– ¡Alto! ¿Quién va ahí?
La voz del centinela retumbó en la noche, el eco rebotó contra los gruesos muros de Wybren.
Durante un segundo, quedó congelado sobre su corcel. Pero ya había tramado la mentira y era bastante fácil de contar. Ocultó un pequeño cuchillo en la manga y se presentó aparentemente desarmado.
– Mi nombre es Odell. Vengo del castillo de Calon con un mensaje de lady Morwenna para lord Graydynn.
Habló con un tono de voz ronco, tanto por sus heridas como para camuflar su voz e impedir que el guardia la reconociese, ahora que estaba convencido de que había vivido y crecido allí y que era uno de los hijos de Dafydd. Quería hablar más, entablar una conversación para convencer al hombre, pero se mordió la lengua. Si hacía falta, sacaría el cuchillo raudo y veloz y le obligaría a que le dejara pasar, pero no quería causar ningún problema, ni que nadie presenciara un alboroto. No, lo que quería era colarse tan silenciosamente como un soplo de brisa.
El centinela sostuvo la antorcha en lo alto, aunque una cortina de lluvia mantenía la llama baja y le ayudó a pasar inadvertido.
– ¿Odell? -repitió como si el nombre le sonara extraño.
– Sí. Acompañé a milady desde Penbrooke, donde trabajaba al servicio de lord Kelan.
– Me resultáis familiar.
– ¿Servisteis en Penbrooke?
El centinela meneó la cabeza.
– No, nunca.
– Quizá compartimos una jarra de cerveza en Abergwynn o en «El gallo y el toro», cerca de Twyll.
– No, creo que no, pero…
Dos jinetes se acercaron y la atención del centinela se distrajo durante un instante. Los recién llegados daban voces y exigían que les permitieran la entrada.
– ¡Eh! ¿Qué significa este atasco? ¡Venga, compañero, necesitamos un fuego, una mujer y una taza de cerveza para calentarnos los huesos! Belfar, ¿eres tú?
El centinela, de pie bajo la luz de la antorcha a punto de consumirse, frunció el ceño y murmuró algo ininteligible. Echó un último vistazo al jinete solitario.
– Podéis pasar, sir Henry le escoltará hasta el señor del castillo. -Hizo unas señas hacia la torre de entrada-. Henry conduce a este jinete de Calon ante el barón.
Un hombre apareció en la torre de entrada.
El corazón del jinete, que todavía montaba el corcel extenuado, latía con fuerza y esperó que el nuevo no lo reconociera. Tarde o temprano alguien lo haría, había crecido allí, entre esas gentes, y seguramente estaban enterados de que habían encontrado a Carrick en las inmediaciones de Calon, así que estaba desafiando a la suerte si se cruzaba con demasiadas personas. Por suerte, la mayoría de los guardias eran mercenarios, hombres cuya lealtad se compraba con oro que a menudo encontraban un mejor postor a quien ofrecer sus servicios, y muchos eran nuevos en Wybren.
Acompañado por uno de los soldados de Graydynn, que caminaba con brío a su lado sosteniendo un farolillo, franqueó a caballo varias puertas y penetró en el patio de armas.
En medio de una luz tenue y titilante, un aluvión de recuerdos repiqueteaba en su cabeza, como lluvia caída del cielo. Sabía instintivamente dónde estaba cercado el rebaño de ovejas. Aunque no podía recordar el nombre del esquilador de animales, lo rescató del olvido, un hombrecito vivaracho, medio calvo y de panza grande… Richard, sí, así llamaba, y también recordó que tenía un hijo, un muchacho pelirrojo con un hueco entre los dientes, un tirador mortífero.
El jinete también reconoció la cabaña del herrador, donde vislumbró la silueta de un hombre musculoso frente al fuego de su forja., llamaba Timothy y su esposa, Mary, era una mujer grande de pechos generosos que había coqueteado sin piedad con todos los muchachos de la torre.
