Segunda parte

En treinta años

dos veces veinte veces me enfadé

y, de las cuarenta, tres veces quince

en prisión me metieron.

En las mazmorras de Bedlam,

con barba de un día y fuertes cadenas,

dulces látigos, ding-dong,

muerto de hambre.

Y ahora, canto: «¿Hay comida, alimento,

alimento, bebida o ropa?

Vamos, dama o doncella,

no tengas miedo.

El Pobre Tom no estropeará nada».

La Canción de Tom O’Bedlam

1

Esa mañana había un problema inesperado con Nick Doble Arcoiris, algo parecido a un desmoronamiento psicótico de tercer grado, pero bastante más violento, que había surgido sin motivo aparente. Un asunto feo y difícil de tratar. Por esta razón, Elszabet llegó tarde a la reunión mensual de personal. Cuando por fin entró en la sala, poco después de las once, todos los otros estaban ya allí: los psiquiatras, Bill Waldstein y Dan Robinson; Dante Corelli, la encargada de la terapia física, y Naresh Patel, el neurolingüista, sentados alrededor de la gran mesa de conferencias y cada uno relajado a su manera.

Dante contemplaba los reflejos de luz dorada que salían del bolígrafo que tenía en la mano. Bill Waldstein estaba echado hacia atrás mirando la botella de vino que tenía delante. Patel parecía hallarse sumido en su meditación. Dan Robinson pulsaba su teclado de bolsillo, introduciendo música inaudible en el circuito registrador para escucharla más tarde. Todos se enderezaron cuando Elszabet tomó su sitio en la cabecera de la mesa.

—¡Por fin! —exclamó Dante hiperactuando, como si Elszabet hubiera llegado a la reunión con dos años de retraso.

—Elszabet acaba de demostrar que ella también sabe ser pasivo-agresiva —dijo Bill Waldstein.

—Jódete —le dijo Elszabet, indiferente—. Sólo me he retrasado trece minutos.

—Veinte —dijo Patel, aparentemente sin romper su profundo trance.

—Veinte. Que me fusilen, entonces. ¿Quiere pasarme el vino, por favor, doctor Waldstein?

—¿Antes de comer, doctora Lewis?

—No ha sido una mañana muy buena que digamos. Agradecería que todos ustedes se reajustaran para un nivel más bajo, ¿de acuerdo? Gracias. Les quiero a todos.

Tomó el vino, pero sólo bebió un sorbo pequeñísimo. Su sabor era fuerte, lleno de pequeñas agujitas. Le dolía la mandíbula, y se preguntó si se le iba a hinchar la cara.

—Hemos tenido que inyectarle cincuenta miligramos de tranquilizante a Nick Doble Arcoiris —dijo, con voz cansada—. Bill, ¿quieres examinarle después del almuerzo y consultar después conmigo? Decidió que era Toro Sentado siguiendo el sendero de la guerra. Destrozó no sé cuántos cientos de dólares de equipo y le dio un golpe a Teddy Lansford que le lanzó al otro extremo de la habitación.

»Creo que habría creado muchos más problemas si no llega a ser porque Aleluya apareció milagrosamente y le contuvo. Es sorprendentemente fuerte, ya sabéis. Gracias a Dios que no fue ella quien tuvo el ataque…

Waldstein se inclinó hacia Elszabet; era un hombre alto y delgado, de unos cuarenta años, que estaba empezando a perder el cabello. La mujer sabía que cuando encogía los hombros de esa manera era un gesto de preocupación, de protección, quizás de protección excesiva. Viniendo de él, no le importaba mucho.

—El piel roja te hirió también, ¿no, Elszabet? —preguntó Waldstein.

Ella se encogió de hombros.

—Me dio con un codo en la boca, más o menos accidentalmente. Nada roto. No voy a presentar cargos.

—Loco bastardo… —Waldstein torció el rostro—. Debe de haberse salido de sus casillas para golpearte. Puedo comprender que atacara a Lansford, pero… ¿a ti, cuando tú eres la que se sienta a su lado noche tras noche a escucharle lloriquear sobre sus martirizados ancestros?

—¿Tengo que recordaros que todas esas personas están locas? —intervino Dante—. Por eso están aquí. No podemos esperar que se comporten racionalmente. Además, Nick Doble Arcoiris no recuerda lo bien que Elszabet se porta con él, lo sabes. Esos hechos le han sido borrados.

—No es excusa —dijo Waldstein agriamente—. Todos tenemos antepasados martirizados. Que le den por el culo a él y a sus ancestros. Creo que ni siquiera es el sioux que dice ser.

Elszabet miró a Waldstein con tristeza. Le gustaba pensar que era genial y agradable, incluso travieso; pero tenía una asombrosa capacidad para indignarse por lo irrelevante. Una vez empezaba, era capaz de seguir con lo mismo por largo rato.

—Es un fraude —decía Waldstein—. Un timador, como el dulce Eddie Ferguson. ¡Nick Doble Arcoiris! Apuesto a que su nombre es Joe Smith. Seguro que ni siquiera está loco. Éste es un hermoso lugar de descanso, ¿no? Con todos esos bosques alrededor, podría ser que…

—Bill.

—Te golpeó, ¿no?

—Está bien. Está bien. Se nos hace tarde, Bill.

Quería frotarse la mandíbula herida, pero temía que eso desatara otro estallido de ira en él. Todo habría sido más simple, pensó, si no hubiera rechazado a Waldstein cuando le hizo aquella repentina —pero no del todo impredecible— proposición, unos cuantos años antes. No lo había dejado continuar. Si lo hubiera hecho, al menos ahora no tendría que soportar su tediosa caballerosidad todo el tiempo. Pero luego pensó que eso tampoco habría vuelto las cosas más fáciles. Ni entonces, ni en ningún otro momento.

Elszabet conectó el pequeño magnetófono colocado delante de ella.

—Vamos a empezar, muchachos, ¿de acuerdo? Reunión mensual del staff. Viernes veintisiete de julio de dos mil ciento tres. Preside Elszabet Lewis. Asisten los doctores Waldstein, Robinson, Patel y la señorita Corelli. Son las once veintiuno. En vez de comenzar con el informe habitual, me gustaría abrir la sesión discutiendo el problema que nos ha ocupado en los últimos seis días. Me refiero a los sueños repetitivos de carácter… digamos fantástico, que nuestros pacientes parecen estar experimentando. Le he pedido al doctor Robinson que prepare un resumen general. ¿Dan?

Robinson dejó escapar una brillante sonrisa, se echó hacia atrás y cruzó las piernas. Era el psiquiatra más antiguo del Centro, un hombre larguirucho con la piel de color café, muy capaz, siempre relajado. Era, en verdad, el hombre de modales sutiles que Bill Waldstein creía ser. Era también posiblemente el miembro más relevante del staff de Elszabet.

Robinson colocó la mano sobre la cápsula mnemónica que tenía delante, la activó y esperó un momento para recibir los datos. Entonces colocó el pequeño artilugio a un lado y comenzó a hablar.

—Muy bien. Hemos empezado a llamarlos los «sueños espaciales». Lo que encontramos, bien sea por informe directo de los pacientes o por lo que descubrimos a través del barrido diario de memorias, es un modelo de vividos sueños visionarios, en un espectro muy amplio. El primero de ellos vino de la mujer sintética Aleluya CXI 133, que en la noche del diecisiete de julio experimentó la visión de un planeta (ella lo identificó como planeta en su consulta conmigo a la mañana siguiente), con un denso cielo verde, pesada atmósfera verde y habitantes de forma alienígena, cristalinos en su textura y extremadamente alargados en su estructura corporal. Entonces, en la noche del diecinueve de julio, el padre James Christie experimentó la visión de un escenario cosmológico más elaborado, un grupo de soles de diversos colores visibles simultáneamente en el cielo, y una figura imponente, de naturaleza aparentemente extraterrestre, visible en primer plano.

»Por su educación clerical, el padre Christie interpretó su sueño como una visión de la divinidad, y consideró al ser alienígena como Dios, obteniendo como resultado una considerable perturbación emocional. Informó de su experiencia a la doctora Lewis a la mañana siguiente… bastante reluctantemente, añadiría yo. He llamado al sueño del padre Christie el sueño de los Nueve Soles, y al de Aleluya el sueño del Mundo Verde.

Robinson hizo una pausa y miró alrededor. La habitación estaba muy tranquila.

—Bien. En la noche del diecinueve de julio, Aleluya tuvo un segundo sueño espacial. Éste envolvía a un sistema de doble estrella, un gran sol rojo y uno azul más pequeño, que parece ser lo que los astrónomos llaman una estrella variable, porque tiene una producción de energía de tipo pulsátil. Este sueño también estaba relacionado con una figura extraterrestre de gran tamaño, un ser con cornamenta que permanecía sobre un monolito de piedra blanca. Llamo a este sueño el sueño de la Doble Estrella. Es posible que Aleluya haya tenido este sueño varias veces; se ha vuelto un poco evasiva con respecto a la materia.

Robinson se detuvo de nuevo.

—El asunto se vuelve interesante en la noche del veinte de julio, cuando Tomás Menéndez experimentó también el sueño de la Doble Estrella.

—¿El mismo sueño? —preguntó Bill Waldstein.

—Coincidía en cada detalle. Tenemos los datos del barrido de memorias de cada uno de ellos. Por supuesto, no hay registros visuales, pero tenemos exactamente las mismas curvas de adrenalina, las mismas fluctuaciones REM, las mismas ondas alfa. Creo que está generalmente aceptado que estas cosas se hallan íntimamente relacionadas con la actividad de los sueños, y me gustaría postular que sueños idénticos generan idénticas curvas de respuesta.

Robinson miró interrogativamente a Waldstein.

—Aceptaría que curvas idénticas significaran sueños idénticos —dijo éste—, si pudiera encontrar sueños idénticos. Pero… ¿quién los tiene? ¿Hay algún registro bibliográfico sobre una cosa así?

—En experiencia visionaria sí —dijo tranquilamente Naresh Patel—. Hay un cierto número de ejemplos de casos donde la misma visión fue recibida por un grupo de…

—No me refiero al Upanishad, o a las Revelaciones. Quiero decir registros documentados por observadores civilizados, trabajo clínico contemporáneo, del siglo veinte o posterior.

Patel suspiró, sonrió y mostró las palmas de sus manos vacías.

