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Una voz retumbó dentro de la casa. Venía del fondo del patio, de detrás de la tapia por donde salió a la hortaliza para salir a la calle y hacer creer a los compadres que volvía de hacer un mandado. Diríase que el Benujón Tizonelli había esperado para llamarlo con aquel vozarrón de trueno, el momento en que cerraba la puerta, satisfecho de lo bien que había salido del mal paso, con el perfecto ardid del disfraz de Carne Cruda echado sobre el cuerpecito de Natividad Quintuche. Inoportuno. ¿Qué le importaba a él que en su casa hubiera ratas? Porque a eso vendría, con la noticia de algún nuevo raticida.

Mas, el italiano, esta vez no se contentó con llamarlo y hablarle desde su hortaliza asomado al caballete. Había saltado y estaba dentro de la casa, pisoteando las alfombras de su sala con sus botas de hortalicero sucias de barro y excremento de vaca, de ese con que abonan las verduras. El señor Estanislado se precipitó a su encuentro indignadísimo, dispuesto a ponerlo de patitas

en sus lechugas, rábanos y coles, pero fue recibido por dos pupilas frías, no más grandes que dos perdigones de escopeta, redondo plomo verdoso, una sonrisa burlona y un silencio que aquél cortó con el índice para señalarle algunas pringas de sangre en el pantalón.

El alquilador de disfraces no se amilanó, un trago de saliva y a quejarse de su molesta enfermedad, casi vergonzosa, seguro de que esta vez el italiano no venía a hablarle de raticidas, sino de algún remedio infalible contra las almorranas.

– Sigo mal, sigo mal… -lamentóse moviendo la cabeza de un lado a otro.

– No creo, don Estanislado Tamagás -le cortó el italiano-, ni creo en este mamarracho de diabolo que su merced echó sobre el cuerpo de la pobre bambina por dar satisfacción a sus atrasos sexuales bestiale!, criminale!, frenético…! -y una lluvia cerrada de cargos y denuestos siguió al anonadado alquilador de disfraces, que, perdido el color, sentía que iba a perder el resuello, la cara amparada en sus manos crispadas de miedo por el tic de su párpado que le saltaba como el moribundo corazón de la pequeña.

– «Ma, no es cuestión de ponerse en ese estado sólo porque yo lo vi, don Estanislado Tamagás, cuando podemos llegar a un acuerdo…

– ¿Dinero…? preguntó don Estanislado, presa de pánico, quién sabe qué cantidad iba a exigir aquel maldito energúmeno.

– No, por Dios, guárdese su dinero!

– ¿Y qué, entonces… la casa?

– ¡Guárdese su porquería de casa manchada de sangre inocente!

– Entonces, ¡qué es lo que pides…?

– Mucho menos, don Estanislado, una cosa simple… -dejó asomar un hilo de risa entre sus labios y añadió parsimoniosamente-: Una cosa que tiene que ver con su persona, que le toca expresamente…

– ¿Que reza conmigo?

– Sí, con su merced, una cosa que usted es y sólo usted lo sabe, ma no es adivinanza…

– Una cosa que yo soy y sólo…

– Una cosa que tiene que ver con el «Comité de Defensa contra el Comunismo».

A Tamagás se le fue la lengua y por más que se la buscaba no la sentía y cuando se la encontró era como de trapo.

– ¡Sólo esto, señor Estanislado, sólo esto… trabajaremos juntos dentro del Comité!

– ¿Juntos…? -alcanzó por proferir Tamagás que entendía la intención del calabrés.

– ¡Eco, eco, trabajaremos juntos dentro del Comité! Cada giorno, ¿eh?, cada día, su merced me dará copia escrita o di memoria de las personas denunciadas que la Policía debe capturar.

– ¿Para qué, Benujón?

– El porqué es cosa mía… a riverderlo!

