bandos tan irreductibles y tan apriorísticos como los que sostienen que "este país está liquidado" y los que dicen que "saldremos adelante porque siempre aquí hay grandes reservas". En resumen: las tormentas de Buenos Aires dividen a sus habitantes como las tormentas de verano en cualquier otra ciudad actual del mundo: en pesimistas y optimistas. División que (como le explicaba Bruno a Martín) existe a priori, haya o no tormentas de verano, haya o no calamidades telúricas o políticas; pero que se hace manifiesta en esas condiciones como la imagen latente en una placa con el revelado. Y (también le decía), aunque eso es válido para cualquier región del mundo donde haya seres humanos, es indudable que en la Argentina, y sobre todo en Buenos Aires, la proporción de pesimistas es mucho mayor, por la misma razón que el tango es más triste que la tarantela o la polca o cualquier otro baile de no importa qué parte del mundo. La verdad es que esa noche llovió intensa y furiosamente, batiendo en retirada al bando de los pesimistas; en retirada momentánea, claro, porque nunca este bando se retira del todo y jamás admite una derrota definitiva, pues siempre puede decir (y dice) "veremos si de verdad refresca". Pero el viento del sur fue aumentando su intensidad a medida que llovía, trayendo ese frío cortante y seco que viene desde la Patagonia, y ante el cual los pesimistas, siempre invencibles, por la naturaleza misma del pesimismo, pronuncian fúnebres presagios de gripes y resfríos, cuando no de pulmonías "porque en esta ciudad maldita uno no puede saber cuando sale al centro desde la mañana, si debe llevarse sobretodo (a pesar del calor) o traje liviano (a pesar del frío)". De modo que, sostienen, los pobres diablos que viven en los suburbios, a una hora de tren y de subterráneo de sus oficinas, están siempre amenazados por los peligros del frío repentino o por las incomodidades de un calor húmedo e insoportable. Idea que Bruno resumía diciendo que en Buenos Aires no hay clima sino dos vientos: norte y sur.

Desde el café de Almirante Brown y Pedro de Mendoza, Martín contemplaba cómo la lluvia barría la cubierta de los barcos, fragmentariamente iluminados por los relámpagos.

Y cuando pudo salir, después de medianoche, debió ir corriendo hasta su pieza para no helarse.

VII

Pasaron muchos días sin que Alejandra diera señales de vida, hasta que por fin se decidió a telefonearla. Logró estar con ella algunos minutos en el bar de Esmeralda y Charcas, que lo dejaron en un estado de ánimo peor que el de antes: ella se limitó a contar (¿con qué objeto?) atrocidades de aquellas mujeres de la boutique.

Luego volvieron a transcurrir días y días, y nuevamente Martín se arriesgó a llamar por teléfono: Wanda le contestó que no estaba en aquel momento, que le daría su mensaje. Pero no hubo noticias de ella.

Varias veces estuvo a punto de dejarse vencer y de ir a la boutique. Pero se detenía a tiempo, porque sabía que hacerlo era pesar un poco más sobre su vida, y (pensaba), por lo tanto, distanciarla todavía más; del mismo modo que el náufrago desesperado por la sed sobre su bote debe resistir la tentación de tomar agua salada, porque sabe que únicamente le acarreará una sed aun más insaciable. No, claro que no la llamaría. Tal vez lo que pasaba era que ya había cortado demasiado su libertad, había pesado excesivamente sobre ella; porque él se había lanzado, se había precipitado sobre Alejandra, impulsado por su soledad. Y acaso si le concedía toda la libertad era posible que volvieran los primeros tiempos.

Pero una convicción más profunda, aunque tácita, lo inclinaba a pensar que el tiempo de los seres humanos no vuelve nunca para atrás, que nada vuelve a ser lo que era antes y que cuando los sentimientos se deterioran o se transforman no hay milagro que los pueda restaurar en su calidad inicial: como una bandera que se va ensuciando y gastando (le había oído decir a Bruno). Pero su esperanza luchaba, pues, como pensaba Bruno, la esperanza no deja de luchar aunque la lucha esté condenada al fracaso, ya que, precisamente, la esperanza sólo surge en medio del infortunio y a causa de él. ¿Acaso alguien después podría darle a ello lo que él le había dado? ¿Su ternura, su comprensión, su limitado amor? Pero en seguida la palabra "después" aumentaba su tristeza, porque le hacía imaginar un futuro en que ella no estaría más a su lado, un futuro en que otro ¡otro! le dirá palabras semejantes a las que él le había dicho y que ella había escuchado con ojos fervorosos en momentos que ya le parecían inverosímiles; ojos y momentos que él había creído que serían eternamente para él, que permanecerían para siempre en su absoluta y conmovedora perfección, como la belleza de una estatua. Y ella y ese Otro cuya cara no podía imaginar andarían juntos por las mismas calles y lugares que había recorrido con Martín; mientras él ya no existiría para Alejandra, o apenas sería un recuerdo decreciente de pena y ternura, o acaso de fastidio o comicidad. Y luego se empeñaba en imaginarla en momentos de pasión, pronunciando las palabras secretas que se dicen en esos momentos, cuando el mundo entero y también y sobre todo él, Martín, quedan horrorosamente excluidos, fuera del cuarto en que están sus cuerpos desnudos y sus gemidos; entonces Martín corría a un teléfono, diciéndose que después de todo bastaba discar seis números para oír su voz. Pero ya antes de terminar el llamado lo interrumpía, porque tenía ya la suficiente experiencia para comprender que se puede estar al lado de otro ser, oírlo y tocarlo, y no obstante estar separado por murallas insalvables; así como una vez muertos, nuestros espíritus pueden estar cerca de aquel que quisimos y sin embargo, separados angustiosamente por la muralla invisible pero insalvable que para siempre impide a los muertos tener comunión con el mundo de los vivos.

Pasaron, pues, largos días.

Hasta que, por fin, terminó por ir a la boutique, aun sabiendo que nada lograría con ella sino, más bien, azuzar la fiera que había dentro de Alejandra, aquella fiera que odiaba cualquier intromisión. Y mientras se decía "no, no iré", caminaba precisamente hacia la calle Cerrito; y en el momento mismo en que llegaba a la puerta se repetía con empecinada pero ineficaz energía "es absolutamente necesario que no la vea".

Una mujer cargada de joyas y de colorinches en una cara de ojos saltones y malignos salía en ese instante. Nunca la sentía a Alejandra más lejana que cuando estaba entre mujeres así: entre señoras o amantes de gerentes, de médicos importantes, de empresarios. "¡Y qué conversaciones! -comentaba Alejandra-. Conversaciones que sólo pueden oírse en una de estas casas de modas o en una peluquería para mujeres. Entre tinturas, debajo de aparatos marcianos, con pelos de todos colores que chorreaban basura líquida, de bocas que parecen albañales, de agujeros inmundos en caras cubiertas de crema, salen siempre las mismas palabras y chismes, dando consejos, mostrando la hilacha y el resentimiento, contando lo que se debe hacer y lo que NO se debe hacer con el tipo. Y todo mezclado con enfermedades, dinero, alhajas, trapos, fibromas, cocktails, comidas, abortos, gerencias, ascensos, acciones, potencia e impotencia de los amantes, divorcios, traiciones, secretarias y cuernos." Martín la escuchaba asombrado y entonces ella se reía con una risa tan negra como la escena que acababa de describir. "Pero -preguntaba Martín balbuceando-, pero ¿cómo podes aguantar todo eso? ¿Cómo podes trabajar en un lugar semejante?", preguntas candorosas, a las que ella respondía con alguna de sus muecas irónicas, "porque en el fondo, fíjate bien, en el fondo todas las mujeres, todas tenemos carne y útero, y conviene que uno no lo olvide, mirando esas caricaturas, como en los grabados de la Edad Media las mujeres hermosas miraban una calavera; y porque en cierto modo, mira qué curioso, esos engendros al fin de cuentas son bastante honestos y consecuentes, pues la basura está demasiado a la vista para que puedan engañar a nadie". No, Martín no comprendía y tenía la certeza de que eso no era todo lo que Alejandra pensaba.

Y entonces, abriendo la puerta, entró en la boutique. Alejandra lo miró sorprendida, pero luego de saludarlo con un gesto, prosiguió un trabajo que tenía entre manos y le dijo que se sentara por ahí.

Momento en que entró al taller un hombre rarísimo.

Mesdames… -dijo inclinándose con grotesca deliberación.

Besó la mano de Wanda, luego la de Alejandra y agregó:

– Como decía la Popesco en L'habit vert: je me prostitu á vos pieds.

En seguida se dirigió a Martín y lo examinó como a un mueble raro que acaso se tenga el propósito de adquirir. Alejandra, riéndose, se lo presentó a distancia.

– Usted me mira con asombro y tiene toda la razón del mundo, joven amigo -dijo con naturalidad-. Le explicaré. Soy un conjunto de elementos inesperados. Por ejemplo, cuando me ven callado y no me conocen, piensan que debo tener la voz de Chaliapin, y luego resulta que emito chillidos. Cuando estoy sentado, suponen que soy petiso, porque tengo el tronco cortísimo, y luego resulta que soy un gigante. Visto de frente, soy flaco. Pero observado de perfil, resulta que soy corpulentísimo.

Mientras hablaba, demostraba prácticamente cada una de sus afirmaciones y Martín verificaba, con estupor, que eran exactas.

– Pertenezco al tipo Gillete, en la famosa clasificación del Profesor Mongo. Tengo cara filosa, nariz larga y también filosa, y, sobre todo, estómago grande pero también filoso, como esos ídolos de la isla de Pascua. Como si me hubieran criado entre dos tablas laterales, ¿realiza?

Martín advirtió que las dos mujeres se reían, y esa risa se prolongaría a lo largo de toda la permanencia de Quique como la música de fondo de una película; a veces imperceptiblemente, para no estorbar sus reflexiones, y otras, en algunos momentos culminantes, en forma convulsiva, sin que eso le molestase. Martín miraba con dolor a Alejandra. Cómo detestaba aquel rostro suyo, el rostro-boutique, el que parecía ponerse para actuar en aquel mundo frívolo; rostro que parecía perdurar todavía cuando se encontraba a solas con él, desdibujándose lentamente, surgiendo de entre sus trazos abominables, a medida que se borraban, alguno de los rostros que le pertenecían a él y que él esperaba como a un pasajero ansiado y querido en medio de una multitud repelente. Pues, como decía Bruno, "persona" quería decir máscara y cada uno tenía muchas máscaras: la del padre, la del profesor, la del amante. Pero ¿cuál era la verdadera? ¿Y había realmente una que fuese la verdadera? Por momentos pensaba que aquella Alejandra que ahora estaba viendo allí, riendo de los chistes de Quique, no era, no podía ser la misma que él conocía y, sobre todo, no podía ser la más profunda, la maravillosa y terrible Alejandra que él amaba. Pero otras veces (y a medida que pasaban las semanas más lo iba creyendo) se inclinaba a pensar, como Bruno, que todas eran verdaderas y que también aquel rostro-boutique era auténtico y de alguna manera expresaba un género de realidad del alma de Alejandra; realidad que ¡y quién sabía como cuántas otras más! le era ajena, no le pertenecía ni jamás le pertenecería. Y entonces, cuando ella llegaba ante él con los restos menguados de aquellas otras personalidades, como si no hubiera tiempo (¿o deseo?) de metamorfosearse, en algún rictus de sus labios, en alguna forma de mover las manos, en cierto brillo de sus ojos, Martín descubría los residuos de una existencia extraña: como alguien que ha permanecido en un basural y todavía en nuestra presencia mantiene algo de su fetidez. Pensaba, mientras oía que Wanda, sin dejar de comer bombones, decía:

– Contá otra de anoche.

Pregunta a la cual Quique, dejando sobre una mesa un libro que traía, respondió con delicada y tranquila precisión.

– Una caca, ma chère.

Las dos mujeres se rieron con ganas, y cuando Wanda pudo hablar, preguntó:

– ¿Cuánto ganas en diario?

– Cinco mil setecientos veintitrés pesos con cincuenta y siete centavos, más aguinaldo a fin de año y las propinas que me da el jefe cuando le voy a comprar cigarrillos o le lustro los zapatos.

– Mira, Quique: mejor dejá diario y aquí te pagamos mil pesos más. Nada más que para hacernos reír.

Sorry. La ética profesional me lo impide, imagináte que si me voy las crónicas de teatro las haría Roberto J. Martorell. Una catástrofe nacional, hijita.

– Sé bueno, Quique. Contá de anoche -insistió Wanda.

– Lo dicho: una caca total. Burdísimo.

– Sí, sonso. Pero contá detalles. Sobre todo de Cristina.

– ¡Ah, la femme! Wanda: sos la perfecta mujer de Weininger. Bombones, prostitución, comadreo. Te adoro.

– ¿Weininger? -preguntó Wanda-. ¿Qué es eso?

– Justo, justísimo -dijo Quique-. Te adoro.

– Vamos, sé bueno: contá de Cristina.

– Pobre; se retorcía las manos como Francesca Bertini en una de esas vistas que pasan los chicos de los cine-clubs. Pero el que hacía de escritor era directamente un empleado del ministerio de Comercio.

– Qué, ¿lo conoces?

– No, pero estoy seguro. Un empleado cansadísimo, pobresucho. Que se ve que estaba preocupado por algún problema de su trabajo, la jubilación o algo así. Un petiso gordito que acababa de dejar los expedientes pour jouer I 'écrivain. No les puedo decir cómo me conmovía: chocho.

En ese momento entró una mujer. Martín, que estaba como en un sueño grotesco, sintió que se la presentaban. Cuando comprendió que era la misma Cristina a que Quique se había estado refiriendo, y cuando vio cómo la recibía, se sonrojó. Quique se inclinó ante ella y le dijo:

– Hermosura.

Tocándole la tela del vestido, agregó:

– Qué divinidad. Y el lila te compone muy bien con el

peinado.

Cristina sonreía con timidez y temor: nunca sabía si debía creerle o no. No se animaba a preguntarle la opinión sobre la obra, pero Quique se apresuró a dársela:

– ¡Estupenda, Cristina! ¡Y qué esfuerzo, pobres! Con esos ruidos que venían de al lado… ¿Qué hay al lado?

– Un salón de baile -respondió Cristina, con cautela.

– Ah, pero claro… ¡Qué horror! En los momentos más difíciles, meta mambo. Y parece que tenían una tuba, para mayor desgracia. Burdísimo.

Martín vio que Alejandra salía casi corriendo para el otro cuarto. Wanda siguió trabajando, de espalda a Quique y Cristina, pero su cuerpo se agitaba con un silencioso temblor. Quique proseguía impasible.

– Deberían prohibir las tubas, ¿no te parece, Cristina? ¡Qué instrumento más guarango! Claro, ustedes, los pobres, tenían que gritar como bárbaros para hacerse oír. Qué difícil, ¿no? Sobre todo el que hacía de escritor famoso. ¿Cómo se llama? ¿Tonazzi?

– Tonelli.

– Eso, Tonelli. Pobresucho. Tan poco physique du rôle. ¿no? Y para colmo teniendo que luchar todo el tiempo con la tuba. ¡Qué esfuerzo! Wanda: el público no se da cuenta de lo que eso significa. Y, además, Cristina, me parece muy bien que hayan puesto un hombre así, que no parece escritor, que más bien parece un empleado a punto de jubilarse. La otra vez, por ejemplo, en Telón pusieron La soga, de O'Neill, y el marinero tenía todo el aspecto de un marinero. Qué gracia: así cualquiera representa a un marinero. Aunque hay que decir que en el momento en que el individuo empezó a hablar, a farfullar (porque no se le entendía nada), resultó tan endemoniadamente malo que ni aun con el aspecto de marinero que tenía parecía un marinero: podía ser peón de limpieza, un obrero de la construcción, un mozo de café. ¿Pero un marinero? Never! ¿Y por qué será, Cristina, que a todos los conjuntos independientes se les da por O'Neill? ¡Qué desgracia, pobre hombre! Fue siempre tan desgraciado: primero con su padre y su complejo de Edipo. Luego, acá en Buenos Aires, teniendo que cargar bolsas en el puerto. Y ahora, con todos los conjuntos independientes y vocacionales del mundo entero. -Abrió los larguísimos brazos, como para abarcar el conglomerado universal y, con cara de sincera tristeza, agregó:

– Millares, qué digo, ¡millones de conjuntos independientes representando a la vez La soga, Antes del desayuno, El emperador Jones, El deseo bajo los olmos…! ¡Pobre querido! ¡Como para no entregarse a la bebida y no querer ver a nadie más! Claro, ustedes, Cristina, es distinto. Porque en realidad ya son exacto como un teatro profesional, porque cobran tanto como si fueran profesionales. Mejor: no es posible que esa gente tan humilde tenga que trabajar durante el día como cloaquista o tenedor de libros y luego, de noche, tenga que hacer el Rey Lear… ¡Imagináte! Con lo cansadores que son los crímenes… Claro, siempre quedaría el recurso de dar obras tranquilas, sin crímenes ni incestos. O cuanto más con un crimen o dos. Pero no: resulta que a los vocacionales les interesan obras donde hay muchos crímenes, verdaderas matanzas, como Shakespeare. Y para qué vamos a hablar de los trabajos extras, barrer la sala, hacer de utileros, pintar las paredes, estar en la boletería, servir de acomodador, limpiar los baños. Cosa de levantar la moral general. Una especie de falansterio. Por riguroso turno, todos tienen que limpiar el water. Y así, un día el señor Zanetta dirige el conjunto en Hamlet y Norah Roland, née Fanny Rabinovich, limpia el doble ve-ce. Otro día, el denominado Zanetta limpia el doble ve-ce y Norah Roland dirige El deseo bajo los olmos. Aparte que durante dos años y medio todos trabajaron como locos de albañiles, carpinteros, pintores y electricistas, levantando el local. Nobles actividades en que han sido fotografiados y entrevistados por numerosos periodistas y que permiten el uso de palabras como fervor, entusiasmo, nobles aspiraciones, teatro del pueblo, auténticos valores y vocación. Claro que este falansterio a veces se viene abajo. La dictadura acecha siempre detrás de la demagogia. Y resulta que el señor Mastronicola o Verdichevsky, después de haber limpiado dos o tres veces el doble ve-ce, inventa la doctrina de que la señorita Caca Pastafrola, conocida en el ambiente teatral por su nom de guerre Elizabeth Lynch, tiene demasiadas ínfulas, está corrompida por sus tendencias pequeñoburguesascontrarre-volucionarias, putrefactas y decadentes, y que es necesario, para su formación moral y escénica, que limpie el doble ve-ce durante todo el año 55, que para colmo es bisiesto. Todo esto complicado con las affaires de Esther Abramovich que entró al teatro independiente para hacer la pata ancha, como quien dice, ya que, según cuenta el director, ha transformado ese noble reducto del arte puro en un quilombo que bueno bueno. Y los celos de Meneca Apiccia-fuoco, alias Diana Ferrer, que ni piensa largar al denominado Mastronicola. Y la bronca capitalizada del joven actor de carácter Ramsés Cuciaroni, que lo tienen metido en la boletería de puro envidiosos desde que entró a fallar la democracia giratoria. En fin, un hermoso prostíbulo. De modo, Cristina, que lo mejor es profesionalizarse, como han hecho ustedes. Aunque el viejito ése ¿trabaja de día en algún ministerio?

– ¿Qué viejito?

– Tonazzi.

– Tonelli… Tonelli no es un viejo. Tiene apenas cuarenta años.

Tiens! Yo habría jurado que lo menos tenía cincuenta y tantos. Lo que es la mala iluminación. Pero de día trabaja en alguna parte, ¿no? Me parece haberlo visto en el café que está frente al ministerio de Comercio.

– No, tiene un negocio de librería y artículos de colegio.

Las espaldas de Wanda se agitaban como si tuviera paludismo.

– ¡Ah, pero qué bien! Así me explico que le hayan dado el papel de escritor. Claro. Ahora, que a mí me parece más bien un empleado público, pero sería porque anoche yo estaba muy cansado y con este asunto de la CADE la luz es tan mala que ustedes no tienen la culpa, naturalmente. Bueno, menos mal que tiene un negocito. Así, al menos, al otro día de la función no tendrá que madrugar mucho. Porque debe quedar con la garganta arruinada, el pobre. Con ese maldito mambo, y la tuba. Bueno, tengo que irme, es un horror de tarde. Felicitaciones, Cristina. ¡Adiós, adiós, adiós!

Besó la mejilla de Wanda, mientras le sacaba un bombón de la caja.

– Adiosito, Wanda. Y cuidá la línea. Adiós, Cristina y nuevamente felicitaciones. Ese ensemble te queda monísimo.

Le extendió la mano lateralmente a Martín, que estaba petrificado, y luego, por arriba del biombo que separaba el taller de la parte trasera, gritó hacia donde estaba Alejandra: -Mes hommages, queridísima.