—Esperad —dijo Dan Robinson—. Hay más. Tenemos un cuarto sueño, que llamo el sueño de la Esfera de Luz, donde el cielo es un globo de radiación total y no hay signos evidentes de hechos astronómicos a causa del alto nivel de iluminación. Figuras extremadamente complejas se ven recortadas contra este paisaje; parecen ser formas de vida inusitadamente intrincadas, con gran cantidad de miembros y apéndices, tan complicados que nuestros pacientes tienen problemas para describirlos en detalle. Hasta el momento, el sueño de la Esfera de Luz ha sido experimentado por estos pacientes: Nick Doble Arcoiris el veintidós de julio, Tomás Menéndez el veintitrés de julio, April Cranshaw el veinticuatro. El padre Christie experimentó el sueño de la Estrella Doble el veinticuatro de julio. Una vez más, lo interpretó como una manifestación divina: Dios con otro disfraz, el ser cornudo. Con esto, tres de nuestros pacientes han tenido hasta el momento el mismo sueño. El Mundo Verde se manifestó a Philippa Bruce el veinticinco. Anoche alcanzó a Martin Clare. Así pues, también hay tres que sueñan con el Mundo Verde.

—Cuatro —dijo Elszabet—. Acabo de constatar que Nick Doble Arcoiris lo tuvo anoche.

—Ésta no es la lista completa. Hay una epidemia de sueños espaciales; nos informan de ellos por todo el Centro. Todos los tienen, excepto Ed Ferguson, me parece. Creo que es el único paciente que no ha dicho una palabra sobre ellos a ningún terapeuta.

—¿Ése no es el tipo convicto por vender parcelas en otros planetas? —preguntó Dante Corelli.

—Planetas de otras estrellas, nada menos —dijo Bill Waldstein.

—Es irónico que sea él precisamente el único que no visita otros mundos cuando está dormido —dijo Dante.

—A no ser que esté ocultando sus sueños —sugirió Dan Robinson—. Con él, eso es siempre una posibilidad. Se resiste a la terapia de un modo salvaje.

—Creo que debe de tener un registro de algún tipo —comentó Waldstein—. El tratamiento no parece operar limpiamente en su caso. Hay siempre una continuidad que no debería existir.

—Por favor —dijo Elszabet—, nos estamos saliendo del tema. Dan, ¿dices que hay otros sueños espaciales en tu lista?

—Un par de ellos. Hasta el momento los informes son fragmentarios, y por ahora preferiría no tenerlos en cuenta. Pero creo que hemos alcanzado el punto básico.

—De acuerdo —coincidió Elszabet—. Tenemos un misterio aquí. Un fenómeno. ¿Cómo tratamos con él?

—Obviamente se están contando los sueños unos a otros —dijo Bill Waldstein.

—¿Eso crees? —preguntó Dan Robinson, alarmado.

—Obviamente es eso. Están intentando jugárnosla. Nos ven como sus enemigos. Así que se ponen de acuerdo y se cuentan lo que sueñan para liarnos.

—Todos pasan por el tratamiento de barrido de memorias —dijo Naresh Patel—. Entonces los sueños desaparecen. ¿Acaso se reúnen al amanecer antes de bajar a la terapia para ponerse de acuerdo?

—Aleluya no parece perder siempre sus sueños con el barrido —dijo Dan Robinson.

Patel asintió.

—Sabemos que eso es un problema, la retención de los sueños de la mujer sintética. Pero, ¿y los otros? Sospechamos que Ferguson tiene oculta una fuente de datos en alguna parte, pero es el único que no informa sobre sueños de ningún tipo. Seguramente el padre Christie no estará metido en ningún tipo de engaño, y…

—Naresh tiene razón respecto al padre —dijo Elszabet—. Sus sueños son reales. Pondría la mano en el fuego por él.

—¿Telepatía? —dijo Dante.

—Nunca hubo ni la menor sombra de evidencia —dijo Bill Waldstein.

—Quizá la tengamos ahora —intervino Dan Robinson—. Hay algún tipo de… comunión entre ellos. Quizá incluso fuera un fenómeno provocado por el barrido, un efecto secundario del proceso.

—Mierda, Dan… ¿Qué clase de loca especulación es ésa? —preguntó Waldstein.

—Especulación pura y simple. Estamos suponiendo y nada más, ¿no?—replicó Robinson suavemente—. ¿Quién sabe qué demonios pasa aquí?Pero si combinamos toda clase de ideas…

—No estoy convencido de que eso funcione. Necesitamos una verificación fiable para eliminar la posibilidad de una confabulación por parte de los pacientes. Sólo después de eso puedes hablarnos de sueños coincidentes, ¿de acuerdo?

—Absolutamente. No voy a discutir eso.

—Necesitamos más datos —dijo Patel—. Tenemos que averiguar todo lo que podamos sobre este tema, ¿no lo cree así, doctor Waldstein?

Waldstein asintió, no del todo seguro.

—Si realmente está sucediendo, necesitamos explicarlo. Si es un fraude, tenemos que controlarlo. Más datos. Sí.

—Bien —dijo Elszabet—. Estamos llegando a un punto de acuerdo. ¿Alguien quiere decir algo más sobre el asunto?

Aparentemente, nadie quería. Recorrió dos veces con la mirada la mesa, y sólo el silencio le respondió.

La reunión se trasladó a asuntos más mundanos del Centro. Pero después, cuando todos empezaban a marcharse, Naresh Patel permaneció en su asiento. El experto neurolinguista, pequeño y delicado, ordinariamente sereno hasta la impasibilidad, parecía extrañamente perturbado.

Elszabet se volvió hacia él y le dijo:

—¿Quieres hablar conmigo, Naresh?

—Sí, por favor. Será sólo un momento.

—Adelante. —Elszabet se frotó la mandíbula. Definitivamente, iba a salirle una moradura donde Arcoiris la había golpeado.

Patel empezó a hablar en el tono de voz más suave posible.

—Se trata de algo que no he querido decir en la reunión general, aunque quizás habría sido de ayuda. Es… algo que no estoy preparado para compartir todavía con todos mis colegas, y especialmente con el doctor Waldstein, en su estado actual. Con su permiso, me gustaría compartirlo solamente con usted.

Ella nunca le había visto tan perturbado antes. Gentilmente, le animó a seguir.

—Puedes contar con mi discreción, Naresh.

El hombrecito sonrió tímidamente.

—Muy bien Es solamente esto, doctora Lewis: yo también he tenido lo que el doctor Robinson llama el sueño del Mundo Verde. Hace dos noches. El cielo como una pesada cortina verde, seres cristalinos de extrema gracia y belleza… —La miró lastimosamente—. No formo parte de la conspiración en la que el doctor Waldstein insiste. No estoy de acuerdo con los pacientes para alterar el equilibrio del Centro. Por favor, créame, doctora Lewis. Créame. Pero le digo que he tenido el sueño del Mundo Verde. De verdad. He tenido el sueño del Mundo Verde.

2

—No es gran cosa —dijo Jaspin—. No esperes mucho, porque no es gran cosa.

—De acuerdo —le dijo la muchacha rubia—. No hay que esperar demasiado en tiempos como éstos, ¿verdad?

Su nombre era Jill. Jaspin no conseguía recordar su apellido, pero era uno de esos insípidos apellidos norteamericanos, Clark, Walters, Hancock o algo parecido, y ahora no encontraba la forma de hacérselo decir de nuevo. La chica se había quedado con él después de la ceremonia tumbondé, sosteniéndole la cabeza contra el pecho mientras él se entregaba a la histeria, ayudándole a bajar la colina cuando él estuvo a punto de desvanecerse con el calor. Y en este momento estaban los dos en la entrada de su apartamento, en University Heights; aparentemente iban a pasar la noche juntos, o al menos toda la tarde.

Qué diablos, había pasado mucho tiempo desde la última vez. Pero una parte de él deseaba habérsela quitado de encima, la parte que todavía resonaba con los tambores de los tumbondé, la parte que todavía veía la titánica forma de Chungirá-el-que-vendrá, absoluta e incuestionablemente real sobre su trono de alabastro, en el planeta de alguna estrella lejana. Tener esta chica alrededor era solamente una distracción, una especie de divertimento, cuando había cosas como aquéllas recorriéndole el alma. Sin embargo, no había hecho demasiado por librarse de ella después de la ceremonia. Qué diablos.

Colocó el pulgar sobre la placa y la puerta le preguntó quién era.

—Soy tu amo y señor. Abre de una puñetera vez, ¡rápido!

Ella se rió.

—Tiene usted un estilo muy peculiar, doctor Jaspin.

—Barry, por favor. Barry. ¿De acuerdo? Ni siquiera tengo el doctorado, por muy difícil que te resulte aceptarlo.

Tras haber verificado su registro vocal y haberlo encontrado aceptable, la puerta se abrió. Él hizo una reverencia.

—Entrez-vous!

Entraron los dos.

No le había mentido. No era gran cosa. Dos habitaciones, una cocinita, una pequeña terraza encarada al sur. El edificio era aceptable, de estilo español, con paredes blancas, techo de tejas rojas, y plantas californianas enredándose por todas partes: buganvillas púrpuras, hibiscos rojos y blancos, grandes racimos de áloes, unos cuantos cactos magüey, palmeras, toda la familia subtropical. Probablemente el lugar había sido un lujoso condominio antes de la guerra, pero ahora estaba dividido en un millón de pequeños apartamentos, y por supuesto no había servicio de mantenimiento, así que la propiedad se estaba viniendo abajo seriamente.

Qué diablos, esto era su hogar. Lo había localizado en su primer día en San Diego, después de que hubiera decidido que tenía que marcharse de Los Ángeles, y ahora, catorce meses más tarde, casi empezaba a sentirse a gusto en él.

—¿Vives en San Diego?

Ella se las arregló para no contestar a eso. Ya lo había preguntado antes, cuando entraban en el aparcamiento, y tampoco había contestado entonces. Ahora curioseaba por la estancia, embobada con la biblioteca. Era una considerable fuente de datos, admitió Jaspin, llena de cubos, vídeos, discos y diskettes, e incluso libros. Auténticos libros, anticuados pero todavía no obsoletos.

—¡Caray! —chilló la muchacha—. ¡Tienes a Kroeber! ¡Y a Mead! ¡Y a Levi-Strauss, y a Haverford, y a Schapiro! ¡A todo el mundo! Nunca había visto nada parecido, excepto en una biblioteca. ¿Te importa?

Sacaba las cosas de los estantes, acariciándolas, mimando los libros, las cintas, los cubos. Entonces se volvió hacia él. Sus ojos brillaban.

Jaspin había visto esa mirada de arrebato con anterioridad, en las muchachas que asistían a sus clases durante los días en que había dado clase. Era amor puro, amor abstracto. No tenía nada que ver con él, con su yo real. Le adoraban porque era la fuente del saber, porque caminaba diariamente con Aristóteles y Platón. Y también porque era mayor que ellas y podía, si quería, abrir para ellas las puertas de la sabiduría con un simple gesto de sus dedos. Jaspin había usado el dedo con varias, y no simplemente el dedo, en realidad, y sospechaba que algunas sí que habían aprendido algo de él, aunque quizá no en el terreno que esperaban. Eso, según se figuraba, ya se había terminado.

