En la noche del 24 de junio de 1955, Martín no podía dormirse. Volvía a ver a Alejandra como la primera vez en el parque, acercándose a él; luego, caóticamente, se le presentaban en la memoria momentos tiernos o terribles; y luego, una vez más, volvía a verla caminando hacia él en aquel primer encuentro, inédita y fabulosa. Hasta que poco a poco fue embargándolo un pesado sopor y su imaginación comenzó a desenvolverse en esa región ambigua. Entonces creyó oír lejanas y melancólicas campanas y un impreciso gemido, tal vez un indescifrable llamado. Paulatinamente se convirtió en una voz desconsolada y apenas perceptible que repetía su nombre, mientras las campanas tañían con más intensidad, hasta que por fin golpearon con verdadero furor. El cielo, aquel cielo del sueño, ahora parecía iluminado con el resplandor sangriento de un incendio. Y entonces vio a Alejandra que avanzaba hacia él en las tinieblas enrojecidas, con la cara desencajada y los brazos tendidos hacia delante, moviendo sus labios como si angustiada y mudamente repitiera aquel llamado. ¡Alejandra!, gritó Martín, despertándose. Al encender la luz, temblando, se encontró solo en su pieza.
Eran las tres de la mañana.
Durante un tiempo permaneció sin saber qué pensar ni qué hacer. Por fin, empezó a vestirse, y a medida que lo hacía su nerviosidad aumentaba, hasta que se encontró precipitándose a la calle y corriendo a la casa de los Olmos.
Y cuando desde lejos entrevió sobre el cielo nublado el resplandor de un incendio, ya no tuvo ninguna duda. Corriendo con desesperación alcanzó a llegar hasta la casa, desplomándose entre la gente agolpada. Cuando recobró el conocimiento, en la casa de unos vecinos, corrió nuevamente hasta la casa de los Olmos, pero ya la policía había llevado los cadáveres, mientras los bomberos hacían sus últimos esfuerzos por localizar el incendio en el Mirador. De aquella noche Martín recordó hechos aislados y sin conexión: la idea que un idiota puede tener de una catástrofe. Pero los hechos parecen haber sucedido de este modo:
Alrededor de las dos de la madrugada, un hombre que bajaba (según declaró después) por la calle Patricios hacia el Riachuelo vio humo. Luego resultó, como siempre, que habían sido varios los que vieron humo o fuego o sospecharon algo. Una vieja que vive en un conventillo lindero declaró: "Duermo poco, de modo que sentí el olor del humo y le avisé a mi hijo que trabaja en TAMET y que duerme en la misma pieza y que tiene el sueño pesado pero me dijo que lo dejara en paz", agregando con ese orgullo -pensaba Bruno- que la mayor parte de los seres humanos, sobre todo los viejos, ponen en el vaticinio de graves enfermedades o de mortales calamidades "y ya ven que tenía razón".
Mientras se intentaba apagar el fuego en el Mirador, después que fueron retirados los cuerpos de Alejandra y su padre, la policía sacó de la casa al viejo don Pancho, envuelto en una manta, sobre su misma silla de ruedas. ¿Y el loco? ¿Y Justina?, se preguntaba la gente. Pero entonces vieron cómo traían a un hombre de pelo canoso y cabeza alargada en forma de dirigible; llevaba un clarinete en la mano y parecía demostrar cierta alegría. En cuanto a la vieja sirvienta india, mantenía su impasible rostro habitual.
Se pedía a gritos que despejaran la calle. Algunos vecinos colaboraban con los bomberos y la policía, rescatando muebles y ropas. Se observaba mucho movimiento y esa euforia con que la gente sigue las catástrofes que momentáneamente los arranca de una existencia gris y vulgar.
Bruno no pudo averiguar ninguna otra cosa digna de mención de lo que sucedió aquella noche.
Al otro día, Esther Milberg lo llamó por teléfono a Bruno para decirle que en La Razón acababa de leer la noticia policial (seguramente los diarios de la mañana no habían tenido tiempo de dar la noticia). Bruno ignoraba todo: Martín vagaba como un idiota por las calles de Buenos Aires, y aún no había llegado a casa de Bruno.
En el primer momento, Bruno no atinó a hacer nada. Luego, aunque en realidad era inútil, corrió a Barracas para ver los restos del incendio. Un agente de policía impedía acercarse a la casa. Preguntó por el viejo Olmos, por la sirvienta, por el loco. Con lo que el agente pudo decirle y con las informaciones que obtuvo después, llegó a la conclusión de que los Acevedo habían tomado rápidas decisiones, indignados y asustados por la información de los diarios de la tarde (no tanto por el hecho mismo, porque, supuso, a los Acevedo no podría sorprenderles nada de lo que proviniera de aquella familia de locos y degenerados), información que proyectaba una ola de escándalo y de habladurías sobre toda la familia, aunque más no fuera que por el lejano parentesco. De modo que ellos, la rama rica y sensata, que siempre habían trabajado con eficacia para que aquella desagradable parte de la familia se mantuviese en el anonimato (hasta el punto de que eran muy pocos los que en la sociedad de Buenos Aires conocían su sobrevivencia y, sobre todo, su parentesco), se encontraban de pronto con semejante escándalo en la crónica policial. De modo que (seguía pensando Bruno) se habrían apresurado a llevárselos a Don Pancho, al Bebe y hasta a la propia Justina para que no quedaran rastros y con el fin de que los periodistas no pudieran obtener partido de aquellos seres irresponsables. Porque había que descartar la posibilidad del afecto o la compasión, conociendo como conocía Bruno el odio que los Acevedo profesaban a aquel residuo lastimoso de un pasado brillante.
Esa misma noche, cuando volvió a su casa, supo que había estado a buscarlo "aquel muchacho flaco", muchacho que, según la expresión recriminatoria de Pepa (que siempre parecía responsabilizar a Bruno de los defectos de sus amigos), ahora parecía además un extraviado. Y ese "además" lo hizo sonreír en medio del horror, pues indicaba una serie de defectos que su ama de llaves habría sucesivamente encontrado en el pobre Martín hasta llegar a esa última y calamitosa condición de "extraviado", palabra que exactamente correspondía a la real y espantosa situación de su espíritu: como un niño que se ha perdido en un bosque nocturno, tembloroso y asustado. ¿Cómo podía sorprenderle que hubiese venido en su búsqueda? Aunque era tan reservado, hasta el punto de que nunca le había oído una frase completa sobre nada, y mucho menos sobre Alejandra, ¿cómo no iba a recurrir a él, a la única persona sobre la que podía descargar parte de su angustia y acaso encontrar algún género de explicación, de consuelo o de apoyo? Bruno, claro, no ignoraba la índole de la relación entre ellos, no porque Alejandra le hubiera contado (no era del tipo de persona para hacer ese género de confidencias) sino por la índole de silencioso refugio que aquel muchacho había buscado a su lado, por algunas palabras que de vez en cuando balbuceaba sobre Alejandra, pero, sobre todo, por esa insaciable sed que los enamorados tienen de oír todo lo que de alguna manera puede referirse al ser que aman; ignorando que preguntaba o escuchaba a una persona que de algún modo también había sentido amor por Alejandra (aunque fuera la reverberación o la proyección falaz y momentánea del otro, del verdadero amor por Georgina). Pero si bien sabía o intuía que Martín mantenía cierto género de relaciones con Alejandra (y la expresión "cierto género" era inevitable tratándose de ella), ignoraba los detalles de aquella amistad amorosa que Bruno había seguido con asombro; porque, aunque Martín era un muchacho en varios sentidos excepcional, era realmente eso: un muchacho, casi un adolescente, mientras que Alejandra, aunque con sólo un año más de edad física, tenía una espantable y casi milenaria experiencia. Asombro que revelaba (se decía a sí mismo Bruno) una pertinaz y al parecer inextinguible frescura en su propia alma, pues bien sabía (pero sabía con el intelecto, no con el corazón) que nada de lo que se refiriese a seres humanos debería causar jamás asombro y sobre todo porque, como decía Proust, los "aunque" son casi siempre "porqués" desconocidos, y debía haber sido sin duda aquel abismo de edad espiritual y de experiencia del mundo el que precisamente podía explicar el acercamiento de una mujer como Alejandra a un chico como Martín. Esta intuición fue poco a poco confirmada después de la muerte y del incendio, a medida que oyó aquellos confusos pero maniáticos y a veces minuciosos detalles de la relación con Alejandra. Maniáticos y minuciosos no porque Martín fuese un anormal o una especie de loco, sino porque la maraña alucinante en que se había movido siempre el espíritu de Alejandra lo forzaba a ese análisis casi paranoico; ya que el dolor producido por una pasión con obstáculos, y sobre todo con obstáculos oscuros e inexplicables, es siempre causa más que suficiente (pensaba Bruno) para que el hombre más sensato piense, sienta y actúe como un enajenado. Claro que esos relatos no los hizo en aquella primera noche que siguió al incendio, en que Martín se apareció, después de caminar por las calles de Buenos Aires, casi idiotizado por el crimen y el incendio; sino después, en aquellos pocos días y noches que siguieron hasta que tuvo la malhadada idea de pensar en Bordenave; aquellos días y noches en que se instalaba a su lado, a veces sin hablar durante horas, y a veces hablando como un individuo al que se ha aplicado una de esas drogas de la verdad; o quizá, para decirlo más apropiadamente, alguna de esas drogas que hacen brotar tumultuosas y delirantes imágenes de las zonas más profundas y más herméticas del ser humano. Y también años después, cuando vendría a verlo desde aquel remoto sur, en virtud de ese afán (pensaba Bruno) que tienen los hombres de aferrarse a cualquier despojo de alguien que quisieron mucho, esos despojos del cuerpo y del alma que han quedado abandonados por ahí: en esa especie de destrozada e incierta inmortalidad de los retratos, de las frases que alguna vez dijeron a otros, del recuerdo de alguna expresión que alguien recuerda, o dice recordar, y hasta de esos pequeños objetos que de ese modo alcanzan un valor simbólico y desmesurado (una cajita de fósforos, una entrada de cine); objetos o frases que producen entonces el milagro de hacer presente aquel espíritu aunque fugaz, inasible y desesperadamente presente, del mismo modo que un recuerdo querido con algún transitorio golpe de perfume o un fragmento de música; fragmento que no tiene por qué ser importante ni profundo, y que bien puede ser humilde y hasta trivial melodía que en aquel tiempo mágico nos hizo reír por su vulgaridad, pero que ahora, ennoblecida por la muerte y la separación eterna, nos parece conmovedora y profunda.
– Porque usted -le dijo Martín en aquel retorno, levantando por un instante la cabeza que empecinadamente miraba hacia el suelo, en aquel gesto de su juventud y seguramente de su infancia que no cambiaría y que, como las impresiones digitales, acompañan a uno hasta la muerte-, porque usted también la quiso, ¿no es así?
Conclusión a la que, ¡por fin!, habría llegado allá en el sur, en larguísimas y silenciosas noches de meditación. Y Bruno, encogiéndose de hombros, permaneció callado. Porque, ¿qué podría decirle?, ¿y cómo explicarle lo de Georgina y aquella suerte de espejismo de la infancia? Y, sobre todo, porque ni siquiera estaba seguro de que fuese cierto, al menos cierto en el sentido en que Martín podía imaginarlo. Así que no respondió y se limitó a mirarlo ambiguamente, pensando que después de varios años de silencio y de lejanía, de años de cavilación en aquellas soledades, aquel muchacho estoico todavía necesitaba contar a alguien su historia; y porque acaso todavía, ¡todavía!, esperaba encontrar la clave del trágico y maravilloso desencuentro, respondiendo a esa necesidad ansiosa, pero cándida, que los seres humanos sienten de encontrar esa presunta clave; siendo que, probablemente, esas claves, de existir, han de ser tan confusas y a su vez tan insondables como los acontecimientos mismos que pretenden explicar. Pero en aquella primera noche que siguió al incendio, Martín parecía un náufrago que hubiese perdido la memoria. Había vagado por las calles de Buenos Aires y cuando estuvo frente a él ni siquiera supo qué decirle. Lo veía a Bruno fumando, esperando, mirándolo, comprendiéndolo, ¿pero qué? Alejandra estaba muerta, bien muerta, horriblemente muerta por las llamas y todo era inútil v en cierto modo fantástico. Y cuando se decidió a irse, Bruno le apretó el brazo y le dijo algo que no entendió bien o que en todo caso después le fue imposible recordar. Luego, por la calle, volvió a andar como un sonámbulo y volvió a recorrer aquellos lugares donde parecía como si en cualquier momento ella pudiera surgir.
Pero poco a poco Bruno fue sabiendo cosas, fragmentos, en aquellas otras entrevistas, en aquellos absurdos y por momentos insoportables encuentros. Martín hablaba de pronto como un autómata, decía frases inconexas, parecía buscar algo así como un rastro precioso en arenas de una playa que han sido barridas por un vendaval. Frágiles huellas de fantasmas, además. Buscaba la clave, el sentido oculto. Y Bruno podía saber, tenía que saber: ¿no conocía a los Olmos desde su infancia?, ¿no había visto casi nacer a Alejandra?, ¿no había sido amigo o algo así de Fernando? Porque él, Martín, no entendía nada: sus ausencias, esos extraños amigos, Fernando, ¿qué? Y Bruno se limitaba a mirarlo, a comprenderlo y seguramente a compadecerlo. La mayor parte de los hechos decisivos recién los supo Bruno cuando Martín volvió de aquella región remota en que se había enterrado, cuando el tiempo parecía haber asentado aquel dolor en el fondo de su alma, dolor que parecía volver a enturbiar su espíritu con la agitación y el movimiento que le trajo aquel reencuentro con los seres y las cosas que estaban indisolublemente unidos a la tragedia. Y aunque para ese entonces la carne de Alejandra estaba podrida y convertida en tierra, aquel muchacho, que ya era un verdadero hombre, seguía no obstante obsesionado por su amor, y quién cabe por cuántos años (probablemente hasta su propia muerte) seguiría obsesionado; lo que, a juicio de Bruno, constituía algo así como una prueba de la inmortalidad del alma.
El "tenía" que saber, se decía a sí mismo Bruno, con triste ironía. Claro que "sabía". Pero, ¿en qué medida, con qué calidad de conocimiento? Pues ¿qué conocemos en definitiva del misterio último de los seres humanos, aun de aquellos que han estado más cerca de nosotros? Lo recordaba en aquella primera noche allí; se le ocurría uno de esos chicos que aparecen fotografiados en los diarios, después de terremotos o descarrilamientos nocturnos, sentados sobre algún atado de ropa o sobre algún montón de escombros, con los ojos gastados y envejecidos repentinamente, con ese poder que tienen las catástrofes para realizar sobre el cuerpo y sobre el alma del hombre, en pocas horas, la devastación que lentamente traen los años, las enfermedades las desilusiones y muertes. Después superponía a aquella imagen desolada otras posteriores, donde, como esos inválidos, que se levantan con el tiempo de sus propias ruinas, ayudados de muletas, ya lejos de la guerra en que casi murieron, pero ya sin ser lo que eran antes, pues sobre ellos pesa, y para siempre, la experiencia del horror y de la muerte. Lo veía con los brazos caídos, con la mirada fija en un punto que generalmente quedaba detrás y a la derecha de la cabeza de Bruno. Parece escarbar en su memoria con encarnizamiento callado y doloroso, como un herido de muerte que intenta extraer de su carne desgarrada, con infinito cuidado, la flecha envenenada. "Qué solo está", pensaba entonces Bruno.
– No sé nada. No entiendo nada -decía de pronto-.
Aquello con Alejandra era…
Y dejaba la frase sin terminar, mientras levantaba su cabeza, que había estado inclinada hacia el suelo, y miraba por fin a Bruno, pero como si a pesar de todo no lo viese.
– Más bien… -balbuceaba, buscando las palabras con empecinada ansiedad, como si temiera no dar la idea exacta de lo que había sido "aquello con Alejandra"; y que Bruno, con veinticinco años más, podía completar fácilmente diciéndose "aquello que a la vez fue maravilloso y siniestro".
– Usted sabe… -murmuraba, apretándose dolorosa-mente los dedos-, no tuve una relación clara… nunca entendí…
Sacaba su famoso cortaplumas blanco, lo examinaba, lo abría.
– Muchas veces pensé que era como una serie de fogonazos, de…
Buscaba la comparación.
Como estallidos de nafta, eso es…, como estallidos de nafta en una noche oscura, en una noche tormentosa…
Sus ojos se volvían a fijar sobre Bruno, pero seguramente miraban hacia su propio mundo interior, obsesionados por aquella visión.
Fue en aquella ocasión, después de una pausa meditativa, cuando agregó:
– Aunque a veces…, muy pocas veces, es cierto… me pareció que pasaba a mi lado una especie de descanso.
Descanso (pensaba Bruno) como el que pasan en un hoyo o en un refugio improvisado los soldados que avanzan a través de un territorio desconocido y tenebroso, en medio de un infierno de metralla.
– Tampoco podría precisar qué clase de sentimientos…
Levantó nuevamente su mirada, pero esta vez para verlo de verdad, como pidiéndole una clave, pero como Bruno no dijera nada, la volvió a bajar, examinando el cortaplumas blanco.
– Claro -murmuró-, eso no podía durar. Como en tiempos de guerra, cuando se vive al instante… supongo… porque el porvenir es incierto, y siempre terrible.
Después le explicó que en aquel mismo frenesí fueron apareciendo las señales de la catástrofe, como es posible imaginar lo que va a ocurrir en un tren en que el maquinista ha enloquecido. Lo inquietaba, pero al mismo tiempo lo atraía. Volvió a mirarlo a Bruno.
Y entonces Bruno, tanto por decir algo, tanto por llenar aquel vacío, dijo:
– Sí, comprendo.
Pero, ¿qué es lo que comprendía? ¿Qué?
La muerte de Fernando (me dijo Bruno) me ha hecho repensar no sólo su vida sino la mía, lo que revela de qué manera y en qué medida mi propia existencia, como la de Georgina, como la de muchos hombres y mujeres, fue convulsionada por la existencia de Fernando.
Me preguntan, me acosan: "usted que lo ha conocido de cerca". Pero las palabras "conocido" y "cerca", tratándose de Vidal, son poco menos que irrisorias. Es cierto que viví en su proximidad en tres o cuatro momentos decisivos y que conocí parte de su personalidad: esa parte que, como la de la luna, estaba vuelta hacia nosotros. También es cierto que tengo algunas hipótesis sobre su muerte, hipótesis que sin embargo no me siento inclinado a manifestar, tan grande es la probabilidad de equivocarse sobre él.
Estuve (materialmente) cerca de Fernando en algunos momentos de su vida, ya lo dije: durante nuestra niñez en Capitán Olmos, hacia 1923; dos años más tarde, en la casa de Barracas, cuando ya había muerto su madre y el abuelo lo había llevado allí; luego, en 1930, cuando muchachos en el movimiento anarquista y, finalmente, en encuentros fugaces en los últimos años. Pero ya en este último tiempo era un individuo ajeno completamente a mi vida, y en algún sentido ajeno a la existencia de todos (aunque no de Alejandra, claro que no). Era ya lo que verdaderamente se llama o se puede llamar un alienado, un ser extraño a lo que consideramos, quizá candorosamente, "el mundo". Y todavía recuerdo aquel día, no hace mucho tiempo, cuando lo vi caminando como un sonámbulo por la calle Reconquista y pareció no verme, o hizo como que no me veía, pues ambas posibilidades son igualmente legítimas tratándose de él, cuando hacía más de veinte años que no nos encontrábamos y cuando para un espíritu corriente había tantos motivos para detenerse y conversar. Y si me vio, como es posible, ¿por qué fingió no verme? A esta pregunta no se le puede dar una respuesta unívoca, tratándose de Vidal. Una de las posibles contestaciones es que atravesase por entonces uno de sus períodos de delirio de persecución, en que podría huir de mi presencia no a pesar de ser un viejo conocido sino precisamente por eso.
Pero vastos espacios de su vida me son absolutamente desconocidos. Sé, claro, que anduvo por muchos países; aunque, refiriéndose a Fernando, más apropiado sería decir que "huyó" por diversos países. Hay rastros de esos viajes, de esas exploraciones. Hay vestigios fragmentarios de su paso a través de personas que lo vieron o sintieron hablar de él: Lea Lublín lo encontró una vez en el Dôme; Castagnino lo vio comiendo en una cantina cercana a la Piazza di Spagna, aunque apenas advirtió que lo reconocían se puso detrás de un diario, como si leyera con suma atención y miopía; Bayce confirmó un párrafo de su Informe: lo encontró en el café Tupí Nambá, de Montevideo. Y así todo. Porque nada sabemos a fondo y coherentemente de sus viajes, y mucho menos de aquellas expediciones por las islas del Pacífico o por el Tíbet. Gonzalo Rojas me contó que una vez le hablaron de un argentino "así y así" que anduvo haciendo averiguaciones en Valparaíso para embarcarse en una goleta que hace periódicamente viajes a la isla Juan Fernández; por sus datos y por mis explicaciones, llegamos a la conclusión de que era Fernando Vidal. ¿Qué fue a hacer a aquella isla? Sabemos que estaba vinculado con espiritistas y gente ocupada en magia negra; pero el testimonio de esa clase de individuos hay que considerarlo como problemático. De todos aquellos episodios oscuros, quizá lo único que pueda darse como fehaciente fue su encuentro con Gurdjieff en París, y eso por la pelea que tuvo con él y por las consecuencias policiales. Acaso usted me invoque sus memorias, el famoso Informe. Yo pienso que no se las puede tomar como documentos fotográficos de los hechos originarios, aunque deban considerarse como auténticas en un sentido más profundo. Parecen revelar sus momentos de alucinación y de delirio, momentos que en rigor abarcaron casi toda la última etapa de su existencia, esos momentos en que se encerraba o en que desaparecía. Esas páginas se me ocurren, de pronto, como si hundiéndose Vidal en los abismos del infierno agitara un pañuelo de despedida, como quien pronuncia delirantes e irónicas palabras de despedida; o quizá, desesperados gritos de socorro, oscurecidos y disimulados por su jactancia y por su orgullo.
Todo esto estoy tratando de contarle desde el principio, pero me veo arrastrado una y otra vez a decirle generalidades. Y hasta me es imposible pensar nada importante sobre mi propia vida que no tenga de alguna manera que ver con la vida tumultuosa de Fernando. Su espíritu sigue dominando al mío, aún después de su muerte. No me importa: no tengo el propósito de defenderme de sus ideas, de esas ideas que hicieron y deshicieron mi vida, aunque no la de él: como esos peritos en explosivos que pueden armar y desarmar sin riesgos una bomba. No volveré a plantearme, pues, esa clase de escrúpulos ni a hacer estas inútiles reflexiones laterales. Por otra parte, me considero lo bastante justiciero para admitir que era superior a mí. Mi acatamiento era natural, hasta el punto de sentir descanso y cierta voluptuosidad en su reconocimiento. Y no obstante nunca lo quise, aunque a menudo lo admirara. Detestándolo, nunca me fue indiferente. No era de esa clase de seres que se puede ver pasar a nuestro lado con indiferencia: instantáneamente nos atraía o nos repelía, y por lo general de los dos modos a la vez. Había en él como una fuerza magnética, que podía ser de atracción o de repulsión, y cuando entraban en su zona de influencia personas contemplativas o vacilantes como yo, eran sacudidas, como las pequeñas brújulas que entran en regiones convulsionadas por tormentas magnéticas. Para colmo, era un individuo cambiante, que pasaba de los más grandes entusiasmos a las más profundas depresiones. Ésa era una de sus cien contradicciones. De pronto razonaba con una lógica de hierro, y de pronto se convertía en un delirante que, aun conservando todo el aspecto del rigor, llegaba hasta los disparates más inverosímiles, disparates que sin embargo, le parecían conclusiones normales y verdaderas. De pronto le gustaba conversar brillantemente, y en cierto momento se convertía en un solitario al que nadie se habría atrevido a dirigirle la palabra. Mencioné, creo, la palabra "lujuria", entre las que podrían caracterizar su condición; y sin embargo en algunos momentos de su vida se entregó a un ascetismo repentino y durísimo. Unas veces era contemplativo, otras se entregaba a una frenética actividad. Yo lo he visto en Capitán Olmos, de chico, cometer actos de horrible crueldad con animales indefensos y luego en actitudes de ternura que eran totalmente incompatibles. ¿Simulaba? ¿Era una representación que hacía ante mí, movido por su ironía, su cinismo? No lo sé. Había momentos en que parecía admirarse con un narcisismo que repugnaba, y al instante repetía sobre sí mismo los juicios más despreciativos. Defendía a América y luego se reía de los indigenistas. Cuando, arrastrado por sus epigramas o sarcasmos a propósito de nuestros proceres, alguien agregaba alguna minúscula contribución, era aniquilado en seguida con una ironía de signo opuesto. Era todo lo contrario, en suma, de lo que se estima por una persona equilibrada, o simplemente por lo que se considera una persona si lo que diferencia a una persona de un individuo es cierta dureza, cierta persistencia y coherencia de las ideas y sentimientos, no había ninguna clase de coherencia en él, salvo la de sus obsesiones, que eran rigurosas y permanentes. Era todo lo opuesto a un filósofo, a uno de esos hombres que piensan y desarrollan un sistema como un edificio armonioso; era algo así como un terrorista de las ideas, una suerte de antifilósofo. Tampoco su cara permanecía idéntica a sí misma. La verdad es que siempre pensé que en él habitaban varias personas diferentes. Y aunque sin duda era un canalla, me atrevería a afirmar que sin embargo había en él cierta especie de pureza, aunque fuera una pureza infernal. Era una especie de santo del infierno. Alguna vez le oí decir, justamente, que en el infierno, como en el cielo, hay muchas jerarquías, desde los pobres y mediocres pecadores (los pequeños burgueses del infierno, decía) hasta los grandes perversos y desesperados, los negros monstruos que tenían el derecho a sentarse a la derecha de Satanás; y es posible que sin decirlo explícitamente estuviera confesando en aquel momento un juicio sobre su propia condición.