VIII

Petrificado en aquel banco alto, Martín esperaba un signo cualquiera de Alejandra. En cuanto se retiró Quique, Alejandra le hizo seña de que la siguiera a la otra habitación, donde dibujaba.

– ¿Ves? -le explicó, como aclarando sus ausencias-. Tengo un trabajo enorme.

Martín siguió los trazos de Alejandra sobre un papel blanco, abriendo y cerrando su cortaplumas blanco. Ella dibujaba en silencio y el tiempo parecía pasar a través de bloques de cemento.

– Bueno -dijo Martín, juntando todas sus fuerzas-, me voy…

Alejandra se acercó y apretándole el brazo le dijo que se verían pronto. Martín inclinó su cabeza.

– Te estoy diciendo que nos veremos pronto -insistió ella, irritada.

Martín levantó la cabeza.

– Bien sabes, Alejandra, que no quiero interferir en tu vida, que tu independencia…

No terminó la frase, pero luego agregó:

– No, quiero decir que… al menos… querría verte sin apuro…

– Sí, claro -admitió ella, como si meditara.

Martín se animó.

– Trataremos de estar como antes, ¿recordás?

Alejandra lo miró con ojos que parecían mostrar una incrédula melancolía.

– ¿Qué, no te parece posible?

– Sí, Martín, sí -comentó ella, bajando su mirada y poniéndose a hacer unos dibujos con el lápiz-. Sí, pasaremos un lindo día… ya verás…

Animado, Martín agregó:


– Muchos de nuestros desencuentros últimos se debieron a tus trabajos, a tus apuros, a tus citas…

El rostro de Alejandra había empezado a cambiar.

– Estaré muy ocupada hasta fin de mes, ya te lo expliqué.

Martín hacía un gran esfuerzo para no recriminarle nada, porque sabía que cualquier recriminación sería contraproducente. Pero las palabras surgían desde el fondo de su espíritu con silenciosa pero indomable fuerza.

– Me amarga verte con el reloj en la mano.

Ella levantó su mirada y fijó los ojos en él, con el ceño fruncido. Martín pensó, aterrorizado, ni una palabra más de recriminación, pero agregó:

– Como el martes, cuando creí que íbamos a pasar la tarde.

Alejandra había endurecido ya su cara y Martín se detuvo al borde de ella como al borde de un precipicio.

– tenés razón, Martín -admitió, sin embargo.

Martín se atrevió entonces a agregar:

– Por eso prefiero que vos misma digas cuándo podremos vernos.

Alejandra hizo unos cálculos y dijo:

– El viernes. Creo que el viernes habré terminado con lo más urgente.

Volvió a pensar.

– Pero a último momento hay que rehacer algo o falta algo, qué sé yo… No te querría hacer esperar… ¿No te parece mejor que lo dejemos para el lunes?

¡El lunes! Faltaba casi una semana, pero ¿qué podía hacer sino aceptar con resignación?

Trató de aturdirse con el trabajo durante aquella semana interminable, leyendo, caminando, yendo al cine. Lo buscaba a Bruno y, aunque ansiaba hablarle de ella, era incapaz hasta de pronunciar su nombre; y como Bruno presentía lo que pasaba por su espíritu, también rehuía el tema y hablaba de otras cosas o de temas generales. Momento en que Martín se animaba a decir algo que también parecía tener un sentido general, perteneciente a ese mundo abstracto y descarnado de las ideas puras, pero que en realidad era la expresión apenas despersonalizada de sus angustias y esperanzas.

Y así, cuando Bruno le hablaba del absoluto, Martín preguntaba, por ejemplo, si el amor verdadero no era precisamente uno de esos absolutos; pregunta en la cual la palabra "amor", sin embargo, tenía tanto que ver con la empleada por Kant o Hegel como la palabra "catástrofe" con un descarrilamiento o un terremoto, con sus mutilados y muertos, con sus aullidos y su sangre. Bruno respondía que, a su juicio, la calidad del amor que hay entre dos seres que se quieren cambia de un instante a otro, haciéndose de pronto sublime, bajando luego hasta la trivialidad, convirtiéndose más tarde en algo afectuoso y cómodo, para repentinamente convertirse en un odio trágico o destructivo.

– Porque hay veces en que los amantes no se quieren, o en que uno de ellos no quiere al otro, o lo odia, o lo menosprecia.

Mientras pensaba en aquella frase que una vez le había dicho Jeannette: "Lamour c'est une personne qui souffre et une autre qui s'enmerde". Y recordaba, observador de desdichados como era, aquella pareja un día en la penumbra de un café, en un rincón solitario, el hombre demacrado, sin afeitar, sufriente, leyendo, releyendo por centésima vez una carta -seguramente de ella-, recriminando, poniendo el absurdo papel de testimonio de vaya a saber qué compromisos o promesas; mientras ella, en los momentos en que él se concentraba encarnizadamente en alguna frase de la carta, miraba el reloj y bostezaba.

Y como Martín le preguntó si entre dos seres que se quieren no debe ser todo nítido, todo transparente y edificado sobre la verdad, Bruno respondió que la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción. Agregando que siempre había alentado el proyecto ("pero yo soy nada más que eso: un hombre de puros proyectos", agregó sonriendo con tímido sarcasmo), había alentado el proyecto de escribir una novela o una obra de teatro sobre eso: la historia de un muchacho que se propone decir siempre la verdad, siempre, cueste lo que cueste. Desde luego, siembra la destrucción, el horror y la muerte a su paso. Hasta terminar con su propia destrucción, con su propia muerte.

– Entonces hay que mentir-adujo Martín con amargura.

– Digo que no siempre se puede decir la verdad. En rigor, casi nunca.

– ¿Mentiras por omisión?

– Algo de eso -replicó Bruno, observándolo de costado, temeroso de herirlo.

– Así que no cree la verdad.

– Creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza. Además ¿sabemos acaso lo que es la verdad? Si yo le digo que aquel trozo de ventana es azul, digo una verdad. Pero es una verdad parcial, y por lo tanto una especie de mentira. Porque ese trozo de ventana no está solo, está en una casa, en una ciudad, en un paisaje. Está rodeado del gris de ese muro de cemento, del azul claro de este cielo, de aquellas nubes alargadas, de infinitas cosas más. Y si no digo todo, absolutamente todo, estoy mintiendo. Pero decir todo es imposible, aun en este caso de la ventana, de un simple trozo de la realidad física, de la simple realidad física. La realidad es infinita y además infinitamente matizada, y si me olvido de un solo matiz ya estoy mintiendo. Ahora, imagínese lo que es la realidad de los seres humanos, con sus complicaciones y recovecos, contradicciones y además cambiantes. Porque cambia a cada instante que pasa, y lo que éramos hace un momento no lo somos más. ¿Somos, acaso, siempre la misma persona? ¿Tenemos, acaso, siempre los mismos sentimientos? Se puede querer a alguien y de pronto desestimarlo y hasta detestarlo. Y si cuando lo desestimamos cometemos el error de decírselo, eso es una verdad, pero una verdad momentánea, que no será más verdad dentro de una hora o al otro día, o en otras circunstancias. Y en cambio el ser a quien se la decimos creerá que ésa es la verdad, la verdad para siempre y desde siempre. Y se hundirá en la desesperación.

IX

Y llegó el lunes.

Viéndola caminar hacia el restorán, Martín se dijo que para ella no era adecuada la palabra linda, ni siquiera hermosa; quizá se le podía decir bella, pero sobre todo soberana. Aun con su simple blusa blanca, su pollera negra y sus zapatillas chatas. Sencillez sobre la que resaltaban aun más sus rasgos exóticos, del mismo modo que una estatua es más notable en una plaza desprovista de ornamentos. Todo parecía resplandecer aquella tarde. Y hasta la calma del día, la falta de viento, el sol fuerte que parecía postergar la llegada del otoño (más tarde pensó que el otoño había estado esperando agazapado para descargar toda su tristeza en el momento en que él estuviera solo), todo parecía indicar que los astros se mostraban favorables.

Bajaron hacia la costanera.

Una locomotora arrastraba unos vagones, una grúa levantaba una máquina, un hidroavión pasaba bajo.

– El Progreso de la Nación -comentó Alejandra.

Se sentaron en uno de los bancos que miran al río.

Pasaron casi una hora sin hablar, o por lo menos sin decir nada de importancia, pensativos, en ese silencio que tanto inquietaba a Martín. Las frases eran telegráficas y no habrían tenido ningún sentido para un extraño: "ese pájaro", "el amarillo de la chimenea", "Montevideo". Pero no hacían proyectos como antes, y Martín se cuidaba de aludir a cosas que pudieran malograr aquella tarde, aquella tarde que él trataba como a un enfermo querido, ante el cual hay que hablar en voz baja y al que hay que evitar el menor contratiempo.

Pero, ese sentimiento -no podía dejar de pensar Martín- era contradictorio en su misma esencia, ya que si él quería preservar la felicidad de aquella tarde era precisamente para la felicidad; lo que para él era la felicidad: o sea estar con ella y no al lado de ella. Más todavía: estar en ella, metido en cada uno de sus intersticios, de sus células, de sus pasos, de sus sentimientos, de sus ideas; dentro de su piel, encima y dentro de su cuerpo, cerca de aquella carne ansiada y admirada, con ella dentro de ella: una comunión y no una simple, silenciosa y melancólica cercanía. De modo que preservar la pureza de aquella tarde no hablando, no intentando entrar en ella, era fácil, pero tan absurdo y tan inútil como no tener ninguna tarde en absoluto, tan fácil y tan insensato como mantener la pureza de un agua cristalina con la condición de que uno, que está muerto de sed, no la ha de beber.

– Vamos a tu pieza, Alejandra -le dijo.

Ella lo miró con gravedad y después de un instante le dijo que preferiría que fuesen al cine.

Martín sacó su cortaplumas.

– No te pongas así, Martín. No ando bien, no me siento nada bien.

– Estás resplandeciente -respondió Martín, mientras abría la hojita de su cortaplumas.

– Te digo que ando mal de nuevo.

– Vos tenés la culpa -adujo el muchacho con cierto rencor-. No te cuidas. Ahora mismo vi que comías cosas que no debías comer. Y además te atiborras de claritos.

Se quedó en silencio, empezó a sacar astillas del banco.

– No te pongas así.

Pero como él mantuviese empecinadamente la cabeza baja, ella se la levantó.

– Nos habíamos prometido pasar una tarde en paz, Martín.

Martín gruñó.

– Claro -continuó ella-, y ahora vos pensás que si no pasamos una tarde feliz no es por culpa tuya, ¿no es así?

Martín no contestó: era inútil.

Alejandra se calló. De pronto Martín oyó que decía:

– Bueno, está bien: vamos a casa.

Pero Martín no dijo nada. Ella se había levantado ya y tomándolo del brazo le preguntó:

– ¿Qué te pasa ahora?

– Nada. Lo haces como un sacrificio.

– No seas zonzo. Vamos.

Empezaron a caminar por la calle Belgrano hacia arriba. Martín se había reanimado y de pronto, casi con entusiasmo, exclamó:

– ¡Vamos al cine!

– Déjate de tonterías.

– No, no quiero que dejes de ver ese film. Lo has esperado tanto.

– Lo veremos otro día.

– ¿De veras que no querés?

En caso de haber accedido, habría caído en la más negra melancolía.

– No, no.

Martín sintió que la alegría volvía a su alma, como un río de montaña cuando el deshielo. Caminó con decisión, llevando a Alejandra del brazo. Al pasar el puente giratorio vieron un taxi que venía ocupado, hacia el río. Por si acaso, le hicieron una seña, indicándole que iban para la ciudad, para que los pasase a buscar de vuelta. El chofer les hizo un gesto afirmativo. Era un día en que los astros mostraban una conjunción favorable.

Se quedaron acodados sobre el pretil del puente. A lo lejos hacia el sur, en medio de la bruma que había empezado a bajar, se recortaban los puentes transbordadores de la Boca.

Volvió el taxi y subieron.

Mientras ella preparaba café, él buscó entre los discos y encontró uno que Alejandra acababa de comprar: Trying. Y cuando la voz de Ella Fitzgerald, desgarrada, dijo:

I'm trying to forget you, but try as I may You're still my every thought every day…

vio cómo Alejandra se detenía, con su pocillo en el aire diciendo:

– ¡Qué bárbaro! knocking, knocking at your door…

Martín la observó en silencio, entristecido por las sombras que siempre se movían detrás de ciertas frases de Alejandra.


Pero luego aquellos pensamientos fueron arrastrados como hojas por un vendaval. Y abrazados como dos seres que quieren tragarse mutuamente -recordaba-, una vez más se realizó aquel extraño rito, cada vez más salvaje, más profundo y más desesperado. Arrastrado por el cuerpo, en medio del tumulto y de la consternación de la carne, el alma de Martín trataba de hacerse oír por el otro que estaba del otro lado del abismo. Pero ese intento de comunicación, que finalizaría en gritos casi sin esperanza, empezaba ya desde el instante que precedía a la crisis: no sólo por las palabras que se decían sino también por las miradas y los gestos, por las caricias y hasta por los desgarramientos de sus manos y sus bocas. Y Martín trataba de llegar, de sentir, de entender a Alejandra tocando su cara, acariciando su pelo, besando sus orejas, su cuello, sus pechos, su vientre; como un perro que busca un tesoro escondido olfateando la misteriosa superficie, esa superficie llena de indicios, indicios demasiado oscuros e imperceptibles, sin embargo, para los que no están preparados para sentirlos. Y así como el perro, cuando siente de pronto más próximo el misterio buscado, empieza a cavar con febril y casi enloquecido fervor (ajeno ya al mundo exterior, alienado y demente, pensando y sintiendo en aquel único y poderoso misterio ahora tan cercano), así acometía el cuerpo de Alejandra, trataba de penetrar en ella hasta el fondo oscuro del doloroso enigma: cavando, mordiendo, penetrando frenéticamente y tratando de percibir cada vez más cercanos los débiles rumores del alma secreta y escondida de aquel ser tan sangrientamente próximo y tan desconsoladamente lejano. Y mientras Martín cavaba, Alejandra quizá luchaba desde su propia isla, gritando palabras cifradas que para él, para Martín, eran ininteligibles y para ella, Alejandra, probablemente inútiles, y para ambos desesperantes.

Y luego, como en un combate que deja el campo lleno de cadáveres y que no ha servido para nada, ambos quedaron silenciosos.

Martín trató de escrutar su rostro, pero nada pudo adivinar en la casi oscuridad. Salieron.

– Tengo que hacer un llamado -dijo Alejandra.

Entró en un bar y habló.

Martín, desde la puerta, la miraba ansioso. ¿A quién hablaría? ¿Qué hablaría?

Volvió deprimida y le dijo:

– Vamos.

Martín la notaba abstraída y cuando él hacía algún comentario ella decía: ¿Eh? ¿Cómo? Cada cierto tiempo consultaba el reloj.

– ¿Qué tenés que hacer?

Ella lo miró como si no hubiera entendido la pregunta. Martín se la repitió y entonces ella respondió:

– A las ocho tengo que estar en otra parte.

– ¿Lejos? -preguntó Martín, temblorosamente.

– No -respondió ella, con vaguedad.

X

La vio alejarse con tristeza.

Era un día de comienzos de abril, pero el otoño empezaba ya a anunciarse con signos premonitorios, como esos nostálgicos ecos de trompa -pensaba- que se oyen en el tema todavía fuerte de una sinfonía, pero que (con cierta indecisa, suave pero creciente insistencia) ya nos están advirtiendo que aquel tema está llegando a su fin y aquellos ecos de remotas trompas se harán cada vez más cercanos, hasta convertirse en el tema dominante. Alguna hoja seca, el cielo ya como preparándose para los largos días nublados de mayo y de junio, anunciaban que la estación más hermosa de Buenos Aires se acercaba en silencio. Como si después de la pesada estridencia del verano, el cielo y los árboles empezaran a asumir ese aire de recogimiento de las cosas que se preparan para un extenso letargo.

XI

Sus pasos lo llevaban mecánicamente al bar, pero su mente seguía con Alejandra. Y con un suspiro de alivio, como al llegar a un puerto conocido después de un viaje ansioso y lleno de peligros, oyó que Tito decía este paí ya no tiene arreglo, golpeando sobre la Crítica , acaso probando algo que acababan de discutir, mientras Poroto decía es que lo rodea propio una maffia y Chichín, repasando un vaso detrás del mostrador, con su gorra como si se dispusiera a salir, decía hace mal en no darle una patada a todo eso tipo, mientras Tito (furioso, desalentado, con invencible escepticismo de argentino), arreglándose la corbata raída y señalándose luego el pecho con su índice, confirmaba te lo dice Humberto J. D'Arcángelo. Momento en que el nuevo (¿Peruzzi, Peretti?), con su relamido saquito a la italiana, impecable y perfumado, en castellano de recién llegado dijo que él estaba de acuerdo con el señor D'Arcángelo y que llamaba la atención el estado ruinoso, por ejemplo, de los tranvías, y que era inconcebible a esta altura del siglo veinte que en una ciudad como Buenos Aires hubiera todavía esa clase de armatostes. Momento en que Humberto J. D'Arcángelo, que lo miraba con contenida indignación, dijo con estudiada e irónica cortesía (ajustándose la corbata): Seré curioso, diga: allá, en su patria, ¿no hay má tranvía?, pregunta a la que el jovenzuelo Peruzzi o Peretti respondió que se habían ido retirando del centro de las ciudades y que, por lo demás, eran tranvías rapidísimos, modernos, limpios, aerodinámicos, como en general todo el sistema de transporte. ¿Sabían ellos que el directísimo Génova-Nápoles había batido todos los récords internacionales de velocidad? Mientras que acá, para ser sincero, acá los trenes daban lástima y hasta risa, como bien había reconocido el señor D'Arcángelo hacía un momento; motivo por el cual debe de haber recibido con considerable asombro la reacción del mismo señor D'Arcángelo que, golpeando con su mano esquelética sobre la primera plana de Critica, en que a ocho columnas se leía el triunfo de Fangio en Reims, casi gritó: ¿Y éste también e italiano?, pregunta que el joven Peruzzi o Peretti, tan sorprendido, como si alguien que le ha pedido amablemente fuego sacase una pistola para asaltarlo, empezó a responder con balbuceos, balbuceos que Tito, temblando de rabia, con una voz casi inaudible a fuerza de ser tensa y contenida, dijo: Mire, maestro, Fangio e argentino, aunque sea hijo de italiano como yo o Chichín o el señor Lambruschini, argentino y a mucha honra, hijo de eso italiano de ante que venían a la bodega de lo barco y que despué laburaban cincuenta año sin levantar la cabeza y todavía estaban agradecido a la América y lo hijo miraban con orgullo la bandera azul y blanca, no como eso italiano que vienen ahora y se pasan el día criticando el paí: que si lo bache, que si lo tranvía, que si lo trene, que si la basura, que si ese maldito clima de Bueno Saire, que si la húmeda, que si a Milán la cosa son así o asau, que si la mujere de aquí no son elegante, y si má no viene agarran y hasta hablan mal de lo bife. Ahora yo me pregunto y pregunto a la distinguida concurrencia ¿por qué si se sienten tan mal a este paí no chapan la valija y se mandan mudar? ¿Por qué no se vuelven a Italia, si aquello e el paraíso que dicen? ¿Qué me quieren representar, digo yo, toda esta sarta de jefe, de dotore, de ingeniero? Y levantándose furioso, y acomodándose la corbata dobló la Crítica , le gritó a Martín ¡Vamo en casa, pibe! y salió sin saludar a nadie.

XII

Martín se separó de Tito a la salida del bar y empezó a caminar hacia el parque. Subió por las escaleras de la antigua quinta, sintió una vez más el fuerte olor a orina seca que siempre sentía al pasar por allí y se sentó en el banco frente a la estatua, donde volvía cada vez que aquel amor parecía hacer crisis. Largo rato quedó meditando en su suerte y atormentándose con la idea de que en ese momento Alejandra estaba con otro. Se recostó y se abandonó a sus pensamientos.

XIII

Al otro día Martín llamó a la única persona que podía ver en lugar de Alejandra: el único puente hacia aquel territorio desconocido, puente accesible pero que terminaba en una región brumosa y melancólica. Aparte de que su pudor, y el de Bruno, le impedía hablar de lo único que le interesaba.

Lo citó en La Helvética.

– Tengo que verlo al padre Rinaldini, pero iremos juntos.

Le explicó que estaba muy enfermo y que él acababa de hacer una gestión ante monseñor Gentile para ver si le permitían volver a La Rioja. Pero los obispos lo odiaban y era justo decir que Rinaldini hacía todo lo posible para lograrlo.

