Chorros de fuego surcaban los oscuros pasillos de la Torre Blanca y dejaban estelas de humo, densas y acres, que se enroscaban en el aire. La gente gritaba, chillaba y maldecía. Las paredes se sacudían cuando los impactos las alcanzaban; esquirlas y fragmentos de piedra pulverizaban tejidos de Aire creados como protección.
«Allí». Egwene localizó un sitio desde el que varias hermanas Negras arrojaban fuego hacia el pasillo. Entre ellas se encontraba Evanellein.
Egwene se desplazó dentro del cuarto contiguo a la habitación donde estaban esas mujeres; las oía al otro lado de la pared. Abrió las manos y lanzó una fortísima explosión de Tierra y Fuego contra la pared, que estalló hacia afuera.
Las mujeres escondidas al otro lado se tambalearon y cayeron; Evanellein se desplomó, ensangrentada. La otra fue lo bastante rápida para desplazarse a otro sitio.
Egwene se acercó para comprobar si Evanellein estaba muerta. Lo estaba, y Egwene asintió con satisfacción. Esa mujer era una de las que más ansiaba encontrar. Ojalá tuviera la suerte de rastrear a Katerine o a Alviarin.
Alguien encauzó. Detrás de ella. Egwene se zambulló al suelo justo cuando un chorro de Fuego pasó rozándole la cabeza. Era Mesaana, con la ropa negra ondeando a su alrededor. Egwene apretó los dientes y se desplazó a otro lugar. No se atrevía a enfrentarse a la Renegada en una lucha directa.
Apareció en un almacén, no muy lejos de donde se encontraba antes, y entonces trastabilló cuando una explosión sacudió la zona. Con un movimiento de la mano hizo una ventana en la puerta y vio pasar a Amys lanzada a la carga. La Sabia vestía cadin’sor y empuñaba lanzas. Tenía un hombro ennegrecido y le sangraba. Otra explosión estalló cerca de ella, pero Egwene desapareció. Ese último estallido había calentado el aire del pasillo como un horno, a la vez que deshacía la ventana que había creado, y la había obligado a retroceder.
El análisis de Saerin había sido correcto. A pesar de la lucha encarnizada, Mesaana no había huido ni se había escondido, como habría hecho Moghedien. Tal vez se sentía segura de sí misma. O quizás estaba asustada; lo más probable es que necesitara la muerte de la Amyrlin para presentar una victoria al Oscuro.
Egwene respiró hondo y se preparó para volver a la lucha, pero vaciló al recordar la aparición de Perrin. Había actuado como si ella fuera una novicia. ¿Cómo se había vuelto tan firme y tan seguro de sí mismo? A Egwene no le habían sorprendido tanto las cosas que había hecho como que hubiera sido él quien las hacía.
Su aparición era una lección. Tenía que ser más cuidadosa en cuanto a confiar en sus tejidos. Bair no tenía capacidad para encauzar, pero era más eficaz que las otras Sabias. Sin embargo, parecía que para ciertas cosas los tejidos eran mejor. Hacer volar una pared hacia afuera, por ejemplo, le había parecido más fácil con tejidos que imaginándolo, cuando imponer su voluntad contra una superficie tan grande y tan gruesa podría resultar peliagudo.
Era Aes Sedai y era una Soñadora. Tenía que hacer uso de ambas cosas. Con precaución, se trasladó de nuevo al cuarto en el que había visto a Mesaana. Estaba desierto, aunque la pared seguía en ruinas. Sonaron explosiones a la derecha y Egwene se asomó. Bolas de fuego surcaban el aire de un lado a otro en aquella dirección, y se veían los tejidos.
Egwene se desplazó detrás de uno de los grupos combatientes y creó un grueso cilindro de vidrio a su alrededor para protegerse. En esa zona la Torre tenía las paredes dañadas, con tramos derrumbados y otros candentes. Egwene atisbo una figura encorvada, vestida de azul, junto a un montón de escombros.