Los locos, como los genios, se levantan, a menudo catastróficamente, sobre las limitaciones de su patria o de su tiempo, entrando en esa tierra de nadie, disparatada y mágica, delirante y tumultuosa, que los buenos ciudadanos contemplan con sentimientos cambiantes; desde el miedo hasta el odio, desde el aparente menosprecio hasta una especie de pavorosa admiración. Y sin embargo, esos individuos excepcionales, esos hombres fuera de la ley y de la patria conservan, a mi parecer, muchos de los atributos de la tierra en que nacieron y de los hombres que hasta ayer fueron sus semejantes aunque como deformados por un monstruoso sistema de proyección hecho con lentes torcidos y con amplificadores desaforados. ¿Qué clase de loco podía ser el Quijote sino un loco español? Y aunque su talla descomunal y su demencia lo universalizan y de alguna manera lo hacen comprensible y admirable a todos los hombres del mundo, hay en él rasgos que únicamente podían darse en ese país a la vez brutalmente realista y mágicamente descabellado que es España. A pesar de todo había mucho de argentino en Fernando Vidal. Buena parte de sus contradicciones eran, claro, consecuencia de su naturaleza individual, de su herencia enferma, y podían haberse producido en cualquier parte del mundo. Pero otras creo que eran producto de su condición de argentino, de cierto tipo de argentino. Y aunque pertenecía, por el lado de la madre, a una antigua familia, no era, sin embargo, como podría suponerse, la expresión unilateral y simple de la que ahora se llama la oligarquía nacional o por lo menos no tenía esas peculiaridades que la gente de la calle espera en esas personas, de la misma manera, y con la misma superficialidad, que invariablemente imagina flemáticos a los ingleses, desconcertándose cómicamente cuando se le menciona a individuos como Churchill. Cierto es que esas variantes que lo apartaban de la norma podían deberse por un lado a la herencia paterna y por otro al hecho de ser la familia Olmos algo excéntrica y desvaída (aunque también esto es genuinamente nacional en muchas viejas familias). Esta familia en decadencia daba la impresión de estar integrada por fantasmas o por distraídos sonámbulos, en medio de una realidad brutal que ni sentían, ni oían, ni comprendían; lo que curiosa, y hasta cómicamente les daba de pronto la ventaja paradójica de atravesar el durísimo muro de la realidad como si no existiera. Pero Fernando no pertenecía del todo a esa familia, pues poseía, aunque por golpes, por furiosos accesos, una frenética energía, bien que esa energía fuese empleada siempre para la negación o para la destrucción, rasgo éste que sin duda heredó de su padre, espíritu inferior pero dotado de una fuerza violenta y tenebrosa, fuerza que pasó a su hijo, aunque éste lo odiase y se negase a reconocerlo y hasta es posible que lo odiase y se negase a reconocerlo por lo mismo que descubría en sí mismo los atributos del hombre que tanto aborrecía y que, siendo chico, intentó envenenar. Esta inyección de la sangre de Vidal en la vieja familia produjo en la persona de Fernando, y más tarde en la de Alejandra, una violenta reacción, como sucede, creo, en ciertas plantas enfermizas o débiles cuando ciertos maléficos estímulos externos desarrollan cánceres que terminan por abarcar y finalmente por aniquilar todo con su monstruosa vitalidad. Así pasó con aquella estirpe antigua, tan generosa y conmovedoramente risible en su absoluta falta de realismo. Hasta el punto inverosímil de seguir viviendo en la vieja casa, en aquellos restos de Barracas, donde sus antepasados habían tenido su quinta y donde ahora, acorralados en sus últimos y miserables fragmentos, sobrevivían rodeados de fábricas y conventillos, y donde el bisabuelo dormitaba añorando las antiguas virtudes, aniquiladas por los duros días de nuestro tiempo. Del mismo modo que un caótico estruendo aniquila una candorosa y suave balada de otras épocas.
Yo también, a mi manera, estuve enamorado de Alejandra, hasta que comprendí que era a su madre Georgina a quien había querido, y que, al rechazarme, me proyectó sobre su hija. El tiempo me hizo comprender mi error, y volví entonces a mi primera (e inútil) pasión; pasión que supongo durará hasta que Georgina muera, hasta que tenga alguna mínima esperanza de tenerla a mi lado. Porque, aunque usted se asombre, todavía vive y no ha muerto como creía Alejandra… o como aparentaba que creía. Alejandra tenía muchos motivos para odiar a su madre, dado su temperamento y su concepción del mundo, y muchos motivos para darla por muerta.
Pero me apresuro a aclarar que, contra lo que usted podría suponer después de esto, Georgina es una mujer profundamente buena y por otra parte incapaz de hacer mal a nadie y mucho menos a su hija. ¿Por qué, entonces, Alejandra la odiaba de tal modo y mentalmente la había matado desde su niñez? ¿Y por qué Georgina vivía lejos de ella y, en general, apartada de todos los Olmos? No sé si le podré aclarar estos problemas y algunos otros que todavía se presentarán respecto a esa familia que tanto ha pesado en mi vida, y ahora en la de ese chico. Le confieso que me había propuesto no decirle nada sobre mi amor por Georgina, porque…, bueno…, digamos porque no soy propenso a hablar de mis tribulaciones personales. Pero ahora advierto que sería imposible iluminar algunos ángulos de la personalidad de Fernando sin contarle siquiera sea someramente lo de Georgina. ¿Le dije ya que era prima de Fernando? Sí, era hija de Patricio Olmos, hermana del Bebe, el loco del clarinete. Y Ana María, madre de Fernando, era hermana de Patricio Olmos, ¿entiende? De modo que Fernando y Georgina eran primos carnales y, además, y este dato es importantísimo, Georgina se parecía asombrosamente a Ana María: no sólo por sus rasgos físicos, como Alejandra, sino y sobre todo por su espíritu: era algo así como la quintaesencia de la familia Olmos, sin la contaminación de la sangre violenta y maligna de Vidal, refinada y bondadosa, tímida y un poco fantasmal, con una sensualidad delicada y profundamente femenina. En cuanto a sus relaciones con Fernando…
Imaginemos en un escenario una hermosa mujer que nos atrae por su expresión grave, por su seriedad y por su reconcentrada belleza, pero que está sirviendo de médium o de sujeto en un experimento de hipnotismo o de transmisión de pensamiento que realiza un individuo poderoso y funesto. Todos hemos asistido alguna vez a alguno de esos espectáculos, y todos hemos observado cómo ella sigue automáticamente las órdenes y las simples miradas del hipnotizador. Todos hemos notado esa mirada vacua, un poco como de ciego, que tienen las víctimas del experimento. Imaginemos que esa mujer nos atrae irresistiblemente y que, hasta cierto punto, en sus intervalos de vigilia o de plena conciencia se inclina un poco hacia nosotros. ¿Qué podemos hacer cuando está bajo el imperio del hipnotizador? Sólo desesperarnos y entristecernos.
Eso era lo que a mí me sucedía con Georgina. Y apenas en algunos excepcionales momentos pareció como si aquella fuerza maléfica cediera y entonces (oh! maravillosos, frágiles y fugaces momentos) ella reclinó su cabeza sobre mi pecho, llorando. Pero qué precarios eran aquellos instantes de dicha. Pronto volvía a recaer en el hechizo y entonces todo era inútil: yo movía mis manos delante de sus ojos, le hablaba, la tomaba del brazo, pero ella no me veía, ni me oía, ni me sentía en ninguna forma.
En cuanto a Fernando, ¿la quería?, ¿y cómo la quería? No podría darle una impresión segura. En primer término, creo que él no quiso nunca a nadie. Además, la conciencia de su superioridad era tan grande que ni los celos experimentaba; a lo más, cuando veía a alguien en torno de ella, apenas manifestaba algún imperceptible gesto de ironía o menosprecio. Sabía, por otro lado, que bastaba un levísimo movimiento suyo para desbaratar cualquier endeble sentimiento que estuviese desarrollándose, como basta un golpe-cito con un dedo para derrumbar el castillo de naipes que se levantó trabajosamente y como deteniendo la respiración. Y ella parecía esperar ese gesto de Fernando con ansiedad, como si fuera su más grande expresión de amor.
Era invulnerable. Recuerdo, por ejemplo, cuando Fernando se casó. Ah, pero claro, usted no lo sabe, naturalmente. Y tendrá otro motivo de asombro. No sólo porque se casó sino porque no lo hizo con su prima. En realidad, pensándolo bien, casi sería inconcebible que lo hubiera hecho, y en todo caso eso sí que habría sido asombroso de verdad. No: con Georgina tuvo relaciones clandestinas, pues por aquel tiempo su entrada en la casa de los Olmos estaba prohibida, y no dudo que don Patricio la hubiese matado, con toda la bondad que tenía. Y cuando Georgina tuvo su hija…, bueno, sería muy largo explicar todo y además no tendría objeto, pero acaso baste decir que se fue de la casa; más que todo por timidez y vergüenza, ya que ni don Patricio ni su mujer María Elena eran capaces de proceder vulgar y groseramente con ella; pero se fue, desapareció un poco antes de tener a Alejandra, y casi podría decirle, como se dice corrientemente, que se la tragó la tierra. Por qué, sin embargo, se separó de Alejandra cuando la chica tenía diez años, por qué la chica se fue a vivir con sus abuelos en la casa de Barracas, por qué nunca más Georgina volvió allá, todo eso me llevaría demasiado lejos, pero tal vez usted pueda en parte comprenderlo si recuerda lo que ya le dije sobre el odio, odio mortal y creciente, que Alejandra fue cobrando por su madre a medida que se hacía grande. Vuelvo, pues, a lo que estaba contando: el casamiento de Fernando. Cualquiera podría sorprenderse de que aquel nihilista, aquel terrorista moral que se burlaba de cualquier género de sentimientos e ideas burgueses pudiera casarse. Pero mucho más se sorprendería si supiese cómo se casó. Y con quién… Era una chica de dieciséis años, muy linda y de gran fortuna. A Fernando le gustaban muchísimo las mujeres hermosas y sensuales, tanto como las menospreciaba; pero esa inclinación se acrecentaba cuando eran de corta edad. Ignoro detalles porque en aquel tiempo yo no lo veía; y aunque lo hubiese frecuentado, tampoco habría conocido muchos detalles, porque era un hombre que podía vivir confortablemente en dos o más planos distintos. Pero oí frases por ahí, frases que debían tener una relación con la verdad tan dudosa como todo lo que se relacionaba con los actos e ideas de Fernando. Me dijeron, por supuesto, que le había echado el ojo a la fortuna de la muchacha, que ella era una chiquilina deslumbrada por aquel comediante; agregaban que Fernando había mantenido relaciones (algunos afirmaban que antes, otros que durante y después del casamiento) con la madre, una judía polaca de unos cuarenta años, de pretensiones intelectuales, que vivía dificultosamente con su marido, un señor Szenfeld dueño de fábricas textiles. Se murmuraba que mientras Fernando mantenía esas relaciones con la madre, la hija quedó embarazada y que a raíz de eso "no tuvo más remedio que casarse", frase que me hizo reír mucho cuando me la contaron, tan descabellado era aplicarla a Fernando. Algunos informantes, que se consideran más autorizados que otros porque jugaban a la canasta en la casa de San Isidro, sostenían que se produjeron tormentosas escenas entre los actores de aquella grotesca comedia, violentas escenas de celos y amenazas; y que, y esto me resultaba también particularmente gracioso, Fernando sostuvo entonces que él no podía casarse con la señora Szenfeld, aunque ésta se divorciase, porque pertenecía a una vieja familia católica, y que, en cambio, su deber era casarse con la chica con quien había tenido relaciones.
Como usted puede suponer, para quien conocía a Fernando como yo, esas murmuraciones sólo podían proporcionarme una especie de dolorosa diversión; pero claro que encerraban parte de la verdad, como sucede siempre con las leyendas más fantásticas. Por lo pronto eran hechos ciertos; Fernando se casó con una chica judía de dieciséis años; usufructuó durante un par de años una hermosa casa en Martínez, comprada y regalada por el señor Szenfeld; dilapidó el dinero que seguramente obtuvo para el casamiento y, por fin, la misma casa, abandonando entonces a la chica.
Éstos son hechos.
En cuanto a las interpretaciones y murmuraciones, habría mucho que analizar. Tal vez no esté de más que le diga lo que pienso, ya que esos episodios echan alguna luz sobre la personalidad de Fernando, aunque no sea mucho más que la que pueda echar sobre la esencia del diablo el conocimiento de algunas de sus perrerías tragicómicas. Curioso: la palabra tragicómico es la primera vez que acude a mi mente con respecto a la personalidad de Fernando, pero creo que responde también a la verdad. Fernando fue una persona fundamentalmente trágica, pero hay momentos de su existencia que bordean el humor, bien que se trate de un humor tenebroso. Es seguro, por ejemplo, que en aquellos turbios sucesos de su casamiento debe de haber dado salida a uno de sus accesos de humorismo negro, ejecutando entonces uno de aquellos espectáculos de comicidad infernal que tanto lo deleitaban. Esa frase de las señoras de canasta, por ejemplo, esa frase sobre el catolicismo de su familia y sobre la imposibilidad de casarse con una divorciada. Frase doblemente extravagante, porque además de reírse del catolicismo de su familia y del catolicismo en general, y de todos y de cualquier principio o fundamento de la sociedad, se la decía a la madre de la muchacha con quien también mantenía relaciones íntimas. Esa forma de mezclar lo "respetable" con lo indecente era una de las especialidades de Fernando. Como las palabras que dicen que pronunció para quedarse con la hermosa casa de Martínez: "Ha hecho abandono del hogar". Cuando en rigor la chica ha de haber huido espantada o, aun más probablemente, echada mediante algún diabólico recurso. Uno de los pasatiempos favoritos de Fernando era llevar a su casa mujeres que visiblemente eran sus amantes, convenciendo a la chica (su poder de convicción era casi ilimitado) de que las recibiese y agasajase; pero, sin duda, graduando el experimento, para que poco a poco ella fuera cansándose, hasta huir finalmente de la casa, que es lo que Fernando esperaba. De qué manera la propiedad quedó en sus manos, no lo sé; pero supongo que habrá sabido hacer las cosas con la madre (que seguía queriéndolo y teniendo por consiguiente celos de su hija) y con el señor Szenfeld. De qué manera este hombre haya podido llegar a ser amigo de alguien que la murmuración hacía amante de su mujer, cómo esa amistad o debilidad pudo alcanzar hasta el punto para que un lince de los negocios regalase una casa suntuosa a ese individuo que no sólo era amante de su mujer, sino que además hacía infeliz a su hija, todo eso será siempre uno de los misterios de la oscura personalidad de Vidal. Pero estoy persuadido de que a tales fines habrá realizado una sutilísima operación, semejante a esas que llevan a cabo los gobernantes maquiavélicos con los partidos opositores que a su vez están enemistados entre sí. Mi idea es la siguiente: Szenfeld odiaba a su mujer, que no sólo lo engañó con Fernando sino antes con un socio llamado Shapiro. Pudo sentir una viva satisfacción al enterarse de que por fin alguien la humillase y la hiciese sufrir a aquella pedante que a menudo lo despreciaba; y de esa viva satisfacción a la admiración y hasta el afecto puede haber un paso, ayudado por el talento de Fernando para seducir a alguien cuando se lo proponía, talento que era favorecido por su completa falta de sinceridad y de honestidad; ya que las personas sinceras y honestas, al mezclar en sus amistades las inevitables muestras de desagrado por las mil y una circunstancias que siempre aparecen entre los seres humanos, aun entre los mejores, no logran producir jamás esas proezas de encantamiento absoluto que pueden alcanzar los cínicos y mentirosos; y por los mismos mecanismos, en fin, en virtud de los cuales la mentira es siempre más agradable a las gentes que la verdad, afeada como está la verdad por las imperfecciones que tienen hasta los seres más cercanos a la perfección y a quienes más querríamos agradar y satisfacer. Por otro lado, la satisfacción del señor Szenfeld aumentaría al comprobar que los sufrimientos de su mujer provenían de la humillación provocada a su orgullo por motivos presumiblemente vinculados a la edad, ya que Fernando la engañaba con una chica joven y hermosa. Y, en fin (ingrediente que acaso también haya intervenido), porque en toda esa operación no resultaba perdidoso él, Szenfeld, ya que de todos modos su condición de marido engañado era anterior, sino el señor Shapiro, que por ser el engañador tendría probablemente un orgullo mucho más agudo, pero también más vulnerable, que el del señor Szenfeld. Y la derrota de Shapiro en ese terreno, que era el único en que tenía superioridad sobre su socio (porque Szenfeld, cualesquiera fueran sus fallas como marido, era un reconocido lince de los negocios), lo rebajaba a Shapiro a una situación tan humillante que por contraste renovó las fuerzas de Szenfeld. Y tanto debe de haber sido así que no sólo las empresas textiles recibieron impulsos de nuevas y audaces operaciones, sino que, a partir del casamiento de Fernando, fue notoria la simpatía casi protectora con que trataba a su socio delante de terceros.
En cuanto a Georgina, le contaré algo característico. El casamiento se produjo en el año 51. Por ese tiempo la encontré por la calle Maipú, cerca de la Avenida; cosa rarísima porque jamás ella venía por el centro. Hacía unos diez años que no la veía. A los cuarenta años, estaba apagada y envejecida, triste, más callada que nunca; y, aunque siempre fue reservada y de muy pocas palabras, en aquel momento su silencio era casi intolerable. Iba con un paquete. Como siempre, sentí una gran conmoción. ¿Dónde había estado encerrada en aquellos años? ¿En qué lugares absurdos vivía ocultamente su drama? ¿Qué había hecho en todo ese tiempo, qué había pensado y sufrido? Todo esto me habría gustado preguntarle, pero sabía que era inútil; y que si era arduo extraer de ella una conversación cualquiera, era totalmente imposible lograr respuesta a preguntas que afectaban su intimidad. Georgina me pareció siempre como esas casas que suele haber en algún barrio apartado, casi permanentemente cerradas y silenciosas, habitadas por personas grandes y enigmáticas; algún par de hermanos solterones, algún hombre solitario que ha sufrido una tragedia, algún artista frustrado o desconocido y misántropo con un canario y un gato; casas de las que no sabemos nada y que sólo se abren a cierta hora para dar entrada, en forma apenas notoria, a los comestibles; no a los vendedores o cadetes sino solamente a las cosas que traen y que, desde una puerta apenas entreabierta, son recogidas por un brazo del habitante solitario. Casas en las que de noche se enciende por lo general una sola luz, que quizá corresponda a una especie de cocina donde el hombre solitario también come y permanece; corriéndose luego la luz a otra pieza, donde presumiblemente duerme o lee o realiza algún trabajo disparatado como el de barcos en una botella. Luz solitaria que invariablemente me ha llevado a preguntarme, como ser curioso y que vive de conjeturas, ¿quién será ese hombre, o esa mujer, o ese par de solteronas? ¿Y de qué vivirá? ¿Tendrá una renta, habrá heredado? ¿Por qué no sale nunca? ¿Y por qué esa luz se mantiene hasta altas horas de la noche? ¿Acaso leerá? ¿O escribirá? ¿O será uno de esos seres solitarios y a la vez temerosos que sólo resisten la soledad con la ayuda de ese gran enemigo de los fantasmas, reales o imaginarios, que es la luz?
Necesité tomarla de un brazo, casi sacudirla, para que me reconociese. Parecía caminar medio dormida. Y era siempre asombroso verla viva en el tránsito caótico de Buenos Aires.
Una sonrisa se insinuó sobre su cara cansada, corno la suave iluminación de una vela que se enciende en una sala oscura, silenciosa y triste.
– Vení -le dije, llevándola hasta el London.
Nos sentamos y puse mi mano sobre una de ella. ¡Qué gastada la encontraba! No sabía, sin embargo, qué decirle ni qué preguntarle, ya que las cosas que de verdad me interesaban no se las podía preguntar, y las otras, ¿para qué preguntarlas? Me limitaba a contemplarla, como quien recorre en silencio viejos paisajes de otro tiempo, mirando con ternura y melancolía la obra de los años sobre su cara: árboles caídos, casas derruidas, molduras oxidadas, plantas desconocidas en el antiguo jardín, malezas y polvo sobre los restos de muebles.
Pero sin poder contenerme, con una abominable combinación de ironía y de pena, comenté:
– Así que Fernando se casó.
Fue de mi parte un acto repudiable, aunque inconsciente, del que me arrepentí en seguida.
De los ojos de Georgina empezaron a bajar dos lentísimas y apenas perceptibles lágrimas, como si de un hombre al borde de la muerte, por el hambre y la tortura, todavía se extrajese una última y pequeñísima confesión, apenas murmurada, mediante un último golpe brutal.
Es singular y habla muy mal de mí que en ese momento, en lugar de atenuar de algún modo mi desgraciado comentario anterior, dijera, con resentimiento:
– ¡Y todavía lloras!
Por un segundo hubo en sus ojos un fulgor que se pareció al antiguo fulgor como un recuerdo a una realidad.
– ¡Te prohíbo que juzgues a Fernando! -respondió.
Retiré mi mano.
Quedamos callados. Terminamos de tomar el café, en silencio. Luego dijo:
– Tengo que irme.
La antigua pena se apoderó de mí, esa pena que había quedado adormecida en tantos años de renunciamiento. Quién sabe cuándo la volvería a ver.
Nos despedimos en silencio. Pero cuando se había alejado unos pasos, se detuvo por un instante, se dio vuelta a medias, casi con timidez, y en su mirada me pareció advertir pena, ternura y desesperación. Pensé en correr hacia ella y en besar su cara ajada, sus ojos llorosos, su boca amargada; y en pedirle, en rogarle, que nos viéramos, que me permitiese estar cerca. Pero me contuve. Bien sabía que era utópico y que nuestros destinos tendrían que proseguir sin encontrarse, hasta la muerte.
A poco de aquel encuentro casual, ocurrió la separación de Fernando y su mujer. También supe que la casa de Martínez, el famoso regalo del señor Szenfeld, fue rematada y que Fernando se había ido a vivir en una casita de Villa Devoto.
Es probable que en ese intervalo hayan pasado muchas cosas y que esa operación haya sido la consecuencia de tumultuosas vicisitudes en la vida de Fernando; porque por ese tiempo sé que jugaba en la ruleta de Mar del Plata, perdiendo enormes sumas. También me dijeron que participó en un negocio o negociado de tierras, cerca del aeródromo de Ezeiza, aunque bien puede ser que eso sea una noticia apócrifa lanzada por alguno de los amigos de la familia Szenfeld. Pero lo cierto es que al final fue a parar a la modestísima casita de Villa Devoto donde, por otra parte, fue encontrado oculto el Informe sobre ciegos.
Ya le dije que Szenfeld lo ayudó. Ahora creo que mejor sería decir que "lo premió", en ocasión de su increíble casamiento. Cayó enredado, como muchos otros, en la red de Fernando, hasta el punto de ayudarlo luego en sus especulaciones y de sacarlo de apuros en el período del juego. Con todo, por motivos que ignoro, la paradojal amistad con el señor Szenfeld terminó o debió de terminar, pues de otro modo no se explica el mísero final.
La última vez que lo encontré por la calle (no me refiero al encuentro por el barrio de Constitución, en que simuló no conocerme, o quizá no me vio, abstraído como iba, ya en el último período de su locura con los ciegos) iba acompañado con un individuo muy alto, rubio y de rostro durísimo y despiadado. Como casi me fui sobre Fernando, no pudo rehuirme y conversó algunas palabras conmigo, mientras el otro sujeto se apartaba y miraba hacia la calle, después que me lo presentó con un nombre alemán, que ahora no recuerdo. Pocos meses más tarde me encontré con su fotografía en la página policial de La Razón ; su rostro despiadado, de labios filosos y apretados, era imposible de olvidar. Figuraba al lado de otros individuos buscados por la policía, como presuntos asaltantes del Banco de Galicia, sucursal Flores. Asalto perfecto y que según la hipótesis había sido realizado por comandos de la guerra. El sujeto éste era polaco y había actuado como comando en el ejército de Anders. Su apellido no era el que me había pronunciado Fernando.
Esta doblez me afirmó en la idea de que la policía no andaba equivocada. Algo grave preparaba aquel individuo en la época del encuentro fortuito. ¿Estaba Fernando vinculado a esa empresa? Es muy probable. De joven había dirigido aquella banda de asaltantes de Avellaneda, y, por otra parte, en su mala situación económica era más que probable que hubiese vuelto a su vieja pasión: el asalto de un banco. Método que siempre le pareció ideal para lograr de golpe una gran suma de dinero, al mismo tiempo que tenía para él un valor simbólico.
– El Banco -me dijo más de una vez, cuando éramos muchachos- así, con mayúscula, es el templo del espíritu burgués.
Sea como sea, su nombre no figuraba en aquella búsqueda policial.
Luego no lo vi durante los últimos dos años, en que parece haber estado sumido, a juzgar por los extraños papeles, en esa desatinada exploración del mundo subterráneo.
Desde que recuerdo vivió obsesionado por los ciegos y la ceguera.
Un poco antes de la muerte de su madre, cuando todavía vivíamos en Capitán Olmos, recuerdo un hecho característico. Había apresado un gorrión, lo llevó a aquella pieza que tenía arriba, a la que llamaba su fortín, y con una aguja le pinchó los ojos. Luego lo largó, y el pájaro, enloquecido de dolor y de miedo, se lanzaba frenéticamente contra las paredes, sin acertar a salir por la ventana. Yo, que traté de detenerlo en aquella mutilación, me sentí mareado. Creí que mientras bajaba la escalera me desmayaría, y hube de agarrarme durante un buen tiempo de la baranda hasta reponerme; mientras oía que Fernando, allá arriba, se reía de mí.
Y aunque muchas veces me había dicho que les sacaba los ojos a pájaros y otros animales, era la primera vez que lo vi haciéndolo. Y también la última. Nunca podré ya olvidar la espantosa sensación de aquella mañana.
A raíz de ese episodio no volví más a su casa ni a la estancia, privándome de lo que para mí era lo más importante: ver y oír a su madre. Pero, ahora lo pienso, precisamente por eso, porque no resistía saberla madre de un chico como Fernando. Y la mujer de un hombre como Juan Carlos Vidal, personaje que aún hoy recuerdo con repugnancia.
Fernando odiaba a su padre. Por aquel tiempo tenía doce años, y era moreno y duro como él. Y aunque lo odiaba, manifestaba muchos rasgos semejantes con él, no sólo rasgos físicos sino de temperamento. Su cara tenía algunos de los atributos que eran característicos de los Olmos: sus ojos verdes, sus pómulos pronunciados. Todo lo demás era de su padre. Con los años fue repudiando crecientemente aquella semejanza, y pienso que esa semejanza era una de las principales causas del rencor que de pronto estallaba contra sí mismo. Su misma violencia, su sensualidad cruel, todo aquello provenía del lado paterno.