– Algún día, cuando se muera, se va a hablar mucho de él. Es el mismo caso de Galli Mainini. Porque en este país de resentidos sólo se empieza a ser un gran hombre cuando se deja de serlo.

Caminaban por la calle Perú; apretándole un brazo, Bruno le señaló a un hambre que caminaba delante de ellos, ayudado con un bastón.

– Borges.

Cuando estuvieron cerca, Bruno lo saludó. Martín se encontró con una mano pequeña, casi sin huesos ni energía. Su cara parecía haber sido dibujada y luego borrada a medias con una goma. Tartamudeaba.

– Es amigo de Alejandra Vidal Olmos.

– Caramba, caramba… Alejandra… pero muy bien.

Levantaba las cejas, lo observaba con unos ojos celestes y acuosos, con una. cordialidad abstracta y sin destinatario preciso, ausente.

Bruno le preguntó qué estaba escribiendo.

– Bueno, caramba… -tartamudeó, sonriendo con un aire entre culpable y malicioso, con ese aire que suelen tomar los paisanos argentinos, irónicamente modesto, mezcla de secreta arrogancia y de aparente apocamiento, cada vez que se les pondera un pingo o su habilidad para trenzar tientos-. Caramba… y bueno…, tratando de escribir alguna página que sea algo más que un borrador, ¿eh, eh?…

Y tartamudeaba haciendo una serie de tics bromistas con la cara.

Y mientras caminaban hacia la casa de Rinaldini, Bruno lo veía a Méndez diciendo sarcásticamente: ¡Conferenciante para señoras de la oligarquía! Pero todo era mucho más complejo de lo que imaginaba Méndez.

– Es curioso la calidad e importancia que en este país tiene la literatura fantástica -dijo-. ¿A qué podrá deberse?

Tímidamente Martín le preguntó si no podía ser consecuencia de nuestra desagradable realidad, una evasión.

– No. También es desagradable la realidad norteamericana. Tiene que haber otra explicación. En cuanto a lo que Méndez piensa de Borges…

Se sonrió.

– Dicen que es poco argentino -comentó Martín.

– ¿Qué podría ser sino argentino? Es un típico producto nacional. Hasta su europeísmo es nacional. Un europeo no es europeísta: es europeo, sencillamente.

– ¿Usted cree que es un gran escritor?

Bruno se quedó pensando.

– No sé. De lo que estoy seguro es de que su prosa es la más notable que hoy se escribe en castellano. Pero es demasiado preciosista para ser un gran escritor. ¿Lo imagina usted a Tolstoi tratando de deslumbrar con un adverbio cuando está en juego la vida o la muerte de uno de sus personajes? Pero no todo es bizantino en él, no vaya a creer. Hay algo muy argentino en sus mejores cosas: cierta nostalgia, cierta tristeza metafísica…

Caminó un trecho en silencio.

– En realidad se dicen muchas tonterías sobre lo que debe ser la literatura argentina. Lo importante es que sea profunda. Todo lo demás se da por añadidura. Y si no es profunda es inútil que ponga gauchos o compadritos en escena. El escritor más representativo de la Inglaterra isabelina fue Shakespeare. Sin embargo, muchas de sus obras ni siquiera se desarrollan en Inglaterra.

Después agregó:

– …Y lo que más me causa gracia es que Méndez repudie la influencia europea en nuestros escritores ¿basándose en qué? Esto es lo más divertido: en una doctrina filosófica elaborada por el judío Marx, el alemán Engels y el griego Heráclito. Si fuésemos consecuentes con esos críticos, habría que escribir en querandí sobre la caza del avestruz. Todo lo demás sería adventicio y antinacional. Nuestra cultura proviene de allá, ¿cómo podemos evitarlo? ¿Y por qué evitarlo? No recuerdo quién dijo que no leía para no perder su originalidad. ¿Se da cuenta? Si uno ha nacido para hacer o decir cosas originales, no se va a perder leyendo libros. Si no ha nacido para eso, nada perderá leyendo libros… Además, esto es nuevo, estamos en un continente distinto y fuerte, todo se desarrolla en un sentido diferente. También Faulkner leyó a Joyce y a Huxley, a Dostoievsky y a Proust. ¿Qué, quieren una originalidad total y absoluta? No existe. En el arte ni en nada. Todo se construye sobre lo anterior. No hay pureza en nada humano. Los dioses griegos también eran híbridos y estaban infectados (es una manera de decir) de religiones orientales y egipcias. Hay un fragmento de El molino del Floss en que una mujer se prueba un sombrero frente a un espejo: es Proust. Quiero decir el germen de Proust. Todo lo demás es desarrollo. Un desarrollo genial, casi canceroso, pero un desarrollo al fin. Lo mismo pasa con un cuento de Melville, creo que se llama Bertleby o Bartleby o algo por el estilo. Cuando lo leí me impresionó cierta atmósfera kafkiana. Y así en todo. Nosotros, por ejemplo, somos argentinos hasta cuando renegamos del país, como a menudo hace Borges. Sobre todo cuando se reniega con verdadera rabia, como Unamuno hace con España; como esos ateos violentos que ponen bombas en una iglesia, una manera de creer en Dios. Los verdaderos ateos son los indiferentes, los cínicos. Y lo que podríamos llamar el ateísmo de la patria son los cosmopolitas, esos individuos que viven aquí como podrían vivir en París o en Londres. Viven en un país como en un hotel. Pero seamos justos: Borges no es de ésos, pienso que a él le duele el país de alguna manera, aunque,

claro está, no tiene la sensibilidad o la generosidad para que le duela el país que puede dolerle a un peón de campo o a un obrero de frigorífico. Y ahí denota su falta de grandeza, esa incapacidad para entender y sentir la totalidad de la patria, hasta en su sucia complejidad. Cuando leemos a Dickens o a Faulkner o a Tolstoi sentimos esa compresión total del alma humana.

– ¿Y Güiraldes? -¿En qué sentido? -Quiero decir, eso del europeísmo. -Bueno, sí. En algún sentido y por momentos, Don Segundo Sombra parecería haber sido escrito por un francés que hubiese vivido en la pampa. Pero mire, Martín, observe que he dicho "en algún sentido", "por momentos"… Lo que significa que esa novela no podría haber sido hecha por un francés. Creo que es esencialmente argentina, aunque los gauchos de Lynch sean más verdaderos que los de Güiraldes. Don Segundo es un paisano mitológico, pero aun así es nada menos que un mito. Y la prueba de que es un mito auténtico es que ha prendido en el alma de nuestro pueblo. Aparte de que Güiraldes es argentino por su preocupación metafísica. Eso es característico: ya sea Hernández, ya sea Quiroga, ya sea Roberto Arlt. -¿Roberto Arlt?

– No le quepa ninguna duda. Muchos tontos creen que es importante por su pintoresquismo. No, Martín, casi todo lo que en él es pintoresco es un defecto. Es grande a pesar de eso. Es grande por la formidable tensión metafísica y religiosa de los monólogos de Erdosain. Los siete locos está plagado de defectos. No digo de defectos estilísticos o gramaticales, que no tendría importancia. Digo que está lleno de literatura entre comillas, de personajes pretenciosos o apócrifos, como el Astrólogo. Es grande a pesar de todo eso. Se sonrió.

– Pero… el destino de los grandes artistas es bastante triste: cuando lo admiran es generalmente por sus flaquezas y defectos.

Les abrió la puerta el propio Rinaldini.

Era un hombre alto, de pelo blanquísimo, de perfil aquilino y austero. En su expresión había una intrincada combinación de bondad, ironía, inteligencia, modestia y orgullo.

El departamento era muy pobre, colmado de libros Cuando llegaron, al lado de los papeles y una máquina de escribir había restos de pan y de queso. Con timidez, con disimulo, Rinaldini trató de quitarlos.

– Sólo les puedo ofrecer un vaso de vino de Cafayate. -Buscó una botella.

– Acabamos de ver a Borges por la calle, padre -comentó Bruno.

Mientras ponía unos vasos, Rinaldini sonrió. Bruno le explicó entonces a Martín que había escrito cosas muy importantes sobre Borges.

– Bueno, pero ya ha pasado mucha agua bajo el puente -comento Rinaldini.

– ¿Qué, se rectificaría?

– No -respondió con un gesto ambiguo-, pero ahora diría otras cosas. Cada día soporto menos sus cuentos.

– Pero sus poemas le gustaban mucho, padre.

– Bueno, sí, algunos. Pero hay mucho patatrás.

Bruno dijo que a él lo conmovían esos poemas que recordaban la infancia, el Buenos Aires de otro tiempo, los viejos patios, el paso del tiempo.

– Sí -admitió Rinaldini-. Lo que no tolero son sus divertimientos filosóficos, aunque mejor sería decir seudofilosóficos. Es un escritor ingenioso, seudificador. O, como dicen los ingleses, sofisticado.

– Sin embargo, padre, en un periódico francés se habla de la hondura filosófica de Borges.

Rinaldini convidó con cigarrillos mientras sonreía mefistofélicamente.

– Qué me dice…

Encendió los cigarrillos y dijo:

– Vea, tome cualquiera de esos divertimientos. La biblioteca de Babel, por ejemplo. Allí sofistica con el concepto de infinito, que confunde con el de indefinido. Una distinción elemental, está en cualquier tratadito desde hace veinticinco siglos. Y, naturalmente, de un absurdo se puede inferir cualquier cosa. Ex absurdo sequitur quodlibet. Y de esa

confusión pueril extrae la sugerencia de un universo incomprensible, una especie de parábola impía. Cualquier estudiante sabe y hasta me atrevería a conjeturar (como diría Borges) que la realización de todos los posibles a la vez es imposible. Puedo estar de pie y puedo estar sentado, pero no al mismo tiempo.

– ¿Y del cuento sobre Judas?

– Un cura irlandés me dijo un día: Borges es un escritor inglés que se va a blasfemar a los suburbios. Habría que agregar: a los suburbios de Buenos Aires y de la filosofía. El razonamiento teológico que presenta el señor Borges-Sörensen, esa especie de centauro escandinavo-porteño no tiene de razonamiento casi ni la apariencia. Es teología pintada. Yo también, si fuese pintor de la escuela abstracta, podría pintar una gallina mediante un triángulo y unos puntitos, pero de eso no podría sacar caldo de gallina. Ahora bien ¿es intencionado en Borges este juego, o es natural? Quiero decir: ¿es un sofista o un sofisticado? El tema de esa burla no es tolerable en ningún hombre honrado, aunque se diga que es pura literatura.

– En el caso de Borges, es pura literatura. El mismo lo diría.

– Peor para él.

Ahora estaba enojado.

– Estos fantaseos benévolos con Judas denotan una tendencia a la molicie y a la cobardía. Se recula ante las cosas supremas, ante la bondad y ante la maldad suprema. Así hoy un mentiroso no es un mentiroso: es un político. Se trata elegantemente de salvar al diablo. ¡No es tan negro el diablo como lo pintan, vamos!

Los miró como pidiéndoles cuentas.

– En realidad es al revés: el diablo es más negro de como lo pinta esa gente. No son malos filósofos, lo peor para ellos es que son malos escritores. Porque no perciben ni siquiera esa realidad psicológica capital que ya vio Aristóteles. Eso que Edgar Poe llamó the imp of perversity. Los grandes escritores del siglo pasado ya lo vieron con lucidez: desde Blake a Dostoievsky. Pero claro…

Se quedó sin completar la frase. Miró un momento por a ventana y luego concluyó diciendo, con su sonrisa sutil:


– Así que Judas anda suelto en la Argentina… El patrono de los ministros de Hacienda, pues sacó dinero de donde a nadie se le habría ocurrido. Sin embargo, pobre corazón, Judas no soñó con gobernar. Y ahora en nuestro país parece que está por obtener o ya ha obtenido puestos del gobierno. Bueno, con gobierno o sin gobierno, Judas termina siempre por ahorcarse.

Luego Bruno le explicó sus gestiones con Monseñor Gentile. Rinaldini hizo un gesto con la mano mientras sonreía con cierta resignada y bondadosa ironía.

– No se haga mala sangre, Bassán. Los obispos no me dejarán. Y en cuanto a ese Monseñor Gentile, que por desgracia es pariente suyo, sería mejor que en lugar de hacer politiquería eclesiástica leyera de cuando en cuando el Evangelio.

Se fueron.

Ahí se queda, solo, pobre, con su sotana raída, pensó Martín.

XIV

Alejandra permanecía invisible y Martín se refugiaba en su trabajo y en la compañía de Bruno. Fueron tiempos de tristeza meditativa: todavía no habían llegado los días de caótica y tenebrosa tristeza. Parecía el ánimo adecuado a aquel otoño de Buenos Aires, otoño no sólo de hojas secas y de cielos grises y de lloviznas sino también de desconcierto, de neblinoso descontento. Todos estaban recelosos de todos, las gentes hablaban lenguajes diferentes, los corazones no latían al mismo tiempo (como sucede en ciertas guerras nacionales, en ciertas glorias colectivas): había dos naciones en el mismo país, y esas naciones eran mortales enemigas, se observaban torvamente, estaban resentidas entre sí. Y Martín, que se sentía solo, se interrogaba sobre todo: sobre la vida y la muerte, sobre el amor y el absoluto, sobre su país, sobre el destino del hombre en general. Pero ninguna de estas reflexiones era pura, sino que inevitablemente se hacía sobre palabras y recuerdos de Alejandra, alrededor de sus ojos grisverdosos, sobre el fondo de su expresión rencorosa y contradictoria. Y de pronto parecía como si ella fuera la patria, no aquella mujer hermosa pero convencional de los grabados simbólicos. Patria era infancia y madre, era hogar y ternura; y eso no lo había tenido Martín; y aunque Alejandra era mujer, podía haber esperado en ella, en alguna medida, de alguna manera, el calor y la madre; pero ella era un territorio oscuro y tumultuoso, sacudido por terremotos, barrido por huracanes. Todo se mezclaba en su mente ansiosa y como mareada, y todo giraba vertiginosamente en torno de la figura de Alejandra, hasta cuando pensaba en Perón y en Rosas, pues en aquella muchacha descendiente de unitarios y sin embargo partidaria de los federales, en aquella contradictoria y viviente conclusión de la historia argentina, parecía sintetizarse, ante sus ojos, todo lo que había de caótico y de encontrado, de endemoniado y desgarrado, de equívoco y opaco. Y entonces lo volvía a ver al pobre Lavalle, adentrándose en el territorio silencioso y hostil de la provincia, perplejo y rencoroso, acaso pensando en el misterio del pueblo en largas y pensativas noches de frío, envuelto en su poncho celeste, taciturno, mirando las cambiantes llamas del fogón, quizá oyendo el apagado eco de coplas hostiles en anónimos paisanos:

Cielito y cielo nublado por la muerte de Dorrego. enlútense las provincias, lloren, cantando este cielo.

Y también Bruno, al que se aferraba, al que miraba con anhelante interrogación, parecía estar carcomido por las dudas, preguntándose perpetuamente sobre el sentido de la existencia en general y sobre el ser y el no ser de aquella oscura región del mundo en que vivían y sufrían: él, Martín, Alejandra, y los millones de habitantes que parecían ambular por Buenos Aires como en un caos, sin que nadie supiese dónde estaba la verdad, sin que nadie creyese firmemente en nada; los viejos como don Pancho (pensaba Bruno) viviendo en el sueño del pasado, los aventureros haciendo fortuna sin importárseles de nada ni de nadie, los cínicos profesores que se adaptaban al nuevo orden enseñando lo que antes habían repudiado, los estudiantes luchando contra Perón y aliándose de hecho con hipócritas y aprovechadores defensores de la libertad, y los viejos inmigrantes soñando (también ellos) con otra realidad, una realidad fantástica y remota, como el viejo D'Arcángelo, mirando hacia aquel territorio ya inalcanzable y murmurando

Addio patre e matre, addio sorelli e fratelli.

Palabras que algún inmigrante-poeta habría dicho al lado del viejo, en aquel momento en que el barco se alejaba de las costas del Regio o de Paola, y en que aquellos hombres y mujeres, con la vista puesta sobre las montañas de lo que en un tiempo fue la Magna Grecia, miraban más que con los ojos del cuerpo (débiles, precarios y finalmente incapaces) con los ojos de su alma, esos ojos que siguen viendo aquellas montañas y aquellos castaños a través de los mares y los años: fijos e insensatos, indominables por la miseria y las vicisitudes, por la distancia y la vejez. Ojos con los que el viejo D'Arcángelo (grotescamente ataviado con su galerita raída y verde, como caricaturesco, y cómico símbolo del tiempo y la Frustración, impertérrito, mansa pero locamente) veía a su remota Calabria mientras Tito lo miraba con sus ojitos sarcásticos, tomando mate, pensando "la gran puta si yo tendría dinero". Así que (pensaba Martín, mirando a Tito, que miraba a su padre) ¿qué es la Argentina? Preguntas a las que muchas veces le respondería Bruno diciéndole que la Argentina no sólo era Rosas y Lavalle, el gaucho y la pampa, sino también ¡y de qué trágica manera! el viejo D'Arcángelo con su galerita verde y su mirada abstracta, y su hijo Humberto J. D'Arcángelo, con su mezcla de escepticismo y ternura, resentimiento social e inagotable generosidad, sentimentalismo fácil e inteligencia analítica, crónica desesperanza y ansiosa y permanente espera de ALGO. "Los argentinos somos pesimistas (decía Bruno) porque tenemos grandes reservas de esperanzas y de ilusiones, pues para ser pesimista hay que previamente haber esperado algo. Esto no es un pueblo cínico, aunque está lleno de cínicos y acomodados; es más bien un pueblo de gente atormentada, que es todo lo contrario, ya que el cínico se aviene a todo y nada le importa. Al argentino le importa todo, por todo se hace mala sangre, se amarga, protesta, siente rencor. El argentino está descontento con todo y consigo mismo, es rencoroso, está lleno de resentimientos, es dramático y violento. Sí, la nostalgia del viejo D'Arcángelo -comentaba Bruno, como para sí mismo-… Pero es que aquí todo era nostálgico, porque pocos países debía de haber en el mundo en que ese sentimiento fuese tan reiterado: en los primeros españoles, porque añoraban su patria lejana; luego, en los indios, porque añoraban su libertad perdida, su propio sentido de la existencia; más tarde, en los gauchos desplazados por la civilización gringa, exiliados en su propia tierra, rememorando la edad de oro de su salvaje independencia; en los viejos patriarcas criollos, como don Pancho, porque sentían que aquel hermoso tiempo de la generosidad y de la cortesía se había convertido en el tiempo de la mezquindad y de la mentira; y en los inmigrantes, en fin, porque extrañaban su viejo terruño, sus costumbres milenarias, sus leyendas, sus navidades, junto al fuego. Y ¿cómo no comprender al viejo D'Arcángelo? Pues a medida que nos acercamos a la muerte también nos acercamos a la tierra, y no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo (¡pero tan querido, tan añorado!) pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia, en que tuvimos nuestros juegos y nuestra magia, la irrecuperable magia de la irrecuperable niñez. Y entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras, un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en ese momento que precede a la muerte adquieren increíble magnitud, sobre todo cuando, en este país de emigrados, el hombre que va a morir sólo puede defenderse con el recuerdo, tan angustiosamente incompleto, tan transparente y poco carnal, de aquel árbol o de aquel arroyito de la infancia; que no sólo están separados por los abismos del tiempo sino por vastos océanos. Y así nos es dado ver a muchos viejos como D'Arcángelo, que casi no hablan y todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en realidad miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) vamos cambiando con los años, y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en nosotros, allá muy dentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso: la memoria, la misteriosa memoria de nosotros mismos, de lo que somos y de lo que fuimos. Sin la cual (¡y qué terrible ha de ser entonces! se decía Bruno) esos hombres que la han perdido como en una formidable y destructiva explosión de aquellas regiones profundas, son tenues, inciertas y livianísimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo."

XV

Hasta que una tarde sucedió algo asombroso: en la esquina de Leandro Alem y Cangallo, mientras esperaba el troley, al detenerse el tráfico vio a Alejandra con aquel hombre, en un Cadillac sport.

Ellos también lo vieron y Alejandra palideció.

Bordenave le dijo que subiera y ella se corrió al medio.

– La encontré a su amiga también esperando el ómnibus. Qué coincidencia. ¿A dónde va?

Martín le explicó que iba a la Boca, a su pieza.

– Bueno, entonces lo dejaremos a usted primero.

¿Por qué?, se preguntó como en vértigo Martín. Aquel "primero" sería una palabra que abriría angustiosos interrogantes.

– No -dijo Alejandra-, yo bajaré antes. Aquí nomás en Avenida de Mayo.

Bordenave la miró sorprendido; o al menos así le pareció a Martín cuando más tarde cavilaba sobre aquel encuentro, notando que la sorpresa de Bordenave era, a su vez, sorprendente.

