Capítulo 9

– A la bestia se le caído una herradura. ¡Pónsela! -ordenó Graydynn mientras el sudor se le metía entre los ojos y la lluvia le aplastaba el cabello.

Estaba cansado y tenía los nervios de punta. La temprana cacería matutina había sido infructuosa… tanto como lo había sido la noche anterior. Tiró las riendas de la brida del corcel a las manos de un mozo de cuadra sorprendido y encogido de miedo.

– Sí, milord -murmuró el muchacho entre sus dientes torcidos que asomaron por la boca.

– Y enseguida.

– Como deseéis.

El muchacho hizo una reverencia con la cabeza y se llevó al semental rápidamente hacia el voladizo del establo. Graydynn olfateó el olor a estiércol de caballo y a orina que se mezclaba con el polvo. Se dirigió con aire resuelto hacia la torre, dejando a los guardias que se ocuparan de sus lamentables bestias.

Su humor era tan sombrío como las nubes que se cernían sobre las montañas y el incipiente dolor de cabeza que le acechaba en las sienes le golpeaba al compás de los sonidos metálicos del martillo del herrador contra el yunque. Los pollos piaban, los patos graznaban, los malditos cerdos gruñían y hasta los perros de castillo, atados a una larga correa, ladraban como desesperados.

Los ruidos del castillo acabaron de crisparle los nervios y deseó encontrar a alguien, a cualquiera, sobre quien descargar su frustración. Dios santo, eso no era lo que él había previsto después de convertirse en el dueño de Wybren.

Se había imaginado sentado en una silla acolchada, lanzando órdenes a los criados, recaudando impuestos y pasando todas y cada una de sus noches con una hermosa moza en sus brazos dispuesta a hacer realidad todos los deseos eróticos a que daba rienda suelta su fértil imaginación.

Se vio a sí mismo como el dueño de Wybren, con un poder y una reputación siempre en expansión, su satisfacción colmada por los lujos y los frutos de la riqueza y encumbrado a la fama. Ay, pensaba reconstruir la torre y amueblarla con los botines sustraídos de otras baronías que había planeado conquistar. Se veía como el amo no sólo de Wybren sino también de cada tierra colindante… y en sus fantasías más exuberantes acariciaba la idea de que era un conquistador que podría y debería parangonarse con Alejandro Magno o incluso con Aníbal si el destino era halagüeño. Graydynn sería un jefe legendario que rivalizaría con Llewellyn ap Gruffydd, el gobernante que unió a todo el País de Gales en temor reverencial.

Y, sin embargo, desde que había asumido el mando de Wybren, ninguno de sus sueños se había realizado. El coste de la reconstrucción del gran salón arrasado por las llamas había excedido los ingresos de los impuestos. La melancolía y la pena de los criados y los ciudadanos de honor que trabajaban para él no habían mejorado demasiado desde el entierro de lord Dafydd y su familia hacía poco más de un año.

Graydynn resopló ante esa ironía. Dafydd, el viejo barón y el tío de Graydynn, había sido mentiroso y tramposo, un hombre que había levantado más faldas que la costurera local y que había engendrado en su mayor parte hijos bastardos. Lo que Graydynn realmente sabía es que Dafydd había privado al padre de Graydynn de su herencia legítima, y Graydynn sólo pudo recuperarla gracias al incendio.

Sintió que una sonrisa le retorcía las comisuras de los labios al pensar en el fuego que le había convertido en barón. La satisfacción le quemaba por todo el cuerpo.

Al menos se había servido algo de justicia.

Casi había olvidado su mal humor cuando pasó por delante de la cabaña del armero y Runt se le acercó. Este hombre, a quien todo el mundo llamaba Runt desde que era un muchacho y corría de aquí para allá, aunque le habían puesto el nombre de Roger al nacer, era enjuto y nervudo, de nariz aguileña, dientes de conejo y ojos oscuros que no perdían detalle. Había algo en él que hacía vacilar a Graydynn, un tic nervioso que podía hacer que la paciencia ya de por sí menguante de un hombre fuera llevada hasta el límite.

– Milord -susurró Runt, agachando la cabeza como en reverencia-. Tengo noticias -los ojos parpadeaban con entusiasmo.

Graydynn se quitó los guantes.

– ¿Sobre qué? -preguntó sin exteriorizar el más mínimo interés.

Runt era popular por su teatralidad.

El hombrecillo bajó la voz.

– Sobre Carrick.