«¿Nicola? —pensó Egwene, colérica—. ¿Cómo ha llegado aquí? ¡Creía que ahora podía confiar en que tendría más sentido común!»
Esa muchacha tonta debía de haber conseguido un ter’angreal del sueño alguna de las otras que se habían despertado. Egwene se preparó Para desplazarse allí y ordenar a la chica que se fuera, pero de repente el suelo saltó en pedazos bajo los pies de Nicola a causa de una llameante explosión. La chica chilló al salir lanzada por el aire, mientras a su alrededor se esparcían trozos de piedra al rojo vivo.
Con un grito, Egwene se trasladó allí mientras imaginaba un resistente muro de piedra debajo de Nicola. La chica, ensangrentada y con una expresión vacía en los ojos, cayó en él. Egwene barbotó una maldición y se arrodilló a su lado. Nicola no respiraba.
—¡No! —exclamó Egwene.
—¡Egwene al’Vere! ¡Cuidado! —gritó la voz de Melaine.
Alarmada, se volvió al tiempo que surgía un grueso muro de granito junto a ella; la piedra detuvo varios chorros de fuego que habían llegado de atrás. Melaine apareció junto a Egwene vestida de negro, incluso con la piel de color oscuro. Había estado oculta en las sombras del pasillo.
—Este sitio se está volviendo demasiado peligroso para ti —dijo la Sabia—. Déjanoslo a nosotras.
Egwene bajó la vista, y el cuerpo de Nicola desapareció.
«¡Muchacha tonta!» Se asomó por un lado del muro y vio a dos hermanas Negras —Alviarin y Ramola— espalda contra espalda y lanzando tejidos destructivos en distintas direcciones. Había un cuarto detrás de ellas. Egwene podía repetir lo que había hecho ya en varias ocasiones: saltar dentro de cuarto, destruir la pared y golpearlas a las dos…
Muchacha estúpida. Tu pauta es obvia, volvió a oír las palabras de Bair.
Eso era lo que Mesaana quería que hiciera. Las dos hermanas Negras eran un señuelo.
Egwene se trasladó a la habitación, pero apareció dentro con la espalda contra la pared. Vació la mente y esperó, tensa.
Mesaana se presentó igual que había hecho antes, con esa ropa negra arremolinada que resultaba impresionante, pero también un tanto absurda. Requería estar pendiente de ella para mantenerla así. Egwene miró a los ojos a la sorprendida mujer y vio los tejidos que la Renegada había preparado.
«Ésos no me darán», pensó, segura de sí misma.
La Torre Blanca era suya. Mesaana y sus secuaces la habían invadido y matado a Nicola, a Shevan y a Carlinya.
Los tejidos salieron disparados, pero se doblaron alrededor de Egwene. Al instante, Egwene vestía la ropa de Sabia: blusa blanca, falda marrón, chal en los hombros. Imaginó una lanza en la mano —una lanza Aiel— y la arrojó con un movimiento preciso.
La lanza atravesó los tejidos de Fuego y Aire, deshaciéndolos, y después chocó contra algo duro: un muro de Aire situado delante de Mesaana. Egwene se negó a aceptarlo. Ese muro no pertenecía a este lugar. No existía.
La lanza, inmóvil en el aire, de repente reanudó el vuelo y alcanzó a Mesaana en el cuello. La mujer abrió los ojos de par en par y se desplomó hacia atrás, mientras la sangre brotaba a chorros de la herida. Las negras tiras arremolinadas a su alrededor desaparecieron por completo, al igual que el vestido. De modo que se trataba de un tejido… El rostro de Mesaana se transformó en el de…
¿Katerine? Egwene frunció el entrecejo. ¿Mesaana había sido Katerine todo el tiempo? Pero la Aes Sedai era Negra y había huido de la Torre. No se había quedado y eso significaba que…
«¡Oh, no! Me la han jugado —pensó—. Katerine era un…»
En ese momento, Egwene sintió que algo se cerraba, ciñéndole el cuello. Algo frío y metálico, algo familiar y aterrador. La Fuente la abandonó al instante porque ya no tenía permiso para abrazarla.
