El silencio amigo

Capítulo I

La boca no es para hablar. Es para callar.

Era un dicho de Mariscal que su padre repetía como una letanía y que Víctor Rumbo, Brinco, recordó cuando el otro muchacho, aterrado, vio lo que había en el raro envoltorio que él había sacado del cesto de pescador y preguntó lo que no tenía que preguntar.

– ¿Y eso qué es? ¿Qué vas a hacer?

– Tienen boca y no hablan -respondió lacónico.

La marea estaba baja o pensando en subir, en una calma atónita y destellante que allí resultaba extraña. Estaban los dos, Brinco y Fins, en las rocas próximas al rompiente, al pie del faro del cabo de Cons, y no muy lejos de las cruces de piedra que recuerdan a náufragos y pescadores muertos.

En el cielo, teniendo como epicentro la linterna del faro, las gaviotas picoteaban el silencio. Había un saber burlón en aquella alerta de las aves del mar. Un cuchicheo de forajidos. Se alejaban para luego retornar más cercanas, en círculos cada vez más insolentes. Se tomaban esa confianza, compartiendo con jactancia un secreto que el resto de la existencia prefería ignorar. Brinco miró de soslayo, divertido con el escándalo de las aves del mar. Sabía que él era la causa de la excitación. Que estaban al acecho.

Que esperaban la señal decisiva.

– Mi padre sabe el nombre de todas estas piedras -dijo Fins, intentando desatarse del curso de las cosas-. Las que se ven y las que no se ven.

Brinco ya había aprendido a tener desdén. Le gustaba ese sabor de las frases urticantes en el paladar.

– Las piedras no son más que piedras.

Brinco empuñó el cartucho de dinamita, ya montado con la mecha. Con el estilo de quien sabe cómo se usan.

– Tu padre será un lobo de mar, no lo niego. Pero vas a ver cómo se pesca de verdad.

Prendió al fin la mecha del cartucho. Tuvo la sangre fría de sostenerlo un instante en alto, ante la mirada espantada de Fins. Lo arrojó luego con fuerza, con entrenada destreza, por encima de las cruces de piedra. Al poco, se oyó el retumbe del estallido en el mar.

Ellos esperaban. Las gaviotas se agitaban más, en jauría voladora, con un chillar cómplice, jaleando cada salto de Brinco en las rocas. Fins tiene la mirada clavada en el mar.

– Ahora va a ser una marca de miedo.

– ¿El qué?

– Los peces no vuelven. Donde estalla la dinamita, no vuelven.

– ¿Por qué? ¿Porque lo dice tu padre?

– Eso se sabe. Es el esquilme.

– Sí, hombre, sí -se burló Brinco.

En el Ultramar había oído conversaciones parecidas y sabía la respuesta para acallarlas: «¡Ahora va a resultar que los peces tienen memoria!».

Se sonrió de repente. Una fuerza puede con otra en el interior y es la que articula la sonrisa. Lo que le vino a la boca fue una sentencia de Mariscal. Una de esas frases que otorgan un triunfo, mientras Fins Malpica está cada vez más intimidado en la espera, callado y pálido como un penitente. El hijo del Palo de la Santa Cruz.

– Si eres pobre mucho tiempo -dijo Brinco con la medida contundencia-, acabas cagando blanco como las gaviotas.

Sabe que con cada sentencia de Mariscal queda el campo despejado. No fallan. Le fastidia, por otra parte, tener esa fuente de inspiración. Pero le ocurre algo curioso con el lenguaje de Mariscal. Aunque quiera evitarlo, le viene a la boca, se apodera de él. Como ponerle el rabo a las cerezas. Ésa es otra. Otra frase que se enganchó. No falla.

Brinco y Fins se sentaron en una roca y metieron los pies descalzos en una poza de agua, de las que deja la bajamar. En aquella pecera, la única vida visible era el jardín de las anémonas. Jugaron a acercar los dedos de los pies. Ese simple movimiento provocaba que la falsaria floración agitase sus tentáculos.

– Las muy putas -dijo Brinco-. Simulan ser flores y son sanguijuelas.

– La boca es también el culo -dijo Fins-. En las anémonas es el mismo agujero.

El otro lo miró incrédulo. Iba a soltar una bravata. Pero se lo pensó mejor y calló. Fins Malpica sabía mucho más que él de peces y animales. Y del resto. Por lo menos en la escuela. Así que lo que hizo Brinco fue agacharse, pillar algo en la poza y llevárselo a la boca. La cerró y mantuvo la cara inflada como un bofe. Al abrirla, sacó la lengua con un pequeño cangrejo vivo.

– ¿Cuánto tiempo puedes aguantar sin respirar?

– No sé. Media hora o así.

Fins quedó pensativo. Sonrió para dentro. Con Brinco ése es el juego, hay que dejarse ganar para que esté a gusto. Hacerse el tonto.

– ¿Media hora? -dijo Fins-. ¡Qué mierda!

Era la primera vez que se reían juntos desde que llegaron al cabo de Cons. Brinco se levantó y escudriñó el mar. Con ese movimiento, ese gesto de poner la mano de visera, en el cielo se intensificó el bullicio. Un chillido torvo picoteó la atmósfera en su punto más débil. Entre espumarajos, como hervidos por el mar, aparecieron los primeros peces muertos. Brinco se apresuró a capturarlos con el salabardo. Traían la tripa reventada. En la palma entristecida de la mano, contrastaban más el fulgir plateado de la piel y la sangre de las gallas abiertas.

– ¿Ves? ¿Es o no un milagro?

Capítulo II

Él era el hijo de Jesucristo. El hijo de Lucho Malpica. Decían: es el hijo de Lucho. O: es el hijo de Amparo. Pero era más conocido por el padre. Porque el padre, entre otras cosas, llevaba ya varios años haciendo de Cristo el día de la Pasión, el Viernes Santo. Cuando era más joven había hecho de soldado romano. Incluso llevó el látigo para azotar la espalda de Edmundo Sirgal, el Cristo anterior, que también era marinero. Lo que pasa es que Edmundo se marchó a las plataformas petrolíferas del Mar del Norte. Y el primer año todavía logró volver para que lo crucificasen. Pero luego hubo algún problema. La gente se va y a veces pasa eso, que de pronto se pierden las señas. Así que hacía falta un Cristo y sólo había que mirar a Lucho Malpica. Porque había otro barbas que podía hacerlo, el Moimenta, pero le sobraba un quintal de grasa. Como bien dijo el cura, Cristo, Cristo puede ser cualquiera, pero que no tenga tocino. Un buen Cristo no tiene tocino, es todo fibra. Y dieron con Lucho Malpica. Fuerte y flaco como un huso. De la misma madera que el palo de la cruz que lleva a cuestas.

– Ese es medio pagano, don Marcelo -dijo un ronchas de la cofradía.

– Como todos. Pero da un Cristo de primera. ¡Un Cristo de Zurbarán!

Malpica era un tipo inquieto. Ardía con la prisa. Y valiente, con las tripas en la mano. El hijo, Félix, Fins para nosotros, era más parecido a la madre. Más apocado. Tenía días, claro. Aquí el que más y el que menos tenemos mareas vivas y mareas muertas. Y él tenía esos días de momia, de quietismo. Ensimismado, en silencio.

El caso es que no tuteaba a su padre, pero tenía esa confianza con él. No lo tildaba de padre o de papá. Preguntaba por Lucho Malpica. El marinero, fuera de casa, era como un tercer hombre, al margen de padre e hijo. El muchacho debía proteger al hombre. Tenía que cuidar de él. Cuando lo veía llegar borracho, iba corriendo a abrir la puerta, lo guiaba por las escaleras, y lo encamaba como un clandestino, para que no hubiese lío en casa, porque la madre no soportaba aquellos naufragios. Una vez, con ocasión de los pasos del Calvario, la madre le dijo: «No le llames Lucho cuando va con la cruz». Porque para él, de pequeño, era un honor que su padre fuese el Crucificado, con la corona de espinas, el reguero de sangre en la frente, aquella barba rubia, la túnica con el cordón dorado, las sandalias. Le llamaban mucho la atención las sandalias, porque entonces no era un calzado que llevasen los hombres en Brétema. Había mujeres que sí, en verano. Una veraneante que se hospedaba con su marido en la posada Ultramar. Llevaba pintadas las uñas de los dedos. Dedos que refulgían con un esmalte de ostra. Dedos niquelados. Toda la chavalería alrededor, como quien busca monedas en el suelo. Todo por la madrileña con los dedos de los pies pintados.

Los dedos del Cristo tenían matas de pelo, las uñas como lapas, y aun con las sandalias, se doblaban para sujetarse al suelo, como cuando se ceñían a la costra aristada de las peñas. Antes de la procesión, lo llamó aparte. «Vas al Ultramar y le dices a Rumbo que te dé una botella de agua bendita.» Y él sabía de sobra que no era agua de la pila santa. No, no iba a decirle nada a la madre. Ni falta que hacía que se enterase. Ya había hecho otras veces el trabajo de Cana. Así que salió pitando para ir y volver en un santiamén. Y por el camino decidió darle un tiento. Sólo un chupito. Sólo un chisguete. Si a todos les sentaba bien, algo tendría. A él también le venía de perlas ese día levantar la paletilla. Sintió que le ardían las entrañas, pero también el reverso de los ojos. Respiró a fondo. Cuando el aire fresco fue apagando aquel incendio de las entrañas, tapó y envolvió bien la botella en el papel de estraza y apeló a los pies para llegar antes de que el padre cargase con el Palo de la Santa Cruz.

En la procesión gritó todo contento:

– ¡Padre, padre!

Y la madre murmuró ahora: «Tampoco le llames padre cuando va con la cruz».

Qué bien lo hacía, qué voluntad ponía en aquella aflicción.

– ¡Qué Cristo, qué verosímil! -se oyó que decía el Desterrado al doctor Fonseca. En Brétema todo el mundo tenía un segundo nombre. Algo más que un apodo. Era como llevar dos rostros, dos identidades. O tres. Porque el Desterrado era también, a veces, el Cojo. Y ambos eran el maestro, Basilio Barbeito.

Lo hacía bien, Lucho Malpica. El rostro dolorido, pero digno, con la «distancia histórica», dijo el Desterrado, la mirada de quien sabe que los que ayer adulaban mañana serán quienes más nieguen. Incluso se tambaleaba al andar.

Llevaba un peso que pesaba. Alguno de los latigazos, por el entusiasmo teatral de los verdugos, acababa doliendo de verdad. Y luego, a trechos, aquel cántico de las mujeres: «¡Perdona a tu pueblo, Señor! ¡Perdona a tu pueblo, perdónalo, Señor! ¡No estés eternamente enojado!». El Desterrado hizo notar que la escenografía celeste ayudaba. Siempre había para esa estrofa un nubarrón a mano para eclipsar el sol.

– ¡Verosímil! Sólo falta que lo maten.

– ¡Y qué cántico más espantoso! -dijo el doctor Fonseca-. Un pueblo acoquinado, doliente de culpa, rogando una sonrisa a Dios. Una migaja de alegría.

– Sí. Pero no se fíe. Estas cosas del pueblo llevan siempre algo de retranca -dijo el Desterrado-. Fíjese que sólo cantan las mujeres.

El Ecce Homo miró de soslayo al hijo y guiñó el ojo izquierdo. Esa imagen le quedó al niño para siempre en la cabeza. Pero también aquella expresión admirativa del maestro. Qué verosímil. Intuía lo que significaba, aunque no del todo. Tenía que ver con la verdad, pero pensó que era algo superior a la verdad. Un punto por encima de lo verdadero. Se quedó con aquella palabra para definir aquello que más lo sorprendía, que lo maravillaba, que deseaba. Cuando por fin abrazó a Leda, cuando fue capaz de dar aquel paso y salir de las islas, y avanzar hacia ella, el cuerpo aquel que venía del Mar Tenebroso, lo que pensó fue que no podía ser verdad. Tan bárbara, tan libre, tan verosímil.

Capítulo III

En el balanceo del ataúd, el espacio cerrado y oscuro, Fins sintió su propia respiración jadeante.

El espacio era un verdadero féretro flotando en el mar, muy cerca de la orilla donde rompen y espumean las olas. A modo de una gamela, estaba atado por un cabo sostenido por Brinco. Tiraba de él, atrayéndolo, y volvía a dejarlo ir aprovechando el reflujo de las aguas. A su lado, sobre la arena, había algunos ataúdes enteros y otros rotos, extraños botes moribundos, los forros rojos a la vista, restos perplejos de un naufragio del Más Allá.

El juego empezaba a angustiarlo. Para tranquilizarse, como hacía con otros ahogos, Fins trató de acompasar su respiración agitada al son y al ritmo del repique de las olas.

Contó diez inspiraciones. Empezó a gritar.

– ¡Brinco! ¡Brinco! ¡Sácame de aquí, cabrón!

Esperó. No sintió ninguna voz ni notó ningún movimiento especial que indicase que la llamada iba a ser atendida. A veces, se sorprendía hablando a solas. Pensó que era otra rareza suya, una derivación más del pequeño mal. Pero cuando uno encuentra una avería, procura inspeccionar hasta qué punto es común. Y había llegado a la conclusión de que todo el mundo hablaba solo. La madre. El padre. Las mariscadoras. Las pescaderas. Las recogedoras de algas. Las lavanderas. La lechera. El peón caminero. El ciego Birimbau. El cura. El Desterrado. El médico Fonseca, en sus paseos solitarios. El encargado del Ultramar, el padre de Brinco, cuando sacaba brillo a las copas. Mariscal, después de chocar el badajo de hielo en su vaso de güisqui. Leda, con los pies descalzos en el ribete de las olas. Sí, todo el mundo hablaba solo.

– Qué cabrón. Te voy a arrancar el alma del cuerpo. Los gusanos de la cabeza uno por uno.

Batió adrede con la frente en la tapa del ataúd. Volvió a gritar, esta vez al límite de sus fuerzas. Un socorro internacional.

– ¡Víctor, hijo de puta!

Se lo pensó mejor. Aún había otra posibilidad. Lo que más lo enfurecía.

– ¡Me cago en tu padre, Brinco!

Bueno. Si eso no surtía efecto de inmediato, habría que resignarse. Respiró profundamente. Soñó que venía Nove Lúas a echarle una mano. Y por la orilla, descalza, jugando a equilibrista con las chinelas en la mano, se acercó Leda. Llevaba en la cabeza, sobre un rebujo de trapos, una canasta de pesca, hecha de mimbre, llena de erizos de mar.

Al ver a la chica, Brinco tiró con fuerza del ataúd hacia la orilla.

– ¿Qué haces? Eso trae mala suerte.

Brinco se llevó el dedo índice a la boca para que callase. Leda dejó la cesta posada en la arena y se acercó intrigada al ver aquellos restos de muerte futurista arrojados a la playa.

– ¡Déjate de tonterías y ayúdame! -ordenó el muchacho.

Leda le hizo caso y también tiró de la cuerda hasta que el ataúd flotante quedó varado en la arena.

– Dentro hay un bicho asqueroso -aseguró Brinco burlón-. ¡Ven a ver!

Leda se acercó con curiosidad, pero también con desconfianza.

Brinco levantó la tapa del féretro. Fins permaneció inmóvil, la cara pálida, conteniendo el aire, amarrados los brazos al cuerpo por un cinturón muy apretado, con los ojos cerrados y la postura de un cuerpo difunto.

Leda lo miró con asombro, incapaz de hablar.

– ¿Resucitas o no, calamidad? -preguntó Brinco con sorna-. ¡Llegó la Virgen del Mar!

Fins abrió los ojos. Y se encontró con el rostro asombrado de Leda. Ella se puso de rodillas y lo miró con los ojos muy abiertos, con una humedad brillante, pero de pronto alegres. Lo que dijo fue una protesta:

– ¡Sois idiotas! ¡No se juega con la muerte!

Leda tocó con las yemas de los dedos los párpados de Fins.

– Jugar? Estaba muerto -dijo Brinco-. Tenías que haberlo visto. Se quedó pálido, tieso… ¡Joder, Fins! ¡Parecías un cadáver!

Leda exploraba a Fins, auscultándolo con la mirada, como si compartiese con ese cuerpo un secreto.

– No tiene nada. Sólo son… ausencias.

– ¿Ausencias?