Y se levantó del sofá que ocupaba con sus ropas de trabajo, sucias de tierra y aceite, yendo hacia el patio a pasos largos, ni siquiera se había quitado el sombrero, y después, se oyó desprenderse el cuerpo tras la pared medianera, recibido por el amistoso ladrar de sus perros.

Temerá que lo denuncien, fue lo primero que pensó Tamagás al verlo salir y quedar solo, y por eso quiere que yo le proporcione diariamente las listas de los acusados por comunistas o sospechosos de tener ideas rojas, ya que en esa forma, estando sobre aviso podrá escapar a tiempo… ¡Bandido, no sólo fugado de la Isla del Diablo, sino comunista!

Se arrebató el pañuelo del bolsillo cercano a la solapa por hacer algo con las manos que al irse el hortalicero le sobraban, igual que la intención de ahorcarlo que se le paseó por los dedos y que no cuajó más por cálculo que por cobardía, pues, mientras hablaba le estuvo midiendo el grosor de las muñecas y comprendió que en ese terreno iba perdido. Se quedó con hambre de pescuezo de italiano. Nadie, fuera de los miembros del Comité, conocía su secreto. Nadie. Nadie. No supo ni sonarse o enjugarse el sudor del disgusto, la sal gruesa que le bañaba la cara, al encontrar el pañuelo en las manos que le seguían sobrando. Lo de las listas no tenía importancia. El día que el tal Tizonelli apareciera en una de ellas se escaparía y asunto concluido. Una simple y cochina operación de trueque, en la que, mirándolo bien, él salía ganando, al librarse con el silencio de aquella alimaña de hortaliza, de la acusación de haber dado muerte… a… a un animalito… Hasta muy tarde dijo el Papa que los indios eran gentes y no bestias de las que se podía disponer y se seguía disponiendo. El dispuso de Natividad Quintuche, como de chico, durante las vacaciones, de más de una gallina, y por eso, qué importancia tenía lo de la pequeña, ninguna, ni lo de las listas, ante la gravedad de que hubiera un ser vivo, vecino suyo para ajuste de penas, que conociera el secreto de su sagrado ministerio, en el «Comité de Defensa contra el Comunismo». Pero, si sería estúpido, el que Tizonelli poseyera aquel dato no impedía que lo pudiera acusar de rojo, sin sorpresa para los que le conocían, dada la fama que tenía en el vecindario, de ateo, anarquista y dueño de una blusa garibaldina que fue de uno de sus abuelos, preciosa historia con la que trataba de ocultar su comunismo. ¿Qué más prueba que aquella camisola roja? Lo tenía en las manos. Por menos se habían deshecho de sus enemigos otros miembros del Comité. Lo sepultaría en una mazmorra, incomunicado hasta la eternidad, o lo extrañaría del país. Aunque… se mordió el pensamiento con esa palabra de mandíbulas dentadas… tratándose de un extranjero, no era fácil, intervendría el cónsul, saltarían los italianos, sus compatriotas, que son tan alharaquientos y se descubriría que él había dado muerte a la pequeña Natividad Quintuche. Se enjugó el sudor. Hasta ahí todo le iba saliendo tan bien. La vecinita oficiosa informándole a los compadres que él no estaba en casa, su escapatoria por la tapia, la vuelta a su negocio, el Diablo echado de colmillos y narices sobre la víctima, la credulidad supersticiosa de los compadres que le permitió lo más difícil, deshacerse del cuerpo del delíto… El crimen perfecto si lograba suprimir al calabrés que a los gritos de la pequeña, debió saltar la tapia para auxiliarla y se encontró con lo que menos esperaba. Si a tiempo hubiera sembrado de vidrios la pared, Benujón no se cuela tan campante, pero tampoco él hubiera podido salir. Todo tiene dos filos en la vida. Lo descubrió con la indita y se quedó oculto, hay tanto donde esconderse en una casa de disfraces y trebejos, espiándolo mientras él a su vez espiaba por el ojo de la llave a los compadres, mientras se sacudía la ropa en su cuarto y hasta ahora recordabaque cuando saltó no ladraron ni se le vinieron encima los enormes perros orejones con que cuidaba la hortaliza de los ladrones, nunca falta gente que vive de verduritas, cuando las verduritas son ajenas. Lo de los perros era misterioso, pero hasta en eso había tenido suerte. Si ladran los cancerberos se descubre su fuga y si se tira lo despedazan. Lo favoreció que no estuviera la jauría. El que siempre fue solo para no tener testigos, ni espías, ni fiscales. Desde que murió su padre, de quien heredó el negocio, no supo su casa de otro ser viviente, fuera de la clientela, que una criada vieja, ser casi de cartón, casi de trapo que venía dos veces por semana a limpiar la sala y su cuarto. Por lo demás él se lo hacía todo. La comida la recibía en un portaviandas. Ni visitas ni amigos. Solo. Fue lo que le valió para que lo llamaran a integrar el Comité, el ser solo, el no tener más compañía que la involuntaria de ratas, ratones, cucarachas, arañas y alacranes, ya que él no alimentaba perros ni gatos, no se daba el lujo de la mujer propia, mientras hubiera mujeres que se alquilaban como disfraces, ni gastaba en copas ni cigarrillos. Mas, de qué le sirvió guardar, defender tan celosamente su soledad de eremita, si cuando debió estar más a solas apareció el calabrés. Se sonó antes de guardarse el pañuelo y salió hacia la galería. Necesitaba hablar con alguien y con el único que podía desahogarse era con Carne Cruda. Si los enamorados hablan a los retratos y las gentes sencillas a los santos, qué de extraño que él le hablara al Demonio. Lo contempló nervioso, sin poder frenar el tic de su párpado.

