En el reservado del Ultramar reinaba una impaciencia de final de timba. Los jugadores de naipes, mus y tute compensaban el silencio blasonado de las cartas con voces bravísimas y golpes de autoridad de los nudillos en las mesas. En las partidas de dominó, en cambio, se imponía el exabrupto de la materia, las fichas contra el mármol, en una escala ascendente de estallidos excitados por el avance de la combinación victoriosa. El centro estaba ocupado por una mesa de billar, de la que todo el mundo se desentendía, excepto las volutas del humo de los brevas, farias y habanos que concordaban en bulto de tormenta bajo la lámpara central.
En la mesa de Mariscal resonaba la percusión del dominó. A él le gustaba adornar el suspense. Mantenía un rato la ficha en alto, el valor oculto, hasta que descubría el enigma con un topetazo al que en ocasiones triunfales seguían exclamaciones de extrañas consecuencias históricas. ¡Tiembla, Toledo! Delenda est Cartago.
Ahora mismo, Mariscal juega su ficha, pero parece distraído. Lleva puestos como casi siempre los guantes blancos, que actúan de tulipa cuando la ficha es mala. Alza y fija la mirada en el otro extremo, y en lo alto, sobre la puerta del reservado. Allí, en una hornacina, sobre una repisa, un ave disecada. Es un búho. Los dos ojos tienen un fulgor eléctrico. Son dos luces encendidas. Invernó mira en la misma dirección del jefe.
– ¿Es que éste no va a dormir hoy?
– Están fuera de hora esos cabrones -dice Mariscal.
– ¿A ver si tenemos un chivato, Patrón?
– ¡Alguna chinche nueva, eso es lo que hay! El sargento sabe muy bien lo que tiene que hacer. Pero mañana vendrá pidiendo más, ya verás. Dirá que hay otra boca que tapar.
Deja oír su pensamiento, ese continuo rumor subordinado. Aunque salga de manos asquerosas, el dinero siempre huele a rosas. Etcétera, etcétera. Observa la simetría de la ficha. Un tres doble.
– ¡Y habrá que dárselo! Así anda el mundo, Invernó. No hay profesionalidad.
Brinco y Chelín tienen por misión que ningún intruso se asome al reservado, separado del bar por dos peldaños y unas puertas abatibles. Ellos cumplen, en realidad, con hacer de momias sentadas. Si alguien se acerca, aunque sea con la intención de jugar al billar, del que no se oye ningún retruque, y por ignorantes o foráneos que sean, la simple mirada de reojo de Brinco, una de sus variantes, la versión perfecta de Vete a Hacerle la Paja a un Muerto, resulta algo más que disuasoria.
Así que concentran su vigilancia en el sargento y en el hombre que lo acompaña. Hay un tercero, Haroldo Micho Grimaldo, un veterano inspector que de vez en cuando se deja caer por el Ultramar. Más de una vez, el caer de Micho tenía un sentido literal.
– Ése ya está medio curda -dijo Brinco-. Lo que lo salva es la sospecha. Ve venir el garrafón a distancia. El sí que es un vidente y no tú.
Víctor hablaba de Grimaldo, pero su mirada seguía a Leda como un centinela. Ella hacía las veces de camarera. Con su cuerpo de garza. La melena que llamea. Negro pantalón pirata. Ceñida camiseta blanca de tirantes. Llevaba bien ese trabajo, pensó Brinco, porque sabía estar con la gente. Estar y no estar. No iba dando azúcar a los caballos.
Ceremonioso, Chelín sacó el péndulo. Mientras lo sostuvo a su altura, no se movió. Lo fue desplazando despacio en dirección a Brinco, sentado a su lado en los peldaños del reservado. El péndulo empezó a dar vueltas. El giro se aceleró cuando el centro de gravedad se localizó en la ingle de Víctor Rumbo.
– ¡Estás a cien, Brinco!
El otro le da un toque en la mano. El péndulo gira todavía más rápido.
– ¡Eres tú con el pulso, no me jodas!
– Sí, el pulso de tu pájaro.
Chelín busca a Leda con la mirada. Sabe de sobra dónde está el polo magnético. Sí, lo que es la chica está para un crimen. Hace ya tiempo que Brinco y ella viven en pareja. Al poco de juntarse tuvieron un hijo. Y ahí siguen. ¡Quién lo diría de Víctor!, el as de los pilotos de Brétema, el picha brava, tener un único nido. No, contra el pronóstico general, ella no resultó otra cigala en el papo, otro programa visto, otra mujer de flete.
– ¿Te gusta, eh? Siempre te gustó.
Brinco se lo soltó de repente a Chelín. Y él se quedó mudo. Como un pasmarote. Con el péndulo en el aire, inmóvil.
– Ve a medirle la batería con esa bala de fusil -dijo Brinco.
En otras circunstancias, Chelín no se movería. Está acostumbrado a que en Brinco el pensamiento, las palabras y los actos no tengan correspondencia. Más bien hay que leer al revés. Sus momentos son peligrosos. Son como limosnas que preceden al arranque. Incluso hay momentos que desvaría, que no rige. Pero en esta ocasión le toma gustoso la palabra. Decide seguirle la broma. El juego del péndulo. Se levanta. Se acerca a Leda. Pone el péndulo a la altura del pecho. Y la bala comienza a girar.
– Haces que se ponga en órbita, Leda -se atrevió a decir Chelín-. Eres una dinamo universal.
– Es tu pulso -dijo ella-. Puedo sentir tu corazón. El latido de un ratón asustado.
Brinco se acercó a ellos. Chelín no sabía si sonreía o amenazaba. La boca con el rictus de una cicatriz bezuda, mal curada. Sin embargo, por la dirección de la mirada, dedujo con alivio que la cosa no iba con él.
– ¡Déjame a mí! -dijo, quitándole de las manos el péndulo.
Chelín se apresura a investigar quién es el destinatario de esa mirada. No tiene mucho sentido que sea la pareja de guardias. Visten de paisano, pero, como diría Mariscal, llevan el uniforme de paisano. Uno de ellos es un viejo conocido, el sargento Montes. Deberían haberse ido hace tiempo, pero siguen ahí, y su tarea es vigilar a los vigilantes. ¿A qué viene ese ramalazo?
Brinco mira a los guardias con altivez. Alza el péndulo. La cadena de la que cuelga la bala. Ellos se hacen los locos. El sargento disimula como si leyese el periódico, pero lleva toda la tarde en la misma página. Su compañero bebe un refresco a sorbos demasiado pequeños. Un cocacolo, en el argot de Brinco.
– ¡Víctor! ¿Qué pasa?
Se da la vuelta. Lo llaman desde la barra. Allí está Rumbo. Algo hay en el código de su mirada.
– Nada. No pasa nada.
Brinco coloca el péndulo a la altura de sus ojos y lo va desplazando en busca de Leda.
Por fin, el sargento llama la atención de Leda con un castañeteo de dedos y pregunta cuánto deben. Ella consulta con la mirada a Rumbo. Éste responde con claridad a Montes. Sin palabras. El gesto de aspa de sus manos dice todo esto: «Invita la casa. Todo pagado. Hasta otra».
Cuando el sargento y el guardia desconocido abandonan el local, el barman pulsa un interruptor oculto bajo la barra. En el reservado, se apagan por fin los ojos del búho. Una señal, encender, apagar la luz, que se repite tres veces. Hasta que los ojos dejan de relampaguear.
– ¡Por fin! Vamos allá. ¡Invernó, Carburo, a la conquista del Oeste!
Mariscal fue hacia la mesa de billar y agarró el palo a modo de puntero. Todos los demás interrumpieron las partidas. Los naipes y las fichas, que segundos antes algareaban o graznaban como portadores de destino, se quedaron desvalidos, signos abandonados a su suerte.
– Lo siento, señores, se nos echó la noche encima -sentenció, de entrada, Mariscal-. Si alguien tiene obligaciones domésticas, pues… No quiero que sus mujeres se enojen conmigo. ¿Nadie? Bueno, mejor. Éste puede ser un gran día para todos. Para… La Sociedad.
Mariscal exploró con la mirada la mesa de billar, como si acabase de descubrir una tierra incógnita.
– Todos ustedes saben lo que es una mamma, ¿verdad?
Se le veía pletórico. Con un mensaje para el mundo.
– Siempre pensando en lo mismo… Una mujer va con su hijo recién nacido a la consulta y el médico le pregunta: ¿Qué tal? ¿Mama bien el bebé? Y la mamá responde: ¡Muy bien, doctor! ¡Mama como una persona mayor!
Se produjo la primera cosecha de murmullos de asentimiento y risas.
– Hablando de mamar, tenemos un abogado nuevo. Un tipo brillante, que debe de andar por ahí. Procurad evitarlo. Ya sabéis. ¡Los curas y los abogados que nunca suban a un barco!
Las miradas buscaron a Óscar Mendoza, y enseguida lo reconocieron por el traje impecable, un porte refinado que contrastaba con la rudeza de las zamarras y el cuero de las cazadoras.
– El humor es bueno para los negocios. Hay mucho amargado y el dinero quiere alegría. ¡El dinero es como la gente!
Dirigió de nuevo la atención a la mesa de billar. Cambió de cara. Disponía de una buena colección, que utilizaba con habilidad. Pensativo. Serio.
– ¡Adelante, Carburo!
Carburo, para sorpresa general, dobló el tapete verde por una esquina y lo fue enrollando al tiempo que quedaba al descubierto un gran mapa de Europa. En coordenadas marítimas del Mediterráneo y el Atlántico había lugares indicados con cruces trazadas con lápiz rojo, donde un segundo ayudante, Invernó, fue colocando las bolas de billar.
Mariscal siguió la operación muy atento, con una enigmática sonrisa y, cuando el subordinado hubo acabado, utilizó el taco a modo de puntero, rozando suavemente las bolas al tiempo que desgranaba el nudo de su discurso.
– Pues bien, señores. Hay veinticinco mammas con tabaco por las costas de Europa. La mayoría están en el Mediterráneo. Cerca de Grecia, de Italia, en Sicilia y por ahí… Incluso en el Adriático y en la costa de países comunistas hay alguna mamma. ¡Ellos también tienen vicios!
Hizo una de sus pausas cómicas, en las que permanecía caviloso y serio mientras los demás le reían la broma. Pasó al siguiente movimiento con el palo del billar y fue como mover una batuta. Iba en dirección Oeste, en medio ya de un silencio absoluto.
– ¿Dónde estamos nosotros?
Bajó rápidamente el taco y golpeó.
– ¡Aquí! Noroeste cuarta Oeste. Stricto sensu.
Todos observaron el propio lugar. Esa sorpresa que se experimenta cuando uno ve desde fuera el lugar que pisa.
– Si nos desplazamos un poco al sur, sólo un poco, encontraremos lo que más nos interesa. Una mamma. Nuestra mamma. Está justo aquí, muy cerca, en el norte de Portugal. Claro que no es, en puridad, nuestra mamma. La de Delmiro Oliveira fue la que nos dio hasta ahora un poco de… mamar. El señor Delmiro también tiene sentido del humor. Le dije: Delmiro, ¿sabes lo peor que se puede ser en el mundo para un gallego? Y él me contestó: No, no lo sé.
Y yo le dije: Pues mira, Delmiro, lo peor, lo peor que se puede ser en el mundo para un gallego es… ser el criado de un portugués.
El chiste fronterizo fue acogido con sonrisas. Pero sin estruendo. Podía más la expectación.
– ¿Veis? Y él también se rió. Porque Oliveira es un buen hombre de negocios. Tiene sentido del humor. Entendió. Y dijo: Yo no tengo criados, Mariscal. Tengo socios. Y añadió: Yo quiero ser un Midas, Mariscal, y no un mierda que picotea en las sobras de los demás. ¡Es listo, Delmiro!
Mariscal, con aire satisfecho, alzó la cabeza y recorrió a los asistentes en panorámica.
– ¿Por qué entendió Delmiro Oliveira? ¿Y por qué entendieron en Amberes y… en Suiza? Entendieron porque nosotros tenemos. Tenemos los mejores argumentos para este negocio. Una costa formidable, infinita, llena de escondrijos. Un mar secreto, que nos protege. Y estamos cerca de los puertos madre. Del suministro. Así que lo tenemos todo. Tenemos costa, tenemos depósitos, tenemos barcos, tenemos hombres. Y lo más importante todavía. ¡Tenemos huevos!
Hizo un ademán para acallar el jocoso barullo.
Y dirigió la voz hacia un rincón del reservado, donde uno de los presentes permanecía alejado, partido por la línea oblicua que desgarraba luz y sombra.
– É vero o non e vero, Tonino?
– E vero, padrone, e vero. E di ferro!
Fins tiene los ojos cerrados. Cuando cierres los ojos, estate atento a lo que se abre. Inspira el aire y expúlsalo despacio como una boca de viento. Escucha un relincho que lo interpela. Que lo despierta de la ausencia. Hay una yeguada paciendo en la ladera oriental del mirador, donde el sol naciente desteje perezoso los jirones de niebla. La mirada del garañón, las orejas enhiestas, el arma de los dientes, el aviso del relincho, le hacen recordar que es un incordio. Un extraño, un furtivo en su propia tierra.
En la cumbre de la montaña llamada Curota, en la Serra do Barbanza, hay unos enormes peñascos con vocación de altar. A lo más alto se llega por una escalera de peldaños esculpidos en la piedra. Por allí sube Fins.
Va surgiendo ante sus ojos la panorámica marítima más amplia de Galicia. Mira hacia el sur y tiene la sensación de que percibe la curva de la esfera terrestre. Es el mejor mirador para ver la ría como un gran escenario. Un vientre marino de la tierra. Por él se mueven, cruzando estelas, muy diferentes tipos de embarcaciones. Los barcos grúa van en dirección a las flotantes arquitecturas palafíticas, los grandes polígonos de bateas de cría de mejillón.
Fins mira ahora a su derecha. Allí, al oeste, el mar abierto, el océano Atlántico. Una infinita e inquieta monotonía de azogue ronco, en fundición, protege su enigma. Cada rizo o destello parece liberar un brote de ave de mar. Los graznidos van en aumento, como hacen cuando anuncian buenas o malas noticias. Una buena marea de pescado, o el temporal. El cielo parece despejado, pero no se vislumbra una claridad entusiasta.
Detrás de la línea del horizonte, no sabemos cómo despertará el agua dormida.
El sonido de un motor sube por la carretera. Fins se oculta entre las rocas.
Quien conduce no duda. Gira, sigue otras roderas por tierra, y aparca el Mercedes Benz con ruedas de bandas blancas en la amplia explanada del primer mirador.
El Viejo madrugaba. Tuvo que hacer un largo recorrido. Ir bordeando la ría. No podía ser una cita cualquiera. Nunca llamaba en persona por teléfono. Utilizaba palomas mensajeras: personas de la máxima confianza. Así que ésta no podía ser una cita cualquiera. El «pescado» que le habían vendido no estaba podrido. Descendió entre los tojales y buscó la mejor perspectiva. Palpó bajo la cazadora la cámara fotográfica, acarició la Nikon F, como había visto hacer de niño a un cazador con el hurón. Mariscal estaba de espaldas, inconfundible con su traje de lino blanco, el panamá y la bengala. De espaldas, y al lado del busto de piedra de Ramón María del Valle-Inclán, tenía un porte escultórico.
El tiempo pasaba y los dos, vigilado y espía, empezaron a impacientarse. Mariscal miró el reloj de cadena dos veces, pero no tantas como hacia el cielo por el Oeste. Allí donde se divisaba ya la primera línea del frente de las Azores. Pasó hacia arriba, lento y rugiendo, un camión maderero. Mariscal fue siguiendo de soslayo la trayectoria, hasta que desapareció tras la curva, hacia la sierra.
Fins no había perdido la esperanza. Toda la vida había sido adiestrado para lo imprevisible. Se oyó la maquinaria pesada. La tormenta siempre manda a la aviación por delante. Mariscal miró por tercera vez el reloj. Era su hurón. Y su forma de guardarlo en el bolsillo del chaleco. Escrutó los alrededores con suspicacia. También el busto de piedra del escritor. Golpeó en la base de la escultura con la contera de la bengala para sacudir el barro. Se subió al auto, maniobró marcha atrás y luego enfiló por donde había venido.
No, no habría encuentro en la cumbre.
Fins palmeó con camaradería la cámara. Iban de vacío. O casi. Por lo menos llevaban una foto artística de El Viejo.
Un día es un día.
Alguien había vendido dos veces el mismo pescado.
– Mamá. ¿Me oyes, mamá? ¡Soy yo, soy Fins!
Ella vuelve a mirarlo con extrañeza.
– ¿Fins? Había una fiesta. Mi hijo se llamará Emilio. Milucho. Lucho.
– Es un buen nombre, mamá, ya lo creo. Voy a trabajar allí. En Brétema.
Otra vez la extrañeza en el tono de Amparo.
– Brétema, Brétema… En Brétema estuve yo una tarde. Comprando hilo. Hacía mucho calor. El sitio ardía por dentro, como el rescoldo de los árboles. Y me pilló una tormenta.
Se quedaron callados. Siempre que se dice la palabra tormenta, el resto de las palabras esperan un poco.
– ¿Y de qué vas a trabajar?
– De hombre secreto -dijo él, para ver la reacción.
Y ella hizo lo último que Fins esperaría. Echarse a reír.
– ¡De ésos habrá muchos!
Ahora, Fins, para ella, es el recuerdo de una romería. Nada más. Y Lucho Malpica un niño que todavía no ha nacido. Y Brétema un lugar de pesadilla, un lugar donde un día fue a comprar hilo y la pilló una tormenta. Ella está a su espalda, tranquila, despreocupada, con su almohada de bolillos, enseñándole a la cuidadora los secretos del encaje. Él está de pie, mirando por el ventanal que da al mar, por donde se cuela el sonido combinado del vaivén de las olas y el graznido de las gaviotas. De buena gana correría una cortina. Taparía esa visión. No entiende ese lugar común de los que encuentran sosiego en la contemplación del mar. A él le produce una enorme desazón. No soporta estar a solas más de cinco minutos con el mar. Y al mar le debe de pasar lo mismo. Está convencido de que se altera, de que se irrita cuando él permanece a solas mirándolo.
Otra cosa es sumergirse. Cuando está dentro del mar. Eso es otra cosa. Sólo puede entenderse con el mar sumergiéndose. Recorrer los bosques submarinos de las laminarias, ulvas, lechugas y judías de mar, verdín, carrasca, buche bravo, corbelas o encinas marinas, las fajas pardo amarillas, las algas encarnadas, como el marullo o el musgo de Irlanda. Navegando en la superficie se marea. Se pone a morir, estornuda, escupe, se baba, echa los bofes, los hígados, los prefijos, los esputos, las interjecciones, las onomatopeyas, las flemas, los tubérculos, las raíces, la bilis, lo inaccesible, lo peor es vomitar lo que hay después del vacío, después del aire, que es todo de color amarillo, el cielo, el mar, la piel, el revés de los ojos, el alma. Excepto al remar. Si rema, y cuanto más enérgico sea el bogar, de espaldas al punto de destino, hay una suspensión temporal del aturdimiento. Pero la condición es no parar.
Cierra la ventana de la sala en la que se encuentran y ahora solamente se oye el inconfundible repicar de los palillos de boj de la encajera. Es una residencia de viejos y de personas no tan ancianas, pero con Alzheimer. La dolencia de Amparo es diferente. Ella está convencida de acordarse de todo.
– ¡Pobrecillas! A veces no se acuerdan ni de su nombre. Y soy yo quien se lo recuerda.
Repica en la frente con el corazón y el índice: «¡Lo tengo todo aquí!».
Al lado de Amparo, hay una cuidadora joven y amable.
– Sus manos trabajan cada vez mejor -dice la cuidadora-. Mírelas. Hasta parece que la piel rejuveneció y que las manos se volvieron más gráciles. ¡Manos de palillera! ¿A que sí, Amparo? ¿Para quién va a ser esta maravilla?
Amparo Saavedra mira con melancolía hacia la ventana con vistas al mar.
– Para mi hijo. Para cuando nazca.
La neuropsiquiatra le había dicho: «Su mente suprime un período que le hace daño. La dolencia también es una propiedad. En este caso, la propiedad de borrar una época de su vida. O de borrarla como memoria explícita. Es un tipo de amnesia a la que llamamos amnesia retrógrada». Y el tiempo que ella conservó fue justamente el que vivió hasta que de joven se marchó de Uz a Brétema, donde se casó con Lucho, y se fue a vivir a la casa marinera de A de Meus. El sabía que la dinamita no sólo había estallado en el barco. La madre, a su manera, puso fin a una vida en la que él también iba incluido. Pero al verla allí delante, tan entera, con los dedos más ágiles que nunca, con aquella mirada fértil, desposeída de los temores que la velaban antaño, sabedora del nombre, risueña con los que la rodeaban, no pudo evitar un estado de irritación, que le causaba un desagrado culpable, pero del que era incapaz de desprenderse.
– Entonces todo consiste en que se olvida de lo que quiere olvidar -dijo sin poder disimular un tono de reproche.
Al hablar con la doctora Facal, tuvo la sensación de que le desentrañaba la psicología del mar. Y que el mar, otra vez, de golpe, lo expulsaba.
– No. Recordar duele, en muchos casos. Y ella ha traspasado la linde del dolor. Su mente, para sobrevivir, descartó ese trozo que lo dañaba todo. La memoria tiene sus estrategias. Podía haber escogido otra vía. Pero eligió ésta, nunca sabremos muy bien por qué.
– ¿Es irreversible?
La doctora se tomó su tiempo. Por su experiencia, él sabía que si la respuesta fuese positiva, ya la habría dicho.
– La verdad no es amable -dijo al fin.
Y fue lo más verdadero que oiría en mucho tiempo.
– ¿Ese no es el hijo de Malpica, el que murió con la dinamita?
Escrutan desde el mar. Acostumbradas a ver de fuera adentro. De oeste a oriente. De la oscuridad a la aurora. De la niebla al amanecer. En diferentes profundidades. Varias tienen medio cuerpo, al nivel del vientre, bajo el agua. Se mueven anfibias, con eficaz lentitud, venciendo la resistencia hidráulica con su escafandra doméstica de ropa de aguas que reviste el apaño textil, todo el cuerpo como un émbolo, cavando, arañando, haciendo la cosecha del mar con antiguos aperos, azadas, rastrillos, bieldos, de mango prolongado. Aquellas cabezas cubiertas con pañoletas y recubiertas con sombreros de toda estirpe.
Habían sido su mundo. Allí en el medio estuvieron todas algún día. Guadalupe, Amparo, Sira, Adela, la madre de Belvís, de Chelín, la propia Leda con su cubo lleno de berberechos, con su saco de almejas, estuvieron todas.
– El mismo. Por lo visto estudió para policía.
– ¿Y para eso hay que estudiar?
– Depende… Para andar con la porra en la mano como tu marido vale cualquiera.
– ¡Que te crees tú eso!
La mariscadora hace un gesto obsceno, con el palo del rastrillo entre las piernas: «Ya le gustaría al tuyo tener una porra como la del mío».
Se ríen todas.
– ¡Será arrabalera!
– Leda… ¡Ésa sí que sabe latín!
Las mariscadoras vuelven al trabajo. En busca de los bivalvos, sus cuerpos vuelven a adoptar la forma de extraños seres marinos.
– Pues dicen que va para inspector, de los que investigan en secreto.
– Para saberlo tú, tan secreto no será.
– Yo cuento lo que he oído… A mí me da lo mismo. ¡Como si es astronauta!
– ¡Ay! ¡Lo que daría yo por un astronauta!
Las voces y las risas de las mujeres, a esa hora, se encadenan con los fonemas del mar, su vaivén, el chapuzar, los avisos codiciosos de las aves vigías. Fins no puede resistirse. Toma una fotografía. Sólo una. Y se va como un furtivo.
En la casa de A de Meus, la mano en la puerta, llamando hacia fuera. Dentro, lo que lo recibe con más familiaridad es el mantel de hule de la mesa, donde quedó una botella expósita. Tiene por el ecuador la marca del vino tinto, la línea seca de una marea. En la hora del crepúsculo, Fins caminó por la carretera de la costa. Estuvo parado en el crucero del Chafariz, allí donde siempre esperaba el coche de línea. Metió las manos en los bolsillos del pantalón. Un hombre normal debía llevar siempre algo suelto. Dudó. Tenía una buena excusa para no seguir adelante. Pero cuando se dio cuenta, ya los pies lo habían puesto allí, en la puerta del Ultramar. Llegaba el sonido de un bullicio de anochecer de viernes.
Sin llegar a tocar el pomo, se echó a un lado y miró al interior. Las novedades luminosas de la rock-ola y de las máquinas de juego.
Tras el cristal, en aquella gran redoma, fermentaba el recuerdo. Brotaba la vida al son de la música. Y él estaba por fuera. Al margen.
Rumbo llenaba los vasos colocados en una bandeja, sobre la barra.
Un poco más al fondo, por el lado exterior de la barra, Leda y Víctor. Él, sentado en un taburete alto, con un vaso en la mano, y con apariencia seria. Ella, de pie, juega con el dedo a encaracolar el cabello del hombre taciturno. En ese momento, el gesto burlón y seductor es el centro del mundo. Un gesto que él reconoce, que dice: «¿Dónde estás?». Leda se vuelve para atender la llamada de Rumbo.
Fins pudo entonces verla de frente. La alfarería del tiempo mejoraba cualquier recuerdo. Temió ser visto, él, que ya era un experto en ángulos de sombra. Un especialista en sombras. Era capaz de medir el grosor textil de las sombras. Había sombras de raso, de lana, de algodón, de nailon, de tergal, de terciopelo. Transparentes. Impermeables. Pero cuando reanudó la observación, ella se iba de espaldas con la bandeja en la mano. Desde el ojo del catafalco, le volvió a doler la vida. Venía gente. Se escabulló apartándose del picor de los focos.
¡Vaya! ¡A quién se le ocurre entrar! Mira quién llega. No me extraña que se revolucionen los murciélagos. Llevan meses ahí, colgados, rumiando la sombra y se despiertan justo ahora. Oír sí que oyen, digo yo, y ése, el Malpica, ya perdió el tino al pisar. Quién iba a pensar que acabaría de feo. Va tropezando en todos los accidentes geográficos. Conmigo están en paz. Yo soy de aquí. Ya tengo el nido hecho. La Maniquí Ciega y el Esqueleto Manco no me extrañan. Ni la grulla disecada. ¡Hay que ver qué bien le hicieron los ojos! Esos puntitos miran algo en alguna parte. Son el mismo mirar. Me ponga donde me ponga, los veo. Me miran a mí. Encontré mi sitio. Mi zulo. Hasta el péndulo se apacigua. Y justo en este rincón, en este escondite en persiana con las lamas desajustadas de los últimos libros, hay un aroma a cala, como si el mar hubiera subido aquí una noche, al mapa de madera, y hubiese dejado estas grietas y abalorios. La caja con la tapa de cristal y el letrero de Malacología, ¡el lumbreras que inventó ese nombre!, llena de conchas, caramujos y caracolas, que saqué de las casillas y fui posando por ahí. Había también colecciones de mariposas y de escarabajos y de arañas que trajeron de América, algunas grandes como el puño de la mano. Yo a las arañas les tengo un respeto. Una vez aplasté una, una pequeña, en la camisa de los festivos. Era una camisa blanca y el bicho subía, lo aparté, subía y al final lo estampé. No aplastes nunca una araña en la camisa. La de sangre que puede llevar dentro un bicho. Toda una vida. La que tifie una chuta. Justo ese suavísimo tirar del émbolo después de encontrar la vena. El color de la sangre, el primer color, puede con todo. Como se hace con el ámbar. Y luego lo que bombeas ya es sangre de tu sangre. Una bomba de sangre. En tres tiempos. A mí me gusta bombear en tres tiempos. El caso es que hace unos años, cuando más colgado andaba, ellos me dieron la vida. Apañé y vendí la tropa zoológica, el bicherío organizado, las arañas, los escarabajos plateados, las mariposas americanas. Y le dije al tipo: «Te traigo el Génesis entero, esto vale un Potosí». Y va él y me da una bolita de caballo: «Pues ahí tienes la esfera terrestre para que te la metas por la vena». Para eso dieron las especies, para un chute. Pero la colección de malacología, no. No quiso ni verla. Sería por el nombre. O porque aquí estamos hartos de conchas. Yo, no. A mí ver un conchal me trae sentimientos sentimentales. Como los caracolillos, los del cangrejo ermitaño. Ésa sí que es arquitectura. Eso sí que es arte. Como los erizos. Ésa sí que es belleza, la de las púas. Si yo tuviese delante a uno de esos artistas famosos, le pondría un erizo de mar en las manos y le diría: «¡Anda, hazlo tú, si tienes cojones!». Tiene que haber un misterio misterioso para que en el mar crezcan simetrías como ésas. Ahora están deshabitadas, los cangrejos se fueron al carajo, pero las conchas hacen compañía, adornan la ruina, por este lado de la Escuela de los Indianos. Los ermitaños andarán por los accidentes geográficos, digo yo. No sé muy bien en qué parte del mundo estoy, creo que por la Antártida, por el frío que hace. Pero todo había ido bien. Todo iba bien. La cucharilla bien presa, injertada entre los dos volúmenes de La civilización. Don Pelegrín Casabó y Pagés. Lo útiles que son los memoriales. Lo agradecido que le estoy a la civilización. Colocado a la altura de su obra, tener las manos libres para darle candela al caballo en el agua. Ver cómo surge el color ámbar de la fundición. Y así hasta que bombeas en tres tiempos el accidente geográfico.
Eso no se me fue de la cabeza. Los accidentes geográficos. «Ya está el águila cazando moscas. A ver, Balboa, dígame nombres de accidentes geográficos.» Es curioso lo que se queda y lo que no. Aquel maestro, el Cojo, el Desterrado, siempre nos decía: «Somos lo que recordamos». Yo qué sé. Somos lo que recordamos. Somos lo que olvidamos. Cuando olvido algo, hurgo con la lengua en la falta de la muela. Ahí se meten los olvidos. Tengo ahí un zulo que es un pozo sin fondo. El Desterrado también decía: «Nada es pesado cuando se tienen alas. ¿Usted tiene alas, o no?». Claro que tengo alas, don Basilio. Como Belvís. El Cojo, don Basilio, era un tío legal aunque ya se le veía harto de chavales y andaba en Babia, siempre en las nubes o apañando palabras. Era así, andaba siempre a la rebusca de los otros dichos, como nosotros andábamos a las uvas que se habían salvado de la cosecha. Cuando bajaba, no daba puntada sin hilo. Un día preguntó qué profesión queríamos tener de mayores, y a mí me salió del alma: «¡Contrabandista!». Y entonces él retrucó: «Mejor que digas emprendedor, hijo. ¡Emprendedor!». Sí, aquella catequista de pelo al rape y cano nos había contado que cada uno tenía un ángel. El de la guarda, claro, eso ya lo sabíamos. Pero ella dio datos. No eran pamplinas. Están los ángeles que se encargan de vigilar y cuidar el trono de Dios, que organizan el coro celestial. Yo eso lo entendí perfectamente. Me pareció razonable. Porque Dios no va a estar a todo, que si le mueven o no la silla del sitio, que a qué hora sale el sol, que si hay abundancia en un lugar y escasez en otro. Y luego están los ángeles custodios, los que nos apacientan a nosotros, a este rebaño que somos. Me gustó mucho la explicación de por qué no son visibles, por qué no nos hacen sombra, por así decir. Porque son un oficio, y no una materia. Es decir, van y vienen, hacen su trabajo, eso está bien, esto está mal, pero luego no te pasan revista, no te aprietan con la factura, no te atornillan. Trabajan y dejan trabajar, sin estorbar en el medio. Si fuese de otra forma, no sería vida. Ni para ti ni para él. ¿Adónde vas ahora? No sé, a dar una vuelta. ¿Por qué te metes eso? Porque me sienta bien. No está bien, sabes que no está bien. Si me sienta bien, está bien, no me toques los huevos. ¿Para qué quieres un arma? ¿Qué arma? La pipa. ¿Qué pipa? Qué pelotudo de ángel. Qué escrupuloso. Con el plumaje arrebatado. Pero ya ves, sin embargo, el nacho custodio está ahí, te da el recado y le vale. Es un oficio transparente. Luego vendrá el Juicio Final. Me parece razonable. Se abrieron diligencias y ahí va el informe de fulano. Señor José Luis Balboa, alias Chelín, sabemos por su Ángel Custodio que estaba usted en posesión de un arma de fuego. ¿Cuál era su intención? ¿Para qué la quería? Pues para arrimar los perros a las paredes, señor San Miguel. Bueno, pues ahora vamos a proceder a pesar su alma. Y entonces va San Miguel y saca el balancín de pesar las almas que se parece mucho al del dealer fino que me surtió de material en un chalé de A Coruña. Lástima que no volviera aquella catequista. Aquella chica que conocí en la discoteca Xornes. La de la cabeza rapada. Parecía más joven de lo que era. Tenía una voz ronca, de hombre. Era un ángel, seguro. Porque todavía hay una tercera clase de ángeles, tengo entendido. Los errantes, como ella. Para quienes se cerró el cielo y la tierra.