– Sí, ausencias, ¡se llaman así! Ausencias. No es nada. Y no vayas largándolo por ahí…

La joven mira alrededor y enseguida cambia de tono: «¿Y esos ataúdes?».

– Ya tienen dueño.

– ¿No será tu padre?

– ¿Qué pasa? Fue el primero que los vio después del naufragio.

– ¡Qué casualidad! -exclamó Leda con ironía-. Siempre es el primero.

La expresión de Brinco se volvió dura: «Hay que estar despierto cuando los demás duermen».

Leda lo miró de hito en hito, sin perder la sorna: «¡Claro! Por eso dicen que tu padre aúlla por la noche».

Le gustaría pelear con ella. Una vez lo hicieron, jugar a luchas. Los tres. Cada vez que la ve, vuelve a sentir su jadeo. La furia insurgente de su cuerpo. El loco latir del corazón inyectando un ardor de neón en los ojos. Está más bonita callada. Ella no sabe para qué sirve la boca. Para callar.

– ¡Tú sí que debes tener mucho cuidado con lo que aúllas, Nove Lúas!

– Algún día alguien te arrancará el alma del cuerpo -dijo ella. Cuando se encrespaba le salía aquel hablar de otro tiempo. Una voz con sombra.

– Tienes mucha lengua, pero a mí no me das miedo.

– ¡Te han de quitar uno a uno los gusanos de la cabeza!

Fins se levantó del ataúd, espabilado de repente, y se apresuró a cambiar de conversación: «Entonces ¿es verdad que vais a vender los ataúdes en la posada?».

– Allí se vende de todo -dijo Brinco-. Y tú a callar, que estás muerto.

Capítulo IV

La gran playa de Brétema tenía forma de media luna. En la parte sur se ubicaba el barrio marinero de San Telmo, que creció como injerto de la aldea que fue cuna de todo, A de Meus, con sus pequeñas casas de piedra y puertas y ventanas de pinturas navales. Si siguiésemos al sur, encontraríamos los antiguos saladeros y el último secadero de pulpo y congrio. Allí, al abrigo del viento de las Viudas, se conserva la rambla del primer puerto. Y después de las rocas de punta Balea, la ensenada del Corveiro. En el centro, el pueblo, del que se desgranaban nuevas construcciones, como las fichas de un dominó revuelto al azar. Entre San Telmo y Brétema, yendo por la carretera de la costa, y antes de llegar al puente de la Lavandeira da Noite, está el crucero del Chafariz. Desde allí sale un desvío, en cuesta, que lleva a un altozano donde se levanta el Ultramar, posada, bar, tienda y bodega, con su anexo de salón de baile y cinema París-Brétema.

El extremo norte, con la linde natural del río Mor y su juncal, permanecía aún virgen. Era una zona de dunas, las más antiguas con abundante vegetación a sotavento, donde predominaba la paciencia verde azulada del cardo marino. La primera línea de médanos rompía en escarpa, allí donde batía la vanguardia de la tempestad. En la cumbre de estas dunas, ceñidos con la cabellera de las gramas, se alzaban en cresta, a contraviento, los tallos punzantes del barrón. Más al norte, protegida por una coraza natural de rocas, había otra playa de apariencia más secreta. Pero quien siguiese la pista, después de un pinar en la retaguardia de dunas grises y muertas, se hallaría con el portón blasonado y con los muros del pazo de Romance.

Así que lo que hacían los de las furgonetas era quedarse antes, en el extremo de la media luna, donde ni siquiera en verano, a excepción de los festivos, había muchos bañistas. La mayoría de los veraneantes no pasaban del juncal. Pero éstos, los de las furgonetas, no eran veraneantes. Eran otra cosa. Había algunos que llegaban en otra época del año. Como estos dos, esta pareja. Dejaron la furgoneta en un rincón al final de la pista que sirve de aparcamiento, allí donde comienzan las dunas. Es una Volkswagen, acondicionada como caravana. El vehículo tiene pintados los colores del arco iris y lleva cortinas en las ventanillas.


Leda no dijo nada. Ella solía hacer las cosas así, por libre y a la chita callando. Fins y Brinco lo que hicieron fue ir detrás. Treparon por la pendiente interior de una duna hasta que asomaron al escenario del mar. Podían ver sin ser vistos, ocultos por la melena de las gramíneas. Allí está, la pareja. Más que nadar, juegan con los cuerpos, a alejarse y a reencontrarse. Entre olas, en remolinos espumosos, procurando no perder pie. Por fin, el hombre y la mujer salen del mar. Van de la mano y corren riéndose por la arena en dirección a las dunas. Los dos son altos y esbeltos. Ella tiene una larga cabellera rubia. Es un día luminoso, con una luz nueva, de primavera, que centellea en el mar. A los espías, lo que ven les parece un hipnótico espejismo.

– ¡Son hippies! -dijo Brinco con cierto desprecio-. Lo oí en el Ultramar.

Y Leda susurró: «Pues a mí me parecen holandeses o así».

– ¡Sssssh!

Entre risas, Fins los mandó callar. La pareja, al buscar lo recóndito, se acercó más a los mirones. Los amantes se acariciaban con los cuerpos, pero también con el flujo y reflujo de alientos y palabras.


Ohouijet'aimejet'aimeaussibeaucouptuestplusbellequelesoleil tu m 'embrases

Ohouioucefeudetapeautuvienstuvienstumetues tu me fais du bien


El acelerado placer de los cuerpos en la arena, aquella violencia gozosa, el retumbe del susurrar, puso nerviosos a los vigías. Fins se agachó y se recostó en la trasduna y los otros dos lo imitaron.

– Es francés -aseguró Fins, colorado, en voz muy baja.

– ¡Qué más da! -dijo Brinco-. Se entiende todo.

Fue Leda quien se decidió a mirar por última vez. Y lo que vio fue el torso de la mujer, que estaba encima del hombre, a horcajadas, en cópula, y que levantaba la cabeza hacia el cielo y paraba todo el viento, y tensaba el cuerpo, y ocupaba el horizonte, todo lo que la mirada centinela podía abarcar. En lo más alto, la mujer cerró los ojos y ella también.

Y luego Leda se dejó caer rodando adrede. Y Fins y Brinco no tuvieron más remedio que seguirla.


– Si fuesen hippies, hablarían en hippy -dijo Leda.

Ya habían pasado el puente de la Xunqueira, pero todavía estaban inquietos. Aún no habían posado los cuerpos en los cuerpos. De vez en cuando, las bocas soltaban un soplido. No hablaban de lo que habían visto, sino de lo que habían oído sin entender.

Los otros dos se echaron a reír. Y a ella le pareció mal.

– ¡Era en broma!

– No, lo has dicho en serio -dijo Brinco para hacerla rabiar. Y volvió con el chiste-. ¡Los hippies hablan hippy!

– ¡Sois idiotas! Os falta un hervor. -No te enfades -dijo Fins-. No pasa nada. -¡Y tú vete a la mierda, a escribir en el agua! -le gritó Leda-. Eres como él.

Capítulo V

Caminaron cabizbajos por la orilla de la carretera de la costa. Los dos chicos llevaban las manos en los bolsillos y miraban el pisar descalzo de Leda sobre la grava. Ella iba jugando con las chinelas, haciéndolas girar con las manos como dos grandes libélulas.

A la altura del crucero del Chafariz, y al otro lado de la cuesta que lleva al Ultramar, subido a una roca, vieron a otro muchacho. Algo más joven. Los llamaba a gritos y movía y agitaba el brazo a la manera del banderín que reclama una urgencia.

– ¡Es Chelín! -dijo Leda-. Seguro que encontró algo.

Brinco no puede evitar la sorna cada vez que ve a Chelín: «Algo encontraría. Anda todo el puto día con el chirimbolo ese».

– A veces funciona, ¿verdad, Leda? -dijo Fins, conciliador.

– A éste, sí. ¡Pero por pelma! -protestó Brinco.

Leda los miró a los dos como quien reprocha una gran ignorancia: «Su padre ya descubría manantiales. Era vidente. Un zahorí. Todos los pozos de por aquí los señaló él, con las varas o con el péndulo. Hay gente así, que ve en lo oculto. Con poderes magnéticos». Aprendía en el río y el mar, lavando la ropa y mariscando. Su hablar tenía un burbujeo que la hacía visible. Una sobrecarga que la defendía. Y Leda todavía murmuró con lo que le quedaba de arranque: «Y hay gente que es todo humo. Que ni mata ni espanta. Que no ata ni desata. Y que anda por el agua sin verla».

– Amén -soltó Brinco.

– Será por eso que es un buen portero al fútbol -cortó Fins-. El poder oculto.

– ¡Será! Pero ¿adónde coño nos lleva? -gritó Brinco para que el guía oyese.

Leda echó a correr por delante hasta alcanzar a Chelín. Ella sí imaginó adónde iban. En un pequeño trecho, el camino se ahondaba, entre setos de laurel, acebo y saúco, que se curvaban con una voluntad de bóveda. Y, al fin, se alzaba en una escalinata bien losada. En las esquinas de los peldaños, el musgo se esponjaba y tenía el cuerpo de un erizo acurrucado. De repente, en el otero, una casa que parece sostenida y apuntalada por la naturaleza. Una de esas ruinas que quieren desmoronarse, pero no lo consiguen, y a las que las hiedras que cubren los muros no las resquebrajan, sino que las vendan. Tras una malla de aliagas y zarzas, se abren dos huecos. La puerta, con tablas descoyuntadas. Y una ventana desconfiada, vigilante.

El edificio está tan tomado por la vegetación que la parte visible del tejado es un campo de dedaleras y en los aleros se entrelazan los tallos rugosos de las hiedras para combarse de espaldas hacia el vacío como gárgolas góticas. Sobre el dintel de la puerta, el follaje respeta el azulejo, tal vez por las formas vegetales esmaltadas, de estética modernista, que orlan las letras de la leyenda: Unión Americana de Hijos de Brétema, 1920.


Chelín estaba muy metido en su papel. Concentró los sentidos, los de dentro y los de fuera, a la manera en que le había enseñado el padre zahorí. Aquel a quien llamaban O Vedoiro. Había algo especial en el péndulo que sostenía. El peso magnético que colgaba de la cadena era una bala de fusil.

Al principio, no se movía. Pero, al poco rato, el péndulo empezó a girar despacio.

Leda riñó a los incrédulos; «¿Veis?»

– Lo hace él con el pulso -se burló Brinco-. ¡Eres un farsante, Chelín! A ver, déjame a mí.

Chelín lo ignoró. Porque sabía que Brinco era un bicho y porque él estaba de verdad a otra cosa. Concentrado en la tarea con los flujos, depósitos y corrientes. Echó a andar, avanzó hacia el hueco de la puerta, y el péndulo giró a más velocidad.

– ¡Venga, sin miedo! -dijo Leda con ardor, porque además sabía que Brinco no las tenía todas consigo. Él, tan osado, siempre ponía pegas ante la Escuela de los Indianos. Siempre advertía que era un peligro, un lugar a punto de derrumbarse. Un sitio maldito.

El interior de la Escuela de los Indianos estaba en gran parte sombrío, pero había un cráter en el tejado por el que entraba un amplio foco de luz. Una claraboya accidental que se había abierto con un derrumbe casi circular de las tejas. Además, había en la techumbre una trama de agujeros y grietas que proyectaban en la penumbra un grafismo luminoso. Era tanto el espesor del aire, que se notaba el esfuerzo en el descenso de los trazos de luz. Pero ese abrirse paso no sólo era importante para los intrusos, sino para el propio lugar. Porque lo que iluminaba el gran foco de luz y, por partes, las finas linternas, era el gran mapa en relieve del mundo que ocupaba el suelo. Un mapamundi labrado en madera noble. En su tiempo, había sido tratado, barnizado, muy bien pintado, no con la idea de eternidad, pero sí de que acompañase como suelo optimista, entre el tiempo y lo intemporal, el futuro de Brétema. En la escuela de la Unión Americana de Hijos de Brétema, construida con las donaciones de los emigrantes, había esa particularidad que copió alguna otra: cada alumno se sentaba en un punto del mapa. Y se movía a lo largo de los años, de tal forma que cuando terminase sus estudios primarios podría decir, sí, que era un ciudadano del mundo. Pero había otros detalles que hacían singular la llamada Escuela de los Indianos. Las máquinas de escribir y coser. La gran biblioteca. Las colecciones zoológica y entomológica. Todavía queda alguna pieza, el espectro de algún ave, no se sabe muy bien por qué respetada, como la grulla de largo cuello suspendido en la incredulidad, al lado del esqueleto desarmable y pedagógico, por cierto manco, pues alguien se llevó un brazo. En la pared frontal, descoloridos como pinturas rupestres, los grandes árboles de las Ciencias Naturales y de la Historia de las Civilizaciones. Descolorido también ahora el mapa en relieve del suelo por el que caminan los jóvenes intrusos, con Chelín y su péndulo delante, moviéndose por países y continentes, por mares e islas, pues todavía se distinguen algunos nombres geográficos, en parte corroídos por el tiempo y el abandono.


Chelín se detuvo. El péndulo giraba más que nunca. Los había llevado hacia un rincón penumbroso. Aun así podía distinguirse un gran bulto cubierto por una lona en buen estado, lo que creó más expectativa, pues los visitantes no tenían interés en las reliquias. Gran parte del mobiliario y de las colecciones había sufrido los efectos de un incendio, en un período también arcaico, fuera del tiempo, que los mayores llamaban La Guerra. Todavía quedaban algunos libros por estantes polvorientos, sujetos por telarañas. Era muy poco lo que se conservaba. Sólo algunos visitantes furtivos entraban y rebuscaban a veces en lo podrido, en lo roído, en lo abatido. Cada año, sí, aumentaba el pueblo de murciélagos colgado de los ganchos de la sombra.

Nadie se atrevía. El propio Chelín detuvo la bala del péndulo y decidió levantar la lona por un extremo. Y el descubrimiento los dejó aturdidos. ¿Y esto qué es? La hostia. Dios bendito. Joder. Etcétera. Era un cargamento de cajas de botellas de güisqui. Pero no un cargamento cualquiera. Los muchachos miraron fascinados la imagen del incansable andarín Johnnie Walker.

– ¡Bule, bule!

Leda se adelantó y consiguió extraer una botella. La mostró maravillada, se volvió a Chelín y proclamó una reparación histórica.

– ¡Éste sí que es un tesoro, Chelín!

Fins lo señaló triunfal.

– ¡Nada de Chelín! A partir de ahora, Johnnie. ¡Johnnie Walker!

Un tiro de escopeta retumbó de repente en el interior de la vieja escuela como si descargase percutida por la última exclamación. El estruendo. Las esquirlas de teja. El vuelo atolondrado de los murciélagos. Los ojos desorbitados del joven zahorí. Todo parecía salir de la boca humeante del arma. Leda, asustada, soltó la botella con la etiqueta del andarín, que se hizo añicos en el suelo, en una parte todavía azulada y blanquecina en la que se leía el nombre labrado de Océano Adámico.

De la oscuridad surgieron dos figuras sin la menor intención de pasar inadvertidas, que se situaron bajo el foco de la accidental claraboya del tejado. Destacaba, al principio, un gigantón que portaba la escopeta. Pero enseguida se puso por delante, en un primer plano, un segundo hombre. Vestía traje blanco con sombrero panamá y se secó el sudor con un paño granate, sin quitarse los guantes blancos, de algodón.

Sabían quién era. Sabían que era inútil intentar marcharse en ese momento.

Fue él quien tomó posesión. El grandullón sacudió el polvo a una silla y se la ofreció. Cuando el jefe se puso a hablar lo hizo con una voz profunda, imperativa y familiar. Era Mariscal. «El Auténtico», como él mismo precisaría de tener que presentarse. El otro tipo, el armado, era su inseparable guardaespaldas Carburo. Nadie utilizaba esa palabra, la de guardaespaldas. El Vicario. Palo Mandado. El Matachín. Eso era. Había trabajado un tiempo de carnicero. Y él utilizaba ese dato en su historial, cuando era necesario, con una autoestima muy convincente.

– ¡Me cago en las llaves de la vida, Carburo! No pasa nada, chicos, no pasa nada… A este hombre le encanta la artillería. Se lo digo siempre: Carburo, tú primero pregunta. Y después, a fortiori. Es lo que pasa. Acaricias el gatillo y ya es el gatillo quien manda. Como dijo el filósofo, desde que se inventaron la pólvora y la patada en los huevos, se acabaron los hombres.