Giró sobre sí misma, horrorizada. Una mujer con el oscuro cabello cortado a la altura de la barbilla y los ojos de un color azul intenso se encontraba junto a ella. No tenía un aspecto muy impresionante, pero era muy fuerte en el Poder. Y en la muñeca llevaba un brazalete conectado por una correa a la banda que le rodeaba el cuello a Egwene.
Un a’dam.
—Excelente —se congratuló Mesaana—. Qué chiquilla más indómita eres.
Chasqueó la lengua con desaprobación. En un instante, se desplazó a otro sitio llevando a Egwene consigo. Era una estancia sin ventanas que parecía estar cortada en la roca. Ni siquiera había puerta.
Alviarin aguardaba allí, con un vestido blanco y rojo. La mujer se arrodilló de inmediato ante Mesaana, aunque antes lanzó una mirada satisfecha a Egwene.
Ésta apenas se dio cuenta. Estaba petrificada, asaltada por una oleada de pensamientos aterradores. ¡Atrapada otra vez! No lo soportaba. Moriría antes que permitirlo. Por la mente le pasaron imágenes como destellos. Atrapada en una habitación, sin poder moverse más que unos pocos pies sin que el a’dam la doblegara. Tratada como un animal, con una sensación creciente de que al final se desmoronaría, que acabaría convirtiéndose exactamente en lo que querían que fuera.
Oh, Luz. No volvería a pasar por aquello. Otra vez no.
—Diles a las de arriba que se retiren —le decía Mesaana a Alviarin con voz sosegada, aunque Egwene apenas captó las palabras—. Son unas necias y su actuación aquí ha sido patética. Recibirán su castigo.
Así era como Nynaeve y Elayne habían capturado a Moghedien. La mantuvieron cautiva, obligada a hacer lo que le exigían. ¡Y ella correría la misma suerte! De hecho, era probable que Mesaana usara con ella la Compulsión. La Torre Blanca estaría en sus manos por completo, a disposición de los Renegados.
Las emociones la embargaron y se sorprendió aferrando el collar con frenesí; su reacción se ganó una mirada divertida de Mesaana mientras Alviarin desaparecía para transmitir la orden recibida.
Aquello no podía estar pasando. Era una pesadilla. Un…
«Eres Aes Sedai», le susurró una queda voz interior que, a pesar de la suavidad, pronunció con firmeza las palabras. Éstas penetraron en lo más profundo de su ser. La voz era más fuerte que el terror y la desesperación.
—Y ahora hablaremos del clavo de sueños —dijo Mesaana—. ¿Dónde puedo encontrarlo?
«Una Aes Sedai es serenidad, una Aes Sedai es control, sea cual sea la situación».
Egwene aflojó las manos del collar y las bajó. No se había sometido a la prueba y no tenía intención de hacerlo. Pero, si lo hubiese hecho y se hubiera visto abocada a afrontar una situación como ésta, ¿se habría desmoronado? ¿Habría demostrado no ser digna de llevar la estola que demandaba para sí?
—No quieres hablar, por lo que veo —dijo Mesaana—. Bien, eso puede cambiar gracias a estos a’dam. Qué artefactos tan maravillosos. Semirhage fue encantadoramente adorable por llamar mi atención sobre ellos, aunque lo hiciera por casualidad. Lástima que muriera antes de tener la oportunidad de ponerle uno al cuello.
El dolor recorrió el cuerpo de Egwene como una descarga, como si tuviera fuego debajo de la piel. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Pero ya había sufrido dolor antes y se había reído mientras la golpeaban. Ya había estado cautiva, en la propia Torre Blanca, y la cautividad no la había detenido.