Mira, Jill… quiso decir, frente a aquella mirada reverente, es un auténtico error idealizarme de esa forma. Lo que piensas que puedo ofrecerte no está aquí. De veras.

Pero no consiguió abrir la boca. En cambio, se acercó a ella como si quisiera estrecharla entre sus brazos, pero en el último momento simplemente tomó el libro que ella tenía en las manos y lo acarició como ella había hecho. Era una auténtica rareza, un tratado sobre máscaras mexicanas que tenía ciento treinta años y aún conservaba el brillo en las tapas. Estaba vendiendo poco a poco su biblioteca a un profesor del campus de La Jolla para pagarse la comida y el alojamiento. Había adquirido de esa misma manera la mayor parte del material diez o quince años antes, cuando él era quien tenía dinero y algún otro el que iba cuesta abajo.

—Es uno de mis mayores tesoros. ¡Observa estas máscaras!

Jaspin pasó las páginas. Rostros diabólicos y cornudos, criaturas de pesadilla. ¿Chungirá-el-que-vendrá? ¿Maguali-ga? Oyó de nuevo los tambores resonar en su cabeza.

—¡Y esto! ¡Y eso! ¡Y aquello de allí! —La chica estaba a punto de caer en éxtasis—. ¡Qué maravillosa biblioteca! ¡Qué persona tan extraordinaria debe de ser usted para tener reunidos todos estos conocimientos, doctor Jaspin!

—Barry.

—Sí, Barry. —Ella salió a la terraza, arrancó una brillante flor roja del hibisco y se la prendió en el pelo.

Sólo es una chiquilla, pensó Jaspin, una niña descarnada. Probablemente algo mayor de lo que había supuesto al principio. Veintisiete años, a lo sumo.

—Vives en un lugar muy bonito para la época en que estamos —dijo ella—. Tenemos suerte de vivir en la California costera, ¿verdad? No se está tan bien tierra adentro, ¿no?

—Dicen que las cosas están realmente mal allí. Y cuanto más lejos de la costa, peor. Por supuesto, la parte más mala se halla en los estados que limitan con la zona donde soltaron la ceniza. He oído decir que es una auténtica jungla. Hay bandidos por todas partes, y la gente muere a causa de la radiación.

Sacudió la cabeza. Le ponía enfermo pensar en ello, en la confusión que la guerra había creado. Ni una sola bomba había sido lanzada. No se podía usar bombas sin desencadenar el holocausto definitivo que todo el mundo estaba de acuerdo en que arrastraría la aniquilación mutua, así que en vez de eso usaron nubes de radiación controlada que arrasaron las zonas agrícolas y alcanzaron el mismo corazón de la tierra, partiendo el país en dos, en tres. Lo mismo que les hicimos a ellos, sólo que peor.

Y ahora, veinte años más tarde, deambulamos entre los restos de la civilización occidental y cultivamos nuestras buganvillas, tocamos nuestros cubos de música, vamos a clases de antropología y pretendemos que hay que reconstruir el mundo aquí, en la soleada California, mientras que, por lo que sabemos, a quinientas millas al este la gente ha vuelto al canibalismo.

—De eso iba a escribir —dijo en voz alta—. Del mundo moderno desde una visión antropológica, casi sociológica. Del mundo como una jungla de alta tecnología. Por supuesto, ya no voy a hacerlo.

—¿Ya no?

—Lo dudo. Ya no estoy en la universidad. No tengo quien me patrocine. Eso es importante.

—Podrías hacerlo por tu cuenta, Barry. Sé que podrías.

—Eres muy amable. Escucha, ¿tienes hambre? Tengo un par de latas por ahí, y los higos de esa chumbera del patio están casi comestibles, así que…

—¿Te importa si tomo una ducha? Me noto toda pegajosa, y todavía llevo esta pintura, las marcas de Maguali-ga…

—Claro. ¿Qué día es hoy, viernes? Tenemos agua para la ducha los viernes.

Ella se quitó la ropa en un instante. No tenía sentido del rubor. Ni pechos. Ni caderas tampoco. Sus nalgas eran planas como las de un chiquillo. Qué demonios, de todas formas era una mujer. Estaba completamente seguro, aunque eso nunca podía afirmarse, con los trasplantes e implantaciones que hacían hoy en día.

La condujo al cubículo de la ducha y le buscó una toalla. Entonces, qué diablos, se desnudó y entró en la ducha con ella.

—No tenemos mucha ración de agua —dijo—. Será mejor compartir la que hay.

Ella se volvió hacia él cuando los dos estuvieron bajo el chorro, y enroscó las piernas alrededor de las suyas. Jaspin se apoyó contra la pared y la agarró por las nalgas. Sus ojos estuvieron cerrados la mayor parte del tiempo, pero una vez los abrió y vio que los de ella estaban abiertos, y que aún tenían ese aspecto brillante y reverente, como si él le estuviera introduciendo cincuenta enciclopedias a cada empuje.

Todo fue muy rápido, y también muy satisfactorio. No era posible escapar de la satisfacción. Después vino la culpa, la vergüenza, y tampoco fue posible escapar de aquello.

Hacer el amor. Alguien lo había llamado así mucho tiempo antes. ¿Qué amor? ¿Dónde? Dos desconocidos patéticos rozándose y uniendo partes de sus cuerpos durante unos pocos minutos. ¿Amor?

Tengo que ser honesto con esta chica, pensó Jaspin. Habría sido mejor si lo hubiera intentado antes de hacerle el amor, pero entonces tal vez no lo habríamos hecho, y supongo que lo deseaba demasiado. Eso es ser honesto también, ¿no? ¿No?

—Tengo que decirte algo —dijo, apoyado en el borde del lavabo, mirando sus pequeños pechos de pezones sonrosados, sus caderas de chiquillo, su pelo mojado y revuelto—. Crees que soy una especie de figura noble, romántica e intelectual, ¿verdad? Bien, pues no lo soy, ¿sabes? Soy un don nadie. Un fraude. Soy un fracasado, Jill.

—Yo también.

Él la miro, sorprendido. Era la primera cosa auténtica que había oído de ella desde que la había encontrado.

—Antes sí que era alguien —prosiguió él—. Un chico brillante y prometedor, de una familia rica de Los Angeles. Iba a ser un gran antropólogo, pero en algún punto del camino me volví farblondjet. ¿Sabes lo que significa? Es una palabra yiddish. Quiere decir confundido, confuso, completamente liado. El vacío del alma, la gran enfermedad del siglo veintidós. Ahora creo que lo llaman el síndrome de Gelbard. Me sentía aparte, y ni siquiera sabia por qué. Levantarme por la mañana se convirtió en un problema, y todavía más problemático fue ir a las clases.

»No estaba exactamente deprimido, compréndeme…; el síndrome de Gelbard es algo diferente de la depresión clínica, según me han dicho. Es más profundo, una respuesta a la completa confusión humana, una especie de cansancio cultural, un fenómeno de agotamiento. Farblondjet. Todavía lo estoy. No tengo carrera. No tengo futuro. Ni soy el heroico semidiós de la cultura que probablemente imaginas.

—Te vi en tu curso. Eras muy profundo.

—Repetía simplemente lo que había encontrado en esos libros. ¿Qué hay de profundo en una buena memoria? Te parecí profundo porque no sabías más que yo. Por cierto, ¿cuál era tu especialidad en la UCLA?

—No tenia ninguna. Iba de oyente, nada más.

—¿Sin grado?

—Quería aprenderlo todo, pero había demasiado. No sabía por dónde empezar, así que nunca empecé. Pero ahora tendré una segunda oportunidad, ¿no es cierto?

—¿Qué quieres decir?

—Para aprender. De ti. Haré la limpieza, las compras, lo que sea. Y estudiaremos juntos. —Había un extraño y brillante tono en su voz, como alambres de cobre rozándose—. ¿No te parece bien? Te ayudaré con tu libro. No tengo sitio donde vivir ahora, ¿sabes? Pero no ocupo mucho espacio, y soy muy limpia, y…

Le sorprendió no haber sospechado esto. Sintió que la frente comenzaba a palpitarle. Imaginó que Chungirá-el-que-vendrá le había prendido con su zarpa enorme y empezaba a apretarle la cabeza, a apretarle, a apretarle.

—No voy a escribir el libro. Y tampoco me voy a quedar en San Diego.

—¿No?

—No No me quedaré aquí mucho.

Él era el primer sorprendido por lo que acababa de decir. La idea de abandonar San Diego le era completamente nueva.

—¿Adonde irás? —preguntó ella.

—A donde vaya el Senhor Papamacer —se oyó decir, cuando ya creía que iba a tener que suplicarse a sí mismo por una respuesta—. Al Séptimo Lugar, imagino. Seguiré a los tumbondé hasta el Polo Norte, si es preciso.

—¿Hablas en serio?

—Creo que sí. Tengo que hacerlo.

—¿Para estudiarlos?

—No. Para esperar a Chungirá-el-que-vendrá.

—Entonces crees en Él. —Jaspin pudo oír la «E» mayúscula.

—Ahora sí. Desde hoy. Vi algo en aquella colina, Jill. Y me cambió. Me sentí, literalmente, caído de bruces, la auténtica experiencia de la conversión. Tal vez «conversión» sea una palabra demasiado pretenciosa, pero…

Esto es ridículo, pensó. Un par de desconocidos sentados desnudos en un cuarto de baño diminuto y hablando de semejantes tonterías.

—Nunca he sido un hombre religioso —continuó—. Mis padres eran judíos, pero eso era una cosa cultural. En realidad, nadie iba a la sinagoga. Pero esto es diferente. Lo que sentí hoy… quiero sentirlo de nuevo. Quiero ir allá donde pueda tener una oportunidad para sentirlo otra vez. Son los tiempos, Jill. La era del Zeitgeist, ¿sabes? En épocas de total desesperación, la religión revelatoria ha tenido siempre una respuesta. Y ahora me ha ocurrido incluso a mí, el cínico y urbano Barry Jaspin. Voy a seguir al Senhor Papamacer y a esperar que Maguali-ga abra la puerta para Chungirá-el-que-vendrá.

Había fuego surcando sus venas. ¿De verdad quiero decir todo esto?, se preguntó. Sí. Sí. De verdad. Sorprendente, pensó. De verdad quiero decir lo que le estoy diciendo.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó ella, tímida, reverentemente.

3

—Ahora cuéntame el que viste ayer, ese donde la luz de las estrellas iluminaba el cielo como si fuese de día —dijo Charley.

—¿El mundo de la Gente Ojo? ¿Te refieres a ése?

—¿Es ése?

—La Gente Ojo, sí. De la Gran Nubestrella.

—Cuéntame. Me encanta escucharte cuando ves esas cosas. Creo que eres un profeta auténtico, sacado directamente de la Biblia.