Mariscal se quedó pensativo, la mirada clavada en el suelo. El mapa en relieve, cincelado a conciencia. El trabajo que dio hacerlo, el trabajo que da recordar.

Levantó la mirada y se fijó en Leda.

– ¿Y esta chavea de dónde salió?

– De la madre que me parió -soltó Leda, sin poder reprimirse. Estaba furiosa con la pérdida del alijo.

Kyrie, eleison -dijo al fin Mariscal, asombrado por el descaro de la joven-. ¿Y quién es esa santa, si puede saberse?

– No es -respondió Leda-. Murió cuando yo nací.

Mariscal chascó la lengua y se ladeó un poco en el asiento. Ahora parecía inspeccionar la trama de luminarias en el techo. Le sonaba la historia. Mucho. La historia vuelve, pensó, y conviene apartarse para que pase de largo. Recordó a Adela, una de las empleadas de la conservera. Aquella conservera donde trabajaba Guadalupe. Él no paró hasta comprarla. Odiaba al dueño, al capataz, aquellos tacaños, explotadores, asquerosos, sobones. Que fueran a magrear a su puta madre. No quería vender, pero no le quedó más cojones. Y cuando la conservera fue suya, le dijo a Guadalupe: «Ahora van a comer y cantar lo que quieran». Pero eso fue una temporada. Acabó contratando al mismo capataz. ¿Adela? Le sonaba Adela, su belleza, su timidez, su resistencia, su súbita entrega, su inmensa tristeza en el altillo de la nave, después de que pasó lo que pasó. Se encerró en su casa. Nunca volvió al trabajo. Alguien convenció a Antonio Hortas, un marinero solitario y pobre, para que se casase con ella y le diera el apellido a la criatura. Y no hizo falta mucha insistencia para convencer a Antonio. Ni pagarle un duro. Porque Antonio Hortas quería a aquella mujer. Y si el asunto iba de cuernos, le daba igual, él tenía una buena lista de la cofradía de San Cornelio.

Dios cuida del Demonio, que es un pobre diablo. Dios nos dio mucho, pero todavía tiene más para dar.

– Mutatis mutandis -murmuró Mariscal evitando la mirada de la muchacha. Y luego fue recuperando el tono de voz-. Bien, tropa… Aquí no pasó nada. No habéis oído nada. No habéis visto nada. Os habent, et non loquentur. Tienen boca y no hablan. Si aprendéis esto, tenéis más de media vida ganada. Y el resto también es sencillo. Oculos habent, et non videbunt. Tienen ojos y no ven. Aures habent, et non audient. Tienen oídos y no oyen.

En la ruinosa Escuela de los Indianos, su voz resonaba fascinante, ronca y aterciopelada a la vez. Eran todo oídos y todo ojos.

Quedó callado. Medía el peso del hechizo. Luego añadió: «Manus habent, et non palpabunt. Tienen manos y no palpan. De esto no hagáis mucho caso. Las manos son para palpar y los pies para andar. Pero viene a cuento, cuando las cosas tienen dueño, como es el caso».

Escuchaban como escolares sorprendidos por una inesperada lección magistral. Allí tenían a un hombre que hacía la mejor representación posible de sí mismo y que, además, gozaba con ese papel. Mariscal carraspeó para afinar y se tocó los labios.

– En resumen, es fundamental saber para qué sirven los sentidos. ¿Para qué sirven los ojos? Para no ver. Está lo que no se puede ver, lo que no se puede oír, lo que no se puede decir. ¿Para qué es la boca? La boca es para callar. Eso es lo que tiene el latín. Que una cosa lleva a la otra.

Brinco había entendido muy bien lo que quería decir Mariscal. Pero sobre todo le gustaba la forma en la Que lo decía. Aquella seguridad invulnerable. Aquella forma de ejercer el mando de modo burlón, que te cautivaba quisieras o no. Una oscura simpatía. Sintió que le unía a él una inteligencia secreta. Una fuerza más poderosa que la de la rebeldía, pero que no conseguía someterla del todo. Mierda. Las tripas. Es lo que tiene el ruido de las tripas. Qué te parece que todos los demás lo oyen. Las tripas no se entendían con la cabeza. El muy cabrón, cómo le gusta hablar. Cómo le gusta oírse. La boca es para callarse.

Víctor Rumbo hace el gesto de irse. Se va.

– ¡Eh, tente ahí, Brinco! Todavía no he terminado.

Se subió a la tarima y se acercó a la antigua mesa del maestro. Tal vez por la posición, elevó un poco más el tono de voz: «Tenéis que diferenciar la realidad de los sueños. ¡Eso es lo más primero!». Rió el intencionado desliz: «Bueno, lo primero es siempre lo más primero». Luego recompuso el gesto, la seriedad: «El día en que confundes esto estás perdido. Y hay que andar con mucho tiento, chicos. En este mundo hay mala gente, gente que por un Johnnie, por una mierda de una botella de matute, sería capaz de colgaros de un gancho de carnicero».

Mariscal giró la mirada hacia la pared donde se encontraba, descolorido, el Árbol de la Historia.

– La historia comenzó con un crimen -dijo de repente-. ¿Todavía no os lo han explicado?

Suspendió el parlamento. Parecía estar midiendo ahora el peso de todo lo dicho. Miraba el mapa del suelo caviloso y murmuró algo con cansancio.

– ¡Ya es suficiente lección por hoy!

El resplandor de un relámpago iluminó el Océano en el suelo de la Escuela de los Indianos. Lo esperaron, pero el trueno se demoró en retumbar, como si hiciese acopio de fuerzas para penetrar entero por el cráter del tejado.

– ¡Todos a casa! -ordenó Mariscal-. ¡Van a caer las vigas del cielo!

Capítulo VI

Lucho Malpica está afeitándose delante de un pequeño espejo, quebrado en diagonal, que cuelga del lado de la ventana orientada al mar. Tiene media cara cubierta con la espuma de jabón que afeita con la navaja. La mitad de las barbas del Cristo. De vez en cuando hace un alto y mira con gesto grave por la ventana, en busca de los signos del mar y el cielo.

– Parece que al fin se calma el gran cabrón.

En una almohada de tejer encaje de bolillos, y sobre el patrón de cartón picado, unas manos de mujer, las de Amparo, colocan alfileres con cabezas de distintos colores, que parecen componer un mapa inventado. Las manos se detienen un momento. También ellas están al acecho de la voz amargada de Malpica.

– ¿Cuánto tiempo llevo sin poder ir a pescar, Amparo?

– Un tiempo.

– ¿Cuánto?

– Un mes y tres días.

– Cuatro. Un mes y cuatro días.

Luego hizo una precisión de la que se arrepintió. Pero ya estaba dicho: «¿Sabes dónde está bien marcado? En el Libro del Debe del Ultramar. Allí están las cuentas de los temporales. Hay marineros que no salen de allí».

– ¡Pues que no vayan! -exclamó Amparo, enojada-. Que ahoguen las penas en casa.

– Algo hay que hacer. ¡Ojalá estuviera en la cárcel!

Amparo levanta la mirada y responde también con sorna a su marido.

– ¡Vaya, hombre! ¡Y yo en el hospital!

Sentado a la mesa, a Fins le parece que aquellas dos palabras, cárcel y hospital, se cruzan en el mantel y urden un extraño lugar con la cuadrícula roja y blanca del hule. Un espacio que pasan a ocupar y donde se retuercen los seres de los que habla el libro que está leyendo y que hasta ahora le eran desconocidos.

Las manos de Amparo reiniciaron la labor. Ahora se movían con mucha rapidez. Al manejar los palillos de boj, el choque de la madera provocaba una percusión musical que parecía a un tiempo marcar y seguir el ritmo del andar inquieto del hombre, con la tempestad en la cabeza.

– Así que yo en la cárcel y tú en el hospital. Qué ilusiones. ¡Esta vida es como para prenderle fuego!

Las manos de la mujer volvieron a detenerse.

– Estás amargándote, Malpica, antes tenías más paciencia. Y más humor.

El marinero hizo el gesto de cremallera en la boca. Parecía culpable de la desazón. Dibujó una sonrisa: «Antes lloraba con un ojo y reía con el otro».

Fins llevaba tiempo con la mente y la mirada divididas entre la estampa de los padres y el grabado de un viejo libro. Aprovechó entonces la súbita calma del hombre: «Padre, ¿usted vio alguna vez un argonauta?».

El marinero se sentó a la mesa, al lado del hijo. Pensativo.

– Una vez naufragó un barco ruso. Los marineros vestían chaquetones de cuero. Cuero negro. Buenos chaquetones…

– No, padre. No hablo de hombres. Fíjese lo que dice aquí: «Estos cefalópodos son unos animales muy feos. Si se mira dentro de los ojos del argonauta, se ve que los tienen vacíos».

Fins levantó la cabeza del libro y miró a su padre. La expresión de Malpica era la de una gran extrañeza. Estaba repasando todos los seres conocidos de su mar. Pensaba en la doncella, que unos años era macho y otros hembra. Pensaba… Pero no, nunca había mirado dentro de los ojos vacíos del argonauta.

– Este libro vino de la Escuela de los Indianos -dijo Malpica.

Se había servido un vaso de clarete. Lo bebió de un trago.

– ¿Por qué la llamaban así? ¿Escuela de los Indianos?

La mueca de Lucho. La sonrisa. Siempre aprovechó esa oportunidad. Fins sabía lo que iba a decir, la broma acostumbrada, porque íbamos a hacer el indio, éramos como apaches, etcétera. Pero esta vez, en el molde de la sonrisa, le sale un rictus dolorido. Una de esas derivas que la memoria introduce en la tracción muscular.

– Muchos de aquí, muchísimos, se fueron a América. La mayor parte canteros, carpinteros, albañiles, jornaleros… Y marineros, claro. Cuando ganaron algo de plata, lo primero que hicieron fue comprar un traje para ir al baile. Y lo segundo, juntarse para hacer una escuela. Y la hicieron. Lo mismo en muchos lugares de Galicia. Para ellos era la Escuela Moderna. Pero después de la guerra, cuando se abandonó, fue quedando ese otro nombre. El de la Escuela de los Indianos.

Miró a Amparo, que estaba clavando despacio los alfileres en el cartón.

– Y no era una escuela cualquiera. ¡La mejor escuela! Lo que ellos querían. Racionalista, decían. Enviaron máquinas de escribir, de coser, globos terráqueos, microscopios, barómetros… Incluso mandaron un esqueleto para que supiésemos el nombre de los huesos. Se hicieron muchas, pero en ésta había algo especial. Esa idea extraordinaria de que el suelo fuese el mundo. Y lo hicieron con madera noble. Armaron ese suelo los mejores carpinteros y tallistas. Cada cierto tiempo, te sentabas en un país diferente.

Se calló un momento. Hacía el inventario. En esa composición, la del pensador, apoyaba con tanta presión y tan en horizontal la cabeza que parecía estar tapando una fuga en la sien.

– Eso fue lo que quedó, más o menos. El suelo y el esqueleto.

Se levantó y con el dedo índice de la mano derecha fue señalando en la mano izquierda: «Trapecio, trapezoide, grande, ganchudo…». Una palabra brincaba hacia otra. Lucho Malpica parecía ahora contento. Notaba en los labios el gozo del recuerdo por ser capaz de recordar. Ese sabor salado.

– ¿Sabes cuál es el hueso más importante de todos? No, no lo sabes.

Dio una palmada al hijo en la nuca.

– ¡El esfenoides!

Malpica formó luego un cuenco con las manos cicatrizadas y declamó como si sostuviese un cráneo humano: «Lo estoy oyendo, al maestro. ¡He ahí la clave, el esfenoides! El hueso con cadera en forma de cama turca y alas de murciélago que se abrió en silencio a lo largo de la historia para hacerle sitio a la enigmática organización del alma…».

Se miró las manos con extrañeza, el cuenco de elocuencia que hicieron. Luego exclamó, asombrado de sí mismo: «¡Hostias benditas!».

También los otros dos, madre e hijo, lo miraron con asombro. Era un hombre muy silencioso. Demasiado callado. En casa, había una conexión entre su rumiar y el batir de los palillos de boj. Para Fins, cuando tenía conciencia de él, era un sonido hiriente. Un castañeteo de dientes de la casa. Pero había estos momentos, cada vez más escasos, en que se transfiguraba. Y brotaban los pensamientos. Una sonrisa. Un pensamiento. Una mueca.


– ¿En qué partes del mundo se sentó usted, padre? -preguntó Fins con entusiasmo contagiado.

Lucho Malpica cambia de pronto de tono: «Mejor no andéis por allí».

– ¡Cualquier día se os cae el cielo encima! -insistió Amparo.

Malpica se acercó otra vez a la ventana a echar una ojeada al mar. Desde allí, el hombre que ya era otro habló al hijo con tono imperativo:

– ¡Oye, Fins! Tendrás que ir otra vez a limpiar las cubas.

– Ya es demasiado mayor para meterse en las cubas -dijo la madre, enojada-. Además… se marea.

– Más se marea en el mar -murmuró Lucho.

El padre se puso de rodillas, al lado del hogar, para avivar mejor el fuego. Detrás de él, el humo imitaba el paisaje de la ventana. También adoptaba la forma de nieblas y nubarrones.

– ¿Qué quieres, mujer? Me lo ha vuelto a pedir Rumbo. No puedo decirle que no.

– ¡Pues ya va siendo hora de que aprendas a decir que no!

Lucho ignoró a Amparo. Si ella supiese las veces que él dijo que no. Decidió hablarle al hijo y lo hizo con vehemencia: «¡Escucha, Fins! No le cuentes a nadie eso de las ausencias. Si cuentas eso, jamás tendrás un trabajo. ¿Entiendes? No lo cuentes nunca. ¡Nunca! ¡Ni a las paredes!».

Amparo retomó la labor y los palillos de boj resonaron de nuevo como la música interior y angustiada de la casa. Había ahora un hilo entre la mente de la encajera y el modo del repique. Y en la mente de Amparo, viendo lo que había visto, no había nuevos y viejos tiempos. Incluso a veces los nuevos tiempos parían los viejos. Por eso ella prefirió no dejar que el recuerdo brotase. Bastante hablaban ya las bocas de la sombra. Cuando ella era niña, quienes tenían temblores epilépticos, o prolongadas ausencias, acababan con fama de locos. Y un simple apodo podía llevar al manicomio.

Una tía abuela murió allí. En la época en que cada internado estaba marcado con un número tatuado en la piel. Hubo un tiempo en que había cazadores profesionales de locos. Iban por las aldeas remotas y los barrios pobres, en carromatos cerrados como jaulas, en busca de candidatos. La Iglesia había creado el hospital junto con las familias pudientes. Y la administración cobraba de las diputaciones por número de internos. Cuantos más locos, mejor.

Sí. Ella sabía de lo que hablaba. Por eso callaba. Y los dedos corrían cada vez más lejos.

Capítulo VII

Fins oyó la aldaba y supo quién llamaba. Fueron tres toques seguidos y uno más. La aldaba era una mano de metal. Una mano que encontró Malpica en la ría de Corcubión. Él decía que era del Liverpool, que naufragó en 1846. La limpió de herrumbre y la fue puliendo con mucho cuidado, «como una mano verdadera», dijo, hasta devolverle el brillo al metal. Según Malpica, la mano de la aldaba era el objeto más valioso de la casa. Y cuando volvía borracho de alguno de sus naufragios personales, acariciaba la mano, evitando golpearla.

Llamaron de nuevo. Tres toques y uno más. También la madre sabe de quién es ese morse. Amparo dejó de tejer y miró con desconfianza hacia la puerta.

Y él corrió a abrir. Era ella. Leda Hortas.

No le dio tiempo a hacer preguntas. Tiró de él con excitación. Primero, con los ojos. Luego tiró del brazo. Ni siquiera ella era consciente de la fuerza que podía llegar a tener.

– ¡Venga! ¡Corre!

Lo soltó y echó a correr descalza hacia la playa. Fins no tuvo tiempo de cerrar la puerta. Cuando oyó la voz de la madre, ya no quiso oírla. Sabía que se sentaría otra vez murmurando: «¡Nove Lúas!».

– ¿Adónde vamos, Leda? ¿Qué pasa?

Ella no se detiene. Las piernas, los pies morenos, el talón blanquecino, crecen con la carrera. Suben jadeantes la ladera de la mayor duna primaria, entre corredores de tormenta hasta llegar a la cima.