A medida que los recuerdos le asaltaban, le costaba más tragar pero, con todo, intentaba mantener la mente en su sitio, actuar como si no hubiera despertado cada día envuelto en los sonidos y los olores de Wybren. El guardia y él se detuvieron en las cuadras, donde un joven muchacho, un escudero al que no reconoció, tomó las riendas de su caballo.
– Me ocuparé de que el mozo de cuadra lo cuide. Le dará comida, lo abrevará y le cepillará el pelaje -prometió el muchacho.
Mientras el escudero conducía al gran semental bajo el alero del establo, otro recuerdo le vino a la memoria, donde aparecía York, el encargado de cuadra, un hombre robusto, de piernas arqueadas, que despertaba al amanecer para inspeccionar a los animales y las reservas de comida, y llamaba a cada caballo por su nombre.
La hija de York, Rebecca, era una muchacha de mirada tierna, sonrisa inocente y risa contagiosa. Rebecca fue la primera muchacha a la que besó, dentro del establo.
– Jesús -susurró.
¿Por qué no podía recordar el incendio?
Si era Carrick, ¿por qué no se acordaba de haber prendido fuego a la paja o de haber escapado del castillo en llamas…? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Esa noche lo averiguaría.
Rechinó los dientes porque quería escabullirse hasta el gran salón pero dejó que lo guiaran. Por suerte, el guardia tomó un camino que le resultaba familiar. Sabía precisamente adonde debía dirigirse, dónde abalanzarse sobre su presa. Aunque aparentaba no prestar atención al guardia, cuando el camino se torció y se encontraron en un lugar más estrecho entre las dependencias del molinero y el molino de viento, fuera del alcance de las miradas, deslizó el cuchillo hasta la palma de la mano y rodeó la empuñadura con los dedos. El guardia caminaba a medio paso delante de él.
Dio un brinco con un movimiento rápido y le puso al guardia el cuchillo en la garganta, y mientras el hombre farfullaba y abría sorprendido los ojos como platos, lo empujó contra la pared.
– Suelta el arma -ordenó en voz baja.
El guardia intentó repeler el ataque. El farol salió volando por los aires, la luz de la vela se apagó y el metal golpeó contra la pared.
– Muy bien -exclamó.
Le propinó un rodillazo en la entrepierna y, mientras se doblaba de dolor, le sustrajo el arma. De nuevo acercó el cuchillo a la garganta del hombre.
– No me mates -gimoteó el centinela, cubriéndose la entrepierna, y con el aspecto de estar a punto de orinar o de vomitar sobre las piedras y el barro del camino.
– Tú eliges -dijo rápidamente. No podía permitir que el hombre le ensuciara el uniforme-. Confía en mí. Si obedeces, te dejaré con vida. Si no, juro que te atravesaré con tu propia espada.
– No, yo…
Colocó la punta de la espada en el pecho del guardia.
– Ya te lo dije, ¡tú eliges!
Con los ojos clavados en su prisionero y cogiendo con mano firme la espada, se quitó el cinturón y lo ató rápidamente alrededor de la boca del hombre, a modo de mordaza. Una vez se hubo asegurado de que el guardia no podía dar la voz de alarma, lo empujó al pie del molino de viento y lo despojó de sus ropas. El aire transportaba mucho polvo y el olor a grano molido. El lugar estaba oscuro como boca de lobo.
Trabajando deprisa, cortó las mangas de la túnica del soldado y las utilizó para atarle los pies y las manos. Después arrancó el dobladillo; ató al centinela desnudo a un poste cerca del centro del recinto. Sin dudas el hombre podía luchar para liberarse de los lazos o alguien lo encontraría, pero con un poco de suerte antes pasarían horas.
En la oscuridad, acabó de desnudarse y se puso el uniforme de Wybren. Cometió algunos errores, malgastando un tiempo precioso al ponerse la túnica por encima de la cabeza hacia atrás, antes de darle la vuelta, y aliando con los cordones de los bombachos. La ropa no le iba bien, la túnica le apretaba en los hombros y los bombachos le ajustaban en los muslos. Y desprendían el olor del guardia. Aunque mejor que fuera así.
Deslizó el cuchillo en su manga otra vez y recogió la espada. Estaba preparado.
