Primera parte

Defiéndete del duende hambriento

que te podría quitar la ropa

y del espíritu junto al hombre desnudo

en el libro de las lunas.

No pierdas nunca tus cinco sentidos

ni te alejes de ti mismo, que Tom está

ahí afuera, dispuesto a pedirte cosas.

Y mientras, canto: «¿Hay comida, alimento,

alimento, bebida o ropa?

Vamos, dama o doncella,

no tengas miedo.

El Pobre Tom no estropeará nada».

La Canción de Tom O’Bedlam

1

Esta vez algo le había dicho a Tom que intentara encaminarse hacia el oeste. Ésa era, suponía, una buena dirección. Si se dirigía hacia la puesta de sol, tal vez podría seguir caminando más allá del horizonte, hasta las estrellas.

Era una tarde de julio. Llegó a lo alto de una loma y se detuvo en un campo arrasado para recuperar el aliento y mirar alrededor. Se encontraba a cien o ciento cincuenta millas al este de Sacramento, en la parte reseca de las montañas, y estaba en el tercer año del nuevo siglo. Decían que éste sería el siglo en que todas las miserias iban a acabar por fin. Tom pensaba que deberían hacerlo, pero no se podía contar con eso.

Justo un poco más arriba vio a siete u ocho hombres ataviados con harapos reunidos en torno a una vieja furgoneta flotante, que tenía pintados en los flancos unos relámpagos rojos y amarillos y estaba cubierta de óxido. Era difícil saber si reparaban la furgoneta, la robaban, o ambas cosas. Dos estaban debajo, hurgando en el motor, y otro manoseaba el filtro de aire. Los demás se apoyaban de modo indolente, estilo propietario, contra la puerta trasera. Todos estaban armados. Ninguno prestó atención a Tom.

—Pobre Tom —dijo tentativamente, probando la situación—. Tom tiene hambre.

No parecía haber peligro, aunque aquí, en territorio salvaje, uno nunca podía estar seguro. Se empinó una y otra vez, esperando que alguno de ellos lo advirtiera. Era un hombre alto, delgado, con el pelo negro y enmarañado, de unos treinta y tres o treinta y cinco años de edad; daba varias respuestas cuando se le preguntaba al respecto, cosa que no era muy frecuente.

—¿Hay algo para Tom? —se arriesgó—. Tom tiene hambre.

No le dirigieron ni una mirada. Como si fuera invisible. Se encogió de hombros, sacó de su mochila su piano de bolsillo, y empezó a golpear las pequeñas lengüetas de metal y a cantar.

El tiempo y las campanas

han enterrado el día.

Las nubes negras ocultan

el sol en la lejanía…

Continuaron ignorándole. Para Tom eso no resultaba un problema; era preferible a que lo golpearan. Podían ver que estaba desarmado, y tarde o temprano le prestarían atención, aunque sólo fuera para deshacerse de él. Es lo que la gente hacía generalmente, incluso los salvajes de verdad, los bandidos asesinos; ni siquiera ellos querían lastimar a un pobre simplón. Más pronto o más tarde, suponía, le darían un trozo de pan y un trago de agua, y él se lo agradecería y continuaría su camino hacia el oeste, hacia San Francisco o Mendocino o uno de esos sitios. Pero pasaron otros cinco minutos y ellos continuaron sin hacerle caso. Era como si jugaran con él.

Entonces un viento caliente y molesto sopló desde el este. A eso sí le prestaron atención.

—Aquí viene la brisa de las malas noticias —murmuró un hombretón bajo y pelirrojo, y los demás asintieron y juraron—. Maldición, justo lo que necesitábamos, viento lleno de porquería.

Se encogió de hombros y se acurrucó, como si eso le protegiera de la radiactividad que pudiera arrastrar el viento.

—Conecta los protectores, Charley —pidió uno con ojos azules y rostro tosco y picado de viruelas—. Hagamos que sople de vuelta a Nevada, de donde vino, ¿eh?

—Sí, eso —dijo uno de los otros, un latino de cara agria—. Eso es lo que tenemos que hacer. Que vuelva allí.

Tom tiritó. El viento era fuerte. El viento del este siempre lo era, pero éste le pareció limpio. Generalmente, podía decir cuándo había radiación en el viento que soplaba de los lugares arrasados por la ceniza. Una sensación tintineante se ubicaba en el interior de su cráneo, desde la oreja izquierda hasta las cejas. No la sentía ahora.

Sin embargo, notaba otra cosa, algo con lo que empezaba a familiarizarse cada vez más. Era un sonido profundo en su cerebro, el ronroneo que le decía que una de sus visiones empezaba a sacudirse en su interior. Y entonces cascadas de luz verde comenzaron a recorrer su mente.

No le sorprendía que esto le sucediera aquí, ahora, en este lugar, a esta hora, entre estos hombres. El viento, a veces, podía provocarle esa sensación. O una luz particular al final del día, o la llegada del aire frío después de una tormenta, o cuando se encontraba entre extranjeros a los que parecía no gustarles. No requería mucho tiempo. Su mente estaba siempre al borde de una u otra visión. Hervían en su interior, listas a tomar el control cuando llegara el momento; extrañas texturas e imágenes encerradas para siempre en su cabeza. Ya no luchaba contra ellas. Al principio lo había hecho, porque pensaba que con ellas se volvería loco, pero ahora ya no le importaba si lo estaba o no, y sabía que combatir las visiones, como poco, le provocaría dolor de cabeza, o si se esforzaba mucho en rechazarlas, incluso perdería el conocimiento. En cualquier caso, no había nada que pudiera hacer para impedir que las visiones se manifestaran. Si intentaba disputar con ellas, era él quien salía mal parado. Además, las visiones eran lo mejor que le había sucedido jamás. Ahora las amaba.

Una se manifestaba en este momento, sí. Una llegaba ahora, seguro. El mundo verde otra vez. Tom sonrió. Se relajó y se entregó a ella.

¡Hola, mundo verde! ¿Vienes a llevarme a casa?

Una luz verdidorada rielaba sobre suaves colinas alienígenas. Oía el ir y venir de un distante mar turquesa. El aire era denso como el terciopelo, dulce como el vino. Brillantes formas cristalinas, todavía indistintas pero aclarándose rápidamente, empezaban a refulgir atravesando la pantalla del alma de Tom: eran figuras altas y frágiles, que parecían vestidas con cristal iridiscente de muchos colores. Se movían con una gracia sorprendente. Sus cuerpos eran largos y delgados, con miembros cristalinos afilados como lanzas. Sus ojos facetados, centelleantes de sabiduría, estaban agrupados en grupos de tres en cada una de las cuatro caras de sus cabezas en forma de diamante. No era la primera vez que Tom los veía. Sabía quiénes eran: los aristócratas, los príncipes y duques y condesas de ese lugar maravilloso.

A través de la visión aún podía distinguir a los siete u ocho hombres que se apiñaban en torno a la furgoneta. Tenía que decirles lo que veía. Lo hacía siempre, dondequiera que estuviese. Tenía que contarle a la gente lo que veía cuando una visión lo asaltaba.

—Es el mundo verde —les dijo—. ¿Veis la luz? ¿Podéis verla? Es como un río de esmeraldas cayendo desde el cielo.

Estaba de pie con las piernas muy abiertas, la cabeza hacia atrás, los hombros arqueados como si quisieran encontrarse detrás de su espalda. Las palabras brotaban de sus labios.

—¡Mirad, hay siete cristalinos caminando hacia el Palacio de Verano! Tres hembras, dos machos, dos de la otra clase. ¡Jesús, qué maravilla! Hay como diamantes por toda su piel. ¡Y sus ojos, sus ojos! Oh, Dios, ¿habéis visto alguna vez algo tan maravilloso?

—¡Eh! ¿Qué clase de loco tenemos aquí?

Tom apenas oía. Aquellos desconocidos casi no le parecían reales ya. Quienes eran reales eran los señores y damas del mundo verde, que se movían esplendorosamente entre reflejos y nieblas. Gesticuló hacia ellos.

—Ésa es la Tríada Misilyna, ¿la veis? Los tres del centro, los más altos. Y ése es Vuruun, que fue embajador ante los Nueve Soles bajo la antigua dinastía. Y ése… ¡Oh, mirad allí, al este! ¡Es la aurora verde! ¡Jesús! Es como si el cielo ardiera con fuego verde, ¿verdad? Ellos también la ven. La están señalando, la miran… ¿Veis qué excitados están? Nunca los había visto excitarse antes, pero con una cosa así…

—Loco perdido, desde luego. Todo un caso. Lo noté a primera vista, en cuanto se acercó.

—Algunos de estos locos se vuelven peligrosos cuando se les pone la mano encima. He oído historias. Se desatan y ya no hay quien los pare. Son muy fuertes.

—¿Crees que éste será uno de ésos?

—¿Quién sabe? ¿Has visto a un loco alguna vez?

—¡Eh, loco! ¡Eh! ¿Me oyes?

—Déjalo en paz, Stidge.

—¡Eh, loco!

Voces. Distantes, débiles, fantasmales, zumbando y revoloteando a su alrededor. Lo que decían no importaba. Los ojos de Tom brillaban. La aurora verde giraba y resplandecía en el cielo como un torbellino. Lord Vuruun la adoraba alzando sus cuatro brazos translúcidos. La Tríada se abrazaba. Una música celestial surgida de alguna parte resonaba ahora de mundo en mundo. Las voces eran solamente un sonidito perdido en el interior de aquella música.

Entonces alguien le golpeó en el estómago, y Tom se dobló en dos, atragantándose y tosiendo y babeando. El mundo verde giró locamente a su alrededor y la imagen comenzó a fragmentarse. Conmocionado, Tom se tambaleó, sin saber dónde estaba.