Ella está pletórica, los ojos muy abiertos: «¡Mira,

Fine!»

– ¡Dios! ¡No puede ser verdad!

– ¡Ahí es nada!

El arenal próximo está diseminado de naranjas arrastradas por el mar. Los dos jóvenes permanecen inmóviles. Injertados en la arena. Sintiendo la grama, las cosquillas de las hojas punzantes y las flores peludas del barrón. Maravillados. Hechos de viento.


Leda y Fins tardaron en oír el ruido de la maquinaria pesada. Iban a saltar ya el cantil de arena. Tocar el espejismo con las manos.

Desde lo alto de la duna, vieron el camión que avanzaba con dificultad por la pista de tierra. Se detuvo en la explanada del final del camino, en el espacio de extracción de los areneros. De la cabina del camión bajaron un hombre y un chico. Los conocían muy bien a los dos. El mayor era Rumbo, el que regenta el Ultramar. El otro, Brinco. En el remolque, tres personas más, Invernó, Chumbo y Chelín, que descargaban unas espuertas o seras para recoger la fruta.

Brinco hizo como si no los hubiese visto. Ellos se dieron cuenta de que hacía como si no los viese.

Era así, pensó Fins. Cuando andaba a lo suyo, andaba a lo suyo. Se cabreaba si lo entretenías. Se volvía invisible. Sordo. Mudo. Pero cuando reclamaba interés, atención, no había modo de escapar de él.

A las órdenes de Rumbo, la cuadrilla empezó a recoger las naranjas que arrastró el mar, procedentes de la escora de algún barco.

– ¡Mira, Víctor! El mar es una mina -dijo Rumbo-. Da de todo. ¡Y sin una palada de estiércol! No hay que abonarlo como a la puta tierra.

Leda saltó el cantil y fue hacia el grupo con andares decididos. A Fins siempre le parecía que sus pies se hundían en la arena más que los de ella. Ella no se hundía se impulsaba en la arena. Sobre todo cuando tenía un objetivo. Un destino.

– ¡Estas naranjas son mías! -gritó-. ¡Yo las vi primero!

Rumbo y sus acompañantes dejaron de trabajar. La miraban asombrados. Excepto Brinco. Brinco se volvió de espaldas. Alguna vez, cuando se enojaba con ellos, les decía: «¡Siempre andáis oliendo los pedos!». Pero ahora prefería no verlos.

La chica se encaró con el jefe.

– Usted sabe que es así. Los restos de un naufragio son para quien los encuentra.

Rumbo la miró de hito en hito, entre perplejo y divertido.

– ¿Y cuánto vale el cargamento, nena?

– ¡Mucho!

Leda midió con las manos toda su posesión de orilla. Aún emergían naranjas entre la espuma de las olas.

– Además, todavía no sé si las quiero vender.

Rumbo sacó del bolsillo una moneda.

– Toma. Por el trabajo de ver.

– ¿Y eso qué es? ¡Eso es una mierda, señor Rumbo! -dijo Leda.

El hombre sostenía la moneda con el índice y el pulgar y la puso a la altura de la vista orientándola hacia Leda con aire enigmático.

– Cierra los ojos.

Leda obedeció. Fins no sabía muy bien lo que estaba pasando. Rumbo tiró la moneda al aire y llamó la atención del resto.

– ¡Ahora veréis!

Rumbo se agachó. Dejó resbalar las manos despacio por las piernas desnudas de Leda, de la rodilla hacia abajo, agarró el pie derecho, descalzo, y lo colocó sobre la moneda. Los demás no le quitaban ojo. También Brinco, que había vuelto de lo invisible.

Rumbo susurró, abstraído en el experimento: «Ahora veréis, sí, ahora veréis lo que es la piel de una mujer». Luego en voz alta:

– ¡Dime, nena! ¿Cara o cruz?

Leda permaneció con los ojos cerrados. Sin dudar: «¡Cruz!».

Apartó el pie y descubrió la moneda. Era cruz. Se veía el águila imperial. Rumbo lanzó una rápida ojeada al envés, a la cara de Franco, allí donde pone «Caudillo de España por la Gracia de Dios».

– Acertó. ¡Es cruz!

La cuadrilla se rió. Rumbo sacó una cartera del bolsillo de atrás del pantalón y extendió un billete de cien pesetas, con la imagen de la bella Fuensanta pintada por Romero de Torres: «Toma. ¡Una morena! La más querida de España. Muchos la tienen metida en los colchones».

Luego se dirigió a los otros:

– ¿Habéis visto lo que es la piel de una mujer? ¡Incluso la piel del pie! Además, ésta nació sabida. Llegará a rica. Está escrito.

Leda se llevó el envés del dedo pulgar a la boca. Hizo una rápida señal de la cruz. Y escupió hacia el mar.

– ¡Pobre no pienso ser!

Capítulo VIII

Estar en lo oscuro y arañar oscuridad con una escoba de codeso. La linde de lo oscuro huele a acre. Éste es el trabajo. Rascar en la costra de la sombra. Se siente borracho y sucio por dentro. Poseído por una ebriedad pútrida. Pero tiene el instinto de gatear en la curvatura y arrojarse fuera por lo que parece una boca pulposa, que se abre y cierra para él. Se tumba en el suelo losado boca arriba. La respiración jadeante, al principio. Hasta sentir, dentro y fuera del cuerpo, un gozo como nunca antes había sentido. Ser el destinatario, por un momento, de toda la atención del cosmos.

Se levanta. Mira hacia la boca de su infierno. La gran cuba. Lleva aún en la mano, no la había soltado, la escobilla de codesos. Tiene los brazos y la cara teñidos, con un sudor que extiende la mugre. Viste ropa vieja, remendada, y manchada por el trabajo de limpieza. Se siente bien, incluso atraído de nuevo por la boca, por el recuerdo ahora placentero del mareo y la huida.


Había sido un día de mucho calor, de mediodía ardiente. En el patio del Ultramar pega aún el sol, pero el gran portalón, al fondo, enmarca un mar borroso por la calima, la desazón que se extiende en el litoral. Fins Malpica pestañea. Despierta del todo. Y gira deprisa hacia la boca de la otra grandísima cuba, semejante a la que él limpiaba.

– ¡Brinco! ¡Eh, Brinco! ¿Oyes? ¿Me oyes o no? ¡Víctor! ¡Brinco!

Ante el silencio del otro, decide meterse en el interior oscuro de la cuba. Con gran esfuerzo, trata de arrastrar a Víctor Rumbo. Lo agarra por los tobillos y luego lo sostiene en brazos con mucho trabajo hasta posarlo en el suelo, con cuidado de que no se golpee en la piedra. Está sin sentido. Malpica, alarmado, sin saber bien qué hacer, se pone de rodillas, intenta buscar el pulso, auscultar los latidos del corazón, ver vida en los ojos. Pero la mano cae floja, el pecho no respira y en los ojos parece que desapareció el iris. Duda, pero al fin se decide. Se dispone a hacer la respiración boca a boca. Sabe el modo. Es hijo de marinero y ha visto casos de gente a punto de ahogarse en los arenales de Brétema.

Con sus manos abre todo lo que puede la boca de Víctor. Toma aire. Se acerca para unir su boca a la del otro chico. El inconsciente dispone de pronto el morro, con exageración burlona, para un beso amoroso.

– ¡Mmmm!

Fins se da cuenta de la burla y se levanta con expresión enojada.

Brinco también se pone de pie y se echa a reír a carcajadas. Se parte de risa. Es una risa que parece no tener fin. Pero deja de reír, también de repente. Esto ocurre cuando siente un ruido de motor, vuelve la mirada y ve llegar aquel automóvil que sube la cuesta con una calma alevosa.

El coche, al fin, se detiene en la era, cerca de donde se encuentran los chicos. Del automóvil, un Mercedes Benz blanco, desciende Mariscal. Elegante, con su aspecto permanente de galán. Viste el traje blanco y lleva sombrero panamá. También los zapatos son de color blanco. Y las manos con guantes blancos, semejantes a los que se utilizan en las ceremonias de gala.

– ¿Qué tal en el infierno, chavales?

Brinco lo mira, se encoge de hombros, pero permanece mudo.

– Bien, tirando, señor -responde Fins.

– ¡Yo también estuve ahí dentro! -dijo Mariscal, dirigiéndose al otro chico-. ¡Mmmm! Cosa rara, pero siempre me susto este olor.

Sin acercarse del todo a las bocas, cuidando de no manchar la vestimenta inmaculada, parecía inspeccionar la profundidad abisal de las cubas.

– Este trabajo sí que es importante. ¡El más importante! -afirmó con solemnidad-. Si no están limpias las cubas… ¿Cómo se dice?… ¡Im-po-lu-tas!… Se estropea la cosecha entera. Por una pizca… de mierda. Sólo por eso, se va todo al carajo. Pensad en ello. Pensad que una de esas cubas fuese la esfera terrestre. Pues sólo una pizca, una pizca de mierda podría acabar con el planeta.

Meditando el propio dictamen, con aire preocupado, remachó: «No es una broma. Acabaría con el planeta. Ipso facto. ¡Pensad en ello!».

Mariscal se llevó la mano al bolsillo y, solemne, lanzó una moneda al aire en dirección a Brinco. El chico la agarró con gesto ágil, como si el brazo actuase por su cuenta y estuviese acostumbrado al juego. Pero la boca no dio las gracias. Y en relación con los ojos, cualquier observador pensaría que lo mejor, ahora y en el futuro, sería apartarse de su trayectoria. El hombre de blanco no parecía ni sorprendido ni afectado por aquella silenciosa hostilidad.

– Y tú, tú…

– Fins, señor.

– ¿Fins?

– Soy hijo de Malpica, señor.

– ¡Malpica! ¡Lucho Malpica! Un gran marinero, tu padre. ¡El mejor!

Luego rebusca en el bolsillo y arroja otra moneda hacia Fins, que la pilla al vuelo. Se despide con un saludo, rozando con la mano el ala del sombrero.

– Y ya sabéis. ¡Ni una pizca de mierda!


Mariscal marchó a paso rápido hacia la puerta trasera de la posada Ultramar.

Murmuraba algo. Iba hablando solo. El recuerdo, el nombre de Malpica, lo incomodó por alguna razón: «El mejor marinero, sí, señor. Stricto sensu. Y el más testarudo. ¡El más tonto!».

Los chicos lo siguieron con la mirada. Al rato, cuando ya había desaparecido por la puerta, se oyó con tono zalamero su voz.

– ¡Sira! ¿Andas por ahí, Sira?

El eco de la llamada llegó a la era. Fins miró de reojo a Brinco. La mecha, la dinamita, las anémonas, todo estaba en su mirada. Al modo de quien juega con una fusta, se dio con la escobilla de codesos en la punta de los pies: «¿Qué te parece si buscamos esa pizca de mierda que va a acabar con el mundo?».

Brinco no le siguió la broma. Le devolvió por toda respuesta una ración de mirada torva. Fins conocía muy bien las súbitas transformaciones de aquel rostro. Por ello, no sabría decir cuándo es amigo o no, cuándo está alegre o no. Ahora su mirada se concentraba en el lugar por donde entró Mariscal e iba recorriendo la fachada, como si estuviese traspasando las piedras. Luego levantó la vista hacia las ventanas exteriores del primer piso. En una de ellas, por el movimiento de la cortina, apareció enmarcado el rostro del galán de traje blanco. A su lado pasó, fugaz, una mujer. Sira. El hombre la siguió. Y ambos desaparecieron en el flamear de las sombras.

Capítulo IX

Brinco entró por la puerta trasera y subió por una escalera interior que iba a dar al pasillo de la primera planta, la zona de las habitaciones de posada del Ultramar. En la escalera había una luz mortecina, la que dan con resentimiento las lámparas desnudas que cuelgan del techo por cables trenzados. Luego, en el pasillo, el viento metía ráfagas de luz prendidas de las cortinas. En la otra pared, sin ventanas, podían distinguirse algunos souvenirs típicos, como platos de porcelana pintados con escenas marineras, conchas de vieiras, estrellas de mar y ramitas de coral sobre maderas barnizadas y también flores y hojas en óleo pintadas sobre tablas pulidas de las que arroja el mar a la arena.

Con la cara tiznada, con el rostro tenso, Brinco avanzó por el pasillo alfombrado, sin molestarse en apartar las cortinas. Iba hacia la habitación del fondo, la que llaman la Suite, en el argot de la posada. Se detuvo ante la puerta cerrada.

Durante un rato escuchó los suspiros y susurros del forcejeo amoroso. Cuando atraviesa una puerta, el morse humano que emite el placer tiene mucha semejanza con el lenguaje del dolor. De pronto, Brinco oyó su nombre. Una voz que venía de lejos, abriéndose paso en la turbulencia de las cortinas. Rumbo siempre lo llamaba por su nombre de pila. No le gustaba aquel apodo.

– ¡Víctor! ¿Dónde cono estás? ¡Víctor!

La voz del padre lo enfureció más si cabe. Se enjugó con furia, con el revés de la manga, las lágrimas que surcaban la cara tiznada. Se marchó con cautela. Apuró el paso. Echó a correr, buscando furioso con la cara el roce de las cortinas que, con las ventanas de guillotina semiabiertas, flameaban en apariencia acompasada, pero cada una con su viento, en riguroso turno de tempestad.


En las paredes del bar del Ultramar abundan los afiches y fotogramas, la mayoría de películas del Far West. Un cartel de un grupo local, ataviados de mariachis, con el nombre Los Mágicos de Brétema. También algunos rostros conocidos de artistas de la canción y el cine, todas mujeres, como Sara Montiel, Lola Flores, Carmen Sevilla, Aurora Bautista, Amalia Rodrigues, Gina Lollobrigida y Sophia Loren. Entre ellas, en menor tamaño, pero en un lugar destacado, una foto en blanco y negro de Sira Portosalvo, con una dedicatoria: «A quien más quiero y hace sufrir».

En una mesa, Fins está comiendo unos mejillones, hervidos en su concha. Se los había servido Rumbo, rematado el trabajo de limpieza. Mientras come, parece observar y escuchar todo lo que se dice. En la barra, Rumbo y la pareja de la Guardia Civil, el sargento Montes y un guardia más joven, Vargas, hablan de cine.

– En eso estoy al cien por cien con la autoridad -afirma Rumbo, mirando al sargento-. No hay como John Wayne. Con Wayne y un caballo. Con eso haces una película. No hace falta chica ni nada.

A esta exclusión, tan rotunda, siguió un silencio que Rumbo acertó a interpretar como disconforme.

– Aunque si hay una buena moza, el trío es perfecto. Wayne, el caballo y la chica, por ese orden -aclaró, y luego dio un súbito giro en la conversación-. Eso sí, tuvo que cambiarse el nombre.

– ¿Quién, cómo? -preguntó sorprendido el sargento-. ¿No se llamaba John?

– No, no se llamaba John. Se llamaba… Marión.

– ¿Marion? -repitió el sargento, sin disimular la decepción en el modo de entonar-. ¡No me jodas!

Al rato, después de un trago, dijo: «Otro que cambió de nombre fue Cassius Clay. Ahora se llama Muhammad Alí, o algo por el estilo…».

– Eso es otra cosa -dijo Rumbo, en voz baja con la mirada distraída.

– Lo van a emplumar por no querer ir a la guerra. ¡El campeón del mundo! Los gringos no se andan con cofias.

La atención de Rumbo estaba puesta en la puerta principal. Por allí aparecía, al fin, Brinco. Había dado una vuelta adrede para no tener que bajar por las escaleras interiores. Venía con el aire alelado de alguien a quien un golpe de mar lo arrojó directamente a tierra.

– ¿Dónde te habías metido? -preguntó Rumbo enojado-. Fui a la era y no estabas. Dejas al Malpica solo comiéndose toda la mierda. ¡Éste no nació para trabajar, hostia! A ver si me lo enchufa de guardia, sargento.

El sargento Montes palmeó en el hombro a Brinco.

– Ya tiene un buen padrino, Rumbo. ¡Cuántos quisieran! Has nacido de pie, chaval.

Fue entonces Rumbo quien se sintió incómodo y se refugió en el silencio del otro extremo de la barra, aparentando estar atareado. Más tarde, reaccionó y volvió con un bocadillo para Víctor.

