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El italiano trabajaba de noche un poco al tacto y un poco a la luz de un farol cuya palidez no alcanzaba a iluminar los rostros aún más pálidos de los parientes de los denunciados a quienes mandaba a llamar y daba la noticia de que iban a ser presos si no escapaban a tiempo. Entre arriales de verdura iba y venía el farolito cuidando también de la legumbres humanas.

Otras noches lo acompañaba el cielo. Inmensos astros, dorados astros rutilantes, pedazos de fuego del azur dormido a sus espaldas curvadas sobre la tierra hediendo al estiércol del abono, mal olor que él borraba o empeoraba con el humo de su cachimba, fumaba un tabaco que apestaba a diablo, o peéndose estrepitosamente como buen comedor que era de repollo y nabos crudos. De vez en vez, en lo mejor de la faena, levantaba los ojos para indigar si andaba el rehilete de la bomba de agua que giraba a oscuras con el susurro de un ciego que pide limosnas al viento para trocar su soplo hilado o retaceado en redondas monedas de agua anillada al remover el pozo, agua que llenaba los depósitos, de donde, siempre con sonido (le líquido amonedado, bajaba por tuberías a las tomas de riego y de las tomas a los sembrados, y de los sembrados al mercado, y del mercado a sus bolsillos en forma de dinero, de monedas que conservaban su sonido de agua. Estrellas, faenas, encadenamientos sutiles que turbaban sus manotazos al espantarse los mosquitos, la planta de su bota sobre un gusano o el golpe con la azada a la lombriz de tierra multiplicada en agonía de eses enloquecidas, a los cascarudos, de difícil despene, o la rabieta, acompañada de seculares blasfemias, contra la gallina ciega tan imagen de la muerte en su apariencia de estar dormida. Pero disgustos, cóleras, cansancio, todo le pasaba en las almácigas, contemplando los transplantes o viendo sus plantas ya derechitas en los arriates, ora casacas de color oscuro con botonaduras de colitos de Bruselas, ora las grandes coles maternales, esponjosas, echadas como gallinas, ora los repollos machos, más altos y más gallos, ora el atropello sanguinolento de las hojas de la remolacha, o las puntillas de brisa verde de las hojas de las zanahorias, o las lechugas formadas con las lenguas del espíritu santo verde, caídas calcañales por dejar el farol e ir a oscuras en busca de un trabajito para salvar alguna legumbre humana. Desde que Tamagás empezó a pasarle las listas de los denunciados ante el Comité que la Policía debía capturar. Tizonelli trabajaba de noche, con gran escándalo de la mayoría de sus hijas, todos los demás eran casados y vivían cada cual con su cada cual y los puños de nietos en sus casas, y gran escándalo de su mujer a quien el hueco del suo marito en la cama le adelantaba una viudedad molto gelata.

– ¡Dios se lo pague…! ¡Dios se lo premie…! ¡Dios se lo ha de devolver…! -con estas palabras sencillas llegaban a agradecerle mujeres que parecían venir desde el principio del mundo chapoteando lagunas de llanto-. Sí, señor Tizonelli, gracias- a su favor lo sacamos a tiempo y cuando llegó la Policía ya no estaba… registraron la casa a falta de arrancar los ladrillos… ¡Cómo pagarle, cómo pagarle, señor Tizonelli…!

El calabrés rehuía los agradecimientos moviendo la cabeza de un lado a otro, vagos los ojitos de posta de escopeta, ligeramente verdes, plomizos, apretados los dientes para morder la cachimba con un movimiento de músculos que se le regaban en manada de leones de los parietales a las mandíbulas. Hueso, pellejo, músculo y bravura de nieto de un voluntario de Garibaldi, cuya blusa roja guardaba.