—¡Stidge, déjale en paz!

Otro puñetazo, esta vez más fuerte, le atontó. Tom cayó de rodillas y contempló con ojos turbios la hierba marrón. Babeó. Había sido un error dejarse caer, lo sabía. Ahora empezarían a darle patadas. Algo parecido le había sucedido el año pasado, en Idaho, y sus costillas tardaron seis semanas en curarse.

—Atontado…, loco…

—¡Stidge! ¡Maldito seas, Stidge!

Tres patadas. Tom se acurrucó, luchando contra el dolor. En un rincón de su mente permanecía un último fragmento de la visión, una forma cristalina, irreconocible, que se desvanecía. Entonces oyó gritos, maldiciones, amenazas. Se dio cuenta de que había pelea a su alrededor. Cerró los ojos y contuvo la respiración, atento al roce interno de hueso contra hueso. Pero no parecía haber nada roto.

—¿Puedes levantarte? —preguntó una voz tranquila poco después—. Vamos. Nadie va a lastimarte ya. Mírame. Eh, oye, mírame.

Temeroso, Tom abrió los ojos. Un hombre cuya cara desconocía, un hombre de barba negra y profundas ojeras, uno de los que habían estado trabajando en el capó, posiblemente, estaba ante él. Parecía tan duro y peligroso como los otros, pero de alguna manera había algo más agradable en él. Tom asintió, y el hombre puso las manos sobre sus hombros y lo levantó delicadamente.

—¿Te encuentras bien?

—Creo que sí. Un poco vapuleado. Algo más que un poco.

Tom miró en torno. El pelirrojo se apoyaba contra la furgoneta, escupiendo sangre y atragantándose. Los demás permanecían detrás, en un semicírculo, con el ceño fruncido.

—¿Quién eres? —preguntó el hombre de la barba.

—Un jodido loco —dijo el pelirrojo.

—Cierra el pico, Stidge. ¿Cómo te llamas?

—Tom.

—¿Sólo Tom?

—Sólo Tom, sí.

—¿De dónde vienes, Tom?

—De Idaho. Voy a California.

—Ya estás en California. ¿Vas a San Francisco?

—Tal vez. No estoy seguro. De todas formas, no tiene mucha importancia, ¿no?

—Échalo de aquí —dijo Stidge, de pie nuevamente—. Maldición, Charley, quita a ese loco de en medio antes de que yo…

El hombre de la barba negra se volvió.

—Cristo, Stidge, te estás buscando problemas…

Cruzó el brazo derecho sobre el pecho y lo mostró. Había un brazalete láser en su muñeca, con la luz amarilla de «preparado» titilando. Stidge lo miró con sorpresa.

—Jesús, Charley…

—Siéntate ahí atrás.

—Jesús, si no es más que un loco…

—Bien, es mi loco ahora. Si alguien lo lastima, le atravieso la barriga. ¿Vale, Stidge?

El pelirrojo guardó silencio.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Charley a Tom.

—Puedes apostar a que sí.

—Te daremos algo de comer. Puedes quedarte con nosotros unos días, si quieres. Vamos a Frisco, si podemos hacer que la furgoneta eche a andar. —Sus ojos cercados de ojeras escrutaron a Tom—. ¿Llevas algo?

—¿Llevar? —Tom palpó su mochila, inseguro.

—Armas. Cuchillo, pistola, punzón, brazalete, algo.

—No. Nada.

—¿Vas por ahí desarmado? Stidge tiene razón, debes de estar loco. —Charley chasqueó los dedos al hombre de la cara picada de viruelas—. Eh, Buffalo, préstale a Tom un punzón, ¿me oyes? Le hace falta llevar algo.

Buffalo le tendió una delgada varilla de metal con un mango en un lado y una punta afilada en el otro.

—¿Sabes usar un punzón? Vamos, tómalo.

Tom simplemente lo miró.

—No lo quiero. Si alguien pretende lastimarme, ése es su problema, no el mío. El pobre Tom no lastima a la gente. El pobre Tom no quiere ningún punzón. Pero gracias. Gracias de todas formas.

Charley le estudió largamente.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro.

—Vale. —Charley meneó la cabeza—. Vale. Lo que tú digas.

—No se puede estar más loco, ¿eh? —intervino el pequeño latino—. Le damos un punzón, sonríe y dice «No, gracias». Loco de remate. De remate.

—Hay locos y locos —dijo Charley—. Tal vez sabe lo que hace. Si llevas un punzón, lo más probable es que incomodes a quien tenga un arma más grande. Si no llevas ninguno, a lo mejor te deja pasar. —Charley sonrió. Palmeó el hombro de Tom con fuerza—. Eres mi amigo, Tom. Tú y yo vamos a aprender mucho el uno del otro, te lo aseguro. Si alguno de éstos te toca, me lo dices y haré que lo lamente.

—¿Quieres que terminemos con la furgoneta, Charley? —preguntó Buffalo.

—Al infierno con la furgoneta. En un par de horas estará demasiado oscuro para trabajar. Comamos algo y ya nos dedicaremos a la furgoneta por la mañana. ¿Sabes encender un fuego, Tom?

—Claro.

—Muy bien, enciéndelo. Pero no te pases. No queremos llamar la atención.

Charley empezó a dar órdenes, enviando a los otros en direcciones diferentes. Eran, claramente, sus hombres. Stidge fue el último en marchar, algo reticente, y al hacerlo miró a Tom como indicando que lo único que lo mantenía vivo era la protección de Charley, pero que el jefe no estaría siempre delante para protegerle. Tom no le hizo caso. El mundo estaba lleno de gente como Stidge, y hasta ahora se las había arreglado bastante bien al tratar con ellos.

Encontró un hueco entre la hierba seca que parecía bueno para encender una hoguera y empezó a recoger ramas y rastrojos. Trabajó unos diez minutos, y el fuego crecía bastante bien cuando se dio cuenta de que Charley había regresado y estaba de pie detrás de él, observándolo.

—Tom.

—¿Sí, Charley?

El hombre de la barba negra se sentó junto a él y atizó el fuego.

—Buen trabajo. Me gusta una buena hoguera, bien dispuesta, como ésta. —Se acercó más a Tom y miró en derredor como para asegurarse de que no había nadie cerca—. Escuché lo que decías cuando tuviste aquel ataque… —su voz era poco más que un susurro—. Lo del mundo verde y la gente de cristal. Las pieles brillantes. Los ojos como diamantes. ¿Cómo dijiste que estaban colocados sus ojos?

—En grupos de tres, a cada lado de la cabeza.

—¿Cuatro lados por cabeza?

—Cuatro, sí.

Charley guardó silencio un momento, atizando el fuego. Entonces, con voz todavía más baja, continuó:

—Soñé con un sitio como ése hace unas seis noches. Y otra vez anteanoche. Cielo verde, gente de cristal, ojos como diamantes, en cuatro grupos de tres alrededor de la cabeza. Lo vi como si contemplara una película. Y ahora vienes tú hablando sobre lo mismo, gritándolo como un poseso, y es exactamente el mismo sitio que yo vi.

»¿Cómo es posible que los dos hayamos tenido el mismo sueño? Dime, Tom, ¿cómo es posible?

2

Elszabet se despertó y salió desnuda, como había dormido, al porche de su cabaña. Hacía menos de una hora que el sol se alzaba por encima de Sierra Nevada; un suave manto de neblina envolvía aún las copas de los pinos y flotaba ligeramente sobre el suelo.

Maravilloso, pensó. De todas partes llegaban los tenues sonidos de las gotas que caían de las ramas y golpeaban la suave alfombra marrón. Centenares de helechos resplandecían en la falda de la colina como si hubieran sido pulidos. Maravilloso. Maravilloso. Incluso los grajos parecían maravillosos.

Una mañana verdaderamente espléndida. No las había de otra forma en este lugar, en invierno o en verano. En el Centro Nepente había que madrugar, porque todo el trabajo útil del tratamiento de barrido de memorias se hacía antes del desayuno. Pero no había ninguna pega; Elszabet no podía imaginar que hubiera alguien a quien no le gustara despertarse con el amanecer, si el amanecer era como éste. Y no había razones para no irse a la cama temprano. ¿Qué se podía hacer por la noche a cientos de millas al norte de San Francisco?

Pulsó su reloj y el programa de la mañana apareció en la pantalla escrito en claros signos brillantes.

0600 Padre Christie, Cabina A.

Ed Ferguson, Cabina B.

Aleluya, Cabina C.

0630 Nick Doble Arcoiris, Cabina B.

Tomás Menéndez, Cabina C.

0700…

Primero, tomó una ducha rápida, utilizando el depósito situado en la parte trasera de su cabaña. Luego, se vistió con unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes y desayunó sidra y queso. No merecía la pena molestarse en subir hasta el comedor tan temprano.

A las seis y cinco, Elszabet subía de dos en dos los escalones de la Cabina A. El padre Christie se encontraba ya allí, repantigado en el sillón, mientras Teddy Lansford deambulaba a su alrededor preparándolo todo para la aplicación del tratamiento.

El padre Christie no tenía buen aspecto. Rara vez lo tenía a esta hora de la mañana. Hoy parecía todavía más alelado que de costumbre: pálido, acalorado, ojeroso, casi un poco atontado. Era un hombre bajo, de unos cuarenta y cinco años, con una gran pelambrera ya canosa y rostro suave y suplicante. Hoy llevaba puesto su clergyman, que nunca parecía sentarle bien. El alzacuello estaba torcido y la chaqueta negra arrugada y ladeada, como si se la hubiera abotonado incorrectamente.

Se iluminó cuando ella entró en la sala. Un brillo falso, una sonrisa teatral.