Cuando Alejandra bajó, Martín le preguntó si quería que la acompañase, pero ella le dijo que estaba muy apurada y que mejor se veían en otro momento. Pero en el momento de alejarse vaciló, se dio vuelta y le dijo que lo esperaría en el Jockey Club al día siguiente, a las seis de la tarde.

Bordenave se mantuvo silencioso y casi hosco el resto del viaje hasta la Boca, mientras Martín trataba de analizar aquel curioso encuentro. Sí, era posible que aquel hombre hubiera encontrado a Alejandra por casualidad. ¿No lo había encontrado a él mismo por casualidad? Tampoco resultaba raro que al reconocerla por la calle la hubiese invitado a subir, dado su carácter mundano. Nada de eso era en definitiva sorprendente. Lo asombroso es que Alejandra hubiese aceptado. Por otra parte ¿por qué Bordenave se había sorprendido cuando ella dijo que bajaría en la Aveni da de Mayo? Esa reacción podía indicar que iban juntos deliberadamente y no por un encuentro fortuito, y ella había decidido bajar antes como para demostrarle a Martín que nada había con aquel individuo fuera de ese encuentro por azar; resolución que tenía que sorprender a Bordenave hasta el punto de no poder evitar aquel gesto revelador. Martín sintió que algo se derrumbaba en su espíritu, pero trató de no abandonarse a la desesperación, y con una empecinada lucidez siguió analizando el suceso. Con cierto alivio, pensó entonces que la sorpresa de Bordenave podía deberse a otro motivo: al subir al auto ella le había dicho que iba a su casa, en Barracas (como efectivamente lo probaba el que fueran por Leandro Alem hacia el sur), pero, ante la idea de que Martín pudiera sospechar algo al permanecer con Bordenave después que él bajara en la Boca, decidió bajar en la Avenida de Mayo; y esa repentina y contradictoria resolución llamó la atención de Bordenave. Estaba bien, pero ¿por qué este hombre había quedado hosco y disgustado? Bueno, porque sin duda se había hecho el propósito de flirtear con Alejandra una vez a solas y aquella resolución malograba su proyecto. Existía, sin embargo, un motivo de dudas: ¿por qué Alejandra se había negado a que Martín la acompañara? ¿No se encontraría con Bordenave más tarde, en el sitio donde seguramente iban? Detalle tranquilizador: ¿cómo podía haberse puesto Alejandra en contacto con Bordenave sino por casualidad? No lo conocía, ignoraba su domicilio, y, en cuanto a Bordenave, ni siquiera sabía el nombre de Alejandra.

Y sin embargo, una turbia sensación lo llevaba reiteradamente a analizar aquella entrevista al parecer trivial pero que ahora, a la luz de este nuevo encuentro, adquiría una singular importancia. Años después de la muerte de Alejandra tuvo la certeza de lo que en aquel momento apenas fue un insidioso chispazo: Bordenave tenía algo que ver con aquel impulso de mandarlo a Molinari que Alejandra tuvo después de la entrevista con Bordenave en el Plaza. Los acontecimientos que llevaron a su suicidio y la última conversación con Bordenave le iban a mostrar un día el papel desempeñado por aquel hombre en el drama. Y cuando años después hablase con Bruno, no podía menos que ironizar tristemente sobre el detalle de haber sido él, Martín, quien lo había colocado en el camino de Alejandra. Y recordaría una vez más, con maniática minuciosidad los detalles de aquella primera entrevista en el Plaza, aquella trivial entrevista que habría desaparecido totalmente en la nada de los episodios sin significación si los acontecimientos finales no hubieran echado una inesperada y horrenda luz sobre esa especie de manuscrito olvidado.

Pero por el momento Martín no podía alcanzar esas últimas implicaciones. Repasaba esa entrevista del Plaza, y recordaba que en el momento de presentarle a Alejandra se produjo un fugacísimo brillo en sus ojos, brillo que precedió al endurecimiento en toda su actitud. Aunque también era posible (pensaba Bruno) que ese detalle fuera un falso recuerdo, un detalle advertido en virtud de esa lucidez retrospectiva que confieren las catástrofes, o que creemos que nos confieren, cuando decimos "ahora recuerdo que oí un ruido sospechoso", cuando en realidad aquel ruido es un detalle que la imaginación agrega sobre los verdaderos y simples hechos de la memoria; forma habitual en que el presente influye sobre el pasado modificándolo, enriqueciéndolo y deformándolo con indicios premonitorios.

Martín trató de recordar palabra por palabra lo que en aquel encuentro Bordenave dijo, pero nada era importante, importante al menos para su problema. Pues dijo que esos italianos -por los dos hombres que estaban allí, hombres que señalaba con un gesto un poco cínico de su cara- eran todos iguales: todos eran ingenieros, abogados, comendadores. Pero en verdad eran unos malandrines, que había que andar con escopeta. Y Martín recordaba que, mientras tanto, sin mirarlo, Alejandra hacía intrincados dibujos en una servilleta de papel, repentinamente de mal humor. La primera palabra que pronuncian (seguía Bordenave) es corruzione, y entonces uno tiene que recordarles que a aquellos infelices que mandaban contra los ingleses en el África se les desarmaban los tanques en el camino. Esos individuos tenían el asunto paralizado. No daban en la tecla: daban dinero a los que no tenían que dar, no les daban a los que debían, en fin.

Así que cuando lo fueron a ver se echó a reír: ¿cómo, no lo habían tocado a Bevilacqua? Para fastidiarlos les subrayó que tenía apellido italiano y que, a pesar del apellido, tomaba algo más que agua. Agregando "ustedes que son italianos podrán apreciar el chiste", pero maldita la gracia que les había hecho, tal como él esperaba. Pequeñas venganzas que uno se toma, qué diablos. Que vinieran acá a hacerse los puros… Además, como también tuvo que darles a entender, si tenían tanta delicadeza ¿por qué entraban en el juego? Tan sucio era el que recibía una coima como el que la ofrecía. Martín lo miraba con asombro. Cuando después de la muerte de Alejandra volvió a repasar cada una de las escenas en que ella estaba presente, concluyó que en aquel momento Bordenave estaba hablando precisamente para Alejandra, hecho asombroso para Martín, pues no podía comprender cómo pretendía conquistarla contando semejantes cosas. Luego siguió hablando de los políticos: todos estaban corrompidos. No se refería, por supuesto, a estos peronistas: hablaba de todos, hablaba en general, de los concejales del 36, del affair del Palomar, del negociado de la Coordinación. En fin, era cosa de no acabar. En cuanto a los industriales, se quejaban (Martín pensó en Molinari) pero nunca habían ganado tanto como en esta época, aunque dijesen pavadas sobre la corrupción, sobre si se puede o no importar una sola aguja de telar sin coima, sobre si los obreros quieren trabajar o no. En fin, toda esa música. Pero ¿cuándo, se preguntaba, cuándo la industria había ganado las colosales fortunas de estos últimos años? Habían metido lavarropas hasta en la sopa. No había cabecita negra que no tuviese su batidora eléctrica. ¿Los militares? De coronel para arriba, y salvo honrosas excepciones, salvo algún loco que todavía creía en la patria, todos estaban comprados con órdenes de autos y permisos de cambio. ¿Los obreros? Lo único que les interesaba era vivir bien, tener su aguinaldo a fin de año, que ganara River o Boca, cobrar sus suculentas indemnizaciones por despido -¡otra industria nacional!-, tener sus vacaciones pagas y su día de San Perón. Riéndose, comentó: "Lo único que les falta para ser burgueses es el capitalito". Luego, revolviendo con el dedo índice el hielo de su whisky, agregó: "Pancismo y nada más que pancismo". Con billetes sobre la mesa, nada se negaba en este país. Si uno tenía fortuna, aunque fuese un bandolero, lo llenaban de atenciones, era un señor, un caballero. En fin: aquí no había que hacerse mala sangre, esto era podredumbre pura y nada tenía arreglo. Al país lo habían prostituido los gringos y ésta ya no era la nación que llevara la libertad a Chile y Perú. Hoy era una nación de acomodados, de cobardes, de quinieleros napolitanos, de compadritos, de aventureros internacionales, como esos que estaban ahí, de estafadores y de hinchas de fútbol. Fue entonces cuando se levantó, le tendió la mano y terminó diciéndole a Martín que no se preocupara, que no los desalojarían. Cuando salieron, cruzaron la calle y se sentaron en un banco, mirando hacia el río. Recordaba cada uno de los gestos de Alejandra cuando le preguntó qué le había parecido aquel hombre: encendió un cigarrillo y pudo ver, a la luz del fósforo, que su cara estaba endurecida y sombría. "¡Qué me va a parecer!, dijo, un argentino". Y luego se quedó callada y todo en ella indicaba que no volvería a decir nada más. En aquel momento Martín no veía sino que la aparición de Bordenave había enturbiado la paz interior, como la entrada de un reptil en un pozo de agua cristalina en que nos disponíamos a beber. Entonces Alejandra agregó que le dolía la cabeza y que prefería ir a su casa, a acostarse. Y cuando se iban a separar, frente a la verja de la calle Río Cuarto, le dijo, con voz desagradable, que hablaría con Molinari, pero que no se hiciese ninguna ilusión.

Cuando examinó aquel viejo documento de su memoria, resaltaron con casi brutal claridad algunas de sus palabras, que entonces, después de la muerte de Alejandra tomaron un significado inesperado. Sí: entre aquella tarde apacible en que caminaban tomados de la mano y la absurda entrevista con Molinari estaba la aparición de Bordenave. Algo atroz había irrumpido.

XVI

Hasta que, sin habérselo propuesto, se encontró frente al café de Chichín, y entrando oyó al Loco Barragán, que tomaba aguardiente sin dejar, como siempre, de predicar, diciendo Vienen tiempos de sangre y fuego, muchachos, amenazando, admonitorio y profético, con el dedo índice de la mano derecha a los grandulones que lo farreaban, incapaces de tomar en serio nada que no fuera Perón o el partido del domingo con Ferrocarril Oeste, mientras Martín pensaba que Alejandra había palidecido en el momento en que se encontraron, aunque también era probable que le hubiera parecido a él, ya que no era fácil discernirlo inequívocamente estando como estaba debajo de la capota; dato de enorme importancia, claro, porque indicaría que el encuentro con Bordenave no era casual sino concertado, pero ¿cómo y cuándo, Dios mío, cómo y cuándo? Tiempos de venganza, muchachos y haciendo gestos de escribir con la mano derecha en el aire, con enormes letras, agregaba está escrito, a lo que los muchachones reían a más no poder y Martín reflexionaba que, sin embargo, tampoco el haber palidecido era un dato inequívoco, ya que podía responder a la vergüenza de ser encontrada por Martín junto a un individuo que ella había demostrado despreciar. Y además ¿cómo podían haberse encontrado deliberadamente si ella ignoraba dónde vivía Bordenave, y no le parecía ni siquiera concebible por la imaginación más febril que ella hubiese buscado su dirección o su número en la guía y lo hubiese llamado? Tiempos de sangre y fuego, porque el fuego tendrá que purificar esta ciudad maldita, esta nueva Babilonia, porque todos somos pecadores aunque sí quedaba la posibilidad de que se hubiesen encontrado en el bar del Plaza, bar que evidentemente Alejandra frecuentaba o había frecuentado antes, como lo revelaba la precisión con que lo condujo a él en aquella entrevista, de modo que habría entrado al bar (pero ¿para hacer qué, Dios mío, para hacer qué?) y al encontrarse con Bordenave podía haber surgido una conversación, acaso, lo más probable por iniciativa de él ya que era a las claras un mujeriego y un hombre mundano. Sí, riasén manga de vagos, pera yo les digo que tenemos que pasar por la sangre y por el fuego y aunque todos reían, y hasta el propio Barragán por momentos parecía seguirles la chacota, buen tipo como era, sin embargo sus ojos adquirieron fulgor al dirigir sus miradas hacia Martín, un fulgor acaso profético, aunque fuese el de un modesto profeta de barrio, borracho y torpe (pero, como pensaría Bruno, ¿qué se sabe sobre los instrumentos que el destino elige para insinuar oscuramente sus propósitos? Y, acaso, y dada la ambigua perversidad con que suele proceder, ¿no era posible que enviase sus arteros mensajes a través de seres que raramente se toman en serio como son los locos y los chicos?), y como si hablara otra persona, no la que bromeaba con los muchachos del bar, agregó pero vos, pibe, vos no, porque vos tenés que salvarnos a todos y todos se quedaron callados y un silencio rodeó a aquellas inesperadas palabras del loco; aunque en seguida los muchachos volvieron a la carga y preguntaban decí qué número gana mañana, loco, pero Barragán, meneando la cabeza, tomando su cañita quemada, respondía sí, riasén, pera ya van a ver lo que les digo, ya lo van a ver con sus propios ojos, porque es necesario que esta ciudad emputecida sea castigada y tiene que venir Alguien porque el mundo no puede seguir así momento en que Martín, impresionado, mirando con fijeza, vinculó sus palabras con otras de Alejandra sobre los sueños premonitorios y la purificación por el fuego.

– Nos han quitado al Cristo ¿y qué nos han dado, en cambio? Autos, aviones, heladeras eléctricas. Pero vos, Chichín, pongo por caso, ¿sos más feliz ahora que tenés heladera eléctrica que cuando venía el rengo Acuña con las barras de velo? Supongamos, es un suponer, que mañana vos, Loiácono, podes ir a la Luna -frase que fue celebrada con risotadas-, pero les digo, zonzos, que es un suponer ¿y qué? ¿Vas a ser por eso más feliz que ahora?

– Ma de qué felicidá m'está hablando -comentó con rencor Loiácono- si yo en la puta vida he sido felí.

– Bueno, está bien, te digo que es un suponer. Pero, te pregunto: ¿serías más feliz por ir a la Luna?

– Y yo qué sé -respondió Loiácono con resentimiento.

Pero el loco Barragán proseguía con su predicación, sin oírlo, ya que su pregunta era retórica:

– Por eso yo les digo, muchachos, que la felicidad hay que buscarla dentro del corazón. Pero para eso se necesita que venga el Cristo de nuevo. Lo hemos olvidado, hemos olvidado sus enseñanzas, hemos olvidado que sufrió el martirio por nuestra culpa y por nuestra salvación. Somos una manga de desagradecidos y unos canallas. Y si viene de nuevo, capaz que no lo conocemos y hasta le tomamos el pelo.

– Quién te dice -comentó Díaz-, vo so el Cristo y ahora nosotro te estamo tomando en joda.

Todos rieron celebrando la salida de Díaz, pero Barragán, meneando la cabeza con benévola sonrisa de borracho, proseguía, con lengua cada vez más pastosa:

– Todos estamos tristes -algunos protestaron, dijeron yo no, avisa, etcétera-. Todos estamos tristes muchachos. No nos engañemos. ¿Y por qué estamos todos tristes? Porque nuestro corazón está insatisfecho, porque sabemos que somos unos miserables, unos canallas. Porque somos injustos, ladrones, porque tenemos el alma llena de odio. Y todos corren. ¿Para qué, les digo yo? ¿Adonde? Todos luchan por tener unos mangos ¿para qué? ¿Acaso no nos vamos a morir todos? ¿Y para qué queremos la vida si no creemos en Dios?

– Bueno, ufa, terminala -dictaminó Loiácono-. Vo también so bastante bueno, loco. Mucho Dios, mucho Cristo y mucho de esto -se señalaba los labios- pero dejá que tu mujer labure como una burra para mantenerte, mientras vo aquí dale discurso.

El loco Barragán lo consideró con mirada bondadosa. Tomó un traguito de caña y preguntó:

– ¿Y quién te ha dicho que yo no sea un turro?

Mostró su vasito de caña quemada y con voz dolorida agregó:

– Yo, muchachos, soy un borracho y un loco. Me dicen el loco Barragán. Chupo, me paso el día vagando por ahí y pensando mientras la patrona trabaja de sol a sol. Qué le voy a hacer. Así nací y así voy a morir. Soy un canalla, no me aparto. Pero eso no es lo que les digo, muchachos. ¿No dicen que los chicos y los locos dicen la verdad? Y bueno, yo soy loco, y muchas veces, por esta cruz, ni sé por qué hablo.

Todos se rieron.

– Sí, riasén. Pero yo les digo que el Cristo se me apareció una noche y me dijo: Loco, el mundo tiene que ser purgado con sangre y fuego, algo muy grande tiene que venir, el fuego caerá sobre todos los hombres, y te digo que no va a quedar piedra sobre piedra. Esto me dijo el Cristo.

Los muchachos se retorcían de risa, menos Loiácono.

– Sí, metalén, muchachos, dale que va. Riasén y después me cuentan. Acá hay uno solo que sabe lo que digo.

Las risotadas cesaron y un silencio rodeó estas últimas palabras. Pero en seguida todos volvieron a las bromas y luego empezaron a hacer cálculos sobre el partido del domingo.

Pero Martín miraba al Loco, mientras volvían a su memoria aquellas otras palabras de Alejandra sobre el fuego.

XVII

Alejandra no fue. En cambio, llegó Wanda con un mensaje: no podría verlo durante esa semana.

– Mucho trabajo -agregó, mirando su encendedor con música.

– Mucho trabajo -repitió Martín, en tanto que aviesamente aparecía la figura de Bordenave.

Wanda se limitó a encender y apagar varias veces el encendedor.

– Ella te llamará.

– Bueno.

Un gran peso le impidió incorporarse después que Wanda se hubo ido, pero por fin se levantó para llamar a Bruno. Lo llamaba con timidez, no le decía que deseaba verlo, pero siempre Bruno terminaba insistiéndole para que fuera.

Se sentó en un rincón y Bruno intentó distraerlo con comentarios sobre cualquier cosa.

– ¿Lo conoce a Molina Costa?

– No.

– Resulta que al lado de su campo está la estancia de un señor Pearson Spaak. El hijo, Willie, lo criticaba porque andaba con breeches, mientras que él llevaba siempre bombachas criollas y no usa jamás montura inglesa, le dijo: "Viejo, vos necesitas todo eso porque te llamas Pearson Spaak; pero como yo me llamo Molina Costa puedo darme el lujo de andar con breeches".

Bruno se rió con muchas ganas, en una forma que Martín no le había observado antes. Parece que aquella anécdota le causaba una enorme gracia. Cuando se calmó, dijo:

– Es indudable que en ese empeño que tenemos últimamente en rechazar todo lo europeo hay un fuerte sentimiento de inseguridad. ¿No le parece? Acá los grupos nacionalistas están llenos de individuos que se llaman Kelly o Rabufetti.

Se quitó los anteojos y los limpió, con aquella manía de mantenerlos perfectos, o quizá en virtud de un simple tic. Sus ojos se agrandaban repentinamente al ser vistos sin aquellos gruesos cristales, y le conferían al rostro una curiosa sensación de desnudez que a Martín casi lo avergonzaba. Por lo demás, la mirada de Bruno se volvía más abstracta y como desamparada frente a un universo minucioso y rico.

Le habló del libro que estaba leyendo, sobre el tiempo, y le explicó la diferencia que existe entre el tiempo de los astrónomos y el del hombre. Mientras reflexionaba que nada de todo aquello podía serle útil a Martín, sino como mera distracción. Toda consideración abstracta, aunque se refiriese a problemas humanos, no servía para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una criatura que sólo sobrevive por la esperanza Porque felizmente (pensaba) el hombre no está sólo hecho de desesperación sino de fe y de esperanza; no sólo de muerte sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y de amor. Porque si prevaleciese la desesperación, todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo que sucede. Lo que demostraba, a su juicio, la poca importancia de la razón, ya que no es razonable mantener esperanzas en este mundo en que vivimos. Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento es la prueba de que el hombre no es un ser racional. Y así, apenas los terremotos arrasan una vasta región de Japón o de Chile; apenas una gigantesca inundación liquida a centenares de miles de chinos en la región del Yang Tse; apenas una guerra cruel y, para la in-mensa mayoría de sus víctimas sin sentido, como la Guerra de los Treinta Años, ha mutilado y torturado, asesinado y violado, incendiado y arrasado a mujeres, niños y pueblos, ya los sobrevivientes, los que sin embargo asistieron, espantados e impotentes, a esas calamidades de la naturaleza o de ios hombres, esos mismos seres que en aquellos momentos de desesperación pensaron que nunca más querrían vivir y que jamás reconstruirían sus vidas ni podrían reconstruirlas aunque lo quisieran, esos mismos hombres y mujeres (so-bre todo mujeres, porque la mujer es la vida misma y la tierra madre, la que jamás pierde un último resto de espe-ranza), esos precarios seres humanos ya empiezan de nuevo, como hormiguitas tontas pero heroicas, a levantar su pequeño mundo de todos los días: mundo pequeño, es cierto, pero por eso mismo más conmovedor. De modo que no eran las ideas las que salvaban al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas insensatas esperanzas de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio. Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos nos suicidaríamos) ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?