Penetró con sigilo en la noche y, con la lluvia como escudo, se arrastró por caminos que le resultaban familiares, que serpenteaban por el gran patio de armas. Encontró la entrada trasera al gran salón a través de la puerta de la cocina y luego, sin hacer ruido, subió la escalera servicio hasta el segundo piso, donde estaban los aposentos del señor del castillo, donde estaría Graydynn.
Con los dientes apretados y empuñando el arma se introdujo en vestíbulo superior, diferente a como lo recordaba, aunque era el mismo. Las velas de junco quemaban en unos candelabros de pared nuevos y el vestíbulo parecía más amplio, sus muros enjalbegados se veían nuevos y limpios.
El corazón le latió con fuerza. «Así que aquí es donde sucedió. Aquí es donde murieron». Se le encendió la sangre y una amalgama de emociones diversas le desgarraron las entrañas. Él la amó. Y la odió. Confió en ella. Y le traicionó.
Recordó a una mujer. Alena.
Se detuvo en un lugar donde sabía que estaba la entrada a sus aposentos privados y palpó la pared. Una sensación de déjà-vu se apoderó de él, veía a la mujer dentro de la habitación, susurrándole palabras que no entendía. Ella le hizo un gesto con el dedo, invitándolo a pasar al interior, y aunque sabía que cruzar el umbral era un error, no pudo resistirse, nunca había sido capaz de resistirse a sus encantos.
Sintió una opresión en el pecho que apenas le dejaba respirar. Siempre se le cortaba la respiración cuando pensaba en ella y en la manera en que murió. En ese momento, ya que había sobrevivido, reconoció un sentimiento de culpa en lo más profundo de su corazón. La había amado. Pero tal vez no tanto como habría podido.
¡Alena! Cerró los ojos un momento y la vio: el cabello dorado que le resbalaba hasta la cintura, ojos traviesos, pechos perfectos y una cintura de avispa.
– Acércate -le susurró.
Y aunque él sabía que no debía confiar en ella otra vez, entró de buena gana en la habitación…
– Entonces ¡es verdad!
Una voz quebró su visión y dio media vuelta desenvainando el arma. Demasiado tarde, se dio cuenta de que no estaba solo. Alguien más andaba sigilosamente por el vestíbulo.
Allí estaba, a unos pasos de él, su primo.
La sonrisa de Graydynn de Wybren dejó al descubierto sus dientes blancos entre la barba:
– Es verdad -dijo sacudiendo la cabeza-. Carrick está vivo.
– Lamento molestaros, milady. Sé que tenéis la cabeza como un bombo -tanteó preocupada Sarah, la esposa del alguacil-. Pero es muy raro que mi marido no haya vuelto todavía.
Permaneció de pie en el gran salón delante de Morwenna, retorciendo sus manos con manifiesto nerviosismo.
– Es el alguacil, Sarah -le respondió Morwenna-. Seguro que otras veces se ha ausentado por más tiempo que hoy.
Morwenna le hizo una seña para que se sentara en la silla junto a ella y la gruesa mujer se dejó caer donde le indicó. Se sentó en el borde del asiento, como si estuviera dispuesta a salir disparada en cualquier momento.
– Sí, pero siempre me decía… cuánto tiempo pensaba estar fuera. «Sarah, me marcho tres días y si necesito más tiempo enviaré a un mensajero para que te avise, para que no te preocupes». O «volveré al anochecer; recuerda dejar las gachas calientes para cuando regrese». En todos los años que llevamos casados nunca me ha dicho «vuelvo dentro de unas horas» y luego ha regresado a medianoche. Sí, una o dos veces me he quedado despierta esperándole, cuando algo le impidió volver tal y como había planeado, pero sólo se demoraba unas horas.
– Esta vez es diferente -le contestó Morwenna.
– Sí. -Sacudió la cabeza bruscamente varias veces-. Me dijo que iba a interrogar a un campesino con sir Alexander y eso fue antes del alba. -Se mordió el labio inferior pero al darse cuenta de que lo estaba haciendo paró de repente-. A decir verdad, me dijo que no llegaría para el almuerzo pero sí a mediodía.