– ¿Otra vez? -dijo mientras saludaba con la cabeza a los guardias. Graydynn entró en el gran salón y no tuvo más que lanzar una mirada a un escudero para que éste enviara a un chaval en busca de vino a toda prisa.

– Sí, sí. Pero esta vez os juro que todo lo que sé es cierto.

Graydynn se dio la vuelta asqueado hacia el espía. ¿Cuántas veces desde el incendio se le había acercado Runt con la misma historia? ¿Una decena de veces? ¿Veinte?

– ¿Y cómo puedo creerte?

En los labios de Runt se dibujó una pequeña risa arrogante y los orificios de la nariz se le ensancharon aún más.

– Me lo contó Gladdys, una criada que trabaja para lady Morwenna.

La entrepierna de Graydynn se puso rígida sólo con oír mencionar a la soberana de Calon. Morwenna. La hermana del barón Kelan de Penbrooke. Tan hermosa. Tan orgullosa. Y tan condenadamente arrogante. Visionó la curva de su mandíbula y su ceja arqueada ante la respuesta de un subordinado que demostró ser lo suficientemente necio para desafiarla.

El escudero sirvió el vino y Graydynn apartó a un lado los pensamientos sobre Morwenna. Tomó un trago largo de la copa y se reclinó en su silla cerca del fuego.

– ¿Y qué dice esa criada?

– Que encontraron a un hombre no lejos de las puertas de Calon al que habían propinado una tunda que le había dejado hecho papilla y con las horas contadas. -Runt echó un vistazo rápido alrededor y luego se inclinó lo bastante cerca como para que Graydynn pudiera oler el hedor ácido a cerveza pasada en su aliento-. La criada que lo atendió jura que llevaba un anillo grabado con el emblema de Wybren.

Los ojos de Graydynn toparon con los del espía y no pudo disimular su interés.

– ¿Carrick?

– Eso he dicho.

Runt estaba contento consigo mismo y no se molestó en ocultarlo. Con todo, Graydynn sintió que otra emoción empañaba su satisfacción, algo que no encajaba del todo.

– Y ¿cómo dices que se llama esa criada? -Chasqueó sus dedos con impaciencia-. ¿Cómo se llama?

– Gladdys.

– Sí, Gladdys. ¿Cómo sabes que no miente o… que no te toma el pelo?

Los ojos de Runt brillaron, como si hubiera estado esperando esa pregunta en particular. Adoptó un aire casi despectivo.

– Porque Gladdys se no atrevería a mentirme. Sé algunas cosas de ella, algo que no le gustaría que se supiera.

– Entonces ¿la chantajeas?

Runt se rió en voz baja, pero sus dedos se movían con nerviosismo como si estuviera demasiado ansioso por transmitir sus noticias.

– Sólo lo suficiente para asegurarme que lo que me dice es cierto, para que yo os pueda proporcionar la mejor información. Pensé que estaríais satisfecho.

– Lo estoy -dijo Graydynn. Conocer esta información que le brindaba el espía bien lo valía y añadió-. Serás retribuido por tus servicios, como siempre. Tan pronto como verifique por mi cuenta lo que cuentas.

– Hacedlo, milord, y veréis que digo la verdad. Carrick convalece en una habitación para huéspedes en el castillo de Calon y tiene un pie en la tumba.

– ¿No hay expectativas de que viva?

Runt balanceó su cabeza de un lado a otro.

– Eso es lo mejor de todo, lord Graydynn. Gladdys oyó por casualidad al médico, Nygyll, que hablaba con lady Morwenna. Parece que sólo un milagro puede hacer que Carrick sobreviva. Sería muy fácil matarlo. Un poco de veneno, una mano sobre la nariz y la boca… y nadie se percataría -dijo enarcando las cejas y dibujando con los labios una expresión de torpe inocencia.

Con todo, Graydynn sintió que algo no acababa de cuajar. Nunca había confiado en Runt, aunque a menudo le había encargado trabajos. La lealtad de los espías podía comprarse con demasiada facilidad.

Tenía que ir despacio y con cuidado. Contaba con otros espías en Calon y también con su hermano menor, el pobre y atormentado padre Daniel, siempre pidiendo hacer algo en desagravio, que de alguna manera se consideraba un mártir, se imaginaba un santo cuando, en realidad, no era más que un pecador que pensaba que podría arrepentirse de camino al cielo.

¡Ridículo!

– Hay muchas personas en Calon que son… desdichadas porque una mujer es ahora su soberana -dijo el espía, limpiándose las uñas de una mano con el pulgar de la otra, como si acabara de pensar algo insignificante-. Y ahora Carrick está en la torre.