– Toma. ¡De omelette! -dijo con cierta sorna-. Lo preparó tu madre.

El guardia Vargas había permanecido al margen. Se le veía prendido en una cavilación, desde que habían hablado de cinema: «Pues a mí quien me vuelve loco es…».

El sargento no lo dejó acabar: «Mira, Rumbo. Si el malo está bien, la película está bien. ¿Es así o no es así?».

– Sí, es así-admitió Rumbo mirándolo fijamente, y en tono rudo. También él andaba con sus cavilaciones.

– Por ejemplo, yo creo que haría un malo cojonudo -dijo el sargento Montes-. ¿A que sí, Rumbo?

– De eso estoy seguro, sargento. Usted haría un malo de puta madre.

El sargento se quedó callado rumiando la respuesta.

– Tampoco estés tan seguro -dijo al fin con una mirada inquisitiva.

El guardia Vargas no pareció consciente de que acababa de asistir a un pequeño duelo verbal. También él seguía a lo suyo: «A mí, de las del Oeste, quien me vuelve loco es esa mujer… La de Johnny Guitar. La que lleva pantalones».

Esa invocación lo cambió todo. Rumbo se entusiasmó como si estuviese viendo la pantalla.

– Vienna, Vienna… ¡Sí, señor! Joan Crawford! -exclamó y señaló al guardia-. Un tipo listo. ¡El Cuerpo mejora, sargento!

– Entonces hablemos en serio -dijo el sargento Montes-. Para mujer de armas tomar la de Duelo al sol. ¿Le pones nombre, Rumbo?

– ¡Jennifer Jones!

Quique Rumbo, barman del Ultramar, encargado del salón de baile y cinema París-Brétema, era un hombre con recursos. Aunque no se prodigaba, tenía un gran sentido del espectáculo. Alzó los brazos en un gesto litúrgico que demoró dibujando en el aire unas curvas voluptuosas.

¡Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium!


Se oyó el carraspeo y los pasos de quien baja las escaleras que van a dar a las habitaciones de la posada Ultramar. Desde la mesa donde estaba sentado con Fins, Brinco pudo ver los zapatos blancos de quien descendía los peldaños. Y, por fin, la figura de Mariscal.

– Me pareció oír una oración. ¿Eras tú el de las divinas palabras, Rumbo?

Tardó algo en responder. Y lo hizo de soslayo, incómodo: «Hablábamos de cine, Patrón».

– ¡Hablábamos de mujeres! -puntualizó el sargento Montes-. ¡Jennifer Jones, en Duelo al sol!

– ¡Acabáramos! Ahora que para mí, cuerpo glorioso el de Santa Teresa, es decir, Aurora Bautista.

Dejó que rumiasen un rato el programa inesperado, para luego dar la puntilla.

– ¡Y hablando de cuerpos, no olvidemos el de Ben-Hur!

Los otros se rieron, pero Vargas se quedó confuso: «¿Ben-Hur?».

El guardia más joven siguió el movimiento de las manos enguantadas de Mariscal cuando imitaban el vaivén de remar en las galeras.

– ¿Por qué no se quita nunca los guantes? -preguntó de pronto el guardia.

El sargento Montes carraspeó y simuló prestar atención a la panorámica de la ventana. Por el camino iba aquel inocente, Belvís, imitando el paso de una motocicleta. Brommmm. Brommmm. Así hacía los recados. Mariscal ignoró la pregunta de Vargas. Pero todavía siguió la noria del remar. Hasta que dio una palmada de trabajo hecho.

– Mutatis mutandis. ¡Nadie como John Wayne!

Rumbo asintió, el gesto de okay, y le sirvió un vaso de güisqui de la marca del andarín.

– Con él y con el caballo, haces una película -repitió Mariscal, y bendijo con un trago la sentencia-. No hace falta ni la hembra… Es más. Ni el caballo hace falta. Un arma, sí. Un arma hace falta, claro.

Ceremonioso, hizo tañer las piedras de hielo en el vaso: «A man's got to do what a man s got to do».

– ¡Y de hoy en muchos años! -exclamó Montes, alzando su vaso.

Brinco se levantó y echó a andar hacia la puerta del local. A los hombres les llamó la atención aquel largarse desaborido. Enseguida fue Rumbo quien disparó una advertencia:

– ¡Eh, Víctor! No quiero veros por las ruinas de la escuela.

– ¡Pues el Cojo va! Que lo vi yo -dijo Brinco por el maestro Barbeito.

– Ése sabe dónde pisar.

– Tiene razón tu padre -dijo Mariscal en tono grave-. Ese lugar está… endemoniado. ¡Siempre lo estuvo!

Después de eso, todos esperaban que dijese algo más. Mariscal se dio cuenta al momento de que su afirmación era una llave y no un candado. En vez de zanjarlo, acababa de abrir o reabrir un misterio. De repente cambió el asunto, con una expresión burlona. Tenía esa cualidad. Un rostro escondía otro.

– Escuchad, chavales. Hablando de escuela, voy a enseñaros algo de provecho.

Y mientras se dirigía a los chicos, les guiñó un ojo a los guardias.

– No olvidéis nunca este proverbio: «Mientras se trabaja, no se gana dinero».

Mariscal arrojó una moneda que fue a caer a los pies de Brinco. El chico la miró, al principio con desprecio. No se agachó ni iba a hacerlo. El grupo de hombres se quedó observando. También Fins, a su lado. Por la puerta entreabierta, el viento besuqueaba las cortinas sin empujar del todo. Brinco se agachó y recogió la moneda.

Mariscal sonrió, volvió a la barra e hizo sonar el badajo del hielo en el vaso; «¡Rumbo, sírveme otro espiritual!».

Capítulo X

Leda agarró la aldaba. Le gustaba aquella mano de metal y verde herrumbre. Fría y caliente. Luego llamó con insistencia a la puerta de la casa de los Malpica. Tres y uno. Tres y uno. Fins acudió a abrir. Nove Lúas lo miró fijamente. Primero risueña, luego muy seria. Tenía una colección de caras. Luego tiró de él, imperiosa:

– ¡Bule, bule!

Esta vez eligió un atajo por las viejas dunas, brincando en zigzag para evitar los cardos marinos. Subieron corriendo hasta la cumbre de la primera duna. Desde allí, vieron el espectáculo dantesco de la playa. El mar vomitó en esta ocasión maniquíes, de los que se utilizan en los escaparates comerciales para exhibir prendas de moda. Cadáveres de madera. La mayoría destrozados. Las olas empujan cuerpos amputados y extremidades desprendidas. Brazos, pies descalzos, cabezas que ribetean en la arena.

Nove Lúas y Malpica recorren el campo de surcos conmocionados. Desentierran y levantan miembros que dejan de nuevo en la arena.

Andan en busca de un superviviente. Leda halla, al fin, un cuerpo entero. Una figura de maniquí femenino de color negro. Se agacha y limpia la arena de la boca y los ojos. Es un rostro de rasgos escultóricos, atractivo.

– ¿Es guapa, verdad? -dice ella.

La arena, seca, parece el maquillaje de un polvo de plata. Fins mira aquel rostro que está vivo y muerto, que parece estar haciéndose, los rasgos saliendo de dentro. Pero no dice nada.

– ¡Ayúdame, hombre! -dice Leda, levantándose-. Vamos a llevarla…

– ¿Llevarla? ¿Llevarla adonde?

Sin responder, Leda agarró el maniquí por los tobillos.

– Tú agárrala por los hombros. Y con cariño, ¡eh!

– ¿Con cariño?

¡Bah!


Leda y Fins cargaron con el maniquí por la carretera de la costa, en paralelo al litoral. La chica llevaba la delantera y sujetaba la figura por los gemelos. Fins iba detrás, agarrando el maniquí por el cuello. El trabajoso andar acompasado por el mar embravecido.

Pero lo que ahora llena el valle es el sonido del tráiler de un western. Viento por encima del viento. Disparos contra el cielo. Música de réquiem por los maniquíes. Por la carretera, a baja velocidad y en dirección contraria a la que llevan Fins y Leda, se acerca un coche, un Simca 1000, con una baca a la que está sujeto el altavoz que emite el sonido del tráiler, el anuncio de la película que se proyectará el fin de semana en el salón cinema París-Brétema, en el Ultramar. La muerte tenía un precio. Esa forma de recorrer los disparos el valle. Ese viento que monta en el viento. Esa música en la que late el tictac de la hora postrera. Rumbo está contento. No sólo porque la película vaya a llenar el París-Brétema, que lo llenará, sino por este paseo estremecedor a caballo del Simca, este sacar el filme al escenario del valle. Ponerlo todo a la vista. Deslumbrar de una vez a pájaros y a espantapájaros.


Quique Rumbo detuvo el vehículo cuando llegó a la altura de los portadores del maniquí y apagó el casete que atronaba por los altavoces. Siempre parecía de vuelta de todo.

Acostumbrado a lo imprevisto y adiestrado para darle una respuesta. Aunque según la opinión de Lucho Malpica, Rumbo, Quique Rumbo, tenía días en que hacía tachuelas con los dientes. Bajó con curiosidad la ventanilla del coche.

– ¡Tiene que traer Los chicos con las chicas\ -se adelantó a decir Leda.

– ¡Qué belleza la muñeca, Nove Lúas! -exclamó él, en tono burlón-. ¿Cuánto quieres por ella?

– No está en venta -respondió Leda muy resuelta-. No tiene precio.

No era la primera vez que tanto Rumbo como Fins la habían oído expresarse con esa resolución de feriante que, en realidad, comienza así el trueque. Pero lo que hizo fue echar a andar de nuevo con súbita energía, tirando del maniquí y de Fins.

Rumbo atinó a gritar desde la ventanilla del coche:

– ¡Te equivocas! ¡Todo tiene un precio, nena!

En el crucero del Chafariz, tomó el camino en cuesta que llevaba al Ultramar. Fins abrigaba la esperanza de que finalmente lo vendería, después de repensar un precio. Para su sorpresa, Leda siguió adelante y torció a la izquierda, por la hondonada. Se paró un rato a respirar. Los dos estaban cansados. Pero con un cansancio diferente. La suya era una fatiga descontenta. Pesaba, la puta momia. Como un puto robot.

– ¿No estarás pensando en llevarla allí? -preguntó Fins.

– Sí.

– ¡No!

Leda sonrió decidida. Y volvió a cargar con la rígida belleza.

Sí.

En el interior de la Escuela de los Indianos, la Maniquí Ciega hacía pareja con el Esqueleto Manco. Lo llamaban esqueleto, aunque no lo era con exactitud. Se trataba más bien del Hombre Anatómico. Se podían distinguir los órganos y los músculos, de diferentes colores. Pero habían ido desapareciendo, empezando por el corazón, látex pintado de rojo, y los ojos de vidrio. En todo caso, allí estaba el hombrecito, con sus huesos. Fue entrar y ver el sitio. Uno llamaba al otro.

Y a ellos les dio por limpiar y explorar, cada uno por su lado, el suelo del mundo.

– ¿Dónde estás, Fins?

– En la Antártida. ¿Y tú?

– Yo estoy en la Polinesia.

– ¡Estás muy lejos!

– ¡Si quieres que me acerque, silba!

Fins no esperó mucho. Silbó.

Ella respondió con otro silbido. Y sabía hacerlo mejor y con más fuerza que él.

Se fueron acercando de esa forma. Pero ella iba con los ojos cerrados, sin decirlo. Notó en los pies un accidente. Se detuvo. Abrió los ojos y miró hacia abajo.

– ¡Estoy cerca del Everest! -exclamó-. ¿Tú dónde estás?

– En el Amazonas.

– ¡Ten cuidado!

– ¡Y tú también!

Los interrumpió un crujir de pasos en el tejado. Caía el polvo despacio, resbalando por la luz. Algunos murciélagos salieron de la zona de sombra volando con torpeza de sonámbulos.

La pareja miró hacia arriba. El ruido cesó. La lumbrera los enfocaba. Se despreocuparon.

– Estoy en… Irlanda -aseguró ella.

– Y yo en Cuba.

– Ahora tenemos que ir con mucho cuidado -dijo Leda-. Vamos a atravesar el Mar Tenebroso…

Se acercaban. Se encontraron. Se tocan. Palpan. Las manos son para palpar. Se abrazan. Cuando empiezan a besarse se escucha de nuevo, esta vez con más estrépito, el crujir del tejado.

Leda y Fins, medio cegados por el polvillo, vuelven a mirar hacia arriba. Por el cráter asoma el rostro de Brinco, que imita el ulular de la lechuza.

¡Uluuuuuuuuuuu, uluuuuuuuuuuuuuu!

El intruso escupió un gargajo que cayó al suelo, al lado de la pareja.

– ¡La isla del Puerco! -dijo Leda.

– ¡Se come todo! -gritó él. Y luego se enteraron de que se alejaba por la dirección de los crujidos.

– Es mejor irse. Éste es capaz de hundir el tejado.

Se interrumpió porque Leda lo miraba de frente y le sacudía con suavidad el polvo de los hombros.

– Tranquilo, no se hunde nada.

Nove Lúas recorre con los dedos el mapa del rostro de Fins Malpica.

– Ártico, Islandia, Galicia, Azores, Cabo Verde…


Ahora Fins está sentado en la mesa del maestro, a la derecha de donde se encuentran la Maniquí Ciega y el Esqueleto Manco. Juega a escribir. Pulsa las teclas que mueven un carro sin papel.

Nove Lúas tiene un libro en las manos. Lo ha abierto por abrir, pero ha ido pasando hoja a hoja y hace tiempo que está enfrascada en la lectura.

– ¿Qué lees?

– Tiene surcos de piojos.

– ¿Y le comieron las letras?

– ¡A ver, escribe!

– No sé. No tengo papel.

– Es igual, tonto. Escribe. Todo é silensio mudo…

– Será silencio.

– Pues aquí pone silensio. Por algo será.

Capítulo XI

El sacerdote subió al pulpito y, antes de hablar, tamborileó con el dedo en el micrófono, con cierta prevención y timidez, hasta que algunos rostros avisados asintieron risueños. Funcionaba. Y entonces don Marcelo dijo, más o menos, que sabíamos de sobra que Dios es eterno e infinito. Dura siempre y está en todas partes, no tiene límites. Por eso hay quien dice que inventó al ser humano para tener a alguien que se ocupase de las cosas menudas. Por así decir, alguien que utilizase el Sistema Métrico Decimal. Que se preocupase de los detalles. De cambiar las tejas rotas. De limpiar las alcantarillas. Y, en fin, de estar atento a la introducción de las novedades que nos hacen la vida más llevadera. Para estimular el espíritu hay que tener bien atendidas las cosas terrenales. Por ello es de justicia reconocer que este adelanto de la megafonía exterior que hoy estrenamos fue posible gracias a la donación de nuestro feligrés Tomás Brancana, conocido por todos como Mariscal, eso no lo dijo, claro, a quien debemos también otras mejoras en este templo de Santa María, como la reparación del viejo tejado. Algún día tanta generosidad será recompensada, etcétera, etcétera. Y Mariscal, que tenía a su derecha a su mujer Guadalupe, y a su izquierda al matrimonio formado por Rumbo y Sira, correspondió con una inclinación reverencial. Y don Marcelo, con esa seguridad progresiva que va dando el soporte de la técnica, tras el inicial nerviosismo, se fue animando a sí mismo al saber, al sentir, que su voz llenaba el templo y se extendía por todo el valle, y trepaba por las laderas de los montes, e iba a batirse con el mar en las rocas de Cons. E incluso los paganos, por no llamarlos de otra forma, por más que quisieran, no podrían poner puertas a ese vendaval del espíritu. Y al ganar en potencia y señorío, también notó que ganaba en calidad retórica, en elocuencia; el propio Mariscal, que algo de eso sabía, levantó admirado la cabeza, con las orejas enhiestas. El sacerdote decidió hablar, por eso, porque tocaba, del misterio de la Santísima Trinidad. En muchas de nuestras imágenes, dijo, el Ser Supremo aparece representado como un anciano venerable. Y todos reconocemos al Hijo en la figura del Crucificado. Pero luego está la persona más compleja. La tercera persona. El Espíritu Santo. ¿Cómo es la forma del Espíritu Santo?

Y ahí fue, de improviso, cuando saltó Belvís, moviendo los brazos como alas:

– ¡Soy yo! ¡Soy yo!