—Buenos días, Elszabet. Qué encantadora visión es usted.

—¿De veras?

Ella sonrió. El sacerdote siempre tenía a punto un cumplido. Igualmente, procuraba siempre echarle una ojeada a sus pechos y muslos, cuando pensaba que ella no se daba cuenta.

—¿Ha dormido bien, padre?

—He tenido noches mejores.

—¿Y peores también?

—También peores, supongo.

Sus manos temblaban. Si no le hubiera conocido tan bien, Elszabet habría pensado que había estado bebiendo…, pero eso, por supuesto, era imposible. No se puede beber, ni siquiera a escondidas, cuando se tiene un chip de control implantado en el esófago.

Lansford llamó desde la consola de mando.

—Nivel de azúcar en sangre, bien; respiración, toma de iodina, todo bien. Ondas delta presentes y firmes. Todo parece en orden. ¿Introduzco el módulo de barrido en la hendidura, Elszabet?

—Espera un segundo. ¿Qué lecturas captas?

—La depresión de costumbre y… Eh, no, no es depresión. ¡Es agitación! Qué demonios, padre, se supone que debe estar deprimido a esta hora de la mañana.

—Lo siento —dijo el padre Christie mansamente. Las comisuras de sus labios temblequeaban—. ¿Estropea eso su programa para mí?

—Esta máquina puede compensarlo —dijo riendo el técnico—. Casi lo ha hecho ya. Estamos preparados si usted lo está, padre.

—Cuando quiera —dijo el sacerdote. No sonaba a cierto.

—Elszabet, ¿lista?

—No, espera. Mira las líneas allí, en la pantalla dos. Ha sobrepasado el grado de ansiedad. Quiero hablar con él primero.

—¿Me quedo? —preguntó el técnico, sin denotar una gran preocupación.

—Ve a la Cabina B y prepara al señor Ferguson, ¿quieres? Déjame a solas con el padre un par de minutos.

—Naturalmente —dijo Lansford, y se marchó.

El sacerdote alzó la mirada hacia Elszabet, parpadeando como un escolar que se siente incómodo al ser reprendido.

—Me encuentro bien. Estoy bien, de verdad.

—No lo creo.

—No… No. No lo estoy.

—¿Qué sucede, padre? —preguntó ella amablemente.

—Es difícil de explicar.

—¿Tiene miedo del barrido?

—No. ¿Por qué habría de tenerlo? He pasado por el barrido de memorias un montón de veces con anterioridad, ¿no? —la miró con súbita incertidumbre—. ¿No?

—Más de un centenar de veces. Lleva usted aquí cuatro meses.

—Eso es lo que pensaba. Abril, mayo, junio y julio. El barrido no es nada nuevo para mí. ¿Por qué debería tenerle miedo?

—No hay razón. Es un instrumento de curación. Lo sabe.

—Sí.

—Pero las líneas aparecen por toda la pantalla. Algo le ha sobresaltado esta mañana, y debe de ser algo que le ha sucedido durante la noche, ¿verdad? Sus lecturas estaban bien ayer. ¿Qué ha sido, padre? ¿Un sueño?

Él se agitó, inquieto. Parecía empeorar por momentos.

—¿Podemos salir fuera, Elszabet? Creo que… un poco de aire fresco me sentará bien.

—De acuerdo. Estaba pensando lo mismo.

Elszabet le condujo a la parte trasera del pequeño edificio de madera y le hizo respirar profundamente. De pie, a su lado, ella era casi una cabeza y media más alta que él; pero también era más alta que muchos hombres. La diferencia de altura le hacía parecer un niño asustado, aunque era diez años mayor que ella. Podía sentir en él la necesidad física, la urgencia inarticulada de tocarla y el miedo de hacerlo. Tras un momento, ella le cogió de la mano. Iba contra las reglas del Centro ofrecer a los pacientes consuelo físico.

—Elszabet —dijo él—. Qué hermoso nombre. Y qué extraño. Casi como Elizabeth, pero no del todo.

—Casi húngaro, pero no del todo. Hubo una actriz húngara muy famosa en los lásers a mitad del siglo veintiuno, Erzsebet Szabo. Mi madre era su mayor admiradora, y me puso su nombre, pero se equivocó al deletrearlo. Ella nunca fue muy buena en eso.

Elszabet chasqueó la lengua. Le había contado la historia de su nombre al menos treinta veces antes. Pero, por supuesto, él lo olvidaba todo cada mañana, cuando la aplicación del tratamiento le borraba los recuerdos recientes y una cantidad indeterminada de otros recuerdos más antiguos.

—¿Qué le asustó anoche, padre?

—Nada.

—Pero se siente hoy reticente al barrido.

—Sí.

—¿Cómo es eso?

—¿Me promete no incluirlo en mis archivos?

—No sé. No estoy segura de poder prometerlo.

—Entonces no se lo diré.

—¿Es embarazoso?

—Podría serlo si llegara a la diócesis.

—¿Es asunto de iglesia? Bueno, en eso puedo ser discreta. Su obispo no tiene acceso a los archivos del Centro, ya lo sabe.

—¿De verdad?

—Sabe usted que sí.

Él asintió. Su cara recuperó un poco el color.

—Lo que pasa, Elszabet, es que anoche tuve una visión, y no estoy seguro de querer perderla con el barrido.

—¿Una visión?

—Una visión muy fuerte. Una visión sorprendente y maravillosa.

—El tratamiento podría borrarla. Lo hará, probablemente.

—Sí.

—Pero si quiere usted ser curado, tiene que entregarse totalmente al barrido de memorias. Perder lo bueno junto con lo malo. Más tarde, integrará su espíritu y se librará del barrido, pero por ahora…

—Lo comprendo. Aun así…

—¿Quiere contarme su visión?

Él se ruborizó.

—No tiene que hacerlo, pero podría servirme de ayuda.

—Está bien. Está bien.

Guardó silencio, preparándose. Entonces comenzó a hablar con un estallido desesperado.

—¡Lo que pasó, Elszabet, es que vi a Dios en los Cielos!

Ella sonrió, intentando parecer sincera y comprensiva.

—Debe de haber sido maravilloso, padre.

—Más de lo que puede imaginar. Más de lo que pueda imaginar nadie.

Estaba temblando de nuevo. Comenzó a llorar, y la huella húmeda de las lágrimas brillaba a lo largo de su cara.

—¿No se da cuenta, Elszabet, de que no tengo fe? No tengo fe. Si alguna vez la tuve, la perdí hace mucho tiempo. ¿No es patético? ¿No es un chiste? El payaso triste, el cura que no cree. La Iglesia es solamente mi trabajo, ¿no lo ve? Y ni siquiera en eso soy muy bueno, pero cumplo con mi diócesis, cumplo mis votos y practico mi profesión como un abogado o un contable practican la suya. Yo… —se recobró—. De cualquier forma, Dios vino a mí. No al Papa, ni al cardenal, sino a mí, que no tengo fe.

—¿Cómo fue la visión? ¿Puede describírmela?

—Oh, sí. Puedo. Era de lo más vívido. Había en el cielo una luz púrpura, y nueve soles brillaban como joyas, todos a la vez. Un sol naranja, uno azul, uno amarillo como el nuestro, toda clase de colores se cruzaban y se mezclaban. Las sombras eran fantásticas. ¡Nueve soles! Y entonces Él vino a mí. Le vi en su trono, Elszabet. Gigantesco. Majestuoso. Señor de señores, quién más podría haber sido, con nueve soles a Su alrededor. De Su frente irradiaba luz, gracia, amor. Más que eso: Santidad, la fuerza divina. Eso es lo que irradiaba. Sentí que veía a un ser de sabiduría y de poder, un Dios poderoso y terrible. Era abrumador. Yo sudaba, temblaba, pensaba que iba a tener un ataque cardíaco, tan maravilloso era.

Entonces, sin mirarla, con voz llena de vergüenza, añadió:

—Una cosa, ¿sabe? Se dice que estamos hechos a su imagen. No es así. No se parece a nosotros. Sé que vi a Dios. Estoy tan convencido de eso como de que Jesús es mi Salvador. Pero no se parece a nosotros.

—¿Y a qué se parece entonces?

—No sé decirlo. Ésa es la parte que no me atrevo a compartir, ni siquiera con usted. Pero no parecía humano. Espléndido, majestuoso, pero no… humano.

Elszabet no tenía idea de cómo responder a eso. Una vez más le dirigió una sonrisa cálida, animosa, profesional.

—Necesito conservar esa visión, Elszabet. Es algo por lo que he rezado toda mi vida: la presencia de lo divino iluminando mi espíritu. ¿Cómo puedo renunciar a eso ahora que lo he experimentado?

—Tiene que entregarse al barrido, padre. Le curará. Lo sabe.

—Lo sé, sí. Pero la visión, esos nueve soles…

—Quizás permanezcan después del tratamiento.

—¿Y si no permanecen? Creo que… quiero renunciar.

—Sabe que no es posible.

—La visión…

—Si la pierde, seguramente volverá. Si Dios se le ha revelado esta noche, ¿cree que le abandonará después? Regresará. Lo que se abrió ante usted anoche volverá a abrirse de nuevo: los nueve soles, el Padre en Su trono…

—¿Usted cree, Elszabet?

—Estoy segura.

—Espero que tenga razón.

—Confíe en mí. Confíe en Dios, padre.

—Sí.

—Vamos. ¿Quiere que entremos?

El sacerdote parecía transfigurado.

—Sí. Por supuesto.

—¿Quiere que le envíe a Lansford?

—Naturalmente.

Las lágrimas caían en cascada por sus mejillas. Elszabet no lo había visto nunca tan animado, tan vigoroso, tan vivo.