– Y ya ha caído la noche.
– Sí, estoy segura de que me habría avisado si hubiera podido… sabiendo cómo me preocupo por él. -Juntó las manos delante de ella-. Me temo que algo le haya sucedido, milady -dijo con una voz que no era más que un chillido-. Y con todo lo que está sucediendo aquí… con lo que le ha pasado a la pobre, pobre Isa y a sir Vernon. -Se puso mano sobre el pecho, tragó con fuerza y miró a lo lejos-. Es para preocuparse, para preocuparse y algo más.
Morwenna quiso ahuyentar los miedos de la mujer, consolarla, decirle que todo estaba bien pero habría mentido.
– Debemos esperar a que pase la noche, Sarah. Pero he decidido que mañana, con el nuevo día, mandaré a un pelotón de búsqueda.
– ¿A qué esperáis? -le preguntó con sus grandes ojos cerrados-. Para entonces puede ser demasiado tarde.
Morwenna reconoció en su fuero interno que la mujer tenía razón. Ella también temía que algo terrible hubiera pasado.
– Me temo que no encontraremos nada con la tormenta, al menos antes de que amanezca. -Le ofreció una sonrisa y acarició la mano de la mujer-. Ten fe -sugirió, aunque la suya estaba en las últimas-. Tal vez vuelva pronto. Sé que tanto él como sir Alexander son hombres inteligentes, fuertes, no se dejan embaucar fácilmente y manejan bien la espada.
– Sí, pero a veces una espada no es suficiente -respondió Sarah, poniéndose en pie. Se disculpó y abandonó la habitación.
Durante un buen rato, Morwenna se quedó sentada en silencio. Golpeteó con los dedos el brazo de la silla y trató de consolarse con el pensamiento de que no se había quedado de brazos cruzados. Mort, que acababa de despertarse, dejó su rincón al otro lado de la chimenea y se acercó a ella, que en recompensa le acarició las orejas.
Había pedido a sir Lylle que enviara a algunos mensajeros a la ciudad para localizar al médico y al sacerdote. Hasta el momento, los dos hombres no habían regresado. Ni los dos mensajeros.
– Qué extraño -se dijo.
Le invadió una ola de miedo, una sensación de que estaba urdiéndose una traición. Si no, ¿por qué todos los que habían abandonado Calon ese día habían desaparecido, como si se los hubiera tragado la tierra?
Entornó los ojos a la luz de la lumbre.
Desde que había anhelado gobernar su propia baronía, nunca imaginó que el camino sería tan espinoso. En efecto, la habían puesto a prueba cuando llegó a Calon y, como mujer, suponía que haría falta un tiempo para que sus vasallos la aceptaran. Pero no había sucedido según lo previsto y a menudo notaba la tensión que flotaba en el ambiente entre los que la aceptaban como señora del castillo y los que nunca confiarían en que una mujer soltera tomara decisiones.
Hasta que Carrick no cruzó las puertas del castillo, había trabajado con diligencia con el único fin de ser la mejor soberana posible, pero la visión de su antiguo amante, golpeado y a las puertas de la muerte, resultó ser su perdición. Todo por lo que había trabajado, todas sus esperanzas no sólo se ponían en tela de juicio sino que se hacían añicos. Acostándose con él había sellado su destino: nadie en la torre confiaría en ella.
¿Qué vas a hacer, Morwenna? ¿Sentarte aquí y compadecerte? ¿Llamarte una y mil veces idiota? ¿O harás algo que demuestre lo que vales? ¿Eres toda una señora o una mujer consentida con el sueño de ser señora de un castillo?
– ¡Por todos los diablos! -refunfuñó entre dientes, y el perro, que estaba echado a sus pies, gruñó-. Todo va bien -dijo al animal aunque sentía que se le helaba la sangre al pensar en la traición que se tramaba en el castillo.
¿Qué pasaba? ¿Alguien conspiraba para tomar el control de Calon?