Estaba, el inocente, en el banco de los jóvenes. Justo al lado de Brinco. Andaban mucho juntos, porque éste, el del Ultramar, se divertía mucho con él. Y lo trataba bien. Se podía decir que le tuvo cariño. Siempre se lo tuvo. Tal vez por eso era el más risueño. Muchos se volvieron escandalizados, pero el sacerdote decidió ignorarlo. Era un día importante. Todo estaba saliendo a pedir de boca. La megafonía funcionaba. Así que volvió a retomar el asunto por donde lo había dejado, preguntándose por la forma del Espíritu Santo.

Y Belvís, también a lo suyo. Movía los brazos con estilo volador, pero como una de esas aves zancudas que necesitan tomar carrerilla para arrancar:

– ¡Soy yo! ¡Soy yo!

Lo recuerdo muy bien porque fue el día en que se estrenaron los altavoces. El sacerdote no pudo aguantar más y desde el pulpito, sin percatarse de que en ese momento sus palabras estaban sembrando todo el valle y llegaban al mar, no se le ocurrió nada mejor que decir:

– Sí, hombre, sí. El Espíritu Santo está en todas partes. ¡Pero aquí no se viene a hacer el payaso!

Algunos adultos fueron allí, junto a Belvís, y no le quedó más remedio que marcharse. No volvió a la iglesia. Me han contado que en misa, en Santa María, cuando el predicador habla del Espíritu Santo, todavía hay gente de aquella época que de forma espontánea gira la cabeza hacia aquel lugar con una cierta nostalgia. Allí donde estaba Belvís moviendo los brazos como alas:

– ¡Soy yo! ¡Soy yo!

Belvís anduvo todavía unos años por aquí. Hacía recados, llevaba pescado y marisco a los restaurantes, los víveres a los viejos que no se valían, cosas así, siempre corriendo en su moto imaginaria.

– ¿Tardarás mucho, Belvís?

– No, que voy en la Montesa.

Brommm, brommmmm.

Acabó en el manicomio de Conxo. Bah, en lo que ahora llaman hospital psiquiátrico. Yo creo que loco no estaba ni entonces ni ahora. No tenía padre y se puso muy mal al morir su madre. Cuando era niño, la madre lo atendía como podía. Todo miseria. Y el niño andaba medio desnudo, sin pañales, con el pito y los compañones al aire libre. Y entonces hacía sus cosas donde se le antojaba. Un día escogió como campo de tiro, digámoslo así, el portal de una vecina, la de la Casona. Tenía plantas, begonias, en fin, le pareció buen sitio, y soltó allí toda la munición. Pero resultó que lo pilló la vecina y le dio unos azotes. Tenía ganas y tenía donde dar. Belvís volvió a casa llorando. Cuando se enteró la madre, lo cogió en brazos, fue a la Casona y llamó a la vecina hasta que ésta apareció en el balcón. Entonces la madre de Belvís lo levantó, con el culo desnudo al cielo, y lo besó allí, en las nalgas, gritando: «¡Qué culo, qué bendición!». Eso es amor.


Le entró tal desasosiego que perdió las voces, incluso la de la Montesa. Ya desde niño tenía aquella habilidad de las voces. De hombre y de mujer. Hacía muñecos con cualquier cosa, con trapo y cartón, y los ponía a hablar. Imitaba muy bien al cantante Catro Ventos, que andaba por las verbenas, y que tenía ese apodo por la falta de los caninos. Cantaba: «Deje el barco que se vaya de la playa, / que a la playa ha de volver / Allí está su novia amante, / que es constante, que es constante, que es constante, que es constante… en el querer». Fue una ocurrencia suya, de chico, el repetir y repetir «es constante», como un mete saca, y la gente se moría de risa. Tenía esa chispa. Pero la voz que mejor le salió, sin duda, fue la de Carlitos el Pibe. Eso, lo del Chaplin con acento porteño, lo hacía macanudo. El muñeco, y la voz, la única herencia del tío abuelo que había vuelto de la Argentina para morir. Ahora cambiaron las cosas en el hospital. Lo dejan salir. En realidad, lo licenciaron, pero lo dejan regresar. Él dice que es por el Pibe, que está más tranquilo en el manicomio. Los fines de semana anda por ahí de hombre orquesta o con el muñeco ganando unas pesetas. Cada vez lo hace mejor. No me extraña. Tanto tiempo hablando solos, él y Chaplin. Así que será cierto que lo contrató Víctor Rumbo para actuar en el club ese, el Vaudevil. Para darle a ganar unas pelas. Le hará gracia. Yo creo que no es sitio para Belvís. La gente que va allí va a otra cosa. Y no me refiero sólo a malandros y pindongas, que diría el Pibe. Pero él, Brinco, siempre tuvo esa cosa. A los que quería, los quería mucho. Y así atraía a los raritos, como Chelín o Belvís. Eso sí, a los que odiaba, los odiaba con entusiasmo.


Pero me estoy anticipando.

Porque ahora los estoy viendo de niños. Juegan al fútbol en una explanada, allí donde mueren las dunas grises, entre A de Meus y Brétema. Un buen sitio para improvisar una cancha. Las dunas protegen del nordeste y hacen de parapeto para evitar la siempre penosa fuga del balón a la orilla del mar. Había que ver a Belvís retransmitiendo la pachanga como un partido de estrellas, en el que él mismo era un as. Y ahora hacen un turno de penaltis. Chelín es el guardameta. Acaba de parar, de forma espectacular, el primer tiro, el de Brinco. Se pone eufórico porque también agarra el trallazo de Fins. Y desde atrás arranca en carrerilla Leda. Es su turno. Se dispone a tirar. Pero tiene que parar de repente. Chelín abandona sin más la portería.

– ¿Qué pasa? -pregunta ella molesta.

– Las mujeres no tiran penaltis.

– ¿Y eso quién lo dice?

Belvís anda en carrusel en torno a ellos. Hace de locutor con estilo relamido: «Se está viviendo un momento de gran tensión en el Stadium del Sporting de Brétema. Nove Lúas corta el paso del guardameta Chelín. Chelín se le enfrenta. Atención. Interviene el colegiado Fins», etcétera, etcétera.

– Di la verdad, Chelín -remacha Brinco, el más divertido con la situación-. Te cagas por la pata abajo.

– No. Lo que no soy es un maricón.

Con rabia, Leda toma velocidad y golpea el balón con toda su fuerza. Chelín, de forma sorprendente, demostrando sus muchos reflejos, se estira en el aire y lo detiene. En la arena, caído, abraza el balón. Su cara roza la arena y luego sonríe triunfante.

– ¿Lo ves? No tengo miedo. El poder oculto.

– Gilipollas -dice ella-. Siempre te he defendido. ¡Algún día me besarás los pies!

Capítulo XII

Siempre estaban allí, de voluntarios, para transformar el cinema en salón de baile. Rumbo les daba unos refrescos de propina. Y les dejaba llevar los trocitos de celuloide que cortaba para empalmar la película cuando se rompía. En realidad, todos acababan en manos de Fins, que se volvía loco por los fotogramas. Había ido haciendo su propio archivo. Ordenaba aquellos fragmentos de cinema en casa. Día memorable aquel en que volvía a A de Meus, el mar roncando furioso, y él con Moby Dick y el capitán Ahab, Gregory Peck, en el bolsillo. Eso había sido hace años, aunque la película volvía cada temporada porque era una de las preferidas de Rumbo. Él tenía sus fanatismos y uno de ellos era Spencer Tracy. Trajo varias veces Capitanes intrépidos y la de la vida de Thomas Alva Edison. Cuando inventaba el filamento de la luz, aplaudía todo el cine. Pero la veneración de Rumbo por Tracy se resumía en un gesto. Sacaba el brazo de la manga de la chaqueta, que quedaba colgante como en un hombre manco, y decía el título con mucha suspensión: «Conspiración de silencio». Y luego señalaba con sonido del croar el nombre del escenario maldito: «¡Black Rock, Black Rock!». Tal vez la atracción por el actor tenía que ver con cierta semejanza física. Cuando alguien señalaba el parecido, Rumbo retrucaba lacónico:

– ¡O viceversa!

Las que más le gustaban, sin embargo, eran las del Oeste. Y luego las de gánsteres. Muy de vez en cuando venía alguna italiana y él atendía la proyección con el porte de un piloto en el puente de mando. Luego sentenciaba: «Demasiado verdad para el cine». Una opinión que deslizaba dentro de las latas, mientras guardaba los rollos, como si no tuviesen interlocutor fuera: «Esta Magnani se los come a todos». Tenía tirria, en cambio, a las de espadachines, algo que compartía con su jefe Mariscal. Fins lo sabía bien por uno de los juramentos que se solían oír en la barra del Ultramar: «¡Me cago en los tres mosqueteros y en el conde Richelieu!». La teoría de Rumbo es la de que habiendo armas de fuego era un atraso hacer películas con quincallería. Y celebraba, con el público, el progreso de que los indios se aprovisionasen de fusiles Winchester: «Ahora van igualados». Pero morían más y más rápido.

Hoy, al anochecer, después de la sesión de tarde, el retumbe de los disparos, el trote del caballo de Clint Eastwood y el volar errante de los hierbajos de paja seca se perdían en el desierto de las dunas. Rumbo silbaba la pegajosa melodía de La muerte tenía un precio y marcaba así el ritmo para la metódica y sencilla muda que convertía el cinema en salón. Se encendían todas las luces, que despertaban los colores de las tiras de guirnaldas. Brinco, Leda y Fins colocaban las sillas contra la pared y pasaban la escoba. Pero era Belvís el más rápido, acarreando en la invisible y ruidosa Montesa. En el palco se desplegaba un telón negro, aterciopelado, que cubría la pantalla. Los músicos entraban silenciosos. A veces no se sabía que ya estaban allí, hasta que se desperezaban los instrumentos y sonaban los primeros acordes de prueba. Rumbo ponía en orden el pequeño ambigú en el fondo, en el lado contrario del escenario, y en un espacio con luz más discreta. En el cuarteto de músicos hoy había dos guitarristas. Era un día especial. Iba a cantar Sira. No lo había hecho desde fin de año. No es que antes animase todo el baile, ni siquiera era la voz principal. Pero siempre salía a cantar dos o tres fados. Y ése era un momento estelar. En palabras del maestro Barbeito, había dos noches después de escuchar a Sira Portosalvo. La noche que hiela el desasosiego. La noche que lo abriga.

Todos a la expectativa. Los más viejos, sentados en las sillas, en los dos laterales. Delante, las parejas que bailan. En la parte central y en el fondo, los más jóvenes. Mientras tocaron los músicos los merengues y las cumbias, un grupo comandado por Brinco no paró de marear a Leda y a Fins. Empujándolos para que bailasen agarrado. La chica lleva un vestido de verano, estampado y de tiras, y gira como un carrusel. El, enfadado, con los brazos cruzados. Y se defiende con los codos contra los otros, que brincan en barullo el final de La piragua. Ese momento en que entran el sargento Montes y el guardia Vargas. Algunas de las personas mayores que están sentadas dejan de hablar y miran hacia ellos. Los guardias, a su vez, echan una ojeada a todo el salón y van hacia la barra, allí donde Rumbo los atenderá con preferencia y solicitud.

Y entonces sale ella. Lleva un chai negro. Arracadas de grandes aros de plata con incrustaciones de azabache. Mira alrededor. La cabeza erguida. Se descalza.


– Vamos a dedicar la primera canción de la noche a la pareja más simpática del baile -dice Sira-. ¡La pareja de la Guardia Civil!

Eso ya pasó otras veces. Ya no sorprende. El sargento Montes sonríe satisfecho. Mira goloso a la cantante. Pero arranca el fado, Eu tina as chaves da vida e nao abri, / As portas onde morava a felicidade, y ya todos los demás detalles pierden significado. Es Sira, la voz de Sira, la que pone en vilo cada rincón, cada mirada. Se abre la puerta del salón y entra Mariscal. Camina oblicuo, sin dejar de mirar el escenario. En el ambigú hace con el sombrero un gesto de saludo a los guardias. Susurra algo en el oído de Rumbo, que asiente y les ofrece una nueva bebida. El güisqui de importación. El andarín. En agradecimiento, ellos hacen el gesto de un brindis.

Y mientras Sira cantaba chaves da vida, Brinco sale del salón de baile. Leda y Fins Malpica van tras él.

Corrió hacia la playa, fue dejando atrás el salón de baile, alejándose del embrujo de la voz de la madre. Se dio cuenta de que lo seguían los dos pelmas. Se paró y se volvió hacia ellos con expresión enojada.

– ¿Qué? ¡Siempre oliéndome el culo!

– ¡Somos tan de aquí como tú! -dijo Leda desafiante.

– Tú no te ahogas por dejar de hablar. Tiene razón mi madre.

Brinco sabía cómo herir con la lengua, pero esta vez notó que esa última frase era una flecha que venía de vuelta. Echó a correr. La voz de Leda fue detrás.

– ¡Pues mira quién fue a hablar! ¡La mamá!

La hijaputa, pensó, qué puntería tiene para fastidiar. Brinco llegó junto a la dorna varada. Allí esperaban los dos hombres a quienes tenía que llevar el recado, uno veterano, Carburo, y el otro más joven, Invernó. Apuró el mensaje con palabras enredadas por la carrera y por el engorro de los otros. Era como llevar atada una ristra de latas.

– ¡Que dice Rumbo que ya se puede descargar!

– ¿Descargar el qué? -preguntó Carburo. Había que adiestrar al mocoso.

– Pues… ¡El atún!

Allí venía el par corriendo.

– ¿Y esos dos marcianos? -preguntó Invernó.

– ¡Bah! Estos dos trabajan de balde.

Los dos hombres ríen.

– ¡Qué lujo!

El grupo echó a andar, encabezado por Carburo. Su gran cabeza, el cuerpo ligeramente inclinado. Un mascarón que hendía la noche. Leda oyó lo que Brinco le decía a Invernó y reaccionó con bravura.

– ¡De balde, nada, mamón!

– ¡Es brava! -dijo Invernó-. Así me gusta, nena, date a valer.

Y en voz baja a Brinco: «Oye, tú, esta chavea, dentro de nada, es pura dinamita».


Desde la punta del espigón, un hombre hace señales de morse con una linterna. Responden con otra señal luminosa desde una embarcación, en un punto no muy alejado del mar. Es verano. El mar está en calma. Al rato, se escucha el sonido de un motor marino y se percibe la silueta de un pesquero.

El barco pesquero atraca. Muy cargado a proa y a popa, con bultos cubiertos por redes y otros aparejos de pesca, como nasas y boyas. Cuando los marineros retiran el camuflaje, se hacen visibles las cajas de cartón que contienen el tabaco de matute. El rubio de batea. En el lugar hay más gente, la mayoría hombres, pero también alguna mujer, moviéndose entre la oscuridad de los pinos próximos y el rayo de luna que alumbra la rambla del antiguo muelle.

Llega al fin el Mercedes del que desciende Mariscal. Todos los porteadores van tomando posiciones. Construyen con rapidez una cadena humana con la distancia medida. Mariscal vigila el movimiento desde el promontorio. Él ve desde allí todo en panorámica, pero también sabe que ellos lo ven. Izado en la noche. La boca que habla.

– ¿Todo bien, Gamboa?

– ¡Todo okay, Patrón!

– ¡Carburo, ponme a esa gente en marcha!

– Atentos, todos. ¡A fulespin! En orden y en silencio. Y tranquilos. Los guardias están en el baile.

Una de las mujeres que van a participar en el transporte canturrea una copla, Bailaches, Carolina? Bailei, abofé! Dime con quen bailaches? Bailei co coronel!, y Mariscal sonríe. Manda parar. Da unas palmadas en el aire.

– ¡Ahora a trabajar! No es verdad que el tiempo lo dé Dios de balde.

La fila va transportando los bultos, en absoluto silencio, desde la rambla del muelle hasta la antigua fábrica de salazón, una sobria edificación de piedra de una sola planta. Son unas veinte personas. Un trabajo que hacen con diligencia y rutina, excepto los jóvenes. El sudor delata la excitación del estreno. Cuando acaban, Mariscal paga en persona. Oye murmurar la letanía del agradecimiento. Cuando llega el turno de Brinco, lo agarra satisfecho por los hombros.

– Esta vez te mereces uno de los Reyes Católicos.