En la Cabina B, Lansford había preparado la aplicación del barrido para Ed Ferguson, quien parecía molesto por el retraso.

—Ve con el padre Christie —le dijo Elszabet—. Yo me haré cargo del señor Ferguson.

El técnico asintió. Ferguson, un individuo de rostro inescrutable y unos cincuenta años, que había sido acusado de estafa antes de ser enviado al Centro Nepente, empezó a hablarle de un viaje a Mendocino que quería realizar este fin de semana para encontrarse con una mujer que venía de San Francisco para verle, pero Elszabet apenas le hacía caso. Su mente estaba ocupada en la visión del padre Christie.

Qué radiante parecía el pobre e incompetente sacerdote mientras le hablaba. No le extrañaba que temiera el tratamiento. Perder el único toque de gracia divina que le había alcanzado en la vida, por muy extraño y rebuscado que pareciera…

Cuando Elszabet terminó con Ferguson y supervisó la tercera cabina, donde trataban a Aleluya, la mujer sintética, volvió a la Cabina A. El padre Christie estaba sentado, sonriendo con el amable gesto característico de quien ha liberado su mente de un montón de recuerdos. Donna, la enfermera de la mañana, repasaba con él las rutinas básicas, asegurándose de que todavía sabía su nombre, el año, dónde se encontraba y por qué. El barrido debería desplazar solamente los recuerdos recientes, pero podía hacerlo más profundamente. Elszabet hizo un gesto con la cabeza a la otra mujer.

—Está bien. Yo terminaré, gracias.

Le sorprendía lo fuertemente que le latía el corazón. Cuando Donna se marchó, se sentó junto al cura y le tomó suavemente por la muñeca.

—Bien. ¿Cómo se encuentra ahora, padre? Parece relajado.

—Oh, sí, Elizabeth. Muy relajado.

—Elszabet —le recordó ella amablemente.

—Ah. Claro.

Ella se acercó más. Él intentó echar una ojeada a su escote. Bien, pensó Elszabet. Eso está bien.

—Dígame —le preguntó—. ¿Ha tenido alguna vez un sueño en el que se ven nueve soles en el cielo, todos a la vez?

—¿Nueve soles? —dijo él, completamente en blanco—. ¿Nueve soles a la vez?

3

Jaspin, como de costumbre, salió tarde de su apartamento. Cuando finalmente se puso en marcha, corrió por la carretera a Chula Vista, giró tierra adentro, tomó el atajo del Valle Otay hacia las carreteras comarcales no monitorizadas, y veinte minutos más tarde llegó al control de carreteras emplazado por la gente del tumbondé en medio de una planicie reseca.

Habían cerrado la carretera por completo, lo cual era ilegal, pero nadie en el Condado de San Diego se atrevería a decirle a los tumbondé lo que tenían que hacer. Una muralla de energía cruzaba la autopista de un lado a otro, y seis o siete hombres de piel broncínea y aspecto sombrío, con caras anchas y pómulos salientes, estaban junto a ella, de brazos cruzados. Vestían trajes tumbondé: chaquetillas de plata, pantalones negros ajustados con fajín rojo, anchos sombreros negros, y colgantes en forma de cuarto creciente en el pecho. Parecía que llevaban máscara, pero no era así. Ésas eran sus caras: distantes, impasibles. Ninguno parecía interesado en lo más mínimo en el gringo de piel blanca y el coche destartalado, pero Jaspin conocía la rutina. Se asomó por la ventanilla y saludó:

—Vendrá Chungirá-el-que-vendrá.

—Maguali-ga, Maguali-ga —respondió uno de los tumbondé.

—El Senhor Papamacer enseña. La Senhora Aglaibahi es nuestra madre. Rei Ceupassear reina.

—Maguali-ga, Maguali-ga.

Hasta ahora lo estaba haciendo bien.

—Vendrá Chungirá-el-que-vendrá —dijo por segunda vez.

—El parking está a dos kilómetros —informó, indiferente, uno de los hombres—. Camine entonces quinientos metros. Será mejor que se apresure; la procesión ya ha empezado.

—Maguali-ga, Maguali-ga —dijo Jaspin, mientras la barrera se abría.

Pasó ante los ceñudos guardias y bajó por el polvoriento camino hasta que vio a unos chiquillos haciéndole señas y conduciéndole al parking. Allí debía de haber al menos un millar de coches, la mayoría todavía más viejos que el suyo. Encontró un hueco bajo un roble, dejó allí el coche y se apresuró. Aunque aún no era mediodía, el calor era intenso, similar al de Arizona. Ni una gota de humedad, un puro horno. Intentó imaginar lo que sería estar en pantalones y sombrero negros bajo el sol de mediodía.

En pocos minutos percibió a la congregación, concentrada caóticamente en un alto risco al lado de la carretera. Había miles de personas, algunos vestidos a la usanza tumbondé, pero la mayoría, como él, en ropas corrientes de calle. Llevaban estandartes, placas, pequeñas imágenes de los Grandes. Un tamborileo lento y profundo salía de una serie de altavoces que no estaban a la vista. Probablemente, pensó Jaspin, habían dispuesto nódulos electrostáticos y chips de pulsación sincronizados. Los tumbondé podían ser elementales y primitivos, pero no desdeñaban la tecnología.

Encontró un hueco en la multitud. Más lejos, a medio camino de la colina, divisó las colosales estatuas de cartón piedra de las divinidades, que eran transportadas a hombros por unos hombres sudorosos y de piel oscura. Jaspin las reconoció una a una: ése era Prete Noir el Negus, ésa la serpiente-trueno Narbail, ése era el toro, O Minotauro, ése otro Rei Ceupassear. Y aquellos dos, los mayores, eran los auténticamente Grandes, Chungirá-el-que-vendrá y Maguali-ga, los dioses del espacio. Jaspin jadeó de calor. Por muy descabellado que fuese este asunto, tenía un poder indiscutible.

Una mujer joven, aprisionada junto a él por la multitud, se volvió para verle.

—Perdone —dijo—. ¿No es usted el doctor Jaspin, de la UCLA?

Él la miró como si le hubiese mordido en un brazo. Ella tendría a lo sumo veintitrés o veinticuatro años, pelo rubio revuelto, la camisa blanca abierta hasta la cintura. Sus ojos parecían un poco idos. Las marcas de Maguali-ga aparecían pintadas en púrpura y naranja sobre sus pechos mínimos. Jaspin no la reconoció, pero eso no quería decir nada. Había olvidado a un montón de gente en los últimos años.

—Lo siento. Se ha equivocado de hombre.

—Estoy segura de que es usted. Fui oyente en su curso del noventa y nueve. Lo encontré realmente profundo.

—No sé de qué me habla —le dijo sonriendo.

Y avanzó entre la multitud, para lo cual tuvo que utilizar los codos. Ella le hizo el signo de Rei Ceupassear, una especie de bendición. Que te jodan a ti y a tu perdón, pensó Jaspin. Entonces, instantáneamente, lo lamentó. Pero continuó alejándose en la multitud.

Era una mala época para Jaspin. De algún modo, las cosas habían empezado a desmoronarse a su alrededor más o menos en el año en que la rubia había dicho que asistía a sus clases, y él todavía no había logrado descubrir por qué. Tenía treinta y cuatro años, pero había días en que se sentía tres veces más viejo, días en que todo iba de culo y que a menudo duraban todo un mes. La universidad le había despedido, con razón, a principios del año dos. Todavía no había conseguido leer su tesis. El doctorado que la muchacha rubia le había otorgado no existía más que en su imaginación. Había sido solamente profesor adjunto en el departamento de Antropología, y en esa época no se había dado cuenta del raro privilegio que suponía tener trabajo en una de las pocas universidades que quedaban. Se daba cuenta ahora, pero ahora él ya no era nada.

—¡Maguali-ga, Maguali-ga! —gritaban por todas partes.

Jaspin se unió al griterío. Empezó a moverse, dejándose arrastrar hacia las grandes estatuas bamboleantes.

Llevaba cinco meses asistiendo a las procesiones tumbondé. Ésta era la octava vez que lo hacía. No estaba muy seguro de por qué venía. En parte, lo sabía, por curiosidad profesional. Aún se veía a sí mismo como antropólogo, y en este culto mesiánico y apocalíptico de adoradores de dioses estelares que había surgido en las tierras baldías al este de San Diego había trabajo antropológico para dar y tomar.

La especialidad de Jaspin había sido la irracionalidad contemporánea. Había soñado con escribir un grueso libro que explicara el mundo moderno ante sí mismo y encontrara sentido al manicomio que la buena gente del pasado siglo XXI había legado a sus descendientes. El tumbondé era la locura en grado máximo. Jaspin se sentía irresistiblemente atraído por él, y analizándolo y estudiándolo tal vez podría enderezar su destrozada carrera. Pero había algo más. Admitía que sentía hambre, un vacío espiritual que anhelaba poder satisfacer aquí. Sólo Dios sabía cómo, sin embargo.

—¡Chungirá-el-que-vendrá! —gritó, y apretó el paso entre la multitud.

La excitación en derredor era contagiosa. Podía sentir cómo se le aceleraba el pulso y se le secaba la garganta. La gente danzaba con los pies clavados al suelo, hombro contra hombro, moviendo los brazos en alto a un lado y a otro. Vio otra vez a la muchacha rubia a una docena de metros, perdida en alguna especie de trance. Maguali-ga, el dios de la puerta, había venido a recoger su espíritu.