Y entonces viene él, el feo, a revolver. Ya me había metido la chuta. Ya se me había pasado el flash. Ya había bajado despacito. Ya estaba yo posado en la Antártida, al lado de toda la malacología, e iba a darle un vistazo al don Pelegrín. Leer no se lee muy bien en esta penumbra de la Antártida, pero no me canso de mirar las estampas. ¡Lo que me gusta Lord Byron! ¿Cómo dice? Lord Byron meditando la libertad de Grecia. Y aparece él, pisando los accidentes geográficos. Rebuscando. Este es oficio y materia. Dicen que es un águila. Mientras ande por el norte, aquí no me va a ver. Mejor guardar las herramientas en el hueco de La civilización, y quedarme quieto como la grulla, entre los maderos. Éste todavía andará pensando en los tiempos del Johnnie Walker. Se sienta en la silla del maestro. Hurga en la máquina de escribir. Quita trozos de teja desprendida. Sopla las pelusas y el polvo. Saca un pañuelo del bolsillo. Limpia las teclas, las varillas, el carro, el rodillo. Se pone a teclear con los ojos cerrados. ¡Misión nostalgia, Malpica!
¡Vaya! ¡Madre mía! Nunca sabe uno dónde la tiene. Alucina, Maniquí. Alucina, Esqueleto Manco. El diablo y la mona. Alucina, grulla. Alucina, Chelín. Porque ahora la que entra es la Nove Lúas. ¡Ábrete, tierra! No, Leda, tú estás de más. ¿Qué hace aquí ella en la operación Nostalgia? Pasó un siglo, un milenio. Ya hace mucho que murió Franco. Un chalado mató a John Lennon. Leda trabaja en el Ultramar. Tiene un hijo con Brinco. Y Brinco, Brinco es lo máximo. Cuando anda Brinco por el medio, todo funciona. Es el mejor piloto de la ría. El mejor piloto del mundo. No lo pillarían ni con submarinos. Ése sí que tiene un ángel de hierro, un custodio de cojones. Y las tías locas por él. ¿Qué haces aquí, mujer?
Ahora el Pesquisas ese se pone a teclear sin papel. Va diciendo en voz alta lo que escribe.
Todo é silensio mudo…
– ¿Ves? ¿Tenía o no tenía razón? -dijo Leda-. Ella escribió silensio. Y tú, venga a reír, que no, ¿cómo iba a escribir silensio Rosalía de Castro?
– Estabas en lo cierto. Ella sabía oír. El silensio es más silencioso que el silencio -dijo Fins. El agujero del techo se había agrandado y en el mapa del suelo se habían reducido las zonas de penumbra: «Se ve mejor. Tienes las uñas pintadas de negro. Estás en el Océano».
– Sí. Como siempre. En medio del puto Océano. Y al Océano no llegan cartas. Sólo llegan pésames. Fue un detalle por tu parte escribir cuando moría alguien. Mi padre, el maestro, el médico. Creo que eran copiados de uno de esos libros de correspondencia.
– Me acordé de ti, de todo, más de lo que puedes imaginar.
– Todos los días, a todas horas, ¿verdad? Ya lo notaba yo… un morse. Las teclas del más allá. Claro que estabas aprendiendo a escribir sin mirar. Eso debe de llevar mucho tiempo.
Fins se levanta y va hacia ella. Leda retrocede hasta apoyarse en la mesa de un pupitre, de nuevo en la penumbra. Cuando él se acerca, ella escupe en el suelo, en el mar, entre los dos. Él se queda quieto, callado.
– Pues yo no. Yo aprendí a olvidar. Cada día y cada hora. Soy una experta en olvidos.
– En realidad, pensé mucho en mí. En mi vida. Y el tiempo pasó.
– ¡El chico de las ausencias!
– Eso se acabó. Ya curó. Ahora estoy presente de más.
– Tengo un hijo -dijo ella, más confiada-. Un hijo de Víctor.
Sí, ya él sabía.
– ¿Y ahora qué vas a querer? ¿Que te hable de Brinco? ¿De Rumbo? ¿De los negocios del Viejo? ¿De los secretos del Ultramar?
Se dio cuenta de que la propia lengua, desafiante, ya no dominaba la tracción. Iba a decir algo de dinamita. Pero esa palabra se le atragantó. Retrocedió. Como el ratón que correteaba por el Océano entre los escombros.
– ¿Sabes por qué estoy aquí, Fins Malpica? Porque tengo un mensaje para ti. No quiero verte delante nunca más. No me llames, no me hables, no me mires. ¿Lo has entendido?
– No voy a pedirte nada nunca, Leda -dijo Fins-. Ni tampoco a dar. Aunque me pidas, no podré dar.
Se fueron. Qué diálogo. Lástima de telenovela. Pero a mí me afectó. Es cierto que me afectó. Con lo bien que estaba, con el cuerpo caliente en el frío de la Antártida, con cosquillas en los pies, pensando en el arte de los erizos y en los cangrejos ermitaños. Hostia, puta, había dolor en esos dos. Estoy viéndolos, de jóvenes, corriendo por la playa, el día que acarrearon el maniquí hasta aquí, hasta la Escuela de los Indianos. La burla que les cayó encima aquel día. Y ahora me quedo yo en mi rincón oscuro, encogido, agarrotado, mirando para la gran pareja. La Maniquí Ciega y el Esqueleto Manco. No sé lo que daría el proveedor por ellos. Una bolita de mandanga. Una esfera de caballo. Por lo menos para dos chutas, tío. Ya ni la puerta abriría, el muy cabrón. Se nota que no tienen precio.
Después del recorrido por los miradores, esa costumbre de levantarse con el sol, que cumplía como una obligación vanidosa, Mariscal solía sentarse por las mañanas al lado de la ventana para leer la prensa. A veces se paraba a hacer el crucigrama. Como hoy. Sin volverse, sintió el embate que franqueó la puerta y que se abrió camino estruendoso entre banquetas y sillas hasta frenar a su altura. Le faltaba poco para completar el crucigrama. Hizo notar que tenía una duda, tamborileando con el bolígrafo. Ahora notaba un zumbido, el campo eléctrico de Brinco furioso.
– ¿Adónde va Leda?
– Ayúdame aquí. «Parte del talonario que queda una vez que se retiró el talón.»
– ¡Mierda, Mariscal!
– M-I-E-R-D-A. No, mierda no es.
– ¡No me importa que ahora lleve placa! Me lo voy a comer aquí y a vomitarlo allí abajo, en el puente.
Mariscal da una calada al habano y saborea, mastica el humo. Cuando suelta la bocanada, sale muy espeso, pegado a la palabra. Y escribe a un tiempo en las cuadrículas.
– M-A-T-R-I-Z. Eso está bien.
Volvió un poco la cabeza y miró de soslayo al inflamado.
– Escucha, Víctor Rumbo. No me gusta que me griten desde arriba. Y mucho menos por detrás.
Brinco se sentó enfrente. El ceño fruncido. Pero la mirada amansada.
– La mandé yo con Malpica. A ver qué quiere ese tocahuevos. También para nosotros, lo primero es la información. ¡La información, Brinco!
Aquella luz vieja, caída de las barras fluorescentes, todavía resbalaba por la pared para iluminar el nombre del cinema y salón de baile París-Brétema. Eso era visible desde la playa, por lo menos para Fins Malpica. Como él podía oír hoy la voz de Sira, aquel estribillo, nao vou, nao vou, que de forma extraña animaba el andar. Pode passar o amor mais lindo, nao vou, nao vou. Cuando ella se animaba a cantar, en la tarde de domingo, las cosas en la ría ya tenían su lado de sombra. Eso era algo que ahora recordaba Fins, viendo su sombra proyectada en la playa. El caminar animoso de las sombras hacia el salón de baile.
Nao vou, nao vou.
Hacía tiempo que el cine había cerrado. Y el salón sólo abría esporádicamente, para alguna fiesta contratada de antemano. Una huella en la arena, no voy, otra, no voy. Él estaba alejado, pero estaba dentro. Podía ver, podía oír. El recuerdo tenía la intensidad de una ausencia. No se lo podía contar a nadie. Hacía un año que había regresado a Brétema y desde hacía unos meses había vuelto con él el pequeño mal. En episodios mucho más distanciados en el tiempo. Pero él adivinaba ese momento. Pasaban como intermitencias. Pestañeos. El abrirse y cerrarse de un hueco. El tenía un nombre propio para sus ausencias. El vacío del argonauta. Porque era el pequeño mal, sí. Pero era su pequeño mal.
Al poco de estar fuera, habían desaparecido las ausencias. Creyó que el incordio jamás volvería. Y durante los primeros tiempos, en el retorno, no había tenido ningún cortocircuito. Era como si su mente fuese por delante de él. Trabajaba bien. Sabía que faltaba mucho, pero empezaba a tener hilos para tejer.
Así que el pequeño mal no era, exactamente, una enfermedad. Después de un episodio de ausencia, en un arranque de humor, decidió considerarlo una propiedad. Una pertenencia secreta.
Dejó de oír la canción, de ver el espectro de las letras en el salón del Ultramar. Desde donde está, en las ruinas de la fábrica de salazón, Fins puede ver el muelle de San Telmo. Hay algunos focos de faroles que lo iluminan. Puede ver a la gente moviéndose, pero no los distingue a todos con claridad. Estudia las sombras. Es su oficio.
En el extremo del dique, donde hay un pequeño faro, permanecen dos hombres. Los reconoce a distancia. Uno de ellos es inconfundible. Lleva sombrero y un bastón tipo bengala. Entra y sale de los círculos de luz. Cuando entra en el círculo, destaca el blanco de los guantes y de las punteras blancas y parece que está a punto de hacer un número de claque. Ese es Mariscal. Su eterno guardaespaldas, el gigantón Carburo, parado y de brazos cruzados, lo escruta todo, moviendo su cabeza al compás de la luz giratoria del faro.
Ahora, por el nuevo dique, a paso rápido, decidido, marcial, avanza Brinco.
Lleva una chupa de cuero negro que adquiere una voluntad de charol centelleante cuando pasa bajo los focos. Detrás, con una vestimenta semejante, con más cremalleras y refuerzos metálicos, va Chelín. Un inseparable.
En algunas de las embarcaciones de bajura hay actividad para salir a faenar. Los marineros disponen los aparejos.
– ¡Eh! ¡Brinco! -grita uno de los marineros jóvenes.
Víctor Rumbo sigue su marcha, pero deja posar un saludo de confianza: «¿Todo bien?».
– Aquí, a hacer carrera, Brinco.
Y luego al compañero: «¿Has visto? ¡Es él!».
– ¿De verdad?
– ¡Pues claro, hombre! Jugamos juntos al fútbol. Mira, el otro es Chelín. Tito Balboa. Un buen portero, sí, señor.
– ¿Y ése no anduvo colgado?
– Ése anduvo siempre en la cresta. Para bien y para mal.
En su escondite, y por más que el mar amplifique, Fins Malpica no puede oír esa conversación. Pero sí los saludos de admiración que recibe a su paso Víctor Rumbo.
– ¡Chao, Brinco!
– ¡Chao, campeón!
– ¿Me ha mandado llamar?
Mariscal respondió con un carraspeo, como un gruñido afirmativo. Luego aclaró la voz: «Va siendo hora de que me tutees, Víctor».
– Sí, señor -dijo Brinco como si no lo hubiese oído.
El Viejo miró hacia las aguas de apariencia calma, pero que rezongan indóciles en las piedras del dique: «Todo lo mejor nos viene del mar. ¡Todo!».
– ¡Y sin una palada de estiércol!
– Eso ya te lo había dicho antes, ¿verdad?
– Sí, señor.
– Es lo que tenemos los clásicos. Que nos repetimos.
Mariscal carraspeó de nuevo. Miró fijamente a Víctor y le habló en un tono poco usual, íntimo: «¡Eres el mejor piloto, Brinco!».
– Eso dicen…
– ¡Lo eres!
Mariscal hizo un gesto a Carburo y éste sacó del bolsillo una linterna que encendió y dirigió hacia el mar con intermitencias de morse. Al rato, se escuchó el ruido de una motora, que debía de permanecer próxima y oculta. No era de una embarcación común. El sonido de sus caballos dominaba la noche.
– Pues lo mejor merece un extra. Un aliciente.
Nunca antes se había visto en Brétema semejante embarcación. Una planeadora de esa eslora, y con una potencia multiplicada por varios motores en popa. Invernó, el piloto, maniobró para acercarla al dique.
– ¿Qué tal esa chalana, Invernó?
El subalterno estaba entusiasmado.
– Esto no es una motora, Patrón. Es una fragata. ¡Un buque insignia! ¡Podríamos cruzar el Atlántico!
– Caballos tiene para dar la vuelta al mundo -dijo con petulancia Mariscal. Y luego se dirigió a Brinco: «¿Qué? ¿Qué te parece?».
– Los estoy contando, los caballos.
– ¡El insignia es tuyo! -dijo Mariscal-. Y no te preocupes por los papeles.
Estaba administrando la entrega.
– Todo está a nombre de tu madre.
Esto era lo que él llamaba un «golpe de afecto».
– Entonces habrá que llamarla Sira -dijo Brinco. Se notaba que había en él una guerra interior por encontrar el tono.
– ¿Por qué no? El nombre justo.
El Viejo echó a andar. Detrás, Carburo. Sin pisarle la sombra. Tenía esa distancia. Ese cuidado. De pronto, Mariscal se detuvo, giró hacia la dársena y apuntó con el bastón a la nave.
– Será mejor que le pongas Sira I.
Y a continuación: «¿No vas a probar esa máquina?».
Lo último que vio Fins Malpica fue que Brinco y Chelín saltaban al interior de aquella motora imponente. Que el piloto tomaba posesión. Y que después de girar en el muelle, brotaba una catarata de espuma trepando en la noche.
No había luna ni se esperaba. Una formación de nubarrones sin fisuras, marca de las Azores, enturbiaba más la oscuridad de la noche. A ras de mar, apresada entre las dos losas, había una veta de claridad granítica. El patrullero de alta velocidad del Servicio de Vigilancia Aduanera (SVA) está oculto, abarloado a uno de los barcos grúa de la recogida mejillonera, amarrado a su vez a un criadero en reparación. Lo esperaban a él. A Brinco. El piloto más rápido. Un as de la ría. Un héroe para los contrabandistas.
Tal vez resonó en el mar el ruido de sus tripas. El superior del SVA lo había mirado fijamente en el momento del rictus, cuando apretaba los dientes para frenar aquella rebeldía de las entrañas. Se había percatado de su malestar, pero no dijo nada.
– ¿Qué, se marea?
Fue el piloto quien preguntó, con sorna, al parecer, inevitable.
– ¿Tengo cara de difunto? -dijo Malpica.
– No. Por ahora sólo de muerto.
– Cuando navegamos, voy bien -aseguró él, con complejo de bulto. Añadió una bravata, para animarse-: ¡Y cuanto más rápido, mejor!
– Pues ahora toca esperar -comentó el oficial-. Respire hondo. Todo es cosa de la cabeza.
Pero Fins Malpica no tuvo tiempo de explicar que a él, como quien dice, lo habían parido en una barca, justo en una procesión marinera. Algo así, para ilustrar. Y es que la desavenencia del cuerpo debía de tener algo de juego o de venganza.
La información era de primera. Eso cura cualquier mareo.
Allí estaba. Por la formidable motora tenía que ser él. Una de esas que exhibía en San Telmo y que desaparecían de repente, justo antes de cualquier inspección. Aunque en los últimos tiempos habían cambiado los hábitos. Habían pasado a esconder las lanchas rápidas más valiosas en cobertizos o naves industriales, en lugares sorprendentes, a veces muy tierra adentro, en distancias que se medían en kilómetros nocturnos y por pistas secundarias. Ese viaje hacia lo secreto era parte del mayor cambio en la historia del contrabando.
Del rubio de batea a la farlopa.
Del tabaco a la coca.
No, no había vallas publicitarias que anunciasen semejante mudanza histórica. Y había muy pocos mandos dispuestos ya no a creer sino a oír esa jodida novela. Fins Malpica era puto chinche, un metomentodo, y un fantasioso. Deberían destinarlo a la investigación del fenómeno ovni.
Dieron un viraje. La planeadora parecía alejarse lanzando burlona su borbotón de espuma en la noche. Pero volvía. En comparación, el ralentí de la motora parecía ahora un susurro. Se arrimaron a la plataforma número 53, justo la señalada por Fins. El oficial y los dos agentes del SVA miraron con una mezcla de admiración e incredulidad a aquel nuevo inspector de policía, pálido, pendiente de la cámara como de una criatura, vestido como un novato en prácticas.
– Una información macanuda, de oro. Enhorabuena, inspector.
Un sorprendente informante. O una confidencia caída al azar. O una delación de resentido. Tal vez eran ésas las fuentes que rumiaba en su cabeza el oficial aduanero. Tendría que contarle la verdadera historia de la batea B-52. Las horas y horas dedicadas a escudriñar los libros de registro. A analizar las operaciones de compraventa de plataformas. A delimitar casos sospechosos en una «zona gris».
A desentrañar el testaferro y el verdadero dueño. Uso, rendimientos, obras de reparación en la estructura. En fin, muchas horas muertas, alguna viva. Y allí estaba la B-52. Verdadera propietaria: Leda Hortas.
Alguien salta de la planeadora al emparrillado de madera de la plataforma. Es Invernó, o eso le parece a Fins, por la forma de moverse. Abre una trampilla en uno de los grandes flotadores de la batea. Antes eran antiguos cascos de barco o calderas o bidones. Los de las nuevas plataformas son de material plástico o metálico, en este caso con hechura de batiscafos. En uno de ésos es donde está situado Invernó o quién demonios sea. Se mete en el flotador con una linterna.
– ¡Avante a toda máquina! Vamos a por ellos -ordena al fin el oficial de Vigilancia Aduanera.
Enseguida, ellos dan voces de alarma.
El contrabandista sale cargando un fardo. Brinca ágil por el armazón. Tira la saca a uno de los suyos en la lancha. Y salta detrás.
Desde el patrullero de Vigilancia Aduanera se da el alto por megáfono. Los agentes apuntan con sus armas. Con la ventaja que lleva, el piloto gobierna para cerrar el camino de la planeadora. Pero lo que no esperan es una maniobra tan temeraria. El arranque revolucionado de la lancha rápida, el violento cabeceo en vertical a proa, que casi la hace volcar, y la evidente voluntad suicida, indiferente a toda disuasión, de abordar al patrullero perseguidor.
– ¡Está loco!
– ¡Este hijo de puta se mata y nos mata a nosotros!
El uso de las armas lo empeoraría todo. El oficial ordena el cambio de rumbo a toda máquina. Y la planeadora pasa ciñendo al patrullero. El tiempo justo para que Fins Malpica pueda disparar su cámara. El fogonazo del flash. Un violento y tembloroso cruce de miradas.
Era Brinco, sí, y pilotaba la Sira III.
Antes la llevaba él mismo. A Belissima. A la peluquería. El nombre había sido idea suya. Sí, y él la llevaba al trabajo todos los días. Y pasaba a buscarla. Él era el de siempre, qué cono, daba igual lo que dijesen esos correveidile. Cuentas helvéticas. Paraísos fiscales. Luego salen los loros en la prensa: El dinero no tiene patria. Pues eso. Statu quo. El caso es que ahora Guadalupe, su mujer, no se deja. Va ella en su coche. Eso sí, se lo compró él. Un regalo. Un automóvil seguro. No me jodas, mujer, que tú eres muy despistada. Un 202 turbo. Capicúa.
Está sentada y descalza. La aprendiza, Mónica, está haciéndole la pedicura. Se ve que se llevan bien la una con la otra. Todavía es temprano, por la mañana, un día de diario, y no hay dientas. Aprovechan para ponerse ellas guapas. Como debe ser. Una peluquera tiene que ser una primera vedette. Eso pensaba él. Ya se habían casado, ella había dejado la conservera, y él le preguntó un día: «A ver, Guadalupe, ¿qué quieres?». Ella respondió: «Quiero tener un oficio».
– Mujer, mejor será un negocio.
– Mejor será un negocio, pero quiero tener un oficio.
En el radiocasete suena una cinta de tangos. Las uñas de Guadalupe. Tinta roja. El Polaco Goyeneche. Esto es llegar y besar el santo.
– Vete a dar una vuelta, chica -le dijo a Mónica.
No, no era por falta de confianza. Pero hoy quería estar a solas con Guadalupe. Él jamás olvidaba un aniversario.
– Tinta roja en el gris del ayer… ¡Con lo bien que cantabas tú los tangos! ¿Recuerdas? £1 capataz de la conservera gritaba: ¡a cantar!, ¡a cantar todas! Para que no os llevaseis ni un mejillón a la boca… ¡A cantar! ¡A cantar! ¡Qué miseria!
Traía para ella un estuche de joyería.
– ¿Es que ni siquiera lo vas a abrir? Anda, ábrelo…
Guadalupe lo abre. En el interior hay un anillo de brillantes. Vuelve a cerrar el estuche. Una pequeña sonrisa. Una sonrisa dolorida. Algo es algo. Un brillante, una lágrima, etcétera, etcétera.
– Bodas de plata. ¡Veinticinco años! Se dice pronto.
Vuelve a fijarse en sus pies. Los pies siempre lo pusieron a cien. Cuando lo confesaba, siempre había algún imbécil que se reía. Y si no lo entendía, él no iba a explicárselo. ¿Las dos cosas más eróticas del mundo? Los pies. Primero el pie izquierdo. Y después el pie derecho.
– Tienes unos pies maravillosos. ¡Siempre me volvieron loco tus pies!
Pudo tocarlos. Pasar la mano por el empeine. Curvar la curva. Mala suerte. No sabe muy bien cuándo fue. Cuándo saltó el viento. Ella ya sabía que no era hombre de una sola mujer. ¿O no?
Se levantó y se calzó las sandalias.
– ¿Necesitas algo?
– Unas llamadas. Unas pocas llamadas.
No eran pocas. Mariscal le entrega una resma de papeles manuscritos. Los números y los mensajes. Aquellas cosas que le sonaban a humor absurdo. Que leía de forma automática.
– Si quieres, podemos cenar esta noche por ahí. Algo de marisco. ¡Unos invertebrados!
Guadalupe se vuelve, lo mira fijamente, ese picor en los ojos, y tarda una eternidad en decir: «No me siento muy bien. Pero gracias por pensar en mí».
Oye, nena. No seas dura conmigo. Me quedan tres o cuatro cortes de pelo. Tal vez menos. ¿Crees que debería teñirme las canas? Las mujeres tenéis más suerte. Un día eres rubia, otro morena. A mí me gustas más con el pelo negro. Esa piel que tienes. Tú siempre has sido un poco morena. Pero los hombres… Si aparezco ahora de rubio pierdo autoridad. Y yo fui rubio. ¡Más que rubio! Rojal, hostia, como la puesta de sol. Tenía el pelo incendiado. Como aquel que me presentó Oliveira. ¿Te acuerdas? El tipo aquel que había sido de la PIDE. El señor Nuno. El Legatus. El Mao-de-Morto. Vino un golpe de viento y, de repente, se le movió la peluca. Lo presumidos que son estos feos. Cuanto peor es la madera, más crece. Y el viento le llevó el postizo y allá se fue al carajo tanta autoridad. Bah. Come de todo, dinero negro, armas, narcóticos, y todavía nos suelta la perorata de la autoridad y del suelo sagrado. Y la hostia que lo hizo. Que el 25 de Abril, si lo dejaban a él, no había revolución de los claveles ni nada. Unos cañonazos en el Terreiro do Paco y otros cuantos en el cuartel do Carmo, cuando estaba Salgueiro Maia con el megáfono, y las cosas volvían por sus fueros. Y yo le dije que velis nolis, señor Nuno. La gente tiene que comer, estar calzada, no maltratarla, para que esté contenta y con dinero en el bolsillo. Si la gente está alimentada y con cash, con liquidez, pues así es el florecer del comercio. Ésa es mi filosofía, señor Legatus. A mí me gusta dar un poco por el culo a estos meapilas. La mitad del país teniendo que trabajar en el extranjero, y todo el puto día predicando con la patria y con el imperio. ¡Eso era una difamación del enemigo comunista! Mire, en todas partes suben y bajan, pero de emigración algo sé. La mitad de Galicia anda por el mundo adelante. Luego pensé. Me pasé de frenada. Este hombre es un cabrón, pero un cabrón de los nuestros. Y ahí mismo improvisé una laudatio a Salazar y a Franco, los dos pilares de la civilización occidental. Lástima los que vinieron después. El profesor Caetano, un cobarde. Y los de aquí, unos traidores. Y él me dijo que la PIDE no había sido tan de tortura como otras policías políticas. La española, sin ir más lejos y sin desmerecer. Yo fui un Viriato, afirmó. Tenía diecinueve años y marché voluntario, como otros miles, para dar una soba a los rojos. Yo era de la Cruzada, de los pies a la cabeza, pero lo que vi, le digo la verdad, me dio miedo. Un camarada mío me dijo Esta tierra es peligrosa, Nuno. Y tenía toda la razón. No había Dios por ningún lado. Y yo, a lo práctico, le dije Pasó lo que pasó. Pero él a lo suyo. Lo que hacía la PIDE con los detenidos era más bien provocarles una ausencia de conforto. Ésa era la consigna. Y yo alabé semejante estilo. ¿Tortura? No. Una ausencia de conforto. Sí, señor, me encantó la expresión. Tomé nota. Lástima no haberla tenido a tiempo para pasársela al Cojo, para su Diccionario. Mira lo que traigo, Basilio. ¡Ésta sí que es buena! Ausencia de conforto. ¿Y qué denomina? La tortura, Basilio, la tortura. Pues el ilustrado este, o Mao-de-Morto, hay que reconocerlo, es igual de fino para los negocios. Y eso que arrancamos mal. Después de la Revolución portuguesa, la de los capitanes de Abril, los claveles y todo eso, él huyó a Galicia, y anduvo enredando con otros, de aquí y de allá. Porque esto fue en 1974, aún vivía Franco, y la intención de ellos era provocar un cirio entre España y Portugal. Lo sé porque uno de los que anduvieron enredando fui yo. Era una línea de negocio, pensaba. Hombre, el armamento siempre tiene salida, pero la cosa no fue adelante, y hubo que revenderlo barato. Después, cuando el cenizo se centró en la nueva vida, resultó muy fino para el comercio. La experiencia, los viejos contactos, che, eso es un capital. Y lo bien que le sentó la peluca. Parecía otro, la verdad. Yo, desde luego, me acuerdo de todo. Estoy preocupado por la memoria. Todos se quejan de la memoria. Y yo cada vez me acuerdo de más cosas. Voy recalando en todos los nombres, en todos los recuerdos. Y eso es, a veces, una ausencia de conforto.
Mutatis mutandis, apartó la mirada de Guadalupe Melga. Sintió que su presencia había perdido toda aura triunfal. Finalmente, dijo: «De entre todas esas, espero una respuesta urgente. Puedes mandarla por Mónica». Guadalupe asintió con un gesto. Mariscal abrió la puerta. Se quedó quieto un momento, en aquella frontera. Ahora sonaba uno de sus preferidos, Garúa. Aquel tango que hablaba de la lluvia. De jóvenes los dos tenían valor para bailar el tango. Poco les importaban las miradas murmuradoras. En aquel entonces, pensó de sí mismo, el hombre sí que tenía subida. Canturreó la música del casete. «El viento trae un extraño lamento.» Luego miró a un lado y al otro de la calle, como hacía siempre. Sin volverse, dejó que la puerta se cerrase tras él. Y como no había nadie a la vista, ni a izquierda ni a derecha, escupió en la calle.
– Ex abundantia coráis.
Durante días estuvo muy cerca de ella, rozando su cara, sin ella saberlo. Desde una embarcación deportiva atracada en el puerto, Fins Malpica fotografió a la mujer enmarcada en la ventana. Algunos momentos, que le parecieron especiales, en particular aquellos en los que asomaba a la ventana acompañada, también los grabó en película, con una cámara Súper 8. Pero lo que siempre recordaría, un estremecimiento desconocido, el nervio óptico poniendo en vilo todos los sentidos, sumergiendo todo en un tiempo extraño, de presente recordado, fue cuando recorría con el ojo de la cámara por enésima vez las fachadas de los edificios próximos a la dársena, y halló la ventana. La mujer en la ventana. Leda Hortas. Probó los teleobjetivos. Enfocó y desenfocó y enfocó de nuevo. La Nikon F, con un zoom 70-200, como una prolongación punzante. Ruda, deseosa, infalible. Sí, la vigía era Leda. Una foto. La foto. Otra, y otra más.
– Vas a cambiar de aires, Leda -le había dicho un día el Viejo-. Vas para la capital.
– ¿Acaso me va a poner un piso? -respondió ella con picardía. Le gustaba jugar con Mariscal. Y a él seguirle el juego. Era un as de la retranca.
– Tú te mereces un pazo, chica.
– Da mucho que limpiar.
– Con todas las comodidades. Un pazo señorial.
– Tonterías. ¡Aquí los hombres son de la Virgen del Puño!
– Es la memoria del hambre, niña. Los mejores cariños son los de balde. Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra…
– Ya. ¿Y qué tengo que hacer en ese piso?
– Tener los ojos muy abiertos.
Lo había dicho en tono muy serio. Fuera de juego, ya. Con la voz cambiada. De gerifalte que encomienda la misión y no espera réplica ni otro parecer.
– Brinco te contará los detalles.
Desde el lugar en el que vigila Leda se pueden divisar los movimientos de atraque y desatraque de las embarcaciones del Servicio de Vigilancia Aduanera. Al lado de la ventana, hay una mesita con un teléfono. Es el que está sonando ahora.
La voz que da los buenos días sólo puede ser una y es ésa. La voz de Guadalupe. Aun así, cumple el ritual.
– ¿Es la casa de Domingo? -pregunta Guadalupe.
– Sí, es la casa de Domingo.
– ¿Y qué tal se encuentra?
– Se encuentra bien. Pero ahora está descansando. Trabajó toda la noche.
– Entonces llamaré más tarde.
– Gracias, señora. Muy amable. Espero su llamada.