Yo le tenía miedo. Era callado y de pronto tenía estallidos de cólera ciega. Su risa era dura. Tal vez como reacción contra su padre, que era mujeriego y borracho, durante muchos años de su juventud no probó el alcohol y muchas veces lo vi entregarse a un sorprendente ascetismo, como si quisiera mortificarse. Períodos que rompía entregándose a una lujuria sádica, en los que utilizaba las mujeres para una especie de infernal satisfacción, despreciándolas al mismo tiempo y rechazándolas luego con irónica violencia, acaso como culpables de su imperfección. A pesar de sus simulaciones y payasadas era solitario y estoico, no tenía amigos ni los quería o podía tener. Creo que únicamente quiso a su madre, aunque me resulta arduo imaginar que aquel muchacho pudiera querer a nadie, si por esa palabra intentamos expresar alguna forma del afecto, del cariño o del amor. Quizá sólo sintiera por su madre una pasión enfermiza e histérica. Recuerdo un hecho: yo había pintado una acuarela de un alazán llamado Fritz que Ana María montaba a menudo y quería mucho; ella se entusiasmó con el retrato y me besó con pasión; entonces Fernando se vino contra mí y me agredió; como ella nos separara y retara a su hijo, Fernando desapareció y cuando lo encontré, al lado del arroyo donde solía bañarse, traté de reconciliarme con él; me escuchó en silencio mordiéndose las uñas, como era común en él cuando estaba atormentado, y de pronto saltó sobre mí con un cortaplumas abierto. Luché con desesperación, sin entender aquella furia, y como me fue posible arrancarle el cortaplumas y arrojarlo lejos, él se separó de mí, recogió el arma y, ante mi gran sorpresa, ya que imaginé que volvería a atacarme, se lo clavó en su propia mano.
Deberían pasar años para que yo comprendiera qué orgullo explicaba aquel suceso.
Al poco tiempo después sucedió lo del gorrión, y no lo volví a ver más, ni volví nunca por su casa ni por la estancia. Teníamos doce años, y en invierno, a los pocos meses, murió Ana María: según algunos a disgustos; según otros, con píldoras para el sueño. En mí, los sentimientos de tristeza de aquel día aciago resurgen unidos a la derrota de Firpo con Dempsey (no se hablaba de otra cosa) y la música del shimmy La danza de las libélulas, que tocaba con serrucho José Bohr en un disco del fonógrafo de los Iturrioz, al lado de mi casa.
Pasaron tres años hasta volverlo a encontrar. Solo, con mis cómicos quince años, en la pensión de Buenos Aires, durante los largos domingos mi pensamiento volvía insistentemente a Capitán Olmos. Creo haberle dicho que casi no he reconocido a mi madre, que murió cuando yo tenía dos años. ¿Cómo puede extrañar que para mí Capitán Olmos fuese en buena medida el recuerdo de Ana María? La veía en aquellos atardeceres de la estancia, en verano, recitando aquellos versos en francés que yo no comprendía, pero me producían, en la voz grave de Ana María, una sutil voluptuosidad. "Están allí", pensaba, "están allí". Y en aquel verbo en plural, en un candoroso autoengaño con la conjugación, en el fondo de mi alma y de mi voluntad la incluía: como si en aquella vieja casa de Barracas que yo conocía casi como si la hubiese visto (tanto Ana María me había hablado de ella), su alma sobreviviese de alguna manera; como si en su hijo, en su repugnante hijo, en Georgina, en el padre y en las hermanas, prefigurada o desfigurada, pudiese rastrearse la huella de Ana María. Y yo rondaba por el caserón, sin animarme nunca a llamar. Hasta que un día vi a Fernando que venía hacia la casa, y no quise o no pude huir.
– ¿Vos? -me preguntó con una sonrisa despectiva.
Volví a experimentar ante él la incomprensible sensación de culpa de siempre.
¿Qué andaba haciendo por ahí? Sus ojos penetrantes y malignos me impedían mentir. Por lo demás, era inútil: bien adivinaba que yo andaba rondando la casa. Y yo me sentí como un delincuente primerizo y torpe, tan incapaz de hablarle de mis sentimientos, de mi nostalgia, como de escribir un poema de amor romántico entre los cadáveres de una sala de disección. Y vergonzantemente callado, admití que Fernando me llevase como por limosna, porque de todos modos vería aquella casa. Y mientras atravesábamos el parque en el atardecer, me llegó el intenso perfume del jazmín del país, que para mí siempre sería "del páis", con acento en la a, y que para siempre significaría: lejos, madre, ternura, nunca más. En el Mirador me pareció ver el rostro de una vieja, una especie de fantasma en la penumbra, que sigilosamente se retiró. El cuerpo principal de la casa se une al pequeño bloque en que está el Mirador por una galería cubierta, formando así una especie de península. Ese pequeño bloque está formado por dos piezas, que seguramente en otro tiempo fueron ocupadas por parte de la servidumbre, por la planta baja del Mirador (que, como vi después, en la prueba a que me sometió Fernando, era un depósito de trastos que se comunicaba con la planta superior mediante una escalera de madera) y una escalera metálica de caracol, que subía por la parte externa hasta la terraza, que daba al Mirador. Esa terraza cubría las dos grandes piezas a que me refiero y estaba rodeada, como era habitual en muchas construcciones de aquel tiempo, por una balaustrada, en ese momento ya semiderruida. Sin pronunciar palabra, Fernando marchó por aquel corredor y entró en una de las dos piezas. Prendió la luz y comprendí que debía de ser su habitación: tenía una cama, una antigua mesa de comedor que le servía de escritorio, una cómoda y una serie de muebles derrengados y al parecer inútiles, pero que se guardarían allí por no tener donde ponerlos, ya que la casa había sufrido una serie de reducciones. Acabábamos de llegar y por una puerta, que comunicaba con la segunda habitación apareció un chico que me produjo un instintivo rechazo. Sin saludar, sin explicaciones, preguntó: "¿Lo trajiste?" y Fernando, secamente, dijo "no". Lo miré con asombro: de unos catorce años, tenía una enorme cabeza alargada como pelota de rugby, una piel como el marfil, unos pelos lacios y finos, una mandíbula prognática, una nariz afilada y unos ojos afiebrados que me produjeron un rechazo instintivo: el rechazo que acaso podríamos sentir por un ser de otro planeta, casi idéntico a nosotros, pero con diferencias oscuramente temibles.
Fernando no contestó, mientras el otro, mirándolo con sus ojos afiebrados dirigía a su boca la embocadura de una flauta o clarinete y empezaba a tocar una especie de proyecto de frase. Fernando revolvía en una pila polvorienta de Tit-bits que había en un rincón del suelo, pareciendo buscar algo especial, tan ajeno a mi presencia como si yo fuera uno de los habitantes normales de la casa. Por fin separó un número que tenía en la tapa al héroe de Justicia alada. Cuando vi que se disponía a salir y que al parecer hacía caso omiso de mi persona, me sentí molestísimo: no podía salir con él, como si fuera su amigo, pues él no me había pedido que entrara y tampoco ahora me invitaba a acompañarlo; tampoco me podía quedar en aquella habitación y mucho menos con el extraño muchacho del clarinete. Por un instante me sentí el ser más desdichado y ridículo del mundo. Por otra parte, ahora comprendo que en aquel momento Fernando hacía todo eso con deliberación, por pura perversidad.
De modo que, cuando hizo su aparición la chica pelirroja y me sonrió, experimenté un enorme alivio. Sin saludarme, sonriendo irónicamente, Fernando se fue con su revista y yo me quedé mirando a Georgina: había cambiado bastante; ya no era la chica flaquita que yo había conocido en Capitán Olmos cuando la muerte de Ana María; ahora tenía catorce o quince años y empezaba a acercarse a su retrato definitivo como el burdo y rápido boceto de un pintor a la obra final. Quizá por ver que sus pechos empezaban a marcarse debajo de su tricota, me sonrojé y miré hacia el suelo.
– No lo trajo -dijo el Bebe, con el clarinete en la mano.
– Bueno, ya lo traerá -contestó ella, con el tono de una madre que engaña a su chico.
– ¿Cuándo? -insistió el Bebe.
– Pronto.
– Sí, ¿pero cuándo?
– Le digo que pronto, ya va a ver. Ahora se sienta ahí y toca el clarinete, ¿eh?
Lo llevó suavemente de un brazo a la otra pieza, al mismo tiempo que me decía: "Vení, Bruno". Los seguí y entré: era probablemente la habitación en que dormían los dos hermanos, y se diferenciaba completamente del cuarto de Fernando, a pesar de que los muebles eran tan viejos y derrengados como los otros; pero había algo, una tonalidad delicada y femenina.
Lo llevó hasta una silla, lo hizo sentar y le dijo:
– Ahora se queda ahí y toca, ¿eh?
Luego, como una dueña de casa que se dispone a atender sus visitas después de tomar algunas disposiciones hogareñas, me mostró sus cosas: un bastidor donde estaba bordando un pañuelo para su padre, una gran muñeca negra que se llamaba Elvira, a quien de noche acostaba consigo, y una colección de fotografías de actores y actrices de cine, pegadas con chinches en la pared: Valentino vestido de sheik, Pola Negri, Gloria Swanson en Los diez mandamientos, William Duncan, Perla White. Discutimos los méritos y los defectos de cada uno y de los filme en que trabajan, mientras el Bebe repetía aquella misma frase con el clarinete. Ella prefería por encima de todos a Rodolfo Valentino; yo me inclinaba más bien por Eddie Polo, aunque admitía que Valentino era grandioso. En cuanto a cintas, me pronuncié con calor por El rastro del octopus, pero Georgina dijo, y yo le encontré razón, que era demasiado terrible y que ella, en los momentos peores, tenía que mirar hacia otra parte.
El Bebe dejó de tocar y nos miraba, con sus ojos afiebrados.
– Toque, Bebe -dijo ella mecánicamente, mientras empezaba a bordar en su bastidor.
Pero el Bebe seguía mirándome en silencio.
– Bueno, entonces muéstrele a Bruno su colección de figuritas -admitió.
El Bebe se iluminó y dejando el clarinete, entusiasmado, sacó desde abajo de su cama una caja de zapatos.
– Muéstrele, Bebe -repitió ella, seriamente, sin dejar de mirar su bastidor, en esa forma mecánica que usan las madres para dar indicaciones a sus hijos mientras están absortas en tareas importantes del hogar.
El Bebe se puso a mi lado y me mostró su tesoro.
– ¿Lo tenés a Onzari? -le pregunté.
Se daban hasta seis o siete Bidoglio por un Onzari.
– Claro que sí -me dijo, y lo buscó.
Después de mostrármelo, me admiró poniendo en el suelo equipos completos muy difíciles, como el de los escoceses.
De pronto tuvo un acceso de tos. Georgina dejó su bastidor, fue hasta un armario y sacó un frasco de alquitrán Guyot. Congestionado y con los ojos lagrimeando, el Bebe hizo un gesto negativo con la mano, pero con suave firmeza Georgina le hizo tragar una cucharada grande.
– Si no se cura, tonto, no podrá tocar el clarinete -le dijo.
Así fue mi primer encuentro con Georgina en su casa: habría de asombrarme de los dos o tres encuentros posteriores, en que ella, en presencia de Fernando se convertía en un ser indefenso. Lo curioso es que nunca pasé de aquellas dos habitaciones casi suburbanas de la casa (fuera de la experiencia terrorífica del Mirador, que ya le contaré) y del contacto con aquellos tres muchachos, de aquellos tres seres tan disímiles y tan extraños: una exquisita niña llena de delicadeza y feminidad, pero subyugada por un ser infernal, un retardado mental o algo por el estilo y un demonio. De los otros habitantes de la casa tuve noticias inciertas y esporádicas, pero en las pocas veces que estuve allá no me fue posible ver nada de lo que transcurría entre las paredes de la casa principal, y mi timidez de aquel tiempo me impidió inquirir a Georgina (a la única que podía haberle preguntado) cómo eran y cómo vivían sus padres, su tía María Teresa y su abuelo Pancho. Al parecer, aquellos chicos vivían con independencia en las dos piezas del fondo, bajo el dominio de Fernando.
Años más tarde, hacia 1930, conocí al resto de los que habitaban aquella casa y ahora comprendo que con tales personajes cualquier cosa que sucediera o dejara de suceder en la casa de la calle Río Cuarto era perfectamente esperable. Creo haberle dicho que todos los Olmos (con excepción, claro está, de Fernando y su hija, y por los motivos que ya mencioné) padecían una suerte de irrealismo, daban la impresión de no participar de la brutal realidad del mundo que los rodeaba: cada vez más pobres, sin atinar a nada sensato para ganar dinero o por lo menos para mantener los restos de su patrimonio, sin sentido de las proporciones ni de la política, viviendo en un lugar que era ocasión de comentarios irónicos y malévolos de sus parientes lejanos; cada día más alejados de su clase, los Olmos daban la impresión de constituir el final de una antigua familia en medio del furioso caos de una ciudad cosmopolita y mercantilizada, dura e implacable. Y mantenían, y desde luego sin advertirlo, las viejas virtudes criollas que las otras familias habían arrojado como un lastre para no hundirse: eran hospitalarios, generosos, sencillamente patriarcales, modestamente aristocráticos. Y quizá el resentimiento de sus parientes lejanos y ricos se debía en parte a que ellos, en cambio, no habían sabido guardar esas virtudes y habían entrado en el proceso de mercantilización y de materialismo que el país empezó a sufrir desde fines de siglo. Y, del mismo modo que ciertas personas culpables cobran odio a los inocentes, así los pobres Olmos, candorosa y hasta cómicamente aislados en la antigua quinta de Barracas, eran el destinatario del resentimiento de sus parientes: por seguir viviendo en un barrio ahora plebeyo en lugar de haber emigrado al Barrio Norte o a San Isidro; por seguir tomando mate en lugar de té; por ser pobres y no tener dónde caerse muertos; y por alternar con gente modesta y sin tradición. Si agregamos que nada de todo esto era deliberado en los Olmos, y que todas esas virtudes, que a los tres se les ocurrían indignantes defectos, eran practicadas con inocente sencillez, es fácil comprender que aquella familia constituyó para mí, como para otras personas, un conmovedor y melancólico símbolo de algo que se iba del país para no volver nunca más.
Al salir aquella noche de la casa, cuando ya estaba a punto de transponer la puerta de la verja, mis ojos se volvieron, no sé por qué, hacia el Mirador. La ventana estaba débilmente iluminada, y me pareció entrever la figura de una mujer que espiaba.
Vacilé mucho en volver: la presencia de Fernando me detenía, pero la de Georgina me hacía soñar y ansiaba verla de nuevo. Entre las dos fuerzas contrarias, mi espíritu parecía disputado y no me decidía a retornar. Hasta que por fin fue más fuerte mi deseo de ver nuevamente a Georgina. En todo aquel intervalo había reflexionado y volvía dispuesto a averiguar cosas, y si era posible, a conocer a los padres de ella. "Puede ser", me decía para animarme, "que Fernando no esté". Suponía que tendría amigos o conocidos, pues recordaba aquella búsqueda del número de Tit-bits y su salida, que no podía atribuirse sino a un encuentro con otros muchachos; y aunque lo conocía lo suficiente ya a Fernando para intuir, aun a mi edad, que no podía tener amigos, no era imposible, en cambio, que mantuviese algún otro género de vinculación con otros muchachos: más tarde confirmaría esa presunción y, aunque con reticencias, Georgina me confesaría que su primo dirigía una banda de muchachos inspirada en algunas películas de episodios como Los misterios de Nueva York y La moneda rota, banda que tenía sus juramentos secretos, sus puños de hierros y oscuros propósitos. Visto ahora a distancia, aquella organización me parece algo así como el ensayo general de la que tuvo más tarde hacia 1930, cuando organizó la banda de pistoleros.
Me instalé en la esquina de Río Cuarto e Isabel la Ca tólica desde el mediodía. Pensé: después del almuerzo puede o no salir; si sale, aunque sea tarde, yo entraré.
Puede usted imaginarse mi interés por ver nuevamente a Georgina si le digo que esperé en aquella esquina desde la una hasta las siete. A esa hora vi que salía Fernando y entonces corrí por Isabel la Católica hasta casi la otra esquina, a una distancia suficientemente grande como para que pudiera escurrir mi cuerpo en caso de tomar él por la misma calle, o de poder volver hasta la casa si veía que él seguía de largo por Río Cuarto. Así fue: pasó de largo. Entonces me precipité hacia la casa.
Tengo la certeza de que Georgina se alegró de verme. Por otro lado, había insistido para que volviera.
Le pregunté sobre su familia. Me habló de su madre y de su padre. También de su tía María Teresa, que vivía siempre anunciando enfermedades y catástrofes. Y de su abuelo Pancho.
– El que vive allí arriba -dije yo, mintiendo, porque intuía que "allí arriba" se escondía un secreto.
Georgina me miró con un gesto de sorpresa.
– ¿Allí arriba?
– Sí, en el Mirador.
– No, el abuelo no vive allí -respondió evasivamente. -Pero vive alguien -le dije. Me pareció que le molestaba contestar. -Me parece haber visto a alguien, la otra noche. -Vive Escolástica -respondió, por fin, de mala gana. -¿Escolástica? -pregunté asombrado. -Sí, antes ponían nombres así. -Pero no baja nunca. -No.
– ¿Por qué?
Se encogió de hombros. La miré con cuidado. -Me parece haber oído a Fernando algo. -¿Algo? ¿Algo de qué? ¿Cuándo? -De una loca. Allá, en Capitán Olmos. Enrojeció y bajó la cabeza.
– ¿Te dijo eso? ¿Te dijo que Escolástica era loca? -No, dijo algo de una loca. ¿Es ella? -No sé si es loca. Yo nunca hablé con ella. -¿Nunca hablaste con ella? -pregunté con extrañeza. -No, nunca. -¿Y por qué?
– ¿No te dije que no baja nunca? -Pero, ¿y vos nunca subiste? -No. Nunca. Me quedé mirándola. -¿Qué edad tiene? -Ochenta y cuatro años. -¿Es abuela tuya? -No.
– ¿Bisabuela? -No.
– ¿Qué es, entonces?
– Es tía segunda de mi abuelo. La hija del Comandante Acevedo.
– ¿Y desde cuándo vive arriba?
Georgina me miró: sabía que no lo creería.
– Desde 1853.
– ¿Sin bajar nunca?
– Sin bajar.
– ¿Por qué?
Volvió a encogerse de hombros.
– Creo que por la cabeza.
– ¿La cabeza? ¿Qué cabeza?
– La del padre, la cabeza del Comandante Acevedo. La echaron por la ventana.
– ¿Por la ventana? ¿Quiénes?
– La Mazorca. Entonces corrió con la cabeza.
– ¿Corrió con la cabeza? ¿Para dónde?
– Para allá, para el Mirador. Y no bajó nunca más.
– ¿Y por eso está loca?
– Yo no lo sé. Yo no sé si está loca. Nunca subí.
– ¿Y Fernando tampoco subió?
– Fernando, sí.
En ese momento vi, con temor y desaliento, que volvía Fernando. Evidentemente no había salido sino para hacer alguna cosa muy rápida.
– ¡Ah, volviste! -se limitó a decirme escrutándome con sus ojos penetrantes, como si tratara de averiguar cuáles podían haber sido los móviles de mi nueva visita.
Desde el momento en que entró su primo, Georgina se transformó. Quizá la vez anterior mi nerviosidad me había impedido advertir la influencia que ejercía sobre su manera de ser la presencia de Fernando. Se volvía muy tímida, no hablaba, sus movimientos se hacían más torpes, y cuando se veía obligada a decir algo que yo le preguntaba respondía mirando de reojo hacia su primo. Fernando, por otra parte, se había instalado en su cama y desde allí, acostado, mordiéndose las uñas con encarnizamiento, nos miraba. La situación se volvió muy incómoda, hasta que de pronto él sugirió que ya que estaba inventásemos algún juego, pues, según dijo, estaba muy aburrido. Pero su mirada no demostraba aburrimiento, sino algo que yo no alcanzaba a discernir.
Georgina lo miró con temor, pero luego bajó la cabeza, como esperando su veredicto.
Fernando se sentó en la cama y parecía cavilar, siempre mirándonos y mordiéndose las uñas.
– ¿Dónde está el Bebe? -preguntó, al fin.
– Está con mamá.
– Traélo.
Georgina fue a cumplir la orden. Nos quedamos en silencio hasta que llegaron, el Bebe con su clarinete.
Fernando explicó la cosa: ellos tres se esconderían en diferentes lugares de las dos piezas, de la leñera o del jardín (era ya de noche). Yo debería buscarlos y reconocerlos, sin hablar ni preguntar nada, mediante el tacto de la cara.
– ¿Para qué? -pregunté estupefacto.
– Ya te explicaré después. Si acertás tendrás un premio -dijo con una risita seca.
Yo temía que estuviese burlándose de mí, como en otro tiempo en Capitán Olmos. Pero también temía negarme, porque en esos casos él siempre aducía que me negaba por pura cobardía, ya que sabía que sus juegos encerraban invariablemente algo terrible. Pero yo me preguntaba ¿qué podía encerrar de terrible en este caso? Parecía más bien una broma estúpida, algo para hacerme quedar groseramente en ridículo. Miré a Georgina como buscando en su rostro algún indicio, algún consejo. Pero Georgina ya no era la de antes: su rostro lívido y sus ojos muy abiertos demostraban una especie de fascinación o de miedo o de las dos cosas a la vez.
Fernando hizo apagar las luces, se escondieron, y yo, a tropezones, empecé a buscarlos. Pronto, inocentemente sentado en su cama, reconocía al Bebe. Pero ya Fernando había establecido que debía encontrar y reconocer por lo menos a dos.
No había nadie más en aquella habitación. Me quedaban por explorar la otra y la leñera. Con cuidado, tropezando aquí y allá, recorrí el cuarto de Fernando, hasta que me pareció oír, en medio del silencio, la respiración de uno de los dos restantes. Rogué a Dios que no fuera Fernando, pues, no sé por qué, encontrarlo así en la oscuridad me parecía abominable. Con cautela, con oído tenso, seguí avanzando en la dirección en que parecía provenir aquel apagado rumor. Me llevé por delante una silla. Con los brazos tendidos hacia adelante siempre tanteando a izquierda y derecha, llegué a una de las paredes: húmeda, polvorienta, con el papel despegado. Tocando la pared, me desplacé hacia mi derecha, del lado de donde me parecía venir el apagado eco de una respiración. Mis manos tropezaron primero con un armario, luego mis rodillas se llevaron por adelante la cama de Fernando. Me agaché y palpando verifiqué si alguien estaba acostado o sentado, pero no encontré a nadie. Siguiendo ahora el borde de la cama, siempre hacia la derecha encontré primero la mesita de luz y de nuevo la pared desconchada. Ahora estaba seguro: la respiración se hacía más nítida, se convertía en un jadeo levísimo pero nervioso, seguramente como consecuencia de mi acercamiento. Una absurda emoción agitaba mi corazón como si estuviera al borde de un secreto temible. Mi avance se fue haciendo casi insensible, muy lento. Hasta que de pronto mi mano derecha tocó el borde de un cuerpo. La retiré como si hubiera tocado un hierro al rojo, pues comprendí instantáneamente que era el cuerpo de Georgina.
– Fernando -dije en voz baja, mintiendo como por vergüenza.
Pero no me respondió.
Mi mano volvió, temerosa pero anhelosamente hacia ella, pero levantándola a la altura de su cara. Encontré su mejilla y luego su boca, que sentí apretada y temblorosa.
– Fernando -volví a mentir, sintiendo que me enrojecía, como si pudieran verme.
No tuve respuesta y todavía hoy me pregunto por qué. Pero en aquel momento me pareció que era como autorizándome a proseguir la investigación, porque, de proceder de acuerdo con las reglas estipuladas por Fernando, debía haber declarado ya mi equivocación. Era como estar cometiendo un robo, pero un robo autorizado por la víctima, lo que todavía me asombra.
Mi mano, lentamente, con trémula vacilación, se detuvo sobre su mejilla, recorrió sus labios y sus ojos, como en una señal de reconocimiento, como vergonzante caricia (¿le dije ya que en esos dos años Georgina había dado un salto y que aquella adolescente empezaba a recordar a Ana María?). Su respiración se volvió intensísima, como si estuviera realizando un gran esfuerzo, agitada. Por un instante casi grito "¡Georgina!", para luego salir corriendo, desesperado. Pero me contuve y seguí con mi mano sobre su rostro, sin que ella hiciese nada para apartarse, en una actitud que acaso determinó mi descabellada esperanza a lo largo de tantos años, hasta hoy mismo.
– Georgina -dije al fin, roncamente, con voz apenas inteligible.
Y entonces ella, a punto de romper en llanto, exclamó en voz baja:
– ¡Basta! ¡Déjame!
Y huyó hacia la puerta.
Yo salí tras ella con lenta torpeza, sintiendo que algo muy turbio y contradictorio había sucedido, pero sin saber cómo interpretarlo. Mis piernas vacilaban como si hubiese estado en un gran peligro. Cuando entré a la otra pieza, ya iluminada, sólo estaba el Bebe: Georgina había desaparecido. Casi en seguida llegó Fernando, que me escrutó con mirada sombría, como si aquel fuego perverso que ardía en su interior ahora llamease en medio de tinieblas.
– Ganaste -comentó con voz dominante y seca-. Como premio, mañana podrás hacer una prueba más importante.
Comprendí que debía irme y que Georgina no reaparecería. El Bebe, con el clarinete en la mano, con la boca entreabierta, me miraba con sus ojos extraviados y brillantes.
– Bueno -dije, saliendo.
– Mañana a la noche después de comer, a las once -me dijo.
Durante toda aquella noche cavilé sobre lo que me había pasado y sobre lo que podría suceder al día siguiente. Me aterraba la idea de que Fernando fuera más lejos por el mismo camino, aunque no veía claro por qué, aunque comprendía que de por medio estaba la figura de Georgina. ¿Por qué ella no había negado apenas yo dije el nombre de Fernando? ¿Por qué había seguido en silencio, como autorizando el gesto de mi mano? Al otro día, a las once de la noche en punto yo estaba en la pieza de Fernando. Ya estaban esperándome él y Georgina. Advertí en los ojos de Georgina una expresión de pavorosa expectativa, acentuada por la palidez marmórea de su cara. Como jefe que da instrucción a una patrulla, con fría precisión, Fernando me dijo:
– En el Mirador, ahí arriba, vive la vieja Escolástica. A estas horas ya duerme. Vos vas a entrar con esta linterna, vas a ir hasta una cómoda que hay del lado opuesto de la cama, vas abrir el segundo cajón a partir de arriba, vas a buscar una caja de sombreros que hay allí y la vas a traer.
Con voz fantasmal, mirando hacia el suelo, Georgina dijo:
– ¡La cabeza no, Fernando! ¡Cualquier otra cosa, pero la cabeza no!
Fernando insinuó con un gesto de desprecio.
– Qué importancia tendría cualquier otra cosa. La cabeza.
Yo, a punto de desmayarme, recordé la historia que me había contado Georgina. No era posible, esas cosas no pasaban nunca en la realidad. Y además, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Quién me obligaba?
– ¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Quién me obliga? -aduje con voz desfalleciente.
– ¿Cómo por qué? ¿Por qué se sube al Aconcagua? No hay ninguna utilidad en subir al Aconcagua, Bruno. ¿O sos un cobarde?
Comprendí que no podía rehuir.
– Muy bien, dame la linterna y decíme cómo se sube.
Fernando me entregó la linterna y se dispuso a indicarme la forma de subir al Mirador.
– Un momento -dije-. ¿Y si la vieja se despierta? Puede despertarse, puede gritar, ¿qué debo hacer?