Y así pasaba las noches, yendo y viniendo con su farolito, bajo cielos de astros que presidían la diaria fragmentación del hombre, de las familias, de los pueblos, de las ciudades. El objeto es perseguirse. Se persiguen como si nunca hubieran soñado, se decía Tizone111, los que tienen pesadillas realizan sus persecuciones dormidos, apuñalan, muerden, ahorcan, destruyen, trituran…

Pero algunas noches se hundían en su espalda los dedos de la risa reída, del llanto llorado, del sinvergüenza de Tamagás. Le venía a ver, soslayando peligros, al amparo de las sombras, y le encontraba sembrando sus verduras y con su consabido grito de ¡Viva Garibaldi…! -¡Es un crimen, crimen de lesa patria, crimen de lesa humanidad, lo que estamos haciendo, Tizonelli, dejando ir a tanto comunista bandido!

– ¡Crimen de leso dólar, Tamagás! -le contestaba Tizonelli-, porque ninguna de esas personas son de ese partido y…

– ¡Hoy, hoy es el último día -se ahogaba don Estanislado al formular la amenaza-, el último día, advertido, ¿eh?, porque no puedo más, ésta es la última lista de denuncias que te entrego!

– Y hoy el último día de libertad de su merced. Cuando me dio la primera lista, fue su último día de libertad.

– ¿Por qué Tizonelli?

– Porque me la dio por escrito. ¡Tanto mejor, dije yo, este hombre ya está en mis manos! Me la da de memoria y entonces no tengo cómo acusarlo, no tengo pruebas, don Estanislado Tamagás. Ahora, si no cumple tendrá que responder del delito de violación, estupro, asesinato de la piccola Natividad Quintuche, y deslealtad e infidencias al Comité de Defensa…

– ¡Tizonelli…! -le mostró la cara pavorida, suplicante, a la luz de las estrellas, a falta de caerse, sin saber ya ni dónde ponía los pies.

– ¡Tamagás…, su merced ha perdido la cabeza! ¡Cómo pretende no cumplir su palabra!

– ¡Tizonelli, lo he perdido todo, no sólo la cabeza! ¡Entre los miembros del Comité nos miramos en una forma tan aflictiva, queriéndonos penetrar uno al otro, adivinarnos los pensamientos, succionarnos los registros mentales, para descubrir quién de todos es el que está faltando al secreto jurado sobre los Evangelios, la

Cruz y la Espada del Coronel! ¡Cunde la desconfianza, Tizonelli!

– ¿De quién es del que más dudan?

– Tanto como decir de quién, no es posible, pues cada uno duda de los demás y todos dudamos de todos…

– Pero alguno sufraga mayores sospechas…

– Y no soy yo, por fortuna…

– Lo suponía, quién no sabe que es usted solo, apartado de relaciones. Se sospecha de la gente con nexos… pero de un hongo…

– Yo te pediría, Tizonelli, que tuvieras piedad de mí, que dejáramos pasar siquiera quince días sin evadidos, al menos sin evadidos de importancia. Sé que están presos el Secretario del Comité y dos pobres empleadas y que los han flagelado y torturado, colgándolos de sus partes a él y a ellas de los senos, por creerles culpables de las denuncias. Sé que en la Policía hubo detenciones y suplicios… Buscan… buscan, Tizonelli, y encontrarán… nos pinzaran… nos echarán la mano al cuello y tras la mano, la soga… Pero hay algo de última hora que me reservaba y que te hará apiadarte de mí… ¡No nos escaparemos si insistes en que te siga dando las listas…! Ahora las denuncias van directamente a las manos del Comité, ya no las ven ni el secretario ni las empleadas, van directamente a manos del padre Berenice, gran espulgador de anónimos, y él las comunica a todos en el más absoluto secreto… Nadie más que nosotros sabe ahora quiénes son los sospechados y a quiénes se va a capturar…

– Pero ya me dijo su merced que está libre de toda

sospecha y eso basta… -en la sombra, las pupilas del calabrés a la luz del farol tenían el peso del desprecio que se va volviendo de plomo.

– ¡Piedad! ¡Piedad…! ¡Sin más ojos que los del Comité que ve las listas, pronto nos descubrirán, Tizonelli!