Leda cuelga el teléfono y entreabre la ventana para asomarse. Vuelve a fijarse en el lugar que ocupan los patrulleros de Aduanas. Fins sigue allí. Un espía de la espía. Enfoca despacio. Se demora en el retrato. Aguarda una expresión de melancolía. Ahora.
– Son muy buenas -le dijo Mará Doval, en la comisaría, después del revelado-. Deberías dedicarte a esto. A paparazzi.
A Carburo no le gusta que le metan prisa. Pero el Patrón hoy está impaciente. Se frota las manos. Sólo le falta ponerse a cantar Mira que eres linda. Es lo que canta cuando caen del cielo. Conoce perfectamente su repertorio. El contrapunto es cuando canturrea, por ejemplo, Tinta roja. A él, a Carburo, le gusta en particular ese tango. Cómo lo canta el Viejo. Y aquel buzón carmín, y aquel fondín donde lloraba el tano. No es cuando está alegre cuando mejor canta la gente. Qué va. Pero hoy está alegre. Mira que eres linda, qué preciosa eres. Hay que joderse.
Le toca a él poner en marcha la radiofonía y hacer de locutor. Porque Mariscal canta, pero nunca en público. Nunca emite. No toca un teléfono. Y menos un chisme de esos que no se sabe adonde llegan. Están aparcados en uno de sus miradores preferidos. En la punta de Vento Soán, por una pista secreta por donde el automóvil avanza ceñido por helechos protectores, que vuelven a cerrar el camino. Allí en el cruce, en otro coche, se quedó Lele de centinela.
En el interior del automóvil, Carburo manipula el aparato de radiofonía, con los mandos camuflados en el espacio del panel.
– Listo, jefe.
Y entonces repite palabra por palabra lo que le va apuntando Mariscal. Habla en el Código Internacional de Señales.
– Aquí Lima Alfa Charly Sierra India Romeo, llamando a Sierra India Romeo Alfa Uniform, ¿escuchas? ¡Cambio!
– Recibido. Aquí Sierra India Romeo Alfa Uniform. Escucho perfectamente. ¡Cambio!
– Okey. Recibido. En las coordenadas del Irnos Indo. Entonces no esperamos por Mingos. Cambio.
– Correcto, correcto. Información correcta. Mingos no va. Mingos descansa. Trabajó esta noche. Buena pesca. ¡Cambio!
– Okey, entendido. Vamos yendo, entonces. Cambio y corto.
Mariscal se inclinó sobre la ventanilla:
– Diles que esta vez van por delante y a la isla de la Fortuna, que no cabe en el mar tanta lubina.
Carburo miró de soslayo al Viejo. Con extrañeza. Parecía esperar una traducción o confirmación. Mensajes así ya no se daban. Esas machadas eran cosa de los tiempos antiguos.
– Tienes razón -dijo Mariscal-. Que vengan por la sombra. Cambio y corto.
Carburo repitió: «Venid por la sombra. Cambio y corto».
El subalterno desconectó, recogió la antena y cerró la doble caja del panel. Salió fuera y estiró las piernas. Pocas veces había visto a Mariscal tan excitado. Vendrían los copos llenos. Allí estaba, a la orilla del acantilado, erguido, estirando el cuello, esa forma que tiene de ayudar a los prismáticos. Por dos rutas, vuelan las planeadoras a fulespín. Más que navegar, brincan de cresta en cresta. Fuera de la ría, convergerían en una misma dirección, hacia el barco nodriza.
– ¡Quién pudiera ver la mamma! -dice Mariscal escrutando la línea del horizonte.
– Sí, patrón. ¡Quién pudiera!
El día que se vea la mamma, murmuró, estaremos bien jodidos.
Desde el yate, Fins tardó algo en enfocar a Leda. Estaban casi todas las ventanas abiertas. No le extrañó, hacía un día de mucho calor. El inspector miró a su alrededor. La costumbre del vigía. Luego buscó la presencia del oficial Salgueiro en la cubierta del patrullero de Vigilancia Aduanera. Allí estaba, atento. Hizo la señal acordada. La de llevarse un pañuelo verde a la cara. Al rato, los de la embarcación iniciaron la maniobra de desatraque.
Cuando tomó de nuevo la cámara con el teleobjetivo, comprobó que la ventana de Leda estaba vacía. Lo que él esperaba. Ella no tardó en volver con unos prismáticos. Los dirige al habitual amarre de los patrulleros. Él vigila a la espía.
Con el potente teleobjetivo, Fins puede ver el cambio en la expresión de su rostro. La sorpresa. El estupor.
Leda llama por teléfono desde su posición habitual.
En la alfombra de la sala un niño manipula dos dinosaurios de juguete a los que enfrenta en una pelea. Tendrá unos seis años. Es Santiago, hijo de Leda y Víctor. Lleva un parche corrector en uno de los ojos.
– El Tiranosaurus Rex te va a destrozar, maldito Velociraptor…
Leda le pide que baje la voz, mientras marca con celeridad un número de teléfono. Al otro lado, en la peluquería, descuelga Guadalupe.
– ¿Está el señor Lima? Es urgente.
– No, el señor Lima no está, pero le pasaré el mensaje.
– Es de parte de la mujer de Domingo. Dígale que Domingo, que Mingos, salió para el trabajo. Que salió deprisa. Que ya está repuesto. Es muy urgente.
– Entendido.
Guadalupe escribe rápido una nota, con el auricular fijo en el hombro.
Tapa el auricular y le hace una indicación a Mónica:
– Rápido. A Mariscal. ¡Y dáselo en mano!
Leda se aseguró de que la embarcación de Aduanas salía de la dársena del puerto. Encendió un cigarrillo, se sentó en el maldito sofá de escay, la pesadilla de la noche: quedar pegada y no poder despegarse. Intentó distraerse, contemplando los juegos de su hijo.
Fins decidió esperar. Ahora era él el hombre de la ventana vacía. Se eternizaba el tiempo cuando Leda desaparecía de la vista. Era una ausencia que no podía manejar. Para la que no había placebo. Excepto una novedad en el entorno. Como ésta. Un Rover rojo. En el parque móvil de Brinco había uno de la misma serie. Lo aparcaron en batería, cerca del muelle de bajura. Sí, había visita. Brinco siempre iba un metro por delante cuando lo acompañaba Chelín. Eran dos formas de andar muy diferentes. Brinco en línea recta, a zancadas, rápido, a veces haciendo tintinear las llaves del coche o de casa. Chelín procura seguir el paso, pero mira a los lados. A veces se pierde en algún detalle. En un escaparate. En un grafiti. Por eso, en casi todas las fotografías que Fins Malpica hizo ese día se distingue mejor a Chelín. En algunas hasta parece que estuviese posando.
Leda oye un ruido en la cerradura y se pone alerta. Hay un pequeño vestíbulo, que da directamente al salón donde se encuentra y desde donde está su puesto de vigilancia, al lado de la ventana. Brinco entra así. No llama. No avisa. Llega y la abraza.
Y Chelín en lo primero que se fija es en el parche que lleva Santiago en el ojo.
– ¿No me digas que has salido bisojo, chaval?
Brinco oye la extraña pregunta y se vuelve hacia el crío.
– ¿Qué le pasó ahí?
– No le pasó nada. Es para curarlo. Lo mandó el oculista.
Chelín no puede evitar la risa.
– ¡De puta madre, tuerto!
– Se llama estrabismo -dice Leda-. Es estrábico.
Brinco se agacha y observa despacio el ojo libre del niño. Luego se levanta y apunta muy serio a Chelín con el índice.
– Ni bisojo ni tuerto. Ya has oído a su madre. Es…
– ¡Extremismo! -dice irónico Chelín, que consigue contagiar su risa.
– ¡Estrabismo, idiota, estrabismo!
– No es nada grave -dice Leda-. Es una suerte que se diesen cuenta en el colegio. Tiene un ojo vago. Uno ve mejor que el otro. Hay que tapar el bueno para que el otro trabaje.
– ¡Así funciona el mundo, chaval! -dice Víctor en tono solemne-. La verdad es que le queda bien el parche.
– ¡Le queda de puta madre!
– ¿Por qué no lo llevas a dar una vuelta? -sugiere Brinco a Chelín.
– Eso está hecho. ¡Venga, chaval! Vamos a hacer trabajar a ese vago.
El inspector vio salir a Chelín con el hijo de Leda. Iban de broma. Malpica creía conocerlo bien. Sabía que Chelín hacía de lugarteniente y bufón para el jefe. Subieron al coche. Barajó si seguirlos o quedarse. Pero, en el fondo, ya sabía lo que iba a hacer.
Alzó la vista hacia la ventana y apuntó con el teleobjetivo.
Víctor y Leda estaban abrazados, besándose.
Malpica los fotografió de forma compulsiva. El ojo y el pulso estaban fuera de toda misión. Sin saberlo, la pareja obedecía el deseo de la cámara. Ese volverse de Leda hacia la ventana. El abrazo de Brinco por detrás. Ese hacer el amor por encima del puerto, trepando por las colinas de la ciudad.
Retrasó la hora de volver a Brétema. Quería estar a solas en comisaría, sin preguntas ni miradas interesadas al salir del cuarto de revelado. Desde luego, no esperaba que Mará Doval estuviese allí todavía. Tal vez fue una de las razones para demorarse. Pero allí estaba, leyendo, como una de esas estudiantes que esperan a que apaguen las luces y las echen de las bibliotecas.
– ¿Qué tal la sesión?
– Bien. Aparecieron. Por fin apareció él.
– ¡Quiero ver a esa pareja!
Antes de entrar él en el cuarto de revelado, Mará dijo que ella también tenía una novedad importante. El teléfono de la vivienda que ocupaba Leda sólo recibía y efectuaba llamadas a un mismo lugar. Y ese lugar resultaba ser un establecimiento público.
– ¿Cuál?
– ¡Belissima, Belissima! -respondió ella en tono divertido. Enigmático.
Fins cerró la puerta sin más. Y encendió la luz roja.
Él no sabía muy bien dónde estaba, de dónde venía, qué hacía con aquellos positivados carnales en las manos, en los que podía oírse gemir a una pareja de amantes. Pero Mará Doval seguía allí. Con expresión enojada. Profesional.
– La próxima vez, inspector, cierra la puerta más despacio.
– Eso fue hace mucho tiempo.
– Ya no quiero ver esas fotos de paparazzi. Ahora lo que quiero que veas son las mías. No me has dejado acabar. Además de Belissima, Belissima, tengo otra novedad. Si es que le interesa al señor inspector.
Eran dos coches gemelos. O gemelas. Dos Alfa Romeo. Nuova Giulietta. Me fijé porque me gusta. ¡Y ese emblema de la serpiente con cabeza de dragón! Sí, ya me lo dijiste el otro día, me gustan los coches que les gustan a los capos. También me gustan los azulejos portugueses. Y por eso estábamos allí, Berta y yo. Berta, la pintora. Sí, también le gustan los gatos. Pero yo tengo uno y ella debe de tener una docena. El estudio lleno de gatos. La mayoría abandonados. No, no pinta gatos. Pero se inspira en sus ojos, eso dice. Es maravilloso verlos a todos atentos, vigilantes, mientras ella pinta. Sólo utiliza colores primarios. Rojos. Las dos Nuova Giulietta eran rojas. Pero espera un poco. Paciencia. Así que fuimos a la Estacao do Caminho de Ferro de Caminha para ver los murales de azulejos del xix. Tienes que verlos, no te los pierdas. Yo sólo llevaba el obturador abierto para eso. Ya sé que dicen que si eres de investigación no se cierra nunca el obturador. Pero ayer era mi día libre y quería llevarlo cerrado. El primer objetivo era ir a comer bacalao a Viana do Castelo. No, ni a la Margarida da Praga ni a la Gomes de Sá. Yo, finalmente, tomé, a ver si lo digo, bacalhau lascado com broa de milho em cama de batata a murro e grelos salteados. Mnemosine no lo olvidará jamás. Y luego paramos en Afife, en el Convento de Cabanas, la casa de Homem de Meló. Sí, el que escribió Povo que lavas no rio. ¿A que es el mejor fado de la historia? ¿As chaves da vida? Pues no, no lo conozco. ¡Qué raro! La siguiente parada era la estación de Caminha, la de los azulejos.
Y aquí comienza la historia. Hay que tener paciencia.
Conducía Berta. Yo, desentendida del automovilismo. De copiloto, con el mapa, los folletos y todo eso. Y ya cuando íbamos a entrar en la estación, la miré a la derecha, en el aparcamiento. La Nuova Giulietta roja, con matrícula española. Bien bonita. Fuimos a ver los azulejos de la estación. Una maravilla, como te dije. Fotografiamos. Fuimos a ver un tren que llegaba. Todo bien. En total, una hora, o así. Íbamos a marchar, y cuando estábamos en la puerta de la estación, de repente se me abrió el Obturador del Magín. Agarré a Berta. Le dije: «¡Espera, espera!». A la derecha, estaba la Nuova Giulietta. Y un grupo de cuatro personas al lado. Pero Mnemosine sabía que la Nuova Giulietta estaba del otro lado, a la derecha cuando entramos. Nuestra izquierda, ahora. Y así era. De refilón, desde la puerta vidriada, vi la otra Giulietta. Tenían idéntica placa, la misma matrícula española. Y dije: «Berta, te voy a hacer un retrato estilo Andy Warhol. Así que haz un poco la mona». Me encanta la Polaroid. Hace un poco de ruido, pero se puede disimular con una amiga cascabelera. Nada de maquinaria pesada. Como hacen otros.
– Ya. ¿Y qué más?
– Dos hombres, más bien jóvenes, subieron a una Giulietta y una pareja, más bien vieja, subió a la otra. Y siguieron caminos opuestos. Unos hacia la frontera. Y otros hacia Viana do Castelo. ¿Qué te parece el cuento?
– Infantil. ¡Déjame ver esas fotos!
Malpica reconoció de inmediato a los dos hombres. Una pareja deliciosa, cada vez más compenetrada. El as y el letrado. Víctor Rumbo y, con gafas, Óscar Mendoza.
– ¿Y los otros? Ese tipo tan raro… Y la señora, de luto riguroso. Parece que vienen de cantar el miserere en el Oficio de Tinieblas.
– ¿Por qué te parece raro el tipo? Un viejo bien vestido, con corbata.
– No sé. Esa cara de cirio… Hay algo raro.
– Hay una peluca -dijo Mará-. Eso es lo que hay. No es tan raro llevar peluca.
– En este caso, parece un accidente topográfico.
– Le llaman Máo-de-Morto -dijo ella de pronto-. ¿Quieres saber más?
Sí. Malpica asintió. Tenía razón ella, como siempre. Hay que tener paciencia.
Nuno Arcada, Máo-de-Morto, había sido agente de la PIDE, la policía de la dictadura de Salazar. No fue un policía corriente. Durante años estuvo destinado en el extranjero, la mayor parte del tiempo en Francia. Se infiltró en los grupos del exilio y también frecuentaba las asociaciones de emigrantes con inquietudes sindicales o culturales. Por esa vía, no sólo obtenía información de ellos sino también del interior.
– Cazaba fuera y dentro -dijo Mará Doval-. Y dentro tenía una mano muy especial para los interrogatorios. Cuentan que era un especialista en electricidad. Excuso decir que hizo muy buenos amigos españoles con parejos intereses y ocupaciones. Esa colaboración le sirvió para ocultarse en Galicia después de la revolución del 25 de Abril. Y, por lo visto, le abrió camino a posteriores negocios.
– ¡Esos coches! Fue un intercambio, claro. Y lo más probable es que el que se llevó Máo-de-Morto era el que estaba, forrado. De pasta, claro.
– ¡Esa pasta estará ahora en el paraíso!
– Estoy impresionado, señora Mnemosine. ¿Has hablado con alguien de la Polícia Judiciaria portuguesa?
– No.
– ¡Ah, no! Pero sabes que hay buena gente…
– Sí, claro. Pero quien reconoció al personaje en la foto y quien me contó su historia fue un gato de Berta. Un periodista portugués. Trabaja en el Jornal de Noticias, lleva años estudiando los crímenes de la PIDE. ¿Algo más?
– Háblame de Belissima, por favor.
Chelín llevó a Santiago a una playa desierta, la de Bebo, una de esas calas que saben esconderse y que cuando alguien las encuentra, se abren como una concha. El camino zigzaguea bordeado por viejos muros de piedra que protegen cultivos imposibles. Se ve que los levantó una inteligencia, porque tienen estratégicos huecos para que pueda desahogarse el viento. Pero son, de paso, fisgones. Por allí atisban las coles. A veces mandan de vigía a algún pájaro inquieto. Un colirrojo tizón.
Un lugar de paz. Un buen campo de tiro.
Al final del camino, allí donde desemboca en el arenal, hay una señal de tráfico tirada y oxidada. Un triángulo con el borde rojo. Dentro del triángulo, una vaca negra sobre fondo blanco.
– ¡Las cosas que trae el mar!
Chelín coloca la señal sujetándola con unas piedras por la base para que se mantenga derecha.
– Te voy a enseñar la segunda cosa más importante que debe saber un hombre.
Saca la pistola que lleva escondida en la espalda, sujeta a la cintura, bajo la cazadora.
– Esto también lo trajo el mar -dice Chelín con una sonrisa irónica.
Su desenvoltura calma el inicial estupor del niño. Se para a su lado. Los dos miran la señal. La vaca. El hombre se agacha e hinca la rodilla derecha en tierra. Luego lo rodea con los brazos y le ayuda a sujetar el arma y a apuntar.
– Así, muy bien, con cariño -dice Chelín, que a medida que habla va poniendo el arma lista-. ¿Sabes cómo se llama? Se llama Astra Llama. ¡A que es chula! Es muy especial, con cachas de madera. Todos las quieren de nácar, pero es mejor la madera. La madera es más leal.
– ¿Es cierto que la trajo el mar?
Dejó seguir la voz, no sabía muy bien por qué. El efecto de quitar el seguro.
– En realidad, la trajo un camello. ¿Sabes lo que es un camello? Claro que sí. Tiene dos chepas. Pues todavía hay un ser más curioso que es el camello de caballo.
Santiago se ríe, repite: «¡El camello de caballo!».
El hombre chasquea la lengua. Ese bocazas que a veces habla por él.
– Sí. Iremos a verlo cualquier día. Pero, mientras, no le hables a nadie de él. ¡A nadie! ¿De acuerdo?
Mira hacia el mar. El brinco de las olas. Las crines de las olas. El vaivén que golpea, el sonido que penetra. Espira. Se concentra. Amartilla el arma.
– La naturaleza es una maravilla, Santi. La hostia en verso. Ahora vamos a apuntar bien. Nos vamos a cargar a esa puta vaca.
El disparo da en el blanco. Deja un agujero perfecto en el cuerpo de la vaca. Al principio, la pieza triangular gime, parece resistir la caída.
– ¡Otra vez, Santi!
El viento hurga en el nuevo hueco. Se lo toma con calma. Por fin, la señal se inclina y se cae.
– ¿Ves? El ojo vago empieza a trabajar.
Ya en pie, Chelín besa y guarda el arma. Mira alrededor. Atusa el cabello del niño con la mano. Sonríe. El hombre se coloca hacia el mar y baja la cremallera del pantalón.
– ¡Venga, campeón! Con estilo. Piernas abiertas. Mirando al frente, pero protegiendo el pájaro. Nunca contra el viento. El pájaro tiene que capear el temporal.
Chelín se rió al ver el modo riguroso, disciplinado, con el que el niño imitaba sus movimientos. Luego se enderezó y compuso un gesto marcial, la mirada a lo alto, para el solemne mensaje.
– Y esto es lo primero que debe saber un hombre. No mearse por los pantalones.
– Estoy harta de contar barcos -dijo Leda.
Permanecían juntos, en la ventana. En el crepúsculo de la ciudad, eran los ojos los que iban encendiendo las luces en un contagio de velas. Al contrario de otras ciudades, Atlántica crecía con la noche. En la orillamar portuaria y en la ría, las pequeñas luces de las grúas y las de posición de las embarcaciones, verde y rojo sugerían un despertar híbrido de animal y máquina, movimientos de formidables sonámbulos.
Leda se separó de Brinco. Buscó y encendió un cigarrillo.
– ¡Harta de todo!
La mujer que volvía hacia el marco de la ventana subrayó con una bocanada de humo la exclamación. Añadió con sorna risueña: «¡Y sobre todo, harta del sofá! Acabas sintiendo que todo el cuerpo es de escay».
– Pronto vivirás en un pazo -afirmó Brinco. La conversación se repetía, pero en esta ocasión había determinación en las palabras.
– ¡Ah, sí! ¿En qué pazo?
– ¡En el tuyo! De eso me encargo yo. ¡Te lo juro! Con una gran piscina. Para que nades tú sola como una sirena.
– Mejor que tenga puerta al mar. Las sirenas prefieren el mar.
– En serio. Te voy a quitar de este trabajo de centinela.
– ¿Y cómo vas a hacer?
– Si yo fuese Mariscal, ya habría comprado al jefe de Aduanas.
– ¿Y a qué esperas para ser Mariscal?
Es un hermoso día de primavera en la costa. Soleado, pero también ventoso. El viento solano no sólo riza el mar sino que por primera vez, después del largo invierno, parece querer alejarlo de tierra, con rachas que peinan en aspa la superficie. Sacude los verdes todos con voluntades cruzadas. Pero es un viento que alienta luz, una sucesión de resplandores, lo que tal vez disminuye la resistencia y moviliza la simpatía.
Todo esto lo vemos con la ayuda de Sira.
Lo vemos a través de la ventana de la habitación principal de la posada del Ultramar. La más grande y también la de mejores vistas. La que llaman la Suite. Ella está sentada en un lateral de la cama. Vestida. Mientras mira, se está soltando el cabello que llevaba recogido en un moño. Lo que tienen las ventanas con mejores vistas es que también convocan la curiosidad de aquello que miran. Y hacia allí van. A ver a Sira.
Mientras el pelo se desenvuelve y cae, ella permanece hierática, inexpresiva, pero todo lo que está fuera, empezando por el viento y la luz inquieta, está en los ojos. Sira ve acercarse por la carretera de la costa un coche que se desplaza lentamente, como si se demorase adrede en los baches. Es el Mercedes Benz blanco de Mariscal. Pasa cerca de un tendedero donde están a secar, con un flamear de banderolas de un barco, las camisas amarillas y los pantalones y medias negras del equipo de fútbol de Brétema.
En la planta baja, en el salón del bar del Ultramar, cerrado a esa hora de la tarde, Rumbo limpia una copa con un paño blanco. De vez en cuando, se escucha el silbido de una ráfaga de viento y el crujir de un antiguo rótulo de hierro. £1 barman lleva puestas las gafas. Intenta dar brillo a la copa de un modo que cualquier testigo calificaría de obsesivo. Acerca el cristal a los ojos y mira a contraluz, lo escruta, como quien anda en busca de una mancha intermitente que se oculta y reaparece.
El trabajo obstinado de Rumbo se ve interrumpido cuando Mariscal llama a la puerta. Rumbo ve el rostro del recién llegado a través del cristal y de la fina cortina con ribetes de encaje. Viene vestido al estilo indiano, con traje de lino blanco, un lazo rojo, y fina pajilla. Trae también su bastón bengala colgado del brazo por la empuñadura.
Rumbo echa una última ojeada a la copa y la posa con cuidado en la barra, boca abajo, sobre un paño blanco, al lado de otras ya limpias y lustradas.
Rumbo se acerca a la puerta. Lleva puesto un mandil blanco de peto. Antes de abrir, la mirada de los dos hombres se cruza por la abertura de la cortina. El barman parece dudar, baja la mirada a la cerradura, pero sigue adelante, saca la llave del bolsillo, y no se demora en abrir.
El carraspeo de Mariscal podría entenderse como un saludo. Quique Rumbo le da la espalda y se dirige a encender el televisor. Pulsa el botón con el extremo del mango de una escoba. Se ve un mapa de la información meteorológica, con sus isóbaras.
Mariscal mira de reojo a Rumbo, la espalda de Rumbo, con el fondo del televisor, y empieza a subir las escaleras.
– No tienen ni puta idea -dice Mariscal-. Aquí nunca aciertan. ¡Somos tierra incógnita, sí, señor! Mañana es primero de abril. Habrá tambores en el cielo…
Rumbo se mantiene en la misma posición. Sin comentarios. Mientras Mariscal sigue a desgranar su pronóstico, con tono de letanía, como quien intenta amortiguar la percusión de los pasos al subir los peldaños de madera; «…Y saldrán las primeras arañas a tejer su tela».
Avanza con andar lento por el claroscuro del pasillo. Ahora hay lámparas en las paredes con tulipa verde y una serie de cuadritos con escenas campestres inglesas, jinetes a la caza del zorro. Comprados en lote. Y todo da una sensación de escenografía colonial, de biombos provisionales, ese movimiento de las cortinas mecidas por el viento. El túnel de las banderas, piensa. ¿Es que aquí nunca se cierran las putas ventanas? Se detiene en la puerta de la Suite, al fondo del pasillo. Cuelga la bengala de la muñeca de la mano izquierda y se quita muy despacio los guantes blancos. Por primera vez vemos sus manos desnudas, labradas en el dorso por cicatrices de las viejas quemaduras. Su mano derecha planea un rato en el aire. Por fin, llama despacio con los nudillos en la puerta. Luego, saca un pañuelo del bolsillo para agarrar el pomo y abrir.
Sira no se mueve cuando entra Mariscal. Permanece con la mirada perdida en la ventana con vistas al mar. Mariscal mira hacia ella y luego sigue la dirección de la mirada de la mujer. Sin decir nada, se va al otro lado del lecho. Se sienta, pasa el pañuelo por la frente, ese tic, y luego lo dobla con descuido y lo devuelve al bolsillo superior de la chaqueta.
– Mañana habrá tormenta.
En la pared, sobre el papel pintado que imita hojas de acanto, hay un cuadro tipo souvenir con una imagen del puente de madera de Lucerna, ceñido de flores, y un fondo de montañas alpinas. Mariscal mira fijamente, como si acabase de descubrirla, esa foto de flores y nieve.
– Deberíamos ir juntos a algún sitio. Alguna vez.
Sira no responde. Sigue mirando el paisaje natural por la ventana. El viento está allí, batiendo, con todo el revoltijo de las cosas a cuestas. Mariscal se incorpora y va a lavarse las manos en una jofaina que hay sobre la cómoda. Antes de hacerlo, vierte en el agua el contenido de un par de sobres que extrae de uno de sus bolsillos. Al mezclarse los polvos con el líquido producen una especie de hervor y, llegado ese momento, es cuando Mariscal introduce las manos en la jofaina. Mientras:
– Hay sitios por ahí que son una maravilla, Sira. Tú siempre has querido ir a Lisboa, lo sé. Toda la vida cantando fados y nunca fuimos a Lisboa. No bairro da Madragoa, á janela de Lisboa, naceu a Rosa María… ¡Hay que ir a la Alfama, en Santo Antonio, Sira! Ni siquiera hemos ido a Madrid, ¡qué desastre! Podría llevarte a un buen hotel. Al Palace, al Ritz. Ir a la ópera. Al Museo del Prado. Sí, al museo…
En la planta baja, en el bar, Quique Rumbo se mira en uno de los espejos verticales que flanquean el estante central de las bebidas. En el marco del espejo hay una chapita que oculta el ojo de una cerradura. Rumbo saca una llave del bolsillo y abre despacio el espejo de la portezuela. Allí hay encajada un arma, una escopeta de doble cañón. También un paquete de cartuchos. Rumbo extrae dos y carga el arma.
Mariscal se encorva, mira al suelo, está escarbando en el recuerdo y su voz se vuelve más grave.
– La verdad es que nunca se me había pasado por la cabeza entrar en el Museo del Prado, pero la cita era allí. Cosa de italianos, pensé. Pero qué suerte, Sira, qué maravilla. Los museos son los mejores lugares del mundo, Sira. Mejores que los paisajes naturales. Mejor que el cañón del Colorado o el Everest, te lo digo yo. Siempre a la misma temperatura. Un clima ideal.
Algo está pasando en el otro lado de la cama. Ahora la mirada de Sira es la de quien trata de contener las lágrimas.
– Es por los cuadros. Tienen que estar a una temperatura… constante. Los cuadros son muy delicados. Más que la gente. Nosotros soportamos el frío y el calor mucho mejor que los cuadros. ¿Es curioso, verdad? Un paisaje de nieve no soportaría el frío como nosotros. Somos lo más extraño del universo, Sira. ¿Te acuerdas de los que iban de aquí a Terranova a la pesca del bacalao? Se colocaban migas de pan entre los dedos para que no se les despellejase la piel. Y también en los genitales. Dicen que el frío es lo que más quema… ¡Será! Aquella chica que con la boca seca pegó la lengua a la barra de hielo, ¿te acuerdas? Se quedó pegada, no podía llamar pidiendo ayuda… ¡Bah!
Abrió el cajón de la mesilla y revolvió. Allí también había donde escarbar. ¿Las postales que él mandaba?
Basilio Barbeito había pasado allí los últimos tiempos. Para que estuviese más cómodo. Su presencia cambió el lugar. Eso era algo que compartían Mariscal y Sira sin decirlo. De su paso, dejó en herencia un estante de cuadernos manuscritos. De la misma fábrica. Miquelrius. Allí estaban en orden alfabético las entradas para su triste, infinito, Diccionario. Escribía en todas partes.
Mariscal acaba de sentarse de nuevo en el lecho. Se inclina hacia el lado de la mujer. Acaricia, tira con suavidad de su cabello. El Cojo lo aprovechaba todo. Andaba con los bolsillos llenos de palabras. Escribía en los sobres, en el reverso de los programas de cine, en los billetes del coche de línea, en trozos del papel de estraza de la tienda, en las palmas de las manos, como un niño. Eso no lo dejó, las manos, pero sí la sensación de piel escrita. Y todo plagado de papelitos. El cajón lleno de gusanos de palabras.
Llámame cosas, Sira. Insúltame. Eso anima mucho a un viejo. ¡Chulo, perro tiñoso, truhán, alcahuete, golfo, desherrado, serpiente, rijoso, cabrón, Belcebú, hijo de las cuatro letras, emprendedor, caballero de la industria, bestia… Arcaico! Caduco. Caduco, no. Arcaico anima. Y bestia todavía más.
No dijo nada, Mariscal. Sólo con los dedos ensortijaba los rizos de Sira. Era para él un placer electrizante. Como el primer día que Guadalupe le cortó el pelo, ese pasar suyo por las sienes. Lástima de peluquera. Hay gente así, que no se serena, que nunca está contenta. Seguían durmiendo juntos. A veces la montaba. Pero ella no ardía. Ya no quemaba. Como una nevera. Lo que yo digo. Esto de recordar es un desconforto, sí, el tiempo se pudre, todas esas palabras en el cajón… cuando de pronto se abre la puerta.
Quique Rumbo. La respiración jadeante. El viento, que halló la forma de entrar. Sira y Mariscal giran la cabeza hacia él, pero por lo demás se mantienen inmóviles, sentados en su lado. Al principio, Rumbo apunta a Sira, pero luego vacila, va basculando el arma hasta tener en el punto de mira a Mariscal.
Rumbo vuelve la escopeta contra sí mismo. Apunta a la cabeza por la barbilla. Y dispara.
Retumba.
Todo se fue. El viento por el pasillo.
Hilos de sangre recorren los nervios de las hojas de acanto del papel pintado de la pared. Hay gotas que caen del techo. Mariscal extiende la mano. ¿De dónde hostias caen estas gotas de sangre? Del techo, claro. No hacen ruido. No había pensado en ello. Que la sangre no hace ruido al gotear.
– No llores, Sira. Ya me encargaré yo de todo. ¡Se murió porque quiso!
Per se.