– La vieja casi no ve y casi no oye, y casi no puede moverse. No te preocupes. Lo peor que puede suceder es que tengas que bajar sin la cabeza, pero espero que tengas el valor suficiente para traerla.
Ya le expliqué que debajo del Mirador había un depósito de trastos desde donde se podía subir por una antigua escalera de madera. Fernando me llevó hasta aquel depósito, que ni siquiera tenía luz eléctrica, y me dijo:
– Al llegar arriba te vas a encontrar con una puerta que no tiene llave. La abrís y entras en el Mirador. Nosotros te esperamos en mi cuarto.
Se fue y yo quedé con la linterna en medio de aquel sombrío depósito, oyendo los golpes ansiosos de mi corazón. Después de unos momentos en que me pregunté una vez más qué clase de locura era aquélla y quién me obligaba a subir sino mi propio orgullo, puse mi pie en el primer escalón. Subí con temor creciente y con una lentitud que se me ocurrió vergonzosa. Pero subí.
Efectivamente, había al término de la escalera un pequeño rellano y en él una puerta que daba a la habitación de la anciana loca. Yo sabía que era casi una desvalida, pero de todos modos mi miedo era tal que sudaba copiosamente y temía descomponerme del estómago. Advertí, para colmo, que mi cuerpo o mi sudor tenía un insoportable y feísimo olor. Pero ya no podía retroceder y siendo así lo mejor era proceder cuanto antes.
Moví el picaporte con cuidado, tratando de no hacer el menor ruido, ya que, por supuesto, todo aquello resultaría menos horrible si la loca no se despertaba. La puerta se abrió con un chirrido que me pareció tremendo. La oscuridad del cuarto era completa. Por un instante vacilé entre iluminar con mi linterna la cama donde reposaba la vieja, para ver si dormía, y el temor de despertarla justamente con la luz. Pero, ¿cómo podía entrar en aquella pieza desconocida, con una loca encerrada allí, sin verificar, al menos, si la vieja estaba dormida o incorporada, observándome? Con una mezcla de repulsión y de pavor, levanté mi linterna y recorrí circularmente el cuarto, a la búsqueda de la cama.
Casi me desmayo: la anciana no estaba durmiendo sino de pie al lado de su cama, mirándome con los ojos abiertos y despavoridos. Era una viejecita casi momificada, muy pequeña, muy flaca, casi un esqueleto viviente apenas. De sus labios resecos salió algo que me pareció referirse a la Mazor ca, pero no puedo asegurarlo, porque apenas vi su figura en las tinieblas huí hacia la salida y descendí corriendo la escalera. Al llegar a la pieza de Fernando me desmayé.
Cuando recobré el conocimiento, Georgina me tenía con sus brazos la cabeza y de sus ojos caían enormes lágrimas. Tardé un buen rato en recordar mi situación anterior y entonces experimenté una infinita vergüenza. Estaba solo, con Georgina. Fernando se habría retirado, diciendo alguna venenosa ironía sobre mi valor: estaba seguro.
– Estaba levantada -balbuceé.
Georgina no decía nada: se limitaba a llorar en silencio.
Aquellos primos empezaron a ser para mí un indescifrable arcano, que a la vez me atraía y me asustaba. Eran como dos oficiantes de un rito desconocido, del que yo no alcanzaba a comprender el significado y del que se podían esperar atrocidades. De pronto me imaginaba que Fernando se burlaba de mí, y de pronto temía que estuviera preparando una trampa siniestra. Aquellos dos primos vivían aislados del resto de la casa, solitarios, como un rey con un único súbdito, aunque más apropiado sería decir, como un sumo sacerdote con un único creyente, y como si a mi llegada yo me hubiese convertido en única víctima de aquel culto tenebroso. Fernando despreciaba el resto del mundo, o lo ignoraba orgullosamente, mientras que a mí me exigía algo que yo no podía discernir bien, y que pienso estaba relacionado a sentimientos turbios, a emociones sombrías y a voluptuosidades, a las que debían sentir los sacerdotes aztecas que en lo alto de las pirámides sagradas extraían el palpitante y caliente corazón de sus sacrificados. Y, lo que me resulta aún más inexplicable, yo me sometía también con cierta oscura sensualidad al sacrificio en que Georgina oficiaba como una aterrada hierofántida.
Porque aquellos episodios fueron apenas el comienzo. Muchas extrañas y perversas ritualidades se sucedieron hasta que huí, hasta que comprendí, con doloroso pavor, que aquella pobre criatura ejecutaba ciegamente, como hipnotizada, las órdenes de Fernando.
Ahora, después de treinta años, trato todavía de comprender la relación exacta que había entre ellos dos, y me es imposible. Eran como dos universos opuestos y, sin embargo, de algún modo estaban entrañablemente unidos por un vínculo ininteligible pero poderoso. Fernando la dominaba, pero no podría afirmar que fuese únicamente un pavor sagrado lo que a ella ataba a su primo: a veces me parece que en Georgina existía una especie de compasión. ¿Compasión por un monstruo como Fernando? Sí. Ella huía de pronto de sus actos demoníacos, y la he visto llorar horrorizada en algún oscuro rincón de la casa de Barracas. Pero también la recuerdo defendiéndolo con maternal energía cuando yo lo atacaba. "No imaginas cuánto sufre", me decía. Ahora, considerando serenamente su personalidad y muchos de sus actos, admito que, en efecto, Fernando no tenía esa fría indiferencia que dicen caracteriza a los criminales natos; ya le dije antes que más bien se tenía la sensación de una caótica y desesperada lucha interior. Pero debo confesarle que no tengo la suficiente grandeza de alma para compadecer a seres como Fernando. Esa grandeza la tenía en cambio, Georgina.
¿Qué clase de sufrimientos?, me dirá usted. Muchos y de toda índole: físicos, mentales y hasta espirituales. Los físicos y mentales estaban a la vista. Sufría alucinaciones, tenía sueños enloquecedores, de pronto perdía la conciencia. Lo he visto, aun sin desmayarse, como si se volviera ausente, sin hablar ni oír ni ver a los que tenía delante, "Ya le pasará", me decía entonces Georgina, que lo seguía con angustia. Otras veces (me contaba Georgina) le decía: "Te estoy viendo, sé que estoy aquí, a tu lado, pero también sé que estoy en otra parte, muy lejos, en un cuarto oscuro y cerrado. Me buscan para sacarme los ojos y matarme". Caía de la exaltación más violenta a la pasividad y la melancolía más absolutas: entonces se convertía, según Georgina, en el ser más indefenso y desamparado del mundo, y como un niño pequeñito se acurrucaba sobre la falda de su prima.
Desde luego, nunca lo vi yo en ninguno de esos extremos humillantes, y creo que de haberlo visto Fernando habría sido capaz de asesinarme. Pero me lo dijo Georgina y nunca ella dijo ninguna mentira, y nunca ante ella creo que Fernando haya simulado, maestro, sin embargo, de la simulación, como realmente era.
Lo que yo vi de él siempre fue desagradable. Se consideraba por encima de la sociedad y de la ley. "La ley está hecha para los pobres diablos", afirmaba. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, le apasionaba el dinero, pero creo que veía en él algo más que el simple dinero de la gente normal. Veía algo mágico y demoníaco, y le gustaba referirse a él como al "oro". Tal vez a esa extraña inclinación se debiese su pasión por la alquimia y por la magia. Pero su morbosidad era más patente en todo lo que directa o indirectamente tuviera referencia con los ciegos. La primera vez que lo verifiqué personalmente fue todavía en Capitán Olmos, cuando íbamos caminando por la calle Mitre hacia su casa y de pronto vimos avanzar hacia nosotros al ciego que tocaba el tambor en la banda del pueblo. Fernando casi se desvaneció y se vio obligado a tomarse de mi brazo, y entonces sentí que temblaba como un palúdico y que su cara se volvía blanca y rígida como la de un muerto. Tardó mucho tiempo en reponerse, debió sentarse en el borde de la vereda y luego tuvo un acceso de ira contra mí insultándome histéricamente, porque lo había sostenido del brazo para que no se cayera.
Un día de invierno de 1925 terminó aquel período alucinante de mi vida. Cuando entré en la pieza de Georgina, la encontré llorando en la cama. Me precipité a acariciarla, a preguntarle, pero ella sólo atinaba a repetirme "Quiero que te vayas, Bruno, y que no vengas más. ¡Por el amor de Dios!" Yo había conocido dos Georginas: una, dulce y femenina como su madre; y otra poseída por los poderes de Fernando. Ahora veía aquella Georgina deshecha e indefensa, aterrorizada y rota, que me pedía que huyese y que nunca más volviera. ¿Por qué? ¿Cuál era la espantosa verdad que me quería ocultar? Nunca me lo dijo, aunque después, con los años y la experiencia, lo sospeché y lo confirmé. Pero lo desconsolador de todo aquello no era ni el terror de Georgina ni la destrucción de un alma delicada y tierna por el espíritu satánico de Fernando: lo desconsolador era que ella lo amaba.
Insistí estúpidamente, pero terminé comprendiendo que ya nada podía ni debía hacer yo en aquel pequeño rincón del mundo que parecía esconder un ominoso secreto.
No volví a ver a Fernando hasta 1930.
Siempre es fácil profetizar el pasado, decía él, mordazmente. Ahora, después de casi treinta años, pequeños acontecimientos de aquel tiempo, al parecer casuales y sin trascendencia, revelan su sentido; como para el que acaba de leer una larga novela, una vez que los destinos están definitivamente cerrados, como con la muerte en la vida real, cobran un sentido profundo y muchas veces trágico, palabras tan triviales como "Alejo Karámazov era el tercer hijo de un propietario rural de nuestro distrito". Nunca se sabe, hasta el final, si lo que un día cualquiera nos sucede es historia o simple contingencia, si es todo (por trivial que parezca) o es nada (por doloroso que sea). Hechos minúsculos me pusieron nuevamente en el camino de Fernando, después de varios años de alejamiento, como si ineluctablemente estuviera en mi destino y como si los esfuerzos para alejarme de él hubiesen sido vanos.
Pienso en aquel tiempo tan remoto y las palabras que acuden a mi mente son palabras como ajedrez, Capablanca y Alekhine, Al Jolson, Cantando bajo la lluvia, Sacco y Vanzetti, Sandino y Nicaragua. ¡Extraña y melancólica mezcla! Pero, ¿qué conjunto de palabras unidas al recuerdo de nuestra juventud no es extraña y melancólica? Todo lo que esas palabras pueden sugerir iba a culminar con aquel duro pero fascinante período en que la vida del país y nuestra propia existencia iban a sufrir un cambio radical. Momento precisamente vinculado a la presencia de Fernando, como si él fuese un símbolo oscuro de aquella época de mi vida y a la vez la causa más poderosa de mis cambios. Porque en aquel año 30 mi existencia entró en uno de sus momentos de crisis, es decir, de enjuiciamiento, y todo empezó a vacilar bajo mis pies: el sentido de mi vida, el sentido de mi país y el sentido de la raza humana en general: ya que cuando enjuiciamos nuestra propia existencia inevitablemente ponemos en juicio a la humanidad entera. Aunque también podría decirse que cuando empezamos a juzgar a la humanidad entera es porque en realidad estamos escrutando el fondo de nuestra propia conciencia.
Fueron años dramáticos y exaltados.
Pienso por ejemplo en Carlos, del que nunca supe su verdadero apellido. Todavía lo estoy viendo, todavía me conmueve, inclinado encarnizadamente sobre aquellas ediciones baratas de treinta o cuarenta centavos, moviendo los labios con enorme trabajo, apretando los puños contra las sienes, como un muchacho desesperado que, sudando, penosamente, busca y finalmente desentierra un cofre en el que le han dicho que está la clave de su existencia desdichada, el significado críptico de sus sufrimientos de muchacho obrero. ¡ La Patria! ¿La patria de quién? Habían llegado por millones de las cuevas de España, de las miserables aldeas de Italia, de los Pirineos. Parias de todos los confines del mundo, hacinados en las bodegas pero soñando: allá les espera la libertad, ahora no serían más bestias de carga. ¡América! El país mítico donde el dinero se encontraba tirado en las calles. Y luego el trabajo duro, los salarios miserables, las jornadas de doce y catorce horas. Ésa había sido finalmente la verdadera América para la inmensa mayoría: miseria y lágrimas, humillación y dolor, añoranza y nostalgia. Como niños engañados con cuentos de hadas y llevados a la esclavitud. Y entonces ellos, o sus hijos, dirigían sus miradas a otras utopías, a tierras futuras de las que hablaban libros violentos y a la vez llenos de ternura por ellos, por los miserables; libros que les hablaban de tierra y libertad, y los empujaban a la revuelta. Y entonces mucha sangre corrió en las calles de Buenos Aires, y muchos hombres y mujeres y hasta niños de esos infelices murieron en 1905, en 1908, en 1910. ¡El Centenario de la Patria! ¿De la patria de quién?, se preguntaba Carlos con una mueca irónica y dolorida. No había patria, ¿no lo sabía yo? Había el mundo de los amos y el mundo de los esclavos. ¡Pan y libertad!, gritaban obreros venidos de cualquier parte, mientras los señores, aterrorizados y furiosos, lanzaban la policía y el ejército sobre aquella turbamulta. Y así más sangre y entonces más huelgas y manifestaciones y nuevamente atentados y bombas. Y mientras el hijo del señor estudiaba en algún liceo de Suiza o de Inglaterra o de Francia, el hijo de aquel obrero sin nombre trabajaba en los frigoríficos por cincuenta centavos al día, se volvía tuberculoso en las cámaras frías y finalmente agonizaba en anónimos e inmundos hospitales. Y mientras aquel otro muchacho leía a Keats y Baudelaire, este otro descifraba con dificultad, como Carlos en ese momento, algún texto de Malatesta o Bakunin; y algún niño llamado Roberto Arlt aprendía en las calles el sentido general de la existencia humana. Hasta que estalló la Gran Revo lución. ¡ La Edad de Oro estaba próxima! ¡De pie los pobres del mundo! El Apocalipsis de los Poderosos. Y nuevas generaciones de muchachos pobres y de estudiantes inquietos o disconformes leyeron a Marx y Lenin, a Gorki y Kropotkin. Y uno de ellos era aquel Carlos, que ahora yo vuelvo a ver, como si lo tuviera delante de mí, como si no hubieran pasado treinta años, deletreando aquellos libros, empecinado y ansioso. Se me aparece ahora como un símbolo de aquel colapso del 30, cuando, con el derrumbe de sus templos de Wall Street, la religión del Progreso Indefinido empezó a llegar a su término. Quebraban cadenas de imponentes bancos, grandes industrias se hundían, decenas de millones se suicidaban. Y la crisis de la metrópoli de aquella arrogante religión laica se extendía en violentos maremotos hasta las regiones más remotas del planeta. Y aquí cayó Yrigoyen, en Puerto Nuevo empezó a levantarse un mundo de ex hombres, largas filas esperaban en las ollas populares, emplea-duchos, sin empleo oían extáticamente en el Marzotto amargos y descreídos tangos de Discépolo, Scalabrini escribía un manual del porteño solitario, Barceló dominaba Avellaneda con sus prostíbulos y garitos. La hora del bar automático y de los rufianes.
La miseria y el descreimiento se apoderaban acremente de la ciudad babilónica. Rufianes, asaltantes solitarios, salones con espejos y tiro al blanco, borrachos y vagos, desocupados, mendigos, putas a dos pesos. Y como fulgurantes enviados del Castigo y la Esperanza aquellos hombres y muchachos que se unían en tugurios a preparar la Revolu ción Social.
Carlos, entonces.
Fue uno de los eslabones que me condujo de nuevo a Fernando, aunque luego se alejó de él como un santo del Demonio. Acaso usted mismo lo haya conocido, porque tenía relaciones con el grupo de anarquistas de La Plata, y hasta ahora creo recordar que en alguna ocasión lo mencionó. Pienso que su amarga experiencia con Fernando fue lo que lo separó del anarquismo y lo llevó al movimiento comunista; aunque, como usted puede figurarse, ese simple hecho no podía transformar su mentalidad, que permaneció siempre la misma; mentalidad que explica su expulsión del movimiento comunista bajo la acusación de terrorismo. No supe más de él hasta 1938, en aquel invierno de 1938, cuando empezaron a llegar a París, ilegalmente, los hombres y mujeres que lograron atravesar los Pirineos después de la derrota en España. Paulina (pobre Paulina) a quien oculté varias veces en mi pieza de la Rue des Écoles, me contó la muerte de Carlos en el mismo tanque en que murió
Etchebehere, otro argentino. ¿Qué, se había vuelto trotskista? Paulina lo ignoraba: sólo lo había visto una vez: hosco y solitario como siempre, estoico, impenetrable.
Carlos era un espíritu religioso y puro. ¿Cómo podía aceptar y comprender a comunistas como Crámer? ¿Cómo podía aceptar y comprender a los hombres en general? La encarnación, el mal original, la caída, ¿cómo aquel ser purísimo podía admitir esa contaminada condición del hombre? Pero es sobremanera curioso que seres que en cierto modo no son humanos ejerzan tan grande influencia sobre los meramente humanos. Yo mismo fui arrastrado al comunismo por la sola fuerza de su presencia y de su pureza, y su alejamiento también produjo el mío, acaso porque yo era un adolescente que no terminaba de aceptar la dura realidad. Dudo que ahora juzgase con la misma severidad a los militantes como Crámer, sus luchas por el poder personal, sus mezquindades, sus hipocresías y sordideces. Porque ¿cuántos hombres tendrían derecho a hacerlo? Y porque ¿dónde, Dios mío, sería posible encontrar seres humanos exentos de esa basura sino en los dominios, casi ajenos a la condición humana, de la adolescencia, la santidad o la locura?
Como un mensajero que ignora el contenido de la carta, aquel muchacho desconocido era el que habría de ponerme una vez más en el camino de Fernando.
En los últimos días de enero de 1930, cuando, terminadas mis vacaciones en Capitán Olmos, yo volvía para inscribirme en aquella pensión de la calle Cangallo, casi en forma mecánica, por la fuerza de la costumbre, me dirigí al café La Academia. ¿A qué iba? A ver a Castellanos, a Alonso, a seguir las eternas partidas de ajedrez. A ver lo de siempre. Porque todavía no había llegado el momento de comprender que la costumbre es falaz y que nuestros pasos mecánicos no nos conducen siempre a la misma realidad; porque ignoraba todavía que la realidad es sorpresiva y, dada la naturaleza de los hombres, a la larga, trágica.
Con Alonso jugaba un nuevo que se parecía a Emil Ludwig. Se Llamaba Max Steinberg. Puede parecer asombroso que gente desconocida y al parecer encontrada por azar, me llevara hasta alguien que había nacido en mi mismo pueblo, que pertenecía a una familia vinculada a la nuestra tan entrañablemente. Aquí deberíamos admitir uno de los axiomas maniáticos de Fernando: no hay casualidades sino destinos. No se encuentra sino lo que se busca, y se busca lo que en cierto modo está escondido en lo más profundo y oscuro de nuestro corazón. Porque si no, ¿cómo el encuentro con una misma persona no produce en dos seres los mismos resultados? ¿Por qué a uno el encuentro con un revolucionario lo lleva a la revolución y al otro lo deja indiferente? Razón por la cual parece como que uno termina por encontrarse al final con las personas que debe encontrar, quedando así la casualidad reducida a límites muy modestos. De modo que esos encuentros que en la vida de cada uno nos parecen asombrosos, como el reencuentro mío con Fernando, no son otra cosa que la consecuencia de esas fuerzas desconocidas que nos aproximan a través de la multitud indiferente, como las limaduras de hierro se orientan a distancia hasta los polos de un poderoso imán; movimientos que constituirían motivo de asombro para las limaduras si tuviesen alguna conciencia de sus actos sin alcanzar a tener, empero, un conocimiento pleno y total de la realidad. Así, marchamos un poco como sonámbulos, pero con la misma seguridad de los sonámbulos, hacia los seres que de algún modo son desde el comienzo nuestros destinatarios. Y he caído en estos pensamientos porque estaba a punto de decirle, hace un instante, que mi vida, hasta el encuentro con Carlos, había sido la de un estudiante cualquiera: con sus típicos problemas e ilusiones, con sus bromas en las aulas o en la pensión, con sus primeros amores y con sus audacias y timideces. Y ya antes de empezar a escribir esas palabras comprendí que no era del todo cierto, que iba a dar una idea equivocada de mi período anterior al encuentro, y que esa idea equivocada iba a ser sorprendente de lo que en verdad fue mi reencuentro con Fernando. El asombro queda reducido y generalmente aniquilado cuando miramos más a fondo las circunstancias que rodearon al hecho aparentemente insólito. Y así, en definitiva, parece quedar relegado al mero mundo de las apariencias, como hijo de la miopía, la torpeza y la distracción. En aquellos cinco años, en efecto, yo había vivido obsesionado con aquella familia, y no lograba apartar de mi recuerdo ni a Ana María, ni a Georgina ni a Fernando: latían en lo más hondo de mi ser y se me aparecían con frecuencia en mis sueños. Pienso ahora también que, ya en aquellos encuentros de 1925, yo le había oído a Fernando repetidas veces su plan de formar con el tiempo una banda de asaltantes y terroristas. Y ahora creo que aquella idea suya, que en ese momento me pareció disparatada, quedó grabada sin embargo en mi interior y acaso mi acercamiento inicial a los grupos anarquistas fue determinado, sin saberlo yo mismo, como tantos otros movimientos de mi espíritu, por ideas y obsesiones de Fernando. Ya le expliqué que este hombre ejerció sobre una cantidad de muchachos y muchachas una influencia invencible y a menudo perniciosa, ya que sus ideas y hasta manías se propagaron en una cantidad de seres que resultaban así como la caricatura turbia y barata de aquel demonio. De este modo usted podrá comprender lo que antes le expliqué: que no fue tan sorprendente mi reencuentro con él, ya que de cuantas personas iba conociendo yo apartaba, sin saberlo, las que no me aproximaban a Fernando, y cuando advertí que Max y que Carlos pertenecían a grupos anarquistas, inmediatamente me adherí a ellos; y como esos grupos, aquí como en cualquier parte del mundo, son muy minoritarios y están siempre vinculados entre sí (aunque, como pasó en este caso, por la incompatibilidad o la desaprobación), yo tenía que encontrarme, fatalmente, con Fernando. Me dirá usted por qué, si ése era mi propósito final, no lo busqué a Fernando en su propia casa de Barracas; pero entonces yo deberé responderle que encontrarlo a Fernando no era de ningún modo un propósito consciente sino una obsesión casi inconfesable; por el contrario, jamás mi razón y mi conciencia habían aprobado ni mucho menos recomendado ir en busca de aquel individuo que sólo podía traerme, como me trajo, perturbación y dolor. Hubo, todavía, otros factores que facilitaron aquel movimiento inconsciente. Creo haberle dicho que perdí tempranamente a mi madre y que, para colmo, me mandaron a estudiar a una gran ciudad tan alejada de mi casa. Estaba solo, era tímido y por desgracia tenía una sensibilidad desdichada. ¿Qué podía parecerme el mundo sino un caos lleno de maldad, de injusticia y de sufrimiento? ¿Cómo no iba a refugiarme en la soledad y en esos mundos lejanos de la fantasía y de la novela? Es casi inútil que le diga que adoraba a Schiller y sus bandidos, a Chateaubriand y sus héroes americanos, al Goetz von Berlichingen. Estaba preparado para leer a los rusos y quizá los hubiera leído ya en aquel momento si en lugar de ser hijo de burgueses que era hubiese sido, como tantos otros muchachos que después conocí, hijo de obreros o de familia pobre; pues, en aquellos muchachos, la Revolución Rusa era el gran acontecimiento de nuestro tiempo, la gran esperanza, y era más fácil encontrar jóvenes que leían a Gorki que a Mansilla o Cané. He ahí una de las grandes contradicciones de nuestra formación y uno de los hechos que durante tanto tiempo cavó abismos entre nosotros y nuestra propia patria; por tomar contacto con una realidad fuimos enajenados de otra. Pero ¿qué es nuestra patria sino una serie de enajenaciones? Sea como fuera, así terminé mi bachillerato en 1929. Me acuerdo todavía algunos días después de terminados los exámenes, cuando el colegio quedó en esa soledad melancólica tan característica y total en que quedan los colegios cuando sus muchachos se han dispersado en las grandes vacaciones. Sentí entonces la necesidad de ver por última vez el lugar en que habían transcurrido cinco años que no volverían más. Fui a los jardines y me senté sobre el borde de uno de los canteros y permanecí pensativo durante un buen tiempo. Luego me levanté y me acerqué a aquel árbol en que varios años antes había grabado mis iniciales, cuando todavía era un niño: B.B. 1924. ¡Qué solo me encontraba en aquel entonces! ¡Qué indefenso y triste, un chico de pueblo, en una ciudad ajena y monstruosa!
A los pocos días me iba a Capitán Olmos. Serían las últimas vacaciones en mi pueblo. Mi padre estaba ya envejecido pero seguía siendo duro y áspero. Me sentía lejos de él y de mis hermanos, mi alma estaba agitada por vagos impulsos, pero todos mis deseos eran inciertos e imprecisos. Intuía que algo se avecinaba, pero no acertaba a comprender qué, aunque mis sueños y mis obsesivas vueltas en torno de la casa de los Vidal podían habérmelo advertido. De todos modos pasé aquellas vacaciones mirando mi pueblo sin verlo. Tenían que transcurrir muchos años, sufrir yo muchos golpes, perder grandes ilusiones y conocer multitud de gen-
te para recuperar en cierto modo a mi padre y a mi pueblo natal; ya que siempre el camino hacia lo más íntimo es un largo periplo que pasa por seres y universos. Así lo recuperaría a mi padre. Pero, como casi siempre pasa, cuando era demasiado tarde. Si en aquel entonces hubiera intuido que lo veía sano por última vez, si hubiera adivinado que veinticinco años después lo vería convertido en un sucio montón de huesos y vísceras en podredumbre, mirándome tristemente desde el fondo de unos ojos ya casi ajenos a este mundo, entonces habría tratado de comprender a aquel hombre áspero pero bueno, enérgico pero candoroso, violento pero puro. Pero siempre entendemos demasiado tarde a los seres que más cerca están de nosotros, y cuando empezamos a aprender este difícil oficio de vivir ya tenemos que morirnos, y sobre todo ya han muerto aquellos en quienes más habría importado aplicar nuestra sabiduría.
Cuando volví a Buenos Aires aún no tenía idea de lo que habría de estudiar. Quería todo o quizá no quería nada. Me gustaba pintar, escribía cuentos y poemas. Pero ¿era eso una profesión? ¿Se podía decirle en serio a la gente que uno querría dedicarse a pintar o escribir? ¿No eran más bien pasatiempos de gente desocupada y sin responsabilidad? Todos los demás parecían tan sólidos instalados en las facultades de medicina o de ingeniería, estudiando la forma de curar una escarlatina o de levantar un puente, que yo mismo me tomaba en broma. Por esa especie de pudor, pues, ingresé en la facultad de Derecho, aunque en lo más íntimo de mi espíritu estaba seguro de que jamás sería capaz de trabajar como abogado.