«¡Pero esto es diferente! —La mayor parte de ella estaba aterrada—. ¡Esto es un a’dam! ¡No podré soportarlo!»
«Una Aes Sedai debe hacerlo —le respondió la parte sosegada que había en ella—. Una Aes Sedai puede sufrir todo tipo de cosas, pues sólo entonces es cuando se puede llamar en verdad sierva de todos».
—Veamos —continuó Mesaana—. Dime dónde has escondido el artefacto.
Egwene controló el miedo. No era fácil. ¡Luz, cuánto costaba! Pero lo logró. El semblante adquirió una expresión serena. Arrostró el a’dam impidiéndole ejercer control sobre ella.
Mesaana vaciló, fruncido el entrecejo. Sacudió la correa, y más dolor fluyó al cuerpo de Egwene, que lo hizo desaparecer.
—Se me ocurre, Mesaana, que Moghedien cometió un error —dijo con tranquilidad—. Ella aceptó el a’dam.
—¿De qué estás…?
—En este lugar, un a’dam es tan irrelevante como los tejidos que veda —la interrumpió Egwene—. Sólo es un objeto de metal. Y sólo detiene a quien acepta que lo haga.
El a’dam se desabrochó y se le soltó del cuello. Mesaana lo vio caer al suelo con un tintineo metálico. El semblante de la Renegada cobró serenidad y después frialdad cuando alzó la vista hacia Egwene. Lo impresionante era que no se asustó; se cruzó de brazos con gesto impasible.
—De modo que has practicado aquí.
Egwene le sostuvo la mirada.
—Pero sigues siendo una chiquilla —añadió Mesaana—. ¿Crees que puedes vencerme? He caminado por el Tel’aran’rhiod más tiempo del que podrías imaginar. Tienes… ¿cuántos? ¿Veinte años?
—Soy la Amyrlin.
—Una Amyrlin de chiquillas.
—La Amyrlin de esta Torre que ha resistido durante miles de años —respondió Egwene—. Miles de años de caos y desastres. Por el contrario, la mayor parte de tu vida la has vivido en tiempos de paz, no de conflictos. Qué curioso que te consideres tan fuerte cuando gran parte de tu vida ha sido tan fácil.
—¿Fácil? ¡Qué sabrás tú! —replicó Mesaana.
Ninguna de las dos desvió la vista. Egwene sintió que algo la presionaba, como había ocurrido antes: la voluntad de Mesaana exigiéndole sometimiento, súplica. Un intento de utilizar el Tel’aran’rhiod para cambiar el modo de pensar de Egwene.
Mesaana era fuerte, pero la fortaleza en este mundo era cuestión de perspectiva. La voluntad de la Renegada la presionaba, pero ella había derrotado al a’dam, así que también resistiría este nuevo ataque a su libre albedrío.
—Te doblegarás —musitó Mesaana.
—Te equivocas —contestó Egwene, tensa la voz—. Esto no tiene nada que ver conmigo. Egwene al’Vere será una niña, pero la Amyrlin no lo es. Puede que yo sea joven, pero la Sede es antigua.
Ninguna de las dos mujeres desvió la mirada, y Egwene empezó a empujar a su vez, a exigir que Mesaana se inclinara ante ella, ante la Amyrlin. El aire empezó a ponerse cargado alrededor de las dos y, cuando Egwene lo respiró, tuvo la sensación de que, de algún modo, era denso.
—La edad es irrelevante —añadió—. Hasta cierto punto, hasta la experiencia es irrelevante. Lo que cuenta en este lugar es la esencia de una persona, lo que es. La Amyrlin es la Torre Blanca, y la Torre Blanca no se doblegará. Te desafía, Mesaana. A ti y a tus mentiras.
Dos mujeres. Las miradas trabadas. Egwene dejó de respirar. No le hacía falta respirar. Todo se enfocaba en Mesaana. El sudor le resbaló por las sienes, cada músculo del cuerpo se le puso tenso mientras oponía resistencia y empujaba a su vez contra la voluntad de Mesaana.