– Dos reyes… celtas, por ejemplo, juegan al ajedrez en lo alto de una colina mientras sus tropas combaten. Pero el combate acaba y ellos siguen jugando la partida. Me gusta mucho esa imagen. Tú eres un rey, Brancana. Tú estás en lo alto. ¡Que luchen los peones!
Estaban en el despacho de Delmiro Oliveira. En realidad, una torre postiza, con balconada y terraza propia, desde donde los convocados podían disfrutar de una gran vista del estuario del río Miño con sus islas. Allí no llegaban las voces de los invitados, que ocupaban el jardín y las salas de la casa de la Quinta da Velha Saudade, sólo en parte visible desde la orilla, pues estaba protegida por altos muros y pantallas de vegetación, en la que sobresalían las buganvillas en flor.
Se celebraba el 75 cumpleaños del anfitrión. Lo de la fiesta era una disculpa. Estaba muy contento en la tierra y le parecía una tontería celebrar la caída de las hojas. Pero había recibido una llamada, eso no iba a contarlo, y aprovechó la ocasión. Allí estaban, en torno al escritorio, además de Mariscal y el silencioso socio gallego que lo acompañaba, Macro Gamboa, el abogado Óscar Mendoza, el italiano Tonino Montiglio, y Fabio, a quien llamaban, en confianza, el Elefante Fabio, un colombiano que ahora residía en Madrid, y que había pasado, no hacía mucho, una temporada en Galicia. Lo de Elefante le quedó tras el entusiasmo que mostró después de su paso por el Elefante Branco, un alegre local de Lisboa.
Enseguida bajarían todos al banquete y habría brindis por los años de futuro. Pero ahora estaban hablando del presente. Mariscal sabía que el presente, en gran medida, tenía que ver con él. Había sido recibido con abrazos de ánimo, después de la muerte de Rumbo en el Ultramar. Una desgracia. Una avería, Mariscal. La gente se avería. Él se calló, pero no lo consolaba mucho aquel diagnóstico mecánico. Una avería lleva a otra, etcétera, etcétera. Era ya demasiado viejo para suicidarse. A él le parecía que no tenía culo para cagar tan alto. Eso fue lo primero que pensó. En fin. Ite, Missa est.
– Además, siempre tendrás a Mendoza para poner la venda antes de la herida -prosiguió el anfitrión-. Para evitar las desavenencias. La empresa ampara a todos. Las facciones van al pillaje.
– Eso es verdad -dijo Mendoza-. El mérito de mi profesión no es ganar pleitos, como se piensa, sino evitarlos. No es buscar enemigos, sino aliados.
– ¿Y qué tal el nuevo capitán de fletes? -preguntó Fabio.
– Es un tipo valiente y es… ambicioso.
Delmiro Oliveira pareció despertar, con esa habilidad que tenía para andar entre lo audible y lo inaudible, y asoció a su modo los dos adjetivos: «¿Valiente y ambicioso? ¡Urna desgrana nunca vem só!».
Todas sus bromas, dichas con voz seria, como los buenos humoristas, tenían un sentido. Eran actos. Así que Mariscal se rió con el resto hasta que la risa decayó.
– Es cierto. Tiene valor. Tal vez demasiado. El lobo tendrá que aprender a ser zorro, ¿verdad, Mendoza? En los escudos nobiliarios de Galicia aparecía mucho lobo y poco zorro. Después resultó que había demasiados zorros y pocos lobos. O viceversa.
– Creo que por herencia tiene lo mejor del lobo y del zorro -sentenció Mendoza-. Tiene un talento innato que estará a la altura de su ambición.
– Antes de venir aquí, pude hablar con el Gran Capicúa -dijo Fabio enigmático-. ¿Y sabes lo que me comentó, Mariscal? Me soltó: Mariscal es como Napoleón…
– ¿Napoleón?
– Se expone demasiado. Eso dijo. Y añadió algo que me impresionó. Primero: El poder necesita sombra. Y segundo: No hay mejor sombra que la del poder. Yo pienso lo mismo, Mariscal.
– Eso es lo que pensamos todos, ¿no?
La rápida apostilla de Mendoza. El asentimiento de los otros, descontada la impasibilidad de Macro Gamboa, significaba, Mariscal lo sabía, que había una suerte de consulta en la que él no había tomado parte.
– Ya pasó el tiempo de andar como gatunos -añadió Oliveira-. ¿Cómo es ese dicho, Tonino?
– Ilpotere logora chi no ce l'ha.
Mariscal exhaló el humo del cigarro con el entusiasmo de quien pone un subrayado.
– Eso es, el poder desgasta a quien no lo tiene. ¿En qué piensa, abogado?
– En que es el momento -respondió Mendoza.
Tenía instinto para las oportunidades históricas. Cuando oyó hablar de Napoleón, sus neuronas más diligentes se habían dirigido al que llamaba Departamento de Cerrajería del Hipocampo. Se abrió una de las cerraduras y no pudo dejar de pensar en uno de sus libros más admirados, el que Karl Marx escribió sobre el 18 brumario, no del primer Napoleón, sino de Luis Napoleón. La cerrajería funcionaba. Una puerta abría otra. Tenía párrafos memorizados. El día que los desgranó en una asamblea de la facultad de Derecho aprendió a ver el brillo de su discurso, el efecto de sus palabras en las resonancias de los cuerpos, en los tics faciales de los discrepantes. Recordó: «No sólo obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura».
– Sí, es el momento. ¡Todos hablan de crisis! Los políticos están asustados, desacreditados. En las encuestas aparecen como un problema. Para la mayoría, son incompetentes y corruptos. Andan, a los ojos de la gente, con la cazcarria pegada al pelo, sin poder desprenderse de esa bosta, de esa fama… Y en los cuarteles no deja de oírse ruido de sables.
Mendoza notó al hablar ese punto primero, gozoso, de la embriaguez del licor que produce la saliva con el cereal del lenguaje. Un fermentar que sólo es posible si se comparte. Él defendía en sus tiempos de estudiante, durante la dictadura, ideas revolucionarias. Evitaba los «saltos», las manifestaciones en las calles, o los actos más o menos arriesgados de tirar panfletos, colgar pancartas o escribir grafitis en las paredes. Eso era jugar a ser ratones con una fuerza superior. La dictadura estaba en ruinas, tenía las mismas dolencias que el dictador, una esclerosis múltiple con los órganos interiores podridos. La verdadera tarea era formar cuadros dirigentes para el futuro, para el día siguiente de la toma del poder. El se preparaba, no se dedicaba a enfrentarse con la policía. Asistía a las clases con corbata, bien trajeado, y no rechazaba los servicios de los limpiabotas para ir bien lustrado. Su aspecto sorprendía en las asambleas, sobre todo cuando hacía uso de la palabra y encandilaba con un discurso elocuente y radical, cuya principal diana ya no era el caduco régimen, al que se le caían los dientes de viejo, sino los revisionistas, los socialdemócratas, las marionetas del capitalismo.
Todo se aprovecha. Había sido una buena escuela. Por vez primera, con claridad, sintió en las yemas de los dedos la sensación de ser capaz de mover hilos decisivos.
– Es hora de que el rey suba a la colina y mueva las piezas sin exponerse a la batalla. Sí, es el momento -dijo el abogado, preparando con la dinamo de las manos un cierre que redondease el conciliábulo y que lo aupase en los hombros de Mariscal-. Como decían los antiguos, ¡Hic Rhodus, hic salta! Sí, señores. ¡Aquí está Rodas, y aquí es donde hay que saltar!
Mariscal se sintió homenajeado y asintió meditativo. La cabeza tenía que aguantar el peso de la corona. Y se ayudaba apoyándose en la sien.
– Aquí hay un nivel -dijo al fin-. ¡Así da gusto trabajar con la gente!
Macro Gamboa había permanecido en silencio. Con las manos en la entrepierna. Había trabajado durante mucho tiempo como «transportista», por mar y por tierra, y había pasado por méritos propios a la condición de «empresario». Ni una sola vez había mirado el paisaje. Parecía interesado en los zapatos del resto. En los movimientos oscilantes.
Su voz ronca tardó algo en salir de la boca inhóspita:
– ¿De qué cono estamos hablando?
Óscar Mendoza tenía en la mesa de su escritorio, a su derecha, una gran esfera terrestre. El abogado está de pie, observándola y haciéndola girar. Tiene, sentado enfrente, a Víctor Rumbo.
– Te has quedado mudo. ¿Qué piensas?
– Tengo una opinión, pero aún no me ha llegado a la cabeza.
El abogado sonríe. Reconoce el chiste. Es uno de sus habituales, referidos a los gallegos. Mendoza cree que va a tener que modular esa costumbre. La de contar chistes de gallegos. Los gallegos le ríen los chistes, sí. Pero rumian las palabras en un rincón, como hacen las vacas con la hierba. No, eso no va a decirlo en voz alta. Este Víctor, además, tiene su genio. El alias de Brinco le va bien. Es un arrebatado, embiste. Si le cortasen los brazos, remaría con los dientes. Mejor así. Sin curvas, sin indirectas, sin vueltas. Aborrecía ese eterno baile de contrapié. Un tipo decidido. Su ambición es franca. En definitiva, mucho más lobo que zorro. Se entienden bien. Y se entenderán mejor en el futuro.
– Ese Brinco está loco -le dijo un día a Mariscal por Víctor Rumbo. Y era cierto que había cometido una locura, una temeridad con un desembarco en pleno día. Pero lo que el abogado quería era saber lo que de verdad pensaba el Viejo. Así le decían y a él no le disgustaba. De modo que, ante el silencio de Mariscal, repitió la pregunta de otra forma: «Para hacer lo que hizo él hay que estar muy loco. A este paso no me será fácil defenderlo».
– ¿Quemó el dinero? -preguntó de pronto Mariscal.
– ¿Cómo iba a quemar el dinero? -respondió Mendoza desconcertado.
– Pues si no quema el dinero, no está loco.
Y ahí dio por finalizada la inspección mental de Brinco. Ese que ahora tiene delante Mendoza. Ese loco que no quema el dinero y que va a ser su verdadero satélite. Su brazo.
– Eso sí. Se acabó la leyenda del piloto más rápido del Atlántico. Ahora eres un patrón. Tendrás que cuidar mucho el espinazo.
El abogado empuja con el índice la esfera y la hace girar, esta vez con más lentitud.
– ¡Nos espera un largo viaje! Pero antes deberías ir a ver al Viejo, Víctor.
– ¡Lo veo todos los días! -respondió sombrío-. Es mi fantasma preferido.
– Para él eres como un hijo…
Ahora es Brinco quien se acerca a la esfera y la empuja con fuerza.
– ¿Cómo que un hijo? Si voy a ser tu jefe, no me hables como un lameculos de las telenovelas.
– Si al cliente no le gusta el discurso, hay que ofrecerle otro.
Mendoza empuja la esfera en sentido contrario y parece que desliza la voz sobre ella.
– Confucio fue de viaje y lo informaron: «En este reino impera la virtud: si el padre roba, el hijo lo denuncia; y si el hijo roba, lo denuncia el padre». Y Confucio respondió: «En mi reino también impera la virtud, pues el hijo encubre al padre y el padre encubre al hijo».
En este momento, a Mendoza le hubiera gustado que fuese Mariscal quien estuviese delante. Soltaría algún latinajo, agradecido por la elevación del lenguaje.
– Vale, Confucio -dijo Brinco, antes de cerrar la puerta con demasiada fuerza. Como hacía con las de los coches. Eso que a él lo ponía tan nervioso.
Fins Malpica conduce un vehículo sin identificación oficial por la carretera de la costa. Viaja acompañado por el teniente coronel Humberto Alisal, de la Guardia Civil, recién llegado de Madrid, que viste de paisano. Van en dirección al cuartel de Brétema. Se trata de una visita de inspección, sin previo aviso.
– ¿De dónde es usted, inspector?
– He nacido aquí, señor. Muy cerca. Una aldea de pescadores de Brétema. A de Meus.
– ¿Y sus padres viven aquí?
– Mi padre murió hace tiempo. En el mar…
– Lo siento.
– Le explotó un cartucho de dinamita en las manos.
Cuando daba este dato, y procuraba hacerlo cuanto antes, Fins sabía que se produciría un momento infinito, el que va entre el tic y el tac del reloj. El escape.
«¡Vaya!»
Caía un fino orvallo. Fins dejó que el limpiaparabrisas hiciese dos o tres paréntesis. Luego amplió la información: «Mi madre vive. Tiene problemas de memoria. Mejor dicho, de olvido».
«El Alzheimer es terrible -dijo el teniente coronel Alisal-. Mi madre también lo sufrió. ¡Me confundía con el hombre del tiempo! Lanzaba besos con la mano cuando salía el hombre del tiempo en la televisión…». Hizo el ademán contenido de quien lanza un beso desde la palma de la mano. «No sé de dónde le vendría la asociación.»
«Tal vez entre el puntero y la vara de mando», sugirió Fins.
Humberto Alisal se rió y negó: «No, a mí nunca me vio con vara de mando».
Malpica iba a comentar algo sobre el lenguaje corporal, pero ya se estaban acercando a su destino. Redujo la velocidad. El limpia resbalaba con pereza. Desde el aparcamiento donde se detuvieron, se podía oír el hoy manso balanceo del mar, cubierto por las ráfagas del agua vagabunda.
En el aparcamiento, situado frente al cuartel de la Guardia Civil, había una mayoría de vehículos nuevos de alta gama. Al ser una zona de aparcamiento restringido, hacía que destacase todavía más el agrupamiento de coches de lujo. Y el contraste entre el que acababa de aparcar, el Citroën Diane de Fins Malpica, y el resto de los coches era semejante al de una gamela en un pantalán de yates.
Una vez fuera del vehículo, seguido de Fins, el teniente coronel Humberto Alisal parecía pasar revista a las impresionantes berlinas. La suya era una inspección silenciosa que no disimulaba el malestar. El andar lento, el examen minucioso de los detalles en los bajos de los coches, empezando por el número de las matrículas, que indicaba el estreno reciente.
– ¡Esto es una vergüenza!
Malpica se había llevado una gran sorpresa cuando el comisario Carro lo llamó al despacho para informarlo de la visita de Alisal y de su interés en que lo acompañase. Desde que, investigando otro hilo, se encontró con las «truchas en la leche», él había estado en contacto con el comandante Freiré, de la Guardia Civil. Uno de esos tipos en los que confiar, con el que iría al corazón de la oscuridad. Freiré estuvo en el lugar, de incógnito. Y fue él quien transmitió la información a sus superiores.
– Me dolió mucho descubrir la verdad, señor. Al principio, intenté mirar para otro lado, pero no dejaban de aparecer truchas en la leche. Luego hablé con el comandante Freiré. Vino aquí de incógnito. Vio lo que había.
– ¿Truchas, dice? Es usted demasiado educado. ¿Están todos… salpicados?
– No, señor. Hay tres limpios. Y lo han pasado muy mal.
– ¿Mal? ¿Por qué? ¿Por cumplir con su deber?
– Están de baja. Depresión severa.
– ¡Depresión!
El teniente coronel Humberto Alisal avanzó hacia el cuartel. En el paso firme resonaba el engranaje de la indignación. Mientras caminaba, expresaba su pensamiento en voz alta: «Así que tres hombres honrados, pero hundidos. ¡Algo es algo!». Se detuvo, de pronto, y se volvió hacia Fins: «¿Qué está pasando? Explíquemelo, por favor».
Fins estaba preparado para la reacción, pero aun así no halló una respuesta contundente. Podía decir de una vez: «Corrupción, señor, y esto es sólo la punta de un iceberg». Pero no quería ser tan directo. Nunca era directo. El teniente coronel Alisal miraba ahora hacia la fachada del cuartel, con la leyenda «Todo por la Patria», y luego buscó el horizonte del mar. Era un mar denso, oscuro, aceitoso, por el que se deslizaban y corrían en desorden jirones de nubes.
– ¿Y todo esto por el tabaco y un poco de droga?
– Bueno. Eso es la prehistoria, señor.
– Las estadísticas… Esto no casa con las estadísticas. Hemos multiplicado las aprensiones.
– ¿Las estadísticas? Déjeme que le diga la verdad…
El teniente coronel se detuvo ante el guardia que ocupaba el puesto de centinela en la puerta.
– Quiero hablar con el comandante del puesto. ¡De inmediato!
El guardia lo miró encolerizado. No le había gustado nada aquel tono, y menos en alguien vestido de paisano.
– ¿De inmediato? ¿Quién es usted, el Generalísimo?
El teniente coronel sacó la documentación del bolsillo interior de la chaqueta.
– Soy el teniente coronel Aguafiestas.
El guardia identificó al oficial. Como un resorte, se puso tieso y saludó.
– ¡A sus órdenes, señor!
Iba a llamar al cabo, al cuarto de guardia. Que localizasen con urgencia al comandante. Pero aquel superior, vestido de paisano, no parecía muy preocupado por las formalidades. Tenía otras obsesiones.
– Dígame. ¿Alguno de esos coches es suyo?
El guardia miró de reojo al tercer hombre, el que permanecía en silencio. Le resultaba conocido, pero no acababa de situarlo. Tenía la hechura de una sombra. Fins sí que sabía quién era el guardia. Un hilo lo llevó al otro sin querer. La mayoría de los coches habían sido comprados en el mismo concesionario. Ni siquiera se tomaron la molestia de disimular. El dueño tenía negocios comunes con Mariscal. Aunque éste no era precisamente un loco de los coches. Seguía en su Mercedes Benz del 66. Sus colas a modo de alerones formaban parte del paisaje de la carretera del Oeste.
– ¿Está contento, va bien?
– No hay queja. El coche va bien. Si uno corre, consume más. Yo no soy de correr.
– ¡Descanse!
– Gracias, señor.
– ¿Una entrevista? ¿Para qué, abogado? ¿Cui prodest?
– A usted. El beneficio es para usted. Usted es un señor, no puede pasar a la historia como un cuatrero.
Óscar Mendoza ya había dicho que sí en su nombre. Una campaña de imagen, le explicó. Cui prodest. Cui bono. Etcétera, etcétera. No tenía nada que perder. Muy contrario, todo que ganar.
– Yo tengo buena imagen -dijo Mariscal-. Un casanova, dispensando.
El abogado insistió llevándole la broma: «Sí, pero es mejorable. ¿Sabe lo que decía Churchill? La historia será amable conmigo, porque tengo la intención de escribirla yo».
– ¿Quién dijo eso?
– Churchill. Winston Churchill.
– ¡Ya sé quién era Churchill, letrado!
Y aprovechó para contar una historia en la que establecía una irónica familiaridad: «Mi padre le vendió wólfram a buen precio. Y a los otros, también. Los nazis querían wólfram para hacer armas, y los ingleses, para que no las hiciesen. Así que mi padre, como otros, vendía en ocasiones dos veces el mismo mineral».
– ¡Un auténtico neutral! -apostilló Mendoza.
Sí, señor. Un neutral. Muchas de las fortunas de la frontera se levantaron con ese mineral codiciado para los cañones de Hider. Mutatis mutandis. Le gustaba la idea de la campaña de imagen. Llevó la mano al cuello y se pellizcó la piel de la barbilla. La última vez que se había visto con un periodista fue para darle un aviso. Justo allí, en el cuello.
– Dicen que usted es el perfecto ejemplo de self-made-man, señor Brancana.
– Sin ceremonias. Llámeme Mariscal.
La miró fijamente, en silencio. Daba a entender que estaba meditando la pregunta, pero en realidad estaba pensando en ella. Y ella lo sabía. En la mirada de la joven, pensó, había un animal inteligente. Lo notó porque lo primero que hizo al entrar en el reservado del Ultramar fue percatarse de la presencia del búho. Y cuando se sentaron a la mesa, después de abrir el cuaderno, la primera palabra que escribió, como él pudo ir leyendo del revés, fue ésa, la de búho. Las láminas de las persianas estaban a medio abrir y filtraban una escalera de luz. Mariscal había prendido un habano y el humo subía en anillos que volvían a descender con desaliño. Pronto comprendió que ella era una persona que se ponía nerviosa con los tiempos de silencio. Y ese incomodo le daba a él seguridad. El animal era inteligente, pero no rebelde. Eso lo tranquilizó. No tenía paciencia para el alto voltaje.
– Quiero decir -insistió la periodista- que usted es un hombre que se hizo a sí mismo. Con su propio esfuerzo.
– Stricto sensu, señorita.
– Lucía. Lucía Santiso.
Bien, Lucía, bien. Estaba a gusto. Irguió el busto y dijo con la voluntad de estilo del vaquero legendario: «A man 's got to do what a man 's got to do».
– ¿Habla también inglés?
– Americano -dijo Mariscal-. Hablo muchos idiomas. ¡Soy troglodita!
Y soltó una carcajada. Sabía reírse de sí mismo: «El mar trae de todo. También aboyan las lenguas. Sólo que hay que tener buen oído. ¿Qué le parece John Wayne?».
La joven sonrió. Acabaría siendo ella la entrevistada.
– Es de otros tiempos. El hombre que mató a Liberty Valance. En ésa sí que me gustó.
– Un hombre es un hombre -dijo él, solemne-. Eso no es de otros tiempos, señorita. Eso es intemporal. El cine nació de las películas del Oeste. Y se irá al carajo, ya se está yendo, cuando se acabe el western. Es el declive de los géneros clásicos. Anote eso. ¿Lo anotó?
– Lo anotaré -dijo ella, paciente, conciliadora-. Hablábamos de que usted era un hombre hecho a sí mismo.
– Digamos que aprendí a capear el temporal con mi propia lancha. Sin miedo, pero con sentido. Hay que rezar, sí, pero no soltar nunca el timón. ¿Qué pasó con el Titania? ¡No, no fue un jodido cacho de hielo! La velocidad de la codicia, el perder la medida. El hombre quiere ser Dios, pero sólo es… una lombriz. Eso es, una lombriz ebria que se cree dueña del anzuelo.
– Señor Mariscal, se rumorea…
Mariscal señaló el cuaderno usando el habano de puntero: «¿Anotó lo de Dios y la lombriz?».
Lucía Santiso asintió inquieta. Sabía que la entrevista había sido apalabrada entre el redactor jefe de la Gazeta de Brétema y el abogado Mendoza. Y que había un carril establecido. Pero Mariscal estaba hinchado de más, la cabeza, los ojos, los brazos, todo, mientras ella se sentía achicada.
– Señor Mariscal, su nombre suena con insistencia como futuro alcalde e incluso senador.
Mariscal ironizó adoptando un tono de tribuno. «Señoras y caballeros: antes de hablar, quiero decir unas palabras…» Y no continuó hasta que la periodista dejó oír una risa convincente.
– Mire, Lucía… ¿Puedo llamarla así? Sí, claro. Yo ya soy un higo paso, no soy un peligro para las mujeres -y al decir esto, guiñó un ojo a la periodista-. Aunque si algo me reanima, son las mujeres peligrosas. ¿Cómo se dice? El que tuvo retuvo. Eso no lo ponga, ¿eh?
Lucía levantó el bolígrafo del papel. Comenzaba a divertirse, y a citar más tranquila, dejándose llevar por la batuta del capo.
– Mire, Lucía, no voy a andar con rodeos. Los políticos son unos comemierdas, unos carroñeros. ¿Escribió eso? Pues no lo escriba. Esto sí: yo soy apolítico. Absolutamente apolítico. ¡Ab-so-lu-ta-men-te! Pero anote también esto: yo, Mariscal, estoy dispuesto a sacrificarme por Brétema.
Esperó a ver el efecto de sus palabras, pero la periodista tenía la mirada baja, la atención concentrada en su propia escritura.
– A sacrificarme, sí, y a luchar por la libertad.
Mariscal acompañó la contundente frase con una palmada en la mesa. Lucía Santiso, ahora sí, levantó la mirada, impulsada por la retórica del golpe. Se encontró con un Mariscal transfigurado. Muy serio, con los ojos destellantes.
– ¡Libertad! Tal vez usted piense que esa palabra no me gusta.
– ¿Por qué voy a pensarlo?
– Pues sí que me gusta. ¡Amo la libertad! Mucho más que esas sanguijuelas que chupan a su cuenta. Libertad, sí, para crear riqueza. Libertad para que nos dejen ganar la vida con nuestras propias manos. Como siempre hemos hecho.
El cigarro formaba ahora nubes bajas y por vez primera la periodista, decidida a vencer un tabú óptico, detuvo su mirada en las manos enguantadas de Mariscal.
Él fue consciente. Jamás decía nada sobre ese particular, pero decidió hacer una excepción con aquella joven que escuchaba y escribía con inteligente mansedumbre.
– ¿No me va a preguntar el porqué?
– ¿El porqué de qué?
– Por qué siempre llevo guantes.
£1 redactor jefe le había dado algunas informaciones e indicaciones sobre el personaje, pero hubo algo, una rareza, en la que hizo especial hincapié: «Va siempre con guantes blancos. De algodón. No se te ocurra preguntarle sobre los dichosos guantes. Hay mil versiones. Parece que se quemó las manos intentando rescatar el dinero que llevaba oculto en el motor de un camión. El cacharro se incendió. Llevaba emigrantes a Francia, escondidos en una cisterna. En 1959, más o menos. Se salvaron de milagro».
Lucía levantó el bolígrafo, en un gesto que quería transmitir confianza. Dijo:
– Hay un periodista en la Gazeta que es alérgico a tocar los pomos de las puertas, los auriculares de los teléfonos… Y las teclas de las máquinas de escribir.
– ¡Ése será el que mande! -dijo Mariscal, arrancando por fin una carcajada a la entrevistadora.
– No se preocupe. No hablaré de la vestimenta. Será suficiente con decir que viste como un gentleman.
– ¡Y dirá usted la verdad! Pero quiero que me pregunte usted por los dichosos guantes. Sé que hay rumores, disparates, burradas.
– ¿Por qué los lleva?
– Se lo voy a decir. La primera vez que lo cuento. Porque le juré a mi madre en su lecho de muerte que nunca más tocaría con la mano un vaso de alcohol. Y lo he cumplido. ¿Qué le parece? Una buena exclusiva, ¿eh?
Ella lo miró con asombro, aplicando el principio de suspensión de la incredulidad. Pensó que era el momento indicado para preguntar algo por lo que tenía interés no sólo profesional sino también personal.
– ¿Cómo empezó a levantar su fortuna, señor Mariscal?
– Básicamente, con la cultura.
– ¿Con la cultura?
– Pues sí. ¡Con la cultura! El cine, el salón de baile… Yo traje aquí a los grandes. A Juanito Valderrama, por ejemplo. ¡Cómo cantaba El emigrante! Todo el mundo llorando. Ahí es donde se demuestra lo que es un clásico. Ahora, de eso no se acuerda nadie, claro. Mi lema siempre fue el mismo que el de la Metro Goldwyn Mayer: Ars Gratia Artis. Hasta fuimos pioneros con las hamburguesas, mucho antes del McDonald's. Y eran mejores, claro. Nadie me regaló nada, señorita. Pero voy a contarle un secreto. Siempre, ¡siempre!, he creído en Brétema. Brétema es una obra interminable, en progreso. Ahora está de moda conservar el paisaje. Bien, bien. Pero ¿y qué comemos? ¿El paisaje?… ¿Anotó esto, lo de comer el paisaje?
– Es una buena metáfora.
– ¡De metáfora, nada! -exclamó Mariscal, que todavía no había salido de la congestión del enojo-. Ya le he dicho que soy apolítico. Hay dos clases de políticos. Los que andan mal de la azotea. Y los que andan por el agua preguntando dónde está el agua. ¡Yo no vengo a cantar villancicos!
La entrevistadora decidió introducir una cuestión complicada con el tono más suave posible.
– ¿Por qué candidatura se va a presentar, señor Mariscal?
– Se lo voy a decir. ¡Por la que gane!
Sí, entendía las ironías. Mariscal acompañó la sonrisa de la periodista con una placentera bocanada de humo del cigarro. También él estaba risueño: «Mire, mi único partido es Brétema. Me gusta nuestra forma de vida. La religión, la familia, la fiesta… Y si a alguien le molesta todo esto, pues que se joda».
– Pero en Brétema están ocurriendo cosas… extrañas. ¿Qué piensa del contrabando, señor Mariscal? Se dice que el narcotráfico está extendiendo aquí sus redes…
Mariscal se toma su tiempo, sin desamarrar la mirada de la joven. Era una hora silenciosa en el Ultramar, un silencio sólo interrumpido por el sonido pasajero de los proveedores. La furgoneta de la panadera. El camión de la cerveza. Y así. Pero ahora, en el Departamento Mental de Zumbidos Molestos, llegaba la voz de aquel periodista radiofónico que denunciaba el poder creciente de los narcos en Brétema. Otro Alí. Con alas de mariposa y picadura de abeja. ¡Plaf!
– ¿Redes? ¿Sabe que se pesca mucho más si llevas a una mujer jorobada al barco y orina en las redes? Sí, sí. Eso es realidad y lo otro, leyendas. Escríbalo, escríbalo. Eso es información. Mire, señorita. Yo no ando por ahí lamentándome: «Pero ¿qué pueblo de mierda es éste?». Que si somos el culo del mundo… Pues no. Velis nolis. A mí me gusta este lugar como es. Hasta las moscas me gustan. Fíjese si prosperamos que incluso tenemos una magnífica comisaría de policía. Y en el supuesto, ¡en la hipótesis!, de que hubiese contrabandistas, los contrabandistas serían gente honrada. Por lo menos los de Brétema. ¿A quién perjudican? ¿A Hacienda? Mire, señorita, si no hubiese paraguas, no habría bancos.
– No entiendo muy bien la analogía, señor Mariscal.
– Los bancos prestan los paraguas en el verano, como todo el mundo sabe, salvo los inocentes. Y cuando comienza a llover, los reclaman. Resulta que hay gente que hace unos paraguas macanudos por su cuenta. Y los bancos se interesan. Y Hacienda se interesa. A su manera, todo el mundo se interesa. ¿Entiende ahora?
– No me ha dicho nada del narcotráfico.
– ¿Anotó lo de los paraguas? Bien. Mire usted, si yo llego a alcalde, acabaré con las drogas. Y con los drogadictos. Quiero decir, pondré a los drogadictos a picar piedra. Se habla mucho del crimen organizado. Crimen organizado por aquí, crimen organizado por allá. También en su periódico se habla en los últimos tiempos de la presencia del «crimen organizado» en Brétema. Yo lo que digo es que en todas partes hay perros descalzos. Si el crimen está organizado, ¿por qué el Estado no se organiza mejor? A eso debemos contribuir todos. Ipso facto.
Por la puerta abatible del reservado del Ultramar asomó Víctor Rumbo. Mariscal miró de refilón y le hizo un gesto para que esperase. Luego se volvió para escudriñar el reptar caligráfico de la mano de la periodista. Iba a hacer un comentario sobre los dedos y la laca de uñas de Lucía Santiso, algo relacionado con los crustáceos, pero la lengua se detuvo en la única falta que tenía en la dentadura. Consultó el reloj.
– ¿Anotó eso? Lo del crimen y el Estado…
– Sí, claro. Es una buena tesis.
– Pues ahora quiero que anote lo más importante.
En Mariscal se había producido una mutación. Por entero. En la expresión. En la voz. Y él reafirmó esa muda orgánica, total, poniéndose en pie.
– Claro que si la primera afirmación no es cierta, el resto tampoco. Modus tollendo tollens, que decían los antiguos. Negando niego. Y yo siempre bebo en los antiguos. Ahí no hay fallo. En Brétema no hay mafias, señorita. Ésa es una leyenda. Puede haber algo de matute. Como siempre. Como en todas partes. Más, nada.
Lo dijo en voz alta para que Brinco oyese bien. Que viese cómo controlaba la situación. Cómo llevaba las bridas de la conversación.