Había muy pocos anglos en la multitud. El tumbondé había surgido de la comunidad de refugiados latinoamericanos que se apiñaba en las afueras de San Diego desde el final de la Guerra de la Ceniza, y la mayoría de la gente era de piel oscura o negra. El culto era un revuelto internacional, una mezcla de ritos brasileños y guineanos con algún ingrediente de Haití, y por supuesto también había adquirido un tinte mexicano; ningún culto apocalíptico que operase tan cerca de la frontera podría evitar adquirir rápidamente un sutil tono azteca. Pero era más estático en su naturaleza que la variedad mexicana corriente. Había menos muerte, más transfiguración.

—¡Maguali-ga! —rugió una voz—. ¡Tómame, Maguali-ga!

Para su sorpresa, Jaspin descubrió que la voz era la suya propia.

De acuerdo. De acuerdo. Ve con él, se dijo. Se sintió terriblemente helado a pesar del espantoso calor. Ve con él. El niño bonito judío de Brentwood saltando con los shvartzers paganos en una colina abrasada a mediados de julio. Bien, ¿y por qué no? Adelante, chico.

Ahora estaba lo suficientemente cerca para ver a los líderes de la procesión, que destacaban por encima de todo el resto gracias a sus zancos. Allí se encontraba el Senhor Papamacer, y junto a él la Senhora Aglaibahi, y rodeándoles se hallaban los once miembros de la Hueste Interna. Una especie de dorado nimbo de luz rielaba alrededor de los trece. Jaspin se preguntó cómo conseguirían ese truco, pues un truco debía de ser, aunque la explicación que ellos daban establecía que eran imanes para la energía cósmica.

—La fuerza viene de las siete galaxias —había dicho al reportero del Times el Senhor Papamacer—. Es la gran luz que contiene el poder de la salvación. Brilló una vez en Egipto, y en el Tibet, y en el lugar de los dioses en Yucatán, y ha estado en Jerusalén y en el sagrado altar de los Andes, y ahora está aquí, en el Sexto de los Siete Lugares. Pronto se moverá hacia el Séptimo Lugar, que es el Polo Norte, donde Maguali-ga abrirá la puerta y Chungirá-el-que-vendrá entrará en nuestro mundo trayendo la prosperidad de las estrellas a quienes le aman. Y ése será el tiempo del fin, que será el nuevo principio.

Ese tiempo, había dicho el Senhor Papamacer, no estaba lejos.

Jaspin oyó el balido de las cabras por encima de todos los demás sonidos. Oía el bajo tono plañidero del toro blanco del sacrificio que se encontraba —lo sabía— en la cabaña emplazada en la cima de la colina.

Entonces vio a los danzarines enmascarados abriéndose paso entre la multitud, siete de ellos representando las siete galaxias benevolentes. Sus caras estaban ocultas por brillantes escudos metálicos, y sus cuerpos desnudos llevaban adornos en forma de soles y lunas y planetas. Sobre las cabezas llevaban esferas de metal rojas y brillantes como espejos, de las cuales destellaban, como lanzas, haces de luz. Portaban maracas y castañuelas y cantaban ferozmente:

—¡Venha Maguali-ga

Maguali-ga, venha!

Una invocación. Los siguió, moviendo los brazos. A su izquierda, una mujer gorda vestida de verde repetía una y otra vez, en español, «Perdona nuestros pecados, perdona nuestros pecados», y al otro lado un negro desnudo hasta la cintura murmuraba en mal francés «El sol sale por el este, el sol se pone en Guinea, el sol sale por el este, el sol se pone en Guinea».

Subió colina arriba. Arriba. Los animales, en alguna parte, aullaban de miedo y dolor. Los sacrificios daban comienzo.

Jaspin se encontró ante la boca de un gran pozo lleno hasta el borde de las cosas más sorprendentes: joyas, monedas, muñecas, cubos de diversión, fotografías familiares, ropas, juguetes, artilugios electrónicos, armas, herramientas, paquetes de comida. Sabía qué tenía que hacer. Aquél era el Pozo del Sacrificio; tenía que desprenderse de algo valioso para reconocer que así no iba a necesitarlo cuando los dioses vinieran de las estrellas y trajeran con ellos, a todas las gentes sufrientes de la Tierra, riquezas incalculables. «Debéis hacer un regalo a la Tierra», decía el Senhor Papamacer, «si deseáis para la Tierra los regalos de las estrellas». No tenía importancia si lo que se arrojaba al pozo no era considerado de valor; bastaba con que fuera valioso para uno mismo. Jaspin tenía un regalo preparado: su reloj de pulsera, probablemente la última cosa de valor —excepto sus libros— que todavía no había vendido, un IBM extraplano con nueve funciones. Valía al menos mil dólares.

Esto es una locura, pensó.

—Para Chungirá-el-que-vendrá —dijo, y arrojó el brillante reloj al pozo repleto.

Entonces fue arrastrado hacia arriba, hacia el lugar de la comunión.

El olor de la sangre de las ovejas y las cabras flotaba por todas partes; aún no habían sacrificado al toro. Jaspin, tiritando, se encontró cara a cara con la Senhora Aglaibahi, la madre virgen, la diosa de la Tierra. Parecía tener al menos tres metros de altura. Su pelo negro estaba moteado de lentejuelas, los ojos sombreados por un fiero tono escarlata, los grandes pechos desnudos brillaban con las marcas de Maguali-ga. Le tocó con las yemas de los dedos y Jaspin sintió una punzada, como si se hubiera pinchado con una aguja. Avanzó más allá, pasando la forma todavía más gigantesca del Senhor Papamacer, pasando las figuras de cartón piedra de los dioses Narbail y Prete Noir y O Minotauro, y el caminante de las estrellas, Rei Ceupassear, y continuó a trompicones hasta llegar al sitio consagrado a Chungirá-el-que-vendrá y a Maguali-ga.

Comenzó a sentirse aturdido. El calor, pensó, la excitación, la muchedumbre, la histeria le hacían perder la conciencia. Tropezó, estuvo a punto de caerse, luchó por permanecer de pie, temiendo que acabaría aplastado si se dejaba caer. Vio un árbol y se agarró a él mientras lo invadían oleadas de vértigo. Le parecía que despegaba de la tierra, que era levantado por alguna extraña fuerza centrífuga a las distantes extensiones del universo.

Y mientras se movía por el espacio, vio a Chungirá-el-que-vendrá.

El dios de la puerta era una gran figura dorada y extraña, con cuernos de carnero, el ser más extraño que Jaspin había visto nunca, y surgía de un bloque de alabastro puro y brillante que le cubría hasta la cintura. Sobre su hombro izquierdo había un sol inmenso, rojo oscuro, que cubría la mitad del cielo púrpura; parecía palpitar e inflarse como un globo enorme. Había un segundo sol a la derecha del dios, uno azul que fluctuaba con violentos estallidos de luz. Entre los dos soles se extendía un puente de materia brillante, como un arco en el cielo.

—Mi tiempo está cercano —dijo Chungirá-el-que-vendrá—. Vendrás a mi abrazo, hijo. Y todo estará bien.

Entonces la figura se desvaneció. La estrella roja y la azul desaparecieron. Jaspin extendió la mano, implorante, pero no pudo hacer que retornara lo que acababa de contemplar. El momento maravilloso había terminado.

Empezó a temblar. Nunca antes había experimentado algo ni remotamente parecido a eso. No podía moverse, no podía respirar. La visión lo había conmocionado. Era devastadora. Por un instante había sido tocado por un dios. No había explicación, y tampoco iba a buscar una. Esta vez había topado con algo que sobrepasaba toda su capacidad de comprensión, algo tan superior a Barry Jaspin que se sentía perdido.

Santo Dios, pensó. ¿Puede ser posible que allá fuera existan titánicos seres espaciales, que los tumbondé tengan una conexión a través de medio universo con Dios sabe dónde, que esas criaturas contemplen nuestro mundo desde millones de años luz de distancia, que vayan a venir a gobernarnos y a cambiarnos? Tenía que ser sólo una alucinación. El calor, la gente… Tal vez la Senhora Aglaibahi le había inoculado alguna especie de droga.

Abrió los ojos. Yacía bajo un árbol, y la rubita delgada estaba arrodillada junto a él. Llevaba la blusa abierta todavía, pero las marcas de Maguali-ga sobre sus pechos estaban despintadas y corridas, y su piel brillaba por el sudor.

—Le vi desmayarse. Temí que fuera a hacerse daño. ¿Puedo ayudarle a levantarse? Tiene usted un aspecto extraño, doctor Jaspin.

Él ya no se molestó en negar quien era.

—No puedo creerlo —dijo con voz estrangulada—. De verdad que no puedo creerlo. Le vi. Pude haberlo tocado con la mano, aunque nunca me habría atrevido a hacerlo.

—¿Vio a quién, doctor Jaspin?

—¿No le viste?

—¿Se refiere al Senhor Papamacer?

—A Chungirá-el-que-vendrá. Me miraba desde un planeta de otra galaxia. ¡Cristo Todopoderoso, era real, no lo dudé!

Se sentía rodeado por un aura luminosa, exaltado por el toque divino. Una parte de él, lo sabía, había sido Chungirá-el-que-vendrá, y lo sería siempre. Pero al momento siguiente todo había empezado a desvanecerse y desaparecer, y luego volvió a no ser más que el miserable y jodido Barry Jaspin de nuevo, que yacía sudoroso y exhausto en una colina abrasada, con miles de personas que gritaban y cantaban y pasaban a su alrededor, y animales asustados que balaban, y tambores que hacían temblar el suelo como un terremoto de intensidad nueve coma cinco en la escala Richter. Se sentó y miró a la muchacha rubia, y vio la adoración y la maravilla reflejadas en su cara. Era como si ella también hubiera visto a Chungirá-el-que-vendrá en sus ojos un momento antes de que el éxtasis desapareciera.

Entonces, sin previo aviso, le invadió la tristeza más terrible que había conocido nunca, y empezó a llorar lágrimas amargas e incontrolables.