—Piensas que estoy loco, ¿verdad?

—Ojalá dejaras de decir esas cosas —se quejó Charley—. ¿Acaso te he dicho alguna vez que pienso que estás loco?

—Pues lo estoy, Charley. Soy el pobre Tom. El pobre y loco Tom. Salgo de un manicomio para entrar en otro.

—¿Un manicomio? ¿Una casa de locos de verdad? —preguntó Charley—¿Has estado en una?

—En Pocatello. ¿Sabes dónde está? Me tuvieron encerrado allí año y medio.

Charlie sonrió.

—Hay cantidad de gente sana encerrada, y un montón de locos sueltos. Eso no quiere decir nada. Lo que intento decirte es que te respeto, que te admiro. Creo que eres fenomenal. Y tú vienes y me dices que pienso que estás loco. ¡Vamos, hombre, cuéntame cosas sobre la Gente Ojo!

Charley parecía sincero. No se está riendo de mí, pensó Tom. Él también ha visto el mundo verde, por eso lo dice. Ojalá consiga ver también los otros mundos. Realmente quiere verlos. Realmente quiere saber cosas sobre ellos. Es un saqueador, quizá incluso ha sido un bandido, apuesto a que ha matado a veinte personas por lo menos…, y sin embargo quiere saber, es curioso, es casi amable a su manera.

Tengo suerte de viajar con él.

—La Gente Ojo no existe todavía, Charley. Lo harán dentro de un millón de años, o dentro de tres millones, o dentro de cien mil millones, es difícil saberlo. Me confundo con todas las cosas del pasado y del futuro, ¿sabes? Los pensamientos flotan por el universo adelante y atrás, y la velocidad del pensamiento es mucho mayor que la de la luz, así que puedes tener una visión de un lugar que no existe todavía, y a lo mejor dentro de un millón de años la luz de ese sol llegará por fin a la tierra. ¿Entiendes lo que digo?

—Claro —dijo Charley, dubitativo.

—La Gente Ojo vive, o vivirá, en un planeta que tiene unas diez mil estrellas alrededor, o quizás sean cien mil, quién puede contarlas, una al lado de la otra, todas apiñadas, de forma que desde el planeta parecen una muralla de luz que llena todo el cielo A cualquier hora del día o de la noche, lo que se ve es una luz tremenda reverberando por todas partes. No se ve ninguna estrella, sólo un montón de luz, y toda es blanca, y por eso el cielo es blanco como la nieve.

—¡Charley! —llamó Mujer, que se acercaba.

—Estaré contigo en cinco minutos.

—¿Podemos hablar ahora, Charley?

Charley alzó la mirada, sorprendido.

—De acuerdo. Habla.

Los saqueadores habían acampado un poco al este de Sacramento, en el camino hacia la parte costera del valle. Allí todavía quedaban unas cuantas granjas, la mayoría muy bien defendidas. Era difícil encontrar lugares que saquear, y Charley y su grupo comenzaban a sentir hambre; por eso los había enviado a explorar el territorio esa tarde.

—Stidge y Tamal acaban de regresar —anunció Mujer—. Han descubierto una granja en la desembocadura del río. Dicen que puede ser tomada, y quieren hacerlo en cuanto oscurezca.

—¿Por qué eres tú quien me lo dice, y no Stidge?

—Buffalo dijo que estabas con Tom y que no querías ser molestado, y Südge decidió no molestarte.

—¿Y tú sí?

—Quería hablar contigo antes de que lo hicieran Tamal y Stidge. Ya sabes, Tamal siempre se equivoca en todo lo que dice. Y ese Stidge es un salvaje. No me fío de él.

—Vale. Comprendo lo que quieres decir.

—No te habría molestado si se tratara de otra cosa.

—Claro. Pero tenemos que comer, Mujer. Creo que sé lo que voy a hacer: echaré una ojeada a ese sitio que dicen Stidge y Tamal. Quizá por una vez tengan razón y podamos hacerlo, y si pienso que es posible, lo haremos. Si no, no. ¿De acuerdo, Mujer?

—De acuerdo. Lamento haberte molestado.

—No pasa nada. —Charley se despidió de Mujer. Inmediatamente, se volvió hacia Tom—. Venga, sigue con lo de la Gente Ojo.

No tiene ningún problema en cambiar los cables, pensó Tom. En un minuto habla de saquear la granja de alguien y al siguiente quiere saber cosas sobre los mundos de otras estrellas. No se comporta como un asesino.

Sus ojos eran profundos y sombríos, y había a veces algo en ellos casi amable, casi poético. Unas veces sí y otras no. Era un asesino de verdad, Tom lo sabía. Bajo la amabilidad, bajo la poesía, era un asesino. Pero… ¿qué era por debajo de aquello?

—Viven en un mundo de luz que nunca se apaga —dijo Tom—, y es tan densa que no pueden ver el resto del universo. En realidad, no pueden ver nada, porque la luz de la Gran Nubestrella es tan brillante que no hay contrastes ni forma de distinguir una cosa de la otra. Hay tanta luz, que te ciega. En lugar de ver, sienten, y cada parte de su cuerpo recoge imágenes, toda su piel. Por eso les llaman la Gente Ojo, porque es como si tuvieran un gran ojo todo alrededor. Pero, compréndeme, no existen todavía. Existirán. Son una de las razas por venir.

»Hay unas mil cuatrocientas razas por venir apuntadas en el Libro de las Lunas, pero naturalmente no las incluye a todas. De hecho hay billones y billones de razas por venir, pero el universo es tan grande que ni siquiera los Zygeron y los Kusereen saben de él una milésima parte. Pero ahí están, la Gente Ojo, y sus mentes son tan sensitivas que pueden alcanzar y sentir el resto del universo. Saben de soles, estrellas, planetas, galaxias y todo eso, pero es por sentido y por intuición, como un ciego sabe del rojo, el azul y el verde. Sus mentes están en contacto con los otros mundos del Sagrado Imperio, pasados y futuros. Aprenden acerca del universo exterior, y a cambio muestran a otras gentes la Gran Nubestrella, que es sagrada, ya que su luz es poderosa y completa. Es como la luz del Buda, ¿sabes? Llena todo el vacío. Y por eso la Gente Ojo…

—Charley. Me han dicho que habías acabado de hablar con él.

Era Stidge.

—Todavía no —contestó Charley, y se puso en pie—. Mierda. Está bien, Tom. Terminaremos en otro momento. ¿Qué pasa, Stidge?

—Hay una granja a unos setecientos metros, en la desembocadura. Hombre, mujer y tres niños. Tienen colocadas pantallas, pero la instalación es una porquería. Podemos entrar.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente. Tamal también lo vio.

—Oh, claro. Tamal es extraordinario haciendo juicios de valor.

—Te digo, Charley, que…

—Vale Vale, Stidge. Vamos a bajar a echar un vistazo, ¿de acuerdo?

—Claro.

Tom se quedó donde estaba, bajo un árbol a la vera de un arroyo casi seco que posiblemente solo fluía en invierno. Vio a Charley y a Stidge perderse en las sombras, y al cabo de un rato volvieron y hablaron con los demás, y entonces los ocho se marcharon juntos.

Tom se preguntó qué iba a suceder en la granja. Después de un rato, se encontró bajando el sendero dispuesto a averiguarlo.

Divisó la granja a los pocos minutos. Era un pequeño edificio blanco de madera, que parecía tener unos ciento cincuenta años; el tejado de uralita estaba pintado de verde oscuro, y había una palmera truncada delante del porche. El brillo rojo de la pantalla de protección rodeaba la casa.

Justo cuando Tom llegó allí la pantalla se apagó, y entonces pudo oír gritos y alaridos, y un chillido muy fuerte por encima de los demás ruidos. Después hubo un momento de tranquilidad, y en seguida nuevos gritos, esta vez de furia.

Sé fuerte, pensaba Tom cuando alcanzó la puerta. Ten valor, no temas, pues el Señor tu Dios está contigo dondequiera que vayas.

Miró al interior. Dos personas, hombre y mujer, yacían sobre el suelo con esa peculiar forma de encogerse que indicaba que habían muerto apuñalados. Una tercera persona, un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años, con la cara blanca y los ojos saltones, se apretaba contra la pared. Stidge apoyaba una navaja contra su garganta.

—¡Stidge! —gritaba Charley—. ¡Stidge, loco hijo de puta!

—¡Ya lo tengo! —dijo Mujer, que acababa de sorprender a Stidge por la espalda y agarraba la muñeca del pelirrojo con una mano mientras cerraba el otro brazo alrededor de su garganta.

Stidge gimió, tomado por sorpresa. Mujer, que parecía increíblemente fuerte pese a su delgadez, doblo el brazo de Stidge hasta que la navaja que tenia en la mano tocó prácticamente su oreja derecha.

—Déjame matarle esta vez —suplicó Mujer—. No es bueno, Charley… Es un salvaje. Mira lo que acaba de hacer con el granjero y su esposa.

—¡Eh, no, Charley! —lloriqueó Stidge, con la voz estrangulada por el terror—. ¡Dile que me suelte!

—No debiste hacer eso, Stidge —dijo Charley; su cara parecía ceñuda y fría—. Ahora tenemos dos muertos en las manos, y dos de los hijos andan libres. Y todo eso, ¿para qué? ¿Para qué?

—¿Puedo acabar con él, Charley? —pregunto Mujer, impaciente.

Charley parecía estar considerándolo.

Tom dio un paso al frente. Nadie se había dado cuenta de su llegada, y ahora todos le miraban con sorpresa. Todos menos Stidge, que tenia la cara contra la pared.

Tom tocó el brazo de Mujer. Sus ojos se comportaban de un modo extraño: tenía problemas para ver, todo parecía difuso, como si estuviera cubierto de hielo.

—No —dijo Tom—. Déjalo. «Mía es la venganza», dijo el Señor. No tuya, Mujer. «No os venguéis, ni déis cobijo a la ira». Déjalo.

Tom asió firmemente el brazo de Mujer y lo echó hacia atrás hasta que el cuchillo se alejó de la cara de Stidge.

—¿Qué? ¿El lunático?

Mujer, sorprendido, se volvió y dejó de amenazar a Stidge con el cuchillo. Estuvo a punto de enterrarlo en el pecho de Tom.

—El Señor mi Dios está conmigo dondequiera que vaya —dijo Tom suavemente.

Sus ojos estaban aun desenfocados. Veía a dos Mujer, y una masa rojiza en lugar de Stidge.

—Jesús —dijo Mujer—. Jesús, ¿qué tenemos aquí?

—Ya vale —cortó Charley, irritado—. Basta Mujer, devuélvele su navaja a Stidge.