Mientras en un plano más superficial le decía a Martín algo aparentemente sin conexión con sus reflexiones profundas, pero en realidad conectadas a ella por vínculos irregulares pero vitales.

– Siempre pensé que me gustaría ser algo así como bombero.

Y como Martín lo mirara sorprendido, comentó: pensando que acaso ese tipo de reflexiones sí podían ser útiles a su desdicha, pero con una sonrisa que atenuaba su pretensión.

– Quizá cabo de bomberos. Porque entonces uno sentiría que está entregado a algo comunitario, a algo en que uno realiza un esfuerzo por los demás, y además en medio del peligro, cerca de la muerte. Y, siendo cabo, porque se sentiría, supongo, la responsabilidad de su pequeño grupo. Ser para ellos la ley y la esperanza. Un pequeño mundo en que el alma de uno esté transfundida en una pequeña alma colectiva. De modo que las penas son las penas de todos y la alegrías también, y el peligro es el peligro de todos. Saber, además, que uno puede y debe confiar en sus camaradas, que en esos momentos límites de la vida. en esas zonas inciertas y vertiginosas en que la muerte nos enfrenta repentina y furiosamente, ellos, los camaradas, lucharán contra ella, nos defenderán y sufrirán y esperarán por nosotros. Y luego el destino pequeño y modesto de mantener el equipo limpio, los broncas relucientes, el limpiar y afilar las hachas, el vivir con sencillez esos momentos que sin embargo preceden al peligro y acaso a la muerte.

Se quitó los anteojos y los limpió.

– Muchas veces lo he imaginado a Saint-Exupéry allá arriba, con su pequeño avión, luchando contra la tempestad, en pleno Atlántico, heroico y taciturno, con su telegrafista atrás, unidos por el silencio y la amistad, por el peligro común pero también por la común esperanza; escuchando el rugido del motor, vigilando con ansiedad la reserva de combustible, mirándose entre sí. La camaradería frente a la muerte.

Se colocó los anteojos y sonrió, mirando a lo lejos.

– Bueno, acaso uno admire más lo que no es capaz de hacer. No sé si sería capaz de hacer la centésima parte de cualquiera de los actos de Saint-Exupéry. Claro, esto es lo grande. Pero quería decir que aun en pequeño… cabo de bomberos… En cambio, yo… ¿qué soy, yo? Una especie de contemplativo solitario, un inútil. Ni siquiera sé si alguna vez lograré escribir una novela o un drama. Y aunque lo escribiera… no sé si nada de eso puede ser equiparable a formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su fusil… No importa que la guerra sea hecha por sinvergüenzas, por bandoleros de las finanzas o el petróleo: aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella

fe de nuestros camaradas, ésos serán siempre valores absolutos.

Martín lo miraba con los ojos empañados, estáticamente. Y Bruno pensó para sí: "Bueno, al fin, ¿no estamos todos en una especie de guerra? ¿Y no pertenezco a un pequeño pelotón? ¿Y no es Martín, en cierto modo, alguien cuyo sueño yo velo y cuyas angustias intento suavizar y cuyas esperanzas cuido como una llamita en medio de una furiosa tormenta?"

Y en seguida se avergonzó.

Entonces contó un chiste.

XVIII

Luego, levantando la mirada y al ver que los ojos de Martín brillaban, añadió:

– Pero con una condición, Martín. Los ojos de Martín se apagaron.


E1 lunes esperó su llamado, pero en vano. El martes, impaciente, la llamó a la boutique. Le pareció que la voz de Alejandra era áspera, pero podía ser por el trabajo. Ante la insistencia de Martín, le dijo que lo esperaba a tomar un café en el bar de Charcas y Esmeralda.

Martín corrió al bar y la encontró esperándolo: fumaba mirando hacia la calle. El diálogo fue corto porque ella tenía que volver al taller. Martín le dijo que quería verla tranquila, una tarde entera.

– Me es imposible, Martín.

Al ver los ojos del muchacho empezó a golpear con una boquilla que tenía, mientras parecía pensar y sacar cuentas. Su ceño estaba fruncido y su expresión era de preocupación.

– Ando muy enferma -dijo al cabo.

– ¿Qué te pasa?

– Qué no me pasa, sería mejor decir.

Sueños atroces, dolores de cabeza (en la nuca, que luego se extendían a todo el cuerpo), centelleos en los ojos.

– Y como si todo eso fuera poco, esas campanas de iglesia. Una mezcla de hospital e iglesia, como ves.

– Así que por eso no me podes ver -comentó Martín con ligero sarcasmo.

– No, no digo eso. Pero todo se junta, ¿comprendes?

"Todo se junta", se repitió para sí Martín, sabiendo que en ese "todo" estaba lo que más lo atormentaba.

– ¿De modo que te es imposible verme?

Alejandra mantuvo por un instante la mirada del muchacho pero luego bajó los ojos y se puso a golpear con la boquilla contra la mesa.

– Bueno -dijo, por fin-, nos veremos mañana a la tarde.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó ansioso Martín.

– Toda la tarde, si querés -agregó Alejandra, sin mirar y sin dejar de dar golpecitos con la boquilla.

XIX

Al otro día el sol brillaba como en aquel lunes, pero el viento era excesivamente fuerte y había demasiada tierra en el aire. Así que todo era parecido pero nada era igual, como si la favorable conjunción de los astros de aquel día se hubiera ya desfigurado -temía Martín.

El pacto establecido confería una melancólica paz al nuevo encuentro: hablaban suavemente, como dos buenos amigos. Pero por eso mismo resultaba tan triste para Martín. Y, acaso sin sentido con plena conciencia (pensaba Bruno), no veía el momento de bajar al río y de sentarse de nuevo en el mismo banco, como se quiere repetir un acontecimiento reiterando las fórmulas mágicas que lo provocaron por primera vez; e ignorando, claro, hasta qué punto aquel lunes, que para él había sido perfecto, para Alejandra había sido sordamente angustioso; de modo que los mismos hechos que repitiéndose constituían para él motivo de felicidad, para ella eran causa de desasosiego; fuera de que siempre es levemente siniestro volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección.

Hasta que bajaron al río y se sentaron en el mismo banco.

Durante largo rato no hablaron, en medio de una especie de serenidad. Serenidad que sin embargo en Martín, después de su candorosa esperanza en el restorán, se iba tiñendo crecientemente de melancolía, ya que esa paz precisamente existía por la condición que Alejandra había impuesto. Y en lo que a ella se refería (pensaba Bruno) aquella serenidad era simplemente una suerte de paréntesis, tan precario, tan insustancial como el que un enfermo de cáncer logra con una inyección de morfina.

Miraban los barcos, las nubes.

También observaban las hormigas, que trabajaban con esa acelerada y empeñosa seriedad que las caracteriza.

– Miralas cómo producen -comentó Alejandra-. Segundo Plan Quinquenal.

Siguió con su mirada a una que buscaba su camino tambaleando bajo una carga que en proporción era como un automóvil para un hombre.

Siguiendo la marcha del animalito, preguntó:

– ¿Sabes lo que le dijo Juancito Duarte a Zubiza, cuando Zubiza llegó al infierno?

Sí, lo sabía.

– ¿Y el de Perón en el infierno?

No, ése todavía no lo sabía.

También se contaron los chistes del día sobre Aloé.

Después Alejandra volvió a las hormigas.

– ¿Recordás el cuento de Mark Twain sobre las hormigas?

– No.

– Unas hormigas tienen que transportar una pata de langosta hasta la cueva. Prueba que son los bichos más zonzos de la creación. Es bastante divertido: una especie de baño, después de todas esas sensiblerías de Maeterlinck y compañía. ¿A vos no te parece el colmo de la estupidez?

– Nunca lo pensé.

– Pero las gallinas son peores. Una tarde, en la quinta de Juan Carlos, me pasé horas tratando de crearles algún reflejo, con un palo y comida. Digo, eso de Pávlov. Como si nada. Lo habría querido ver a Pávlov con gallinas. Son tan idiotas que al final te da rabia. ¿No te da rabia la idiotez?

– No sé, depende. Sí son idiotas y pedantes, quizá.

– No, no -comentó ella con ardor-. Te digo la idiotez pura sin más ni más.

Martín la miró intrigado.

– No creo. Es como si me diera rabia una piedra.

– ¡No es lo mismo! La gallina no es una piedra: se mueve, come, tiene intenciones.

– No sé -comentó Martín, con perplejidad-. No entiendo bien por qué me tendría que dar rabia eso.

Volvieron al silencio, pero quizá imaginando cada uno cosas diferentes. Martín con la impresión de que siempre habría en ella sentimientos e ideas que él jamás alcanzaría a comprender; y ella (pensaba Martín) con cierto desdén. O, lo que era peor, con algún sentimiento que ni siquiera podía él suponer.

Alejandra buscó su cartera y sacó una libreta de direcciones. De su interior extrajo una fotografía.

– ¿Te gusta? -preguntó.

Era una instantánea en la terraza de Barracas, apoyada sobre la balaustrada. Tenía ese rostro profundo y anhelante, esa espera de algo indefinido que tanto le había subyugado cuando la conoció.

– ¿Te gusta? -volvió a preguntarle-. Es de aquellos días.

En efecto, Martín reconocía la blusa y la pollera. ¡Todo parecía tan remoto! ¿Por qué le mostraba ahora esa fotografía?

Pero ella insistió:

– ¿Te gusta o no?

– Claro, cómo no me va a gustar. ¿Quién te la sacó?

– Alguien que vos no conoces.

Una nube tenebrosa oscureció aquel cielo melancólico pero sereno.

Luego, mientras la mantenía en sus manos y la miraba con sentimientos encontrados, Martín preguntó, con timidez:

– ¿Me la podes dar?

– Te la traje para dártela. Siempre que te gustara.

Martín se emocionó, al mismo tiempo que sentía pena: parecía como si tuviera algún significado de despedida. Algo de eso le dijo, pero ella no contestó nada; se quedó observando las hormigas mientras Martín escrutaba su expresión.

Desanimado, bajó su cabeza y su mirada cayó en la mano de Alejandra, que estaba sobre el banco, al lado del cuerpo de Martín, todavía con la libreta abierta: en ella se veía doblado, un sobre de carta aérea. Las direcciones que ella anotaba en su libreta, las cartas que recibía, todo aquello constituía para Martín un mundo dolorosamente ajeno.

Y aunque siempre se detenía al borde, alguna vez se le escapaba una desdichada pregunta. Aquella vez, también.

– Es una carta de Juan Carlos -dijo Alejandra.

– ¿Qué dice ese ganso? -preguntó Martín con amargura.

– Imagináte, las tonterías de siempre.

– ¿Qué tonterías?

– ¿De qué puede hablar Juan Carlos en una carta, por avión o no? A ver, alumno Del Castillo.

Lo miraba sonriendo, pero Martín, con seriedad que (estaba seguro) a ella le debía parecer necia, respondió:

– ¿Flirts?

– Muy bien, niño. Nueve puntos. Y no le pongo diez porque preguntó, en lugar de suponerlo directamente. Cientos, miles de flirts con danesas altísimas y sonsísimas y suavemente rubias. En fin, esa gente que lo subyuga. Todas muy quemadas por el cultivo sistemático de deportes al aire libre. Por viajes de millones de millas en canoas, en fraternal camaradería con muchachos tan rubios, quemados y altos como ellas. Y mucho practical joke, como le fascina a Juan Carlos.

– Mostrame la estampilla -pidió Martín.

Conservaba la pasión infantil por las estampillas de tierras lejanas. Al tomar la carta le pareció que Alejandra hacía un pequeño ademán, inconsciente, quizá, de retención. Agitado por aquel detalle, Martín hizo como que examinaba la estampilla.

Al devolverle la carta, la miró con cuidado y le pareció que ella se turbaba.

– No es de Juan Carlos -aventuró.

– Claro que es de Juan Carlos. ¿No ves la letra de nene de cuarto grado?

Martín se quedó en silencio, como siempre que se suscitaba una situación semejante. Incapaz de ir más allá, de internarse en aquella región turbia de su alma.

Tomó un palito y empezó a escarbar en la tierra.

– No seas tonto, Martín. No arruines este día con pavadas.

– Trataste de retener la carta -comentó Martín, sin dejar de escarbar con el palito.

Hubo un silencio.

– ¿Ves? No me equivocaba.

– Sí, tenés razón, Martín -admitió ella-. Es que no habla bien de vos.

– ¿Y qué? -comentó él con aparente displicencia- Total, no la iba a leer.

– No, claro que no… Pero me pareció una falta de delicadeza que la tuvieras en la mano, inocentemente… Es decir, ahora que pienso, me doy cuenta de que ése fue el motivo.

Martín levantó la mirada hacia ella.

– ¿Y por qué habla mal de mí?

– Bah, no vale la pena. Te apenaría inútilmente.

– ¿Y de qué me conoce, ese idiota? Si ni siquiera me ha visto una sola vez.

– Martín, te imaginas que alguna vez le he hablado de vos.

– ¿A ese cretino le has hablado de mí, de nosotros?

– Pero si es como hablarle a nadie, Martín. Como hablarle a una pared. A nadie le he dicho nada, ¿comprendes? A él es como hablarle a una pared.

– No, no comprendo, Alejandra. ¿Por qué a él? Me gustaría que me dijeses o que leyeses lo que dice de mí.

– Pero si es una tontería típica de Juan Carlos, ¿para qué?

Le entregó la carta.

– Te he advertido que te traerá tristeza -anunció con rencor.

– No importa -respondió Martín tomando la carta con avidez, nervioso, mientras ella se colocaba a su lado, en la actitud del que va a leer algo con uno.

Martín se imaginó que quería atenuar frase por frase, y así se lo comentó a Bruno. Y Bruno pensó que la actitud de Alejandra era tan insensata como la que nos lleva a vigilar las maniobras de alguien que conduce mal el auto en el que vamos.

Martín iba a sacar la carta del sobre, cuando de pronto comprendió que aquella actitud podría destruir los pocos y frágiles restos que quedaban del amor de Alejandra. Su mano cayó, desalentada, con el sobre y así permaneció un rato, hasta que se la devolvió. Alejandra volvió a guardarla.

– A un cretino semejante le haces confidencias -comentó, pero con cierta vaga conciencia de que estaba cometiendo una injusticia, porque, de eso estaba seguro, a aquel individuo jamás Alejandra podía hacerle "confidencias". Sería algo mejor o peor, pero jamás confidencias.

Sentía una necesidad de herirla y sabía, o intuía, que esa palabra debía herirla.

– ¡No digas idioteces! Te acabo de decir que hablarle a él es como esas conversaciones que uno sostiene con el caballo. ¿No comprendes? Sí, de todos modos, es cierto que no debí decirle nada, en eso tenés razón. Pero yo estaba borracha.

Borracha, con él (pensó Martín, con más amargura).

– Es -agregó ella, después de un momento, y ya menos dura-, es como si a un caballo le mostrás una fotografía de un hermoso paisaje.

Martín sintió que una gran felicidad trataba de atravesar los pesados nubarrones, y la expresión "hermoso paisaje", de todos modos, llegaba hasta su alma atormentada como un mensaje luminoso. Pero tenía que forzar el paso entre aquellas nubes pesadas, y, sobre todo, a través de aquel "estaba borracha".

– ¿Me estás oyendo?

Martín hizo un gesto afirmativo.

– Mirá, Martín -oyó que ella decía, de pronto-. Yo me separaré de vos, pero nunca creas cosas equivocadas sobre nuestra relación.

Martín la miró consternado.

– Sí. Por muchos motivos esto no puede seguir, Martín. Será mejor para vos, mucho mejor.

Martín no atinaba a decir nada. Sus ojos se llenaron de lágrimas y para que ella no lo advirtiera empezó a mirar hacia delante, a lo lejos: como un cuadro impresionista, miraba sin ver un barco de casco marrón, a lo lejos, y unas gaviotas blancas que giraban sobre él.

– Ahora empezarás a pensar que no te quiero, que nunca te quise -dijo Alejandra.

Martín seguía la trayectoria del barco marrón con una especie de fascinación.

– Y sin embargo -decía Alejandra.


Martín inclinó la cabeza y volvió a observar las hormigas: una de ellas llevaba una hoja grande y triangular que parecía la vela de un minúsculo barquito: el viento la hacía bambolear y ese pequeño vaivén acentuaba la semejanza.

Sintió que la mano de Alejandra le tomaba el mentón

– Vamos -le dijo con energía-. Levanta esa cara.

Pero Martín, con fuerza y tozudez, lo evitó.

– No, Alejandra, déjame ahora. Quiero que te vayás y me dejes solo.

– No seas tonto, Martín. Maldito el momento en que viste esa carta estúpida.

– Y yo maldigo el momento en que te encontré. Ha sido el momento más desdichado de mi vida.

Oyó la voz de Alejandra, que preguntaba:

– ¿Eso crees?

– Sí.

Alejandra se quedó callada. Después de un rato se levantó del banco y dijo:

– Caminemos un momento juntos, al menos.

Martín se levantó pesadamente y empezó a caminar detrás de ella.

Alejandra lo esperó, lo tomó del brazo y le dijo:

– Martín, te dije más de una vez que te quiero, que te quiero mucho. No te olvides de eso. Yo jamás digo algo en lo que no creo.

Una lenta y grisácea paz fue descendiendo con esas palabras sobre el alma de Martín. Pero ¡cuánto mejor era la tempestad de los peores momentos de ella que esa calma gris sin esperanzas!

Caminaron cada uno absorto en sus propias ideas.

Cuando llegaron frente a la confitería del balneario, Alejandra dijo que tenía que telefonear.

En el café todo tenía ese aire desolado que para él tenían los lugares festivos en los días de trabajo: las mesas estaban apiladas unas sobre otras, también las sillas; un mozo, en camisa, con los pantalones arremangados, lavaba el piso. Mientras Alejandra telefoneaba, Martín, en el mostrador, pidió un café, pero le dijeron que la máquina estaba fría.

Cuando Alejandra volvió del teléfono y Martín le dijo que no había café, ella sugirió que fueran hasta el Moscova a tomar una copa.

Pero estaba cerrado. Golpearon y esperaron en vano.

Preguntaron en el kiosco de la esquina.

– ¿Cómo, no sabían?

Lo habían encerrado en el manicomio, en Vieytes.

Parecía un símbolo: aquel bar era el primero en que había conocido la felicidad. En los momentos más deprimentes de sus relaciones con Alejandra siempre acudía al espíritu de Martín el recuerdo de aquel atardecer, aquella paz al lado de la ventana, contemplando cómo la noche bajaba sobre los techos de Buenos Aires. Nunca como en aquel momento él se había sentido más lejos de la ciudad, del tumulto y el furor, la incomprensión y la crueldad; nunca se había sentido tan aislado de la suciedad de su madre, de la obsesión del dinero, de aquella atmósfera de acomodos, cinismos y resentimiento de todos contra todos. Allí, en aquel pequeño pero poderoso refugio, bajo la mirada de aquel hombre entregado al alcohol y a las drogas, tan fracasado como generoso, parecía como si toda la burda realidad externa estuviese abolida. Había pensado más tarde si era inevitable que seres tan delicados como Vania tuvieran que terminar entregándose al alcohol o a las drogas. Y le conmovían también aquellas pinturas baratas de las paredes, tan burdamente representativas de la patria lejana. ¡Qué emocionante era todo aquello, precisamente por ser tan barato y candoroso! No era una pintura con pretensiones hecha por algún pintor malo que se cree bueno, sino, con toda seguridad, realizada por un artista tan borracho y tan fracasado como el propio Vania; tan desgraciado y definitivamente exiliado de su propia tierra como él; condenado a vivir aquí, en un país para ellos absurdo y remotísimo: hasta la muerte. Y aquellas imágenes baratas, sin embargo, de alguna manera servían para recordar la patria lejana, del mismo modo que las decoraciones de un escenario, aunque hechas de papel, aunque muchas veces torpes y primarias, de algún modo contribuyen a que sintamos de verdad el drama o la tragedia. El hombre del kiosco meneaba la cabeza.

– Era un buen hombre -dijo.

Y el verbo en pasado daba a las paredes del loquero el siniestro significado que verdaderamente tienen.

Se volvieron hacia el Paseo Colón.

– Al fin -comentó Alejandra- aquella inmundicia salió con la suya.

Alejandra, que se había puesto muy deprimida, sugirió ir hasta la Boca.

Cuando bajaron en Pedro de Mendoza y Almirante Brown entraron en el bar de la esquina.

De un carguero brasileño llamado Recife bajó un negro gordo y sudoroso.

– Louis Armstrong -comentó Alejandra, señalando con su sandwich.

Después salieron a caminar por los muelles. Y bastante lejos, en un lugar descubierto, se sentaron al borde de los malecones, mirando hacia los semáforos.