Me estoy apartando de lo que a usted le interesa, pero es que me resulta imposible hablar de las personas que para mí han tenido mayor importancia sin referirme a mis sentimientos de aquel tiempo. Porque ¿cómo esos seres podían tener importancia para mí sino precisamente a causa de mis propias ansiedades y sentimientos?
Vuelvo, pues, a Max.
Mientras terminaban la partida lo observé con curiosidad. Era uno de esos judíos blandos y perezosos, con tendencia a engordar. Su nariz era aguileña y gruesa, pero en conjunto su cara, con su alta frente, tenía una apacible nobleza. Y cierta serenidad contemplativa y reflexiva la hacía más apropiada para un hombre maduro, de vuelta de muchas cosas. Era abandonado en el vestir, le faltaban botones, la corbata estaba mal anudada, todo estaba puesto como al azar, como por la simple obligación de no andar desnudo por las calles. Más tarde advertí que no tenía el menor sentido práctico ni la menor idea de cómo manejar su dinero: a los pocos días de recibir su mensualidad, que gastaba sin ton ni son, debía empeñar libros, ropa y un anillo regalo de su madre que invariablemente iba a parar al montepío. Cuando conocí su familia, comprobé que su padre era tan apacible pero tan insensato como él. Y tanto padre como hijo resultaban así devastadores ejemplos para los que tienen una imagen convencional del judío. Ambos estaban desprovistos de sentido práctico, eran alocados (suave, serenamente alocados), eran pacíficos y buenos amigos, contemplativos y perezosos, desinteresados y radicalmente ineptos para ganar dinero, líricos y absurdos. Después, cuando empecé a verlo en su pensión, pude verificar el desorden en que vivía: dormía a cualquier hora y comía cualquier cosa desde su misma cama, para lo cual guardaba enormes sandwiches de salame o queso en su mesita de luz. Allí también tenía un calentador y un mate, que, sin moverse de la cama, tomaba interminablemente, alternando con cigarrillos. En aquel camastro inmundo, a medio vestir, estudiaba y seguía con su ajedrez de bolsillo partidas célebres, consultando a cada instante con libros y revistas especializadas.
Por aquel muchacho conocí a Carlos: como si atravesando un puente de goma que amenazaba derrumbarse en cualquier momento, llegara a un territorio durísimo y mineral, un continente basáltico con formidables volcanes pronto a estallar. Con los años observé cuántas veces hay seres que sólo sirven de transitorios puentes para dos personas que luego han de mantener una vinculación profunda y decisiva: como esos puentes frágiles que improvisan los ejércitos sobre un abismo, y que son recogidos una vez que las tropas los han pasado.
Lo encontré una noche en la pieza de Max. A mi llegada se callaron. Me lo presentó, pero sólo alcancé a distinguir su nombre. Creo que su apellido era italiano. Era un muchacho muy flaco, de ojos saltones. Había algo duro y áspero en su rostro y en sus manos, y me pareció violentamente contenido y reconcentrado. Parecía haber sufrido mucho, y además de su visible pobreza existían en su espíritu, seguramente, otras causas de angustia y de sufrimiento. Pensando más tarde sobre él, cuando por su contacto con Fernando me despertó intenso interés, me pareció que era puro espíritu, como si su carne hubiese sido calcinada por la fiebre; como si su cuerpo, atormentado y quemado, se hubiera reducido a un mínimo de huesos y de piel, y a unos pocos pero durísimos músculos para moverse y para soportar la tensión de su existencia. No hablaba, y sus ojos ardían de pronto con el fuego de la indignación, mientras sus labios, como cortados a cuchillo en su cara rígida, se apretaban para cerrar grandes y angustiosos secretos.
En aquel tiempo me admiró la relación de Max con Carlos: como cortar un pan de manteca con un filoso cuchillo de acero. Todavía no había llegado la época en que uno sabe que nada de los seres humanos debe asombrarnos. Ahora comprendo que había en Max condiciones adecuadas para aquella amistad tan curiosa en apariencia: la gran bondad, que debía aplacar la tensión espiritual de Carlos como el agua la sed de un hombre que ha atravesado grandes desiertos; y su misma blandura, que le permitía juntar seres tan diferentes y duros como Carlos y Fernando sin que se produjesen golpes demasiado fuertes, como un amortiguador. Y, por lo demás, ¿qué policía del mundo podía imaginar que alguien como Max mantuviese relaciones con anarquistas y pistoleros?
Eso en cuanto a Carlos. Porque en lo que a Fernando se refería, sospeché primero, y luego comprobé, un motivo mucho más sórdido: la madre de Max. No sé si le he dicho que tenía una rara inclinación a dos tipos de mujeres: las muchachas muy jóvenes y las mujeres maduras. Y como su capacidad de simulación era ilimitada, podía seducir por igual a una chiquitina que gusta caminar con las manos entrelazadas, que a una mujer con ese vasto y generalmente amargo conocimiento de los hombres que suelen tener. Si un hombre tiene el rostro más auténtico cuando está en soledad, el más auténtico rostro de Fernando era despiadado y cruel, como tallado a cuchillo; pero del mismo modo que un vendedor de tienda golpeado por cualquier adversidad puede (y debe), sin embargo, poner una expresión agradable al comprador, así Fernando era capaz de organizar en la superficie de su cara la más perfecta imitación de ternura, comprensión, romanticismo o candor, según el cliente. Lo ayudaba su total desprecio por la raza humana y en particular por la mujer, y en esa comedia siniestra creo que no sólo encontraba el mejor sistema para satisfacer su lubricidad sino también una de sus maneras de despreciarse a sí mismo. Se mofaba de las teorías simplistas sobre la mujer que constituyen ciertos lugares comunes tanto de los que creen que la mujer es romántica y debe ser conquistada con claros de luna como de los que imaginan que debe ser maltratada. En su opinión hay mujeres que necesitan un ramo de flores y otras una cachetada, y otras (y a veces las mismas, según las circunstancias) las dos cosas. Pero a la larga las maltrataba a todas, a veces en forma tan cruel como la de bostezar en algún momento culminante del acto sexual.
La madre de Max tendría en aquel entonces unos cuarenta años y, a pesar de ser judía, su tipo era completamente eslavo, aunque morena. No sé si era hermosa, lo que sé es que era subyugante: desde sus ojos intensos, que parecían arder en un fuego de pasión, hasta su historia. Inútil explicarle, pues, que nada tenía Max que recordara a su madre: había heredado, en cambio, los atributos físicos y espirituales de su padre.
Nadia era fascinante, o quizás a mí me fascinó tanto por su historia. Su madre había sido estudiante de medicina en San Petersburgo y junto con Vera Figner uno de los fundadores del movimiento Tierra y Libertad. Como tantos otros, abandonó sus estudios para hacer propaganda revolucionaria entre los campesinos y finalmente pudo huir cuando el zarismo, a raíz de la serie de atentados, se dispuso a aniquilar el movimiento. Se unió a los grupos de Zurich, conoció a un joven deportado de nombre Isaiev, y de su matrimonio nació Nadia. La infancia y la adolescencia fueron agitadas, desplazándose de un país a otro de Europa, hasta que volvieron a Suiza, donde Nadia se casó con un estudiante crónico de medicina llamado Steinberg. Vinieron a la Argentina, ella estudió medicina y luchando enérgicamente educó y alimentó a su familia.
Con su cara un poco tártara, con su pelo renegrido y lacio peinado al medio y estirado hacia atrás, donde era recogido en un rodete, Nadia parecía escapada de alguna película rusa.
– Pero ¿qué clase de judía es usted? -me atreví un día a preguntarle.
– Descendemos de pogroms -me repitió sonriendo.
Y sin embargo, años después, cuando mi experiencia con judíos fue más profunda, observé cómo de pronto Nadia se encogía de hombros o movía la mano con un gesto que rectificaba sutil pero vertiginosamente la máscara eslava. Y entonces advertí que esa clase de indicios era frecuente entre judíos como los Steinberg: rostros a menudo eslavos o tártaros, té con viejos samovares de familia, adoración por Pushkin o Gogol o Dostoievsky (que leían en ruso); y de pronto, cuando uno se había acostumbrado a ellos como a la penumbra de un cuarto mal iluminado, debajo de los rasgos obvios y notorios empezaban a advertirse indicios de la raza milenaria; indicios no siempre físicos, a veces imperceptibles minucias de la sonrisa o de la voz, cuando no del pensamiento o de la acción. Y así, en medio de una fuerte cara eslava se insinuaba de pronto una sonrisa de tristeza, como si de un poderoso disfraz viésemos salir al cabo una frágil muchacha que teme ser asaltada. Otras veces era aquel encogerse de hombros de Nadia, que implicaba cierta irónica desconfianza hacia el mundo de los gohim, cierta dolorosa desilusión y la tácita reminiscencia de trágicos episodios. Y aquellos rasgos físicos o indicios espirituales, que surgían sutilmente del rostro eslavo como las líneas más finas y delicadas que el dibujante va enriqueciendo sobre el esquema básico, terminaban por manifestarse finalmente en esa forma peculiar que el judío da a sus razonamientos y que, contra lo que la mayor parte de la gente supone, tiene muy poco que ver con un racionalismo riguroso; pues mientras la lógica se basa en la afirmación de que A es A, un judío preferirá en cambio afirmar preguntando ¿por qué A no ha de ser A?, encogiéndose de hombros y como descartando su responsabilidad en el asunto, ya que nunca se sabe cómo y por qué puede empezar una persecución. Y ese encogimiento de hombros, ese movimiento de manos, ese fruncimiento de frente, tiñen, deforman y retuercen la ley de identidad con sentimientos confusos, con recónditas ironías, con vagos y callados comentarios que alejan al judío del puro racionalismo tanto como un análisis proustiano de los sentimientos de un tratado de psicología.
Sea como sea, por Nadia aprendí a querer y admirar a ese vasto territorio de borrachos y nihilistas, charlatanes y tuberculosos, burócratas y generales que era la Rusia de los zares.
Max entró en relaciones con Fernando la noche de un sábado del año 1928, en un ateneo de Avellaneda llamado Amanecer, donde González Pacheco daba una conferencia sobre el tema "Anarquismo y Violencia". Por aquel tiempo se debatía ásperamente el problema, sobre todo como consecuencia de los atentados y asaltos de Di Giovanni. Aquellos debates eran peligrosísimos, pues una buena parte de los asistentes iban armados y porque el anarquismo estaba dividido en fracciones que se odiaban a muerte. Porque es un error imaginar, como a menudo suponen los que ven a un movimiento revolucionario desde lejos o desde afuera, que todos sus integrantes ofrecen un tipo definido de personas; error de perspectiva semejante al que cometemos cuando adjudicamos atributos bien definidos a lo que podría llamarse el Inglés, con mayúscula, poniendo candorosamente en un mismo casillero a personas tan disímiles como el hermoso Brummell y un estibador del puerto de Liverpool; o como cuando afirmamos que todos los japoneses son iguales, ignorando o inadvirtiendo sus diferencias individuales, en virtud de ese mecanismo psicológico que desde fuera nos hace sobre todo percibir los rasgos comunes (ya que es lo que primero y superficialmente salta a la vista), pero que se invierte para hacer percibir las diferencias cuando se está dentro de esa comunidad (ya que lo importante entonces son los rasgos distintivos).
Pero la gama era infinita. Había el tolstoiano que se negaba a comer carne porque era enemigo de toda muerte violenta, y que muy a menudo era esperantista y teósofo; y el
partidario de la violencia hasta en sus formas más indiscriminadas, ya porque sostuviera que el Estado sólo puede combatirse mediante la fuerza, ya porque, como en el caso de Podestá, daba así salida a sus instintos sádicos. Había el intelectual o estudiante que llegaba al movimiento a través de Stirner y Nietzsche, como Fernando, generalmente individualistas acérrimos y asocíales, que muchas veces terminaron apoyando al fascismo; y obreros casi analfabetos que se acercaban al anarquismo en busca de una esperanza instintiva. Había resentidos que volcaban así su odio contra el patrón o la sociedad, y que a menudo terminaban convirtiéndose en despiadados patrones cuando lograban alguna fortuna o en miembros del cuerpo policial; y seres purísimos llenos de bondad y de grandeza, y que aun siendo bondadosos y puros eran capaces de llegar al atentado y la muerte, como en el caso de Simón Radovitsky, llevados por un cierto tipo de espíritu justiciero, al destruir al hombre que juzgaban culpable de la muerte de mujeres y niños inocentes. Existía el vividor que con el cuento del anarquismo la pasaba muy bien, comiendo y durmiendo gratuitamente en casa de compañeros, a los que en ocasiones terminaba robándoles algo o quitándoles la mujer, y que cuando por sus excesos recibía alguna tímida recriminación del dueño de casa contestaba con desprecio "pero qué clase de anarquista es usted, camarada". Y existía el linyera partidario de la vida libre del pájaro, del contacto con el sol y el campo, que salía con su bulto al hombro a recorrer países y a predicar la buena nueva, trabajando en alguna cosecha, arreglando algún molino o algún arado, y de noche, en el galpón de la peonada, enseñando a leer y a escribir a los analfabetos, o explicándoles en palabras sencillas pero fervientes el advenimiento de la nueva sociedad donde no habrá ni humillación ni dolor ni miseria para los pobres, o leyéndoles páginas de algún libro que llevaba en su hatillo: páginas de Malatesta a los campesinos italianos, o de Bakunin; mientras sus interlocutores silenciosos, tomando mate en cuclillas o sentados sobre algún cajón de kerosén, cansados por la jornada de sol a sol, acaso rememorando alguna remota aldea italiana o polaca, se entregaban a medias a aquel sueño maravilloso, queriéndolo creer pero (instigados por la dura realidad de todos los días) imaginando su imposibilidad, en forma semejante a los que abrumados de desdichas sin embargo a veces sueñan con el paraíso final; y acaso entre aquellos peones, algún criollo, que pensaba que Dios había hecho el campo y el cielo con sus estrellas para todos por igual, esa clase de criollo que añoraba la vieja y altiva vida libre de la pampa sin alambrados, ese paisano individualista y estoico, hacía finalmente suya la buena de aquellos remotos apóstoles de nombres raros y, ya para siempre, abrazaba con ardor la doctrina de la esperanza.
Y cuando aquella noche de 1928 un zapatero tolstoiano sostuvo que nadie tenía derecho a matar a nadie, y mucho menos en nombre del anarquismo; y que hasta la vida de los animales era sagrada, motivo por el cual él se alimentaba con verdura, un joven desconocido, de quizá diecisiete años, alto y moreno, de ojos verdosos y expresión irónica y dura, respondió:
– Es probable que comiendo lechuga usted mejore el funcionamiento de sus intestinos, pero me parece muy difícil que logre echar abajo la sociedad burguesa.
Todos miraron a aquel joven desconocido.
Y otro tolstoiano salió en defensa del zapatero, recordando la leyenda de cuando Buda se dejó devorar por un tigre para aplacar su hambre. Pero un partidario de la violencia justa preguntó qué habría hecho Buda si hubiera visto que el tigre no se precipita sobre él sino sobre un niño indefenso. Después de lo cual la discusión se hizo tormentosa, sarcástica, lírica, agraviante, tonta, candorosa o brutal según los temperamentos, demostrando una vez más que una sociedad sin clases y sin problemas sociales tal vez sea tan violenta e inarmónica como ésta. Salieron una vez más los mismos argumentos y los mismos recuerdos: ¿no se justificaba que Radovitsky hubiese matado al jefe de policía culpable de la masacre del primero de mayo de 1909? ¿No reclamaban venganza los ocho proletarios muertos y los cuarenta heridos? ¿No había mujeres entre los sacrificados? Sí, quizá. El Estado Burgués defendía implacablemente sus privilegios, armado hasta los dientes, no perdonaba vida ni libertad, la justicia y el honor no existían para esos déspotas que sólo perseguían el mantenimiento de sus privilegios. Pero ¿y los inocentes que se mataban a veces con las bombas anarquistas? Y además, ¿podría alcanzarse una sociedad mejor mediante la violencia y la venganza? ¿No eran los anarquistas los verdaderos depositarios de los mejores valores humanos: de la justicia y la libertad, de la hermandad y el respeto al ser viviente? Y luego ¿era admisible que en nombre de esos altos principios se aplastase a meros pagadores de bancos o de casas de comercio, que al fin de cuentas eran inocentes, y se los masacrara para obtener dinero que se utilizaba para colmo con fines dudosos? Momento en que el debate terminó en medio de un gran tumulto de insultos, de gritos y finalmente de armas. Tumulto que apenas logró apaciguar González Pacheco recurriendo a su talento oratorio y recordando a los anarquistas presentes que de ese modo justificaban las peores acusaciones de la burguesía.
En aquellas circunstancias, me contó Max, encontró a Fernando. Le llamó la atención su frase epigramática y su rostro. Salieron con él y con otro llamado Podestá, a quien después conocí. Así se dio el primer paso en la formación de la banda que seguramente quería organizar y encabezar ese Podestá, pero que inevitablemente encabezaría Fernando. Era Osvaldo R. Podestá un sujeto que cuando lo conocí me repelió instantáneamente: había en él algo equívoco y tortuoso. Sus maneras eran suaves, casi afeminadas, y era relativamente culto, pues había alcanzado el cuarto año del bachillerato antes de unirse a la banda de Di Giovanni. Entornaba los ojos y miraba medio de costado en una forma desagradable. Con el tiempo confirmé aquella primera impresión, cuando conocí su trayectoria; cuando con el fusilamiento de Di Giovanni, perseguido el movimiento con toda la fuerza de la ley marcial, después del asalto que con la banda de Fernando hicieron al pagador de la casa Braceras, huyó al Uruguay en una lancha de contrabandistas y luego pasó a España. Allá empezó a actuar en el pistolerismo sindical, trabajando en una lucha a muerte con la patronal (hubo trescientos muertos en esos años que precedieron a la guerra civil), pero, por algún motivo que desconozco, se hizo sospechoso de actuar en conveniencia con la policía. En prueba de la lealtad, se ofreció a matar a la persona que se le designase. Se le indicó al propio jefe de policía de Barcelona, y Podestá lo mató a tiros, con lo que parece que renovó su crédito. Pero cuando se produjo la guerra civil, cometió tales atrocidades con su banda, que la Federación Anarquis ta Ibérica decretó su muerte. Sabedor de la decisión, Podestá y dos de sus amigos intentaron huir desde el puerto de Tarragona en un bote a motor cargado de objetos y dinero, pero fueron ametrallados a tiempo.
Que alguien como Fernando tuviese a un ser como Podestá en su banda es explicable. Lo singular es que un muchacho como Carlos haya podido actuar con semejante compañía, y sólo su misma pureza puede explicar el fenómeno. No debe usted olvidar, además, que el poder de convicción de Fernando era ilimitado y no debe haberle resultado muy dificultoso probarle que aquél era el único medio de lucha contra la sociedad burguesa. No obstante lo cual terminó apartándose asqueado de ellos, cuando por fin advirtió que el dinero de sus asaltos no iba a engrosar el fondo de ningún sindicato ni a ayudar las familias o huérfanos de camaradas presos o deportados. Pues precisamente su alejamiento se produjo cuando supo que Gatti no había recibido los fondos que Fernando se había comprometido a darle para la fuga del penal de Montevideo, y la fuga, que ya no podía postergarse, fue organizada con dinero urgentemente obtenido por otro lado. Carlos estimaba mucho a Gatti (yo mismo lo verifiqué) y aquel suceso fue para él definitivamente revelador. Quizá usted recuerde la famosa fuga del penal de Montevideo, en que catorce condenados escaparon por un túnel de más de treinta metros excavado bajo la dirección de Gatti, a quien se lo conocía por "el ingeniero", desde una presunta carbonería establecida frente a la cárcel. Gatti trabajaba científicamente, utilizaba brújula, mapas, una pequeña excavadora eléctrica y una vagoneta arrastrada sobre rieles mediante cuerdas que evitaban el ruido; la tierra se acumulaba en bolsas aparentemente de carbón, que luego eran retiradas en camiones. Estas complicadas y largas operaciones demandaban muchísimo dinero, que en su mayor parte salía de los asaltos. Pero, como usted comprenderá, y como Fernando solía decir con sorna, todo resultaba a la postre una especie de autofagia: se asaltaba para sacar de la cárcel a anarquistas presos por asaltos anteriores.
Los anarquistas tenían dos grandes recursos para la obtención de fondos: el asalto y la falsificación. Y ambos justificados filosóficamente, pues ya que según algunos de sus teóricos la propiedad es un robo, mediante el asalto se restituía a la comunidad algo que un individuo había indebidamente hecho suyo; y con la emisión de papel moneda falsificado no sólo se trataba de obtener dinero para las evasiones y para las huelgas sino que, en alguna forma, sobre todo cuando se intentaba en gran escala, se trataba de arruinar al fisco y desmoronar la nación. Siguiendo el ejemplo histórico de Inglaterra cuando con sus famosos asignados falsos que enviaba en barcos de pescadores intentó sabotear al gobierno de la revolución en Francia, los anarquistas en muchas ocasiones realizaron falsificaciones en gran escala. Era una tarea subterránea que los subyugaba y que por otra parte no les resultaba difícil, dada la inclinación de muchos militantes a las artes gráficas. Di Giovanni organizó un gran taller de grabación donde se imprimieron billetes de diez pesos; y en aquel taller trabajó un tipógrafo español llamado Celestino Iglesias, hombre puro y generoso, que Fernando conoció entonces y que en los últimos años que precedieron a su muerte, volvió a buscar para una falsificación, antes del accidente que le costó la vista.
Pero volvamos a nuestro reencuentro.
Fue en enero de 1930. Habíamos ido con Max a ver Alta traición, y, cuando llegamos al bar, todavía discutiendo sobre Emil Jannings y sobre las ventajas y desventajas del cine parlante (Max, como René Clair y como Chaplin, se horrorizaba de las perspectivas del cine sonoro), vimos que Fernando lo estaba esperando sentado cerca de la mesita habitual que ocupaba el tablero de Max. Lo reconocí en seguida, aunque ahora era un hombre; sus rasgos se habían fortalecido, pero no transformado, pues pertenecía a ese tipo de seres humanos que desde muy niños tienen ya rasgos fuertes que los años no modifican sino para acentuarlos. Podría haberlo reconocido en medio de una multitud caótica, tan acusados e inolvidables eran los rasgos de aquella cara.
No sé si él me desconoció realmente o en todo caso hizo como que me desconocía. Le extendí la mano.
– Ah, Bruno -comentó, dándome la mano como distraído.
Se apartaron y Fernando dijo algunas cosas en voz baja a Max. Yo lo miraba sin salir de mi asombro, un asombro que me había dejado casi sin habla. Porque aunque más tarde encontré toda serie de explicaciones a aquel reencuentro, tal como se lo he dicho antes, en aquel momento su aparición me pareció una especie de milagro. De milagro negro.
Cuando se separaron, se volvió ligeramente hacia mí y me hizo un gesto con la mano, a manera de despedida. Le pregunté a Max si le había hablado de mí, si le había dicho de dónde nos conocíamos.
– No, no me dijo nada -comentó Max.
Claro, para él no resultaba tan sorprendente aquel encuentro: hay tanta gente que se conoce en una ciudad.
Así volví a entrar en la órbita de Fernando, y aunque lo vi en contadas ocasiones, sus frases, sus teorías y sus ironías tuvieron enorme importancia en aquel período crítico de mi vida. En realidad, no participé nunca en las actividades secretas de su banda pero seguí ansiosamente, desde lejos, y a través de Max o de Carlos, los indicios de aquella existencia tormentosa. En qué medida y en qué forma un muchacho como Max podría participar de aquella organización, hasta hoy es para mí un insondable secreto. Yo creo probable que desempeñase algún papel lateral o de contacto, porque ni por temperamento ni por sus ideas era adecuado para la acción, y mucho menos para una acción de semejante clase. Y aún hoy me pregunto por qué motivo Max estaba cerca de aquella banda. ¿Por curiosidad? ¿Por cierta herencia o por influencia, aunque fuera remota, de su historia familiar? Todavía a veces me sonrío a solas de aquella incongruente presencia de Max. Era tan contemporizador que habría encontrado razones hasta para ser amigo del propio jefe de policía de Buenos Aires, y sin duda alguna habría jugado con él una buena partida de ajedrez de habérsele ofrecido la ocasión. Y era tan desatinado encontrarlo entre aquella gente como si alguien, en medio de un terremoto, leyese plácidamente el diario en una poltrona. Entre asaltantes y terroristas que hablaban de falsificaciones, de gelinita y de túneles, Max me comentaba Le Roi David, que Honegger dirigía en esos momentos en el Colón; o de Tairoff, que estaba en el teatro Odeón; o analizaba largamente la mejor partida de Capablanca con Alekhine. O salía de pronto con sus rasgos de humor, que eran tan inadecuados para todo aquello como una copita de oporto en una reunión de feroces bebedores de gin.
A partir del 2 de setiembre los acontecimientos se precipitaron: manifestaciones de estudiantes, tiroteos, luego la muerte del estudiante Aguilar, huelgas y por fin la revolución del 6 y la caída del presidente Yrigoyen. Y con aquélla (ahora lo sabemos) el fin de toda una época del país. Ya nunca más volveríamos a ser lo que habíamos sido.
Con la junta militar y el estado de sitio todo el movimiento sufrió un golpe terrible: se allanaban locales obreros y estudiantiles, se deportaba a los obreros extranjeros, se torturaba y se diezmaba el movimiento revolucionario.
En medio de aquel caos, yo perdí de vista a Carlos, pero sospeché que debía de andar en algo muy peligroso. Y cuando el 1° de diciembre leí en los diarios el asalto al pagador de Braceras, en la calle Catamarca, instantáneamente recordé una larga y sospechosa recorrida que unos dos meses antes había hecho Carlos en mi compañía, con el pretexto de buscar un local para una imprenta clandestina. No tuve dudas de que aquel asalto había sido obra de la banda de Fernando, y más tarde lo comprobé. Fue precisamente aquel asalto el último en que Carlos participó, pues ya por entonces se convenció, finalmente, de que los objetivos que perseguía Fernando nada tenían de común con los suyos. Y aunque Fernando se había encargado de minar sus simpatías por el comunismo con argumentos cínicos pero demoledores, Carlos ingresó en una célula del partido comunista, en Avellaneda. Yo había oído en algunas ocasiones aquellos argumentos de Fernando, argumentos e ironías que Carlos escuchaba mirando al suelo, con las mandíbulas apretadas. Ya por aquel tiempo Carlos era trabajado por muchachos comunistas y empezaba a encontrar ventajas considerables en el otro movimiento: parecían luchar por algo sólido y preciso, demostraban que el terrorismo individual era inútil cuando no pernicioso, criticaban con fundamentos serios a un movimiento que había permitido el surgimiento de bandas como las de Di Giovanni, y, en fin, demostraban que contra la fuerza organizada del estado burgués sólo era eficaz la fuerza organizada del proletariado. Pero Fernando no le criticaba, como otros anarquistas, la formación de un nuevo estado, más duro quizá que el anterior, la instauración de una dictadura que suprimiese la libertad individual en beneficio de la comunidad futura: no, le reprochaba su mediocridad y su aspiración a resolver los problemas últimos del hombre con siderurgia, hidroelectricidad, zapatos y buena comida.