Luego le habla bajito al oído para que sólo él oiga. Y lo hace con una sonrisa paternal: «No traigas voluntarios sin haberlo hablado conmigo, ¿de acuerdo?».

– ¡Se me pegan!

– Está bien. Son perros callejeros.


– Jefe, los guardias vienen hacia aquí.

– Tranquilo, Invernó. Llegan cuando tienen que llegar.

El sargento Montes surgió de entre los pinos. Enseguida, detrás, el guardia que tomó posición preventiva.

– ¡Que nadie se mueva! -gritó Montes-. ¿Qué está pasando aquí?

Nadie dijo nada. Mariscal esperó. Sabía que había que dar tiempo al tiempo.

– Disculpe, sargento -dijo al fin el Patrón-. ¿Le importaría que hablásemos un momento a solas?

Cuando estuvieron aparte, Mariscal dejó caer algo con disimulo y luego miró al suelo.

– Sargento, se le han caído dos billetes. Dos verdes, stricto sensu.

El sargento también miró hacia el suelo. Sí, había dos billetes de mil.

– No, señor. Stricto sensu, creo que se me cayeron por lo menos diez.

Y Mariscal dejó caer, uno a uno, los billetes que faltaban, como si tuviese las cuentas echadas.

Capítulo XIII

Fins, de vuelta de la descarga de tabaco, dejó su billete de mil pesetas encima de la mesa del mantel de hule. Amparo, la madre, paró de hacer encaje, sorprendida. El padre estaba escuchando la radio con la atención extra de quien amplía el pabellón de la oreja con la palma de la mano. Cassius Clay, llamado ahora Muhammad Alí, acababa de ser desposeído del título de campeón del mundo de los pesos pesados por su negativa a cumplir el servicio militar y participar en la guerra de Vietnam. Lucho Malpica bajó el volumen del aparato y se puso de pie sobresaltado.

– ¿Y ese dinero?

– Es la paga del señor Rumbo. Por limpiar las cubas.

– Nunca se pagó tanto por limpiar unas cubas.

– Pues ya era hora de que pagaran mejor -dijo Fins, incomodado.

Lucho Malpica agitó el billete en la cara del hijo.

– A mí no me mientas. ¡Nunca!

El chico permaneció en silencio, abatido, rumiando las palabras de antes y después.

– Y la peor mentira es el silencio.

– Me pagó el señor Mariscal -dijo al fin-. Fui a una descarga de tabaco.

– ¡Hay que joderse! Más de lo que puede ganar uno peleando con el mar una puta semana.

Ahora eran dos rumiando el pasado y el presente.

– ¿Sabes cómo se hizo rico ese cabrón?

– Dicen que en Cuba. Antes de la revolución.

– ¿En Cuba?

Lucho Malpica había rehuido invariablemente el asunto Mariscal. Incluso evitaba nombrarlo, daba siempre un rodeo en el andar de la conversación, como quien procura no pisar una bosta en el camino. Esta vez algo se había puesto en marcha. Y el destino imparable era la ironía.

– ¿Y qué hacía en Cuba? ¿Qué oficio tenía?

– Dicen que fue mánager de boxeo, que organizaba combates. Que también tenía un cine. Yo qué sé, padre. Eso oí.

– Y vendía cucuruchos de maní. ¿En Cuba? ¡Ése nunca pisó América!

Lucho Malpica se dio cuenta de que no era fácil contar la historia de Mariscal. Para él mismo, que era de su quinta, había grandes zonas de sombra. Desaparecía y volvía. Y cada vez con una sombra más alargada que lo hacía también más poderoso.

– Después de la guerra, sus padres se dedicaron al estraperlo. Siempre habían andado metidos en el contrabando.

– Quien más y quien menos andaba en el contrabando -dijo la madre, de improviso-. Hay frontera, hay contrabando. Hasta yo, de joven, fui una vez lisa y volví preñada, Dios me perdone. Llevé para allá azúcar, y tres pares de zapatos de tacón, y traje café, además de la seda. Una vez y nunca más. No era pecado, pero era delito. Un día le pegaron un tiro a un chico portugués porque no atendió el alto. Llevaba un par de zapatos. La madre vino a ver el sitio donde había caído. Aún había una costra de sangre. La mujer se arrodilló, estiró un pañuelo y se llevó toda la mancha. No dejó un pigmento. Gritó: «¡No quiero que quede nada aquí!».

– Eso de lo que tú hablas era subsistencia -dijo Malpica-. Había gente que se alquilaba. El contrabando de barriga…

– Así fui yo -dijo Amparo-. Y antes encendí una vela a Santa Bárbara. Para que no tronase.

– Pero de lo que yo hablo no era para matar el hambre. Los Brancana tenían una organización. Esos contrabandistas de alquiler. Las mujeres, con la barriga. Pero con lo que hicieron dinero antes fue con el volframio. Luego con el aceite, gasolina, medicinas, carne. Y con las armas. Con lo que hiciese falta. Y a la madre, que había sido criada, cuando llegó a señorona, se le metió en la cabeza que uno de sus hijos tenía que ser obispo o cardenal. Alguien le dijo con retranca que también podía salirle mariscal. Y ella dijo muy contenta que por qué no, cardenal o mariscal. De ahí le viene el sobrenombre de Mariscal. Ya sabes que aquí las pillan al vuelo. Así que mandó a su preferido al seminario. A Tui. Burro no era. Siempre fue listo de más. Ya entonces resolvía… los problemas. Los suyos y los de los demás. Llegó a tener cuarto propio en el seminario y lo convirtió en un mercado de abastos. Claro que también algún cura compartía el negocio. Por entonces conoció a don Marcelo. Él también estudió allí.

– Don Marcelo es de otra madera -intervino Amparo.

– ¡Todos los santos tienen picha! -exclamó Malpica.

– ¡No hables para la feria, Lucho! El que calla bien habla.

– Yo hablo redondo. No se las callo ni al hijo del sol… Bah, dejémoslo así. Y lo que aquí se dice, Fins, va de boca a oreja.

– Pero ¿por qué se marchó del seminario? -preguntó el hijo.

Malpica sonrió a Amparo, buscando complicidad en el relato.

– Debió de estar unos tres años. El dice, cuando está chispa, que fue por querer ser Papa. Lo que no niega es que montó un negocio de venta de víveres. Por lo visto, tenía un ultramarinos debajo de la cama. Había hambre y frío. Y él se aprovechó. Incluso tenía licor, café y novelas del Oeste. Siempre fue un proveedor competente. Pero yo creo que no lo echaron por eso. Eso tenía arreglo. El caso es que se produjo el robo de un cáliz y de una imagen en la romería a una capilla en la que él fue de monaguillo.

Y encontraron el cáliz en el colchón. De la Virgen nunca más se supo. Eso sí. Siempre tuvo gusto para las vírgenes. La familia tapó el asunto, compensando a la Iglesia con dinero. Pero todo eso se quedó y se quedará para siempre en la sombra. Como lo que vino después.

El padre se volvió hacia la radio y fue moviendo despacio el dial, tratando de sintonizar bien alguna frecuencia. También para las ondas radiofónicas, A de Meus era un lugar de sombra. Fins temió que la lucha contra las interferencias pusiese fin a la historia de Mariscal.

– ¿Qué pasó después que no se sepa?

– Estuvo en la cárcel.

– ¿Mariscal en la cárcel?

– Sí, señor. Tomás Brancana, Mariscal, estuvo en la cárcel. Y no de visita. Primero ayudó en negocios de la familia, que ya estaba muy asentada. Pero él era emprendedor.

Y descubrió un negocio magnífico. Se hizo con un camión cisterna… No llevaba aceite, ni vino. ¡Llevaba gente! Tenía sus ganchos, los engajadores, en Portugal. Los emigrantes le daban todo lo que tenían para llegar a Francia. Y él, de noche, en un monte cualquiera de por ahí, los hacía bajar y gritaba: «¡Ya estáis en Francia, cono! La France, acordaos. ¡A correr, a correr!». Y ni Francia, ni hostias. Los dejaba a veces de este lado de la frontera, perdidos en cualquier monte nevado, sin comida, sin un puto duro, muertos de frío. Un día hubo un choque, un accidente, y no tuvieron más remedio que descubrirlo, porque iba él al volante. En la cárcel estuvo, pero no mucho tiempo. Eso ya nadie lo sabe. No creo ni que haya sumario. El mal flota bien. Flota como el fuel, bajo la superficie. Y tenía un buen escote hecho. ¡Y socios! Así que cuando dicen que estuvo en América, tú ponle nombre a ese país: el hotel de la calle del Príncipe.

Fins Malpica estaba recordando la primera vez que oyó hablar de cerca a Mariscal. Aquella perorata que les había soltado en la Escuela de los Indianos cuando descubrieron el cargamento de güisqui de contrabando. Trataba de recordar los latinajos y la retórica en la que se envolvían: «Si aprendéis bien esto, tenéis media vida ganada. Y el resto también es muy fácil. Oculos habent, et non videbunt. Tienen ojos y no ven. Aures habent, et non audient. Tienen oídos y no oyen».

Tienen boca y no hablan.

– Estarás pensando que sé mucho de ese hombre para no haber contado nada. Pues tienes razón. ¿Sabes, entre otras cosas, por qué lo sé? Porque yo también quise llegar a Francia… Después, cuando pude ir legalmente, ya no quise. Me quedaron los carámbanos en la barba. ¿Sabes una cosa? Ese hombre sólo hizo algo bueno en su vida: chamuscarse las manos en la Escuela. Dijeron que fue por los libros, pero fue por los animales disecados. Mejor aún. Disecados todavía daban más pena. Ni el zorro podía huir. Eso sí que lo hizo. Y no sé por qué.


Fins miró fijamente durante un rato las cicatrices de quemaduras en las manos de su padre. Lucho Malpica estaba haciendo una bola con el billete que había traído el hijo y la tiró encima de la mesa. La bola hizo un extraño en el hule y rodó hacia el lado de la madre.

– Algo de culpa la tiene ella -soltó de pronto Amparo.

– ¿Quién es ella? -preguntó Lucho.

– Esa descarada que lo trae loco. La hija de Antonio. Y tú deberías decirle algo al padre, para eso andáis juntos en el mismo barco.

Lucho miró al hijo y luego a la mujer. Deberían saber que en el barco se escupen las penas al mar.

– ¿Qué le voy a decir? ¿Que la deje atada en casa?

– No sería mala idea. Anda suelta de más. Hasta le gusta andar descalza. Parece una vagabunda.

– No es cosa nuestra -dijo Malpica con acritud. No era capaz de disimular cuando le fastidiaba una conversación-. Que ande como quiera.

Pero aún llevaba peor una avería en la atmósfera de la casa. Así que añadió al rato, con voz conciliadora:

– Algo hablamos, mujer. Pero a Antonio no le toques a su hija. Es lo más precioso que hay en este mundo. Lo único que tiene. Mataría por ella.


Capítulo XIV

La embarcación de Malpica era una pequeña motora, dedicada a la pesca de bajura. Capeaba bien, era marinera, pero Lucho y Antonio Hortas pocas veces se alejaban de las marcas conocidas. Tenían sus puntos de referencia en la costa, y el principal era la punta de Cons. Con esas marcas, los ojos trazaban líneas invisibles, las coordenadas de sus almeiros para pescar. Lugares submarinos que casi nunca los dejaban ir de vacío.

Esta vez se van alejando. También las aves del mar parecen extrañarse del nuevo rumbo y los dejan ir en solitario. El barco cabecea por lo desacostumbrado. Los hombres son dos injertos que resisten impasibles el balanceo. Es Malpica quien decide la ruta, quien hace las veces de patrón. Y esa ruta es el norte. Hoy no pregunta ni comenta nada con Antonio. Y Antonio es de los que respetan los silencios. Pasan Sálvora. Aproan el Mar de Fóra. Los cormoranes de la Costa da Morte acechan con aire de centinelas medievales. Lucho Malpica sigue sin decir palabra, pero Antonio puede oír el Ronco Nasal y el Hocicudo Seseante, esos dos murmullos que luchan en los silencios de su compañero.

El patrón abre un cesto de mimbre forrado por dentro de lona. Antonio sabe lo que hay allí. No entró en el bar, pero lo vio llegar en el Cabaliño, como llamaba él a la Ducati. Debió de entrar por la puerta de la tienda. La empleada llamó a Rumbo por el ventanuco interior, que comunicaba con el bar. Y el encargado desapareció un rato. Luego, Antonio lo oyó marchar. Oyó la motocicleta. El petardeo del tubo de escape. Ese cabreo de los motores viejos por tener que arrancar de nuevo. Salieron de día, demasiado temprano. Cuando Fins, el hijo de Lucho, vino con la contraorden a casa, de que sí, de que salían al mar, ya Antonio tenía claro que iban de pesca especial.


Todo esto lo está viendo ahora, con claridad, en secuencias causales. Tal vez no oyó la moto desde el bar. Tal vez es el motor del barco, su laborioso malhumor, lo que pone sonido al recuerdo.

Los cartuchos envueltos en un paño blanco, inmaculado, dentro del cesto. Incluso en eso es demasiado cuidadoso, piensa Antonio. La dinamita no quiere que la piensen tanto. Él tiene el recuerdo de los mancos. La idea tiene que ir de vuelta a las manos. Si la idea se para a pensar, no llega a las manos. De ahí vienen los mancos. Las manos amputadas.

– Déjame eso a mí, Lucho.

– ¿Por qué? -preguntó, revolviéndose enojado.

– Tú no tienes práctica.

Iba a decir: «Tú no sabes». Como si dijese: «Tú no sabes joder».

A él le daba igual. Sabía que otros lo hacían. El mar aguanta lo que le echen, etcétera, etcétera. Pero, en el fondo, le fastidiaba que Malpica se rindiese. Que encendiese aquella jodida mecha.


– ¿Y qué ciencia tiene esto, Antonio? -pregunta Lucho con desazón, blandiendo el cartucho en la mano. Está a estribor, y se aleja un poco en dirección a proa.

– ¡Pues para empezar, tiene poca mecha, cono! -grita Antonio.

Malpica está girando la cabeza. ¿Ves? ¿Ves lo que pasa? La idea se quedó trabada en la cabeza, se enganchó en las zarzas por el puto sendero de la conciencia, y no va a llegar a tiempo a la mano.

– ¿Qué dices? -pregunta Malpica.

La idea no llegó. Ya la dinamita había tomado la decisión de estallar. Estalló.


Fins Malpica empezó a tirar piedras al cielo. Había tantas gaviotas que le parecía imposible no atinar. Luego la emprendió con el mar. Buscaba los cantos más planos. Hacía los lanzamientos con mucho estilo, arqueando el cuerpo. El discóbolo. La primera intención era que la piedra fuese dando botes en el mar. A brincos por el lomo de las olas. Luego, le daba igual. Pequeñas, grandes. Furibundo. Ojalá las piedras estallasen. Porque la culpa era del mar. Un dios generoso y glotón. Un viejo loco. «El mar prefiere a los valientes y por eso se los lleva primero», dijo el cura en el funeral. Y todos asintiendo. Todos tenían la expresión de concordar en ese punto con la prédica del párroco. No se hable más. Lo que pasó pasó. Estaba escrito. No estaba de su mano. A Fins le pareció que no eran pocos los que lo miraban de reojo. ¿Serás tú también un valiente? ¿Serás de la casta de tu padre? Sí, en la forma de mirar había compasión pero también un asomo de sospecha. Él no iba nunca con su padre en el barco. Hora sería que echase una mano. ¿Se habrían enterado del secreto? ¿Sabrían que él no servía para el mar?

Y él era valiente de más. Se veía perfectamente cuando llevaba la cruz. Un Cristo de primera. Verosímil. ¿Dijo eso el cura o fue un eco que salió de su cabeza? ¿Sabrían que tenía el pequeño mal, que tenía las ausencias?

Como ahora.

Estaba viendo al padre afeitándose. El espejo, quebrado en diagonal, que refleja dos rostros. La madre que pregunta. Que no pregunta.

– ¿Y eso?

– Tiene tiempo de crecer. De aquí a Pascua.

Sin barba, la figura del padre le resulta extraña. Parece otro. Un envés de lo que era. Se le ven en la cara, desvendados, todos los huesos del cuerpo.