4

Cuando terminaron con él en la Cabina B, Ferguson caminó lentamente colina arriba hasta el dormitorio, sintiéndose aturdido y mareado. Experimentaba el mismo sentimiento de después de cada mañana. Lo sabía porque el registro molecular que llevaba ilícitamente bajo su anillo se lo decía. El anillo recordaba las cosas por él. Lo presionó dos veces, y el registro le informó: «Te sientes desorientado porque acaban de barrer tus recuerdos. No te preocupes, chico. Esos mierdas no podrán contigo». Era el primer mensaje que tenía programado. El registro se lo recordaba cada mañana, después de la sesión de tratamiento.

Hilillos de niebla se deslizaban entre los árboles. Todo parecía húmedo y brillante. Dios santo, pensó, y esto es julio. Parece febrero. Nunca podría acostumbrarse al norte de California. Echaba de menos el calor de Los Ángeles, la sequedad, incluso el smog. Ésa era la única cosa de la que los científicos no lograrían deshacerse, el smog. Ya lo había en Los Ángeles cuando allí no vivían más que los indios. Tal vez ya estaba en la época de los dinosaurios. Iban a tenerlo siempre.

Ferguson pulsó el anillo otra vez.

Lacy viene de San Francisco esta semana —dijo su propia voz—. Se alojará en Mendo, y espera que puedas conseguir permiso para visitarla el sábado y el domingo. Llámala inmediatamente después del desayuno. El número es…

Frunció el ceño y tocó el anillo otras dos veces, buscando recuerdos más profundos.

—Informa sobre Lacy.

Lacy Meyers vive en San Francisco —dijo el registro—. Pelirroja, pómulos acusados, soltera, treinta y un años. La conociste en enero del año dos. Trabajaba contigo en lo de Betelgeuse Cinco. Sólo puede venir ocasionalmente. Su cumpleaños es el diez de marzo. La dirección y el teléfono…

—Gracias —dijo Ferguson.

Vivir con aquel tratamiento era como escribir tu biografía en el agua. Pero no tenía pensado seguir así mucho tiempo.

Tras recorrer el pasillo brillantemente iluminado, entró en su dormitorio, la tercera habitación a la izquierda. Según la orden que había repetido rutinariamente el registro, la compartía con dos hombres, un indio que se llamaba Nick Doble Arcoiris y un chicano de nombre Tomás Menéndez. Ninguno de los dos parecía estar presente en este momento; probablemente formaban parte del segundo turno en el barrido de memorias.

Ferguson se quedó de pie en mitad de la habitación, sin saber qué rincón era el suyo. Una cama tenía un puñado de cubos encima. Recogió uno y lo presionó, y el cubo le dijo algo en español. Muy bien. Eso era fácil. La cama de enfrente estaba cubierta con una manta roja brillante con dibujos bordados. Estilo indio, pensó. Por eliminación eso le dejaba la otra a él. Dios, cómo odiaba esa mierda, empezar cada día como un niño recién nacido.

Lo único que no había olvidado era por qué estaba allí. Era este sitio o Rehab Dos, y allí eran muchísimo más duros. Cuando se salía del Dos, se era alguien distinto, reblandecido y suave, útil sólo para el cultivo de rosas. Habían intentado enviarle allí después de que fuera declarado culpable en el fiasco del asunto espacial, pero se había trastornado o lo había pretendido —no estaba muy seguro ya—, y su abogado le había conseguido un año en el Centro Nepente. «Este hombre no es un criminal», había dicho el abogado, «sino una víctima como el que más». Si era cierto o no, Ferguson ya no lo sabía. Quizá realmente tenía algo mental, ese síndrome de Gelbard, o quizá sólo había sido un engaño más. Lo que fuera, aquí lo curarían. Seguro.

Saltó de la cama y presionó con el pulgar sobre la placa de identificación de huellas del teléfono.

—Línea exterior —dijo.

—Tengo un mensaje para usted —replicó la voz de la computadora—. ¿Quiere oírlo primero, señor Ferguson?

—Sí. Bueno.

—Es de su esposa. En relación con su visita, prevista para el próximo martes. Llegará esta mañana, a las diez y media.

—¡Dios bendito! Debes de estar bromeando. ¿Hoy? ¿Qué día es hoy?

—Viernes, veintiuno de julio de dos mil ciento tres.

—¿Y cuánto tiempo planea quedarse?

—Hasta las tres de la tarde del domingo.

Con eso se acababa el fin de semana con Lacy. Maldición. Incluso en este lugar intentaba que todo saliera como él pretendía, pero era casi imposible poder recordar nada de un día para otro, y nada parecía estar en su sitio. ¡Hija de puta! ¡Venir a su visita conyugal con cuatro días de antelación!

—¿Estás segura, máquina? —dijo furiosamente—. ¿El doctor Lewis autorizó el cambio de fecha? Debe de ser un error.

—El número de autorización es…

—No importa. Escucha, aquí hay un grave error. Debo tener un permiso de salida para el sábado. Hay algo por ahí sobre mi petición para un permiso de salida este fin de semana, ¿verdad?

—Lo siento, señor Ferguson. No hay nada de eso.

—Compruébalo otra vez.

—No hay registro de ninguna petición.

—Debe haberla. Tiene que haber algún error. Sé que lo pedí. Sigue buscando. Y ponme en comunicación con Elszabet Lewis. Ella también lo sabe.

—La doctora Lewis está con un paciente, señor Ferguson.

—Dile que quiero hablar con ella en cuanto sea posible.

Furioso, desconectó de un manotazo, se colocó las dos manos ante la cara y apretó con fuerza. Intentó inspirar profundamente dos o tres veces. Entonces el teléfono emitió un blip. La computadora le hablaba de nuevo.

—¿Sigue queriendo línea exterior, señor Ferguson?

—No. Sí. Sí, claro.

Cuando obtuvo el tono, tecleó el número de Lacy en San Francisco. Las siete y cuarto de la mañana. ¿Estaría ella levantada ya? Cuatro rings. ¿Dormiste con alguien más anoche, chica? No me sorprendería, pensó. Entonces se preguntó por qué recelaba de esa forma. Por lo que él recordaba, Lacy lo mismo podía ser una monja. Quizá el barrido de recuerdos no es tan perfecto como crees, se dijo a sí mismo.

Ella contestó a la quinta llamada. Parecía vaga y soñolienta.

—¿Sí?

—Soy Ed, nena.

—¿Ed? ¡Ed! —despertó en un parpadeo—. Oh, querido, ¿cómo te encuentras? He estado pensando tanto en ti…

—Escucha, hay un problema.

—¿Un problema?

—Con respecto al fin de semana.

—¿Sí? —De pronto ella sonó muy fría, muy remota.

—No me van a dar permiso. Dicen que he tenido una recaída, que tengo que volver al tanque para una sesión extra.

—¡Lo tengo todo reservado, cariño! ¡Está todo dispuesto!

—¿Y el fin de semana que viene?

Ella guardó silencio un momento.

—No es seguro que entonces pueda.

—Oh.

—Aunque no puedas salir, ¿no podría pasarme por ahí? Me dijiste que hay una casa para visitas conyugales, ¿verdad? Y…

—No eres mi cónyuge, Lacy.

Había dicho la palabra inadecuada. Pudo sentir la temperatura bajo cero al otro lado del teléfono.

—Ése no es el asunto, de todos modos —prosiguió él—. Voy a estar en el tanque todo el fin de semana. Para cuando terminen conmigo, no sabré distinguir mi culo de mi codo. Y no puedo recibir visitas.

—Lo siento, Ed.

—Yo también. No sabes cuánto lo siento.

Otro silencio.

—¿Cómo estás?

—Estoy bien. No voy a permitir que esos bastardos puedan conmigo.

—¿Te acuerdas de mí?

—Sabes que sí. Todavía puedo ver ese brillante pelo rojo. Puedo verte sentada sobre mí en busca de un orgasmo de los grandes.

—Oh, cariño…

—Te quiero, Lacy.

—Y yo a ti. ¿Me echas de menos, Ed? ¿De verdad?

—No sabes cuánto.

—Es una lástima lo del fin de semana. Tú y yo caminando juntos por la playa en Mendo…

—No lo hagas más difícil. Sabes que iría si pudiera.

—Tengo tanto que contarte…

—¿Como qué?

—Hay una cosa graciosa. Sobre nuestro proyecto espacial. ¿Lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo.

Debió de haber un perceptible temblor de duda en su voz, porque ella le explicó el asunto antes de continuar.

—Quiero decir cuando intentábamos vender viajes mentales a Betelgeuse Cinco. El otro día soñé que tomaba uno. Un viaje mental. Soñé que realmente iba a otra estrella, ¿sabes?

—No puedes empezar a creer en tus propias estafas, nena.

—Era de lo más real. Había un sol rojo y uno azul. Y vi una cosa grande y dorada con cuernos delante de un bloque de piedra blanca, una especie de monstruo espacial que parecía estar observándome. Era como un gigante. Era casi como un dios. Y en el cielo…

—Escucha, nena. Esta llamada va a costarme una fortuna.

—Déjame que te lo cuente. No era un sueño corriente. Era como real, Ed. Vi los árboles de ese planeta, y hasta los insectos, y no eran como nuestros árboles o nuestros insectos. Y lo gracioso es que era exactamente igual que lo que estábamos intentando vender a la gente, el asunto por el que te encerraron, y…

—Lacy, escucha. Me llaman para que baje a la sesión de terapia.

—Sí. Está bien.

—¿Te veré el próximo fin de semana? Puedo escuchar el resto entonces.

—No estoy segura. Ya te he dicho que no sé si podré.

—Inténtalo, Lacy. Te echo de menos.