Lo horrible, a mi juicio, no era que Fernando tratara de destruir la fe naciente de Carlos con argumentos sofísticos: lo grave es que a él no le importaba absolutamente nada todo aquello del comunismo y de anarquismo, y sólo largaba sus armas dialécticas con puros fines de destrucción de un ser tan desamparado como Carlos.
Pero, como digo, eso fue antes del asalto a Braceras. Desde ese momento no vi más a Carlos hasta 1934. Y en cuanto a Fernando lo perdí de vista hasta veinte años después.
En enero de 1931, después de una delación, la policía sorprendió a Di Giovanni en una imprenta clandestina. Perseguido a través de las calles del centro y de las azoteas de varias casas, en medio de descargas, fue finalmente acorralado y apresado. En la madrugada del primero de febrero fue fusilado lo mismo que su compañero Scarfó. Murieron gritando ¡Viva la Anarquía! Pero en realidad aquellos gritos parecieron anunciar su muerte definitiva en esta región del mundo.
Y con ella, el fin de muchas cosas.
El reencuentro con Fernando y la crisis por la que atravesaba y que me hacía sentir más solo que durante los últimos años del bachillerato, aumentó mis ansias de volver "a los Vidal" en un grado casi intolerable.
Yo fui siempre un contemplativo, y de pronto me había encontrado en medio de un torrente, del mismo modo que la creciente de un río de montaña arrastra muchas cosas que hasta unos momentos antes se encontraban plácidamente contemplando el mundo. Por eso mismo, quizá todo aquel tiempo se me aparece, ahora que han pasado los años, tan irreal como un sueño, tan seductor (pero tan ajeno) como el mundo de una novela.
Repentinamente complicado por los hechos policiales y por mi relación con Carlos, mi pensión allanada por la policía, hube de refugiarme en la pensión donde vivía Ortega, un estudiante de ingeniería que en aquel tiempo había estado tratando de llevarme al comunismo. Vivía cerca de Constitución, sobre la calle Brasil, en una pensión de una viuda española que lo adoraba. No fue difícil, pues, que me encontrara una solución por un tiempo. Y sacando los trastos de una piecita que daba a la calle Lima, me puso un colchón.
Aquella noche tuve un sueño agitado. Al despertarme casi me asusté, en la madrugada, no recordé inmediatamente los hechos del día anterior y hasta que tuve plena conciencia miré con sorpresa la confusa realidad que me rodeaba. Pues no nos despertamos de golpe, sino en un complejo y paulatino proceso en que vamos reconociendo el mundo originario como quien viene de un larguísimo viaje por continentes lejanos e imprecisos, y en que después de siglos de existencia oscura hemos perdido la memoria de nuestra existencia anterior, y sólo recordamos de ella fragmentos incoherentes. Y después de un tiempo inconmensurable, la luz del día empieza tenuemente a iluminar las salidas de aquellos laberintos angustiosos y entonces corremos con ansiedad hacia el mundo diurno. Y llegamos al borde del sueño como náufragos exhaustos que logran alcanzar la playa después de una larga lucha con la tempestad. Y allí, semiinconscientes todavía, pero ya tranquilizándonos poco a poco, empezamos a reconocer con gratitud algunos de los atributos del mundo cotidiano, el tranquilo y confortable universo de la civilización. Antoine de Saint-Exupéry cuenta cómo después de una angustiosa lucha con los elementos, perdido en el Atlántico, cuando ya él y su mecánico casi no conservaban esperanzas de llegar a tierra, alcanzaron a divisar una débil lucecita en la costa africana, y con el último litro de combustible alcanzaron finalmente la ansiada costa; y cómo entonces aquel café con leche que tomaron en una cabana fue el humilde pero trascendental signo de contacto con la vida entera, el pequeño pero maravilloso reencuentro con la existencia. Del mismo modo, cuando retornamos de aquel universo del sueño, una mesita cualquiera, un par de zapatos gastados, una simple lámpara familiar, son conmovedoras luces de la costa que ansiamos alcanzar, la seguridad. Razón por la cual nos angustiamos cuando uno de esos fragmentos de la realidad que empezamos a distinguir no es el que esperábamos: aquella conocida mesita, ese par de zapatos gastados, la lámpara familiar. Tal como nos suele suceder cuando despertamos de pronto en una pieza desconocida, en la fría y despojada habitación de un hotel anónimo, o en el cuarto en que el azar de las circunstancias nos ha arrojado la noche anterior.
Poco a poco fui comprendiendo que aquella pieza no era la mía y con ello fui recordando aquella jornada de allanamientos y policía. Ahora, a la luz de la mañana, se me aparecía como disparatada y totalmente ajena a mi espíritu. Una vez más advertía que los hechos alcanzaban con su violencia irracional hasta a los seres más inapropiados. Por una serie de curiosos encadenamientos, yo, que creo haber nacido para la contemplación y la pasiva reflexión, me he encontrado en el medio de confusos y hasta peligrosísimos sucesos.
Me levanté, abrí la ventana y miré hacia abajo la ciudad indiferente.
Me sentí solo y desconcertado. La vida se me presentaba complicada y agresiva.
Ortega apareció con su optimismo sano de siempre, haciéndome bromas sobre los anarquistas. Y antes de irse a la facultad me dejó una obra de Lenin que me encareció leyera, pues allí hacía una crítica definitiva del terrorismo. Yo que bajo la influencia de Nadia había leído las memorias de Vera Figner, enterrada en vida en las cárceles del zar como consecuencia del atentado, no pude leer con simpatía aquel análisis despiadado e irónico. "Desesperación pequeñoburguesa." ¡Qué grotescos aparecían aquellos románticos a la luz implacable del teórico marxista! Con los años he ido comprendiendo que la realidad estaba más cerca de Lenin que de Vera Figner, pero mi corazón ha permanecido siempre fiel a aquellos héroes candorosos y un poco disparatados.
El tiempo pareció de pronto paralizarse, para mí. Ortega me había recomendado que no saliera por unos días de la pensión, hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pero a los tres días 110 pude más y empecé a salir, suponiendo que era imposible que la policía reconociese a un muchacho sin antecedentes.
Al mediodía entré en uno de los bares automáticos de Constitución y comí. Me producía extrañeza encontrar en las calles y en los cafés tanta gente despreocupada y libre de problemas. Dentro de la piecita yo leía obras revolucionarias y me parecía que el mundo podía estallar en cualquier momento; luego, al salir, encontraba que todo seguía un curso pacífico: los empleados iban a sus empleos, los comerciantes vendían y hasta se podía ver gente sentada en los bancos de las plazas, sentada perezosamente y viendo desfilar las horas: iguales y monótonas. Una vez más, y no sería la última, me sentía un poco extraño en el mundo, como si hubiese despertado de pronto y desconociese sus leyes y su sentido. Caminaba al azar por las calles de Buenos Aires, miraba a sus gentes, me sentaba en un banco de la plaza Constitución y pensaba. Luego volvía a mi piecita y me sentía más solo que nunca. Y únicamente sumergiéndome en los libros parecía encontrar de nuevo la realidad, como si aquella existencia de las calles fuera, en cambio, una suerte de gran sueño de gente hipnotizada. Faltaban muchos años para que comprendiera que en aquellas calles, en aquellas plazas y hasta en aquellos negocios y oficinas de Buenos Aires había miles de personas que pensaban o sentían más o menos lo que yo sentía en ese momento: gente angustiada y solitaria, gente que pensaba sobre el sentido y el sinsentido de la vida, gente que tenía la sensación de ver un mundo dormido a su alrededor, un mundo de personas hipnotizadas o convertidas en autómatas.
Y en aquel reducto solitario me ponía a escribir cuentos. Ahora advierto que escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte de nuestro tiempo, ese arte tenso y desgarrado, nazca invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Puesto que los animales no lo necesitan: les basta vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente con las necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento, ya que habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso celeste de su redención. Ese ser dolorido y enfermo del espíritu que se preguntará, por primera vez, sobre el porqué de su existencia. Y así las manos, y luego aquella hacha, aquel fuego, y luego la ciencia y la técnica habrán ido cavando cada día más el abismo que lo separa de su raza originaria y de su felicidad zoológica. Y la ciudad será finalmente la última etapa de su loca carrera, la expresión máxima de su orgullo y la máxima forma de su alienación. Y entonces seres descontentos, un poco ciegos y un poco como enloquecidos, intentan recuperar a tientas aquella armonía perdida con el misterio y la sangre, pintando o escribiendo una realidad distinta a la que desdichadamente los rodea, una realidad a menudo de apariencia fantástica y demencial, pero que, cosa curiosa, resulta ser finalmente más profunda y verdadera que la cotidiana. Y así, soñando un poco por todos, esos seres frágiles logran levantarse sobre su desventura individual y se convierten en intérpretes y hasta en salvadores (dolorosos) del destino colectivo.
Pero mi desdicha ha sido siempre doble, porque mi debilidad, mi espíritu contemplativo, mi indecisión, mi abulia, me impidieron siempre alcanzar ese nuevo orden, ese nuevo cosmos que es la obra de arte; y he terminado siempre por caer desde los andamios de aquella anhelada construcción que me salvaría. Y al caer, maltrecho y doblemente entristecido, he acudido en busca de los simples seres humanos.
Así también en aquel momento: todo lo que construía eran torpes y fallidos intentos, y una y otra vez, a cada fracaso, como cada vez que me he sentido solo y confuso, en medio de mi soledad oía quedamente, allá en el fondo de mi espíritu, mezclado a confusos rumores de una madre fantasmal que apenas recordaba, el rumor de Ana María, la única aproximación a una madre carnal que conocí. Era como el eco de aquellas campanas de la catedral sumergida de la leyenda, que la tempestad y el viento sacuden. Y como siempre que mi vida oscurecía, aquel remoto tañido se empezaba a oír con mayor intensidad, como un llamado, como si dijera "no olvides que siempre estoy aquí, que siempre puedes acudir a mi lado". Y de pronto, uno de aquellos días, el llamado creció hasta ser irresistible. Y entonces salté de la cama, donde pasaba largas horas de cavilación inútil, y corrí con la repentina y ansiosa idea de que debía haber acudido antes, mucho antes, para recuperar lo que quedaba de aquella infancia, de aquel río, de aquellas lejanas tardes de la estancia, de Ana María. De Ana María.
Me equivocaba, pues no siempre nuestras ansiedades nos conducen a la verdad. Aquel reencuentro con Georgina fue más bien un desencuentro y el comienzo de una nueva desventura que en cierto modo ha perdurado hasta ahora y que seguramente proseguirá hasta mi muerte. Pero esta historia no es ya la que a usted le interesa.
Sí, claro: la vi en numerosas ocasiones, caminé con ella por esas calles, fue bondadosa conmigo. Pero ¿quién ha dicho que sólo pueden hacernos sufrir los malvados?
No sólo era callada sino que sus palabras eran reticentes, como si viviera bajo un perpetuo temor. No fueron sus palabras las que me explicaron lo que Georgina era en aquel momento de su vida ni los sufrimientos que padecía. Fueron sus pinturas. ¿Le dije que ella pintaba desde niña?
No vaya a creer que sus cuadros me dijeran cosas directas, pues en ellos no había ni siquiera figuras humanas, y mucho menos anécdota. Eran naturalezas muertas: una silla al lado de una ventana, un florero. Pero, qué milagro: uno dice "silla" o "ventana" o "reloj", palabras que designan meros objetos de ese frígido e indiferente mundo que nos rodea, y sin embargo de pronto transmitimos algo misterioso e indefinible, algo que es como una clave como un patético mensaje de una profunda región de nuestro ser. Decimos "silla" pero no queremos decir "silla", y nos entienden. O por lo menos nos entienden aquellos a quienes está secretamente destinado el mensaje, críptico, pasando indemne a través de las multitudes indiferentes y hostiles. Así que ese par de zuecos, esa vela, esa silla no quiere decir ni esos zuecos, ni esa vela macilenta, ni aquella silla de paja, sino Van Gogh, Vincent (sobre todo Vincent): su ansiedad, su angustia, su soledad; de modo que son más bien su autorretrato, la descripción de sus ansiedades más profundas y dolorosas. Sirviéndose de aquellos objetos externos e indiferentes, esos objetos de ese mundo rígido y frío que está fuera de nosotros, que acaso estaba antes de nosotros y que muy probablemente seguirá permaneciendo, indiferente y helado, cuando hayamos muerto, como si esos objetos no fueran más que temblorosos y transitorios puentes (como las palabras para el poeta) para salvar el abismo que siempre se abre entre uno y el universo; como si fueran símbolos de aquello profundo y recóndito que refleja; indiferentes y objetivos y grises para los que no son capaces de entender la clave pero cálidos y tensos y llenos de intención secreta para los que la conocen. Porque en realidad esos objetos pintados no son los objetos de aquel universo indiferente sino objetos creados por aquel ser solitario y desesperado, ansioso de comunicarse, que hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el cuerpo: impregnándolo de sus anhelos y sentimientos, manifestándose a través de las arrugas carnales, del brillo de sus ojos, de las sonrisas y de las comisuras de sus labios; como un espíritu que trata de manifestarse (desesperadamente) con el cuerpo ajeno, y a veces groseramente ajeno, de una histérica o de una médium profesional y fría.
Así yo también pude saber algo de lo que pasaba en la parte más oculta, y por mí más añorada, del alma de Georgina.
¿Para qué, Dios mío? ¿Para qué?
Durante días rondó la casa, esperando que retiraran la vigilancia. Se limitaba a mirar desde lejos lo que quedaba de aquel cuarto en que había conocido el éxtasis y la desesperación: un esqueleto ennegrecido por las llamas al que intentaba acercarse la escalera de caracol como con un retorcido y patético gesto. Y cuando anochecía, sobre las paredes apenas iluminadas por el foco de la esquina se abrían los huecos de la puerta y de la ventana como cuencas de una calavera calcinada.
¿Qué buscaba, para qué quería entrar? No habría podido responder. Pero pacientemente esperó que aquella inútil vigilancia fuese retirada, y entonces, esa misma noche escaló la verja y entró. Con una linterna hizo el mismo recorrido que un milenio antes había hecho con ella por primera vez, en una noche de verano: bordeó el caserón y caminó hacia el Mirador. Todo aquel corredor, así como las dos piezas que estaban debajo del Mirador, y el depósito eran simples paredes negras y cenicientas.
La noche estaba fría y nublada, el silencio de la madrugada era profundo. Se oyó el eco lejano de una sirena de barco y luego nuevamente la nada. Durante un rato Martín permaneció inmóvil, pero agitado. Entonces (pero no podría ser sino el resultado de su imaginación tensa) oyó débil pero nítidamente la voz de Alejandra, que sólo dijo "Martín". El muchacho, destruido, apoyó su cuerpo sobre la pared y así se mantuvo durante muchísimo tiempo.
Por fin pudo vencer aquel abatimiento y se encaminó hacia la casa. Sentía necesidad de entrar, de ver una vez más aquella estancia del abuelo donde de alguna manera parecía cristalizado el espíritu de los Olmos, donde desde viejos retratos ojos premonitorios de los de Alejandra miraban para siempre.
El zaguán estaba cerrado con llave. Volvió atrás y observó que una de las puertas estaba clausurada con cadena y candado. Buscó entre los restos del incendio una barra adecuada y con ella hizo saltar una de las argollas a la que estaba unida la cadena: no fue difícil, la vieja madera estaba podrida. Entró por el pasillo aquel, y a la luz de la linterna todo resultaba más disparatado, más semejante a una casa de remate.
En la pieza del viejo todo se mantenía igual, excepto la silla de ruedas, que faltaba: el viejo quinqué, los retratos al óleo de señoras con peinetones y caballeros pintados por Pueyrredón, la consola, el espejo veneciano.
Buscó la miniatura de Trinidad Arias y volvió a contemplar el rostro de aquella mujer hermosa cuyos rasgos aindiados parecían el murmullo secreto de los rasgos de Alejandra, un murmullo apagado entre conversaciones de ingleses y conquistadores españoles.
Le pareció estar ingresando en un sueño, como en aquella noche en que con Alejandra entraron en la misma habitación; sueño ahora ahondado por el fuego y por la muerte. Desde las paredes parecían observarlo aquel caballero y aquella dama de peinetón. El alma de guerreros, de locos, de cabildantes y sacerdotes fue entrando invisiblemente en la estancia y pareció que contaban historias de conquistas y batallas.
Y sobre todo, el espíritu de Celedonio Olmos, abuelo del abuelo de Alejandra. Allí mismo, quizá en ese sillón, ha recordado durante los años de su vejez aquella última retirada, aquella final, que ningún sentido tiene para los hombres sensatos, después del desastre de Famaillá, deshechas las fuerzas de la Legión por el ejército de Oribe, divididas por la derrota y la traición, enturbiadas por la desesperanza.
Ahora marchan hacia Salta por senderos desconocidos, senderos que sólo ese baqueano conoce. Son apenas seiscientos derrotados. Aunque, él, Lavalle, cree todavía en algo, porque él siempre parece creer en algo, aunque sea, como piensa Iriarte, como murmuran los comandantes Ocampo y Hornos, en quimeras y fantasmas. ¿A quién va a enfrentar con estos desechos, eh? Y sin embargo, ahí va adelante, con su sombrero de paja y la escarapela celeste (que ya no es celeste ni nada) y su poncho celeste (que tampoco es ya celeste, que poco a poco ha ido acercándose al color de la tierra), imaginando vaya a saber qué locas tentativas. Aunque también es probable que esté tratando de no entregarse a la desesperanza y la muerte.
El alférez Celedonio Olmos está luchando sobre su caballo para retener sus dieciocho años, porque siente que su edad está al borde de un abismo y puede caer en cualquier momento en grandes profundidades, en edades inconmensurables. Todavía sobre su caballo, cansado, con su brazo herido, observa allí delante a su jefe y a su lado al coronel Pedernera, pensativo y hosco, y está luchando por defender esas torres, aquellas claras y altivas torres de su adolescencia, aquellas palabras refulgentes que con sus grandes mayúsculas señalan las fronteras del bien y del mal, aquellas guardias orgullosas del absoluto. Se defiende en esas torres todavía. Porque después de ochocientas leguas de derrotas y deslealtades, de traiciones y disputas, todo se ha vuelto turbio. Y perseguido por el enemigo, sangrante y desesperado, sable en mano, ha ido subiendo uno a uno los escalones de aquellas torres en otro tiempo resplandecientes y ahora ensuciadas por la sangre y la mentira, por la derrota y la dada. Y defendiendo cada escalón, mira a sus camaradas, pide silenciosa ayuda a quienes están librando combates parecidos: a Frías, a Lacasa quizá. Oye a Frías que dice a Billinghurst: "Nos abandonarán, estoy seguro", mirando a los comandantes de los escuadrones correntinos.
"Están listos a traicionarnos", piensan los del escuadrón porteño.
Sí. Hornos y Ocampo, que cabalgan juntos. Y los otros los observan y malician la traición o el abandono. Y cuando Hornos se separa de su compañero y se acerca al general todos tienen un mismo pensamiento. Lavalle ordena hacer alto, entonces, y aquellos hombres hablan. ¿Qué hablan, qué discuten? Y luego, mientras la marcha se reanuda, se propagan las palabras contradictorias y terribles: lo han emplazado, lo han querido persuadir, le han anunciado su separación. Y también cuentan que Lavalle dijo: "Si no hubiera más esperanzas ya no trataría de proseguir la lucha, pero los gobiernos de Salta y Jujuy nos ayudarán, nos proporcionarán hombres y pertrechos, nos haremos fuertes en la sierra: Oribe tendrá que distraer buena parte de su fuerza con nosotros, Lamadrid resistirá en Cuyo".
Y entonces, cuando alguien murmura "Lavalle está ahora completamente loco" el alférez Celedonio Olmos desenvaina el sable para defender aquella última parte de la torre y se lanza contra aquel hombre, pero es detenido por sus amigos, y el otro es acallado y vituperado, porque, sobre todo (dijeron), sobre todo, es necesario mantenerse unidos y evitar que el general vea u oiga nada. "Como (pensó Frías) si el general durmiera y hubiese que velar su sueño, ese sueño de quimeras. Como si el general fuera un niño loco pero puro y querido y ellos fuesen sus hermanos mayores, su padre y su madre, y velasen su sueño."
Y Frías y Lacasa y Olmos miran a su jefe, temerosos de que haya despertado, pero felizmente sigue soñando, cuidado por su sargento Sosa, el sargento invariable y eterno, inmune a todos los poderes de la tierra y del hombre, estoico y siempre callado.
Hasta que aquel sueño de las ayudas, de la resistencia, de los pertrechos, de los caballos y hombres es roto brutalmente en Salta: la gente ha huido, el pánico reina en sus calles, Oribe está a nueve leguas de la ciudad, y nada es posible.
"¿Lo ve, ahora, mi general?", le dice Hornos.
Y Ocampo le dice: "Nosotros, los restos de la división correntina, hemos decidido cruzar el Chaco y ofrecer nuestro brazo al general Paz".
Anochece en la ciudad caótica.
Lavalle ha bajado la cabeza y nada responde.
¿Qué, sigue soñando? Los comandantes Hornos y Ocampo se miran. Pero por fin Lavalle contesta:
– Nuestro deber es defender a nuestros amigos de estas provincias. Y si nuestros amigos se retiran hacia Bolivia, debemos ser los últimos en hacerlo; debemos cubrir sus espaldas. Debemos ser los últimos en dejar el territorio de la patria.
Los comandantes Piornos y Ocampo vuelven a mirarse y un solo y mismo pensamiento tienen: "Está loco". ¿Con qué fuerzas podría cubrir esa retirada, cómo? Lavalle, con los ojos fijos en el horizonte, repite sin oír nada:
– Los últimos.
Los comandantes Hornos y Ocampo piensan: "Lo mueven el orgullo, su maldito orgullo y acaso el resentimiento hacia Paz'. Dicen:
– Mi general, lo sentimos. Nuestros escuadrones se unirán a las fuerzas del general Paz.
Lavalle los mira, luego inclina su cabeza. Sus arrugas aumentan en cada instante, años de vida y de muerte se desploman sobre su alma. Cuando levanta su cabeza y vuelve a mirarlos, ya es un viejo:
– Está bien, comandante. Les deseo buena suerte. Ojalá el general Paz pueda proseguir esta lucha hasta el fin. esta lucha para la que, al parecer, ya no sirvo.
Los restos de la división de Hornos se alejan al galope, observados en silencio por los doscientos hombres que quedan al lado de su general. Sus corazones están encogidos y en sus mentes hay un único pensamiento: "Ahora todo está perdido". Sólo les queda esperar la muerte al lado del jefe. Y cuando Lavalle les dice: "Resistiremos, verán, haremos guerra de guerrillas en la sierra", ellos permanecen callados, mirando hacia el suelo. "Marcharemos hacia Jujuy, por el momento. " Y aquellos hombres, que saben que ir hacia Jujuy es desatinado, que no ignoran que la única forma de salvar al menos sus vidas es tomar hacia Bolivia por senderos desconocidos, dispersarse, huir, responden: "Bien, mi general". Porque ¿quién ha de ser capaz de quitarle los últimos sueños al general niño?
Ahí van, ahora. No son ni doscientos esos hombres. Marchan por el camino real hacia la ciudad de Jujuy. ¡Por el camino real!
Del Castillo, le dijo. Alejandra, le dijo. ¿Qué, cómo? Eran palabras sueltas, incoherentes, pero por fin muerte, incendio, despertaron el asombro de aquel hombre. Y aunque sintió que hablar con él de Alejandra era como el intento de rescatar una piedra preciosa de una mezcla de barro y excrementos, se lo dijo. Bueno, está bien. Y cuando llegó Bordenave, lo miró con una mirada inquisitiva que demostraba desconcierto y temor: un Bordenave muy distinto al de la primera vez. No podía hablar. Tome -le aconsejó. Su garganta estaba reseca y se sentía tan débil. Quería hablarle sobre… Pero se quedó sin saber cómo continuar, mirando el vaso vacío. Tome. Pero de pronto pensó que aquello era inútil y torpe: ¿de qué podrían hablar? Con el alcohol su cabeza se volvía cada vez más confusa y el mundo más caótico. Alejandra -dijo otra persona-. Sí, todo se volvía un caos. También aquel individuo era distinto: le parecía verlo solícito, inclinado hacia él, casi cariñoso. Muchos años analizó aquel momento ambiguo y después, cuando volvió del sur, lo comentó con Bruno. Y Bruno pensó que al maltratarla a Alejandra, Bordenave se vengaba no sólo por él mismo sino también por Martín, como esos bandidos de Calabria que robaban a los ricos para dar a los pobres. Pero, un momento, todavía no era nada claro todo aquello. Porque, en primer lugar, ¿por qué él mismo se vengaba de Alejandra? ¿De qué agravios, de qué insultos o humillaciones? Alguna palabra de las que a través de aquella confusión Martín recordaba era bien significativa: habló de desprecio. Pero a Bruno más bien le pareció que era odio y resentimiento hacia ella; y nadie desprecia a quien odia, pues se desprecia a quien de alguna manera es inferior y se experimenta resentimiento hacia seres que son superiores. De modo que Bordenave la maltrató o maltrataba (era difícil determinar el tiempo exacto del verbo con tan pocos elementos de juicio) para satisfacer un oscuro rencor. Rencor o sentimiento muy típico de cierto argentino que ve a la mujer como a un enemigo y que jamás le perdona un desaire o una humillación; desaire o humillación muy fácil de imaginar, conociendo a las dos personas en juego, pues era casi seguro que Bordenave tenía la suficiente inteligencia o intuición para comprender la superioridad de Alejandra, y era lo suficientemente argentino para sentirse humillado por sentirse incapaz de lograr algo más que el dominio del cuerpo de ella, por sentirse supervisado, ironizado y menospreciado en el plano para él inaccesible del espíritu de Alejandra. Y por la idea, aun más exasperante, de que ella lo utilizaba como seguramente utilizaba a muchos otros, como un simple instrumento: instrumento al parecer de una retorcida venganza que nunca llegó a comprender. Motivos todos por los cuales se sentiría inclinado a considerar con simpatía a Martín, no sólo por no considerarlo rival, no sólo por fraternidad ante el enemigo común, sino porque al herir a un muchacho tan desvalido Alejandra se volvía un ser más vulnerable, hasta el punto de poder ser atacado por el propio Bordenave. Como si odiando a un rico por su fortuna, y comprendiendo que ese sentimiento es bajo y deshonroso, aprovechase alguna de sus fallas más groseras (por ejemplo, su mezquindad) para detestarlo sin ninguna clase de escrúpulos. Pero nada de esto pudo cavilar en ese momento, sino mucho tiempo después. Fue como si le extrajesen el corazón y se lo machacaran contra el suelo con una piedra; o como si se lo arrancaran con un cuchillo mellado y luego se lo desgarraran con las uñas. Los sentimientos confundidos, la sensación de total insignificancia, el mareo, la confirmación inmediata de que aquel hombre había sido amante de Alejandra, todo contribuía a impedirle hablar. Bordenave lo miraba perplejo. Pero ¿para qué, además? Ella está ahora muerta -comentó-. Martín mantenía su cabeza hacia abajo. Sí, ¿para qué ese querer saber, ese absurdo deseo de ir hasta el fin? Martín no lo sabía y, aunque lo hubiese intuido oscuramente, tampoco habría podido expresarlo en palabras. Pero algo lo empujaba insensatamente. Bordenave lo consideraba, parecía pesar algo, medir la dosis de una droga tremenda.