Ella sabía que esa mujer, ese ser, era un insecto insignificante contra una gigantesca montaña. La montaña no se movería. De hecho, si se la empujaba con demasiado empeño, entonces…
Algo se rompió en la estancia sin hacer ruido.
Egwene respiró con un jadeo cuando el aire recuperó la normalidad. Mesaana se desplomó como una muñeca de trapo. Cayó al suelo con los ojos abiertos y un hilillo de saliva deslizándose por la comisura de los labios.
Egwene se sentó; estaba mareada, sin resuello. Miró a un lado, donde yacía el a’dam descartado. El objeto desapareció. Entonces echó una ojeada a Mesaana, que yacía hecha un ovillo. La respiración todavía hacía subir y bajar el pecho de la Renegada, pero los ojos de la mujer miraban sin ver.
Egwene permaneció sentada unos larguísimos instantes para recuperarse antes de ponerse de pie y abrazar la Fuente. Tejió filamentos de Aire para levantar a la inerte Mesaana, que seguía sin reaccionar, tras lo cual desplazó a la otra mujer y a sí misma de vuelta a los niveles altos de la Torre.
Las mujeres se volvieron hacia ella con sobresalto. El pasillo estaba sembrado de cascotes, pero todas las encauzadoras que vio eran de su bando. Las Sabias, que se giraron hacia ella. Nynaeve, que rebuscaba algo entre los escombros. Siuan y Leane, esta última señalada con varios cortes ennegrecidos en la cara, aunque en buenas condiciones físicas, al parecer.
—Madre —exclamó Siuan con alivio—. Habíamos temido que…
—¿Quién es ésa? —preguntó Melaine.
La Sabia se acercó a Mesaana, que flotaba en los tejidos de Aire, desmadejada, y con una expresión vacía en los ojos. De pronto, la mujer se puso a hacer ruiditos, como una criatura, mientras observaba un poco de fuego que se iba consumiendo en los restos de un tapiz.
—Es Mesaana —contestó Egwene con cansancio.
Melaine se volvió hacia ella con los ojos desorbitados por la sorpresa.
—¡Luz! —exclamó Leane—. ¿Qué le habéis hecho?
—Ya he visto algo así hace tiempo —intervino Bair, que examinaba a la mujer—. Sammana, una Soñadora Sabia de mi juventud, se topó con algo en el sueño que le destruyó la mente. —Titubeó antes de añadir—: Se pasó el resto de su vida en el mundo de vigilia babeando, además de que había que cambiarle la ropa interior. No volvió a hablar, salvo palabras como las de un bebé que apenas sabe caminar.
—Quizás ha llegado el momento de dejar de pensar en ti como una aprendiza, Egwene al’Vere —dijo Amys.
Nynaeve estaba puesta en jarras, impresionada pero sin soltar la Fuente. En el sueño volvía a tener la trenza tan larga como antes.
—Las demás se han ido —comentó.
—Mesaana les ordenó que huyeran —dijo Egwene…
—No habrán llegado muy lejos, porque la cúpula sigue aquí —informó Siuan.
—Sí, pero es hora de poner fin a esta batalla —respondió Bair—. El enemigo ha caído derrotado. Volveremos a hablar, Egwene al’Vere.
—Estoy de acuerdo en ambas cosas —contestó Egwene al tiempo que asentía con la cabeza—. Bair, Amys, Melaine, gracias por vuestra valiosísima ayuda. Habéis ganado mucho ji y por ello estoy en deuda con vosotras.
Melaine miró a la Renegada mientras Egwene se disponía a salir del sueño.
—Creo que somos nosotras, y el propio mundo, quienes estamos en deuda contigo, Egwene al’Vere —dijo la Sabia.
Las otras asintieron con la cabeza y, cuando Egwene desaparecía del Tel’aran’rhiod, oyó musitar a Bair:
—Qué lástima que no quisiera regresar con nosotras.