—Pero…

—¡Devuélvesela! —Se volvió hacia Stidge—. Tienes suerte de que Tom apareciera justo a tiempo. Casi había decidido que Mujer acabara contigo. Eres un engorro, Stidge.

—Soy el que desconectó la pantalla, ¿no? —replicó el pelirrojo—. ¡Soy el que os permitió entrar!

—Sí. Pero podríamos haber entrado y salido sin matar a nadie. Ahora tenemos dos muertos ahí tirados, y dos chicos huídos. Stdige, debes de aprender a controlarte. No te vayas de la mano otra vez, ¿me oyes? La próxima vez que te pases, acabaremos contigo. ¿Entendido? —Charley agitó la mano para azuzar a los otros—. Venga, empezad a empaquetar todo lo que podamos usar. Comida, armas, lo que sea. No podemos quedarnos aquí mucho rato.

—No puedo creerlo —musitó Mujer, mirando a Tom fijamente—. Él te odia, ¿lo sabes? Stidge te odia. Voy a quitarlo de en medio, y apareces y me detienes. No puedo creerlo.

—Apártate, apártate, hombre maldito, hijo de Behal —dijo Tom.

—Otra vez la Biblia —rezongó Mujer—. Maldito chalado…

Tom sonrió. Todos le miraban.

Déjalos que miren. No podía permitir un asesinato a sangre fría. Ni aunque fuera de Stidge. Tom le miró a su vez: había una expresión helada y maligna en la cara del pelirrojo.

Ahora me odia aun más, comprendió Tom. Ahora que sabe que me debe la vida. Pero no tengo miedo. Ama a tus enemigos, eso es lo que Él nos enseñó; haz bien a quien te odia, bendice al que te maldiga.

Advirtió que otra vez veía bien, ahora que había vuelto la calma.

—Gracias —le dijo a Charley—. Por respetarle la vida.

—Sí —gruñó Charley—. Jesús, Tom… Eso que hiciste fue una locura. Entrar de esa forma… Mujer podía haberos atravesado a los dos, ¿te das cuenta?

—No podía permitir que se perdiera otra vida. El Señor es nuestro único juez.

—No era tu sitio, Tom. No tenías por qué entrar aquí y mezclarte en esto. No eres nadie para decidir. Fue una locura, Tom. Hacer eso fue una locura, y es así como lo llamo. Ahora sal de aquí hasta que hayamos terminado. Vamos, vete.

—Está bien —dijo Tom.

Y salió, pero miró por la ventana el tiempo suficiente para ver que Charley levantaba el brazalete láser de su muñeca y disparaba una fiera luz hacia el muchacho aterrorizado que se apretujaba contra la pared. El muchacho cayó, muerto antes de tocar el suelo. Tom retrocedió y murmuró una plegaria. Poco después, Charley salió de la casa.

—Te he visto —le dijo Tom—. ¿Cómo pudiste hacer eso? No tiene sentido. Te enfadaste cuando Stidge mató al hombre y a la mujer, y luego tú…

Charley le dio una palmada en el hombro.

—Cuando hay una muerte, tiene que haber más muertes. Si matas a los padres, mejor que mates también al hijo, o te perseguirá no importa donde vayas. Los otros dos chicos escaparon, y todo lo que espero es que no hayan visto nuestras caras. ¿Qué pasa? Te dije que no te quedaras por aquí. Tuviste que hacerlo, ¿verdad? Bien, ya lo has visto. ¿Crees que soy un santo, Tom? —Charley rió—. Ésta no es época para santos.

»Vamos, cuéntame más cosas sobre la Gente Ojo. Realmente ves toda esa mierda, ¿no? Lo ves como si fuera real… Eres sorprendente, loco hijo de puta. Cuéntame. Cuéntame lo que ves.

4

—¿Juras por Dios que no se trata de un engaño? —le preguntó Ed Ferguson a April Cranshaw—. ¿El cielo lleno de luz? ¿Seres en forma de medusa, capaces de volar? Ya, por favor, dímelo. Es sólo un chiste, ¿verdad?¿Verdad?

—Ed —protestó ella, como si él acabara de estropearle un vestido nuevo—. Deja de tratarme así, Ed. Me marcharé si sigues mareándome de esa forma. Sé bueno, Ed.

—Sí. Seré bueno.

Los muy bastardos habían perdido el culo por culpa de este asunto. No hablaban de otra cosa. Lo primero que hacían por la mañana cuando entrabas al barrido de memorias era preguntarte por tus sueños. Después, tenían reuniones toda la tarde. Reunían a la gente para pruebas especiales, interrogatorios, cualquier cosa.

A él no. A él nunca. No tenía esos sueños, jamás. Eso les confundía. Le confundía también a él. Le hacían preguntarse por qué era el único que se había quedado fuera. Le hacían preguntarse si los sueños sucedían de verdad. Bastardos, todos ellos. Tratando de dejarlo al margen, tratando de engañarle todo el tiempo…

—Sólo dame una respuesta concreta —le dijo—. ¿Esto no está preparado? ¿De verdad tienes esos sueños?

—Todas las noches. Lo juro.

Estudió su cara como si fuera un prospecto. Ella tenía el aspecto de un pudding, blando y temblequeante. Parecía absolutamente sincera. Sonrisa amplia y dulce, ojos gentiles y verdiazules. Ferguson no veía que fuera capaz de mentir. Ella no. Los otros seguro, pero ella no.

—Y a veces durante el día —continuó la mujer—. Cierro los ojos un minuto, todavía despierta, y veo imágenes contra mis párpados.

—¿Durante el día?

—Hoy mismo, a media mañana, vi a la gente medusa.

—Después del tratamiento, entonces.

—Eso es. Todavía está reciente.

—Vamos, cuéntame lo que viste.

—Sabes que se supone que no podemos…

—Cuéntamelo.

Ferguson se preguntó si se había acostado alguna vez con ella. Probablemente no. Le sobraban cuarenta o cincuenta kilos de peso, no era su tipo. Su registro no guardaba ninguna información al respecto…, pero eso no implicaba que no hubiera sucedido, sino únicamente que no se había molestado en archivar ese suceso, y ahora era demasiado tarde para averiguarlo. Se la podría haber tirado diez veces el mes pasado y ninguno de los dos tendría manera de saberlo. Las cosas iban y venían.

El mes pasado, cuando Mariela le había visitado. Había sido como una extraña para él. No la conocía en absoluto. Ni quería conocerla. Su propia esposa… Si no hubiera grabado ese dato, ni siquiera sabría que había estado allí.

—La doctora Lewis me dijo que no debo revelar mi sueño excepto durante las sesiones de interrogatorio —dijo April, incómoda—. Eso contaminaría los datos.

—¿Siempre haces lo que te dicen?

—Estoy aquí para que me curen, Ed.

—Me das dolor de cabeza, April. Tú, y ese viento que sopla desde el mar todo el tiempo.

—Vayamos a caminar un poco.

Estaban en el borde del bosquecillo, caminando por la senda que atravesaba los pinos en la zona oriental del Centro. Era el rato libre de la tarde. El viento, fuerte y frío, llegaba del océano como un puño, igual que siempre a esta hora del día. Cada tarde les daban una o dos horas de tiempo libre, no había terapia. Querían que los internos salieran y caminaran por el bosque, o practicaran juegos de habilidad en la sala de recreos, o pasaran el tiempo con su grupo de amigos.

Ferguson hubiera preferido estar con Aleluya, pero no sabía dónde se había metido, y April se las había arreglado para encontrarle. Siempre se las apañaba para hacerlo durante el tiempo libre.

—Estás obsesionado con los sueños espaciales, ¿verdad? —le preguntó ella.

—¿Acaso no lo está todo el mundo?

—Pero tú continuamente haces preguntas sobre cómo son.

—No las haría si yo también tuviera esos sueños.

—Los tendrás —dijo ella suavemente—. Todavía no es tu turno, pero ya llegará.

Sí, pensó él. Pero… ¿cuándo? El asunto estaba durando… ¿cuánto? ¿Dos semanas? ¿Tres? Costaba trabajo computar el tiempo en este sitio. Después de varias sesiones de barrido, los días empezaban a confundirse uno con otro, sin forma ni sentido, los de antes con los de después. Pero todo el mundo tenía los sueños, los internos y al menos unos cuantos de los técnicos, ese estrafalario Lansford, y quizá incluso algunos médicos. Todo el mundo, excepto él. Ése era el asunto. Todos menos él.

Era como si todos se estuvieran confabulando a sus espaldas para colocarle encima una gigantesca montaña de mierda, esos malditos sueños espaciales.

—Sé que llegará tu turno. ¡Oh, Ed, los sueños son tan maravillosos!

—No tengo forma de saberlo. Ven, vayamos por este camino. Entremos en el bosque.

Ella soltó una risita nerviosa, casi un relincho.

Ferguson no creía que hubiera llegado a acostarse con ella. Por lo que su anillo registrador indicaba, la única había sido Aleluya desde que estaba aquí. Las mujeres del tamaño de April nunca habían sido lo suyo, aunque ciertamente veía la belleza potencial sepultada profundamente en toda aquella carne: los pómulos, la nariz, los labios. Ella tenía unos treinta y cinco años, y era de Los Ángeles, igual que él, muy jodida igual que todo el mundo en este sitio.

Más que su gordura, le molestaba la forma en que le funcionaba la cabeza, siempre dispuesta a creer todo tipo de fantasías. Que todos habían vivido cientos de vidas y era posible ponerse en contacto con sus encarnaciones anteriores, y que había gente capaz de leer la mente, y que los dioses y los espíritus y quizá hasta las brujas y los duendes eran reales… Cosas así. Todas esas creencias no tenían sentido para él. El mundo real no la había tratado muy bien, y por eso vivía en un puñado de reinos imaginarios. Le había enseñado fotos en las que aparecía disfrazada con trajes medievales. En una de ellas vestía incluso armadura, una gorda damisela dispuesta a marchar a las Cruzadas. Oh, Jesús. No le extrañaba que le encantaran los sueños espaciales.

Pero tenía que averiguar si todo este tinglado sucedía realmente.

En el bosque había total tranquilidad. El viento en la copa de los árboles, nada más. Y un dulce olor a pino. Empezaba a gustarle ese sitio.

—¿Por qué no crees que de verdad tenemos esos sueños? —le preguntó ella.

Ferguson la miró.

—Por dos cosas. Una, porque toda mi vida he estado tratando con gente que experimenta cosas que yo no experimento. Gente que va a la iglesia, gente que cuelga guirnaldas en los árboles de Navidad, gente que piensa que sus plegarias son contestadas… Gente que se siente segura. ¿Sabes de lo que hablo? Nunca he tenido segundad en nada, excepto en que tuve que fabricarme mi propia suerte porque nadie más la iba a fabricar por mí. ¿Me sigues?