—Sí, Ed. Yo también.

Eso no suena convincente, pensó. La muy zorra.

La furia le inundó. Si ella hubiera estado a su alcance, la habría abofeteado. Y entonces se dio cuenta de que no era culpa suya, que ella iba a venir mañana, que era su esposa quien lo había estropeado todo. No podía esperar que Lacy se mantuviera en hielo indefinidamente, un mes detrás de otro. Comenzó a ejecutar rápidamente los ejercicios contra la ansiedad que la doctora Lewis le había enseñado.

—Te quiero, Lacy —dijo con toda la ternura de que fue capaz—. Ojalá pudiera verte mañana, lo sabes.

Colgó. Entonces pulsó su anillo.

—Informa sobre mi esposa.

—Esposa: Mariela Johnston —respondió su voz en la grabación—. Cumple años el siete de agosto. Tendrá treinta y tres este verano. Te casaste con ella en Honolulu el cuatro de julio del dos mil noventa y ocho. Es cosa fina, pero ya no la soportas. Tu abogado está intentando encontrarte motivos para una anulación.

Magnífico, pensó. Pero eso, obviamente, todavía no había ocurrido. Y ahora venía para una visita conyugal, estropeando el fin de semana con Lacy. Mierda. Mierda. Se deja caer para ver cuáles son los bienes comunes, apuesto a que viene para eso. Mi buena y santa esposa y su visita conyugal.

Llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Ferguson.

—Aleluya —respondió la voz femenina más musical que había oído en su vida.

Algo se sacudió en su memoria mutilada y confundida, pero fue incapaz de identificarlo. Palpó su anillo en busca de datos sobre Aleluya.

—Compañera paciente en el Centro Nepente. Mujer sintética, cuerpo extraordinario, personalidad muy jodida. Te la has estado tirando una y otra vez todo el verano.

Miró al anillo, algo incrédulo. ¿Jodiendo con una sintética? Debes de haber estado realmente en forma, chico. Pero si el registro lo decía, así debía de ser.

—Entra.

En cuanto la vio, empezó a creer lo que el anillo le había dicho. Sintética o no, podía imaginarse fácilmente en la cama con ella. Tenía presencia. Podía pasar por real. Era hermosa más allá de todo lo plausible, en la forma en que los sintéticos solían serlo. Aspecto de estrella de láser-show, largas piernas, piel cremosa, pelo negro y revuelto, cara perfecta. Llevaba puesto algo tenue y resplandeciente, que se le transparentaba en los pezones. Con la luz del corredor a sus espaldas, veía también claramente el negro triángulo púbico. Nunca había llegado a comprender por qué se molestaban en poner vello púbico a la gente de imitación, a menos que fuera para evitar que se les reconociera fácilmente. Se les podía reconocer de todas formas, pues eran muchísimo más atractivos de lo que cualquier persona natural soñaría ser.

Ella entró en la habitación.

—¿Estás bien? —dijo.

—¿Por qué? ¿No tengo aspecto de estarlo?

—Extremadamente tenso, irritado, nervioso. Quizás es así como estás siempre, pero no pareces relajado.

—¿Irritado? Mierda, claro que estoy irritado. Ha habido complicaciones. La persona inadecuada en el momento inoportuno, y no me gusta. Me ha metido en un lío. —Ferguson sacudió la cabeza—. Vaya, ésta no es manera de iniciar una conversación, ¿verdad? Hola, Aleluya.

Ella sonrió.

—Lo siento. Hola. Tú eres Ed Ferguson, ¿no?

—Puedes apostar tu hermoso trasero a que sí.

—Tengo una nota bajo mi almohada que dice que debo presentarme a ti inmediatamente después del tratamiento. Creo que hago esto todas las mañanas, ¿no?

—Sí —dijo él, aunque no recordaba más que ella.

Se levantó y se acercó a la mujer; la atrajo hacia sí y se besaron, y él se apresuró a tocarle los pechos. Eran como imaginaba que serían los pechos de una adolescente de catorce años, duros como el plástico pero más cálidos.

—Hacemos esto cada mañana, sí. Presentémonos de nuevo. Aleluya, Ed. Ed, Aleluya. Encantado de conocerte. ¿Ves? Éste es el sistema.

—Casi merece la pena el tratamiento —dijo ella—, sólo para que nos presentemos de nuevo. Cada vez es como si fuera la primera, ¿no es así? —Rió y se apretó contra él—. Vamos a pasear por el bosque esta tarde, ¿vale? Tus compañeros de habitación volverán pronto.

—Esta tarde no puedo, Ale.

—¿No?

—Por culpa de la irritante complicación de la que hablaba. Tengo visita a las diez y media. Mi esposa. Viene para una conyugal.

Ella se separó de él. Parecía dolida.

—No sabía que tenías una esposa, Ed.

—Ni yo, hasta que la computadora me lo recordó. Tenía que venir el martes, pero viene hoy. Así que el bosque está descartado, cariño.

—Aún nos quedan tres horas.

—Una visita conyugal se supone que debe ser conyugal, ¿comprendes? Sabes que iría si pudiera, pero hoy no estoy libre. ¿De acuerdo? Se irá el domingo por la tarde, y entonces podremos jugar…

Vio la ira en sus ojos, y esto le asustó. La ira de las mujeres lo hacia siempre, pero la ira de Aleluya era especial, porque ella también lo era. Sabía que si ella quería podía arrancarle los brazos y las piernas como se le arrancan las alas a una mosca. Los sintéticos eran sorprendentemente fuertes. Y esta mujer era una sintética emocionalmente perturbada, y se hallaba justo entre él y la puerta. Miró de reojo al teléfono, preguntándose si podría pulsar la placa en busca de ayuda antes de que ella estallase.

Pero ella no estalló. Se entregó a algún tipo de ejercicio interno —Ferguson vio moverse los músculos de sus mejillas— y se calmó.

—Muy bien —dijo—. Después de que tu esposa se marche.

—Sabes que preferiría estar contigo.

La mujer artificial asintió distraída. Parecía a la deriva, inmersa en algún mundo remoto.

—¿Te encuentras bien?

—No estoy segura —contestó ella, suavemente—. Hay algo que me preocupa últimamente, y me sucedió otra vez anoche.

—Cuéntamelo.

—No te rías. He estado teniendo unos sueños extraños, Ed.

—¿Sueños?

Ella dudó.

—Creo que veo otros mundos. Uno es completamente verde, con cielo verde y nubes verdes, y la gente parece estar hecha de cristal. ¿Has tenido alguna vez sueños así?

—Nunca recuerdo mis sueños. Me los borran cada mañana. Soñaste con otro mundo, ¿no? ¿Cómo puedes recordarlo si has pasado por la sesión de tratamiento esta mañana?

—Supongo que como soy artificial los sueños permanecen. Quizá el tratamiento no funciona bien conmigo. Pero he visto un par de mundos. Hay otro que he visto una o dos veces, con dos soles en el cielo.

Ferguson contuvo la respiración, sobresaltado.

—Un sol es rojo —continuó ella—, y el otro…

—¿Es azul?

—¡Azul, eso es! ¿Tú también lo has visto?

Ferguson sintió un escalofrío bajarle por la espalda. Esto es una locura, pensó.

—¿Y había una cosa grande y dorada con cuernos delante de un bloque de piedra blanca?

—¡Lo has visto! ¡Lo has visto!

—Dios mío —dijo Ferguson.

5

Habían pasado tres días desde que Charley consiguiera poner en marcha la furgoneta flotante. Ahora iban descendiendo hacia la zona oriental del Valle de San Joaquín. Cuanto más lejos mejor, pensaba Tom. Tal vez le dejarían continuar viajando con ellos hasta San Francisco.

—Mirad esta tierra olvidada de la mano de Dios —dijo Charley—. Mi abuelo era de por aquí. Un tipo condenadamente rico, ése era mi abuelo. Algodón, trigo, maíz, qué sé yo. Tenía ochenta hombres trabajando para él, ¿sabéis?

Resultaba difícil creer que esto había sido tierra de labranza hacía treinta o cuarenta años. Desde luego, nadie sembraba aquí ya. La tierra empezaba a volverse otra vez desierto, como lo había sido cuatrocientos años atrás, antes de los canales de irrigación. Bajo el calor del verano, todo aparecía marrón, quebrado y muerto.

—¿Cuál es esa ciudad de allá? —preguntó Buffalo.

—No creo que nadie lo recuerde —dijo Charley.

—Es Fresno —intervino el hombre llamado Tamal, que estaba repleto de información, toda errónea.

—Una mierda —dijo Charley—. Fresno está al sur, ¿es que no lo sabes? Y no me vayas a decir que es Sacramento, porque Sacramento está por ese lado. Qué más da, son ciudades, de una forma o de otra. Y eso de ahí es una ciudad, y nadie recuerda su nombre.

—En Egipto hay ciudades que tienen diez mil años y todo el mundo recuerda cómo se llaman. Abandonas este lugar y a los treinta años no hay nadie que sepa nada.

—Acerquémonos —dijo Charley—. Quizá todavía quede algo que pueda ser útil. Vamos a escarbar un poco.

—A escarbar, a escarbar —dijo el pequeño latino a quien llamaban Mujer, y todos rieron.

Tom había viajado antes con saqueadores de este estilo. Prefería andar con ellos que con bandidos. Era más seguro. Tarde o temprano, los bandidos hacían alguna estupidez que acababa metiéndoles en un lío. Los saqueadores cuidaban mejor el pellejo. Por regla general no eran tan salvajes, y solían ser un poco más inteligentes. Lo que los saqueadores hacían era una mezcla de carroñeo y bandidaje que les permitía seguir sobreviviendo mientras se movían por los alrededores de las ciudades. A veces mataban, pero sólo cuando tenían que hacerlo, nunca por simple diversión.