Capítulo XV

La radio transmitía el Santo Rosario. A veces sonaba, cuando estaba encendida a esa hora del crepúsculo, pero la letanía no obtenía respuesta como ahora. No de las bocas. Si acaso en el batir intencional de los palillos de boj. Fins está releyendo un impreso que encabeza una dirección:


LA DIVINA PASTORA

INSTITUTO SOCIAL DE LA MARINA


Colegio de Huérfanos del Mar

Sanlúcar de Barrameda (Cádiz)


¿Llaman a la puerta? Fins se revuelve, inquieto. Se levanta. Mira hacia el aparato de radio. Aquella lámpara del dial con la intensidad de la luz de un fanal alejado en alta mar. El temblor palpitante de la tela que cubría como piel el altavoz. El recuerdo de los dedos del padre pescando en las olas cortas, tensando la tanza del dial como un palangre. Está muy atento. Se gira hacia él, risueño: «¿Sabes qué dijo? Ninguno del Vietcong me llamó negro». Fins mira a su madre.

– Es el zumbido -dice Amparo-. Reza conmigo. ¡No hace daño!

Debería ir a verla. Su padre aún está en el hospital. Se despellejó toda la piel. Ocho horas batido por el mar. De roca en roca. También tiene una neumonía. Sí, debería ir a verla.

– Debería ir a ver a Antonio.

– Aún lo tienen en el hospital, en la ciudad. Ya iré yo. De ésta sale. Él se salvó.

El silencio completa la frase: «El se salvó; el tuyo, no».

– Por lo menos, a ver si ahora tiene suerte con ella.

– ¿Y qué pasa con ella?

– ¿No la has visto? Por ahí, a caballo en la moto, abrazada al otro. Tú estás en las nubes.

– A Brinco le compraron una moto. Está estrenándola. No pasa nada. También me llevó a mí.

– Ella es una mujer. ¡Ahora ya es una mujer! Tendrá que cuidar del padre. No puede andar en la gaceta, en boca de todo el mundo.

Fins siempre pensó que su madre tenía varias voces. Dos, por lo menos. Para Nove Lúas reservaba la áspera. Algunas veces intentó ser amable, cuando Leda venía de visita, pero siempre acababa por enmudecer. Era algo superior a sus fuerzas.

– Es la última noche. Reza un poco conmigo, hijo.


Señor, ten piedad… Señor, ten piedad.

Cristo, óyenos… Cristo, óyenos.


Fins se resiste, mueve los labios, pero no consigue articular la voz. Despacito, va notando que la saliva amasa las palabras. Se siente bien. La letanía moja los pies, pisa en la arena blanda, cierra los ojos. Los abre. Otra vez le pareció oír que llamaban a la puerta. La mirada lo arrastra hacia allí. De pronto se levanta. La abre. El viento en la higuera. El ruido del mar. El Rosario de la madre. De dentro afuera y de fuera adentro, todo suena a una misma letanía. La mano quieta. La mano de metal y óxido verde. La mano del Liverpool. Le gustaría poder arrancarla. Llevársela con él. Tres y uno.


Santa Virgen de las Vírgenes, ruega por nosotros.

Madre de la divina gracia, ruega por nosotros.


– Mañana tienes que madrugar mucho. Para llegar en hora al tren, debes tomar el primer autobús. Vete a dormir, anda. Yo no tengo sueño.

Y le pasó eso de equivocar la expresión del sentimiento. De querer llorar y salirle una sonrisa torcida: «Es la noche de la viuda».

– Buenas noches, mamá.

– Hijo…

– ¿Qué?

– No te olvides nunca de tomar Eso.

Era curioso. La madre nunca quería llamar por su nombre ni a los medicamentos ni a las enfermedades. Ni siquiera a la dinamita le llamó dinamita. Decía: «Eso que lo mató». En su caso, el Luminal era «Eso de las Ausencias».

– Te haré llegar Eso cada mes. Me lo prometió el doctor Fonseca. Tu padre ya había hablado con él. Le había dado su palabra.


Fins subió las escaleras del piso que llevaban a las habitaciones. Mientras, la madre reinició la labor de encaje con la almohada y los palillos de boj. Seguía oyéndose el Rosario radiofónico, pero ella fue dejando de susurrar la letanía al tiempo que aceleraba el movimiento de los palillos. La geometría del encaje empezó a confundir las líneas. Y el sonido, el compás. En su cuarto, Fins se había apresurado a abrir la ventana. El zumbido y el vaivén del mar se metieron dentro. Sintió en los ojos el picor de la oscuridad salada. Cerró. Las sombras resentidas de la higuera acuchillaron toda la noche la ventana.


El alba no lograba levantar los pies con el peso de los nubarrones. Pero el mar estaba casi calmado, de un azul tan frío que daba a los lentos rizos de espuma una textura de hielos. Fins caminó por la cuneta de la carretera de la costa, en paralelo a la playa. Pasó por el puente de la Lavandeira da Noite, y se sentó a esperar en el crucero del Chafariz, donde tenía su parada el coche de línea.

Mientras caminaba, escrutó en el banco de arena donde trabajaban a esa hora las mariscadoras. Las más alejadas parecían seres anfibios, con el agua hasta las pantorrillas. Desde la ventanilla del autobús, antes de la partida, Fins Malpica miró por última vez hacia la playa, por el filtro del vaho del cristal. Ahora el refulgir del amanecer se abría paso a navajazos de luz. Todas las mujeres descalzas eran Nove Lúas. Y él abrió el libro por la página de los argonautas de ojos vacíos.

Capítulo XVI

– Usted cree en esa candidez de que un mundo en el que todos leyesen, en el que todos fuesen cultos, sería mejor. Se imagina lugares como Uz en los que en cada casa hubiese una biblioteca, y que en cada taberna, un club de lectores. Y que cuando hubiese un crimen fuese con alto estilo. Que los criminales tuviesen la prosodia de un Macbeth o de un Meursault.

– Creo que en ese punto no desmerecemos. En la historia de España se ha matado con mucha elocuencia. Hasta los grandes poetas le hicieron un florilegio a Felipe IV por matar un toro con arcabuz.

Estaban en el bar del Ultramar, en el claroscuro de la mesa de la esquina próxima al ventanal que daba a la costanera. Allí conversaban casi todos los días, al atardecer, después de que el viejo maestro acabase las clases. Basilio Barbeito estaba hospedado en el propio Ultramar. En temporada de invierno, y excepto algún visitante muy ocasional, él era el único huésped. El doctor Fonseca tenía casa propia en la ciudad, cerca de la consulta. Para la pareja, en especial para Sira, que preparaba las comidas y lavaba la ropa, el maestro, con el tiempo, era uno más de la familia. Que se supiese, no tenía a donde ir. Aunque allí, al Ultramar, llegaban muchas cartas a su nombre, algunas con las bandas azul, roja y blanca del correo aéreo. Era poeta. Sin libros. Pero iba sembrando sus poemas por el mundo adelante, en pequeñas revistas. Y además, trabajaba desde hacía mucho tiempo en un Diccionario de eufemismos y disfemismos de las lenguas latinas.

– No comprendo, Barbeito, cómo con lo que ha visto, con las que ha parado, se dedica a arañar chispas de esperanza.

– Es usted quien lucha contra la muerte. A mí no me queda sino hacerle poemas para distraerla.

– ¿Luchar contra la muerte? Siempre le casan las cuentas -dijo el doctor Fonseca-. Sale a lo suyo, y si no se lleva a uno, se lleva a otro al que no le tocaba.

– Debería patentar esa ley.

– Ya está patentada hace siglos. Lo que yo hago es por obligación. Una obligación cada vez más fatigosa. Usted es quien tiene vocación redentora. Eso lo perjudica. Su poesía es benéfica, como la calefacción.

El Desterrado recibió la crítica con sorna triunfante: «¡Para que luego digan que la poesía no sirve para nada! Antes, cuando tenía energía, hacía poemas fúnebres. Ahora, en la vejez, estoy hímnico, festivo panteísta, estupendo. Para mí un poema es como estrechar la mano. Usted, Fonseca, conoce mejor la flecha».

– ¿Qué flecha?

– La de la terrible belleza.

– En ocasiones, sí, pienso en el texto del cuerpo. Ahí se dan a la vez todos los géneros. El erótico, el criminal, el viaje, el terror gótico… Pero estoy castrado por el puritanismo científico. Me falta la osadía para hacer del leucocito un héroe, como Ramón y Cajal: «El leucocito errante abre brecha en la pared vascular desertando de la sangre a las comarcas conjuntivas». ¡Épico!

– No se equivoque. Usted podría ser un Chejov -dijo de pronto el Desterrado-. ¿Por qué no escribe, por qué no suelta lo que tiene dentro antes de que explote?

– Porque no tengo cojones.

– Amigo Fonseca, permítame un reproche solemne. El silencio del que sabe es una sustracción para la humanidad.

Cuando Basilio Barbeito adoptaba adrede el tono grandilocuente, con una seriedad cómica no exenta de intención, el doctor Fonseca seguía el juego retórico y solía responder con un melancólico verso robado a Rosalía de Castro, que él transformaba en un estribillo burlón: «¡Campaíñas timbradoras, Barbeito!».

Pero esta vez, no. Esta vez añadió:

– Ni tengo cojones. Ni tengo derecho. Lo que tengo que escribir no lo puedo escribir. ¿Sabe cuando el viejo pastor se encuentra a Edipo Rey? «Estoy a punto de contar algo terrible, pero tengo que contarlo.» Eso es, más o menos, lo que dice el pastor. Y Edipo responde: «¡Y yo tengo que oírlo!». ¡Qué par más grandioso!

Lo que daría por poner en azul de metileno de Ehrlich el proceso que pasaba por su mente. Estaba en el castillo de Santo Antón, en A Coruña, detenido cuando el golpe militar. Un montón de hombres presos. Sin saber si todo aquello iba a acabar en tragedia o en un estupor pasajero. Pero antes del anochecer apareció un oficial con un ayudante, un soldado jovencito. Y el oficial dio una orden de lectura a aquel que hacía las veces de secretario. Era una lista de gente. No había ninguna explicación sobre el destino, sólo la idea abstracta de «traslado» que soltó el oficial. Prepárense para un traslado. Así, sin más, la palabra sonó con el rubor del terrible eufemismo. Y entonces Luis Fonseca oyó su nombre completo. Calló. No sabe cuánto duró aquel silencio. El soldado repitió más alto. De entre el montón de gente, se abrió paso un hombre. Era mayor que él. Unos diez años, más o menos. Después se enteró de que era un mecánico. No sabía nada de él, no eran familia, pero tenían el mismo nombre. Yo soy Luis Fonseca, dijo con decisión. Lo mataron esa misma noche. He aquí una versión verdadera del clásico asunto del Doble.

– Pero yo no soy ni el pastor ni Edipo -dijo el doctor Fonseca-. Ni estoy a punto ni tengo nada que decir.

– Usted es de la misteriosa estirpe de Dictinio -dijo el maestro-. En el siglo vi, escribió Libra, un homenaje al número 12, lo quemó por temor y sólo nos dejó la gran frase de la historia de Galicia: «Jura, perjura, pero jamás reveles tu secreto». Razones tendría. Lo respeto.

Mariscal se había acercado y sentado a la mesa, como solía hacer otras tardes. A tiempo para oír aquella especie de dimisión por parte de Fonseca. El salmo 135 bailó en la punta de la lengua, pero había demasiada amargura en el enmudecimiento del doctor para irle con la matraca.

– ¿Y usted, señor Mariscal? -preguntó Barbeito para salir del pozo.

– ¡Yo soy unamuniano!

Otras veces lo dejaba así, como una declaración estrambótica. Pero en esta ocasión consideró procedente desarrollar su tesis: «Creo que hay que aparentar tener fe, aunque no se crea. Siempre se lo digo a don Marcelo. Está bien que los curas coman a placer, y beban el mejor vino, e incluso forniquen. Pero tienen que esforzarse en creer, porque el pueblo necesita la fe. Aquí nadie cree en nada. Ése es el problema. Todo eso está en Unamuno. ¡Sí, señor!».

Llamó la atención de Rumbo. Sin palabras, haciendo una serie de gestos que el otro interpretó con un asentimiento. Al rato, el encargado posó en la mesa una botella del andarín.

– ¡Sin tasa, señores! Llegó por el mar, como llegaban antaño los santos a Galicia.

– Usted tendría mucho que contar, Mariscal -dijo el doctor Fonseca-. Unas magníficas memorias diabólicas.

Hizo sonar el badajo del hielo. Después tomó un sorbo con deleite.

– La sinceridad no es buen negocio. Como bien saben, pasé un tiempo en el seminario. Corren muchos rumores, chismorreos. ¡Cosas invertebradas! Todo mentira. Pero hoy es un buen día para confesarme. Una vez el rector me llamó a solas y me preguntó si de verdad tenía vocación. Y yo le dije que sí, claro. Pero ¿cuánta vocación? El quería saber cuánta vocación. Y yo le respondí que mucha. Pero ¿cuánta? Y entonces le dije que quería ser Papa. Se quedó de piedra. Como si le hubiera dicho algo terrible.

– ¿No dijo usted que quería ser Dios? -apuntó lacónico el doctor Fonseca.

– No. Ésa es una leyenda. Es verdad que un muchacho de Nazaré lo intentó y lo consiguió. Lo de ser Dios.

Bebió un sorbo más corto. Chasqueó la lengua.

– ¿Ya se lo había contado antes? ¡Vaya hombre! Los clásicos somos así.


– ¿Tomamos otra, entonces? -preguntó Rumbo.

Hacía tiempo que se habían quedado los dos solos. Sin palabras. Desde el fondo de la sala llegaban encadenadas voces urgidas, tiros y chirridos de coches y convoyes. En la televisión, Brinco miraba El fugitivo.

– ¿Qué le importa una raya más al tigre?

Sira salió de la cocina. A tiempo para cruzarse con su marido, que venía con el repuesto. Una nueva botella del alegre andarín.

– ¿Adónde vas? ¡Ya basta por hoy!

Mariscal se levantó como un resorte al oír la voz tronante. Pero al intentar moverse, se tambaleó.

– ¡Un café! -dijo forzando la vis cómica-. ¿Cómo lo quiere el señor, con coñac o sin coñac? ¡Sin café!

El número iba dirigido a Sira, pero ella no hizo ninguna concesión. Ningún gesto.

– Déjalo estar -dijo él, y echó a andar hacia fuera-. ¡Abrid la puerta, que no cabe!

– Lo llevo yo -dijo Rumbo.

Mariscal se dio la vuelta y lo apuntó con el dedo índice.

– ¡De ninguna manera! ¿Quieres que nos matemos juntos, Simca Mil? Iré por la fresca. El mar lo cura todo.

– Puedes dormir aquí -dijo Sira-. La posada es tuya.

Ahora era él el que estaba tenso. Malhumorado.

– ¡Ni hablar! Mariscal siempre pernocta en su casa.

– ¡Acompáñalo! -le dijo Sira a Brinco.

El chico se levantó de modo mecánico, sin decir nada, como si ya supiese el resultado de la intriga. Fue detrás de la barra y volvió con una linterna.

– Eso está bien -dijo Mariscal-. ¡Vamos a capear el temporal!


Brinco marchaba delante. Con andar inquieto. Movía la linterna de arriba abajo, y de un lado a otro, adrede, como un machete. Detrás, Mariscal canturreaba. Resollaba. Canturreaba. Se detuvo. Respiró jadeante.

– Hace algo de frío -dijo.

Cuando llegaron al muelle nuevo, ya cerca del centro del pueblo, Brinco apuntó a las aguas con la linterna. En la boca de una alcantarilla que vertía al mar se apiñaban los múgeles. Una turba ansiosa de cuerpos entrelazados en el fango.

Una parte del golem marino se revolvió con el foco. Mariscal se acercó a mirar.

– ¡Esos carroñeros se comen hasta la luz!

En ese momento tropezó en la junta de una losa y resbaló un poco, hasta tambalearse justo en la línea del muelle. Con mucho cuidado, buscó el asiento de un noray. Ahora Brinco estaba allí en lo alto. Mariscal se había dado cuenta de que el chico no se había movido. De que fingía ignorar el accidente.

El foco de la linterna iba recorriendo la manada voraz de los peces en el vertido.

– Sí que comen la luz -dijo Mariscal-. ¡Mira, mira cómo la mastican!

Se dejó ir, inclinado, y parecía que la caída era inevitable. Fue entonces cuando Brinco tiró de él con fuerza para el firme.

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