Recorrió la habitación con la mirada. Unos criados apilaban las mesas contra las paredes tras la cena, un gato se escabullía entre las sombras. Los perros del castillo apenas levantaron la cabeza para mirar al intruso. Tampoco Mort pareció notar la presencia del felino negro. ¿Acaso ella se parecía a los perros, dotada con un falso sentido de seguridad?
¿En quién podía confiar en Calon?
Aquella pregunta era un fantasma que le rondaba por la mente.
«Aquellos en los que confiabas se han ido». La mandíbula se le deslizó a un lado y se preguntó si acaso no estaba siendo objeto de un complot. ¿Es que acaso no percibía que siempre la espiaban? ¿No había oído por casualidad retazos de conversación que cuestionaban su capacidad, principalmente porque no había nacido varón? ¿Acaso no había percibido la tensión, las sonrisas severas y reprobatorias, la desconfianza en muchos pares de ojos? Algunos de sus enemigos eran fáciles de reconocer: el alquimista, el curtidor y dos o tres cazadores, que hacían todo lo posible por evitarla. Siempre que tenían que tratar con ella se comportaban de manera ruda y nerviosa. Y el alfarero era un hombre taimado. Sabía que no podía confiar en él porque parecía tener dos caras. La esposa del molinero era una mujer fría que imaginaba que todas las demás lanzaban miradas lascivas a su desdentado marido. Y luego estaban el sacerdote y el médico… Nunca sabía a qué atenerse con ambos. Ninguno de los dos había regresado, a pesar de que había enviado a mensajeros. Sí, definitivamente algo iba mal.
Y todo había comenzado con el hallazgo de Carrick en los aledaños e la torre. Él era la clave. Desde que había entrado en Calon se habían producido dos asesinatos y algunos estaban en paradero desconocido, según sir Lylle, se había interrogado dos veces a todas las personas de la torre.
«No a todos», pensó. Por la razón que fuera, sir Lylle se había negado a hablar con el hermano Thomas, lo que era un error. Y no el único.
Otra vez llegó a la conclusión de que sólo podía confiar en sí misma. Como le prometió a Sarah, cabalgaría al amanecer para tratar de localizar a sir Alexander y al alguacil. Pero mientras tanto no perdería el tiempo. Esa misma noche se acercaría a la torre sur y hablaría con el viejo monje. Según Fyrnne, el hermano Thomas era la persona que más tiempo llevaba viviendo en Calon y cabía la posibilidad de que por su posición sobre el patio de armas pudiera atestiguar algo fuera de lo común la noche anterior.
¡Sólo esperaba que no hubiera hecho voto de silencio!
El alguacil y él creían ir en ayuda de un campesino víctima de un brutal ataque y les habían tomado el pelo. Habían llegado a casa del campesino al alba y aporrearon fuerte la puerta.
Al ver que nadie les abría, la tiraron abajo y encontraron al agricultor en el centro de la habitación, y gallinas, cerdos y cabras que campaban libremente por el suelo cubierto de mugre. El fuego se había consumido y vieron que el hombre estaba molido a palos, atado de pies y manos, y le habían amordazado con una cuerda la boca ensangrentada.
El campesino gritó cuando entraron, los ojos se le abrieron como platos por el terror…
– ¡Baja del maldito caballo!
La voz era enérgica. Imperiosa. Acostumbrada a dar órdenes.
Alexander quiso luchar. Blandir su espada y atravesar al matón, pero era demasiado tarde.
Les atacaron por la espalda y les golpearon con fuerza suficiente para ponerlos a él y a Payne de rodillas. Las gallinas clocaban y se dispersaban, una cabra balaba y le pisoteó las piernas al huir despavorida. Un manto de oscuridad se cernió sobre su mente, aunque consiguió de alguna manera no perder el conocimiento.
Había tratado de luchar sin parar de revolverse, repartiendo golpes a diestro y siniestro con su espada, pero los hombres, grupo numeroso, volvieron a derribarlo rápidamente, propinándole un fuerte golpe que le dejó fulminado en el suelo. Antes de que pudiera reaccionar, le cubrieron la cabeza con un saco áspero y le desarmaron. Se tiró rugiendo a sus pies y giró en redondo propinando patadas con fuerza e hiriendo a uno de sus captores. Escuchó el aullido de dolor y luego alguien le espetó:
– ¡Bastardo sangriento y apestoso!