– Tome -le decía, dándole coñac-, usted se siente mal. Tome.
Y como si de pronto hubiese tenido una inspiración, se dijo: "sí, quiero emborracharme, quiero morirme", mientras oía que Bordenave le decía algo como "sí, en el otro piso, arriba, sabe", mirándolo con cuidado mientras Martín volvía a tomar. Todo empezó pronto a moverse, sentía náuseas, las piernas se le aflojaban. Su estómago, vacío desde la noche del incendio, parecía llenarse de algo hirviente y repugnante. Y mientras haciendo un gran esfuerzo subía a aquel lugar infame, como entre sueños, a través del ventanal, vio el río. Y con una sensación de lástima hacia sí mismo y de ridículo, pensó: "nuestro río". Se veía pequeño como un chiquilín y sentía pena, como si se tuviera delante. Y en la oscuridad pesada de aquel lugar no veía nada. Un intenso perfume aumentó sus ganas de vomitar entre todos aquellos almohadones en el suelo mientras Bordenave abría aquel placard que de pronto era un combinado y decía "muy débil", agregando algo sobre el secreto y comentando "bandoleros, imagínese luego, estos documentos", algo así como una trampa, y le pareció oír algo de negocios, el otro individuo era un sujeto de enorme importancia, que a él, a Bordenave, le interesaba mucho por el asunto de la fábrica de aluminio (y de paso, pensaba Bruno, quién sabe qué clase de venganza así armaba contra Alejandra, venganza tortuosa y masoquista, pero venganza al fin), y, como tenía que saberlo, ya que tanto se empeñaba, era bueno que lo supiera, ella sentía un grandísimo placer en acostarse por dinero, mientras ponía en funcionamiento aquel aparato, y él, Martín, sin siquiera poder pedirle a Bordenave que detuviera la máquina abominable, de modo que tuvo que oír palabras y gritos, y también gemidos, en una aterradora, tenebrosa e inmunda mezcla. Pero entonces una fuerza sobrehumana le permitió reaccionar y bajar corriendo como un perseguido, tropezando, cayendo, volviendo a levantarse y llegando por fin a la calle, donde el aire helado y la llovizna lo despertaron por fin de aquel hediondo infierno a una frígida muerte. Y empezó a ambular lentamente, como un cuerpo sin alma y sin piel, caminando sobre pedazos de vidrio y empujado por una multitud implacable.
No son ni siquiera doscientos hombres, y ni siquiera son soldados ya: son seres derrotados y sucios, y muchos de ellos ya tampoco saben por qué combaten y para qué. El alférez Celedonio Olmos, como todos ellos, cabalga ceñudo y silencioso, recordando a su padre, el capitán Olmos, y a su hermano, muertos en Quebracho Herrado.
Ochocientas leguas de derrotas. Ya no comprende nada, y las malignas palabras de Iriarte le vuelven constantemente: el general loco, el hombre que no sabe lo que quiere. ¿Y no había abandonado la Solana Sotomayor a Brizuela por Lavalle? Lo está viendo ahora a Brizuela: desgreñado, borracho rodeado de perros. ¡Que ningún enviado de Lavalle se acerque! Y ahora mismo ¿no marcha a su lado esa muchacha salteña? Ya nada entiende. Y todo era tan nítido dos años antes: la Libertad o la Muerte. Pero ahora…
El mundo se ha convertido en un caos. Y piensa en su madre, en su infancia. Pero vuelve a presentársele la figura del brigadier Brizuela: un mañero vociferante de trapo sucio. Los mastines lo rodean, rabiosos. Y luego vuelve a tratar de recordar aquella infancia.
Caminaba sin ver a su alrededor, mientras restos de pensamientos eran nuevamente fragmentados por violentas emociones, como edificios destruidos por un terremoto que son sacudidos por nuevos temblores.
Tomó un ómnibus y la sensación de que el mundo no tenía sentido se le presentó con mayor fuerza: un ómnibus que corría con tanta decisión y potencia hacia alguna parte que a él no le interesaba, un mecanismo tan preciso, técnicamente tan eficaz, llevándolo a él, que no tenía ningún objetivo ni creía ya en nada ni esperaba nada ni necesitaba ir a alguna parte; un caos transportado con horarios exactos, tarifas, cuerpos de inspectores, ordenanzas de tránsito. Y estúpidamente había tirado las inyecciones para el corazón y buscarlo ahora a Pablo para eso era como ir a un baile para encontrar a Dios o al Diablo. Pero el tren, el paso a nivel de la calle Dorrego, tal vez allí, un instante y se acabó, recordaba aquella vez el gentío, qué pasa, qué pasa, no se podía llegar hasta el centro del gentío, se oía qué horror, lo agarró descuidado, qué esperanza, qué está diciendo, se tiró adrede, se quiso matar y otro que gritaba aquí hay un zapato con un pie. O tal vez el agua, el puente de la Boca, pero el agua aceitosa allá abajo y acaso la posibilidad de dudar o arrepentirse en aquellos segundos de la caída, fragmentos de tiempo que pueden ser quién lo sabe existencias enteras, monstruosas y vastas como los segundos de una pesadilla. O encerrarse y abrir la llave del gas y tomar muchas píldoras como Juan Pedro, pero Nené dejó una rendija de la ventana, pobre Nené pensó con ironía cariñosa. Y su sonrisa en medio de la tragedia era como un solcito que fugazmente apareciera en un día tormentoso y frígido de grandes inundaciones y maremotos, mientras el guarda gritaba ¡terminal! y los últimos pasajeros bajaban qué, qué, dónde estaba, a ver sí, la avenida General Paz, eso es, una gran torre, de un zaguán salió un chiquilín corriendo y desde dentro una mujer, la madre seguramente, le gritaba te voy a dar bandido, y el chiquilín con su terror corrió hasta la esquina y allí dobló; tenía un pantaloncito marrón y un pullover colorado contra el cielo lluvioso y gris como una pequeña y transitoria belleza, por la misma vereda vio una muchacha de barrio con un impermeable amarillo y pensó va a hacer compras al almacén o facturas para tomar con mate, la madre o el padre jubilado le habría dicho linda tarde para matear con facturas, andá y compra algo, o acaso uno de esos muchachos que ellas llaman simpatía, que estaría franco y habría ido a charlar con ella, o a lo mejor la mandaba el hermano que tenía un tallercito por ahí mismo porque ahora veía un pequeño garaje donde había un hombre joven que podía ser el hermano con overall azul manchado de grasa y una llave inglesa en la mano que le decía al aprendiz andá Perico y pedile el cargador, y el aprendiz salía a paso rápido, pero todo era como un sueño y para qué todo: cargadores, llaves inglesas y mecánicos, y sentía pena por el chiquilín aterrorizado porque, pensaba, todos estamos soñando y entonces para qué ese castigo del chico y para qué arreglar autos y tener simpatías y luego casarse y tener hijos que también sueñen que viven y tengan que sufrir, ir a la guerra o luchar o desesperanzarse por simples sueños. Caminaba a la deriva, como un bote sin tripulantes arrastrado por corrientes indecisas, y realizaba movimientos mecánicos como los enfermos que han perdido casi totalmente la voluntad y la conciencia y sin embargo se dejan mover por los enfermeros y obedecen las indicaciones con oscuros restos de aquella voluntad y de aquella conciencia aunque no saben para qué. El 493, pensó, voy hasta Chacarita y después tomo el subte hasta Florida, después camino hasta el hotel. Así que subió al 493 y mecánicamente pidió boleto y durante media hora siguió viendo fantasmas que soñaban cosas activísimas, en la estación Florida salió por la calle San Martín, caminó por Corrientes hasta Reconquista y desde allí se dirigió al hospedaje Warszwa, Comodidades para Caballeros, subió por las escaleras sucias y rotas hasta el cuarto piso, y se arrojó sobre el camastro como si durante siglos hubiese recorrido laberintos.
Pedernera mira a Lavalle, que marcha un poco adelante, con sus bombachas gauchas, su arremangada y rota camisa, un sombrero de paja. Está enfermo, flaco, caviloso: parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle del Ejército de los Andes… ¡Cuántos años han pasado! Veinticinco años de combates, de glorias y de derrotas. Pero al menos en aquel tiempo sabían por lo que combatían: querían la libertad del continente, luchaban por la Patria Grande. Pero ahora… Ha corrido tanta sangre por los ríos de América, han visto tantos atardeceres desesperados, han oído tantos alaridos de combates entre hermanos. Ahí mismo, sin ir más lejos, viene Oribe: ¿no luchó junto con ellos en el Ejército de los Andes? ¿Y Dorrego?
Pedernera mira sombríamente hacia los cerros gigantes, con lentitud su mirada recorre el desolado valle, parece preguntar a la guerra cuál es el secreto del tiempo…
La oscuridad del crepúsculo se posesionaba sigilosamente de los rincones e iba haciendo desaparecer en la nada los colores y las cosas. El espejo del roperito, trivial y barato, fue asumiendo la misteriosa importancia que todos los espejos (baratos o no) asumen en la noche, como ante la muerte todos los hombres asumen la misma misteriosa profundidad, sean mendigos o monarcas.
Y sin embargo quería verla, todavía.
Encendió la luz del veladorcito y se sentó en el borde de su cama. Sacó la gastada foto de uno de los bolsillos interiores y, acercándose un poco más al velador, la contempló con cuidado, como si examinase un documento poco legible, de cuya correcta interpretación dependen acontecimientos de gran importancia. De los muchos rostros que (como todos los seres humanos) Alejandra tenía, aquél era el que más le pertenecía a Martín; o, por lo menos, el que más le había pertenecido: era la expresión profunda y un poco triste del que anhela algo que sabe, por anticipado, que es imposible; un rostro ansioso pero ya de antemano desesperanzado, como si la ansiedad (es decir, la esperanza) y la desesperanza pudieran manifestarse a la vez. Y, además, con aquella casi imperceptible pero sin embargo violenta expresión de desdén contra algo, quizá contra Dios o la humanidad entera o, más probablemente, contra ella misma. O contra todo junto. No sólo de desdén, sino de desprecio y hasta de asco. Y no obstante él había besado y acariciado aquella temible máscara en una época que ahora le parecía remotísima, aunque se hubiese prolongado hasta poco tiempo atrás; del mismo modo que apenas despertamos ya parecen estar a inconmensurable distancia las imprecisas imágenes que nos conmovieron en el sueño o que nos aterrorizaron en las pesadillas. Y ahora, muy pronto, aquel rostro desaparecería para siempre con la pieza, con Buenos Aires, con el universo entero, con su propia memoria. Como si todo no hubiese sido más que una gigantesca fantasmagoría levantada por un hechicero irónico, y malvado. Y mientras profundizaba en aquella imagen estática, en aquella especie de símbolo de la imposibilidad, en el caos de su cabeza parecía vislumbrar, aunque muy confusamente, la idea de que no se mataba por ella, por Alejandra, sino por algo más hondo y permanente que no alcanzaba a definir: como si Alejandra hubiese sido nada más que uno de esos falsos oasis que prolongan la desesperada travesía en un desierto y cuyo desvanecimiento puede impulsar a la muerte, siendo que la causa última de la desesperación (y por lo tanto de la muerte) no es el falso oasis sino el desierto, implacable e infinito.
Su cabeza era un torbellino, pero un torbellino lento y pesado, no de aguas transparentes (aunque furiosas) sino de una pegajosa mezcla de residuos, de grasa y de cadáveres descompuestos junto a bellas fotografías desamparadas y restos de queridos objetos, como en las grandes inundaciones. Se veía en una siesta solitaria, caminando por la ribera del Riachuelo, "como un guachito" (le había oído decir una vez a un vecino), triste y solitario, cuando, después de la muerte de su abuela había puesto todo su cariño en el Bonito, que corría delante de él, que saltaba y perseguía algún gorrión, que ladraba alegremente. "Qué feliz es ser perro", había pensado entonces y se lo había dicho a don Bachicha, que lo había escuchado pensativo, fumando su pipa. Y de pronto, en medio de aquella confusión de ideas y sentimientos, también recordó un verso: no de Dante ni de Homero sino de un poeta tan callejero y tan humilde como el Bonito. "Dónde estaba Dios cuando te fuiste", se había preguntado aquel desdichado. Sí, dónde estaba Dios cuando su madre saltaba a la cuerda para matarlo. Y dónde estaba cuando al Bonito lo aplastó el camión de la Anglo: a Bonito, a un pobre e insignificante ser en el mundo, echando sangre por la boca, con toda la parte posterior de su cuerpito convertido en una inmunda pasta y con sus ojos mirándolo tristemente a él, en su espantosa agonía como haciéndole una pregunta muda y humilde; un ser que ninguna culpa tenía que pagar, ni suya ni de los demás, tan pequeño y tan pobre cosa como para merecer al menos la justicia de una muerte apacible, adormecido en su vejez, rememorando algún charco en verano, alguna larga caminata por el borde del Riachuelo en tiempos remotos y felices. Y dónde estaba Dios cuando Alejandra estaba con aquella inmundicia. Y también vio de pronto aquella escena del noticioso que nunca había podido olvidar, del noticioso que Alvarez guardaba en su casa y que lo pasaba siempre, con una especie de masoquismo; y volvía a ver, siempre, siempre, aquel chico de siete u ocho años, en el éxodo a través de los Pirineos, en medio de la nieve, entre docenas de miles de hombres y mujeres huyendo hacia Francia, solo y desvalido, corriendo a torpes saltitos con su única pierna y su muletita improvisada, en medio de la aterradora y huyente multitud anónima, como si la pesadilla de los bombardeos en Barcelona no terminase nunca y como si no
hubiese dejado únicamente su pierna allá, en alguna noche infernal y anónima, sino que desde días que parecían siglos hubiera ido dejando trozos de su alma, arrastrados por la soledad y el miedo.
Y súbitamente fue sacudido por la idea.
Surgió de su alma exaltada como una descarga entre negros nubarrones de tormenta. Si el universo tenía alguna razón de ser, si la vida humana tenía algún sentido, si Dios existía, en fin, que se presentase allí, en su propio cuarto, en aquel sucio cuarto de hospedaje. ¿Por qué no? ¿Por qué hasta había de negarse a ese desafío? Si existía, Él era el fuerte, el poderoso. Y los fuertes, los poderosos pueden permitirse el lujo de alguna condescendencia. ¿Por qué no? ¿A quién haría bien, no presentándose? ¿Qué clase de orgullo podría así satisfacer? Hasta la madrugada, se dijo con una especie de placer rencoroso: el plazo definido y fijo lo hacía sentir de pronto dotado de un terrible poder y aumentaba su resentida satisfacción, como si se dijera ahora vamos a ver. Y si no se presentaba, se mataría.
Se levantó agitado, como renovado por una vitalidad repentina y monstruosa.
Empezó a caminar nerviosamente de un lado a otro, mordiéndose las uñas y pensando, pensando como en un avión que cayese a tierra dando vueltas vertiginosas y al que, merced a un esfuerzo sobrehumano, lograse enderezar precariamente. Y de pronto se quedó paralizado y en tensión por un indefinido pavor.
Además, si Dios se aparecía, ¿cómo lo haría? ¿Y qué sería? ¿Una presencia infinita y aterradora, una figura, un gran silencio, una voz, una especie de suave y tranquilizadora caricia? ¿Y si se aparecía y él era incapaz de advertirlo? Entonces se mataría inútil y equivocadamente.
El silencio en el cuarto era grande: apenas se oían los murmullos de la ciudad, allá abajo.
Pensó que cualquiera de esos murmullos podía ser significativo. Se sintió como si, perdido en medio de una agitada muchedumbre de millones de seres humanos, debiera reconocer el rostro de un desconocido que le trae un mensaje salvador y del que no sabe más que eso: que es el portador del mensaje que puede salvarlo.
Se sentó en el borde de la cama: tiritaba, su cara ardía. Pensó: No sé, no sé, que se presente de cualquier modo. De cualquier modo. Si existía y quería salvarlo, ya sabría cómo debería hacerlo para no pasar inadvertido. Este último pensamiento lo tranquilizó por un instante y se recostó. Pero en seguida la agitación recomenzó y pronto se hizo insoportable. Nuevamente empezó a recorrer su cuarto, cuando de pronto se encontró en la calle, caminando al azar, como un náufrago que perdidas todas sus fuerzas, echado en el fondo de su bote, deja que su bote sea arrastrado por la tempestad y los vientos huracanados.
Son ya quince horas de marcha hacia Jujuy. El general va enfermo, hace tres días que no duerme, agobiado y taciturno se deja llevar por su caballo, a la espera de las noticias que habrá de traer el ayudante Lacasa.
¡Las noticias del ayudante Lacasa!, piensan Pedernera y Danel y Artayeta y Mansilla y Echagüe y Billinghurst y Ramos Mejía. Pobre general, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo.
Y ahí llega Lacasa, reventando caballos para decir lo que todos ellos saben.
Así que no se acercan, no quieren que el general advierta que ninguno de ellos se sorprende del informe. Y desde lejos, apartados, callados, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo, siguen aquel diálogo absurdo, aquel informe negro: todos los unitarios han huido hacia Bolivia.
Domingo Arenas, jefe militar de la plaza, obedece ya a los federales y espera a Lavalle para terminarlo. "Huyan hacia Bolivia por cualquier atajo", recomendó el doctor Bedoya, antes de dejar la ciudad. ¿Qué hará Lavalle? ¿Qué puede hacer nunca el general Lavalle? Todos ellos lo saben, es inútil: jamás dará la espalda al peligro. Y se disponen a seguirlo hacia aquel último y mortal acto de locura. Y entonces da la orden de marcha hacia Jujuy.
Pero es evidente: aquel jefe envejece por horas, siente que la muerte se aproxima, y, como si debiese hacer el recorrido natural pero acelerado, aquel hombre de cuarenta y cuatro años ya tiene algo en su manera de mirar, en una pesada curva de las espaldas, en cierto cansancio final que anuncia la vejez y la muerte. Sus camaradas lo miran desde lejos.
Siguen con sus ojos aquella ruina querida.
Piensa Frías: "Cid de los ojos azules".
Piensa Acevedo: "Has peleado en ciento veinticinco combates por la libertad de este continente".
Piensa Pedernera: 'Ahí marcha hacia la muerte el general Juan Galo de Lavalle, descendiente de Hernán Cortés y de Don Pelayo, el hombre a quien San Martín llamó el primer espada del Ejército Libertador, el hombre que llevando la mano a la empuñadura de su sable impuso silencio a Bolívar".
Piensa Lacasa: "En su escudo un brazo armado sostiene una espada, una espada que no se rinde. Los moros no lo abatieron, y después tampoco fue abatido por los españoles. Y tampoco ahora ha de rendirse. Es un hecho".
Y Damasita Boedo, la muchacha que cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto piensa "General: querría que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que durmieses acunado por mis brazos. El mundo nada podría contra ti, el mundo nada puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu madre, general. Mírame, dime que me quieres, dime que necesitas mi ayuda".
Pero el general Juan Galo de Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma, guardados bajo siete llaves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara gastada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban cuando
casi eran niños, todavía: cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo no habían cumplido su obra de devastación; cuando en aquellos tiernos contactos de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: "Dolores, murmura, con una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre las cenizas que apartamos para tener un poco y último calorcito en una desolada montaña.
Y Damasita Boedo, que lo observa con angustiosa atención, que casi lo oye murmurar aquel nombre lejano y querido, mira ahora hacia adelante, sintiendo las lágrimas en sus ojos. Entonces llegan a los aledaños de Jujuy: ya se ven la cúpula y las torres de la Iglesia. Es la quinta de los Tapiales de Castañeda. Es ya de noche. Lavalle ordena a Pedernera acampar allí. Él, con una pequeña escolta, irá a Jujuy. Buscará una casa donde pasar la noche: está enfermo, se derrumba de cansancio y de fiebre.
Sus compañeros se miran: ¿qué se puede hacer? Todo es una locura, y tanto da morir en una forma como en otra.
Vagó sin rumbo, estuvo en cafetines del bajo que alguna vez había recorrido con Alejandra, y a medida que se emborrachaba el mundo fue perdiendo su forma y su solidez: sentía gritos y risas, luces penetrantes horadaban su cabeza, mujeres pintarrajeadas lo abrazaban, hasta que grandes masas de plomo rojo y algodonoso lo aplastaron hacia el suelo y ayudándose con su muletita improvisada avanzaba en medio de una inmensa llanura pantanosa, entre inmundicias y cadáveres, entre excrementos y cangrejales que podían tragarlo y devorarlo, tratando de pisar en firme, abriendo sus ojos desmesuradamente para poder moverse en aquella penumbra hacia aquel rostro enigmático, lejos, como a una legua de distancia, a ras del suelo, como una luna infernal que quisiera alumbrar aquel paisaje repugnante y agusanado, corriendo hacia allá con su muletita, hacia donde el rostro parecía esperarlo y de donde sin duda venía aquel llamado, corriendo y tropezando por la llanura, hasta que de pronto al levantarse lo vio ante sí, casi a su lado, repelente y trágico, como si de lejos hubiese sido engañado por alguna perversa magia y gritó y se incorporó violentamente en la cama. ¡Cálmese, niño! -le decía una mujer, sujetándolo de los brazos-, ¡cálmese ahora!
Pedernera, que duerme sobre su montura, se incorpora nerviosamente: cree haber oído disparos de tercerolas. Pero acaso son figuraciones suyas. En esa noche siniestra ha intentado dormir en vano. Visiones de sangre y muerte lo atormentan.
Se levanta, camina entre sus compañeros dormidos y se llega basta el centinela. Sí, el centinela ha oído disparos, lejos, hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus camaradas, él tiene una sombría intuición, piensa que deben ensillar y mantenerse alerta. Así se empieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle, al galope, gritando: "¡Han matado al general!"
Trataba de pensar, pero su cabeza estaba rellena de plomo líquido y basura. Ya pasa, niño, ya pasa -le decía-. Su cabeza le dolía como si gases a gran presión la forzasen como una caldera. Como a través de viejas y vastas enredaderas de telarañas espesas, advirtió que estaba en una pieza desconocida: frente a su cama entrevió a Carlitos Gardel, de frac, y otra foto, en colores también, de Evita y debajo un florero con flores. Sintió la mano de la mujer en su frente, como si le tomase la temperatura, como su abuela, infinitos años atrás. Empezó a oír el ruido de un calentador, la mujer se había separado de él y le daba presión, y el zumbido del calentador era cada vez más enérgico. También oyó un lloriqueo, de niño de pocos meses, ahí al costado, pero no tenía fuerzas para mirar. Nuevamente fue aplastado hacia el sueño. Por tercera vez se repitió. El mendigo avanzaba hacia él, murmurando palabras ininteligibles, ponía un hatillo en el suelo, lo desataba, lo abría y mostraba su contenido; un contenido que Martín se angustiaba por discernir. Sus palabras eran tan desesperadamente indescifrables como las de una carta que uno sabe que es decisiva para nuestro destino pero que el tiempo y la humedad han borroneado y la han vuelto ilegible.
En el zaguán bañado en sangre, yace el cuerpo del general. Arrodillada a su lado, abrazada a él, llora Damasita Boedo. El sargento Sosa mira aquello como un niño que ha perdido su madre en un terremoto.
Todos corren, gritan. Nadie comprende nada: ¿dónde están los federales? ¿Por qué no han muerto a los demás? ¿Por qué no han cortado la cabeza a Lavalle?
"No saben a quién han matado en la noche ", dice Frías. "Han tirado en la oscuridad." "Está claro", piensa Pedernera. Hay que huir antes que lo comprendan. Da órdenes enérgicas y precisas, el cuerpo es envuelto en el poncho y colocado sobre el tordillo del general, y al galope alcanzan nuevamente los Tapiales de Castañeda, donde espera el resto de la Legión.
Dice el coronel Pedernera: "Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica, en la plaza de la Victoria. Eso nunca habrá de suceder, compañeros. En siete días podemos alcanzar la frontera de Bolivia, y allá descansarán los restos de nuestro jefe".
Divide entonces sus fuerzas, ordena a un grupo de tiradores defender la retirada de la retaguardia, y luego emprenden la marcha final hacia el exilio.