Punto final.
Certaminis finis.
«Es la primera entrevista que concedo», dijo después Mariscal. Se veía satisfecho con la experiencia. Trataba de tú a la periodista: «Y confío en que no será la última… Pon alguna crítica, ¡eh! La mejor forma de hundirlo a uno en la miseria es elevarlo a las alturas».
Se volvió hacia la puerta abatible. Allí estaba, oblicua, la mirada vigilante de Brinco.
– ¡Pasa, hijo!
Víctor Rumbo entró a la manera de quien va abriendo camino a una corriente de aire.
– Tu eres… ¿No eres tú?
– Yo soy Nadie -la interrumpió Brinco.
Lucía percibió la violencia contenida de aquella voz. Trató de resguardarse en la presencia de Mariscal.
– ¿Me permitiría una foto, señor? No sé qué le habrá pasado al fotógrafo. No apareció.
El Viejo miró de reojo a su joven capitán. Lo conocía bien. Notó marejada en la respiración, la estela de un encontronazo.
– Había un hombre ahí fuera -dijo Brinco, de repente-. Estaba fotografiando los coches. Y a mí no me gusta la gente que se dedica a fotografiar los coches de los demás.
– ¿Y qué pasó? -preguntó Mariscal, incómodo con la situación-. ¿Lo mandaste al hospital por fotografiar los cacharros?
– No. Tendrá que comprar otra cámara. Eso es todo.
Mariscal miró a Lucía e hizo con los brazos un gesto de paciencia y disculpa. Accedió a fotografiarse. Una forma de reparar daños.
– ¡Adelante con esa foto! De un viejo galán se aprovecha todo.
El gerifalte colocó el sombrero, ajustó el ala y luego cruzó los brazos con estudio, dejando sobresalir como mascota, al lado del pañuelo de seda del bolsillo, la empuñadura metálica del bastón. Plata labrada con la cabeza de un faisán.
– Ese bastón es una joya, señor Mariscal.
– La plata es plata y la madera es de itín, nena. Cada vez más dura.
También su rostro se fue tallando, endureciendo, como quien presenta por instinto una resistencia a la sucesión de flashes.
– ¿Has terminado? Si sale bien, se agotará la tirada. Será un gran día para la Gazeta.
– ¿Y si sale mal? -preguntó Víctor Rumbo. Esta vez no sólo la miró a la cara. Lucía Santiso se sintió explorada por la mirada punzante de aquel a quien en confianza, lo sabía, llamaban Brinco y que ahora se dirigía a ella con descaro: «Si me esperas fuera un momento, te contaré quién es Nadie».
Ella dudó. Dijo: «Tengo mucho trabajo». E inmediatamente: «De acuerdo, esperaré».
Carburo baja de una furgoneta y se acerca a la vendedora de periódicos, en el quiosco de la plaza del Camelio Branco, en Brétema.
– La Gazeta -gruñe.
Es su forma de pedir. La vendedora está acostumbrada. Ella también fuerza el gesto a propósito. Pliega el ejemplar y se lo entrega con el ademán de quien vende algo a la persona inadecuada.
– No, no. ¡Me los llevo todos!
Ahora sí que lo mira con asombro. Pero también ella está acostumbrada a no preguntar, tratándose de asuntos del Ultramar. Le da todos los ejemplares. Al fin, se atreve:
– ¿Qué publican? ¿Tu esquela?
Carburo señala la portada, donde se ve la foto de Mariscal.
– Sale el Patrón.
El retrato ocupa un lugar central en la primera página. El sombrero y la vestimenta blanca le dan un aspecto de dandi, que se refuerza por el modo en que muestra el bastón, con la empuñadura de mascota.
– Ya lo había visto, hombre. ¡Bien plantado! -dice la mujer del quiosco, con suave ironía-. Bien se ve que es el que tiene la vara… ¿Por qué no llevas unas flores, Carburo? Sólo me quedan éstas por vender.
El gigante mira con desdén hacia las rosas. -No. ¡No tengo hambre!
Tiene su gracia, pensó la quiosquera. Sólo cuando se imita a sí mismo.
– El Viejo está arrepentido.
Víctor Rumbo se levantó del peñasco en el que estaban sentados, al pie del faro de Cons, cerca de las cruces de los marineros muertos, y tiró un guijarro plano al agua. Se volvió y miró de frente a Fins:
– Arrepentido de ser bueno contigo.
– ¿Qué pensaba? ¿Que iba a comprarle dinamita?
– ¿Ves como eres un fanático? Tiene razón el Viejo. ¿Qué trabajo te cuesta ser más amable? Más… honesto.
– ¿Honesto? ¿De qué hablas?
– Sí. Poner un precio. Eso es lo honesto.
– ¿Y tu precio? Ayúdame. Sal de la telaraña cuanto antes. Esto no va a durar siempre, Brinco. Esto va a estallar.
– Tú eres tonto. No me devuelvas la oferta. Yo no voy a ser un chivato. Un delator. ¿Sabes por qué? Por una simple razón. Porque hay más pasta de este lado. El Viejo dijo: Ve y habla con él, todavía no estoy seguro de si es tonto del todo o no. Y yo le pregunté: ¿Cómo puedo saberlo, Mariscal? Y él dijo: Si quema el dinero, es que es tonto. ¿Qué dan por un poli muerto, Fins? Tal vez una medalla. Y unas líneas de pésame en el periódico.
– A veces, ni eso.
– ¿Quieres medallas? Te compramos medallas. ¿Quieres prensa? Mejor salir de vivo que de muerto.
– Sí, siempre estás un poco más animado.
Rieron juntos por vez primera, después de tanto tiempo.
– Y podrías dedicarte a la fotografía artística.
Mientras hacía su proposición, Víctor Rumbo sacaba unas fotos del bolsillo interior de la cazadora. Le alargó una a Malpica.
– Verás que tenemos gente de confianza en todas partes. Esta me la hiciste en el campo de aviación de Porto, con Mendoza. Fue un viaje interesante, como sabrás.
– Sí, algo sé -dijo Fins, sobreponiéndose al impacto. Sin más ceremonial, extendió la mano para que Víctor le pasase otra imagen. El otro jugó con la segunda foto. Dibujó con ella en el aire el movimiento en arco de una aeronave.
– Esta no la hiciste tú.
Malpica escudriña en todos los rincones del papel fotográfico. Trata de descubrir si es un montaje. Está asombrado. Y asustado. Se ve a Brinco con el capo colombiano Pablo Escobar. Muy risueños.
– Sí, sí… ¡Mírala bien! No, no estás alucinando, Malpica. Con Pablo Escobar, en la hacienda Nápoles, entre Medellín y Bogotá. Tenías que ver el zoo. Elefantes, hipopótamos, jirafas, lagunas con cisnes de cuello negro… Pero a él lo que más le gustan son los coches. Ese día estaba como loco. Le habían traído uno de los coches que conducía James Bond, el agente 007, en el cine. Un regalo de su mujer. También me enseñó el coche que había pertenecido a Bonnie and Clyde… No, no le busques el truco. Auténtica. Foto histórica, ¿eh?
Alarga la mano y Malpica se la devuelve en silencio.
– ¿Cuánto piensas que vale?… ¿O cuánto valía?
Brinco sacó un mechero y prendió fuego a la foto. La dejó arder hasta que la última llama se apagó en la pinza de sus dedos. Después, pasó una tercera y última fotografía a Fins.
– ¡Esta sí que es lo máximo! Mi preferida. Una obra de arte.
Una de las fotografías tomadas por Fins desde la dársena. En ella se ve a Leda en la ventana de espía, con expresión de goce, los ojos cerrados, la boca entreabierta, y a Víctor abrazándola por detrás.
– Aquel día la monté bien, sí señor. Puedes quedártela…
Se levantó. Tiró otra lasca de piedra al mar. Emprendió el camino hacia el automóvil, aparcado en la pista que lleva al faro. Pero antes se volvió:
– El día que sepas tu precio, lo pones en el reverso.
– ¿Y qué?
Mariscal estaba allí, a la espera, en el reservado del Ultramar.
– Se metió a feo y ya no hay quien lo saque -dijo Brinco.
El Viejo iba a decir algo que interrumpió con una tos. Tenía esa habilidad. Se daba cuenta a tiempo de lo improcedente y entonces usaba la técnica de ahogarlo en la garganta.
– El padre… ¿No preguntó nada de su padre?
– No. No hablamos de la Antigüedad.
– Mejor -dijo el Viejo.
Se levantó, hizo pendular la bengala, y miró hacia el búho: «Mutatis mutandis, ¿qué hay de esa compañera, esa otra Pesquisas que lo ayuda?».
– Esa es otra. No para de escarbar. No tiene miedo a nada.
– Algo tendrá.
– Tener tiene un gato. ¡No sabía que había gatos policía!
Brinco había respondido con sorna y el Viejo sabía apreciar ese esfuerzo.
– Una vez, en el cine, alguien tiró un gato desde el gallinero. Deshizo la sesión. No sabes tú lo complicado que es cazar un buen gato.
Mapamundi con anotaciones fijadas con alfileres: Paraíso fiscal, Off-shore, Puerto base, Barco nodriza, Transferencia, Desembarco, Alijo… También trazos de rutas y viajes, señalados en diferentes colores. La línea negra indica tabaco y «otros»; la amarilla, hachís; y una tercera, en rojo, cocaína. Una verde, desplazamiento de personas. Entre estas últimas, una con etapas Porto-Río-Bogotá-Medellín-México-Panamá-Miami-Madrid, con el indicativo R &M (Rumbo y Mendoza). En otro panel, fotografías prendidas con alfileres de cabezas de diferentes colores, semejantes a los utilizados por las encajeras. Igualmente hay anotaciones y post-it colocados por colores y de tal manera que configuran una cierta simetría. Esta gráfica imita la forma de un árbol genealógico, con una leyenda en la cima: Sociedad Limitada. En este panel de personajes, en la cúspide aparecen las fotos de Mariscal Brancana, Macro Gamboa, Delmiro Oliveira y Tonino Montiglio, con otras siluetas sin identificar. En un nivel inferior, figuran Óscar Mendoza, con un paréntesis con interrogante, y Víctor Rumbo Brinco, que aparecen como un núcleo central del que derivan conexiones a diferentes apartados. Uno más amplio, Círculo S. L., con docenas de fotografías. Entre los muchos retratados secundarios, Leda Hortas, enmarcada en su ventana de espía, y un Chelín Balboa que parece sonreír a la cámara. En un tercer panel, con la denominación Zona Gris, los establecimientos, propiedades y empresas que sirven de tapadera o lavadero. Por último, un gráfico con la denominación Zona de Sombra, con ramificaciones que llevan a Tribunales, Fuerzas de Seguridad, Comunicaciones, Aduanas y Banca. En este caso, el epígrafe parece proyectarse sobre el contenido. No hay anotaciones concretas, sino números codificados.
El mapa, las fotos, los alfileres y adhesivos de colores, el conjunto todo de los paneles indica una laboriosa construcción artesanal y otorga a la pequeña sala de trabajo un aspecto de aula escolar. Ése es el espacio donde emplea muchas horas la subinspectora Mará Doval. Aunque es más joven que él, y una pionera como mujer en el cuerpo de investigadores, Malpica se refiere a ella en confianza como Mnemosine o también la Profesora. Alta y espigada. Pelo rapado. Un espectro de larga melena parece presente en los movimientos de su cabeza, de una inquieta melancolía. En este momento aprovecha la soledad y trabaja descalza. Está pensando en dónde colocar la foto de Mao-de-Morto.
Cuando oyó el toque en la puerta, y el rechinar que provoca la manilla, su primera reacción fue la de buscar las sandalias y calzarse. Así que cuando levantó la vista se encontró ya con los rostros conocidos de Malpica y el comisario Carro. Y un tercer hombre desconocido, uniformado. La mirada de Mará registró el significado de insignias y galones. Él miró, sólo un instante, un reflejo involuntario, las uñas pintadas de los pies de la mujer.
– Mará Doval, señor.
El teniente coronel se puso los lentes y escudriñó, con mucha atención, con un mirar geológico, todo aquel mundo que emergía de lo oculto. Ella estaba al principio y al final de la mirada.
– Todo este trabajo…
– No, no es sólo cosa mía.
Malpica aprovechó para poner a la flaca por las nubes. Era la primera oportunidad.
– La diosa de la memoria, señor. La mismísima Mnemosine. Todo está en esa cabeza.
Ella quiso callarlo con el lenguaje de los gestos, pero Malpica no obedeció.
– Y además, todo hay que decirlo, es la única aquí que de verdad habla idiomas.
Tomaron asiento en una mesa circular. En el medio hay colocado un aparato magnetofónico Uher, de bobinas. Mará pulsa la tecla de reproducción y la cinta se pone en marcha. Dos voces de mujer. Una de las conversaciones de Leda y Guadalupe. Mará mueve los labios en silencio. Se sabe de memoria cada una de las frases que vienen. La persistente referencia a Lima y a Domingo.
– Explique, Fins, quiénes figuran en el elenco -dijo el comisario al término de la escucha.
– Quien llama es Leda. Leda Hortas es la pareja de Víctor Rumbo, conocido en Brétema como Brinco. Un mítico piloto de lanchas planeadoras. Ahora parece que está en stand-by, pero todo indica que cada vez tiene más poder en la organización. El papel de Leda, en ese momento, era el de espía de los movimientos de los patrulleros de Aduanas. Ella llama a un salón de belleza, de nombre Belissima. La otra voz es la de la dueña. Guadalupe, la mujer del señor Lima. Y Lima, señor, es Tomás Brancana. Para todo el mundo en Brétema, Mariscal. El Viejo. El Patrón. El Deán.
– ¿Y Domingo? ¿Quién es Domingo?
– Domingo o Mingos son los patrulleros de Vigilancia Aduanera, señor.
– ¿A día de hoy seguimos con ésas? -estalló Alisal.
Mará se había levantado para consultar algo en uno de los paneles. Traía una de las fotos para ponerla encima de la mesa. Pero antes respondió a la pregunta escandalizada del teniente coronel.
– Disculpe, señor. Ya no necesitan espía. Contrataron directamente a un jefazo de Aduanas.
– Supongo que todavía estamos en el terreno de las hipótesis -dijo Alisal.
– Escuche -dijo Fins-. Se mueven con mucha cautela, con muchas complicidades, pero a veces nos dan alguna alegría. Escuche.
Volvió a pulsar la tecla de la escucha. Leda se despide de Guadalupe en tono menos distante del habitual y le dice que será la última conversación.
– ¡Qué sorpresa! ¿Y ahora? -pregunta Guadalupe.
Se nota que Leda está muy contenta: «Nos vamos a mudar. ¡Ya era hora de dejar esta garita!».
– ¿Y qué será de Domingo?
Hay una pequeña pausa. Al fin, Leda ríe y suelta con espontaneidad: «¡A ése le tocó la lotería!».
– Pues el señor Lima no me dijo nada.
Hay otra pausa. Leda, distante: «Ya sabes que esas cosas no se predican». Dice: «Chao. ¡Hasta pronto!». Cuelga el teléfono.
– ¡Qué joya! -comentó Alisal-. Toda una maravillosa indiscreción.
– Una rareza, señor -dijo Malpica-. Porque también tienen buenos servicios en la Telefónica. Cuando van a ser intervenidos, siempre lo saben antes. En este caso tuvimos suerte. Y mucha paciencia.
– Mucho trabajo de pedicura, ¡eh, Mará! -dijo el comisario.
Ella asintió en silencio.
– ¿Y cómo sabemos que Lima es Mariscal? -preguntó de repente el teniente coronel.
Fins Malpica se levantó, abrió con llave uno de los archivos y puso encima de la mesa una carpeta. Contenía, protegidos con fundas de plástico transparente, muchos papeles manuscritos, algunos arrugados, rotos y reconstruidos.
– ¡La caligrafía del capo!
Malpica se mostraba radiante. La felicidad de un paleólogo ante una escritura arqueológica: «Él nunca llama. Nunca se deja ver en lugar impropio. Mide cada uno de sus pasos. Vive como un ermitaño. Pero aquí tenemos su mano dando órdenes. En estos garabatos está la mente retorcida del Viejo. Un tesoro para la grafología. ¡Por fin!».
Había venido para constatar una denuncia de corrupción en uno de los cuarteles de la Guardia Civil. El comandante Freiré estaba en lo cierto. Pero ahora, con las nuevas revelaciones, la expresión del teniente coronel Alisal era la de un hombre abrumado y desbordado.
– Pero ¿de qué cantidad de cocaína estamos hablando en realidad? Las estadísticas centrales dicen que los mantenemos a raya…
– Las estadísticas son la primera mentira. En este caso, el dicho acierta.
Malpica sentía que se acercaba más a la precisión cuando podía utilizar la ironía: «Tengo entendido que algunas de las estadísticas, por lo menos aquí, fueron corregidas a mano por el letrado predilecto de la organización. Por Óscar Mendoza».
Alisal lo escuchó apesadumbrado. Las miradas siguieron a Mará Doval cuando, después de abrir uno de los armarios metálicos, volvía con otro imprevisto en las manos. Era un tablero de ajedrez. Lo colocó encima de la mesa. Las piezas eran de tamaño desacostumbrado, por lo grandes, y de una cautivadora factura artística, en la que se imitaban figuras medievales. También eran singulares los colores. En rojo y blanco.
– ¡Vaya, qué maravilla! -exclamó Alisal-. Clavado al ajedrez de Lewis.
– Una magistral imitación -dijo la investigadora-. Para exquisitos. Claro que las figuras no son de colmillos de morsa. ¿Juega usted al ajedrez?
– Hay pocas cosas que me gusten más -dijo Alisal-. Incluso en solitario.
– Yo también. Sin piezas.
Mará Doval desenroscó un peón, con la forma de un obelisco.
– Aquí se piensa todavía que la cocaína es esto…
Vació el interior y sobre una de las cuadrículas cayeron unos gramos de polvo blanco. Hizo lo mismo con el alfil, la figura de un obispo, y el guerrero que hacía las veces de torre. Hasta llegar al rey y a la reina.
– Pero lo cierto es que es esto y esto y esto…
Levantó de repente el tablero y quedó al descubierto un doble fondo lleno de droga.
– ¡Y esto! Todo harina. ¡Harina!
– Estamos hablando de toneladas, señor -dijo Malpica-. De miles de kilos de cocaína en cada alijo. Y de miles de millones de beneficios. Perico, farlopa… Quieren hacer de esta costa la punta de desembarco para toda Europa. Tal vez ya lo es.
Y Mará Doval añadió:
– Comprarán las voluntades de la gente, el territorio… Comprarán todo. ¡Un auténtico capitalismo mágico!
Alisal, meditabundo, tenía la mirada fija en el ajedrez.
– Me preocupan mucho las instituciones. Una oruga es sólo una oruga. El problema es cuando el gusano pudre la manzana. Comisario, es hora de tener un informe contundente, definitivo. Ellos pueden hacerlo sin medias tintas. Y yo me comprometo a que se tome en serio donde debe tomarse.
– Ya hemos escrito alguna resma, señor -dijo Malpica.
– Esta vez no deje nada. Como si escribiese un ultimátum. Surtirá efecto. ¡Se lo juro!
Y el teniente coronel Alisal golpeó con el puño en la mesa: «Si es por mí, ¡temblará Babilonia!».
En la zona próxima al faro de Cons, en una pequeña cala, entre las rocas, se encuentra tendido el cadáver de Guadalupe. Hay policías locales, guardias civiles y personal sanitario. Habían extraído un cuerpo del interior de un vehículo. Se había precipitado al mar como un plomo por aquel acantilado, de poca altura pero cortado a pico. Avisado, pronto llegó Mariscal. Dolorido. Un accidente. Un despiste. Una luz que la cegó. Llega el juez de guardia, que le da el pésame. Él tenía los ojos enrojecidos. Parecía más viejo que nunca. Le costaba hablar. A veces, murmullos de apariencia delirante. Las llaves de la vida. El buzón carmín, nao vou, nao vou, etcétera, etcétera.
– Como sabe todo el mundo -le dijo al juez-, llevábamos un tiempo separados. No fue por mi voluntad. Yo bien que lo sentí. Ella andaba con eso de la depresión…
Dejó la confidencia cuando se acercó el doctor de la Cruz Roja para dar una primera impresión al juez.
– Debió de ser muy temprano. A primera hora de la mañana. Calculamos que lleva unas seis horas muerta.
– ¿En qué condiciones está el cuerpo?
– No hay nada extraño, señor. Ni un rasguño. Todo indica que se trata de una muerte por sumersión.
Mariscal hablaba para sí y para todos.
– Le gustaba mucho caminar descalza por la orilla, sintiendo el cosquilleo del agua en los pies. No podía vivir sin ver un día el mar. Lo llevaba en las venas. Desde niña, ¿saben?, ¿a que no lo sabían?, trabajó ahí, en el arenal, mariscando, con el mar por la cintura. ¡Y ahora el mar la agarró!
– Lo siento, señor Brancana. Dadas las circunstancias, deberá hacerse una autopsia. Una autopsia forense.
Respiró por las ventanas de la nariz. Una enérgica y sonora toma de aire que le agitó toda la cara. Una autopsia forense. Vio de refilón a aquella tipa, la colega de Malpica, venga a fotografiar el cadáver como una posesa.
– ¡Por supuesto, señor juez! Aquí todo el mundo a cumplir con su deber.
Mónica, la empleada del salón Belissima, llega puntual a la hora de apertura. Es Guadalupe, la dueña, la que acostumbra abrir por la mañana el establecimiento. Y lo hace una hora antes. No suele haber clientes tan temprano, pero ella aprovecha para las «llamadas». Hace pedidos. Esas cosas.
Mónica vuelve a hacer sonar el timbre. Está extrañada. Consulta el reloj de pulsera. Intenta ver algo en el interior.
Nunca pasó esto. Si tiene algún problema, manda algún aviso.
Hoy, nada.
Se dispone a esperar. Media hora, por lo menos. A Guadalupe no le gusta que la llamen a casa. Pero si no llega, llamará. Saca del bolso de mano un paquete de tabaco rubio. Enciende un cigarrillo.
Conoce al hombre que cruza la calle. Un tipo muy robusto. Un gigante. Es Carburo. Gruñe un hola. Hola, nena. Hola.
– ¿Sabes una cosa? Guadalupe no va a venir.
– ¿No va a venir? ¿Hasta cuándo no va a venir?
– Hasta… No sé. No va a venir.
– No lo entiendo.
– Tú no tienes que entender nada. No está aquí. Se marchó. No volverá. Cerró la belleza esta. ¿Lo entiendes ahora?
Mónica consigue desenclavar una bocanada de aquel maldito humo.
Ve cómo Carburo saca un sobre del bolsillo de la cazadora, lo sacude en la palma de la mano, un gesto tan significativo como redundante, lo que se hace con un fajo de billetes.
– Toma. Es un mensaje para ti. Un mensaje muy valioso. Diez mil pavos… Oye, Mónica.
La moza mete como una autómata el sobre en el bolso. Está asustada.
– Mientras trabajaste aquí, tú no has visto nada, no has oído nada. No recuerdas nada. ¿A qué no?
No es capaz de hablar. Ni un monosílabo. Mueve la cabeza con pánico. No, no, no.
– Bien, pues ahora lo mejor es que tú también te vayas. Por ahí fuera, ¿entiendes?
– ¿Fuera? ¿Adónde?
– Fuera de aquí. Cuanto más lejos mejor. Y no esperes a mañana, ¿de acuerdo? Mañana es tarde.
Y al decirlo, la mirada de Carburo abarcó para ella el espacio todo, incluso el interior de la gente que pasaba por allí.
No, no lo podía creer. Que fuese ella la cantora, la entregadora. Tuvo que esperar veinticinco años como una gata muerta.
Alzó la vista al cielo. Demasiada luz.
¿Así paga el demonio a quien le sirve? ¡Mi prima donna!
Y el hundirse sucede a causa del subir.
Y el mocoso de Malpica tratándome de capo. Uno de esos tontos, un fanático, que piensa que va a arreglar el mundo.
¿Capo? De capo, nada. Como el otro que le fue con lo de mero mero. Usted es el mero mero, don Mariscal.
Y bien que lo avisó. Aquí no hay mero y menos mero mero. Con el alias ese, además de delatar, lo pone a uno en ridículo. Se estaba viendo ya en la primera plana de la Gazeta. Tomás Brancana (a) Mero Mero. Y entonces pensó quién era él. Y miró en el horizonte y buscó el campanario de Santa María. El era… ¿Qué era él? Un deán. El Deán. Eso es. Hay párrocos por parroquias y luego está el deán. No, no le gustó nada al director del seminario. Porque dejémonos de historias, de leyendas. Lo que le dijo lo sabían él, el rector y nadie más. No iba a pregonarlo por ahí. ¿Y tú estás seguro de la vocación?, le había preguntado el rector. Lo estoy, señor. ¿Y cómo quieres servir a Dios? Y él ya le notó ahí un retintín. Tente nube. Ya él sabía cuándo venían los truenos. De niño a tocarle la campana a Santa Bárbara. No, nunca dijo lo de Papa. Ni lo de obispo. Ni siquiera lo de deán. Como Dios quiera, señor rector. Pero ¿algo, algo tendrás en la cabeza? Una buena parroquia. Lo que él había oído de monaguillo, en la sacristía, lo que un cura le decía a otro: «Mira, Bernal, las parroquias se califican por las hostias que comen y las pesetas que dan». Ni Papa, ni deán. Yo lo que quiero es una buena parroquia, señor. Eso fue lo que le dijo. ¿Y quién no quiere tal?
Mutatis mutandis.
¿Quién iba a pensar que ella, justo ella, iba a ser la cantora principal? ¡La prima donna!
Sobrevolaba como una mariposa, picaba como una abeja.
Cassius Clay. Sí, ahora se llama Alí.
La mariposa y la abeja.
Epitafio por Guadalupe.
Los dedos trataban de ir detrás de la mente sin conseguirlo. Galopaban las teclas de una forma atropellada, por lo que a veces tenían que volver sobre lo andado, y entonces Malpica chascaba la lengua con contrariedad. Sólo paró en seco cuando oyó la voz burlona: «¡Ándele, Simenon!».
– No tengo ese don. Creo que era capaz de escribir y follar al mismo tiempo. Lo siento.
– Está bien ser consciente de las propias limitaciones. Descansa un poco.
Mará tenía apoyados los pies desnudos encima del teclado de su máquina. El color azul añil de las uñas. Uno de los últimos trabajos de Belissima. La mirada de la compañera no invitaba para nada a un juego erótico con el lenguaje.
– ¿Ves algo?
En el regazo reposan las fotos de Guadalupe Melga, fotografiada en la playa y en la mesa de autopsias.
– Veo el rostro de alguien que tuvo miedo antes de morir. Mucho miedo. Y mucho antes de morir. Tal vez años de miedo… Pero no creo que eso sirva de nada ni para el informe forense ni para el juez. Es como hacer crítica artística.
– No hay huella de frenada en la carretera. ¿Has hablado con el forense?
– Se portó muy bien. Pensemos lo que pensemos, no hay forma por ahora de relacionar a Mariscal con esa muerte. Y a esa chica, Mónica, se la tragó la tierra. El caso es que Guadalupe estaba tomando tranquilizantes. Y eso abona la tesis del descuido, o el sueño, del conductor. Hay testigos de que tuvo varios despistes conduciendo. Sin consecuencias. Hasta lo de ayer. Claro que los barbitúricos debieron de ser, al final, los únicos cariños que tuvo.
– Estoy pasmado. Impresiona mucho trabajar con alguien que hizo su tesis sobre Las expresiones post mórtem en humanos y animales.
– El catedrático me aconsejó que la hiciese sobre post mortem auctoris. La duración de los derechos de autor después de su muerte. Van a ser los pleitos del futuro. Sobre todo cuando dominen el mundo esos maravillosos cacharros que acabarán con los libros de papel. Pero yo preferí competir con Darwin. Él ya había escrito sobre la expresión de las emociones en los vivos.
Posó los pies en el suelo. Apoyó el codo en actitud pensativa y miró con fijeza a Fins.
– Tú tampoco vas mal servido. El alias de Simenon no te lo puse yo. Yo soy de Hammett, a muerte. Dicen que el informe parece una novela. Una buena novela, además.
– Se van a cargar el informe, Mará. Ya verás.
– Pues a mí me entusiasmó. «Excelentísimo señor: en Brétema el verdadero poder se ejerce en la oscuridad y el silencio…». Maravilloso. Parece un pasquín anarquista.
Y siguió con la voz de locutora de una remota emisión en onda corta: «La única forma de hacer algo efectivo contra el crimen organizado es ver y oír en esa zona de sombra y de silencio».
Quien abre la puerta sin llamar, como siempre, es Grimaldo, un inspector veterano, pasado de kilos, con ojos de pez y lengua afilada. Viste con una mezcla de dandismo y desaliño. Trae el periódico, la Gazeta de Brétema, en la mano y lo arroja encima de la mesa de Fins.
En primera plana se ve a Mariscal sonriente, con un gran titular entrecomillado:
Brancana, favorito para alcalde
«BRÉTEMA SERÁ UN MODELO DE PROGRESO»
Debajo de la foto, un subtítulo:
«Aquí, los contrabandistas son gente honrada»
Se veía que Grimaldo estaba disfrutando: -Ahí tienes una obra maestra para incorporar a vuestro gráfico del Juicio Final. Los contrabandistas son gente honrada. ¡Con dos cojones! No te amargues, Fins, diviértete. El viejo Mariscal es un gran cómico. Pero fíjate en esta otra perla:
ÓSCAR MENDOZA,
NUEVO PRESIDENTE
DE LA CÁMARA DE COMERCIO
– Y como en los milagros no hay dos sin tres. Pasemos a la página de Deportes, déjame a mí, ahí, ahí…
Con Víctor Rumbo, presidente
EL SPORTING BRÉTEMA,
DE GIRA POR AMÉRICA
– ¿No es fantástico? ¡Un equipo de tercera a la conquista del Potosí! Y como capitán de la expedición, el nuevo entrenador: Chelín, un inspirado, un amigo de la «farmacia». ¡Vale! Me voy. Os dejo trabajar laboriosamente por el Apocalipsis. ¡Al alba se eclipsará la luna con el vuelo de las gallinas! Ya lo veréis desde esta atalaya donde se redacta el Gran Informe Confidencial sobre el Poder Narco. Tan confidencial que todavía hay alguna gente, poca, en Brétema que no lo conoce.
Haroldo Grimaldo se va. Deja esparcidas las hojas del periódico como una triunfante estela cínica. Fins le apunta con el gesto de la higa a modo del cañón de un arma.
– ¡Que te joda un pez, Grimaldo!
– No pierdas el tiempo -le dice Mará-. No te amargues con esa lengua bífida.
– Debería escribir él el informe. ¿Y sabes por qué? Porque está en el secreto.
Leían aquellas noticias de las novedades sociales en Brétema con el aire abatido de quien se demora en los obituarios. Ahora sí que llamaban a la puerta. Mará abrió.
– ¡Fins!
Allí estaban el teniente coronel Alisal y el comisario Carro. Su aspecto no era precisamente el de mandos en retirada, derrotados por la marea de corrupción. El comisario tomó la delantera con una metáfora efusiva.
– ¡Se encendió la luz verde!
– Esta noche se pondrá en marcha la Operación Brétema -informó Alisal-. Ustedes, además de la Superioridad, son los primeros en saberlo. Sólo dispondremos del tiempo imprescindible para que se incorporen refuerzos no contaminados.
– Las intervenciones telefónicas, señor… Siempre lo joden todo.
– No se preocupe -dijo Alisal-. Esta vez ya cortamos lenguas y orejas. Y hemos puesto veneno en las toperas.