– Ya veremos, dijo un ciego que no venía niente, y así decimos nosotros, ciegos ante el futuro y queriendo ver…

– Podríamos fugarnos… -propuso el alquilador de disfraces, después de un largo silencio-, yo tengo dinero, mucho dinero, ir a tu patria, quiero conocer Itália, antes de que me ahorquen.

– La persona que sirve en un Comité como ése de «Defensa contra el Comunismo», está bien servida si la ahorcan, don Estanislado.

Su resolución estaba tomada. Se despidió del calabrés que seguía acuclillado cerca del farol, histriónico, hediendo a tabaco y a vino, ya para el aliento convertido en vinagre estomacal, y a saltos, trepando y bajando por la pared medianera, se perdió en su mundo de personajes solemnes, de mascarones terroríficos, de suavísimos ángeles incoloros en la media luz de una lámpara antigua de vidrio granizado.

Carne Cruda, con sus retorcidos colmillos blancos, rieles de los ferrocarriles de la luna, recibía la iluminación de abajo arriba y se miraba exageradamente grande, más cornudo y más risueño, y con los ojos más endemoniados que los de los otros demonios.

Debía consultarle, pegar la cara a sus faldellines colorados, a su rabo peludo, a sus garras, y preguntarle si convenía hacer lo que pensaba. Pero no se atrevía a formular su pensamiento en voz alta, aun allí a solas con su Diablo.

– Acusar… acusar al italiano por anarquista, ateo; comunista garibaldino, póquer en mano, y siendo él miembro del Comité, se haría reservar el caso, a fin de poderlo extrañar del país o sepultarlo en una mazmorra, siempre y cuando el cónsul aceptara que podía hacerse así, sin dejarlo comunicarse con nadie, ni con él, por tratarse de un agitador peligrosísimo, o un agente de enlace… ya buscaría…

Se fue a la cama y su cabeza se revolvió, como un. molinillo en chocolate, toda la noche. ¿Convenía o no acusar a Tizonelli antes de que se descubriera que era él quien le proporcionaba las listas, los nombres que figuraban en las denuncias?

Nunca sudó tanto ni tragó tanta saliva como el día siguiente, cuando a puertas de sótano cerrado, el padre Berenice leyó en voz alta el nombre de un tal Benujón Tizonelli, acusado de actividades rojas, y acto continuo por voto unánime se ordenó su captura inmediata.

Su obligación era ponerlo sobre aviso y lo llamó a su casa. Lo que esperaba Tamagás hacía mucho tiempo, venía a cumplirse al final de un terrible convenio a favor del cual se fugaron muchos hombres y mujeres que denunciados por rojos comunistas ante el Comité y advertidos por el calabrés del riesgo que corrían, se los tragaba la tierra antes de ser capturados.

– Ni me fugo ni me escondo, don Estanislado -dijo el italiano-, eso sería descubrir nuestro juego. El que ha hecho la denuncia puede ser uno de los del Comité

que de acuerdo o no con los otros está tratando de poner a prueba a su merced. Esta mañana, sin ir muy lejos, mientras usted estaba sesionando, vino la Policía y registró todos sus papeles, sus pocos libros y los disfraces…

– ¿No sabrán lo de la pequeña?

– No, señor, cómo se van a andar registrando papeles y libros, cuando se investiga una violación… -¡Ya desconfían de todo el mundo, Tizonelli! -Pues lo que es yo, esperaré a la Policía, me llevarán preso y en esta forma quedará entre nosotros el por dónde llegaban las noticias de las denuncias… ¡Ah, pero eso sí, su merced; como vecino mío, aliviará mi encierro y evitará que me torturen, porque en el tormento soy capaz de hablar!

Tufo a estiércol, olor a tabaco, hedentina a hombre sudado en el trabajo dejó Benujón en la sala de Tamagás.

– Adiós… -pasó despidiéndose de Carne Cruda, borrosa mancha roja a la luz de la lámpara que hacía miopes las tinieblas.

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