Volvió a oír al nene que lloriqueaba. Bueno, bueno -dijo la mujer, sin dejar de darle el té-. Luego, cuando terminó, lo acomodó en la cama y entonces fue hacia el otro lado, hacia el lado de donde venía el lloriqueo. Canturreó. Martín hizo un esfuerzo y movió su cabeza hacia el costado: estaba inclinada sobre algo, que después vio que era un cajón. Vamos, vamos -decía-. Y canturreaba. Sobre el cajón que servía de cuna había un cromo: Cristo tenía, el pecho abierto como en una lámina Testut y mostraba su corazón con un dedo, en colores. Más abajo había unas estampitas de santos. Y cerca, en otro cajón, estaba el Primus, con una pava encima. Bueno, bueno -repitió con voz cada vez más apagada, y canturreaba un sonsonete, cada vez más imperceptiblemente. Después todo quedó en silencio, pero ella esperó aún un minuto más, siempre agachada sobre el chico, hasta cerciorarse de que dormía. Luego, tratando de no hacer ruido, se volvió hacia donde estaba Martín. Y se durmió
– le dijo, sonriendo-. Y después, inclinándose un poco sobre él y poniéndole la mano sobre la frente, le preguntó: ¿Está mejor? Su mano era callosa. Martín hizo un signo afirmativo. Durmió tres horas. Martín empezaba a tener más lucidez. La miró: los sufrimientos y el trabajo, la pobreza y la desgracia no habían podido borrar del rostro de aquella mujer una expresión dulce y maternal. Se descompuso. Entonces les dije que lo trajeran acá. Martín enrojeció e intentó incorporarse. Pero ella lo retuvo. Espere un momento, quién lo corre. Sonriendo tristemente, agregó: Habló muchas cosas, niño. ¿Qué cosas? -preguntó Martín, avergonzado-. Muchas pero no se entendía bien -contestó la mujer, con timidez, mirando y tocando su pollera con cuidado, como si estuviera examinando una rotura casi invisible. El tono de su voz era el de la suave amonestación que suele tener en algunas madres. Al levantar sus ojos vio que Martín la observaba con una expresión de dolorosa ironía. Quizá ella lo comprendió, porque dijo: Yo también…, no vaya a creer. Vaciló un momento. Pero al menos ahora tengo trabajo acá y puedo tener al nene conmigo. Hay mucho trabajo, eso sí. Pero tengo esta piecita y puedo tener al nene. Volvió a examinar la rotura invisible y alisar la pollera. Y luego… -dijo, sin levantar la vista- hay tantas cosas lindas en la vida. Levantó su mirada y nuevamente encontró la expresión de ironía en la cara de Martín. Y ella volvió a emplear aquel tono de amonestación, mezclada a la compasión y al temor. Sin ir más lejos, míreme a mí, vea todo lo que tengo. Martín miró a la mujer, a su pobreza y su soledad en aquel cuchitril infecto. Tengo al nene -prosiguió ella tenazmente-, tengo esa vitrola vieja con unos discos de Gardel; ¿no le parece hermoso Madreselvas en flor? ¿Y Caminito? Con aire soñador, comentó: Nada hay tan hermoso como la música, eso sí. Dirigió una mirada al retrato en colores del cantor: desde la eternidad, Gardel, deslumbrante con su frac, también parecía sonreírle. Luego, volviendo hacia Martín, prosiguió con su censo: Después están las flores, los pájaros, los perros, qué sé yo… Lástima que el gato del café me comió el canario. Era una gran compañía. No nombra al marido pensó Martín, no tiene marido, o ha muerto o ha sido engañada por cualquiera. Casi con entusiasmo, dijo: ¡Es tan lindo vivir! Mire, niño: yo tengo veinticinco años y ya me da pena porque un día tendré que morirme. Martín la miró: había creído que tenía cuarenta años. Cerró los ojos y quedó pensativo. La mujer creyó que volvía a sentirse mal porque se acercó y nuevamente le puso la mano en la frente. Martín volvió a sentir aquella mano cubierta de callos. Y Martín comprendió que, tranquilizada, aquella mano permanecía un segundo más, torpe pero tiernamente, en una pequeña caricia tímida. Abrió los ojos y dijo: Me parece que el té me ha hecho bien. La mujer pareció sentir una extraordinaria alegría. Martín se sentó en la cama: Me voy -dijo-. Se sentía muy débil y muy mareado. ¿Se siente bien? -preguntó ella, preocupada-. Perfectamente. ¿Cómo se llama usted? Hortensia Paz paraservirausté. Yo me llamo Martín. Martín del Castillo.
Se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique, regalo de su abuela. Le regalo este anillito. La muchacha se puso colorada y se negó. ¿No me dijo usted que en la vida hay alegrías? -preguntó Martín-. Si me acepta este recuerdo tendré una gran alegría. La única alegría que he tenido en el último tiempo. ¿No quiere que me ponga contento? Hortensia seguía vacilando. Entonces se lo puso en la mano y salió corriendo.
Cuando llegó a su cuarto amanecía. Abrió la ventana. Por el este, el Kavanagh iba recortándose poco a poco sobre un cielo ceniciento.
¿Cómo había dicho Bruno una vez? La guerra podía ser absurda o equivocada, pero el pelotón al que uno pertenecía era algo absoluto.
Estaba D'Arcángelo, por ejemplo. Estaba la misma Hortensia.
Un perro, basta.
La noche es helada y la luna ilumina frígidamente la quebrada. Los ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pendientes de los rumores del sur. El Río Grande serpentea como mercurio brillante, testigo indiferente de luchas, expediciones y matanzas. Ejércitos del Inca, caravanas de cautivos, columnas de conquistadores españoles que ya traían su sangre (piensa el alférez Celedonio Olmos) y que cuatrocientos años más tarde vivirán secretamente en la sangre de Alejandra (piensa Martín). Luego, caballerías patriotas rechazando los godos hacia el norte, después los godos volviendo a avanzar hacia el sur, y una vez más los patriotas rechazándolos. Con lanza y tercerola, a espada y cuchillo, mutilándose y degollándose con el furor de los hermanos. Luego noches de silencio mineral en que vuelve a sentirse el solo murmullo del Río Grande, imponiéndose lenta pero seguramente sobre los sangrientos ¡pero tan transitorios! combates entre los hombres. Hasta que nuevamente los alaridos de muerte vuelven a teñirse de rojo y poblaciones enteras huyen hacia abajo, haciendo tabla rasa, incendiando sus casas y destruyendo sus haciendas, para retornar más tarde, una vez más hacia la tierra eterna en que nacieron y sufrieron.
Ciento setenta y cinco hombres vivaquean, pues, en la noche mineral. Y una voz apagada, apenas rasgando una guitarra, canta:
Palomita blanca,
vidalita,
que cruzas el valle,
vé a decir a todos,
vidalita,
que ha muerto Lavalle.
Y cuando el nuevo día amanece remidan la marcha hacia el norte.
El alférez Celedonio Olmos cabalga ahora al lado del sargento Aparicio Sosa, que marcha callado y pensativo.
El alférez lo mira. Durante días se ha venido preguntando. Su alma se ha marchitado en los últimos meses como una flor delicada en un cataclismo planetario. Pero ha empezado a comprender, a medida que más absurda es esa última retirada.
Ciento setenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver.
"Nunca Oribe tendrá la cabeza", le ha dicho el sargento Sosa. Así que en medio de la destrucción de aquellas torres el alférez adolescente empezaba a entrever otra; refulgente indestructible. Una sola. Pero por ella valía la pena vivir y morir.
Lentamente iba naciendo un nuevo día en la ciudad de Buenos Aires, un día como otro cualquiera de los innumerables que han nacido desde que el hombre es hombre.
Desde la ventana, Martín vio a un chico que corría con los diarios de la mañana, tal vez para calentarse, tal vez porque en ese trabajo hay que moverse. Un perro vagabundo, no muy diferente del Bonito, revolvía un tacho de basura. Una muchacha como Hortensia iba a su trabajo.
Pensó también en Bucich, en su Mack con acoplado.
Así que puso sus cosas en la bolsa marinera y bajó las escaleras rotosas.
Lloviznaba, la noche era fría. Un viento desolado, en furiosas ráfagas, arrastraba los papeles de la calle y las hojas secas que iban dejando desnudas las ramas de los árboles.
Frente al galpón hacían los últimos preparativos. La lona, dijo Bucich, con su pucho apagado, sabes, puede llover fuerte. Ataban las riendas, apoyando una pierna sobre el camión, haciendo fuerza. Pasaban obreros, conversando, haciendo chistes, algunos en silencio y cabizbajos. Tirá de ahí, pibe, decía Bucich. Después entraron en el bar: hombres de mameluco azul y sacos de cuero, con botas y borceguíes conversaban ruidosamente, tomaban café y ginebra, comían enormes sandwiches, cruzaban recomendaciones, se hablaba de gente de la ruta: el Flaco, el Entrerriano, Gonzalito. Le daban enormes golpes en la espalda, sobre la campera de cuero, le decían Puchito viejo y peludo, y él sonreía, sin hablar. Y luego, después de terminar aquel salamin y el café negro, le dijo a Martín ahora le metemo, pibe, y saliendo, subió a la cabina y puso en marcha el motor, encendió las luces de posición y empezó su marcha hacia el puente Avellaneda, iniciando el viaje interminable hacia el sur, primero atravesando en la madrugada frígida y lluviosa aquellos barrios que tantos recuerdos traían a Martín; luego, después de cruzar el Riachuelo, los barrios industriales, y luego poco a poco, la ruta más abierta hacia el sudeste; hasta que después del cruce de caminos con La Plata, decididamente hacia el sur, en aquella ruta 3 que terminaba en la punta del mundo, allá, donde Martín imaginaba todo blanco y helado, aquella punta que se inclinaba hacia la Antártida, barrida por los vientos patagónicos, inhóspita pero limpia y pura. Seno de la Ultima Esperanza, Bahía Inútil, Puerto Hambre, Isla Desolación, nombres que había mirado a lo largo de años, desde su infancia allá en el altillo, en largas horas de tristeza y soledad; nombres que sugerían remotas y solitarias regiones del mundo, pero limpios, duros y purísimos; lugares que parecían no haber sido ensuciados aún por los hombres y sobre todo por las mujeres.
Martín le preguntó si conocía bien la Patagonia, Bucich dijo je, sonriendo con benévola ironía.
– Soy de la clase del 1, pibe. Y se puede decir que desde que dejé de gatiar empecé a andar por la Patagonia. ¿Sabé? Mi viejo era marinero y en el barco alguien le habló del sur, de las minas de oro. Y ahí nomás el viejo se embarcó en Buenos Aires en un carguero que iba a Puerto Madryn. Allá conoció a un inglés Esteve, que también andaba queriendo encontrar oro. Así que siguieron viaje pal sur. En lo que viniera: a caballo, en carreta, en canoa. Hasta que se quedó en Lago Viema, cerca del Fisroy. Ahí nací yo.
– ¿Y su madre?
– La conoció allá, una chilena, Albina Rojas. Martín lo miraba fascinado. Bucich sonreía pensativo para sí mismo, sin dejar de observar cuidadosamente la ruta, el toscano apagado. Le preguntó si hacía mucho frío. -Asegún. En invierno llega a hacer hasta treinta bajo cero, sobre todo entre Lago Argentino y Río Gallegos, en la travesía. Pero en verano se pone lindo.
Después de un rato le habló de su infancia, de la caza de pumas y de guanacos, de zorros, de jabalíes. De las expediciones con su padre, en canoa.
– Mi viejo -añadió riéndose- nunca abandonó la idea del oro. Y aunque trabajaba con unas ovejas y era poblador, en cuanto podía volvía a las andadas. En el año 3 supo andar con un dinamarqués Masen y un alemán Oten por Tierra del Fuego. Fueron los primeros blancos en atravesar el Río Grande. Después volvieron al norte por Ultima Esperanza hasta llegar a los lagos. Siempre buscando oro. -¿Y encontraron?
– Qué iban a encontrar. Puro cuento. -¿Y cómo vivían?
– Y, de lo que cazaban y pescaban. Después, mi viejo entró a trabajar con Masen en la comisión de límites. Y estando cerca del Viema conoció a uno de los primeros pobladores de por allá, un inglés Yac Liveli, que le dijo vea don Bucich esto tiene mucho porvenir, créame, por qué no se queda por aquí en vez de andar buscando oro, acá, el oro son las ovejas, yo sé lo que le digo. Y después se quedó callado.
En la noche silenciosa y helada se pueden oír los cascos de la caballería en retirada. Siempre hacia el norte.
– En el veintiuno yo trabajaba de peón en Santa Cruz, cuando la huelga grande. Hubo una gran matanza.
Volvió a quedarse pensativo, masticando el toscano apagado. A veces saludaba a algún camionero que venía en sentido inverso.
– Parece que lo conocen mucho -comentó Martín.
Bucich sonrió con orgullosa modestia.
– Pibe, hace más de diez años que ando en la ruta 3. La conozco más que a mis manos. Tres mil kilómetros desde Buenos Aires hasta el estrecho. Así es la vida, pibe.
Colosales cataclismos levantaron aquellas cordilleras del noroeste y desde doscientos cincuenta mil años vientos provenientes de la regiones que se encuentran más allá de las cumbres occidentales, hacia la frontera, cavaron y trabajaron misteriosas y formidables catedrales.
Y la Legión (los restos de la Legión) sigue su galope hacia el norte, perseguida por las fuerzas de Oribe. Sobre el tordillo de pelea, envuelto en su poncho, pudriéndose, hediendo, va el cuerpo hinchando del general.
El tiempo había ido cambiando, había dejado de lloviznar, soplaba un viento fuerte de adentro (decía Bucich) y el frío era cortante. Pero el cielo ahora estaba límpido. A medida que avanzaba hacia el sudoeste la pampa se abría más y más, el paisaje se volvía imponente y el aire parecía más honrado para Martín. Ahora se sentía útil también: tuvieron que cambiar una cubierta, cebaba mate, preparaba el fuego. Y así llegó la primera noche.
Quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido, con el cadáver que hiede y destila los líquidos de la podredumbre, con unos tiradores a la retaguardia que cubren las espaldas, que quizá son poco a poco diezmados y lanceados o degollados. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas, se dicen a sí mismos. Nada más que cuatro o cinco días de marcha, si Dios los ayuda.
– Porque a mí, pibe, no me gusta comer en las fondas -dijo Bucich mientras acomodaba el camión en un desvío de tierra.
Las estrellas se refulgían en la noche dura y fría.
– Es mi sistema, pibe -explicó con orgullo, dando unos golpecitos con sus manazas sobre el Mack, como si fuera un caballo querido-. Al llegar la noche, paro. Salvo en verano, por la fresca. Pero siempre es peligroso: te cansas, te dormís y zas. Lo que le pasó al gordo Villanueva, el verano pasao, cerca del Azul. Y te soy sincero, no es por uno, es por los demás. Imagínate semejante camión. Se hacen torta, se hacen.
Martín empezó los preparativos para el fuego. Mientras el camionero extendía la carne sobre la parrilla, comentó:
– Un lindo asadito de tira, vas a ver. Mi sistema es comprar cuando recién carnean. Nada de frigorífico, pibe, tenélo siempre presente: le quitan la sangre. Si yo sería gobierno te juro por esta cruz que prohibía la carne congelada. Creéme, por eso andan tantas enfermedades hoy en día.
Pero ¿y sin los frigoríficos no se pudría la carne en las grandes ciudades? Bucich se quitó el cigarro, negó con el dedo y dijo:
– Mentiras, son todos negocios. Si la venderían en seguida no pasa nada, ¿entendés? Hay que comprarla apenas carnean. ¿Cómo se va a pudrir? ¿Me querés explicar?
Mientras acomodaba el asado de modo que el viento no lo quemara, agregó, como si hubiera seguido pensando en aquello:
– Te soy sincero, pibe: la gente de antes era más sana. No tendría tanto firulete como ahora, si se quiere, pero era más sana. ¿Sabes cuánto tiene mi viejo?
No, Martín no lo sabía. A la luz del luego lo miraba a Bucich sonriendo, en cuclillas, con el toscano apagado, orgulloso de antemano.
– Ochenta y tres. Y te mentiría si te diría que ha visto un médico. ¿Querés creer?
Luego se sentaron en los cajoncitos, cerca del fuego, en silencio, esperando que la carne estuviera a punto. El cielo era purísimo, el frío intenso. Martín observa las llamas.
Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camaradas: el cuerpo se hincha, el olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para conservar los huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe.
Pero ¿quién quiere hacerlo? Y sobre todo, ¿quien podrá
hacerlo?
El coronel Alejandro Danel lo hará.
Entonces descienden el cuerpo, lo depositan a orillas del arroyo, es necesario rajarle la ropa a cuchillo, tensa por la hinchazón. Luego Danel se arrodilla a su lado y desenvaina el cuchillo de monte. Durante unos instantes contempla el cadáver deforme de su jefe. También lo contemplan los hombres que forman un círculo taciturno. Y entonces Danel hinca el cuchillo en donde la podredumbre ya ha empezado su tarea. El arroyo Huacalera arrastra los pedazos de carne, aguas abajo, mientras los huesos van siendo amontonados sobre el poncho.
El alma de Lavalle advierte las lágrimas de Danel y reflexiona así: "Sufres por mí, pero deberías sufrir por ti y por los camaradas que quedan vivos. Yo no importo, ahora. Lo que en mí se corrompía, tú lo estás arrancando y las aguas de este río lo llevarán lejos, pronto ayudará a una planta a crecer, quizá con el tiempo se convierta en flor, en perfume. Ya ves que esto no debería entristecerte. Y, además, así sólo quedarán de mí los huesos, lo único que en nosotros se acerca a la piedra y a la eternidad. Y me conforta que guarden el corazón. ¡Tan lealmente me ha acompañado en la adversidad! Y también la cabeza, sí. Esa cabeza que aquellos doctores dicen que nada valía. Quizá lo dijeron porque me repugnaba aliarme con extranjeros o porque esa larga retirada les pareció absurda y sin objeto, porque no me decidí a atacar a Buenos Aires cuando temamos sus cúpulas a la vista: esos intelectuales que no sabían que en aquellos días en que volví a ver los campos en que fusilé a Dorrego me atormentaba su recuerdo, y más ahora que veía que el pueblo de la campaña estaba con él y no con nosotros, cuando cantaba
Cielo y cielo nublado
por la muerte de Dorrego…
"Sí, camaradas, esos doctores que me hicieron cometer un crimen, porque yo era muy joven, entonces, y creí de veras que hacía un servicio a mi patria, y aunque me dolía terriblemente, porque yo amaba a Manuel, porque siempre le había tenido inclinación, firmé aquella sentencia que tanta sangre ha traído en estos once años. Y aquella muerte fue un cáncer que me devoró en el exilio y después en esta estúpida campaña. Tú, Danel, que estabas conmigo en aquel momento, sabes muy bien cuánto me costó hacerlo, cuánto admiraba yo el coraje y la inteligencia de Manuel. Y también lo sabe Acevedo, y muchos camaradas que aquí miran ahora mis restos. Y sabes también que fueron ellos, los hombres con cabeza, los que me indujeron a hacerlo, con cartas insidiosas, cartas que además querían que yo luego destruyese. Fueron ellos. No tú, Danel, ni tú, Acevedo, ni Lamadrid ni ninguno de los que no tenemos más que un brazo para empuñar el sable y un corazón para enfrentar la muerte".
(Los huesos ya han sido envueltos en el poncho que alguna vez fue celeste pero que hoy, como el espíritu de esos hombres, es poco más que un trapo sucio; un trapo que no se sabe bien qué representa; esos símbolos de los sentimientos y pasiones de los hombres -celeste, rojo- que terminan finalmente por volver al color inmortal de la tierra, ese color que es más y menos que el color de la suciedad, porque es el color de nuestra vejez y del destino final de todos los hombres, cualesquiera sean sus ideas. El corazón ya ha sido puesto en un tachito con aguardiente. Y los hombres aquellos han guardado en algunos de los harapientos bolsillos un pequeño recuerdo de aquel cuerpo: un huesito, un mechón de pelos.)
"Y tú. Aparicio Sosa, que nunca intentaste entender nada, porque simplemente te limitaste a serme fiel, a creer sin razones en lo que yo dijera o hiciese, tú. que me cuidaste desde que fui un cadete mocoso y arrogante: tú, el callado sargento Aparicio Sosa, el negro Sosa, el picado de viruelas Sosa, el que me salvó en Cancha Rayada, el que nada tiene fuera del amor a este pobre general derrotado, fuera de esta bárbara y desgraciada patria querría que pensaran en ti.
"Quiero decir…"
(Los fugitivos han colocado ahora el bulto con los huesos en la petaca de cuero del general, y la petaca sobre el tordillo de pelea. Pero vacilan con el tachito hasta que Danel lo entrega a Aparicio Sosa, el más desamparado por la muerte de su jefe.)
"Sí, compañeros, al sargento Sosa. Porque es como decir a esta tierra, esta tierra bárbara, regada con la sangre de tantos argentinos. Esta quebrada por la que veinticinco años atrás subió Belgrano con sus soldaditos improvisados, generalito improvisado, frágil como una niña, con la sola fuerza de su ánimo y de su terror, teniendo que enfrentar las fuerzas aguerridas de España por una patria que todavía no sabíamos claramente qué era, que todavía hoy no sabemos qué es, hasta dónde se extiende, a quién pertenece de verdad: si a Rosas, si a nosotros, si a todos juntos o a nadie. Sí, sargento Sosa: sos esta tierra, esta quebrada milenaria, esta soledad americana, esta desesperación anónima que nos atormenta en medio de este caos, en esta lucha entre hermanos."
(Pedernera da orden de montar. Ya se oyen peligrosamente cerca los disparos en la retaguardia, se ha perdido demasiado tiempo. Y dice a sus compañeros "Si tenemos suerte, en cuatro días alcanzamos la frontera". Eso es, treinta y cinco leguas que pueden cubrirse en cuatro días de desesperado galope. "Si Dios nos acompaña", agrega. Y los fugitivos desaparecen en medio del polvo, bajo el sol intenso de la quebrada, mientras detrás otros camaradas mueren por ellos.)
Comieron en silencio, sentados en los cajoncitos. Después de comer, Bucich preparó nuevamente el mate. Y mientras lo tomaban miraba el cielo estrellado, hasta que se animó a confesar lo que hacía un rato quería confesar:
– Te voy a ser sincero, pibe. Me habría gustado ser astrónomo. ¿Qué te extraña?
Pregunta que agregó de puro miedo a haber hecho el ridículo, porque nada en la cara de Martín podía inducirlo a creer eso.
Martín dijo que no. ¿Por qué habría de extrañarle?, dijo.
– Cada noche, cuando viajo, miro las estrellas y digo: ¿quién vivirá en esos mundos? El alemán Mainsa dice que viven millones de personas, que cada una es como la tierra.
Encendió el toscano, aspiró largamente el humo y se quedó meditando.
Después agregó:
– Mainsa. Me dijo también que los rusos tienen unos inventos bárbaros. De repente estamos aquí, tranquilos comiendo l'asao, mandan una especie de rayo y buenas noches. El rayo de la muerte.
Martín le alcanzó el mate y le preguntó quién era Mainsa.
– Mi cuñado. El esposo de mi hermana Violeta. ¿Y cómo sabía todas esas cosas?
Bucich chupó el mate, con calma, y luego explicó con orgullo:
– Hace quince años que es telegrafista en Bahía Blanca. Así que conoce a fondo todo esto de aparatos y rayos. Es alemán y basta.
Luego se callaron, hasta que Bucich se incorporó y dijo.-"bueno, pibe, hay que dormir", buscó el porrón de ginebra, tomó un trago, miró el cielo y agregó:
– Menos mal que por acá no ha llovido. Mañana tendremos que hacer treinta kilómetros en camino e' tierra. Bah, miento: sesenta. Treinta y treinta.
Martín lo miró: ¿camino de tierra?
– Sí, tenemos que apartarnos un poco, tengo de ver un amigo en Estación de la Garma. Un ahijao mío está enfermo, está. Le llevo un autito.
Buscó en la cabina, sacó una caja, la abrió y le mostró el regalo, sonriendo con orgullo. Le dio cuerda e intentó hacerlo andar en el suelo.
– Claro, en la tierra no anda bien. Pero en el piso de madera o de porlan anda fenómeno.
Lo guardó cuidadosamente, mientras Martín lo observaba asombrado.
Galopan furiosamente hacia la frontera, porque el coronel Pedernera ha dicho: "Esta misma noche debemos estar en tierra boliviana". Detrás se oyen los disparos de la retaguardia. Y aquellos hombres piensan cuántos camaradas y quienes de los que cubren aquella huida de siete días habrán sido alcanzados por la gente de Oribe.
Hasta que en medio de la noche atraviesan la frontera y pueden derrumbarse y por fin descansar y dormir en paz. Una paz sin embargo, tan desolada como la que reina en un mundo muerto, en un territorio arrasado por la calamidad, recorrido por silenciosos, lúgubres y hambrientos caranchos.
Y cuando a la mañana siguiente Pedernera da orden de montar y de reiniciar la marcha hacia Potosí, aquellos hombres montan a caballo pero permanecen largo tiempo mirando hacia el sur. Todos (también el coronel Pedernera), ciento setenta y cinco rostros, pensativos y taciturnos hombres y también una mujer, mirando hacia el sur, hacia la tierra que se conoce con el nombre de Provincias Unidas (¡Unidas!) del Sur, hacia la región del mundo en que esos hombres han nacido, y donde quedan sus hijos, sus hermanos, sus mujeres, sus madres. ¿Para siempre?
Todos miran hacia el sur. También el sargento Aparicio Sosa, con su tachito con aquel corazón apretado contra su pecho, mira hacia allá.
Y también el alférez Celedonio Olmos, que a la edad de diecisiete años se unió a la Legión, junto a su padre y a su hermano, ahora muertos en Quebracho Herrado, para combatir por ideas que se escriben con mayúsculas; palabras que luego van borroneándose y cuyas mayúsculas, antiguas y relucientes torres, se han ido desmoronando por la acción de los años y los hombres.
Hasta que el coronel Pedernera comprende que ya basta, y da la orden de marcha y todos tiran de sus riendas y hacen volver sus cabalgaduras hacia el norte.
Ya se alejan en medio del polvo, en la soledad mineral en aquella desolada región planetaria. Y pronto no se distinguirán, polvo entre el polvo.
Ya nada queda en la quebrada de aquella Legión, de aquellos míseros restos de la Legión: el eco de sus caballadas se ha apagado; la tierra que desprendieron en su furioso galope ha vuelto a su seno lenta pero inexorablemente; la carne de Lavalle ha sido arrastrada hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta, en perfume?). Sólo permanecerá el recuerdo brumoso cada día más impreciso de aquella Legión fantasma. "En las noches de luna -cuenta un viejo indio- yo también los he visto. Se oyen primero las nazarenas y el relincho de un caballo. Luego aparece, es un caballo muy brioso lo muenta el general, un blanco como la nieve (así ve el indio al caballo del general). Él lleva un gran sable de caballería y un morrión alto, de granadero". (¡Pobre indio, si el general era un rotoso paisano, con un chambergo de paja sucia y un poncho que ya había olvidado el color simbólico! ¡Si aquel desdichado no tenía ni uniforme de granadero ni morrión, ni nada! ¡Si era un miserable entre miserables!)
Pero es como un sueño: un momento más y en seguida desaparece en la sombra de la noche, cruzando el río hacia los cerros del poniente…
Bucich le mostró el lugar para dormir, en el acoplado, extendió las colchonetas, preparó el despertador, dijo "hay que meterle a las cinco", y luego se alejó unos pasos para orinar. Martín creyó que era su deber hacerlo cerca de su amigo.
El cielo era transparente y duro como un diamante negro. A la luz de las estrellas, la llanura se extendía hacia la inmensidad desconocida. El olor cálido y acre de la orina se mezclaba a los olores del campo. Bucich dijo:
– Qué grande es nuestro país, pibe…
Y entonces Martín, contemplando la silueta gigantesca del camionero contra aquel cielo estrellado; mientras
orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada.
Oteando el horizonte, mientras se abrochaba, Bucich agregó:
– Bueno, a dormir, pibe. A las cinco le metemos. Mañana atravesaremos el Colorado.