– Yo estuve presente… -parecía decirle Carne Cruda.

Le dio la espalda. No era eso lo que él buscaba. Para testigo ya tenía bastante con Tizonelli.

– Regresa -oyó que le llamaba Carne Cruda-, no me has dejado concluir la frase… te decía que ¡YO! estuve presente en todos los procesos de la Inquisición y te puedo aconsejar.

– ¡Dios te lo pague, Carne… -se oyó contestándole sin mover los labios-, pero me aconsejaba el padre Berenice que también forma parte del Comité!

– ¡Si es así, me capo las ganas de aconsejarte, ese padrecito se las trae!

– ¡Pero eso no quiere decir que desprecie tus consejos, no te amostaces! -se oyó hablando con la boca cerrada-, aunque allí en el Comité, el que en verdad lo resuelve todo es el Incógnito, un encapuchado que ni nosotros conocemos, nunca le hemos visto la cara, nunca le hemos oído la voz, por las manos se ve que es un hombre sumamente blanco, acciona como un perfecto artista de cine mudo y como tiene doble voto. a él le queda la última palabra que no pronuncia, sino da a entender subiendo o bajando el pulgar, como los romanos en el circo.

– ¡Ya lo sabía! -exclamó Carne Cruda.

– ¿Lo conoces? -acercóse al muñecón de cuernos amarillos, ojos verdes y colmillos blancos, su precioso cómplice.

– Mejor que él mismo…

– ¡Dime entonces quién es! ¡Dímelo, Carne Cruda! ¡Dime quién es ese encapuchado personaje que preside el Comité!

– ¿No crees que es alguien que está cerca de aquí?

– ¿Qué…? -saltó Tamagás a esconderse tras los faldones del Diablo-. Si es así estoy perdido, pero no, no puede ser, por eso no habla, para que no le oigamos su acento extranjero, por eso no escribe, porque no sabe español, y por eso sabía que yo era miembro del Comité aunque de ser así, ¿para qué me iba a pedir las listas si él las conocía mejor que yo?, ¿para tenerme agarrado…?

Una risotada lo hizo huir. ¿Quién se reía…?

No era Tizonelli… no era el Diablo… era él que se carcajeaba de haber creído por un momento que el encapuchado podía ser el calabrés.

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