– ¿Qué estás sugiriendo?

Runt consiguió sacar un poco de suciedad de entre la uña.

– Sería una buena oportunidad para poner las cosas en orden… que alguien viera que la dama no está… capacitada para llevar el castillo y Carrick fuera el causante.

– ¿Te refieres a matar a Morwenna de Calon? -dijo Graydynn, entrecerrando los ojos.

– Hay mercenarios que harían cualquier cosa por un puñado de monedas.

– Si Morwenna muriera, su hermano lord Kelan de Penbrooke vengaría su muerte.

– Como haría lord Ryden, su prometido, supongo. -La risa del espía se apagó y un destello mortal brilló en sus ojos oscuros-. Sólo digo que si algo malo le pasara a la señora mientras Carrick estuviera a su cuidado, él sería el culpable.

– ¿Acaso no lo tienen bajo llave?

– Los centinelas, al igual que los soldados y las criadas que sirven, pueden ser sobornados. Incluso el capitán de la guardia tiene un precio.

– ¿Lo tiene? -preguntó Graydynn, tratando de disimular su entusiasmo, puesto que no confiaba en Runt.

Su sugerencia bien podía tratarse de una trampa; alguien que le hubiera pagado podría haberle enviado a Wybren.

– Por supuesto que sí -dijo la pequeña rata espía-. Todos lo tenemos, milord. Incluso vos.


– ¿Creéis que debería mandar a alguien para comunicar que sir Carrick ha sido localizado? -preguntó el alguacil de Calon mientras caminaba junto a sir Alexander entre las cabañas hacinadas de gente.

Sus botas crujían a lo largo del camino fangoso donde la suciedad estaba casi congelada y en los charcos brillaban trocitos de hielo. Los martillos golpeaban y las sierras cortaban madera al tiempo que se reparaba el techo de la cabaña del apicultor. Los carpinteros se movían con rapidez para sustituir el alero del techo hundido en el aire gélido de la mañana.

Habían pasado casi dos semanas desde que se había encontrado al hombre herido, y la vida de castillo parecía volver a la normalidad. El entusiasmo y el interés hacia el desconocido se habían mitigado y, entretanto, todos habían vuelto a sus tareas cotidianas en el castillo. De nuevo permitían pasar libremente por las puertas a los comerciantes, los campesinos y los vendedores ambulantes, las ruedas de cuyos carros pesados chirriaban, y los caballos y bueyes tiraban de los arneses.

La mañana era fresca y clara, la tierra estaba dura a causa de la helada y el aire era intenso con la impronta glacial del invierno. Flotaba un olor que era mezcla de la cerveza en preparación con el humo de la forja del herrador, el estiércol de los animales y el olor acre a grasa derretida.

Los cazadores que habían salido al amanecer regresaban con un ciervo destripado, varias ardillas y dos conejos colgados de unos palos. Jason, el hombre que había descubierto al desconocido, estaba entre el grupo. Paseó la mirada alrededor y vio que Payne lo escrutaba. Rápidamente retiró la mirada, casi como si fuera culpable de algún crimen desconocido. El alguacil tomó nota mentalmente de que debía interrogar de nuevo a aquel hombre mientras Alexander le daba una respuesta por la cuestión de si debía informar a Wybren que Carrick había sido localizado.

– Los rumores se propagan como la pólvora y estamos sólo a un día de viaje a caballo de Wybren. Sin duda, lord Graydynn ya debe de estar al corriente de la captura de Carrick.

Payne se rascó la barba. Había algo que le hacía desconfiar.

– Y de la emboscada que le tendieron.

– Sí. El asalto.

Los hombres se apartaron a un lado del camino mientras el amo de la perrera pasaba con seis perros peludos que tiraban de sus correas.

– Reducid la velocidad, miserables perros de mala raza -gruñó el amo de la perrera. Hizo una seña con la cabeza al alguacil-. Están inquietos esta mañana.

Una vez el hombre y sus perros estuvieron fuera de su campo de audición, Payne preguntó a Alexander:

– ¿Habéis hablado con lady Morwenna de la conveniencia de ponerse en contacto con lord Graydynn?

– No recientemente.

– Queréis que me ponga de acuerdo con vos antes, ¿no?

– Creo que sería mejor que fuéramos los dos a hablar con ella.

Payne entendió que juntos tendrían mayor capacidad de persuasión, frunciendo sus labios instintivamente mientras cavilaba, saludó a las lavanderas que pasaban frente a él y se arrodillaban junto a unas enormes tinas de madera. Metieron los brazos hasta los codos en el agua humeante y espumosa donde se arremolinaba la ropa mugrienta-. Un taque por dos bandas, ¿me equivoco?