– Tú asustas a las bolas, Carburo. Por eso ganas.
A Mariscal le divertía el gesto intimidatorio de su guardaespaldas jugando al billar. Carburo arqueaba el cuerpo y, con la mirada y el puntero del taco en sincronía amenazadora, parecía transmitir a las bolas consignas inapelables.
Sonó el teléfono, un supletorio de color negro fijado en la pared del reservado.
El Viejo hizo un gesto de desinterés. Déjalo que timbre. No llevaba bien la mediación de los aparejos. Ni la fascinación por las nuevas técnicas. En el fondo, tenía razón el portugués Delmiro Oliveira en una de sus bromas: «Mariscal es de los que piensan que los gringos no pisaron la Luna». Sí, era un asunto personal. La televisión y los vídeos estaban hundiendo el cine. Y el contrabando de cintas era rentable, pero no un negocio que entusiasmase. Peccata minuta. Lo mismo había pasado con los salones de baile, que fueron declinando hasta el cierre por causa de lo que él llamaba la «cacharrada». Las rock-ola, los pick-up. En cuanto al timbre del teléfono, era para él el triunfo técnico de la intromisión en lo privado. Lo tomaba a pecho. El teléfono destruyó la familia vaquera y acabó con los caballos en el cine. Y sin caballos, no hay centauros en el desierto. «¡Ni lanchas rápidas en el mar!», le dijo un día Rumbo. Pobre Rumbo. Qué sorna tenía el cabrón.
Hubo tres llamadas seguidas, que se interrumpieron al primer timbrazo. Un intervalo de silencio. Luego, una cuarta llamada que no dejó de sonar. Mariscal prestó atención al aparato. En la pared, con ese color negro, excepto la blancura del disco, había adquirido una melancolía animal de ojo panóptico.
Sin esperar órdenes, Carburo fue a descolgar el teléfono.
– Sea quien sea, dile que no estoy -dijo Mariscal, con rutina. Y se fijó en el otro animal, el búho disecado. Hacía tiempo que se le habían averiado los ojos eléctricos. Había ordenado varias veces que le repusiesen las luces, pero he aquí el poder de la tecnología, pensó enojado. No había manera de reparar los pobres ojos del viejo búho.
– Recibido -dijo Carburo. Y añadió antes de que Mariscal pudiese dar ninguna indicación: «Saludos al señor Viriato».
Mariscal, el rictus grave, murmuró: «Viriato, ¿eh?».
– Esta misma noche, Patrón.
La mente de Mariscal no necesitaba más información para tejer hilos. Era una clave de seguridad para circunstancias extremas: «Nos vamos, Carburo. Hay que pasar la frontera antes de medianoche».
Carburo retiró de inmediato el tapete verde de la mesa de billar, levantó los tableros y quedó a la vista un cubículo con un maletín que pasó a Mariscal. Este lo abrió y comprobó lo que contenía. Había documentos y un arma.
Un Astra 38 Special.
El Patrón miró de soslayo a Carburo. Luego giró el cilindro. Y al fin lo sopesó. Más pequeño que la mano, pero de apariencia más fiera. La madera resabiada. El acero fusco. El cañón achatado.
– No me digas que es pequeño, Carburo. ¡Es un mundo!
Brinco y Leda cenan en un restaurante de reciente apertura, en el espacio del nuevo puerto deportivo. El Post-da-Mar. Una novedad, una avanzadilla de la nouvelle cuisine en Brétema. Comparten la mesa con una pareja de su edad, pero se percibe, ya de entrada, el contraste. La forma de moverse y de hablar. También en la vestimenta. Los cuatro van elegantes, pero la ropa y demás aderezos de la nueva pareja tienen todavía el brillo del escaparate de moda. Él es, desde hace medio año, director de una sucursal bancada en Brétema. Y la mujer acaba de abrir la franquicia de una casa de joyería, pormenor del que informa a los otros con un entusiasmo en el que refulgen ojos y labios.
– Tu dama de los naufragios va guapísima esta noche -dijo Mará.
Fins ignoró el comentario. Había algo que lo tenía ocupado.
– ¿Quiénes son los otros?
– ¿Los del papel cuché?
– Sí. ¿De dónde salieron esos pijos?
– Informando Mnemosine. El es Pablo Rocha. El director de la sucursal bancada de la que te hablé, con repentino y entusiasta interés por las transferencias desde Brétema con Panamá y las islas Caimán, con tránsito por Licchtenstein y Jersey. Un fenómeno.
– No le hacía falta ir tan lejos. Se blanquea mejor aquí, directamente.
– Díselo a ella. Estela Oza. Acaba de abrir una joyería, sin necesidad de créditos ni nada. Hasta ahora no tenía un duro. Un milagro.
Estaban al acecho. Habían seguido el coche de Brinco hasta allí. Conducía despreocupado. Estaba claro que esta vez no había habido filtraciones. Se estaban haciendo las cosas bien. A medianoche era la hora establecida para actuar. Sincronizar las detenciones para evitar cantes y fugas. Hasta entonces, la instrucción recibida era evitar en lo posible el uso de radiofonía. Los contrabandistas contaban ya con aparatos de escáner. Cuando registraron el chalé de Tonino Montiglio, parecía el palacio de telecomunicaciones.
Mara colocó sus pies descalzos en el salpicadero del coche. Movió los dedos como títeres.
– Ese color tan oscuro…
– Azul tormenta.
– Parecen argonautas.
– ¿El qué?
– Los dedos de tus pies. Parecen argonautas.
– ¿Qué tienen de argonautas? No andan por ahí buscando oro precisamente.
– Hablo de los seres reales. De los que viven en el mar. Son los bichos más feos de la creación.
– ¡Qué lindo!
Mará pulsó la tecla del radiocasete. Al oír la cinta, exageró la expresión de asombro. Simuló un cómico éxtasis.
La voz de Maria Callas.
– ¡Pobre Malpica! ¿Y esto?
– Casta Diva, La mamma morta… Un bel di, vedremo. ¡Sonará hasta que se rompa o hasta que me muera! Se me van rompiendo. Antes se rompió Kind of blue, de Miles Davis. Y antes, Baladas de Coimbra, de Zeca Alfonso. Y se rompió La leyenda del tiempo, de Camarón de la Isla. Si encuentras algo mejor en el cosmos, ¡silba!
Malpica se llevó algo a la boca.
– ¿Qué tomas?
– Perlas de ajo.
– Dame una.
– No son perlas de ajo.
– Da igual, dame una. Soy amiga de las novedades.
– No. Esto no lo puedes tomar.
– ¿No será un ácido? Un trip con Maria Callas. ¡La gloria!
– Mejor todavía -dijo Fins, con humor-. Tengo el mal de Santa Teresa. El pequeño mal.
Esperó. Sabía que ella estaba rumiando la información. El Departamento de Test de Mentira de la diosa Mnemosine trabajando a tope.
– ¿Hablas de una variedad de epilepsia? -preguntó al fin Mará-. ¿En serio?
– ¡Sssssh! Los viejos lo llaman «ausencias». Tener ausencias. Así que no es una enfermedad. Es una propiedad… poética. Y secreta. La había perdido, pero volvió.
– Pues razón de más. Dame una de ésas.
– No.
– ¡Sí!
Mará extiende la mano: «¿Sabías? Ella también era del club de los barbitúricos». -¿Quién es ella? -La Casta Diva.
En el Post-da-Mar, Víctor Rumbo y el banquero Rocha se entienden bien. Hacen buenas migas. Sin llegar a mostrarse antipática con Estela Oza, Leda se siente más atraída por la conversación entre los dos hombres. Lo aprueba, le gusta, pero no deja de llamarle la atención el creciente y apasionado interés de Brinco por el mundo de los negocios.
– Pero ¿tú crees que hay compradores para una urbanización de quinientos chalés en el litoral de Brétema?
– Seguro. Tú multiplica por tres.
– ¿Qué es lo que multiplico por tres?
Pablo Rocha abrió los brazos en un gesto que abarcaba el infinito: «¡Todo!».
Faltaba media hora para la medianoche.
Un camarero se acercó y posó en la mesa, en el lado de Brinco, una carpeta de cuero. La carpeta de la cuenta.
– Señor Rumbo, si es tan amable…
Brinco se sorprendió. Aún no la había pedido, la cuenta. Conocía a aquel camarero. Alguna vez habían coincidido en el mar. Pepe Rosende. Estuvo a punto de llamarle la atención. Cantarle las cuarenta en público. Mejor no montar un escándalo delante de éstos. Abrió la carpeta.
No hay cuenta. Brinco ve la tarjeta del restaurante ilustrada con el Código Internacional de Señales Marítimas. Le da la vuelta y lee con disimulo, con la carpeta entreabierta. Por detrás, escrito a mano, un mensaje:
Víctor India Romeo India Alfa Tango Oscar
Ante todo, mucha calma. Brinco mira a Leda: «Recuerda que tenemos que llamar sin falta a Viriato. ¡Antes de las doce!». Luego, a la otra pareja:
– ¡Qué suerte! Invita la casa.
Leda se pone de pie y agarra el bolso de mano.
– Disculpadme. Voy al aseo un momento.
Al cabo de un rato, Brinco se levanta también. Pablo Rocha y Estela Oza parecen algo desconcertados. Pero sonríen.
– ¿En qué estáis pensando? ¡Yo voy al de caballeros, eh!
La salida de urgencia del Post-da-Mar da a un callejón, iluminado por unos faroles de luz fatigada. En el medio, Leda espera con el coche en marcha. No se ha dado cuenta de que la han seguido. Malpica y Doval se esconden tras dos de los coches aparcados. «¡La Nuova Giulietta!», susurra Mará. Cuando Brinco se dispone a subir al coche, Malpica lo derriba. Mará cubre a su compañero apuntando con el revólver. La presa no es fácil.
– ¡Suéltame, cabrón! Siempre de criado. ¡Hueles a mierda!
Malpica lo fuerza a ponerse boca abajo y consigue apresarlo con las esposas.
– Vives de prestado desde que has vuelto -murmuró Brinco-. Pero te juro que a partir de ahora voy a por ti. ¿Quién cono te crees que eres?
– Se ve que todavía os quedan ataúdes, ¿eh?
– Tenía razón el Viejo. Nada más llegar, debimos mandarte a La Chacarita.
Leda abre de repente la puerta del coche. Se inclina hacia ellos y grita.
– ¡Suéltalo, Fins! ¿Has vuelto para esto, cabrón?
Mará apunta ahora con el revólver a la voz que habla. Avanza despacio hacia la Nuova Giulietta.
– ¿Y tú de qué vas? No me digas que disparas y todo. Fins, ¿qué tal puntería tiene la puta de la flaca?
– Mucho mejor que la mía.
– Ya se le ve.
– ¡Lárgate, Leda! -grita Brinco en tono de orden.
Mará está muy cerca de ella. Mira con disimulada sorpresa sus pies descalzos, el color irisado del esmalte de los dedos. Pero incapaz de tomar otra determinación, ni siquiera gritar la voz de alto, permite que Leda vuelva a meterse en el coche. Maniobra marcha atrás, gira y acelera con brusquedad al salir del callejón.
Mará baja el arma. Está muda, quebrada, como la luz que alumbra ese rincón. Se agacha y agarra algo en el suelo. Los zapatos de tacón de Leda Hortas.
Después de la sintonía del informativo, el presentador lee dos noticias. Una de política internacional y otra española. Luego, una económica, referida al incremento de los precios del petróleo. Al fin suena el nombre de Brétema, y Mariscal suelta una bocanada de humo.
Un total de treinta y seis personas han sido detenidas esta madrugada en distintas localidades de Galicia, acusadas de pertenecer a redes de contrabando, en el curso de la denominada Operación Brétema. Entre los detenidos figura Víctor Rumbo, presidente del Sporting Brétema, y presunto jefe de la más poderosa organización. El operativo, en el que colaboraron las diferentes fuerzas de seguridad, se preparó en esta ocasión con el máximo sigilo. En los registros y controles efectuados se han podido decomisar ingentes cantidades de tabaco, dinero en efectivo, una parte en divisas, e incluso algunas armas de fuego. Se ha detectado un creciente interés de estas organizaciones por incorporar a sus actividades el tráfico de estupefacientes.
A continuación escuchamos la valoración de uno de los responsables de este importante operativo. Habla el teniente coronel Alisal: «Ha sido un duro golpe para las redes de contrabando de tabaco. Y también de prevención para evitar todo tipo de tráfico ilegal. Es mucho más que una advertencia. La sociedad debe estar tranquila, y los delincuentes intranquilos. A partir de ahora deben saber que vamos a extirpar de raíz estas actividades».
– Ya te dije que aquí se veía muy bien la Televisión Española.
– ¡Se ve mejor que allá!
Norte de Portugal. Es primera hora de la tarde. Delmiro y su huésped ya han comido. Luego se acomodaron en un sofá, en una de las salas de Quinta da Velha Saudade, para ver el informativo. Al final del programa, el Viejo encendió un habano. Expulsó una bocanada y contempló la forma de trepar el humo como hierba del aire para luego enredarse en la lámpara de araña.
Chasqueó la lengua.
– ¡Tienes que probar uno de éstos, Delmiro!
El Océano, por el lado próximo al Polo Sur, acaba de ser levantado. Chelín se sienta con las piernas cruzadas sobre la Antártida. Contempla la imagen de Lord Byron meditando en la libertad de Grecia. Es el mejor compañero que nunca ha tenido. Un sereno desasosiego en el semblante. Cierra el volumen y lo coloca encima del otro, en el estante, a su altura. Al abrir la maleta de cuero, aparece su nido. El instrumental de farmacia. Los útiles todos para la chuta. La jeringa, la goma elástica, el frasco de agua destilada, la cucharilla, los filtros de cigarrillos, el mechero. Y lo que es más importante. La bendita bola. Injerta el mango de la cucharilla entre los dos tomos de La civilización. Así, tiene a la altura de los ojos la cabeza cóncava, el cráter donde fermentar la esfera. Sí. Todavía le queda una bolita de caballo para un buen pico. Un chute en tres tiempos. Bombear en tres tiempos. Bombear. Hay un ratón que lo observa desde el medio del Océano. Está acostumbrado a que correteen por ahí. Está también acostumbrado a la mirada ciega de la Maniquí Ciega y a la melancólica del Esqueleto Manco. A la de la grulla disecada. Pero la mirada de un pequeño ratón es enorme. Aunque esté alejado, le toca con el grafito de los ojos. El ratón meditando en la libertad de Grecia.
El lugar del nido dentro de la maleta es un hueco entre las fajas de billetes de dólares. Hay sitio para el péndulo y para la Llama. Un tesoro para la libertad de Grecia. Daría todo por un beso. Por un poco de saliva en la boca.
Chelín lo sumerge todo bajo las tablas del Océano.
La primera reacción de Fins Malpica fue olisquear el aire. No por ninguna intención de exteriorizar con teatralidad la protesta. Si lo hizo fue porque realmente tuvo la sensación del mareo, que iba siempre acompañada de un olor a humo de gasoil mezclado con salitre. A mar quemada. Se controló. Mudó la expresión de asco por una de extrema seriedad.
Y fue así como salió del edificio del palacio de Justicia. Bajando la escalinata como quien cuenta los peldaños y nota que falta alguno. Había público y un grupo de periodistas, a la espera de que el juez resolviese sobre Víctor Rumbo, que aparecía como principal detenido en la Operación Brétema.
Malpica no respondió a las preguntas. Ignoró los micrófonos. Rumió las frases históricas. Y se las tragó como hierba fresca para mitigar el mareo.
– Pero ¿qué ha pasado, inspector? -preguntó un periodista.
– Les darán ahora información de buena fuente y primera mano.
Empezaba a saber hablar como un cínico. No esquivó el grupo de gente que intuía hostil. Tampoco la desafió. Caminó como un hombre tranquilo. Es decir, jodido.
Encontró a Mará a medio camino del coche. Mnemosine parecía ida. Turbada por lo inexplicable.
– Lo van a dejar en libertad. Es increíble -informó Fins-. Con una fianza de mierda. Incluso parece que estuvo por aquí RH Negativo para echarle una mano.
– ¿RH Negativo?
– Un eufemismo. Es como llaman a un pavo del Supremo.
Es Leda Hortas la que ahora abre la puerta del palacio de Justicia y grita con alegría.
– ¡Queda en libertad!
Y allí está Brinco con su sonrisa de as, acompañado de otros dos detenidos relevantes, Invernó y Chumbo, y del abogado Óscar Mendoza. Desde lo alto de la escalinata, éste es el único que toma la palabra.
– Señores, ésta es una buena noticia para Brétema. Mi defendido, Víctor Rumbo, acaba de ser puesto en libertad. Ya informaremos más adelante de los detalles. Lo importante ahora es celebrar que se hizo justicia y que nuestro querido vecino está en la calle, con nosotros. ¡Gracias a todos!
– Señor Rumbo, ¿cómo se encuentra?
– Creo que mejor que los que me detuvieron. Al final, hasta he podido dormir bien. Con la conciencia tranquila.
Le hizo una caricia a Leda. La abrazó por la cintura. La besó. Una escena que recordaba la entrega de trofeos en las grandes pruebas deportivas. Brinco sabía que tenía a mano una tecla donde pulsar para obtener risas y aplausos. Volvió a besar a Leda. Dijo:
– ¡Y creo que hoy voy a dormir mejor, mucho mejor!
Al subir al coche, Mará le preguntó de repente a Malpica:
– ¿Qué harías si llegases a casa y te encontrases a tu gato muerto?
– ¿Quieres decir muerto muerto?
– Sí. Quiero decir que lo mataron. Lo mataron y lo dejaron colgado del pomo de la puerta. Como en los viejos tiempos.
Malpica apoyó las manos en el volante. El silencio de no saber qué decir. Tampoco se atrevió a mirarla. Ni a tocarla.
– ¿Me dejas poner a la Casta Diva? -preguntó ella.
– Claro. Está ahí hasta que rompa.
En el centro del escenario del Vaudevil hay un Chevrolet Eldorado. Lo compró Víctor Rumbo en Cuba. Lo vio en Miramar, contactó con el propietario y no paró hasta que éste, cuando Brinco le dijo que era su último día en la isla, hizo el gesto de que subiera al coche para probarlo: «Let's go un paseíto». Siempre contaba esto del pelotudo. Y cuando se cabreaba, era su frase. Metía miedo el cabrón cuando decía «Let's go un paseíto». Porque la compra del Chevrolet se complicó. Cuando al fin lo desembarcaron en Vigo, a Brinco le cambió el semblante. Hacía tachuelas con los dientes. Estaba tan acerado que hendía las nubes al jurar. Del Chevrolet Eldorado sólo venía la carrocería. Y eso no le importó, después del montón de trámites. Él quería el sedán para ornamento del club. Pero lo que lo puso como una brasa es que le faltaba la mascota en el capó.
– ¿Y la calandria? ¿Dónde hostias está la calandria?
El envío llegó precintado, explicaron en Aduanas. Encajado en madera. Lo que llegó fue lo que enviaron. Nadie se había quedado aquí con la figura del pájaro. Víctor Rumbo echaba humo como si le ardiesen los huesos. Con la furia, se había olvidado del nombre del tipo. Así que se refería a él como Let's Go. A gritos. Atravesando el mar. Un desvarío. Let's Go y la Calandria.
– No te pongas así por un puto pájaro de acero -le dijo Mendoza-. Te consigo yo el emblema de un Rolls. El Espíritu del Éxtasis. ¡Ésa sí que es una mascota!
– No lo entiendes -le dijo Brinco-. Era mía. ¡Mi puta calandria! Yo no sabía lo que era. Y fue él, el muy cabrón, quien me lo dijo. Que era una calandria.
Y mandó a Inverno a La Habana con los datos y la dirección de Let's Go y con un encargo: «No vuelvas sin la mascota».
Allí estaba el Chevrolet con la calandria.
Víctor Rumbo quiso hacer del Vaudevil un local de película. Un antes y un después en la historia de Brétema. Hasta entonces, los clubs de alterne, en las carreteras de la costa, eran en su mayoría lugares cutres y siniestros, con una arquitectura depresiva que supuraba pus de neón. El Vaudevil tenía que ser algo diferente. Que nadie olvidase. Un club para escandalizar a las élites, con estilo, en una noche loca. Mendoza, Rocha y la cada vez más activa y emprendedora Estela Oza, eran socios, con la tapadera correspondiente. Brinco, por su parte, quería que el Vaudevil fuese un regalo de lujo para Leda. Llegó a imaginarla como una gran madame, gobernando todo desde su despacho con pantallas para controlar cada rincón. Las salas, los reservados, pero también las habitaciones. Ella tenía carácter, ambición y estilo. Qué hostias. Tenía más estilo, un encanto salvaje, ese pelo castaño rojizo que capeaba el temporal, que la muy mona Estela Oza. Pero las cosas se torcieron. Como estaba previsto, él puso su parte. Buscó dónde y compró mujeres. Porque era así el negocio. La gente piensa que las putas van por ahí de tour como turistas. Pues no. Hay que ir a subasta. Hay que mirar las dentaduras. Hay que competir con otros compradores. Hay que domar a las indóciles. Y a las dóciles también. Y hay que protegerlas. Digámoslo así, chacho. Eso fue cosa de Brinco. Él cumplió. Trajo la carne.
La inauguración había sido espectacular. Había presencias sorprendentes, incluso gente fina, de esa que Brinco era consciente de que miraba hacia otro lado para no saludarlo por la calle. Y todo fue asombro, pasmo, cuando entraron en la terraza cubierta, con la gran columna cilíndrica y transparente llena de colibríes en vuelo suspenso alrededor de la serpiente de flor de la buganvilla. Y en el reservado, donde había lugar para el juego de naipes, pero sobre todo para una apuesta exótica que al principio causó sensación en hombres y mujeres. Un acuario en el que competían pequeños peces guerreros. Los dragones rojos. Una especie de animador, con chaqueta de raso brillante, iba reponiendo los muertos despedazados y cantando las apuestas. Y en el escenario, con el Chevrolet Eldorado de fondo escenográfico, con la chapa más refulgente que el raso del animador, un show anunciado como el verdadero cabaré Tropicana.
Pero algo estaba fallando, en medio del bullicio. Brinco preguntó por Leda varias veces, hasta que envió a Invernó a buscarla al Ultramar. Ella acudió. Se disculpó por el retraso. Asuntos domésticos. Y su llegada no pasó inadvertida, con ese aire genuino de la elegancia peligrosa, y a Brinco le cambió aquella cara de andar buscando un diente caído. Hubo, sí, una ausencia comentada, en especial en los círculos menos informados. ¿Y Mariscal? Pero ni Víctor Rumbo ni sus allegados se hicieron esa pregunta. El Viejo no gustaba de aglomeraciones. Andaría por ahí, flotante, el ojo panóptico, calculando el momento en que el vacío demandaría su voz.
Leda no volvería nunca al Vaudevil. Brinco se dio cuenta muy pronto de que ella eludía cualquier conversación sobre ese asunto. Había decidido que no existía. Y para él, por el contrario, aquel gran letrero de neón azul, con la mascota de la calandria rosa pestañeando en arco, por encima de las letras, fue alcanzando una fuerza hipnótica. Se veía allí, el letrero, en la ladera, y desde cualquier punto del valle, enfrentándose a la hosca noche del mar.
La marea de señoritos pronto desapareció del Vaudevil. Entre los socios, sólo el abogado Mendoza se dejaba ver de vez en cuando. Por fidelidad. Le gustaban las tías y tenía la oportunidad de follar gratis. Aunque más concurrido, la clientela del Vaudevil acabó siendo la habitual de los locales de alterne de la zona. Jóvenes de juerga. Viejos solitarios con pasta. La gente del contrabando, reconvertidos a la farlopa. Sobre todo los días gloriosos que seguían a una gran descarga.
– ¿Quién es ése? ¿Belvís? No me jodas. Pero ¿a ése no le andaba el viento por las ramas? ¿Cuándo salen las maraqueras?
Sí, es Belvís, el ventrílocuo, el hombre orquesta, con su compañero el Pibe. Los fines de semana» Víctor Rumbo seguía programando actuaciones. Ya nada de aquellas bombas de los primeros tiempos. Ahora lo normal, alguna veterana melódica, seguida de una pareja con número erótico. Un día vio a Belvís. Bajaba del autobús, en el crucero del Chafariz. Iba con una maleta. Él paró el Alfa Romeo y le dijo: «¡Sube, Fenómeno!». Y Belvís contento, porque le llamó Fenómeno y porque siempre le gustaron las máquinas veloces.
– ¿Qué fue de Charles Chaplin? -preguntó Brinco.
Belvís lo miró con sorpresa. La verdad es que ése era el modo natural de mirar de Belvís.
– ¿El Pibe? El Pibe está ahí, en la maleta. Él estar está mejor en Conxo. Tiene más conversación. Pero también hay que salir algo por el mundo.
Y entonces se lo soltó así, de la forma en que hablaba Brinco:
– Pues prepárate. Hoy es sábado. Esta noche actuáis en el Vaudevil.
Así que ahí entra en el escenario Belvís con su maleta. Saluda con una reverencia al Chevrolet Eldorado. No porque esté actuando, sino porque le parece una nave maravillosa con una calandria en el morro. Abre la maleta. Saca al Pibe. Y se sienta en el taburete. Por vez primera mira a la gente. Se da cuenta del bullicio. Porque la mayoría de la gente no le presta atención. Espera que aparezcan las maraqueras. Al fondo hay una gran barra. La mayoría son clientes solitarios de pie, calentando el hielo. Con ojos de cetreros. Estudiando el terreno. Pero también hay una pandilla que ríe y habla en voz alta, por completo desentendida de la presencia de Belvís y el Pibe. Sólo presta atención alguna de las parejas en el segundo círculo de mesas, el más próximo al escenario. Belvís busca a Brinco. Estaba allí, en la esquina, cuando lo empujó al escenario. Antes le había presentado a una joven de ojos muy grandes, que se llamaba Cora. Y él le presentó el Pibe a Cora. En realidad, eran unos ojos grandes para comenzar la panorámica. Pero ahora no hay nadie. Ni Brinco ni Ojos Grandes. Quien está en la esquina es Invernó. El eterno vigía.
– Gracias por su brillante indiferencia -dijo al fin Belvís al público-. Les presento a Carlitos el Pibe. Un intelectual.
– ¿Puedo contar una historia, che?
– Claro, Pibe. Es lo que espera todo el mundo… y que acabes cuanto antes. Es gente muy importante. No puede perder el tiempo con tu inteligencia.
– Pues mira. El otro día escuché una conversación. Sin querer, ya sabes vos que yo escucho sin querer. Esto fue aquí, en Brétema, bueno, tal vez no. El caso es que un tipo le dice a otro: Mira, jefe, no sé qué hacer. El juez me dio a elegir entre un millón de pesetas o un año de prisión. Y entonces el otro le dijo: Hombre, no sé por qué lo dudas. ¡Quédate con la pasta!
– La gente es maravillosa, Pibe. Recuerdo siempre un local como éste, lleno de malavos y pindongas…
– Pero ¿sabes lo que acabas de decir, che?
– ¿Ofendí a alguien?
– ¡Claro! Discúlpate con el dueño. Éste no es un local. ¡Es un club!
– Fíjate en mí también, Pibe.
– No, mejor que en vos no me fije -dijo el muñeco, mirando de lado al ventrílocuo y pegando un pequeño salto-. Me llega con la mano. ¡Ya me coges por ahí, cabrón!
Y fue entonces cuando el Pibe pasó a observar en panorámica, con parsimonia, a aquel público que al fin había reído algo.
– Pero ellos… ¡Viste, viste, che! Ellos están hechos a imagen y semejanza de Dios. ¡Fíjate, fíjate! ¡Qué bromista, el Ser Supremo! ¡Debió quedar recontento!
– Así es. Todos a su imagen y semejanza, Pibe. Eso dice la Biblia.
Y el Pibe buscó y encontró a alguien especial para quien mirar. Un tipo que parecía una caricatura del malhumorado. Le salía una mata de pelos en cada ventana de la nariz que le hacían las veces de bigotito. Muy pobladas, de cornisa, las cejas, tapando unos ojos de ratón. Cada una de las arrugas lucía como cicatriz. Apretaba los dientes, a punto de gruñir. Sentada a su lado, muy seria, una chica. Es a ella a quien se dirige el Pibe.
– Decime, querida, ¿cómo te sentís cuando tomas asiento al lado de Dios? ¿Qué experimentas vos?
La pareja se ríe, sobre todo el hombre. Pero en el grupo del fondo, ajeno hasta entonces al espectáculo, hay un malestar ebrio. Invernó los conoce. Uno de ellos es Lele Toen, uno de los machotes de Carburo, el hombre de confianza de Mariscal. El otro es Flores, a quien llaman el Licenciado. Anda estos días por aquí. Un huésped mexicano de Macro Gamboa. Sabe que es mejor dejarlos. Ya se cansarán. Ya se irán a otro gallinero.
Pero Flores, por alguna razón, había decidido que aquel muñeco no podía seguir hablando. Comenzó la escandalera. Y luego miró fijamente al Pibe, no a Belvís. Lo insultó. Hijo de la chingada, de su pelona madre. Y así. Invernó pensó que era la hora de avisar a Brinco. Estaría ocupado con la de los ojos grandes, pero iba a llamarlo.
– Tranquilo, cuate -le dijo Lele al Licenciado Flores-, es sólo un cómico con un muñeco. Un payaso. Un loco.
– ¿Un loco? ¡A mí no me pone nadie como mecate de cochino!
Belvís dijo:
– ¿Has oído algo, Pibe?
Ojalá no conteste, que no diga nada, pensó Brinco, ya en la otra esquina de la barra.
– Estábamos hablando de Dios aquí con este señor y con la señorita, y alguien al fondo cambió de tema. ¿Quién tiene un lazo para un cochino?
El Licenciado lució un arma. Un pequeño revólver que llevaba ceñido a la pantorrilla, bajo la campana del pantalón. Un cambio de tema. Sin más, apuntó con la automática al muñeco y le disparó en la cabeza. Sonó otro tiro. Ahora el Licenciado gemía, herido, desarmado. Se dolía de la mano que había sostenido el hierro.
– ¡Llévate al gallo antes de que vengan los maderos! -ordenó Brinco a Lele.
– Esto no le va a gustar nada al Patrón.
– Hay que saber mamarse. ¡Y en el Vaudevil mando yo!
Belvís tenía el muñeco en el regazo. Lo acunaba.
– ¿Escuchas, Pibe? ¿No me oyes, che?
– ¡Suerte que no te volase a ti la cabeza!
Brinco recogió del suelo algunas esquirlas de madera.
– Si viene la poli, no digas nada. La boca es para callar.
– Éste sí que es un paraíso… fiscal -dijo Óscar Mendoza al llegar a la fiesta. Y todos entendieron que hablaba en broma. Y en serio.
El pazo de Romance tenía puerta al mar, como quería Leda, pero también una piscina. A estrenar. La puerta del mar daba paso, en realidad, a un edén. Una playa de arena fina y blanca, en la que desembocaba un riachuelo, el Mor, que componía a su paso y por libre un vergel, con una prolongación natural donde el viento distribuía vegetación y dunas. Al otro lado, después del arenal, al abrigo de un acantilado, el antiguo embarcadero de piedra, donde fondear yates y amarrar barcas y lanchas.
Víctor Rumbo convocó a los invitados con unas palmadas. Se le notaba eufórico y consiguió improvisar un saludo hilado por la concurrencia con risas y aplausos.
– Bien, ya sabéis… En realidad, en realidad, el pazo es de Leda. Yo tengo que conformarme con la cama… Pero para Santi también hay algo especial. ¡Seguidme!