– Hay días astrológicamente malos -comentó Alejandra.

Martín la miró.

– ¿Cuál es tu día? -preguntó.

– El martes.

– ¿Y tu color?

– El negro.

– El mío es el violeta.

– ¿El violeta? -preguntó Alejandra, con cierta sorpresa.

– Lo leí en Maribel.

– Veo que elegís buen material de lectura.

– Es una de las revistas preferidas de mi madre -dijo Martín-, una de las fuentes de su cultura. Es su Crítica de la Razón Pura.

Alejandra negó con la cabeza.

– Para astrología, nada como Damas y Damitas. Es brutal…

Seguían la entrada y salida de barcos. Uno de casco blanquísimo y línea alargada, como una grave ave marina, se deslizaba sobre el Riachuelo, remolcado hacia la desembocadura. El puente levadizo se levantó con lentitud y el barco pasó, haciendo sonar repetidas veces su sirena. Y resultaba extraño el contraste entre la suavidad y elegancia de sus formas, el silencio de su deslizamiento y la fuerza rugiente de los remolcadores.

– Doña Anita Segunda -advirtió Alejandra, por el remolcador delantero.

Les encantaban esos nombres y jugaban concursos e instituían premios al que encontraba el más lindo: Garibaldi Terrero, La Nueva Teresina. Doña Anita Segunda no era malo, pero Martín ya no pensaba en concursos, sino, más bien, cómo todo aquello pertenecía a una época sin retorno.

El remolcador rugía, lanzando una columna de humo negro y retorcido. Los cables estaban tensos como cuerdas de un arco.

– Siempre tengo la sensación de que en una de ésas al remolcador le va a salir una hernia -comentó Alejandra.

Con desconsuelo, pensó que todo eso, todo, desaparecería de su vida. Como aquel barco: silenciosa pero inexorablemente. Hacia puertos remotos y desconocidos.

– ¿En qué pensás, Martín?

– Cosas.

– Decí.

– Cosas, cosas indefinidas.

– No seas malo. Decí.

– Cuando hacíamos concursos. Cuando hacíamos planes para irnos de esta ciudad, a cualquier parte.

– Sí -confirmó ella.

De pronto, Martín le hizo saber que había conseguido unas inyecciones que provocaban la muerte por parálisis del corazón.

– No me digas -comentó Alejandra, sin demasiado interés.

Se las mostró. Después dijo, sombríamente.

– ¿Recordás cuando hablamos una vez de matarnos juntos?

– Sí.

Martín la observó y luego volvió a guardar las inyecciones.

Era ya de noche y Alejandra dijo que podían ya volver.

– ¿Vas al centro? -preguntó Martín, pensando con dolor que todo terminaba ya.

– No, a casa.

– ¿Querés que te acompañe?

Aparentó un tono indiferente, pero su pregunta estaba llena de ansiedad.

– Bueno, si querés -respondió ella, después de una vacilación.

Cuando llegaron frente a la casa, Martín sintió que no podía despedirse allí, y le rogó que lo dejara subir.

Nuevamente ella asintió con vacilación.

Y una vez en el Mirador, Martín se derrumbó, como si todo el infortunio del mundo se hubiese desplomado sobre sus espaldas.

Se echó sobre la cama y lloró.

Alejandra se sentó a su lado.

– Es mejor, Martín, es mejor para vos. Yo sé lo que te digo. No debemos vernos más.

Entre sollozos, el muchacho le dijo que entonces él se mataría con las inyecciones que le había mostrado.

Ella se quedó pensativa y perpleja.

Poco a poco Martín se fue calmando y luego pasó lo que no debía pasar y después que todo hubo pasado, oyó que ella dijo:

– Te vi con la promesa de que no llegaríamos a esto. En cierto modo, Martín, has hecho una especie de…

Pero dejó la frase sin terminar.

– ¿De qué? -preguntó Martín, temeroso.

– No importa, ya está hecho, ahora.

Se levantó y empezó a vestirse.

Salieron y ella dijo que quería ir a tomar algo. El tono de su voz era sombrío y áspero.

Caminaba como distraída, concentrada en algún pensamiento obsesivo y secreto.

Empezó a tomar en uno de los boliches del Bajo y luego, como cada vez que la empezaba a dominar aquella inquietud indefinida, aquella especie de abstracción que tanto angustiaba a Martín, no permanecía mucho tiempo en cada bar y le era necesario salir y entrar en otro.

Estaba inquieta, como si tuviera que tomar un tren y fuese necesario vigilar la hora, tamborileando con sus dedos sobre la mesa, sin oír lo que se le decía o respondiendo ¿eh, eh? sin entender nada.

Finalmente entró en un cafetín en cuyas vidrieras había fotografías de mujeres semidesnudas y de cancionistas. La luz era rojiza. La dueña hablaba en alemán con un marino que tomaba algo en un vaso muy alto y rojo. En las mesitas se podía entrever a marineros y oficiales con mujeres del Parque Retiro. Sobre el estrado apareció entonces una mujer de unos cincuenta años, pintarrajeada, con pelo platinado. Sus enormes pechos parecían estallar corno dos globos a presión debajo de un vestido de raso. En las muñecas, en los dedos y en el cuello estaba cargada de fantasías que refulgían a la luz rojiza del entarimado. Su voz era aguardentosa y canallesca.

Alejandra observaba con fascinación.

– Qué -preguntó Martín, ansioso.

Pero ella no respondió; sus ojos siempre clavados en la gorda.

– Alejandra -insistió, tocándole un brazo-. Alejandra.

Ella lo miró, por fin.

– Qué -volvió a decir.

– Es tan derrotada. No sirve para cantar y tampoco ha de servir ya gran cosa en la cama, salvo para hacer fantasías; ¿quién cargaría con semejante monstruo?

Volvió nuevamente sus ojos a la cantante y murmuró, como si hablara consigo misma:

– ¡Cuánto daría por ser como ella!

Martín la miró asombrado.

Luego, al asombro sucedió el sentimiento ya habitual de anhelante tristeza ante el enigma de Alejandra, condenado a permanecer siempre afuera. Y la experiencia ya le había mostrado que cuando ella llegaba a ese punto se desataba el inexplicable rencor contra él, aquel resentimiento llameante y sarcástico que nunca se pudo explicar y que en aquel último período de sus relaciones estallaba brutalmente.

Así que cuando ella volvió sus ojos hacia él, aquellos ojos vidriosos de alcohol, sabía ya que de sus labios tensos y despreciativos le saldrían palabras duras y vengativas.

Lo miró por unos instantes, que a Martín le parecieron eternos, desde lo alto de su infernal pedestal: parecía uno de esos antiguos y sádicos dioses aztecas que exigen el corazón caliente de sus víctimas. Y entonces le dijo con una voz violenta y baja.

– ¡No te quiero ver acá! ¡Ahora mismo te vas y me dejás sola!

Martín intentó calmarla, pero ella se enfureció aun más y levantándose le gritó que se fuera.

Como un autómata, Martín se levantó y comenzó a salir, entre las miradas de los marineros y prostitutas.

Una vez fuera, el aire fresco empezó a volverlo a su conciencia. Caminó hacia Retiro y terminó sentándose en uno de los bancos de la Plaza Británica: el reloj de la torre marcaba las once y media de la noche.

Su cabeza era un caos.

Por un momento trató de mantenerla en alto, pero de pronto su resistencia terminó.

XX

Pasaron varios días, hasta que Martín, desesperado, marcó el número de la boutique; pero cuando oyó la voz de Wanda no tuvo valor para contestar y colgó. Esperó tres días y volvió a llamar. Era ella.

– ¿Por qué te extrañas? -respondió Alejandra-. Habíamos quedado, me parece, en no vernos más.

Hubo una confusa conversación, frases un poco incomprensibles de Martín, hasta que Alejandra le prometió ir al día siguiente al bar de Charcas y Esmeralda. Pero no fue.

Después de más de una hora de espera Martín decidió ir hasta el taller.

La puerta de la boutique estaba entreabierta y, desde la oscuridad, a la luz de una lámpara baja, vio sentado y solitario a Quique, de perfil. No había nadie en la sala y Quique estaba encorvado, mirando hacia el suelo, como concentrado en alguna meditación. Martín permaneció sin saber qué actitud tomar. Era evidente que ni Wanda ni Alejandra estaban en la otra sala, porque se oirían conversaciones y todo estaba en silencio. Pero también era evidente que estaban en la salita de pruebas que Wanda tenía en la parte trasera del departamento, arriba, a la que se llegaba por una escalera; porque si no era inexplicable la presencia de Quique y la puerta abierta.

Pero no se decidía a entrar: algo se lo impedía en aquella actitud ensimismada y solitaria de Quique. Tal vez por la misma actitud agobiada, creyó notarlo como envejecido, con una profundidad de expresión que no le había notado antes. Sin saber bien por qué, de pronto sintió pena por aquel individuo solitario. Durante muchos años lo iba a recordar así, y trataría de comprender si aquella piedad, aquel ambiguo sentimiento de pena lo había sentido en aquel mismo momento o años después. Y recordó algo que le había dicho Bruno: que siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizás hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre -decía- llevamos una máscara, una máscara que nunca es la misma sino que cambia para cada uno de los papeles que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del marido engañado, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia. Y tal vez nadie perdone el ser sorprendido en esa última y esencial desnudez de su rostro, la más terrible y la más esencial de las desnudeces, porque muestra el alma sin defensa. Y tanto más terrible y vergonzosa en un comediante como Quique, de modo que (pensaba Martín) era lógico que despertara más compasión que un inocente, o un simple. Motivo por el cual, cuando por fin Martín se decidió a entrar, se retiró sigilosamente y volvió a avanzar golpeando sus tacos en el pasillo que llevaba hasta la boutique. Y entonces, con la rapidez de los comediantes, Quique adoptó ante Martín la máscara de la perversidad, del falso candor y de la curiosidad (¿qué podría tener aquel muchacho con Alejandra?). Y su sonrisa cínica barrió con el proyecto de piedad que se había insinuado en Martín.

Martín, que se sentía torpe delante de extraños, en presencia de Quique no sabía ni cómo sentarse, porque tenía la convicción de que él observaba todo y lo guardaba luego en su perversa memoria: quién sabe dónde y cómo se reirían más tarde con su aspecto y con sus sufrimientos. Los gestos teatrales de Quique, sus deliberadas cursilerías, su doblez, sus frases brillantes, todo contribuiría a que se sintiese como un bicho debajo de la lupa de un sabio irónicamente sádico.

– ¿Sabes que me recordás a una de esas figuras del Greco? -le dijo en cuanto lo vio.

Frase que, como era natural tratándose de Quique, podía ser interpretada como un elogio o como una grotesca instantánea. Era famoso por los presuntos elogios que escribía en sus crónicas, que en rigor eran retorcidas y envenenadas críticas: "jamás condesciende a emplear metáforas profundas", "en ningún momento cae en la tentación de ser distinguido", "no teme enfrentarse con el aburrimiento del espectador".

Arrinconado, callado, Martín, como en la anterior visita, se había sentado sobre el alto banco de dibujo y se encogía instintivamente, como en la guerra, para ofrecer el mínimo de superficie visible. Felizmente, Quique empezó a hablar de Alejandra.

– Están en la piecita de prueba, con Wanda y con la condesa Téleki, née Iturrería, vulgo Marita.

Y mirándolo con cuidadosa intensidad, le dijo: -¿Hace mucho que conoces a Alejandra? -Unos meses -respondió Martín, poniéndose rojo. Quique se acercó con su silla y hablando en voz baja, dijo:

– Te diré que yo ADORO a los Olmos. Empezando por el solo hecho de vivir en Barracas ya hay motivo suficiente para que la haute se muera de risa y para que mi prima Lala sufra del hígado y tenga ataques de histeria, cada vez que alguien descubre que entre nosotros y los Olmos hay un remoto parentesco. Porque, como me decía la vez pasada, furiosa: ¿me querés decir quién, pero QUIÉN, vive en Barracas? Y yo, claro, la tranquilicé contestándole que allí no vive NADIE, fuera de unos cuatrocientos mil grasitas y otros tantos perros, gatos, canarios y gallinas. Y agregué que esa gente (los Olmos) nunca nos darían un disgusto demasiado visible, pues el viejo don Pancho vive en una silla de ruedas, no ve ni oye nada fuera de la Legión de Lavalle, y es muy difícil imaginar que un buen día salga a hacer visitas en el Barrio Norte o declaraciones en los diarios sobre Pocho; la vieja Escolástica, aunque loca, ya se murió; el tío Bebe, aunque loco, vive recluido, como se dice, en sus habitaciones y muy interesado en sus estudios de clarinete, la tía Teresa, aunque loca, también y felizmente ha muerto, y al fin de todo, pobre querida, siempre se la pasó en la iglesia y en los entierros, de modo que nunca tuvo tiempo para fastidiar a nadie en la parte honorable de la ciudad, ya que era devota de Santa Lucía y prácticamente no pasó nunca la colour line. ni siquiera para visitar a un párroco, para averiguar la marcha de la enfermedad de algún presbítero o la real situación del cáncer de un arzobispo. Quedaban (le dije a Lala) Fernando y Alejandra. ¡Otros dos locos!, gritó mi prima. Y Manucho, que estaba presente, meneando la cabeza y levantando los ojos al cielo, exclamó "como dicen en Phédre, O. deplorable race!" La verdad es que Lala, salvo cuando se trata de los Olmos, es bastante tranquila. Porque para ella el mundo resulta de la lucha entre Opio y Monada. Monada sin acento: no confundir con la otra palabra filosófica. Ejemplos:

– ¡Qué opio de novela!

– ¡Mirá, perdóname, pero lo que tengo que contarte es un opio!

– La pintura de Clorindo es un opio. -Qué opio que ahora hay chusma hasta en la calle Santa Fe (a propósito de peronistas). Ejemplos de Monada:

– Qué monada el último cuento de Monique en La Nación.

– Qué monada esa vista de Michéle Morgan. -El mundo se divide en Opio y Monada. La Lucha Eterna y nunca definida entre esas dos potencias da todas las alternativas de la realidad. Cuando predomina Opio, es cosa de morirse: modas horrendas o cursis, novelas complicadas y teológicas, conferencias de Capdevila o Larreta en Amigos del Libro a las que Uno se ve obligado a concurrir porque si no Albertito se ofende, gente que se muere de hambre y quiere Estatutos (cuando no se les da por gobernar), visitas que llegan a horas absurdas, parientes ricos que no mueren ("¡Qué opio Marcelo, que es eterno y con las hectáreas que tiene!"). Cuando predomina Monada, las cosas se ponen divertidas (otra palabra del vocabulario básico de Lala) o por lo menos soportables, che: un muchacho que se le ha dado por escribir, pero al menos no ha dejado de jugar al polo ni se ha hecho amigo de gente con apellidos raros como Ferro o Cerretani; una novela de Graham Greene que trata de espías o ruletas; un coronel que no se propone conquistar a las masas; un presidente de la república que es bien y va al hipódromo. Pero no siempre las cosas son tan nítidas, porque, como te digo, hay una lucha permanente entre las dos fuerzas, así que a veces la realidad es más rica y resulta que de pronto Larreta dijo un chiste (bajo la misteriosa presión de Monada) o, al revés, como Wanda, que es una monada de modista, pero cuando se le da por seguir las payasadas americanas, che, es un opio. Y, en fin, antes el mundo estaba bastante divertido pero en los últimos tiempos, con los peronistas, hay que reconocer que se ha vuelto casi totalmente Opio. Ésa es la filosofía de mi prima Lala. Como ves, una especie de cruza de Anaximandro con Schiaperelli y Porfirio Rubirosa. Burdísimo.

En ese momento se oyeron las voces de Wanda y la cliente que se acercaban. Aparecieron en la sala y detrás de ellas, un poco retardada, también entró Alejandra. Su cara pareció demostrar sorpresa por la presencia de Martín, pero esa misma impasibilidad le revelaba a Martín, que tan bien la conocía, una gran irritación contenida. En aquel absurdo ambiente, contestando a su saludo con la misma cordialidad superficial con que podría saludar a un conocido cualquiera, sin tomarse el trabajo de apartarse un segundo para explicarle su inasistencia a la cita, con el aire de frivolidad que asumía delante de Wanda y de Quique, Alejandra parecía pertenecer a una raza que no hablaba el mismo lenguaje que Martín y que ni siquiera sería capaz de comprender a la otra Alejandra.

La cliente venía parloteando sin interrupción con Wanda sobre la necesidad impostergable de matar a Perón.

– Habría que matar a toda la negrada -decía-. Ya las personas decentes no podemos ni andar por las calles.

Una serie de sentimientos confusos y contradictorios entristecieron a Martín aun más.

– Yo les digo -prosiguió la mujer, después de besarse con Quique en la mejilla- que se viene el comunismo. Pero yo lo tengo ya pensado: si se viene el comunismo, me voy a la estancia y se acabó.

Y mientras aceptaba distraídamente la presentación de Martín, Quique, por encima de su hombro la mirada con cara de regocijo a Alejandra, porque, como dijo después, "¿cómo nadie puede inventar una frase como ésa?"

Martín observaba a Alejandra luchando por hacerlo con una cara indiferente; pero su rostro, como independiente ya de su voluntad, iba adquiriendo los inevitables y siempre desagradables indicios del reproche, el sufrimiento y la interrogación.

– ¿Sabes, Marita -le dijo Quique a la dienta-, que se ha comprobado que el tipo no se llama Perón sino Peroné?

– ¡Qué me decís! -comentó la mujer con enorme interés.

– Ni más ni menos: el individuo se llama Peroné.

Apenas se fue Marita, Quique desarrolló su teoría:

– Si en este país vos te llamas Vignaux, aunque tu abuelo haya sido carnicero en Bayona o en Biarritz, sos bien. Pero si sobrellevas la desgracia de llamarte De Ruggiero, aunque tu viejo haya sido un profesor de filosofía en Nápoles, estás refundido, viejito: nunca dejarás de ser una especie de verdulero. Este asunto de los apellidos hay que estudiarlo con mucho cuidado -prosiguió, mientras Wanda y Alejandra comenzaban a reírse-. Porque con la cosa de las cruzas y la emigración el país está expuesto a Grandes Peligros. Ahí tenés el caso de Muzzio Echandía. Un día María Luisa se vio obligada a decirle:

– ¡Callate, vos, que ni con dos apellidos haces uno solo!

– Y tiene razón, qué diablos. Si al menos el segundo apellido hubiese sido Ibarguren o Álzaga. En fin, cualquier vasco de pro. Pero ahora el barro está hecho y como yo le dije un día a Juan Carlitos:

– Te equivocaste de vasco, viejito. Acá, queridas, hay que andar con pies de plomo, porque donde menos se piensa salta la liebre. Y si no, miren lo que le pasó a Jeannette, que se peleó con el Negro y el Negro le mandó una carta. Y Jeannette, que ya tenía unas copas, se me vino encima en la Biela Fundida y me dijo:

– ¡El hijo de puta! Porque vos sabrás (miró a los costados) que a mí me falta el cuarto apellido.

Sans blague -comenté.

Entonces me mostró el sobre, con el inicuo chiste del Negro, destinado, qué duda cabe, a los mucamos. La carta dirigida, en efecto a Jeannette Álzaga Basavilbaso Álzaga ¡y cáete de espaldas!… ¡Murature! ¿Te imaginas, Alejandra? Un gringo marinero que lo nombraron comandante de la Flota de Buenos Aires en la guerra contra la Confederación. Algo así como Mariscal del Ejército de San Marino. ¿Realizas? L'Amiraglio. cara mia! Comprendé ahora el drama de Jeannette. Es cierto que tiene un par de Álzaga. Pero si al menos fuera "Álzaga y". Pero no: un Basavilbaso y un Murature. Y si por lo menos uno de los dos fuera una avenida. Pero no: una calle de treinta centímetros de largo. ¡Burdísimo! Mi teoría es que si tenés un apellido grasa tenés que defenderte como gato panza arriba, che. Imagináte que soportas la desgracia de llamarte Pedro Mastronicola. Bueno, no, eso es demasiado, eso no tiene defensa, mismo en la clase media. Digamos que te llamas Pedro Marolda. ¿Qué podes hacer? tenés que luchar a muerte y, sin embargo, ésa es otra de las bromas del asunto: con suma cautela. De la mesure avant toute chose! Porque no es cosa que por llamarte Marolda te precipites como un hambriento sobre un Uriburu. ¿Cómo podrías llamarte Pedro Marolda Uriburu? Todo un mundo te tomaría por un farsante, por un estafador internacional, por un déguisé. Tampoco podrías reemplazar el Uriburu con dos apellidos menores, como podrían ser Moyano y Navarro. Comprenderás que Pedro Marolda Moyano Navarro es una payasada, un especie de cordobés de corso. En esos casos es preferible elegir un solo apellido y no demasiado estruendoso: Pedro Marolda Moyano. Me dirán ustedes que no resulta tan importante. De acuerdo, pero al menos that works. Les diré que en caso de apuro, nada mejor que recurrir a las calles. En un tiempo, con el Grillo lo enloquecíamos a Sayús, que es un snob, diciéndole que le íbamos a presentar a Martita Olleros, a la Beba Posa das, a Titina Azcuénaga. Los subtes, les doy el dato, son un verdadero filón. Tomen, por ejemplo, la línea a Palermo, que no es de las mejores. Sin embargo funciona casi desde la salida: Chuchi Pellegrini (medio sospechoso, pero así y todo da cierto golpe, porque al fin el gringo fue presidente), Mecha Pueyrredón, Tota Agüero, Enriqueta Bulnes. ¿Realizan?