– No, un ataque no -replicó sir Alexander enseguida, con expresión severa en la cara-. Una sugerencia.

– De parte de los dos.

El más grande asintió y entrecerró los ojos, mientras una manada de gansos volaba en las alturas en formación, por detrás de las vaporosas nubes, lanzando unos graznidos escandalosos. El alguacil dirigió a Alexander una mirada.

– No me digáis que tenéis miedo a la señora.

– ¿Miedo? -resopló sir Alexander con repugnancia y luego escupió, como si la idea fuera del todo absurda. Sin embargo, las mejillas se le tiñeron de rojo y las arrugas parecieron surcar un poco más su cara-. Por supuesto que no le tengo ningún miedo. Estoy aquí para protegerla, a ella y a todos los que residen en la torre. Eso es lo que me preocupa. Si lord Graydynn se entera de que lady Morwenna da cobijo a un criminal, que de hecho retenemos a sir Carrick, montará en cólera.

– Sí.

– Y le sacará de sus casillas el hecho de que nadie le haya informado al respecto. Carrick es un hombre en busca y captura. Es imposible saber lo que Graydynn hará.

– ¿De veras suponéis que el hombre es Carrick de Wybren?

– Sí.

– Y ¿también suponéis que masacró a su familia y que luego escapó e Wybren?

– Sí -Alexander asintió con dureza, sin titubear un segundo-. Muchas personas han muerto por culpa de Carrick. El bastardo asesino no mató sólo a sus padres, sino a su hermana, a sus hermanos y a su cuñada mientras dormían. Es asombroso que ninguno de los criados o de los campesinos muriera también.

– Y, según vos, ¿a qué se debe?

Llegaron al gran salón y Alexander respiró hondo, luego subieron los escalones y se cuadró cuando pasaron por delante del guardia apostado en la puerta.

– Porque el asalto fue planificado. Quienquiera que lo hiciera sólo quería acabar con la familia del lord.

– Habéis dicho «quienquiera», aunque tenéis la certeza de que el culpable es Carrick.

– Le vieron huyendo del castillo.

– Un mozo de cuadra -recordó Payne, sintiendo que el calor del interior de la torre le llegaba a la piel mientras se sacaba los guantes.

Los muchachos alimentaban el fuego y sustituían las velas y las candelas de los candelabros de la pared mientras las muchachas limpiaban las largas mesas de roble sin parar de charlar y reír tontamente. Uno de los perros de castillo se alzaba cerca del fuego y luego se estiró, su morro negro se retrajo en un bostezo mientras observaba a los recién llegados y luego se acomodó en su rincón cerca de la chimenea.

– El hombre que está encerrado arriba llevaba puesto el anillo de Wybren -dijo Alexander mientras alcanzaba el pie de la escalera de piedra, hizo una pausa y fulminó al alguacil con su mirada fija e intensa.

– De acuerdo -dijo Payne despacio, todavía dándole vueltas a la cabeza.

– ¿Qué sugerís, Payne? ¿Acaso no creéis que nuestro cautivo sea Carrick? ¿O, por el contrario, no creéis que Carrick sea el criminal?

– No sé quién es él ni lo que ha hecho… pero creo que deberíamos ser cautos.

– Es mejor que Graydynn se entere de lo que ha ocurrido aquí a través de nuestro mensajero y no por chismes. De esa manera nos aseguraremos de que sepa la verdad.

Payne no podía discrepar con esta línea de razonamiento y, con todo, sintió que alertar a Graydynn sería como despertar a un dragón del sueño. El actual dueño de Wybren no se conocía precisamente por ser un hombre paciente.

Alexander comenzó a subir los peldaños de la escalera y sus pasos se aceleraron.

– Hablemos con la señora. Respetaremos su decisión.

«Que así sea», asintió Payne para sus adentros. Payne no soportaba a los imbéciles pero en ese caso se compadeció de Alexander, ya que era obvio que estaba enamorado de la señora y aquel amor era en vano. Estúpido. Una idea ridícula. Lady Morwenna no sólo era la prometida de lord Ryden de Heath, ese asno pretencioso, sino que, aunque no lo fuera, ocupaba una condición social mucho más elevada que la del capitán de la guardia.

Sacudió su cabeza y le siguió. Sólo esperó que el amor no correspondido de Alexander por Morwenna no hubiera bebido el entendimiento al capitán de la guardia. Si así fuera, todos en la torre corrían un gran peligro.

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