»A veces me gustaría rezar, como hace todo el mundo, pero sé que eso no vale para nada. Así que me siento aislado de lo que un montón de gente sabe con certeza. Y cuando esos extraños sueños llegan y todo el mundo dice «qué maravilla, qué maravilla», y yo no los tengo… ¿Sabes cómo me siento? Vamos, dime que soy un paranoico. Debo de serlo, o no estaría en un sitio como éste; pero nunca he podido creer en nada que no pudiera tocar con mis propias manos…, y no estoy tocando esos sueños.

—Dijiste que había dos cosas, Ed.

—Ésta es la otra: ¿sabes que se supone que yo debería estar en la cárcel?

Ferguson se preguntó por qué le estaba contando tantas cosas sobre su vida. Ella podría utilizarlas después para lastimarle. No, pensó: ella no. La dulce April no.

—Me declararon culpable por fraude. Vendía viajes al planeta Betelgeuse Cinco. Prometíamos enviarte a no me acuerdo cuántos años-luz, quince, cincuenta, no en carne y hueso, sino a través de tu mente, por un proceso de metem…, metem…

—¿Metempsicosis?

—Sí, eso es. La gente picaba por docenas. Me extraña que no estuvieras en la lista. Cristo, a lo mejor estabas… Todo el mundo quería ir, pero por supuesto era una farsa: íbamos a decir que teníamos problemas con el proceso y devolveríamos el dinero más tarde…, pero entretanto acumulábamos intereses, ¿comprendes? Millones. Y entonces nos pescaron. Me pescaron. Algunos escaparon, a mí me cayó una buena.

»Pero lo que me está royendo es que ahora la estafa se hace real, April, en reverso, y el maldito Betelgeuse Cinco está metempsicotizándose a la Tierra. Eso es lo que me resulta tan increíble: pensar que de repente las mentes de la gente se han puesto en contacto con otras estrellas, justo lo que yo vendía. Sabía que lo mío era un timo, pero esto…

—Esto es real, Ed.

—¿Cómo puedo saberlo? A veces pienso que los bastardos me están engañando, preparando todo esto para confundirme…

Ahora estaban en el interior del bosque. Los dos solos. ¿Es eso realmente lo que creo?, se preguntó Ferguson. ¿Que es una especie de conspiración? Lacy, allá en San Francisco, veía a la cosa con cuernos grande y dorada. Aleluya ha visto lo mismo. ¿Podía Lacy estar también en el ajo? No, ¿cómo podría haberle contado su sueño a Aleluya? Ni siquiera sabía de la existencia de Aleluya. Incluso él tenía que admitir que era imposible dudar acerca de los sueños…, pero lo hacía.

—Cuéntame lo que viste esta mañana, April. Lo de la gente medusa.

—Se supone que no puedo desobedecer…

—Jesús… —dijo él.

Estaban completamente solos. No había nadie alrededor más que las ardillas. Sonrió y se aproximó a ella. Por un instante, ella le dirigió una mirada temerosa, preocupada.

—Podrías ser muy atractiva, ¿sabes? —le dijo Ferguson, atrayéndola hacia sí.

Ella vestía un jersey azul de cachemira, muy suave al tacto. Él introdujo la mano bajo el jersey y sintió su pecho desnudo, tan grande que no podía abarcarlo con los dedos. Ella cerró los ojos y comenzó a gemir. Ferguson encontró el pezón y lo frotó lentamente con el pulgar, y en un instante se endureció como un guijarro. Ella apretó su vientre contra el de él, una y otra vez, y emitió unos débiles jadeos.

Entonces él retiro la mano.

—No te detengas…

—Quiero saber. Necesito saber. Dime lo que viste.

—Ed…

Él sonrió. La beso en la boca, y deslizo la lengua por entre sus labios, y le palpó el pecho otra vez, por fuera del jersey.

—Cuéntame.

—De acuerdo. De acuerdo. —gimió ella—. No te pares y te lo diré. El cielo del mundo con el que soñé esta todo encendido, hay un billón de estrellas rodeando a ese planeta, así que es de día todo el tiempo, de día y brillante. Y esos seres flotan por la atmósfera. Son gigantescos, y parecen enormes medusas transparentes, con apéndices que se mueven, muy intrincados. ¡Oh, Ed, no debería contártelo!

Él acarició su pezón erecto.

—Lo estás haciendo muy bien. Sigue.

—Cada entidad es como una colonia de seres. El cerebro es la zona oscura del centro, y luego están las cosas que se mueven, que son las que cazan la comida, y las patitas como remos, que son las que impulsan la colonia, y los que… hacen la labor reproductora, y… Oh, no sé, debe de haber otras cincuenta clases, todos juntos, cada uno con una mente propia pero todos conectados a la mente principal. Y por fuera de todo están los perceptores, que funcionan como ojos en medio de toda esa luz resplandeciente, pero no son exactamente ojos, porque están por todo el exterior y…

—¿Era igual que el otro sueño que tuviste?

—No lo sé, Ed. Me borraron los recuerdos. Lo perdí. Pero creo que debe de haber sido el mismo, porque es una proyección real de un mundo auténtico, ¿y cómo iba a ser diferente cada vez?

Él no sabía si era una proyección o no, pero su descripción era la misma, ciertamente. Había usado algunas frases exactas de la otra vez, hacía dos, tres o cuatro días, cuando por primera vez le había hablado de la gente medusa y el cielo lleno de luz. Él no podía recordar ese día más que ella, pero todo estaba registrado en su anillo. Y eso era lo que ella había dicho y él transcrito, seres apiñados, y apéndices, y un cerebro oscuro en un cuerpo transparente.

—No debes decir que te lo he contado, Ed…

—No, por supuesto que no.

—Abrázame otra vez, ¿quieres?

Él asintió. La cara de April se acercó a la suya, los ojos brillantes, los labios entreabiertos, la punta de la lengua bien visible. Pobre saco de grasa, pensó. Probablemente desea poder abandonar ese cuerpo y saltar a ese otro mundo y vivir como una medusa de tentáculos flotantes para siempre jamás.

—Oh, Ed, Ed…

Maldita sea, pensó. No hay manera de evitarlo: todos tienen esos sueños, todos menos yo. Comparten los mismos sueños, sólo Dios sabe cómo. Bastardos, bastardos… Todo el mundo menos yo.

Se preguntó qué utilidad podría sacar de eso. Tenía que haberla. Toda la vida había usado en su propio provecho los sucesos que otra gente experimentaba y él no. Muy bien, pues será igual con esto. Tal vez necesiten a alguien que sea inmune a los sueños, y quizá yo pueda utilizarlo para acabar con la maldita sesión de barrido diario, o algo semejante. Tal vez.

April se apretujó contra él, presionando sus caderas contra las suyas.

—Sí —dijo Ferguson suavemente.

Un trato era un trato. Le había dicho lo que él quería saber, y ahora tenía que cumplir su parte. Deslizó de nuevo la mano bajo el jersey.

5

—Edita la lista de los sueños —dijo Elszabet, y la pantalla de datos que cubría la pared de su oficina se encendió como un indicador de cotizaciones de bolsa.

1. Mundo Verde: Seis informes. Un sol verde, atmósfera pesada y verde, habitantes cristalinos de forma humanoide.

2. Nueve Soles: Tres informes. Nueve soles simultáneos en el cielo, de diversos colores, gran figura extraterrestre visible frecuentemente.

3. Estrella Doble 1: Siete informes. Un sol grande y rojo, otro azul y variable, un ser extraterrestre cornado asociado a una losa de piedra blanca.

4. Estrella Doble 2: Dos informes. Una estrella amarilla, otra blanca, las dos bastante mayores que nuestro sol. Entre ambas estrellas hay una corriente de materia, que fluye formando un velo alrededor de todo el sistema y emite una intensa aura roja en el cielo del planeta.

5. Esfera de Luz: Seis informes. Planeta situado en una concentración de estrellas tan intensa que una constante luz brillante lo baña desde todas partes. Habitado por complejas criaturas coloniales en forma de medusa que se encuentran en la atmósfera.

6. Gigante Azul: Dos informes. Enorme estrella azul que emite un fuerte flujo de energía. Paisaje planetario fundido, burbujeante. Habitantes etéreos, no divisados claramente.

—Entrada de datos —dijo Elszabet, y empezó a introducir los informes recopilados esa mañana:

April Cranshaw, Gigante Azul.

Tomás Menéndez, Mundo verde.

Padre Christie, Estrella Doble Dos…

Pobre padre Christie. De todos, era el que peor se tomaba el asunto de los sueños, pues interpretaba siempre cada uno como un mensaje personal que Dios le enviaba. Todavía odiaba desprenderse de ellos. Cada mañana, Elszabet tenía que repetir el mismo esfuerzo con él, y a veces había que barrer dos veces sus recuerdos para tranquilizarlo. Tal vez, si no lo sometieran al tratamiento, los sueños liberarían una parte de su poder trascendental y ayudarían a calmarlo, pensó Elszabet.

Por otra parte, si no le estuvieran barriendo la memoria, tendría que enfrentarse a la idea de que Dios se le había presentado en media docena de extrañas formas alienígenas en las últimas semanas, y posiblemente ahora estaría en estado de esquizofrenia aguda, sin recuperación posible, si tuviera acceso a más de un sueño cada vez. Era mejor que pensara que cada uno de ellos había sido el primero.

Elszabet continuó con la entrada de datos:

Philippa Bruce, Esfera de Luz.

Aleluya CXI 133, Nueve Soles…

Sintió que algo similar a un dolor de cabeza comenzaba a invadirla, como una sombra de dolor: un pequeño e insistente golpeteo alrededor de las sienes. Extraño. Ella nunca sufría dolores de cabeza. Casi nunca. ¿El período, tal vez? No. ¿Efectos secundarios del golpe que Nick Doble Arcoiris le había propinado? Pero de eso hacía ya una semana. ¿Tensión general y estrés, entonces? ¿Todo este trabajo sobre los extraños sueños?

Lo que fuera, iba haciéndose peor. Una presión en los ojos, desconocida, desagradable. Pulsó el nodulo neutralizador de su muñeca y se propició una dosis de ondas alfa. Era la primera vez que lo hacía desde hacía años.

La presión remitió un poco. Continuó con el trabajo.

Teddy Lansford, Nueve Soles…

Llamaron a la puerta. Elszabet frunció el ceño y miró la pantalla: vio a Dan Robinson en el exterior, recostándose amigablemente contra el marco de la puerta.

—¿Puedes concederme un minuto? —preguntó él—. Tengo algo nuevo para ti.