XXI

Martín esperaba algún signo, algún llamado. Entonces, jugándose el todo por el todo, se acercó a ella y le preguntó si podían salir un momento. "Bueno", contestó. Y dirigiéndose a Wanda le dijo:

– Dentro de unos minutos vuelvo.

"Unos minutos", pensó Martín.

Fueron por Charcas hasta el bar que hay en la esquina de Esmeralda.

Le dijo:

– Te estuve esperando una hora y media.

– Se me atravesó un trabajo urgente y no tenía forma de avisarte.

Martín presentía la catástrofe e intentaba cambiar por lo menos el tono de su voz, tomar las cosas con más calma, con indiferencia. Pero le fue imposible.

– Delante de esas personas pareces otra. Yo no concibo que… -Se calló y después agregó:- Creo que realmente sos otra persona.

Alejandra no respondió.

– ¿No es así?

– Tal vez.

– Alejandra -dijo Martín-. ¿Cuándo sos la persona verdadera, cuándo?

– Trato de ser siempre verdadera, Martín.

– ¿Pero cómo podes olvidar momentos como los que hemos pasado?

Ella se volvió con indignación:

– ¡Y quién te ha dicho que yo los haya olvidado!

Y después de un instante de silencio, agregó:

– Por eso, porque no quiero enloquecerte, prefiero no verte más.

Estaba sombría, silenciosa y evasiva. Y de pronto, dijo:

– No quiero que pasemos más esos momentos.

Y con brutal ironía, agregó:

– Esos famosos momentos perfectos.

Martín la miraba desesperado; no sólo por lo que decía sino por el tono devastador.

– Te preguntarás ahora por qué te hago estas ironías, por qué te hago sufrir de este modo, ¿no es así?

Martín empezó a mirar una manchita marrón que había sobre un mantel rosado y sucio.

– Y bueno -agregó-, no lo sé. Tampoco sé por qué no quiero tener más uno de esos famosos momentos contigo. Comprendé, Martín: esto tiene que terminar de una buena vez. Algo no funciona. Y lo más honesto es que no nos veamos en absoluto.

A Martín se le habían llenado los ojos de lágrimas.

– Si me dejas, me mataré -dijo.

Alejandra lo miró con expresión grave. Y luego, con una singular mezcla de dureza y melancolía en el acento, dijo:

– Yo no puedo hacer nada, Martín.

– ¿No te importa que me mate?

– Claro, cómo no me va a importar.

– Pero no harías nada por impedirlo.

– ¿Cómo podría impedirlo?

– Así que te sería lo mismo que me mate o que siga viviendo.

– Yo no he dicho eso. No, no me sería lo mismo. Me parecería horrible que te matases.

– ¿Te importaría muchísimo?

– Muchísimo.

– ¿Y entonces?

La miró con cuidado y ansiedad, como si se mira a alguien en inminente peligro, buscando el menor indicio de salvación. "No puede ser", pensaba. "Una persona que ha pasado conmigo las cosas que ha pasado, hace apenas pocas semanas, no puede creer de verdad todo esto."

– ¿Y entonces? -insistió.

– ¿Entonces, qué?

– Te digo que acaso me mate ahora mismo, tirándome debajo del tren en Retiro, o en el subterráneo. ¿Te será igual?

– Ya te he dicho que no me será igual, que sufriré horrores.

– Pero seguirás viviendo.

Ella no respondió, revolvió el resto del café y miró al fondo de la tacita.

– ¡De modo que todo lo que hemos pasado juntos en estos meses, todo eso es una basura que hay que tirarla a la calle!

– ¡Nadie te ha dicho eso! -casi gritó.

Martín se calló, perplejo y dolorido. Después dijo:

– No te comprendo Alejandra. Nunca te comprendí, en realidad. Estas cosas que decís, estas cosas que me haces, transforman también aquello.

Hizo un esfuerzo para pensar.

Alejandra, sombría, tal vez ni escuchaba. Miraba hacia un punto en la calle.

– ¿Entonces? -insistió Martín.

– Nada -respondió secamente-. No nos veremos más. Es lo más honesto.

– Alejandra: no puedo soportar la idea de no verte más. Quiero verte, de cualquier modo que sea, en la forma en que vos quieras…

Alejandra no respondió nada, de sus ojos empezaron a caer lágrimas, pero sin que su cara abandonara su expresión rígida y como ausente.

– ¿Eh, Alejandra?

– No, Martín. Detesto las cosas intermedias. O sucederán otras escenas como ésta, que te hacen tanto mal, o volveremos a tener un encuentro como el del lunes. Y no quiero, ¿entendés?, no quiero acostarme más contigo. Por nada del mundo.

– Pero ¿por qué? -exclamó Martín tomándola de la mano, sintiendo tumultuosamente que algo, que algo muy importante quedaba entre ellos dos, a pesar de todo.

– ¡Porque no! -gritó ella, con una mirada de odio, arrancándole la mano de las suyas.

– No te entiendo… -balbuceó Martín-. Nunca te he entendido…

– No te preocupes. Yo tampoco me entiendo. Ni sé por qué te hago todo esto. No sé por qué te hago sufrir así.

Y exclamó cubriéndose la cara:

– ¡Qué horror!

Y mientras se cubría la cara con las dos manos empezaba a llorar histéricamente, repitiendo, entre sollozos "¡qué horror, qué horror!"

Muy pocas veces Martín la había visto llorar en todo el tiempo que duró su relación, y siempre fue para él impresionante. Casi aterrador. Era como si un dragón, herido de muerte, derramase lágrimas. Pero esas lágrimas (como suponía que serían las del dragón) eran temibles, no significaban debilidad ni necesidad de ternura: parecían amargas gotas de rencor líquido, hirvientes y devora-doras.

No obstante lo cual Martín se atrevió a tomar sus manos, intentando descubrirle el rostro, con ternura pero con firmeza.

– Alejandra, ¡cómo sufres!

– ¡Y todavía me compadeces a mí! -masculló ella debajo de sus manos, con una modulación que no podía saberse si era de rabia, de desprecio, de ironía o de pena, o de todos esos sentimientos a la vez.

– Sí, Alejandra, claro que te compadezco. ¿No veo, acaso, que estás sufriendo espantosamente? Y no quiero que sufras. Te juro que nunca volverá a suceder esto.

Ella se fue calmando. Finalmente se secó las lágrimas con un pañuelo.

– No, Martín -dijo-. Es mejor que no nos veamos más. Porque tarde o temprano tendríamos que separarnos en forma todavía peor. Yo no puedo dominar cosas horribles que tengo dentro.

Se volvió a cubrir con las manos y Martín volvió a querer separárselas.

– No, Alejandra, no nos haremos mal. Ya verás. La culpa fue mía, por insistir en verte. Por ir a buscarte.

Tratando de reírse, agregó:

– Como si uno fuera a buscar al doctor Jekyll y se encontrara con Mr. Hyde. De noche. Embozado. Con las uñas de Frederic March. ¿Eh, Alejandra? Nos veremos únicamente cuando vos lo quieras, cuando vos me llames. Cuando te sientas bien.

Alejandra no respondió.

Pasaron largos minutos y Martín se desesperaba por ese tiempo que transcurría inútilmente, porque sabía que ya estaba en retardo, que debería irse, que se iría de un momento a otro, y que lo dejaría en ese estado de derrumbe total. Y luego vendrían los días negros, lejos de ella, ajenos a su vida.

Y sucedió lo que tenía que suceder: miró su reloj pulsera y dijo:

– Tengo que irme.

– No nos separemos así, Alejandra. Es espantoso. Decidamos antes qué vamos a hacer.

– No sé, Martín, no sé.

– Por lo menos decidamos vernos otro día, con menos urgencia. No resolvamos nada en este estado de ánimo.

Mientras iban saliendo Martín pensaba qué poco, qué espantosamente poco tiempo le quedaba en aquellas dos cuadras. Caminaron despacio, pero así y todo pronto faltaron cincuenta pasos, veinte pasos, diez pasos, nada. Entonces, con desesperación, Martín la tomó de un brazo y apretándoselo le volvió a suplicar que al menos se vieran una vez más.

Alejandra lo miró. Su mirada parecía venir desde muy lejos, desde una región tristemente ajena.

– ¡Prométemelo, Alejandra! -rogó con lágrimas en los ojos.

Alejandra lo miró larga y duramente.

– Bueno, está bien. Mañana a las seis de la tarde, en el Adam.

XXII

Las horas fueron dolorosamente largas: era como subir una montaña, cuyos últimos tramos son casi invencibles. Sus sentimientos eran complejos, pues por un lado sentía la nerviosa alegría de verla una vez más, y, por otro, intuía que aquella entrevista iba a ser justamente eso: una entrevista más, quizá la última.

Mucho antes de las seis estaba ya en el Adam, mirando hacia la puerta.

Alejandra llegó a las seis y media pasadas.

No era la Alejandra agresiva del día anterior, pero mostraba en cambio aquella expresión abstraída que tanto desesperaba a Martín.

¿Por qué había venido, entonces?

El mozo tuvo que repetirle dos o tres veces la pregunta. Pidió gin y en seguida observó su maldito reloj.

– Qué -comentó Martín con irónica tristeza-, ¿ya tenés que irte?

Alejandra lo miró vagamente y sin advertir la ironía dijo que no, que todavía tenía un momento. Martín bajó la cabeza y movió su vaso.

– ¿Para qué viniste, entonces? -no pudo menos que decir.

Alejandra lo miraba como tratando de concentrar su atención.

– Te prometí que vendría, ¿no fue así?

Apenas le trajeron el gin se lo bebió de un trago. Luego dijo:

– Salgamos. Quiero tomar un poco de aire.

Cuando salieron, Alejandra caminó hacia la plaza, y subiendo por el césped se sentó en uno de los bancos que dan al río.

Permanecieron un buen rato en silencio, que fue roto por ella para decir:

– ¡Qué descanso odiarse!

Martín contemplaba la Torre de los Ingleses, que marcaba el avance del tiempo. Más atrás se destacaba la mole de la CADE, con sus grandes y rechonchas chimeneas, y el Puerto Nuevo con sus elevadores y grúas: abstractos animales antediluvianos, con sus picos de acero y sus cabezas de gigantescos pájaros inclinados hacia abajo, como para picotear los barcos.

Silencioso y deprimido, miraba cómo la noche iba cayendo sobre la ciudad, cómo empezaban a brillar sobre el cielo azul-negro las luces rojas en lo alto de las chimeneas y torres, los avisos luminosos del Parque Retiro, los faroles de la plaza. Mientras millares de hombres y mujeres salían corriendo de las bocas de los subterráneos y entraban con la misma desesperación cotidiana en las bocas de los ferrocarriles suburbanos. Contempló el Kavanagh, donde empezaban a iluminar ventanas. También allá arriba, en el piso treinta o treinta y cinco, acaso en una pequeña piecita de un hombre solitario, también se encendía una luz. ¡Cuántos desencuentros como el de ellos, cuántas soledades habría en aquel solo rascacielos!

Y entonces oyó lo que temía oír de un momento a otro:

– Tengo que irme.

– ¿Ya?

– Sí.

Bajaron juntos la barranca por el césped y una vez abajo ella se despidió y comenzó a caminar hacia la Recova. Mar tín siguió unos pasos detrás de ella.

– ¡Alejandra! -gritó casi otra persona.

Ella se detuvo y esperó. La luz de la vidriera de una armería le daba en pleno: su rostro estaba duro, su expresión era impenetrable. Pero lo que más le dolía era aquel rencor. ¿Qué le había hecho? Sin proponérselo, impulsado por su sufrimiento, se lo preguntó. Ella apretó aun más sus mandíbulas y volvió su mirada hacia la vidriera.

– No he tenido más que ternura y comprensión.

Por toda respuesta, Alejandra dijo que no podía quedarse ni un minuto más: a las ocho tenía que estar en otra parte.

La vio alejarse.

Y de pronto, decidió seguirla. ¿Qué cosa peor podría pasarle si lo advertía?

Alejandra caminó tres cuadras por la Recova, tomó por Reconquista y finalmente entró en un pequeño bar y restorán llamado Ukrania. Martín, con grandes precauciones, se acercó y espió desde la oscuridad. Su corazón se encogió y endureció como si se lo sacasen y lo dejasen, solitario, sobre un témpano de hielo: Alejandra estaba sentada frente a un hombre que le pareció tan siniestro como el mismo bar. Su piel era oscura, pero tenía ojos claros, acaso grises. Su pelo era lacio y canoso, peinado hacia atrás. Sus rasgos eran duros y la cara parecía tallada con hacha. Aquel hombre no sólo era fuerte sino que estaba dotado de una tenebrosa belleza. Su dolor fue tan grande, se sintió tan poca cosa al lado de aquel desconocido, que ya nada le importaba. Como si se dijera: ¿Qué puede pasarme ya de más horrible? Fascinado y triste, podía seguir la expresión de él, sus silencios, el movimiento de sus manos. En realidad hablaba poco, y cuando lo hacía sus frases eran breves y cortantes. Sus manos descarnadas y nerviosas parecían tener cierto parentesco con las garras de un halcón o de un águila. Sí, eso es: todo lo de aquel individuo tenía algo de un ave de rapiña: su nariz era fina pero poderosa y aguileña; sus manos eran huesudas, ávidas y despiadadas. Aquel hombre era cruel y capaz de cualquier cosa.

Martín lo encontraba parecido a alguien, pero no acertaba con la clave. En un momento pensó que quizá lo había visto en alguna ocasión, porque era un rostro que no era posible olvidar, y si en una sola ocasión lo había visto ahora por fuerza tenía que resultarle conocido. De pronto le recordó un poco a un muchacho Cornejo, de Salta. Pero no, no era por ahí que aquella cara le resultaba vagamente familiar.

Alejandra hablaba agitadamente. Cosa extraña: los dos eran duros y parecían odiarse, y sin embargo esa idea no lo tranquilizaba. Por el contrario, cuando lo advirtió su desesperación se hizo mayor. ¿Por qué? Hasta que le pareció entender la verdad: aquellos dos seres estaban unidos por una vehemente pasión. Como si dos águilas se amasen, pensó. Como dos águilas que no obstante pudiesen o quisiesen destrozarse y desgarrarse con sus picos y sus garras hasta matarse. Y cuando vio que Alejandra tomaba con una de sus manos una de las manos, una de las garras, de aquel individuo, Martín sintió que desde ese momento todo era igual y el mundo carecía totalmente de sentido.

XXIII

Caminaba en la madrugada cuando tuvo de pronto la revelación: ¡aquel hombre se parecía a Alejandra! Instantáneamente recordó la escena del Mirador, cuando se retrajo de inmediato apenas pronunciado el nombre de Fernando, como si hubiese pronunciado un nombre que debe ser mantenido en secreto.

"¡Ése era Fernando!", pensó.

¡Los ojos grisverdosos, los pómulos un poco mongólicos, el color oscuro y el rostro de Trinidad Arias! Claro: ahora se explicaba la sensación de conocido: tenía mucho de Alejandra y mucho de Trinidad Arias, la del retrato que le había mostrado Alejandra. Sólo ella y Fernando, había dicho Alejandra, como quien está aislada del mundo con un hombre, con un hombre que, ahora comprendía, ella admiraba.

Pero ¿quién era Fernando? Un hermano mayor: un hermano que ella no quería mencionar. La idea de que aquel hombre fuera el hermano lo tranquilizó a medias, sin embargo, cuando debía haberlo tranquilizado del todo. ¿Por qué (se preguntó) no me alegro? En aquel momento no encontró respuesta a aquella interrogación. Sólo advirtió que teniendo que tranquilizarse no lo lograba.

No podía dormir tranquilo: como si en la pieza donde dormía sospechase que hubiera entrado un vampiro. Durante todo ese lapso dio vueltas y vueltas a la escena que había presenciado, tratando de descubrir la causa de su desasosiego. Hasta que creyó encontrarla: ¡la mano! Con repentina angustia recordó la forma en que ella había acariciado la mano de él. ¡Aquélla no era la forma en que un hermana acaricia a su hermano! Y vivía pensando en él: él que era el hipnotizador. Huía de él, pero, tarde o temprano, tenía que volver hacia él, como enloquecida. Ahora creía explicarse muchos de sus movimientos inexplicables y contradictorios.

Y apenas creyó haber encontrado la clave, nuevamente cayó en la mayor perplejidad: el parecido. Era indudable: aquel hombre era de su familia. Pensó que podía ser primo hermano. Sí: era un primo hermano y se llamaba Fernando.

No podía ser de otra manera, pues esa posibilidad explicaba todo: el parecido notable y la súbita reticencia aquella noche cuando a ella se le escapó el nombre de Fernando. Aquel nombre (pensó) era un nombre clave, un nombre secreto. "Todos menos Fernando y yo", había dicho ella sin querer y luego se había detenido bruscamente y no había respondido a su pregunta. Ahora lo comprendía todo: ella y él vivían aislados, en un mundo aparte, orgullosamente. Y ella lo amaba a él, a Fernando, y por eso se había arrepentido de pronunciar ante él, ante Martín, aquella palabra reveladora.

Su agitación creció a medida que pasaban los días y finalmente, no aguantando más, llamó por teléfono a Alejandra y le dijo que tenía algo urgentísimo que hablar con ella: una sola cosa aunque fuera la última. Cuando se encontraron, casi no podía hablar.

XXIV

¿Qué te sucede? -preguntó ella con violencia, porque intuía que Martín se sentía agraviado por alguna cosa que había pasado. Y eso la enardecía porque, como varias veces se lo repitió, él no tenía ningún derecho sobre ella, nada le había prometido y en nada por lo tanto le debía explicaciones. Sobre todo ahora, en que habían decidido terminar. Martín negó con la cabeza, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas.

– Decime qué te pasa -le dijo ella, sacudiéndolo de los brazos. Esperó unos instantes sin dejar de mirarlo a los ojos.

– Sólo quiero saber una cosa, Alejandra: quiero saber quién es Fernando.

Se puso pálida, sus ojos relampaguearon.

– ¿Fernando? -preguntó-. ¿De dónde sacas ese nombre?

– Lo dijiste aquella noche, en tu pieza, cuando me contaste la historia de tu familia.

– ¿Y qué puede importar esa pavada?

– Me importa más de lo que te podes imaginar.

– ¿Por qué?

– Porque me pareció que vos te arrepentías de haber dicho esa palabra, ese nombre, ¿no fue así?

– Supongamos que haya sido así; ¿qué derecho tenés a hacerme preguntas?

– Ningún derecho, ya lo sé. Pero por lo que más quieras, decime quién es Fernando: ¿es un hermano tuyo?

– Yo no tengo hermanos ni hermanas.

– Es un primo tuyo, entonces.

– ¿Por qué tendría que ser primo?

– Dijiste que de toda la familia sólo vos y Fernando no eran unitarios. Así que pienso que si no es tu hermano puede ser un primo, ¿no es así? ¿No es primo tuyo? Alejandra dejó por fin los brazos de Martín, que había mantenido apretados con sus manos, y se quedó callada y deprimida.

Encendió un cigarrillo y después de un rato dijo:

– Martín: si querés que mantenga un recuerdo amistoso, no me hagas preguntas.

– Es una sola pregunta que te hago.

– ¿Pero por qué?

– Porque para mí es muy importante.

– ¿Por qué es importante?

– Porque he llegado a la conclusión de que vos querés a esa persona.

Alejandra volvió a ponerse dura y sus ojos volvieron a tener el brillo relampagueante de sus peores momentos.

– ¿Y en qué te basas?

– Es una intuición.

– Pues te equivocas de medio a medio. No lo quiero a Fernando.

– Bueno, quizá no me expresé bien. Quise decir que lo amás, que estás enamorada de él. Puede que no lo quieras, pero estás enamorada de él.

Dijo estas últimas palabras con voz quebrada.

Alejandra lo tomó de los brazos con sus manos duras y fuertes (¡como las de él, pensó con espantoso dolor Martín, como las de él!) y sacudiéndolo le dijo con voz rencorosa y violenta:

– ¡Vos me has seguido!