Perrin corría entre una multitud de gente aterrorizada, en una ciudad en llamas. Tar Valon. ¡En llamas! Hasta las piedras quemaban, y el cielo tenía un intenso color rojo. El suelo se estremecía como un venado herido que patea mientras el leopardo le muerde la garganta. Perrin dio un traspié al abrirse ante él un abismo por el que salían llamaradas que le chamuscaron el vello de los brazos.
La gente chilló cuando algunas personas se precipitaron a la espantosa falla y se consumieron en el fuego. De repente el suelo quedó sembrado de cuerpos. A su derecha, un bello edificio con ventanas en arco empezó a derretirse al licuarse la piedra, mientras la lava se filtraba entre los sillares y rezumaba por agujeros y resquicios.
Perrin se puso de pie. «No es real».
—¡El Tarmon Gai’don! —gritaba la gente—. ¡Es la Última Batalla! ¡El fin! ¡Luz, es el fin!
Perrin trastabilló y se aupó apoyándose en un trozo de roca para ponerse de pie. Le dolía el brazo y los dedos carecían de fuerza para sujetar algo, pero la peor herida era la de la pierna, donde le había dado la flecha. Tenía el pantalón y la chaqueta manchados de sangre y el efluvio de su propio terror era muy intenso.
Sabía que esa pesadilla no era real y, sin embargo, ¿cómo desentenderse del espanto que era? Hacia el oeste, el Monte del Dragón había entrado en erupción y violentas columnas de humo se alzaban hacia el cielo. Toda la montaña parecía estar en llamas, con ríos rojos que descendían por las laderas; Perrin la sentía estremecerse, moribunda. Los edificios se resquemaban, se sacudían, se derretían, se hacían añicos. La gente moría aplastada por piedras o abrasada.
No. No se dejaría arrastrar hacia ese horror. El suelo a su alrededor pasó de ser adoquines agrietados a baldosas intactas; era la entrada de la servidumbre de la Torre Blanca. Perrin se obligó a ponerse de pie y creó un bastón para que lo ayudara a caminar, renqueante.
No disipó la pesadilla; tenía que encontrar a Verdugo. En aquel lugar horrible, Perrin quizá podría sacarle algo de ventaja. Verdugo tenía mucha práctica en el Tel’aran’rhiod, tanta que quizás había sabido evitar las pesadillas hasta el momento. A lo mejor, con un poco de suerte, ésta lo había pillado por sorpresa y lo había absorbido.
De mala gana, hizo flaquear su resolución y dejó que la pesadilla lo arrastrara hacia ella. Verdugo debía de estar cerca. Perrin avanzó a trompicones por la calle, aunque se mantuvo alejado del edificio por el que rebosaba la lava por las ventanas. Le costaba un gran esfuerzo de voluntad no sucumbir a los gritos de horror y de dolor. A las llamadas de auxilio.
«Allí», pensó al llegar a un callejón. Verdugo estaba dentro, gacha la cabeza y con una mano plantada en la pared. El suelo al lado del hombre acababa en una falla por la que corría un río de lava. La gente se aferraba al borde de la grieta, chillando, pero Verdugo no prestaba atención. Allí donde tocaba la pared con la mano, el ladrillo encalado se transformaba en la piedra gris del interior de la Torre Blanca.
El ter’angreal todavía colgaba de la cintura de Verdugo. Perrin tenía que actuar con rapidez.
«La pared se está derritiendo por el calor», pensó, centrado en el muro que se alzaba junto a Verdugo. Allí era más sencillo cambiar las cosas, porque era recrear el mundo creado por la pesadilla.
Verdugo maldijo y apartó con brusquedad la mano de la pared, que había empezado a ponerse al rojo vivo. El suelo bajo los pies del hombre retumbó, y Verdugo abrió los ojos en un gesto de alarma. Giró sobre sí mismo cuando se abrió una fisura a su lado, proyectada hasta allí por Perrin. En ese momento, Perrin comprendió que Verdugo había creído —durante una fracción de segundo— que la pesadilla era cierta; el hombre se apartó de la falla y alzó una mano para protegerse del calor que irradiaba del fondo, creyéndolo real.