Levantó en vilo al hijo, lo montó en los hombros, a horcajadas, y encabezó la comitiva hacia el lugar de la sorpresa. Había un espacio cubierto por grandes lonas azules. Brinco hizo un gesto con la mano de batuta y un violinista comenzó a tocar un vals. Otro gesto indicó a los operarios que era el momento de retirar las lonas, ya con los invitados bordeando el gran rectángulo.
Allí estaba la piscina. Pero no vacía. Del fondo del agua emergió el delfín. Y con él, un murmullo de admiración. Ya no hacía falta batuta. Todos permanecieron en un silencio de asombro, mientras el arco parecía arrancar la música del lomo y la aleta del cetáceo.
– ¿Querías un amigo? ¡Ya tienes un amigo!
Chelín sigue a Leda con la mirada. Consigue llamar su atención. Saca el péndulo del bolsillo y lo acerca al suelo. El péndulo gira. Ella asiente risueña. Sí, es verdad. Es ella quien lleva ahora de la mano al hijo en un paseo en torno a la piscina, hechizados por la presencia del delfín, mientras un grupo de varones, los socios y amigos, rodean a Brinco con las copas del aperitivo en la mano.
– Bien, Brinco, los amigos también tenemos un detalle para ti -dice el abogado con más familiaridad que nunca-. ¡Venga, hombre! Para ti también hay maravillas de la naturaleza.
El grupo se pone en camino hacia el portalón del pazo y Mendoza y Rocha van convocando a los demás a la comitiva.
– ¿Inverno? ¿Dónde está Invernó? -pregunta Brinco.
El abogado da unas palmadas y entonces se abre el portalón. Entra una limusina con los cristales ahumados, a una marcha muy lenta. Justo detrás, un grupo mariachi, encabezado por Invernó, interpreta Pero sigo siendo el rey.
De repente, se abren las puertas de la limusina. Descienden tres chicas. Muy atractivas, vestidas con llamativos trajes de noche. Ceñidos, escotados, brillantes.
– ¡Ahí tienes a tus princesas del Vaudevil!
Ellas hacen honor al recibimiento. Giran sobre sí mismas, con estilo de modelos, y luego besan al anfitrión. Al Jefe.
Leda había oído la música. Había reconocido el canto de la poderosa voz de Invernó. Va a sumarse, con curiosidad, a la fiesta. Santiago juega con otros niños. Así que ella va sola. O casi sola. Chelín la sigue a poca distancia. Sabe, porque la conoce, que va a dar la vuelta, airada, cuando vea la limusina y la escena del recibimiento a las jóvenes del club Vaudevil. Y tiene razón Chelín. Porque Leda se gira, furiosa, y apura el paso hacia la escalinata que lleva a la terraza y a una de las entradas de la primera planta. Chelín se aproxima.
– Espera. ¿Dónde vas?
Lo mira como a un extraño. Como alguien que ha perdido el principio de la realidad.
– ¿Y a ti qué te importa? ¡Me voy a vestir de furcia!
– Leda, tú sabes que siempre te he dado suerte.
¿Suerte? Va a seguir adelante. Uno al que le anda el viento por las ramas. Pero lo mira fijamente. Lo reconoce. Hacía tiempo que no sentía tantas ganas de llorar. No llora. Lo acaricia en la cara con la yema de los dedos. Está delgadísimo. La mirada de niño con púas de acero en la barba.
– Eso es verdad, Chelín.
– ¿Recuerdas cuando buscábamos tesoros? Ahora he descubierto algo. He descubierto que sólo hay tesoros debajo del Océano. Es donde los guardan los muertos y los náufragos. Hay que buscarlos allí. Debajo del Océano. Di, por favor, Océano.
Leda lo escucha con extrañeza e inquietud. A este hombre le pasa algo en la azotea. Vuelve a estar mal. Ha vuelto a caer. Ella no es tonta. No hay nada que la desasosiegue más que el mirar de la desolación. Sonríe y él sonríe. Eso funciona. Luego posa una mejilla en la suya. Cóncavo convexo. Eso también funciona. Océano. Luego un beso. Un pico. Echa a correr y sube como un flash la escalinata.
Chelín murmura: «Un poco de saliva. ¡Qué suerte!».
Brinco llama a Chelín. Lleva de la mano a Cora. -Vas a ver la segunda cosa que más me alegra del mundo. ¿Dónde están las estrellas, Chelín?
Si era una broma, no la entendió. La cabeza está en otra parte. ¿Las estrellas? ¡Ah, sí, claro, qué tonto! Corrió a buscar la lanzadera con los fuegos de artificio. ¡Allá van! Un sol, una palmera, y una gran bengala. Esa lenta extinción del resplandor.
Al bajar del cielo, Cora pestañeó. No quería que los ojos llorasen. Pero los ojos iban a lo suyo. Podía fingir con todo, excepto con ellos. Malditos ojos.
– Hacía tiempo que no me regalaban algo tan especial.
Víctor Rumbo entró en el dormitorio. Encontró a Leda, en pijama, sentada ante un espejo. Alisaba el cabello con un cepillo de manera compulsiva.
– ¿Qué pasa, nena? Todo el mundo pregunta por ti. Desapareciste de repente.
– ¡Qué más quisiera, desaparecer! Deberías haberme dicho que ibas a traer el harén de putas a mi propia casa.
– Leda… Sólo son… empleadas, no me jodas. Empleadas de nuestro club.
– ¿Empleadas? ¿Nuestro club? Me das asco cuando hablas así.
– ¿Qué prefieres, que les llame putas y sólo putas? ¡Puta pa aquí, puta pa allá! ¡Están aquí porque quieren! Vete, ábreles la puerta y diles que se vayan. ¡A ver cuántas se van!
– Como los perros. ¡Los perros tampoco se van, eh, Brinco! Pero ¿por quién cono me tomas? Compráis a esas chicas como ganado. ¿Cuánto te costó ésa?
– ¿Ésa? ¿Qué ésa?
– Esa. A la que le falta un dedo en el pie derecho.
El dedo. El puto dedo del pie derecho. ¿Para qué vendría con sandalias? Ya se lo había dicho. No andes así, nena, pareces una esclava, hostia. Parece que fui con un machete, cortando dedos por ahí.
– Yo no corté nada, hostia. Ya venía cortada.
– ¡Ah, claro! Entonces la compraste ya marcada. Me llevo ésta, la amputada. ¡Qué bueno eres, Brinco, me cago en la puta madre que te parió!
– Sí, algo sé de putas…
Estalló, enfurecido. Iba a llevarse una bofetada con los cinco mandamientos. Abrió un cajón de la cómoda, removió bajo la ropa y sacó una de las biblias encuadernadas con funda de piel y con un cierre de cremallera. Sagrada Biblia. La abrió y la arrojó encima de la cama. Al moverse las hojas, se derramaron sobre la colcha billetes de cien dólares.
– Una Biblia por cada una. ¡Echa cuentas!
Leda no podía bajar. Estaba indispuesta. Algo que había comido le sentó mal. Otra vez la cantinela. Sí. Algo que había comido. O bebido. Sí, tiene que cuidarse. Víctor Rumbo fue despidiendo a todos los convidados. Algunos, ebrios. Como Chelín. Estaba pelma, el Chelín.
– Brinco, sabes que siempre, siempre, te he dado suerte.
– Sí, hombre, sí.
– ¡Siempre!
– Siempre. Casi siempre.
Pablo Rocha le preguntó si había invitado a Mariscal. Sí, claro que lo había invitado. ¿Y por qué no había venido el Viejo?
Y entonces él señaló un monte en la noche. Dijo:
– Mira, Pablo. Mariscal estará allí arriba. Viéndolo todo. Feliz y solitario como un lobo.
Llegaron varios recados de Mariscal. Nada del caso Flores. Si el Licenciado no sabe mamarse, que aprenda. Ése era el mensaje. Pero había otro problema. Un verdadero problema. Mariscal quería verlo. Y fue al Ultramar. Se trataba de un asunto que empezaba a oler mal. Pero ¿qué olía mal? El dinero. En relación con el dinero, Víctor Rumbo sabía que el mal olor sólo significaba una cosa. La falta del dinero.
– Ese pago está hecho. O en camino. Me consta.
– ¿Los dos tercios de Milton? No estés tan seguro. ¿Quién era el correo?
Sintió un sudor desconocido en la frente y que las gotas se deslizaban por las cuencas de la nariz. Pensó rápido. No respondió a la última pregunta de Mariscal. Dijo: «Voy a asegurarme».
– Eso está mejor.
Habló con Chelín. Tardó en llamarlo, pero al fin llamó. Había tenido un problema. Había llegado tarde a la cita. El sabía que era en Benavente, pero calculó mal el viaje. Perdió la pista de los mensajeros. Pero Chelín estaba bien. Mantenía el control. Hablaba con seguridad. Ya había arreglado una nueva cita. Ya tenía las coordenadas. Todo estaba resuelto, Brinco. Tranquilo. El pago iba a ser en Madrid. Para compensar la molestia.
Pasó el día siguiente en el Vaudevil. Esperaba una llamada de confirmación por la noche. Eso era lo acordado. Pero quien llamó fue Carburo. Nadie había acudido a la cita de Madrid. Brinco puso en movimiento a Invernó, a Chumbo, a tododiós. Incluso decidió hablar con Grimaldo.
Que localizasen a Chelín. No, no que llamase. Que lo trajesen. Traerlo ya. Por las buenas o por las malas. Agarrado por los huevos. Como fuese.
Pero a Chelín se lo había tragado la tierra. Pasó mucho tiempo. Tres días eran demasiado tiempo. El mundo entero puede perder el sentido en menos de tres días. Y estaba ocurriendo. Llegaban señales cada vez más ruidosas. Retumbos. Y entre los más nerviosos, eso lo fastidió, Óscar Mendoza.
Había bebido de más. Esa noche y las anteriores. A ver si una resaca curaba la otra. Salía del Vaudevil con Cora. Se le había metido en la cabeza una de esas estúpidas ideas maravillosas. Llevarla a un lugar especial.
Bueno. Tampoco había bebido tanto. Iba bien. Sí, estaba mejor. Vamos, nena. Va a ser una noche especial. Cuando se disponía a abrir la puerta del suyo, lo sobresaltó el frenazo de un auto. A su altura. Bajó Invernó y abrió la puerta de atrás. Desde el interior, Chumbo empujó a Chelín.
– Aquí lo tienes -dijo Invernó-. Lo pillamos en Porto. A punto de subir a un avión.
– Avisó un amigo del Pelucas -dijo Chumbo.
– ¿Y tú adonde ibas? -preguntó Brinco a Chelín. Mejor dicho, a la mitad de un hombre llamado Chelín.
– A Grecia.
– ¿A Grecia? ¿Y qué cono ibas tú a pintar a Grecia?
– Siempre quise ir a Grecia, Brinco. Lo sabes bien.
Todo hueso. Desde la última vez que lo vio, había ido perdiendo lascas de cuerpo. Tenía el grosor del esqueleto. Pero lo peor era la cara. Aquella cara con los ojos encovados. Mejor, tranquilizarse.
– A ver, Chelín, ¿dónde está la pasta?
– No hay pasta, Brinco. Me hicieron la jugada del avión. Me la robaron. Pensaba que eran ellos y eran otros. Otro cártel.
– ¿Qué cuento es ése, Chelín? -Me tienes que ayudar, Brinco, vienen a por mí. ¡Me quieren matar!
Víctor le remangó con violencia la camisa del brazo izquierdo.
– Pero, tú… ¡Hostia puta! El padre que te hizo. ¡El cono que te echó al mundo! ¿No lo habíamos dejado, mamón, no lo habíamos dejado?
– ¡No me dejes tirado, Brinco! ¡No me dejes!
Se encendieron algunas luces en la calle. El gemir de las ventanas. Las primeras voces de queja.
– No. No te voy a dejar tirado. La culpa no es tuya. ¡Nos vamos de aquí! Seguidme.
Inverno manipuló los machetes de la caja eléctrica para encender los focos del campo de fútbol. La cancha se iluminó. Chumbo tiró un balón desde la banda. Víctor Rumbo llevaba agarrado por el hombro a Chelín. Sin violencia, pero sin soltarlo. Caminaban hacia el área más próxima. Hacía frío en el gran vacío del campo y Cora quedó rezagada, dándose calor con el propio abrazo. Pero el jefe la llamó. ¡Ven, nena! Y ella obedeció con un andar de funámbulo, los tacones hundiéndose en el césped.
– No me jodas, Brinco. ¿Qué hacemos aquí?
– ¿Qué vamos a hacer? ¡Jugar!
Le dio un empujón para que ocupase la portería. Mientras hablaba, iba colocando la bola en el punto de penalti.
– Ganamos muchos partidos juntos, ¿recuerdas? Eras un portero macanudo. ¡Bah! Un portero decente. Un tipo en el que se podía confiar. ¿A que sí?
En el centro de la meta, Chelín tenía un aire náufrago, desorientado. Pero la propia posición determina la figura del arquero. También el cuerpo del guardameta recuerda lo que fue. Y se recompuso. Un poco.
Brinco tomó distancia para tirar el penalti. De repente, se fijó en Cora.
– Dale tú, nena.
– ¿Yo? ¡Yo no sé!
Cora se quitó los zapatos.
– ¡No me jodas, Brinco! ¡Ella que no tire!
– ¡Dale, muñeca!
Cora corrió descalza y golpeó la pelota con toda su fuerza. Chelín intentó pararla. Una estirada brusca, al límite, que lo dejó lastimado. Se quedó en el suelo, quejándose. Gemía.
Los otros se fueron. Los vio irse desde el suelo. De espaldas a él. Los zapatos de Cora. Se balanceaban, colgados de la mano de la chica. Lo único parecido a un adiós. Intentó levantarse, pero su cuerpo prefirió quedar acostado en la calva del césped. Los ojos ahora cautivados por la primera línea correosa e indiferente de la hierba, en el lugar de terror del guardameta.
– Siempre te di suerte, no me jodas.
Carburo componía un extraño personaje solitario en la noche del salón del Ultramar. Con un mandil de peto blanco, estático como cartón piedra, los brazos cruzados, la expresión enojada, clavado delante del televisor. Delante del mapa de isóbaras. Llamaron a la puerta. Antes le gustaba interpelar al hombre del tiempo. ¿Qué sería del hombre del tiempo? Quizás andaba fugitivo por ahí y era él, el hombre del tiempo, el que venía a pedir fonda.
Volvieron a llamar con los nudillos en el cristal. Un repique de pandero. Carburo apartó la cortina y vio que era Brinco. Con alegre compañía. El que faltaba. Abrió en silencio. Él no le hacía fiestas a nadie.
– ¡Buenas noches, capitán Carburo! Venimos a capear el temporal.
– ¿Qué temporal?
Brinco rió. El permanente enfado de Carburo siempre le hizo gracia. Después de subir las escaleras, en el pasillo, abrazó a Cora por la cintura y por detrás. Avanzaron así, con un ligero balanceo, cubiertos y descubiertos por las cortinas que el vendaval hacía flamear.
– ¡Qué bien, qué bien capeas el viento!
A la vista de la Suite, la expresión de Brinco mudó de súbito. Se tensó. Se endureció. Miró hacia atrás.
– ¡Puto viento! ¿Por qué siempre dejarán las ventanas abiertas?
– ¿Qué miras?
– ¡Es el mar!
Cora parecía conmovida, a la manera de alguien que encuentra la imagen de algo que soñó.
– ¿El mar? ¿No estás harta de ver el mar?
Brinco se acercó a la ventana.
– Además, no se ve nada.
Ella sabía que estaba medio borracho. Empezaba a conocerlo bien. La otra mitad se llenaba a veces de pasión electrizada, y otras veces de una oscuridad malsana. En ese punto escupía las palabras. Pero ella no se inmutaba.
– Sí que se ve. Arde.
– ¿Arde, eh? Muy bien, nena. Sigue ahí.
Y siguió allí. Sentada en la cama. Mirando hechizada por la ventana un mar que se veía y no se veía. Víctor Rumbo entró en el cuarto de aseo y encendió la luz, con la puerta entreabierta. Se miró al espejo. El sudor. Aquel sudor desconocido. Se mojó la cara con agua fría. Otra vez. Volvió a mirarse, con el rostro empapado. Levantó el puño para romperle la cara a aquel que estaba en el espejo. Pero al final, desvió el golpe contra la pared. Respiró sofocado, como después de un largo y penoso combate. La frente apoyada en el espejo. Ese frescor.
Cora se acercó a la puerta. Sin empujar. Sin mirar. Sólo un susurro.
– ¿Pasa algo?
– ¡Nada, no pasa nada!
– ¿Nada?
– Todas las noches rompo un espejo de un puñetazo. Es una costumbre que tengo.
Miró para ella de reojo y ella, experta en el significado de los timbres de voz, no fue capaz esta vez de saber si era testigo o destinataria de la hostilidad. Inquieta, se fue hacia la cama, del lado de la ventana, y comenzó a desvestirse.
Brinco salió del baño y fue hacia el lado contrario de la cama, en la penumbra. Se tumbó vestido, boca arriba.
Todo quedó en un silencio mudo. Cora, en un movimiento que en realidad era defensivo, se acercó a él, desnuda, acurrucándose.
– A ti también te trajo el mar, ¿no es verdad?
– No sé, no sé.
– ¡La llave!
– La tiene él -dijo Carburo con mansedumbre. Con aquella mujer sólo sabía obedecer.
– ¡La otra llave!
Todo el viento amontonado durante años en el pasillo, como hierba prensada en un silo, explotaba. La pesadilla reventaba instantánea en sus ojos y abría de golpe la puerta.
Brinco y Cora estaban tumbados en la cama, ambos desnudos. Al oír el crujir de la cerradura, él metió la mano debajo de la almohada, en busca del arma.
Pero ya vio que era Leda.
Leda que traía algo en las manos. Una de las biblias con funda de piel y cierre de cremallera. Leda que abre la Biblia y sacude las hojas para que desprendan sobre los cuerpos desnudos los dólares que cobijan.
– ¿Qué haces?
– La compro. Es mía. ¡Está libre! -gritó Leda.
Agarró a Cora por el brazo y la hizo ponerse de pie. En medio del escándalo, Cora pudo ver lo que había de mar, la pasta cenicienta, la orla oleosa de la espuma. Por el resto, harapos de niebla vagabunda.
Leda la sujetaba por los hombros. Chillaba. Le hablaba de libertad de una forma violenta. La libertad para ella tenía un sentido equívoco. Siempre la utilizaban como una amenaza. Había pasado fronteras, de muía, con preservativos llenos de billetes dentro de la vagina o de droga dentro del intestino. A punto de reventar. ¿Por qué no intentar comprar a aquel policía? La forma de mirarla. Hizo bien en no intentarlo. Estaba en el ajo. Suerte que se dio cuenta a tiempo del gesto que él hizo, de la conexión axial con él tipo que esperaba al otro lado de las cabinas.
– Estás libre, ¿entiendes? No quiero volver a verte por aquí. Te llevas esa pasta y te largas.
Leda soltó a la joven y desde la puerta gritó a Víctor, que se vestía fingiendo calma. Paciencia. Ya pasaría el temporal.
– Y tú, cabrón, ¡pásate por el campo de fútbol si aún tienes huevos!
Ella ya había desaparecido por el pasillo, desvanecida en las eternas cortinas ondulantes, cuando él tomó conciencia de lo que había oído.
– ¿Qué quieres decir? ¡Leda, espera!
Había vehículos de la policía y sanitarios aparcados en la puerta principal del campo de fútbol, así que se desvió en el cruce de A de Meus y giró a la izquierda, por la costa, hasta el mirador de Corveiro.
Desde allí se podía ver el campo de fútbol. El que en su presidencia había sido bautizado como Stadium el día que se inauguró la tribuna cubierta, con palco de autoridades. Desde la lejanía, parecía una mesa de futbolín, con figuras que se habían desprendido de los hierros y tomaban vida. En realidad, los ojos no querían ver. Agarró los prismáticos, no para acercarse sino para tener algo en medio, entre los ojos y lo otro.
Del travesaño colgaba ahorcado Chelín.
Se detuvieron para desayunar algo en el local de África. Un pequeño bar y tienda que hacía esquina entre la carretera de la costa y la pista que llevaba a la nave frigorífica. Nada más llegar, y antes de servir los cafés, la señora África le hizo un gesto a Brinco para que se acercase a la barra.
– Tienes clientes desde muy temprano. Se metió un jeep por la pista.
– ¿Los dos de siempre? -preguntó él con retranca.
– No. Ni son policías ni son de aquí.
Brinco siempre agradecía esas informaciones sin fallo. Y sabía pagarlas. Invernó conducía el Land Rover y los acompañaba Chumbo, sentado detrás. Cuando llegaron a la curva que deja ver el faro de Cons, y antes de divisar la nave, construida sobre un relleno de la marisma, Brinco mandó parar. Indicó a Chumbo que se bajase.
– Échale una mirada al paisaje.
No hizo ninguna pregunta. Sin más, se metió por un sendero entre matorrales y hacia los peñascos de la colina.
Cuando conducía él, a Brinco le gustaba ir muy despacio para gozar de la visión de la valla publicitaria donde aparecía el emblema de la empresa. Un pez espada cruzado con un narval. Y debajo la alianza de las iniciales B &L Congelados / Frozen Fish. En esta ocasión, Invernó también conducía despacio, pero la atención de Brinco estaba puesta en la explanada de la nave donde no se veía ningún vehículo. Se habrán ido, pensó. La vieja no se daría cuenta.
Víctor descendió del jeep e hizo tintinear las llaves como un cascabel. De repente, dejó el juego y miró a Invernó.
– ¿Y los perros? ¿Por qué no ladran los perros?
Los dejaban sueltos, en el interior de la nave. Pero siempre los recibían con excitación, ladridos y roncos gemidos de alegría tras el portalón metálico. Reconocían de lejos el sonido de los motores de sus coches.
Silbó. Los llamó por su nombre. ¡Sil, Neil! Y ésa fue la señal involuntaria. Se abrió la portezuela lateral y salieron con las armas listas, pistolas con tulipa, dos tipos fornidos. Invernó había tomado una distancia de seguridad. También empuñó su hierro. Pero de la esquina derecha de la nave, de detrás del depósito de gas, salió otro membrudo apuntándole con una recortada.
Gente de oficio, bien adiestrada. El trabajo de una Oficina.
Brinco había calculado mal los tiempos. Pensaba que tenía margen para los dos tercios. Pero mientras enviaba mensajes tranquilizadores, ya la Oficina se había puesto en marcha.
Lo empujaron hacia dentro. El tipo de la escopeta se quedó abajo, en la nave, custodiando a Invernó después de amarrarlo. Los dos perros, el pastor alemán y el dóberman, yacían muertos. Parecía poca sangre para tanto silencio.
Los otros dos fueron con él, con Brinco, uno delante y otro detrás, escaleras arriba hasta el despacho. Miraron los relojes. Tal como le ordenaron, marcó un número de teléfono.
– ¿Diga? Aquí Milton.
Quien hablaba subrayó el nombre a propósito. No fuera a ser que a su interlocutor se le escapase otro. El mismo que repicaba en la cabeza de Víctor Rumbo.
– Milton, éstas no son maneras.
Uno de los asaltantes, situado a sus espaldas, lo apresó de repente por el cuello con una especie de alambre. Sintió que penetraba en la piel. Que hacía surco. Víctor, dolorido, hizo un movimiento instintivo de resistencia.
Balbuciente, golpeó con los codos, pero el asaltante que tenía enfrente le puso el cañón del arma entre las cejas. El otro aflojó. Y el que apuntaba le ordenó de nuevo atender el teléfono.
– Ah, material musical. Una cuerda de piano. Regalo de la casa. De lo mejor para afinar. Son profesionales. Tú también eres un profesional. Ya está.
Brinco pasó la mano libre por el cuello. La sensación de que un filamento invisible seguía ceñido. La huella digital de la sangre.
– Escucha, Milton. Tuvimos problemas con el socio. El hombre que iba a hacer el pago era de confianza. Nunca había pasado esto. Perdió la cabeza.
– Claro, claro. De eso se quejan allá. No quieren que se repita. Nosotros tratamos con gente seria, no con chichipatos de las esquinas.
– Estaba averiado de los cascos. Ayer se ahorcó. Puedes comprobarlo.
– No nos montes vídeos. Es una historia muy triste. Mejor no la airees más. Tapa el agujero y en paz. Tienes con qué.
– De acuerdo, de acuerdo… Se mató, ya lo sabes. Creo que fue mía la culpa. Le apreté las tuercas y…
– El mundo es un valle de lágrimas. ¿Para qué andar con una lápida al cuello? Voy a despedirme. Este es un teléfono público. Y viene gente. Pórtate como un man, ¿vale?
Brinco miró de refilón el reloj del despacho.
– Tienes razón, Milton. No hay que ahogarse en un vaso de agua. Voy a atender a estos caballeros como se merecen.
Colgó. Se llevó otra vez la mano al cuello. Respiró hondo.
– Bien, vamos a arreglar esta deuda, afinador. ¿Habéis matado a los perros, verdad? Pues justo debajo de la caseta de los perros hay un zulo con pasta.
Salieron del despacho. La nave estaba desierta. Comenzó a elevarse el portalón metálico. Los dos sicarios no tuvieron tiempo de preguntarse qué estaba pasando. Chumbo, Inverno y media docena de tipos armados con automáticas los rodearon, desarmaron y derribaron para atarlos.
– ¿Dónde está el de la escopeta?
– Está ahí dentro, tomando el fresco -dijo Invernó señalando una de las cámaras frigoríficas.
Brinco rebuscó en el bolsillo del que lo había agredido. Encontró lo que buscaba.
Tensó con las manos la cuerda del piano.
– ¿Sabes? Antes sentí un placer especial. Algo que nunca había sentido.
Milton decidió hacer esa llamada reservada para una situación límite.
Si la felicidad es ir del frío al calor, él había viajado en sentido contrario. De un sudor caliente, el de la atmósfera de la cocina del restaurante de un gran hotel, y también el de la euforia de quien tiene poder de intimidación y lo ejerce, al sudor frío de quien presiente un grave desarreglo en el orden en que vive. De chaval, él había vivido en Moravia, en un poblado levantado sobre una montaña de basura. Creció encima de los restos y desechos de los barrios ricos de Medellín. Allí el suelo del hogar desprendía por las grietas un olor pegajoso, el metano que emana de la descomposición. Los sentidos aprenden. Descartan el olor dominante para percibir el resto. Pero llega un día en que el metano arrasa con todos los olores laboriosamente construidos. Y arde el poblado. Arde Moravia.
Por eso él tomaba decisiones rápidas, un «¡Hágale!», cuando le llegaba un olor a metano. Como ahora. Tenía un teléfono en la cocina, ese al que estuvo atento en las últimas horas. Decidió seguir todas las cautelas. Se quitó la vestimenta de jefe de cocina, se puso una funda y una chaqueta. Metió el cargador en la automática.
– Vuelvo ahora. Presten atención al teléfono. No se me duerman.
Hizo la llamada desde una cabina pública, en una plazuela contigua al Corunna Road Rest VI. No sabía quién era Capicúa, pero sí sabía que funcionaba. Respondió. Sí, señor. Aquí Milton. Desde Madrid, sí. Era un caso de emergencia. Había perdido la pista de unos hombres que envió a Galicia. Eran sus mejores arcángeles, eso no lo dijo. Iban a cobrar una deuda. Un trabajo de Oficina. Habían quedado en llamar. Un plazo límite de doce horas. Pero ya llevaba día y medio sin noticias de ellos. ¿El deudor? Grupo Brinco. En Brétema.
Ahí notó un silencio. No sabía muy bien a qué olía aquel silencio, porque en su cabeza dominaba ahora el metano.
Recibido. Gracias por la información. Ante todo, mucha calma. Ningún ruido.
En el hall del hotel, un recepcionista lo alertó con un ademán, salió del mostrador y fue hacia él apresurado.
– ¡Jefe! Llamaron aquí, a recepción. Una llamada extraña. Dicen que dejaron el piano en la puerta del almacén.
– ¿El piano?
– Eso dijo. Nada más. Un piano para Milton.
Sí. Todo aquello tan limpio. El olor era a metano.
– ¡Llama a cocina! Que vengan todos los hombres a la entrada del almacén. ¡Con las herramientas!
El acceso al almacén era por un callejón que se abría en patio al llegar a la parte trasera del hotel. El grupo de hombres de Milton tomó posiciones en ese espacio, también a la entrada de la calleja. Lo único que había en el medio, depositada en el suelo, era una caja de embalaje. El agua escurría por las juntas de las tablas. Dos metros de largo y medio de ancho, más o menos. Todo lo que necesita un hombre que viene en hielo para devolver una cuerda de piano.
Invernó se comunicaba con Chumbo por medio de un walkie-talkie. Ocupaba una posición de sombra en la puerta al mar del pazo de Romance. Centinela protector de Leda y Santiago. El niño nadaba, o jugaba a nadar, con unas gafas de bucear. El agua, por la cintura. Cada inmersión iba seguida de una fiesta de gritos y gestos para llamar la atención de la madre.
Leda lo observaba. Correspondía. Estaba allí sola, sentada en una toalla sobre la arena, vestida con una camiseta estampada que parecía convocar toda la brisa de la playa.
En una barca amarrada al antiguo embarcadero, vestido con ropas de mar, simulando ser un pescador que preparaba las nasas, tenía su puesto Chumbo. Con un Winchester a mano, disimulado en la cubierta.
Había otras dos personas ocultas, pero que figuraban en aquella obra en marcha. Malpica y Mará, en una duna, tras la pantalla de herbal del barrón. Las noticias, todavía imprecisas, de ajuste de cuentas en el círculo de Brinco los habían llevado allí, a aquella posición oblicua, con la esperanza de que el lugar idílico del pazo de Romance fuese un imán para la trama. Pero el capo no estaba a la vista.
Mará murmuró con ironía a Fins: «Todo el mundo pendiente de la dama de los naufragios».
Y la dama de los naufragios pendiente de todo. La cegó por un instante la incandescencia del sol sobre el agua. Fue reconstruyendo todo. Lo primero, el niño. La tranquilizó su jovial saludo desde el agua. Llevaba días así. Activado un sentido interior que la mantenía alerta. Armada de inquietud. Escudriñando cada rincón, intentando traducir cada ruido a rumor, a una información.
Un buzo emergió a babor de la barca donde se encontraba Chumbo. Él está de espaldas en ese momento. Cuando se giró, alarmado por el chapuceo, el buzo le disparó un arpón en el pecho.
La realidad es una corteza. Hay un mundo oculto. Y en ese mundo que no está a la vista luchan fuerzas que para ella tienen formas de corrientes, de ángeles submarinos. Durante años, el mar le envió buenas señales. Incluso cuando aquel accidente, cuando la explosión hundió el barco de Lucho Malpica, el padre se salvó. El padre que apenas sabía nadar. La corriente que lo llevó en brazos, después de irse despellejando de roca en roca, al fin lo posó en la playa, allá muy al norte, en la ensenada de Trece.
Leda se levantó agitada. Recorrió el paño de lame del agua, las partículas destellantes, aquel trabajo de platería infinita y efímera que una mano de viento labraba en el mar soleado. En el cuerpo abierto de Leda se abrió paso Nove Lúas. Y Nove Lúas sintió aquello como el lugar del terror. Leda no era capaz de gritar. Corría y podía oír un son averiado y pegajoso. El silbido de su ahogo.
Al fin, Santiago emergió. Levantó las gafas de buceo y sacudió los brazos para saludar a la madre.
– ¿Cuánto tiempo aguantas sin respirar?
– ¿Qué dices?
– ¿Que cuánto tiempo puedes estar sin respirar?