– ¡Sí -gritó-, te seguí hasta aquel bar de la calle Reconquista y te vi con un hombre que se parece a vos y del que vos estás enamorada!

– ¡Y cómo sabes que ese hombre es Fernando!

– Porque se parece a vos… y porque Fernando dijiste que era de tu familia y porque me pareció que entre vos y Fernando había algo secreto, porque era como si vos y él formaran algo aparte, separado de todos los demás, y porque te arrepentiste de haber dicho su nombre y por la forma de tomarle la mano.

Alejandra lo sacudió, como golpeándolo, él se dejaba hacer, como un cuerpo flácido e inerte. Y luego ella lo soltó y puso sus dos manos ávidas sobre el rostro, como queriéndose arañar, también pareció como que sollozaba, a su manera, secamente. Y entre sus manos entreabiertas, él oyó que gritaba:

– ¡Imbécil, imbécil! ¡Ese hombre es mi padre!

Y luego se fue corriendo.

Martín se quedó petrificado, sin atinar a hacer ni a decir nada.

XXV

Como si un gran golpe de timbal hubiera inaugurado las tinieblas, desde aquellas terribles palabras de Alejandra, Martín se sintió como en un inmenso sueño negro, pesado como si durmiera en el fondo de un océano de plomo líquido. Durante muchos días ambuló por las calles de Buenos Aires, a la deriva, pensando que aquel ser portentoso había llegado desde lo desconocido y ahora había vuelto a lo desconocido. El hogar, se decía de pronto, el hogar. Palabras sueltas y al parecer sin sentido, pero que acaso se referían al hombre que en medio de la tormenta, cuando los relámpagos y truenos arrecian en las tinieblas, se refugia en su cálida, en su familiar, en su tierna cueva. Hogar, fuego, luminoso y tierno refugio. Razón por la cual (decía Bruno) la soledad era mayor en el extranjero, porque la patria era también como el hogar, como el fuego y la infancia, como el refugio materno; y estar en el extranjero era tan triste como habitar en un hotel anónimo e indiferente; sin recuerdos, sin árboles familiares, sin infancia, sin fantasmas; porque la patria era la infancia y por eso quizá era mejor llamarla matria, algo que ampara y calienta en los momentos de soledad y de frío. Pero él, Martín, ¿cuándo había tenido madre? Y además esta patria parecía tan inhóspita, tan áspera y sin amparo. Porque (como también decía Bruno, pero ahora él no lo recordaba sino que más bien lo sentía físicamente, como si estuviera a la intemperie en medio de un furioso temporal) nuestra desgracia era que no habíamos terminado de levantar una nación cuando el mundo que le había dado origen comenzó a crujir y luego a derrumbarse, de manera que acá no teníamos ni siquiera ese simulacro de la eternidad que en Europa son las piedras milenarias o en Méjico, o en Cuzco. Porque acá (decía) no somos ni Europa ni América, sino una región fracturada, un inestable, trágico, turbio lugar de fractura y desgarramiento. De modo que aquí todo resultaba más transitorio y frágil, no había nada sólido a qué aferrarse, el hombre parecía más mortal y su condición más efímera. Y él (Martín), que quería algo fuerte y absoluto a que agarrarse en medio de la catástrofe y una cueva cálida donde refugiarse, no tenía ni casa ni patria. O, lo que era peor, tenía un hogar construido sobre estiércol y frustración, y una patria temblequeante y enigmática. Así que se sentía solo, solo, solo: únicas palabras que claramente sintió y pensó, pero que, sin duda, expresaban todo aquello. Y como un náufrago en la noche se había precipitado sobre Alejandra. Pero había sido como buscar refugio en una caverna de cuyo fondo de pronto habían irrumpido fieras devoradoras.

XXVI

Y de pronto, uno de aquellos días sin sentido, se sintió arrastrado por gentes que corrían, mientras arriba rugían aviones a reacción y la gente gritaba Plaza Mayo, entre camiones cargados con obreros que locamente corrían hacia allí, entre gritos confusos y la imagen vertiginosa de los aviones rasantes sobre los rascacielos. Y después el estruendo de la bombas, el tableteo de las ametralladoras y de los cañones antiaéreos. Y siempre la gente corriendo, entrando a empellones en los edificios, pero volviendo a salir, no bien los aviones habían pasado, con curiosidad, con nerviosa conversación, hasta que volvían los aviones y nuevamente corrían hacia dentro. Mientras otras personas, resguardadas apenas contra las paredes (como si se tratara de una simple lluvia) miraban hacia arriba, o señalaban con sus brazos extendidos en direcciones indeterminadas, perplejos o curiosos.

Y luego llegó la noche. Y la llovizna comenzó a caer silenciosamente sobre una ciudad sobrecogida y minada por rumores.

XXVII

La soledad era lúgubre y en la noche los incendios echaban un resplandor siniestro sobre el cielo plomizo.

Se oía el bombo como en un carnaval de locos.

Ahora estaba frente a la Iglesia, arrastrado por gente enloquecida y confusa. Algunos llevaban revólveres y pistolas. "Son de la Alianza ", dijo alguien. Pronto ardió la nafta que habían echado sobre las puertas. Entraron en tumulto, gritando. Arrastraron bancos contra las puertas y la hoguera creció. Otros llevaban reclinatorios, imágenes y bancos a la calle. La llovizna caía indiferente y frígida. Echaron nafta y la madera ardió furiosamente, en medio de las heladas ráfagas. Gritaron, sonaron tiros por ahí, algunos corrían, otros se refugiaban en los zaguanes de enfrente, contra las paredes, fascinados por el fuego y el pánico. Alguien alzó en sus brazos una imagen de la Virgen e iba a arrojarla entre las llamas. Otro, que estaba al lado de Martín, un muchacho obrero aindiado, gritó: "¡dámela! ¡no la quemes!"

– ¿Qué? -dijo el otro con la imagen en alto, mirándolo con furia.

– No la quemes, me hago unos pesos -dice el muchacho.

El otro bajó la imagen y meneando la cabeza se la dio. Luego arrojó bancos y cuadros.

El muchacho tenía ahora la Virgen en el suelo, a sus pies. Buscó ayuda. Vio a un agente de policía que miraba el espectáculo, le pidió que lo ayudase a sacar la imagen de la iglesia.

– No te metas en líos, pibe -le recomendó el policía.

Martín se acercó.

– Yo te ayudo -le dijo.

– Bueno, agarra de los pies -dijo el muchacho obrero.

Salieron. Afuera seguía lloviendo, pero el incendio crecía en la calle y todo crepitaba por la nafta y el agua. Una mujer rubia y alta, con el pelo suelto y desgreñado, con un hachón de bronce que manejaba a manera de bastón, arrastraba una bolsa que llenaba con imágenes y objetos del culto.

– ¡Canallas! -decía.

– Callate, loca -gritaban.

– ¡Canallas! -decía-, irán todos al infierno.

Avanzaba con su gran bolsa y el hachón, con el que se defendía. Un muchacho le tocó obscenamente el cuerpo, otro le gritaba porquerías, pero ella avanzaba defendiéndose con el hachón y repitiendo "canallas".

– ¡Andá, chupacirios! -le gritaron.

Pero ella avanzaba y repetía "canallas", con voz ronca y seca, casi ensimismada, pétrea y fanática.

– Es una loca, dejelán -gritaban.

Una mujer aindiada, con un gran palo vigilaba y atizaba el fuego, como en un gigantesco asado.

– Es una loca, dejelán que se vaya -decían.

La mujer rubia avanzaba con la bolsa, abriéndose paso entre la muchachada que le gritaba porquerías, le tiraba tizones encendidos y se reía, tratando de manosearla.

Ahora se levantaban grandes llamaradas de la curia: ardían los papeles, los registros. Un hombre de chambergo, morocho, reía histéricamente y tiraba piedras, cascotes, pedazos de pavimento.

La rubia desapareció de la parte iluminada.

Una alegre música de carnaval volvió a escucharse: los muchachos de la murga habían dado vuelta a la manzana:

La murga de Chanta Cuatro lo viene a visitar…

A la luz de las llamaradas las contorsiones parecían más fantásticas. Los copones servían de platillos: disfrutados con casullas, enarbolaron cálices y cruces, marcaban el compás con hachones dorados. Alguien tocaba un bombo. Luego cantaron:

A nuestro director le gusta el disimulo…

Y luego el bombo, rítmicamente, y las contorsiones en medio de las llamaradas, siempre marcando el compás con los hachones dorados.

Se volvieron a oír tiros y hubo corridas. No se sabía de dónde venían, quiénes eran. Hubo pánico. Se oyó decir: "Es la Alianza ". Otros tranquilizaban, pasaban palabras de orden. Otros corrían o gritaban "ahora vienen" o "calma, muchachos".

En el centro de la calle crecía la hoguera. Un grupo de muchachos y mujeres arrojaban un confesionario. Traían todavía imágenes y cuadros.

Un hombre arrastraba un Cristo y una mujer que acababa de aparecer, feroz y decidida, gritó:

– Démelo.

– ¿Qué? -dice el hombre mirándola con desprecio.

Alguien dijo: "es de la Fundación ".

– ¿Quién, quién? -preguntaban.

La murga cantaba:

A la chica de Gómale le gustan la banana…

La mujer siguió al hombre y tomó al Cristo de los pies para que no se arrastrara.

– Déjelo -gritó el hombre.

– Démelo -gritó la mujer.

Y por un instante el Cristo permaneció en el aire, entre los dos que forcejeaban.

– Venga, señora -dijo el muchacho que sacó a la Vir gen de la Iglesia.

– ¿Qué? -dijo la mujer, sin largar los pies del Cristo.

– Que venga, que deje eso.

– ¿Qué? -dijo la mujer, enloquecida.

– Tome esta imagen -le dijo.

La mujer pareció vacilar, sin dejar el Cristo, que se bamboleaba.

– Pero venga, señora -dijo el muchacho.

Ella parecía vacilar, pero el hombre le dio un gran tirón al Cristo y se lo arrancó de las manos. La mujer, como idiotizada, lo miró alejarse y volvió luego su mirada a la Virgen que estaba en el suelo al lado del muchacho.

– Venga, señora -dijo el muchacho.

La mujer se acercó.

– Es la Virgen de los Desamparados -dijo el muchacho.

La mujer lo miró sin entender, parecía no entender: era un cabecita negra. Tal vez pensaba que querían hacerle algo.

– Sí, señora -dijo Martín-, la sacamos de la Iglesia, este muchacho la salvó del fuego.

Ella miró al cabecita negra. La murga ahora se iba:

La murga del Chanta Cuatro se vamo a retirar…

La mujer se acercó.

– Bueno -dijo-, la vamos a llevar a casa.

El muchacho y Martín se inclinaron para levantar la Virgen.

– No, esperen -dijo ella.

Se desabrochó el tapado, se lo quitó y cubrió la imagen. Luego quiso ayudar.

– Deje -dijo el muchacho-, nosotros bastamos. Diga adonde vamos.

Caminaron. La mujer adelante, un hombre los seguía. La lluvia aumentaba ahora y el muchacho sentía que la corona estrellada se le estaba clavando en la cara. Ya no sabía nada: todo era confuso.

– Un herido -dijeron-; dejen paso.

Les abrieron paso.

Caminaron por Santa Fe hacia Callao. El resplandor rojizo iba siendo cada vez menor y poco a poco predominaba la noche hosca, solitaria y helada. La lluvia caía silenciosamente y a lo lejos se oían gritos aislados, algún disparo, silbatos.

Llegaron, subieron por un ascensor hasta el séptimo piso, entraron en un departamento lujoso y Martín vio que el muchacho obrero estaba confuso: miraba con timidez y vergüenza a la mucama, no sabía cómo moverse entre los muebles y los objetos de arte.

Pusieron de pie la imagen en un rincón y sin advertirlo, quizá, el muchacho puso su cabeza cansada y confusa sobre la Virgen, como si descansara en silencio. De pronto advirtió que le estaban hablando.

– Vamos -le dijo la mujer-, hay que volver.

– Sí -dijo el muchacho, mecánicamente.

Miró en derredor, como buscando algo.

– ¿Qué? -dijo la mujer.

– Querría -dijo el muchacho.

– ¿Qué, qué es lo que querés, muchacho? -dijo la mujer.

– Un vaso de agua, eso es lo que quería.

Le trajeron agua y el muchacho bebió como si estuviera calcinado.

– Bueno, ahora vamos -dijo la mujer.

La lluvia había disminuido, la murga debía estar en otros incendios, pero el fuego allí proseguía, ahora en silencio: los hombres y las mujeres se habían convertido en silenciosos y fascinados espectadores, desde la vereda de enfrente.

Uno tenía unas casullas bajo el brazo.

– ¿Quiere darme esas casullas? -dijo la mujer.

– ¿Qué? -dijo el hombre.

– Las casullas. Si me las quiere dar -dijo la mujer.

El hombre no respondió: miró el incendio.

– Las casullas -repitió la mujer con calma, una calma de sonámbulo-. Quiero guardarlas, para la iglesia, cuando la reconstruyan.

El hombre siguió mirando el incendio, silencioso.

– ¿No es usted católico? -dijo la mujer con odio.

El hombre siguió mirando el incendio.

– ¿No está bautizado? -dijo la mujer.

El hombre siguió mirando el incendio, pero sus ojos (Martín lo advirtió) se habían ido endureciendo.

– ¿No tiene hijos? ¿No tiene madre?

El hombre estalló:

– ¿Por qué no se irá a la puta madre que la parió?

– Yo soy católica -dijo la mujer, impasible y sonámbula-. Quiero las casullas para cuando se reconstruya.

El hombre la miró e inesperadamente habló en tono normal:

– Las tengo para taparme de la lluvia -dijo.

– Por favor, deme las casullas -repitió la mujer con calma.

– Vivo muy lejos, en General Rodríguez -dijo el hombre.

Alguien, detrás de la mujer empecinada, dijo:

– Entonces usted ha venido de General Rodríguez, usted es de los que estaban quemando la iglesia.

La mujer empecinada volvió la cabeza: era un viejo de pelo blanco.

Alguien con chambergo desabrochó un impermeable y sacó una pistola. Fríamente, con desprecio, se encaró con el viejo:

– ¿Y usted quién es para interrogar a nadie"? -dijo.

El de las casullas también sacó una pistola. Una mujer, con un gran cuchillo de cocina en la mano, se acercó a la mujer impasible y le dijo:

– ¿Querés que te metamos las casullas en el culo?

La mujer impasible y demencial le propuso un cambio al hombre de las casullas:

– Este paraguas tiene mango de oro -dijo.

– ¿Qué?

– Que se lo cambio por las casullas. El mango es de oro. Vea.

El hombre miró la empuñadura.

La mujer del cuchillo, poniéndole la punta sobre el costado a la mujer de la propuesta, volvió a repetirle su frase anterior.

– Bueno -dijo el hombre-. Déme el paraguas.

La mujer del cuchillo, furiosa, le gritó:

– ¡Atorrante! ¡Vendido!

– Ma qué vendido -dijo el de las casullas con gesto de fastidio-. ¿Para qué quiero casullas, yo?

– ¡Sos un atorrante vendido! -gritó la mujer del cuchillo.

El de las casullas se volvió repentinamente frenético:

– Mirá, va a ser mejor que te calles, si no querés que te meta plomo.

La mujer del cuchillo lo insultó y le puso el cuchillo delante de la cara, pero el otro tomó el paraguas y no respondió.

La mujer se alejó con las casullas, en medio de gritos e insultos. El hombre del chambergo dijo entonces:

– Bueno, muchachos, aquí no hay nada que hacer. Vamos.

La mujer de las casullas llegó hasta donde estaban Martín y el cabecita negra. Lejos, temerosos. La acompañaron de nuevo hasta la casa de la calle Esmeralda. Y nueva-mente a Martín le pareció que el muchacho estaba triste, mientras desde la puerta miraba lentamente aquellos sillones, aquellos cuadros y porcelanas.

– Entrá -insistió la mujer.

– No señora -dijo el muchacho-, ya me voy. Ya no me necesita.

– Esperá -dijo la mujer.

El muchacho esperó, con respetuosa dignidad.

Ella lo miró.

– Vos sos obrero -le dijo.

– Sí, señora. Soy textil -respondió el muchacho.

– ¿Y qué edad tenés?

– Veinte años.

– ¿Y sos peronista?

El muchacho se quedó callado y bajó la cabeza.

La mujer lo miró duramente.

– ¿Cómo podes ser peronista? ¿No ves las atrocidades

que hacen?

– Los que quemaron las iglesias son unos pistoleros,

señora -dijo.

– ¿Qué? ¿Qué? Son peronistas.

– No, señora. No son verdaderos peronistas. No son peronistas de verdad.

– ¿Qué? -dijo con furia la mujer-. ¿Qué estás diciendo?

– ¿Me puedo ir, señora? -dijo el muchacho, levantando la cabeza.

– No, espera -dijo ella, como pensando-, espera… ¿Y por qué salvaste a la Virgen de los Desamparados?

– Y yo qué sé, señora. A mí no me gusta quemar iglesias. ¿Y qué culpa tiene la Virgen de todo esto?

– ¿De todo qué?

– De todo el bombardeo de Plaza Mayo, qué sé yo.

– ¿Así que a vos te parece mal el bombardeo de Plaza Mayo?

El muchacho la miró con sorpresa.

– ¿No sabes que hay que terminar alguna vez con Perón? ¿Con esa vergüenza, con ese degenerado?

El muchacho la miraba.

– ¿Eh? ¿No te parece? -insistía la mujer.

El muchacho bajó la cabeza.

– Yo estaba en Plaza Mayo -dijo-. Yo y miles de compañeros más. Delante mío a una compañera una bomba le arrancó una pierna. A un amigo le sacó la cabeza, a otro le abrió el vientre. Ha habido miles de muertos.

La mujer dijo:

– ¿Pero no comprendes que estás defendiendo a un canalla?

El muchacho se calló. Luego dijo:

– Nosotros somos pobres, señora. Yo me crié en una pieza donde vivía con mis padres y siete hermanos más.

– ¡Espera, espera! -gritó la señora.

Martín también fue a salir.

– ¿Y vos? -le dijo la mujer-. ¿Vos también sos peronista?

Martín no respondió.

Salió a la noche.

El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. Una llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento del sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura, qué tiempo del carajo, mientras alguien más profundo en su interior piensa, qué tristeza infinita. Y sintiendo la llovizna helada sobre su cara, caminando hacia ninguna parte, con el ceño apretado, mirando obsesionado hacia adelante, como concentrado en un vasto e intrincado enigma, Martín se repetía tres palabras: Alejandra, Fernando, ciegos.

XXVIII

Caminó al azar durante horas. Y de pronto se encontró en la plaza de la Inmaculada Concepción, en Belgrano. Se sentó en uno de los bancos. Frente a él, la iglesia circular parecía todavía vivir el pavor de la jornada. Un siniestro silencio y la luz mortecina, la llovizna, daban a aquel rincón de Buenos Aires un sentido ominoso: parecía como si en aquella vieja edificación tangente a la iglesia se escondiera algún poderoso y temible enigma, y una suerte de fascinación inexplicable mantenía la mirada de Martín clavada en aquel rincón que veía por primera vez en su vida.

Cuando de pronto casi grita: Alejandra cruzaba la plaza en dirección a aquel viejo edificio.

En la oscuridad, bajo los árboles, Martín estaba a cubierto de su mirada. Por lo demás, ella avanzaba con marcha de sonámbulo, con aquel automatismo que él le había notado muchas veces, pero que ahora se le ocurría más poderoso y abstracto. Alejandra avanzaba en línea recta, por sobre los canteros, como quien camina en sueños hacia un destino trazado por fuerzas superiores Era evidente que no veía ni oía nada. Avanzaba con la decisión pero también con la ajenidad de un hipnepta.

Pronto llegó a la recova y dirigiéndose sin vacilar a una de aquellas puertas cerradas y silenciosas, la abrió y entró.

Por un momento Martín pensó que acaso él estaba soñando o sufriendo una visión: nunca había estado antes en aquella plazoleta de Buenos Aires, nada consciente lo había hecho caminar hacia ella en aquella noche aciaga, nada podía hacerle prever un encuentro tan portentoso. Eran demasiadas casualidades y era natural que por un momento pensara en una alucinación o en un sueño.

Pero las largas horas de espera ante aquella puerta no le dejaron lugar a dudas: era Alejandra quien había entrado y quien permanecía allí dentro, sin motivo que a él se le alcanzase.

Llegó la mañana y Martín no se atrevió a esperar más. pues temía ser visto por Alejandra a la luz del día. Por lo demás, ¿qué lograría con verla salir?

Con una tristeza que se manifestaba en dolor físico marchó hacia el Cabildo.

Un día nublado y gris, cansado y melancólico, despertaba del seno de aquella alucinante noche.

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