Le dejó entrar. Para pasar por el quicio, Robinson tuvo que agacharse. Era un hombre alto, con aspecto de jugador de baloncesto, todo brazos y piernas. Prácticamente llenaba toda la habitación. La oficina de Elszabet no era más que un pequeño y vacío cubículo funcional con una ventanita, un tosco entarimado gris en el suelo y un globo de luz naranja que reverberaba desde arriba. No había siquiera una mesa o una terminal de ordenador, solamente un par de sillas encaradas a la pared de datos que ocupaba desde el suelo hasta el techo. A ella le gustaba así.

Robinson miró a la pared. La entrada de Teddy Lansford todavía era visible. Sacudió la cabeza.

—Es su cuarto sueño, ¿no?

—El tercero.

—El tercero. Aun así, ¿por qué tiene él esos sueños, y el resto de nosotros no? No cuadra que solamente un miembro del staff los tenga.

—Tal vez Teddy es el único que reconoce tenerlos —dijo ella, sin ampliar detalles.

El sueño del Mundo Verde de Naresh Patel era todavía una confidencia entre ellos, y así permanecería mientras Patel lo quisiera.

—¿Sospechas que otros miembros del staff los están ocultando? —preguntó Robinson. Sus ojos, de repente, se ensancharon, destacándose muy blancos en su rostro color de chocolate—. ¿Yo, por ejemplo?

—¿Lo haces?

—¿Hablas en serio?

—¿Lo haces, sí o no? —preguntó ella, un poco con demasiada insistencia.

Se preguntó por qué se comportaba así con él. Obviamente, él se estaba haciendo la misma pregunta.

—Vamos, Elszabet…

El dolor de cabeza había vuelto. Sentía otra vez la presión, más fuerte que antes: una pesada pulsación en las sienes. Meneó la cabeza intentando despejarse.

—Lo siento. No tenía intención de insinuar que tú…

—Sabes que me muero de ganas por probar uno de esos sueños. Pero hasta el momento parece que Lansford es el único afortunado…

—Hasta el momento, sí.

Excepto Naresh Patel, pensó. Y eso sólo había ocurrido una vez.

—¿A qué crees que se debe? —preguntó Robinson.

—Ni idea —Elszabet dudó y, a ciegas, añadió—: ¿Podría ser que los sueños, o su carencia, sean producto de desequilibrio emocional? Después de todo, los pacientes están desequilibrados psíquicamente, o de otra forma no estarían aquí. Eso podría abrirlos a cualquier tipo de trastorno al que la gente del staff no sería vulnerable. A esos sueños, por ejemplo.

—¿Y Teddy Lansford está desequilibrado?

—Bueno, Ted es homosexual…

—¿Y con eso qué?

Ella se frotó la frente levemente. Algo había empezado a martillear allí. Le resultaba embarazoso aplicarse otra dosis de ondas alfa delante de Dan Robinson.

—Supongo que nada. Una hipótesis tonta —dijo. Y Naresh Patel no es particularmente desequilibrado psíquicamente, reconoció Elszabet. Ni tampoco gay—. En realidad, Lansford es bastante equilibrado, ¿no crees?

—Yo diría que sí.

—Tal vez cuando tengamos más datos, podamos hacer mejores conjeturas. Ahora mismo no sé qué pensar. ¿No dijiste que había algo nuevo de lo que querías hablarme? —añadió bruscamente.

Él la miró.

—¿Te encuentras bien, Elszabet?

—Claro. Bueno, no del todo. Principio de dolor de cabeza. —Principio de algo más, se dijo. Golpeaba realmente fuerte—. ¿Por qué? ¿Se nota mucho?

—Pareces un poco irascible, eso es todo. Impaciente. Sarcástica. Mordaz. Eso no es habitual en ti.

Ella se encogió de hombros.

—Será uno de esos días, supongo. O una de esas semanas. Mira, ya te he dicho antes que lo sentía, ¿no? —Y un poco más suavemente añadió—. Vamos a terminar con esto, ¿de acuerdo? Querías verme. ¿Qué es lo que pasa, Dan?

—Hay un nuevo sueño, el Número Siete. Doble Estrella 3.

—¿Cómo es eso? Creí que ya teníamos todos los informes de hoy…

—Bien, pues ahora hay uno más. Cortesía de April Cranshaw, hace media hora.

Elszabet meneó la cabeza.

—Ya tenemos los datos de April. Informó del Gigante Azul de anoche.

—Éste no es de anoche. Es de esta mañana, después del barrido.

Eso era sorprendente.

—¿Qué? ¿Un sueño en pleno día?

—Eso parece. April tardó en admitirlo; creo que tenía miedo de que la enviáramos a una segunda sesión. Pero le pesaba en la conciencia, y finalmente lo contó. Puede que éste no sea el primer sueño diurno que tiene.

—Ahora tiene más sueños que nadie…

—Justo en la cima de la curva de sensibilidad, en efecto. Creo que ella también lo sabe. Y eso la preocupa.

—¿Qué clase de sueño era?

—Eso es lo que te traía.

Le tendió una nota. Elszabet la miró por encima y se dirigió a la pantalla de datos, abrió otra vez el archivo, y leyó el nuevo sueño cuando la pantalla acató su orden.


7. Estrella Doble 3: Un sol similar al nuestro en tamaño y color, pero también presente un segundo sol que emite luz rojo-anaranjada, mayor que el primero pero más apagado. Complicado sistema de lunas. Ninguna forma de vida ha sido confirmada.


—Es útil tener esa lista a mano —dijo Robinson.

—Lo es, sí —contestó Elszabet, y ordenó a la pared de datos: Fin de listado. Distribución Ruta Uno.

—¿Qué haces? ¿Lo editas para que sirva de referencia general en el Centro?

—Ésa es una buena idea. Será lo próximo que haga.

—¿Qué es eso de Distribución Ruta Uno, entonces?

—Acabo de enviar los datos a los otros centros de recuperación del norte de California.

—¿Eso has hecho?

Los ojos de Dan Robinson se agrandaron.

—A San Francisco, Monterrey, Eureka. Les llamé esta mañana para decirles lo que pasaba aquí, y Paolucci en San Francisco confirmó que les estaba ocurriendo lo mismo, y que había oído que igual pasaba en Monterrey. Así que estamos comparando datos. Necesitamos saber qué es lo que sucede. ¿Una epidemia de sueños idénticos? Eso es completamente nuevo en toda la literatura de perturbaciones mentales. Si es que se trata de perturbaciones mentales, claro.

—Me parece que va a haber revuelo con eso de enviar el material a otros centros antes de informar al personal de éste.

—¿Eso crees? —La presión en su cráneo estaba llegando a un nivel imposible, como si algo pugnara por abrirse camino desde dentro—. Discúlpame —dijo, y se aplicó una dosis de ondas alfa.

Sintió que se ruborizaba por hacer aquello delante de él. El dolor remitió sólo un poco. Intentando no parecer irritada, como en realidad estaba, se dirigió de nuevo a Robinson.

—No pensé que fuera materia clasificada. Simplemente quise saber si los otros centros experimentaban también este fenómeno, así que empecé a llamarlos, y me dijeron que sí, y que yo les mandara nuestros datos que ellos enviarían los suyos, y… —Elszabet cerró un momento los ojos, apretó los dientes e inspiró profundamente—. Oye, ¿podríamos hablar en otro momento? Necesito aire fresco. Creo que voy a acercarme a la playa a correr un poco. Este maldito dolor de cabeza…

—Buena idea. También me vendría bien un poco de ejercicio. ¿Te molesta si corro contigo?

Sí, me molesta, pensó ella. Mucho. La playa era su lugar especial, su segunda oficina, en realidad. Intentaba escaparse allí un par de veces a la semana, cuando tenía que reflexionar sobre algo o simplemente librarse de las presiones de estar a cargo del Centro. Le sorprendía que Robinson, habitualmente un tipo sensible, no comprendiera que no quería compañía, ni siquiera la suya.

Pero no podía decírselo. Era un hombre tan dulce, tan bueno… Elszabet no quería comportarse mal con él otra vez. Es una tontería, se dijo. Sólo tienes que decirle que necesitas estar a solas. No lo tomará como una ofensa. Pero… no podía hacerlo. Intentó una sonrisa.

—Claro, ¿por qué no? —dijo, odiándose por reprimir sus deseos de esta manera. Se acercó a él—. Vamos.


La playa era pequeña, apenas una caleta rocosa aislada por unas cuantas dunas en las que crecían matojos. Estaba a cuatro kilómetros del núcleo principal del Centro, y se podía acceder a ella después de veinte minutos de caminata, con sólo bajar un camino de arena flanqueado por madroños y achaparrados árboles de manzanilla.

Corrieron uno al lado del otro, sin problemas. El dolor de cabeza de Elszabet empezó a disminuir con el ritmo de la carrera. No encontraba dificultad en seguir el paso de Robinson, aunque las piernas de éste eran más largas que las suyas; sabía correr. En Berkeley había sido atleta, una corredora, y su equipo había salido campeón en casi todas las pruebas de media distancia, los 800 metros, los 1.500, los 1.600 con relevos, y alguno más. Tenía piernas largas, resistencia y determinación. Alguien una vez le había dicho que debería considerar dedicarse a correr profesionalmente, pero ¿qué significaba eso? Suponía malgastar la vida entregándose a algo tan herméticamente cerrado, tan privado. Era como decir: deberías considerar la idea de ser una cascada, o una boca de incendios. Era malgastar tu vida en algo inútil. Estaba bien como disciplina privada, pero no se podía hacer una carrera de eso.

Para cumplir una buena carrera, según pensaba Elszabet, tenías que hacer algo realmente útil con tu vida, lo que significaba entrar en la raza humana, no en la pista de los cien metros libres. Tenías que justificar tu presencia en el planeta dando algo a los otros que compartían el tiempo y el espacio contigo, y ser la chica más rápida de la clase no cumplía los requisitos. Trabajar en un Centro para curar a la pobre gente consumida por el síndrome de Gelbard, y eventualmente llegar a hacerse cargo de él, se acercaba más a eso, pensaba Elszabet.

Corría y corría, sin decir nada, escasamente consciente del silencioso hombre de piel oscura que iba grácilmente a su lado.

Un pequeño y escarpado sendero bajaba desde la colina hasta la playa. Bah, en realidad la playa era apenas una franja de arena con espacio suficiente para colocar tres toallas una al lado de la otra. En invierno, con la marea alta, el sitio ni siquiera existía, y si alguien se acercaba allí tenía que acurrucarse en una cala socavada por el océano, con las heladas olas prácticamente lamiéndole los tobillos.

Pero ésta era una tarde de verano, y la marea estaba baja. Elszabet lanzó desde lo alto de la colina la toalla que llevaba y corrió detrás de ella. Robinson la siguió, dando grandes zancadas.

—Voy a quitarme la ropa. Es lo que suelo hacer aquí —dijo ella cuando alcanzaron la playa.