Tom se sentía a gusto en este grupo. Esperaba poder quedarse con ellos al menos hasta San Francisco. Y si no, bueno, también estaba bien. Lo que pasara estaba bien. No había otra forma de vivir sino aceptar lo que venía, aunque prefería seguir viajando con Charley y sus saqueadores. Ellos cuidarían de él. Era un territorio peligroso. Había peligro en todas partes, pero esta zona era la peor.

Y Tom se sabía a salvo con ellos. Se había convertido en una especie de mascota, un amuleto de la buena suerte.

No era la primera vez que le sucedía tal cosa. Tom sabía que a cierto tipo de personas les agradaba tener alrededor a alguien como él. Le consideraban loco, pero no particularmente desagradable o peligroso, y eso tenía cierto atractivo para hombres de aquel calibre. Hacía falta toda la suerte posible, y un loco como Tom tenía que ser afortunado para haber sobrevivido en este confín del mundo, así que ahora era su mascota. Les gustaba a todos, a Buffalo, Tamal y Mujer, a Rupe, Choke y Nicholas, y especialmente a Charley, claro. A todos menos a Stidge. Éste todavía le odiaba, y probablemente le odiaría siempre, porque le habían zurrado por culpa de Tom. Pero Stidge no se atrevería a ponerle una mano encima, por temor a Charley, o quizás porque pensaba que traería mala suerte. Por lo que fuera. A Tom no le importaba la razón con tal de que Stidge se mantuviera lejos de él.

—Mirad este sitio —dijo Charley—. Miradlo.

Era algo tétrico. Calles destrozadas, bloques de asfalto levantados por todas partes, el armazón de las casas, hierba seca asomando por entre el pavimento resquebrajado, la arena barrida por el viento desde el campo, un par de coches volcados… Todo estaba en ruinas.

—Deben de haber tenido toda un guerra aquí —dijo Mujer.

—Aquí no —dijo Choke, el de aspecto cadavérico y la cicatriz en la frente—. No hubo guerra en esta parte. La guerra fue en el este, idiota. En Kansas, Nebraska, Iowa. En los sitios donde soltaron la ceniza.

—Pero la ceniza no se carga así a una ciudad. La ceniza lo deja todo cubierto de materia venenosa para que te quemes cuando toques cualquier cosa —dijo Buffalo.

—Entonces, ¿qué hizo esto? —quiso saber Mujer.

—La gente, al marcharse —dijo Charley con voz muy queda—. ¿Crees que las ciudades se reparan solas? La gente se largó porque ya no había granjas. Tal vez venía demasiada ceniza en el aire, arrastrando veneno de las zonas muertas, o tal vez el canal se rompió en alguna parte y nadie sabía arreglarlo. No lo sé. Pero se marcharon. A San Francisco o hacia el sur, y entonces las tuberías se oxidaron y hubo un terremoto o dos, y como no hay nadie para reparar los daños, todo va empeorando, y entonces llegamos los carroñeros para llevarnos lo poco que queda. No hacen falta bombas para destruir un sitio. No hace falta nada. Abandónalo y se caerá en pedazos. No construyeron estas ciudades para que durasen, como hicieron en Egipto, ¿eh, Buffalo? Las construyeron para treinta o cuarenta años, y a los treinta o cuarenta años, se acabó.

—Mierda —dijo Mujer—. ¡Vaya mundo tenemos!

—Iremos a San Francisco. No se está tan mal allí. Al menos hace fresco, hay niebla y brisa. Pasaremos allí el verano.

—Vaya mundo de mierda —dijo Mujer.

—Pues la indignación del Señor ha caído sobre todas las naciones, y Su furia sobre todos los ejércitos. Ya los ha destruido y los ha enviado al matadero —dijo Tom, un poco apartado de los otros.

—¿Qué es lo que dice el loco ahora? —preguntó Stidge.

—Es la Biblia —explicó Buffalo—. ¿Es que no conoces la Biblia?

—Y las espinas crecerán en sus palacios, y ortigas y zarzas en sus fortalezas. Y será habitáculo de dragones y corte de buhos.

—¿Te la sabes entera de memoria? —preguntó Charley.

—En parte —respondió Tom—. Fui predicador durante una época.

—¿Por qué sitios?

—Por ahí arriba. —Tom señaló con el pulgar por encima de su hombro derecho—. En Idaho, estado de Washington, por ahí.

—Has viajado lo tuyo.

—Un poco.

—¿Has estado alguna vez realmente al este?

—¿En Nueva York, Chicago y esos sitios, quieres decir?

Tom le miró.

—En esos sitios, sí.

—¿Cómo? ¿Volando?

—Sí —afirmó riendo Mujer—. ¡Volando en el palo de una escoba!

—Antiguamente lo hacían —dijo Tamal—. De costa a costa. Cogías el avión en San Francisco y te llevaba a Nueva York en tres horas. Mi padre me lo dijo.

—Tres horas una mierda —dijo Stidge.

—Tres horas —repitió Tamal—. ¿A quién llamas mierda? —Sacó el cuchillo—. ¿A mi padre? Venga, llámalo mierda otra vez. Llama también algo a mi madre, Stidge. Venga. Venga.

—Basta —dijo Charley—. Hemos venido aquí a escarbar. Al trabajo. Stidge, eres un grano en el culo.

—¿Crees que me voy a tragar eso? ¿Tres horas y ya estás en Nueva York? ¡Anda ya!

—Lo dijo mi padre —murmuró Tamal entre dientes.

—Entonces el mundo era distinto —dijo Charley—. Antes de la Guerra de la Ceniza todo era diferente. A lo mejor eran cinco horas, ¿eh, Tamal?

—Tres.

Tom sentía la charla presionarle el cráneo como un tumor cerebral. Tres horas, cinco, ¿qué importaba? Ese mundo ya no existía. Se apartó de ellos.

Entonces notó que venía una visión.

Bien. Bien. Déjala venir. Deja que se maten entre ellos si eso es lo que quieren. Él habitaba otros mundos más hermosos.

Se alejó unos pasos por entre el pavimento levantado y los hierros retorcidos y oxidados, y se sentó en el bordillo de una acera cubierta de arena, con la espalda reclinada contra una enorme palmera que parecía haber estado ya allí cuando California y todo lo que el hombre había construido en California habían sido barridos por el tiempo.

La visión llegó de inmediato. Era una grande. Todo el espectáculo a la vez.

A veces le venían al completo, no sólo un mundo alienígena sino la estupenda multitud de ellos, uno detrás de otro. En esos momentos, se sentía el centro del cosmos. Imperios galácticos enteros surcaban su alma. Tenía la visión completa de miríadas de reinos que existían más allá de la comprensión humana.

¡Venid a mí! ¡Ah, sí, venid, venid!

Ante sus ojos desorbitados de asombro desfiló la más grande procesión que había visto, una secuencia de mundo tras mundo. Era como un torrente, un flujo salvaje. El mundo verde y el imperio de los Nueve Soles primero, y entonces los mundos Poro y los mundos de los Zygeron, que eran los amos de los Poro, y alzándose por encima de ellos, la figura de un señor Kusereen, de la raza que había gobernado quién sabía cuántas galaxias, incluyendo las de los Zygeron y los Poro. Vio formas de vida transparentes y cimbreantes, demasiado extrañas para ser pesadillas. Vio remolinos de luz estirándose hasta el corazón del universo. A través de él corrieron bibliotecas de datos, las listas de emperadores y reyes, dioses y demonios, los textos de biblias consagradas a religiones desconocidas, la música de una ópera que tardaba en ser ejecutada once años galácticos. Sostuvo en la palma de la mano una esfera centelleante no mayor que una mota de polvo, en la que estaban registrados los nombres e historias del millón de monarcas de las nueve mil dinastías de Sapiil. Vio torres negras más altas que montañas alzarse rectas sobre el horizonte. Tenía percepción completa en todas las direcciones del tiempo y del espacio. Vio a los cincuenta semidioses de la Era Theluvara que habían estado tres millones de años antes, cuando incluso los Kusereen eran jóvenes, y vio a la Gente Ojo de la Gran Nubestrella todavía por venir, y a los que se llamaban a sí mismos los últimos, aunque Tom sabía que no lo eran.

Dios mío, pensó, Dios mío, Dios mío, yo no soy nada y Tú me traes toda esta maravilla. A mí, Tom, tu siervo. Si pudiera contarles las cosas que muestras… Si solamente pudiera… ¿Cómo puedo yo servirte a Ti, que creaste todo esto y aún más? ¿Qué necesidad tienes de mí? ¿Tengo que contárselo? Entonces se lo contaré. Se lo mostraré. Haré que tus maravillas se manifiesten en sus ojos. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Y todavía la visión continuaba, y continuaba, y continuaba, mundos sin fin.

Y entonces se desvaneció, en lo que tarda un parpadeo, y él se quedó tumbado en la calle ruinosa de la ciudad desierta, estupefacto, con la boca abierta en busca de aire. La cara preocupada de Charlie se cernió sobre la suya.

—Tom… ¡Tom! ¿Puedes hablar, Tom?

—Sí. Claro.

—Pensábamos que habías sufrido un colapso.

—Era la grande. Lo vi todo. Vi el poder y la gloria. ¡Oh, pobre Tom, pobre pobre Tom! ¡Era la grande y nunca volverá!

—Déjame que te ayude a levantarte. Estamos listos para partir. ¿Puedes tenerte en pie? Así. Así. Tranquilo. Has tenido otra visión, ¿no? ¿Qué viste, el mundo verde?

Tom asintió.

—Lo vi, sí. Lo vi todo. Todo.

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