¡Bam!
Un golpe del talón de una bota se estrelló contra su mandíbula. Un dolor muy agudo le traspasó la cabeza. Le castañearon los dientes y sus piernas flaquearon al fin. Antes de que pudiera volver a tomar aire le sujetaron las manos y le ataron las muñecas con correas de cuero que se le clavaban en la carne. Le habían amordazado por encima del saco que llevaba puesto en la cabeza y le estiraba mucho.
Con los ojos vendados subió al corcel…
Pensó que era su caballo, reconoció la silla y el paso del animal, el porte al que estaba habituado. Al menos era algo…, montaba su propio corcel. Pero no era demasiado, sintió temor, estaba maniatado, le dolía la mandíbula a más no poder.
– ¡Allí van, compañero, atados como un maldito pato de Navidad! -dijo el mismo hombre de aliento pestilente riendo a carcajada limpia su patética broma.
Qué mortificación.
Tenía las manos a la espalda y un dolor en la boca, pero se sentó a horcajadas sobre el caballo y aguzó el oído. Los hombres hablaban, pero no pudo identificar sus voces. Ni siquiera estaba seguro de que hubieran dejado a Payne con esa panda de matones, pero Alexander pensó que todavía debía de estar en medio de la fiesta de esa gentuza. Deseó fervientemente que todavía estuviera con él, así tal vez de alguna manera acabarían venciendo a sus atacantes.
«¿Y cómo lo conseguirás, maldito capitán de la guardia?» Se encogió de hombros. Por todos los santos, había fracasado. No sólo ante él y la torre, sino también ante Morwenna, la mujer que dependía de él, la mujer a la que amaba.
Sí, no era más que el lamentable espécimen de capitán de la guardia del castillo de Calon. Le habían arrebatado los días en que soñó que ocuparía un puesto noble, que se atrevería a pedir la mano de la señora de la torre, como le habían arrebatado la espada. A decir verdad, aquel sueño concreto parecía pertenecer a otra vida, como si lo hubiera concebido un hombre distinto a él.
«¡No te rindas! ¡Lucha, maldita sea! ¡Se lo debes a ella! ¡A ti! Aún puedes encontrar un modo de salir de ésta. ¡Tienes que hacerlo!» A pesar del dolor, Alexander trató de concentrarse y no perder la cabeza. ¿Dónde lo habían apresado esos asesinos y por qué? No sabía en qué dirección cabalgaban pero sintió el olor a corteza mojada y hojas por encima del olor a lluvia. Aguzó los sentidos para intentando enterarse de las palabras de aquellos hombres que le llegaban a los oídos. Unas eran ininteligibles, pero otras eran nítidas. Mencionaron «Calon», «Carrick» y «venganza».
¿Qué querían decir? Dios santo, ¿qué plan tenían?
Esa panda de matones, ¿los habían hecho picar el anzuelo en medio de la noche para exigir un rescate? No, parecía poco probable. Era demasiado arriesgado y no tenía relación con Carrick y una supuesta venganza. Los engranajes de su mente se pusieron en funcionamiento para tratar de adivinar las intenciones de los hombres que les habían preparado esa emboscada. ¿Habían planeado matarles al alguacil y a él? ¿Quizá como pasatiempo o para advertir a los que trataban de impedir sus fechorías? ¿Qué mejor modo de hacer alarde de su autoridad y demostrar su inteligencia e imbatibilidad que matando al capitán de un ejército y al alguacil?
Pero parecía exagerado.
Escuchó el sonido incesante de los cascos de los caballos sobre el fango mientras sentía la lluvia repiqueteándole en el rostro. De repente, sin esperarlo, la verdad le sacudió como un puñetazo en las tripas.
No les conducían hacia el castillo para un intercambio de prisioneros o exigiendo un rescate. Tampoco les iban a matar sin más, al menos todavía. No.
Su corazón le dijo que les llevaban de regreso a Calon con un único propósito, utilizarles como señuelo.