Le miró directamente a los ojos como diciendo: No me interpretes mal, no intento ser provocativa. Estás aquí pero en realidad no quiero que estés, decía también, y voy a comportarme como si estuviera sola.

Él pareció comprender.

—Claro. No hay problema por mi parte. —Él se quitó la camisa pero conservó los pantalones, y luego se acercó a la orilla—. Mira, hay un par de estrellas de mar.

Elszabet asintió vagamente. Se quitó la camiseta y los pantalones cortos y caminó desnuda hasta el borde del agua, sin mirarle. Las heladas olas se arremolinaban en sus tobillos.

—¿Vas a meterte en el agua? —preguntó Robinson.

—¿Acaso crees que estoy loca? —rechazó ella, riendo.

Jamás nadaba en este sitio. Nadie lo hacía nunca, fuera en verano o en invierno. El agua estaba helada todo el año, como en toda la costa del Pacífico al norte de Santa Cruz, y un arrecife mar adentro volvía la superficie turbulenta e infranqueable. Cuando Elszabet quería nadar, lo hacía en la piscina del Centro. La playa para ella significaba otra cosa.

Al rato miró a Robinson, y vio que él la estaba mirando. El hombre sonrió y no desvió la mirada, como si hacerlo hubiera sido una admisión de culpa. En vez de eso, continuó mirándola un momento, y luego volcó su atención, deliberadamente, en las estrellas de mar.

Quizá esto no sea buena idea, pensó Elszabet. El nudismo era común en el Centro, pero aquí estaban los dos solos. Y sabía que Robinson estaba interesado en ella, aunque nunca lo había mencionado. Era una mujer atractiva, después de todo, y él un hombre fuerte, y existían lazos profesionales e intelectuales. Formarían un pareja ideal; todo el mundo en el Centro lo pensaba. Ella misma lo pensaba a veces. Pero no quería ataduras románticas, ni con Dan Robinson ni con nadie. No era el momento para ese tipo de cosas.

Se preguntó si había querido ser deliberadamente provocativa. O cruel. Esperaba que no.

Decidió no preocuparse más. Cautelosamente, se introdujo en el agua hasta que ésta le cubrió los tobillos. El frío le hizo soltar un silbido, pero pareció aliviar la presión que sentía en las sienes.

—He estado pensando en esos sueños —dijo Robinson—. Existe una posible explicación. Puede parecerte absurdo, pero a mí me lo parece menos que tratar de aceptar que un montón de personas tienen los mismos sueños raros por pura coincidencia.

A Elszabet no le apetecía mucho hablar de los sueños ni de ninguna otra cosa justo ahora, pero de todas formas, bastante amablemente, preguntó:

—¿Cuál es tu teoría?

—Que estamos recibiendo algún tipo de transmisión de una nave espacial que se aproxima.

—¿Qué?

—¿Te suena a locura?

—Diría que… es un poco rebuscado, ¿no?

—Yo diría lo mismo. Pero hay una evidencia racional que encaja en esto. ¿Sabes lo que era el Proyecto Starprobe?

Empezaba a sentirse incómoda, con los pies helados, desnuda y medio vuelta hacia él. Salió del agua y se sentó en la arena con la espalda apoyada en una roca y las rodillas recogidas contra el pecho. Su piel agradeció el roce del sol. No se puso la ropa, pero se notó un poco menos expuesta así sentada. Le pareció que el dolor de cabeza regresaba. Una ráfaga de aire le atravesó la frente.

—¿Starprobe? Espera un segundo… Se trataba de una expedición espacial no tripulada o algo por el estilo, ¿no?

—Sí, a Próxima Centauri, el sistema más cercano a la Tierra. La enviaron poco antes de la Guerra de la Ceniza, hacia el dos mil cincuenta o sesenta. Se puede comprobar la fecha. La idea era llegar a Próxima Centauri en veinte, treinta o cuarenta años, entrar en órbita, investigar los planetas y enviar imágenes…

Sí, el dolor de cabeza llegaba otra vez. Definitivamente.

—No veo qué tiene eso que ver con…

—Espera a ver qué te parece el resto. No lo he verificado, pero supongo que la Starprobe habrá alcanzado Próxima Centauri hace diez o quince años. Está a unos cuatro años luz de distancia, y creo que la nave podía alcanzar una cuarta parte de la velocidad de la luz, o algo así. En cualquier caso, aceptemos que la sonda ha llegado allí. Y que Próxima Centauri tiene formas de vida inteligente que viven en esos planetas. Salen en sus naves, inspeccionan la sonda y se ponen nerviosos. Así que desmantelan la sonda, y ésa es la razón de que nunca hayamos recibido mensajes de vuelta. Entonces envían una expedición por su cuenta para ver cómo es la Tierra y si es peligrosa para ellos, y todo lo demás.

—¿Y sugieres que esa misión espía anuncia su llegada bombardeando la Tierra al azar con alucinaciones de otros mundos? —preguntó Elszabet. Robinson era un hombre amable, pero deseaba que la hubiera dejado sola un rato—. No me parece muy plausible.

Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para recibir directamente en la cara la luz del sol, rezando para que diera la discusión por terminada. Pero él pareció no darse cuenta del significado de su gesto.

—Bien, tal vez no vienen a espiarnos, ni a invadirnos —dijo—, sino sólo como embajadores.

Por favor, pensó ella. Que se calle. Que se calle.

—Y de alguna forma producen emanaciones telepáticas. Recuerda que son alienígenas, no podemos figurarnos siquiera cómo funcionan sus procesos mentales…, emanaciones que inculcan imágenes de sistemas solares distintos en las mentes de quienes son más susceptibles para recibirlos.

No había forma de pararle. Abrió los ojos y le miró, todavía lo suficientemente amable para no decirle que se fuera. Pero el tambor en su cabeza redoblaba. Antes parecía que algo quería salir; ahora sentía como si algo quisiese entrar.

—Tal vez enviar las imágenes es su forma de ablandarnos para la conquista, esparciendo confusión, miedo, pánico —prosiguió él—. ¿No crees? No…, sigue sin gustarte, ¿verdad? Muy bien. Sólo estoy especulando un poco, eso es todo. También a mí me suena increíble, pero no del todo imposible. Adelante, dime lo que piensas.

Robinson la miraba como un adolescente confundido. Claramente buscaba en ella alguna clase de confirmación de que su idea no era del todo descabellada. Pero ella no podía dársela. De repente dejó de importarle la idea, el propio Robinson, todo excepto la puñalada de dolor que había surgido entre sus ojos.

—¿Elszabet?

Ella trató de ponerse en pie, tropezó, casi cayó al suelo. Todo parecía verde y difuso. Notaba como si la hubieran cegado con una gruesa venda de lana verde. Y la lana intentaba escarbar hacia su mente como si fuera el tentáculo de una niebla intensa que invadiera su conciencia.

—Dan… No sé lo que me está pasando, Dan…

Pero lo sabía. Es el Mundo Verde intentando abrirse camino hasta mi mente, se dijo. Una loca alucinación. Sueño despierta. ¿Podría ser eso? ¿El Mundo Verde?

Me estoy volviendo loca, pensó.

Jadeando, sollozante, se arrastró por la arena y se introdujo en el mar. El agua era como hielo, como llamas rodeando sus muslos, sus pechos. Intentó rechazar a la cosa que reptaba hacia su mente. Se tiró de los pelos, como si con eso pudiera hacerla salir. Entonces tropezó con una roca sumergida, resbaló y cayó de rodillas Una ola la golpeó en la cara. Se estaba helando. Se ahogaba. Enloquecía.

Y entonces, tan bruscamente como había comenzado, terminó.

Dan Robinson estaba a su lado, con el agua por las rodillas, y la conducía hacia la orilla, la guiaba hacia la franja de arena, la envolvía en la toalla. Ella tiritaba, y el frío había hecho que sus pezones se endurecieran de tal forma que se sonrojó cuando los vio. Se apartó de él.

—Dame la ropa —dijo, mientras recogía la camiseta.

—¿Qué fue eso? ¿Qué te pasó?

—No lo sé —murmuró—. Algo me golpeó de repente. Una especie de ataque. No lo sé. Algo extraño, que duró un segundo o dos y se marchó.

No quiso hablarle de la niebla verde. La idea de que una imagen del Mundo Verde había intentado introducirse en su conciencia ya le parecía absurda, una estúpida fantasía terrorífica. Y aunque hubiera sucedido en realidad, no se habría atrevido a confesárselo a Dan Robinson. Él la confortaría, seguro. Estaría incluso envidioso. Pensó en cómo había lamentado sólo media hora antes no haber tenido la suerte de experimentar uno de los sueños espaciales. Pero su acercamiento al asunto había sido completamente diferente.

Por primera vez, los sueños la asustaban. Que los tuviera el padre Christie, que los tuviera April Cranshaw, o Nick Doble Arcoiris. Eran personas emocionalmente perturbadas, las alucinaciones eran cosa corriente entre ellos. Que los tenga Dan, también, si quiere. Pero yo no. Por favor, Dios, yo no.

Había terminado de vestirse, pero todavía estaba calada hasta los huesos después del chapuzón. Robinson permanecía a cuatro o cinco metros, intentando no parecer demasiado preocupado, lo que evidentemente le costaba trabajo. Ella forzó una sonrisa.

—Tal vez necesito unas vacaciones. Lamento haberte asustado.

—¿Te sientes bien ya?

—Sí. Fue algo pasajero. No sé. ¡Guau, si que está fría el agua!

—¿Volvemos al Centro?

—Sí. Sí, por favor.

Él le ofreció la mano para ayudarla a alcanzar la cima de la colina, pero ella la rechazó agriamente y subió el sendero como una cabra montés. Al llegar a lo alto se detuvo un momento para ajustarse la toalla a la cintura, y entonces echó a correr sin esperarle.

—¡Eh, que ya voy! —llamó Robinson.

Pero ella no se detuvo, sino que aceleró el ritmo. No dejaría que la alcanzara.


Cuando llegó al Centro, estaba mareada y le faltaba el aliento, pero le había sacado cien metros de ventaja. La gente la miraba sorprendida al verla pasar a su lado como un rayo.

No se detuvo hasta llegar a la oficina. Una vez dentro, cerró la puerta, se arrodilló y se acurrucó allí, temblando, hasta que estuvo segura de que no iba a vomitar. Gradualmente, su corazón recuperó el ritmo de los latidos y su respiración volvió a la normalidad. Los músculos le dolían horriblemente. Alzó la mirada hacia la pantalla de datos. Había un mensaje esperándola, decía. Lo recogió.

Gracias por la información. Nuestra lista de sueños es exactamente la misma. Seguirá a ésta un análisis detallado. Hay rumores de que el mismo tipo de sueños sucede en San Diego; estoy investigando. En nombre de Dios, ¿qué está ocurriendo?

Estaba firmado: Paolucci, San Francisco.

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