Leda oyó el ruido de un bramar violento. Lo identificó pronto. Se abría paso desde el horizonte palafítico de las plataformas mejilloneras. Era una planeadora y se acercaba a toda máquina a la ensenada del pazo de Romance. Invernó asomó de su escondite de vigilante, en la puerta que abría el muro a la playa. Con su transmisor intentaba hablar con Chumbo, pero éste no respondía. Lo que oía por el aparato era el refunfuño del mar. Lo más extraño es que Chumbo está allí, en la barca. Podía distinguir de lejos su silueta. Estaba de espaldas a él. Estaría escudriñando la naturaleza del sonido perforador que se cernía sobre la ensenada.
Decidió exponerse e ir hacia donde se encontraban Leda y el niño, mientras trataba de establecer la comunicación.
– ¿Chumbo, escuchas Chumbo? ¡Cambio!
Al otro lado, sólo el sonido de una interferencia semejante a un zumbido.
Una mordida de metal muy ardiente le hace añicos el hombro. Otro proyectil para caza mayor le astilla la cabeza.
¿Cómo podía Chumbo matar a Invernó? Incluso para matarlo, le pediría permiso.
Pero allí estaba, disparando desde la barca con el rifle. El cuero de Judas.
En lugar de seguir la fuga, Leda hizo algo sorprendente. Agarró la automática de Invernó, protegió al niño detrás de ella, y apuntó al lugar de la traición. Que viese aquel cerdo de qué madera podrida estaba hecho.
– ¡Chumbo, hijo de puta!
Pero el tirador respondió apuntando con toda parsimonia con el rifle de precisión. Leda fue consciente de que su reacción era absurda y de que no tenía escapatoria. Chumbo era parte del enemigo. El tirador no iba a atacar a la planeadora que ya lo ensordecía todo.
Agarró a Santiago por el brazo y corrieron descalzos en la arena. La arena que tanto la quiso parecía sujetarla ahora por los talones. Cuando el niño cayó de rodillas y ella trató de arrastrarlo, Leda recibió, incrédula, una ayuda desde el mundo oculto.
– ¡Túmbate con él y no te muevas! -gritó Malpica.
Esperaron a que la potente motora maniobrase en la orilla. Traía tres tripulantes. Dos de ellos se dispusieron a saltar, mientras el tercero mantenía el gobierno de la bicha.
– No los quieren matar, los quieren secuestrar -dijo Mará.
Era el momento de disparar. Y de que el mar echase una mano milagrosa. Que multiplicase los retumbes disuasorios. Como a veces hace.
El doblar de las campanas tenía que abrirse paso en el alboroto de las gaviotas. Un chillar chismoso sobre el camposanto de Santa María de Brétema.
– Éstas andan detrás de la gente, a ojear y largar improperios.
El viejo marinero miró al cielo con desaprobación. Era uno de los pocos que no llevaban corbata, al igual que el Compañero. El último botón de la camisa le apretaba la nuez. Al levantar la cabeza, se tensaron los picos blancos del cuello. Vestían muy parecido, de traje negro y chaleco, pero ésa, la del último botón, era una diferencia. El Compañero llevaba el cuello abierto. También había una gran diferencia en la blancura y en la forma del cabello. A uno le hacía una especie de cresta que terminaba en mata picuda, semejante a una mecha de hilo, sobre la frente. Surcado de arrugas, su vejez parecía, no obstante, más intemporal, de vuelta de otro tiempo. El cabello de su par iba bien peinado, un blanco húmedo, tal vez algo engomado y dispuesto para tapar los claros. Ambos tenían un porte gallardo para la edad. La diferencia decisiva estaba en el andar. La posición de los brazos. Uno de ellos parecía llevar un peso. Un saco. Un cuerpo. El suyo.
– Los cuervos tienen mala fama, Edmundo, pero hay en ellos otro saber estar.
– Por esto de interpretar las aves, me quiso retratar de palabra uno del mismo barco, en Veracruz: «¡Ándele, mi cuate, que tan pajarero!».
Caminaban despacio, a ritmo de bajamar, atentos a las maniobras de los automóviles, muchos de alta cilindrada, en los que llegaba la mayoría de los asistentes a la ceremonia.
– ¡Mira, Compañero! Burro grande, ande o no ande -murmuró Edmundo.
– ¡Andar, andan, carajo si andan!
Cuando llegaron a la cercanía de los nichos, se situaron un poco al margen de donde se reunía la comitiva.
– ¡Este es uno de los lugares más sanos del mundo! Por eso he vuelto -dijo Edmundo-. El nicho estaba pagado. Desde niño, abonando la cuota de El Ocaso.
– Soleado sí que es.
– ¡Y las vistas que tiene!
Edmundo estaba dispuesto a animar al Compañero como fuese. Señaló el cementerio en panorámica y el contraste con las nuevas construcciones urbanas, que tapaban el mar con irregulares y disparatadas alturas: «¡Mira el camposanto, qué skyline!».
Y luego al oído de su compañero:
– A éstos todavía no les tocaba dormir fuera.
– También vivieron lo suyo. A cien por hora.
– ¡O a más!
Los dos ataúdes estaban casi enterrados por las grandes coronas de flores con cintas. Oficiaba el réquiem el párroco, flanqueado por otros dos sacerdotes, revestidos de sobrepelliz y con estola negra.
– Dadles, Señor, el descanso eterno, y la luz perpetua los ilumine… Y nos ilumine también a todos para que nunca más caiga otra maldición como ésta sobre Brétema.
El gentío rodeaba a los sacerdotes en un ambiente de conmoción. Junto con las caras que más encarnaban el duelo, había otras en las que prevalecía una actitud tensa, preventiva. Ocupando el eje de la ceremonia, enfrente del párroco, don Marcelo, se encontraba Mariscal. Con el gigante Carburo, de palo de mesana.
– Como reza el Miserere mei, Deus, el salmo de la penitencia de David: Tened, Señor, compasión de mí, lavadme de todos mis delitos… limpiadme y quedaré blanco como la nieve.
Mientras oficia, procura no mirar a nadie. Es su costumbre. Pero hoy comienza a ser un día extraño para él. Están llegando signos de una guerra que él quiso ignorar. Por un instante repara en Santiago, el chaval del parche, que está mirando con su único ojo. Un ojo panóptico. Un ojo que todo lo ve. Que todo lo graba. Y él puede ver cómo la madre, Leda, ensortija despacio el pelo del chiquillo. A su lado está Sira. Desde el episodio de la playa de Romance, que se consideró un intento de secuestro, el niño y la madre viven en la fortaleza del Ultramar.
Había escrito de noche lo que iba a decir. Meditó palabra por palabra. Pero está inseguro del guión. Tuvo también una visita, por la noche. Brinco. Está arrepentido por no ser capaz de decirle que no a la idea descabellada del capo. Está avergonzado al cavilar que tal vez esa actitud comprensiva, ¿pusilánime?, tiene una cierta relación causal con el pago del funeral y la generosa donación que allí mismo le hizo. Y en ese andar libre de la mirada, ha ido a dar con otro ser panóptico, la impresión de un ojo único con lentes oscuros, tras la imagen del arcángel de mármol sobre la tapa de un sepulcro. Otro viejo conocido. Fins Malpica, que asiste al rito de la despedida. Recuerda lo que dijo con motivo del entierro del padre: «El mar quiere más a los valientes». Sintió, de verdad, aquella muerte. No era creyente, le había dicho, pero haría un Cristo de primera. Y cuando Malpica murió por la dinamita, él no fue capaz de hacer ninguna pregunta en alto. Le echó la culpa al mar. Y ayudó con su informe favorable a que el hijo se fuese a un colegio de huérfanos del mar. Nunca lo vio en la misa. Sólo una vez, hace poco, acudió a saludarlo. Y estuvo algo impertinente. Preguntando para quién era el mausoleo. ¿Qué mausoleo? ¡Es un panteón! Algo más grande que el resto, eso sí. ¿ Y para quién es? Y para qué lo pregunta, si ya lo sabe. ¿O la familia Brancana no tiene derecho a un panteón? ¡Un palacete!, señor cura, contestó él. Un monumento al dinero sucio. Usted sabrá cómo se ve ese lujo inmobiliario en el más allá, pero tengo entendido que todo empezó de forma bien distinta, con un pesebre en Belén. Ahí tuvo que pararle los pies. ¡A mí nadie me viene a dar doctrina! Y lo tuteó para ponerlo en su sitio. ¿Has acabado? Ya sabes dónde está la puerta.
– El juicio decisivo no es el que imparten los hombres en la tierra. Y así será para nuestros vecinos y hermanos en la fe, Fernando Invernó y Carlos Chumbo. Ellos tendrán que comparecer ante la verdadera justicia. Y en ese Juicio Final la balanza de San Miguel pesará para Dios el valor de las almas. Sabremos el peso de las suyas. Lo que ahora sabemos es que fueron generosos con quienes los rodeaban y también con la Iglesia de Dios.
El sacerdote volvió la mirada hacia la fachada del templo e hizo un gesto afirmativo a un feligrés que se encontraba en la base del campanario.
– Cada año, Invernó y Chumbo hacían sus donaciones para Nuestra Señora del Mar, la Virgen del Carmen. Y fue Invernó quien sufragó las nuevas campanas. Justo es que suenen en su réquiem.
Y de nuevo doblaron las campanas. A Malpica le gustaba ese sonido. Pensó que su prestigio histórico se debe a que no mienten. Y hay otro sonido que no miente en Brétema. El de la sirena del faro de Cons que brama cuando la niebla es tan densa que engulle la luz de la linterna.
En su posición, medio tapado por el arcángel, Fins se quitó las gafas. Miró a Leda. Quiso creer que su gesto tenía consecuencias. Ella también se quitó las gafas oscuras. Con lentitud. Y el parpadeo de los ojos seguía el doblar de las campanas.
– Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá; y todos los que en Mí crean no morirán eternamente. Además, Dios es la luz, lo ve todo, lo oye todo…
A don Marcelo le temblaba la voz, se le veía abrumado, superado por los acontecimientos. Parecía que iba a quedar varado ahí, en ese punto final, en el silencio. Pero, de repente, se transfiguró. No rezaba. Ahora bramaba como la sirena del faro.
– ¡Lo sabe todo! Lo que ocurre en lo más recóndito. En las grutas del mar y en los pozos del alma. Nuestra fe puede tambalearse. Preguntarse un día dónde estás Dios, por qué estás en silencio. Pero Dios… ¡Dios es también el silencio! No se jacta. Actúa en silencio. Y el salmo dice:
Él fue quien hizo morir a los primogénitos de Egipto,
desde el hombre hasta la bestia.
Envió señales y prodigios en medio de ti, oh, Egipto,
contra el faraón y contra todos sus siervos.
Con el salmo, como un depósito de vientos, le volvió la voz con una fortaleza desconocida:
Los ídolos de las naciones son plata y oro,
obra de manos de hombres.
Tienen boca y no hablan,
tienen ojos y no ven.
Tienen orejas y no oyen,
no hay aliento en sus bocas.
Hizo un alto. Hacía tiempo que no le pasaba esto, lo de oír y entender las propias palabras.
– Y así habla Dios. ¡Sin entretenerse! Nos da y nos quita el aliento. Descansen en paz.
Los operarios introdujeron los féretros en los nichos. Las palabras dejaron paso a las rúbricas de las herramientas. El oficiante saludó con apresuramiento a algunos familiares. Esbozó una frase de consuelo que quedó inconclusa. Luego se dirigió a Mariscal.
– La ceremonia religiosa ha terminado. Ahora pueden cumplir su voluntad.
– Gracias, Marcelo. ¿Sabes que ése es mi salmo preferido? ¡Lástima no oírlo en latín! Aures habent et non audient…
– Vino a verme Víctor Rumbo -dijo el cura, cortante-. No me gusta la pachanga que tienen pensada. Estamos en suelo sagrado.
– ¡Un simple homenaje, Marcelo! Invernó tocó toda su vida esa música. Hasta había fiestas en las que iban a caballo. Los Mágicos de Brétema, ¿recuerdas?
– Pues en Brétema, un funeral fue siempre un funeral y una verbena, una verbena.
– Hay que tener paciencia, Marcelo. Recuerda que en Egipto mandan los primogénitos.
– Me voy. Mi trabajo ha terminado.
– Gracias a Dios, tu trabajo no acaba nunca, Marcelo. Tienes que protegernos. Somos tu rebaño. Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis. Un día tenemos que quedar para hablar de Unamuno.
Habían permanecido invisibles. Al tiempo que el párroco se retiraba, del fondo del camposanto surgió un cuarteto mariachi. Sonaba el corrido Pero sigo siendo el rey.
Corrió por el cementerio un murmullo de sorpresa. Algunas miradas reprobatorias. Eso nunca había pasado en Brétema. Todo lo más, y de eso ya se había perdido la memoria, un gaitero tocaba una marcha solemne. Pero, al mismo tiempo que avanzaba la pieza, se fueron recomponiendo los rostros con una emoción no experimentada.
– Si hay buena acústica -dijo Edmundo-, en tres minutos se arma una tradición centenaria.
– Es lo que tiene la muerte -dijo el Compañero-. Que todo lo aprovecha.
Era una sensación reparadora estar en uno de los miradores frecuentados por Mariscal y estar sin ocultarse, al acecho, sino compartiendo la panorámica. Pero aquello que le estaba sucediendo era harto insólito. Le parecía un milagro. Por el personaje que lo acompañaba y por la conversación. Grimaldo había coincidido con él en el aparcamiento próximo a la comisaría. Esperaba que le gruñese un saludo displicente. O no esperaba nada. El caso es que lo que refunfuñó fue un telegrama: «Nos vemos en el alto de Corveito. En quince minutos».
– Sé que no te fías de mí -le dijo, ya en el mirador-. Y haces bien. No te fíes nunca de mí. Pero hoy haz una excepción.
Haroldo Micho Grimaldo también tenía algo de dandi de arrabal, como el Viejo. Un policía soltero, que vivía de único huésped en una presunta pensión, donde era el rey para la dueña, que recibía a cualquier otro candidato como un chori que se había equivocado de puerta. No tenía buena fama, y menos en comisaría. Con la paradoja de ser, o proclamarse, el látigo del vicio. Una de sus funciones era inspeccionar los llamados locales de alterne, un eufemismo que él mismo desvendaba.
– ¿Alterne? Casas de putas, quieres decir.
Abrir se abrían expedientes, pero nunca se cerraba ninguno de los prostíbulos. Sólo cuando había algún escándalo, es decir, peleas con heridos o muertos, que traspasaba la corteza de la noche. Ese control era vital para actuar contra las redes de trata de mujeres. Así que Micho Grimaldo era un cínico. O algo más. Y todos opinaban que algo más.
Siendo así, lo raro en su conducta era que no fuese todavía más hipócrita, con una apariencia de vida ejemplar. Había temporadas en que lo hacía. Los días virtuosos, como decía él. Días en que su lengua, por cierto, se afilaba más, como navaja de barbero. Pero luego caía en el desaliño. Andaba de ronda, eso decía, de local en local, dando tumbos, con la presencia repelente de un perfumista. Si sus compañeros lo soportaban era porque estaba a punto de jubilarse. Y porque sabía mucho. O eso se suponía. En tiempos, había formado parte de la Brigada Político Social, la que perseguía a los opositores a la dictadura. Había actuado en Barcelona y en Madrid. Luego volvió al lugar natal. De sus padres había heredado una casa de labranza, rehabilitada, en una aldea de Lugo, que casi nunca pisaba. Había encontrado otra identidad apasionante en la tarea antivicio. La de putero.
– ¿Te fías o no? No me gustan los silencios sabios.
– Adelante, Grimaldo -dijo Malpica.
En el crepúsculo, la ría tenía la coloración de la lava destilada por el sol, y que ahora ardía hacia la profundidad. A sus espaldas, la oscuridad se deslizaba sigilosa por las hojas de los eucaliptos.
Grimaldo agarró un palitroque y se puso a dibujar un plano en el suelo de tierra. El eje era el río Miño. Trazó el puente de hierro de Tui. Pese a las condiciones, había una voluntad de precisión topográfica en el esbozo. Marcó con puntos las principales localidades a los lados de la frontera y los unió con las líneas que simulaban los trayectos.
– Este domingo va a haber una fiesta -dijo-. Una fiesta importante. Con la disculpa de una boda. No muchos invitados, pero muy selectos. Y la fiesta va a ser aquí, en el norte de Portugal. El lugar se llama Quinta da Velha Saudade. No muy lejos, hay una antigua cantera. Para llegar a ella, existe un camino de acceso con un desvío que conduce al depósito de la maquinaria abandonada. Es un buen escondite para el coche. Tienes que trepar un poco, luego atravesar el bosque, en paralelo a la ruta. Al otro lado de la carretera, justo después de una curva, está la mansión. Con altos muros. La gran balconada orientada hacia el río. Para los coches, un portalón metálico, de apertura automática. Para salir, tienen que hacer un stop. Por la curva.
Se había doblado para dibujar en el suelo y se enderezó despacio, apoyándose en la cadera. Clavó la mirada en Malpica:
– ¡Tú tienes que estar allí! De furtivo, claro. Guarda todo bien en la cámara. Y no te digo más.
– ¿Tú vas a ir a esa fiesta?
– Bueno. Ya te dije que era una fiesta importante -respondió con sorna.
El hombre grueso, adiposo, que diría Mará Doval, pareció adelgazar carcomido por las sombras. Borró con las suelas el mapa. Luego buscó en el mar una última brasa del poniente.
– Hoy he tenido dos noticias médicas. Una mala, la de que padezco un cáncer. Y otra fantástica. Que la enfermedad va muy, muy rápido.
Abrió la puerta del Dodge. Antes de arrancar, se volvió a Fins. Dijo, ya sin tutearlo:
– No confunda la confianza con la compasión. Si le he contado esto, no es por salvar mi alma. Es por usted. Me consta que no se ha vendido.
Salió a la carretera conduciendo muy despacio, y luego dejó ir el coche cuesta abajo, en punto muerto. Todavía tardó un trecho en encender las luces.
Desde su escondite, Malpica había fotografiado todas las salidas de autos de la Quinta da Velha Saudade. Con el teleobjetivo había conseguido distinguir a Tonino. Después a Mariscal, con Carburo de chófer. Hubo un largo intervalo en d que los ocupantes eran personas desconocidas, la mayoría jóvenes, con aire festivo, y con probabilidad simples invitados. Hasta que apareció otro automóvil conocido. El Alfa Romeo en el que viajaba, solitario, el abogado Óscar Mendoza. Le pareció que permanecía demasiado tiempo parado en el stop, incluso cuando no circulaban coches por la carretera. Al fin, arrancó en dirección a la frontera.
No tardaría en ponerse el sol. Ya no le molestaba en los ojos. Por el contrario, aquella belleza emigrante era el mejor agasajo del día.
Malpica miró el reloj. Pensó en marchar, pero algo lo retuvo. No tenía que ver con el exterior, sino con su mente, influido por la larga espera ante una puerta que se abre y que se cierra. Y lo que ocurrió en su mente no fue una ausencia por el pequeño mal, sino el recuerdo de la ausencia. Lo que le pasaba cuando se producía la ausencia. Esos momentos de intemporalidad que, no obstante, eran muy breves. Está viendo a Leda, muy seria, midiendo el tiempo con el cronómetro de los dedos de la mano. Pero esa imagen se mezcla con aquella otra en la que tuvo por vez primera conciencia de verla. Ver la había visto muchas veces, desde niña, pero la primera vez que los ojos advirtieron su presencia y algo los cautivó para que se desentendiesen del resto del universo fue aquel día en que ella se estaba pintando los dedos de los pies. Había encontrado un frasco en la arena, con esa manera que tenía de hacer del andar un desvendar el suelo. El envase es pequeño, cónico, de cristal grueso. En la palma de la mano, y pese al polvo de arena, el hallazgo tiene un proceder animal, una inmovilidad expectante, de ampolla roja, que se acentúa cuando ella lo moja y lo restriega con el pulgar. Y fue y apoyó el pie derecho en la roca, entre las lapas. Era un pie demasiado grande para ella. Tal vez le habían crecido ese mismo día, los pies. Consiguió abrir el frasco que vomitó el mar y con el pincel de la tapa barnizó con estilo las uñas.
– Fueron nueve segundos, señora Amparo -dijo Leda sobre la ausencia.
Ahora que lo piensa, aquella extraña reticencia de la madre, el rechazo que le provocaba la jovencita, podía tener que ver con la información que ella poseía. Ese estar en el secreto. Esa intimidad de medir la duración de las ausencias.
– Tú olvida el asunto, nena -le había dicho un día Amparo a Leda, cuando ella narró la ausencia que le había dado a Fins en la Escuela de los Indianos-. Que no ande en boca del mundo.
Y Nove Lúas respondió, con aquel hablar que tenía de otro tiempo:
– Para mí será como si cayese una piedra al pozo, señora. Por esta boca, nadie lo sabrá.
Volvió a abrirse el portal de hierro, activado desde el interior. Salió un vehículo que le era desconocido. Un auto sorprendente que puso a prueba su enciclopedismo automovilístico. Un BMW muy especial. Sabía que Delmiro Oliveira tenía esa pasión de los clásicos. De vez en cuando salía en un Ford Falcon o en un imponente Chrysler Imperial, con sus llantas con bandas blancas.
Está ahí. En el stop.
Fins enfoca con el teleobjetivo al conductor. A don Delmiro. Luego, al acompañante de los lentes oscuros. No dejó que ninguna idea, ninguna emoción, le llegase al dedo. Disparó. Sí. En su mente, la ampliadora estaba proyectando la imagen sobre papel baritado. Una obra de arte. Para la historia.
Acababa de fotografiar con Delmiro Oliveira, a bordo de un BMW 501, de un Barockengel, el Ángel del Barroco, al teniente coronel Humberto Alisal.
Había un coche accidentado en la carretera. Había ardido. Un GNR, con extintor, parecía contemplar el deambular atontado del humo, sedado por la espuma alrededor de la catástrofe. El guardia se giró e hizo un gesto a Fins Malpica para que prosiguiese su camino. Lo que le había hecho dudar era la visión de la manta al borde de la carretera. Había arrimado el coche a la cuneta. Iba a ver. Un segundo guardinha, el que estaba más cerca del bulto, escribía algo en un cuaderno demasiado pequeño para sus manos y para el bolígrafo. Fins no tuvo que destapar la manta. La cabeza del abogado Óscar Mendoza, con los ojos muy abiertos, aún parecía querer liberarse del resto del cuerpo inerte. No se había quemado. El impacto debió de ser tan fuerte que lo lanzó por delante, por el parabrisas. La sangre de las heridas de la cara comenzaba a tener la densidad de las moscas. Fins Malpica echó una mirada de reojo a las grafías del asfalto. No vio ninguna huella intensa de frenada. Pensó en la mínima piedad de tapar el rostro de Mendoza, pero no hizo caso a la conciencia. La noche se estaba echando encima. Pensó en la cámara fotográfica. En el coche. En largarse cuanto antes.
– ¿Conocía a este hombre?
– No. Ni idea.
– Pues haga el favor. Deje trabajar.
El Viejo sintió un rugido por el asfalto, y una ráfaga de luz perforada en la espalda. Sabía quién era. Podía hacer un retrato de las personas por la forma de conducir.
Y la de Brinco tenía el rostro de la impaciencia. Estaba bien no ser paciente. Pero no la impaciencia. La paciencia de Job fue retribuida. Lástima que esta gente no conozca el Antiguo Testamento. Lo recompensó Yahvé con el doble de todo cuanto poseía. Catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil asnas y mil parejas de bueyes.
Sí, podía reconocer al piloto por la forma de frenar y cerrar las puertas. Todo era velocidad, caballos de potencia. Y luego esa moda de tunear. Mucho lucerío, mucho niquelado. Por la noche, daba miedo, las carreteras llenas de extraterrestres. ¡Aun si fuesen coleccionistas como Oliveira! Eso es amor al arte. Tiene coches de una belleza que hace llorar. El BMW ese, ¡el Ángel del Barroco!
– ¿Qué tal estuvo el entierro? -preguntó Brinco.
– Los he visto mejores. El cura y los mariachis no estuvieron mal.
Avanzó al límite del precipicio y, sin volverse, dijo:
– Alguien atropello esta mañana a la mujer de Mao-de-Morto. El conductor se fugó. Querían matarlo a él, seguro. Pero la mujer actuó como un escudo. Cayó como un bulto encima de él.
– Pobre mujer, ¡ir por delante!
Mariscal ignoró el comentario. Dijo:
– Está muriendo más gente de la que podemos comer.
– Creo que debo desaparecer una temporada.
Mariscal oyó la declaración con alivio. Acarició en el pecho el pequeño Astra 38 Special para que durmiese tranquilo. Luego se volvió.
– Vete lejos, hijo.
– ¿Adónde? ¿Al infierno?
– Si puedes, un poco más lejos.
La luz de la luna proyectaba un resplandor en parte del mapa del suelo de la Escuela de los Indianos. El resto eran tinieblas envejecidas. En el borde claroscuro se movían Leda y Fins.
– ¿Por qué no te fuiste con él? Deberías irte de aquí con tu hijo. Puede pasar cualquier cosa.
– No me invitó.
– A esta hora estará llegando a Río. Vamos a seguirle los pasos. Podré darte alguna información. Sólo para ti.
Leda ignoró la propuesta. Estaba segura de que Brinco no había tomado ese vuelo desde Porto. Habría enviado a otro con su identidad. O se esfumaría en la pasarela móvil, justo en la puerta del avión, con un chaleco de operario de aeropuerto. Lo había hecho ya alguna vez.
Había sido ella quien llamó para verse en la Escuela de los Indianos. Iba a ver si funcionaba el cebo en el anzuelo. Pero no sentía remordimiento. Tenía un homenaje pendiente. Un homenaje al cebo. Y allí estaba. Preguntó:
– ¿Es cierto que también puedes escribir a máquina a ciegas?
– Y eso, ¿qué importa ahora?
– ¡Siéntate ahí! Me gustaría que escribieses una carta para mí. ¿Sabes que hay gente que nunca recibió una carta?
– No tengo ni papel.
– No importa. Teclea de todas formas. Me gusta ese sonido. Yo te dicto: «Querida amiga: ahora que todo es silensio mudo…». ¿Has escrito silensio o silenció?
– Silensio.
– Bien.
A Leda le costaba seguir el juego. Las púas de las palabras.
– A ver. ¿Cómo era? «Ahora que todo es soledad, dolor…» No, eso es mejor que no lo escribas.
Fins retiró las manos del teclado.
– No pensaba hacerlo.
El tejado crujió al modo trágico de la noche. Alguien vertió en chorro un líquido por la lucerna que se desparramó en el mapamundi del suelo y luego arrojó una tea encendida.
Pero no sólo traía fuego.
El rebote de un tiro arrancó un silbido en la máquina de escribir. Malpica se tiró al suelo, desenfundó el revólver y su cabeza buscó por instinto protegerse bajo el pequeño escudo de la Underwood.
– ¡Vete a lo oscuro! -le gritó a Leda.
Desde el techo, el intruso hizo un disparo disuasorio a las tinieblas, pero pronto retomó como objetivo el cuerpo acurrucado bajo la mesa del maestro. Uno de los tiros acertó el hombro de Malpica. Se supo, tuvo que saberlo el pistolero del tejado, porque su rostro quedó expuesto, dolorido, al foco de la luna, a los pies del Esqueleto Manco y la Maniquí Ciega. Pero en la abertura también quedó expuesto el intruso, casi a cuerpo entero, empuñando ufano el poderoso perfil de una Star. Nunca confíes en una automática. El Océano, por el ecuador, se inflamó. Fins disparó el revólver y la Sombra se desplomó como un saco de arena sobre el fuego. Un humo espeso, de volcán sonámbulo, se extendió a ras del mapamundi.
– ¿Dónde estás, Leda?
Gritó varias veces. Sin respuesta. Salió arrastrándose, convencido de que la encontraría fuera. Sana y salva.
Carburo salió a la puerta del Ultramar. Vio el resplandor en la colina.
– ¡Patrón! ¡La vieja escuela está ardiendo!
Mariscal lo apartó. Avanzó unos pasos apoyado en el bastón.
– ¡Está ardiendo otra vez, Jefe!
El refunfuñó sin volverse:
– ¡Ya veo! ¡Ya estoy viendo lo que arde!
Se echó a andar en dirección al resplandor. Más gente iba hacia allí.
Tiene los ojos abiertos. Parece que contemplan la mancha de sangre sobre el mar. Brinco yace muerto en el Océano. Después de las llamaradas de la inflamación, domina ahora un fuego raso, manso y mezquino, que trata de roer la madera noble. Donde más se aviva es en la parte de las tinieblas donde se amontonan los viejos pupitres.
Y desde allí, las llamaradas buscan la techumbre. El humo aturde a los murciélagos, que se golpean contra paredes y vigas, contra los cuerpos del Esqueleto y la Maniquí. Si pudiesen ver, los ojos de Brinco se encontrarían con los de Leda. Ella, un poco más al sur. A la altura de Cabo Verde.
Y desde allí y hacia la Antártida hay un espacio de mapa desensamblado. Leda levanta el tablero, hace palanca con un hierro, y en el lecho del Océano queda al descubierto una maleta de cuero. Está llena de fajas de billetes, salvo en el hueco central. Allí está el nido, con todo el instrumental de «farmacia». Y la pistola Llama. Y el péndulo de Chelín.
Mariscal, con Carburo a un metro de sombra, se acercó al exterior de la Escuela de los Indianos y un gentío se fue aglomerando detrás.
– ¡Apagamos ese fuego, señor Mariscal! -preguntó al fin una voz.
El se revolvió airado. Miró a los presentes. El resplandor de las llamas se reflejaba en los rostros. Y los ojos se iban en pos de las pavesas. Un espejo antiguo del que iba desprendiéndose el azogue. Ese silencio ruin en el que se oye el manducar del fuego. Piensa que todos le deben algo. Todos harán lo que él diga. Pero lo sorprendió un sentimiento desconocido. El miedo que le producía su propia gente.
– ¿Y a mí qué me pregunta? -gritó Mariscal-. ¿Tengo yo que explicar si el fuego se apaga o no se apaga?
El paisano no supo qué decir. Se sentía confuso por la reacción del Viejo. El rencor de aquella voz. Pero todavía más cuando se dirigió a toda la concurrencia:
– ¿Quién soy yo? ¿Quién?
Fue recorriendo los rostros. Pasando revista. Algunos lo miraban de refilón, con temor o distancia. Pero nadie dijo nada. Sólo se oía el roer del fuego en las hendiduras, su forcejeo con la resistencia umbilical de hiedras y muros.
Leda salió de la escuela descalza, con los pies, los brazos y el rostro tiznados. A un gesto de Mariscal, Carburo se acercó a ella y recogió la maleta. Alguien, al fin, se aproximó a auxiliar a Malpica, recostado en un muro, taponando la herida con la mano. Leda lo miró al pasar. Sólo un momento. Nueve dedos. Una ausencia.
– ¿Queda alguien ahí dentro? -pregunta Mariscal.
– Nadie.
Mariscal atravesó la barrera de gente. Parecía andar con dificultad, apoyado en el bastón, pero eso sólo al principio. Cuando Leda se le acercó, él le pasó la mano por la mejilla tiznada, con el mimo de un retratista, y luego la abrazó por el hombro.
– ¡Vamos, nena, vamos!
Detrás marchaba Carburo con la maleta. Mariscal miró de reojo a su sombra.
– ¿Qué llevamos ahí?
– Nada -dijo Leda-. Cosas mías. Sólo recuerdos.
Y Mariscal murmuró:
– ¿Recuerdos? Entonces sí que pesa.