Verdugo desapareció en un visto y no visto y reapareció al lado de los que colgaban suspendidos al borde de la falla. La pesadilla lo incorporó, lo absorbió, sometiéndolo a sus caprichos y haciéndolo interpretar un papel en sus terrores. Casi arrastró también a Perrin, que sintió que vacilaba, a punto de reaccionar al calor. Pero no. Saltador se moría. ¡No podía fallarle!
Se imaginó a sí mismo como si fuese otro, Azi al’Thone, uno de los hombres de Dos Ríos, y cambió su atuendo por ropa semejante a la que había visto por la calle, un chaleco, una camisa blanca y un pantalón más elegante de lo que cualquier hombre habría llevado si estuviera trabajando en Campo de Emond. Hacer eso casi lo superó. El corazón le latía más deprisa, y trastabilló cuando el suelo tembló. Si se dejaba atrapar por completo en la pesadilla, acabaría como Verdugo.
«No», pensó, e hizo un esfuerzo para aferrarse al recuerdo de Faile que guardaba en el corazón. Su hogar. Puede que las facciones de su rostro cambiaran, que el mundo se estremeciera, pero en ella seguía estando su hogar.
Corrió hasta el borde de la fisura y, al recibir la vaharada de calor que salía por ella, actuó como si fuera parte de la pesadilla. Gritó aterrado y se agachó para ayudar a la gente que estaba a punto de caer. Aunque tendió las manos hacia otra persona, Verdugo maldijo y se asió a su brazo, valiéndose de él para impulsarse hacia arriba.
Cuando pasó a su lado, Perrin aferró el ter’angreal. Verdugo gateó por encima de él para llegar a la relativa seguridad del callejón. Con disimulo, Perrin hizo aparecer un puñal en la otra mano.
—Así me abrase —gruñó Verdugo—. Odio estas cosas.
Alrededor de ambos, el piso de la zona cambió de golpe a baldosas. Perrin se puso de pie apoyándose en un bastón para guardar el equilibrio e intentó aparentar terror, cosa nada difícil de conseguir. Echó a andar con torpeza y pasó delante de Verdugo. En ese momento, el hombre de rasgos duros bajó la vista y vio el ter’angreal sujeto entre los dedos de Perrin, junto con el bastón.
Abrió los ojos como platos, sorprendido. Perrin arremetió con la otra mano y clavó el cuchillo en el estómago de Verdugo. El hombre chilló y dio un bandazo hacia atrás, llevándose la mano al estómago. Los dedos se le tiñeron de sangre.
Verdugo apretó los dientes. La pesadilla se plegó a su alrededor. Se rompería en cualquier momento. Verdugo, cuyos ojos ardían en cólera, se puso erguido y bajó la mano ensangrentada.
Perrin apenas se sostenía de pie, ni siquiera con la ayuda del bastón. Estaba muy malherido. El suelo tembló. Una grieta se abrió en el suelo a su lado, y expulsó vapor caliente y lava, como…
Perrin dio un respingo. «Como el Monte del Dragón». Bajó la vista hacia el ter’angreal que tenía en la mano.
Los sueños-espanto de los hombres son fuertes, evocó de nuevo las palabras de Saltador en su mente. Muy fuertes…
Verdugo se dirigía hacia él y, apretando los dientes, Perrin arrojó el ter’angreal al río de lava.
—¡No! —chilló Verdugo, haciendo que la realidad lo rodeara de nuevo.
La pesadilla se deshizo y los últimos vestigios se desvanecieron. Perrin se encontró arrodillado en el frío suelo de baldosas de un pequeño vestíbulo.
Tirado en el suelo, a corta distancia a su derecha, había un pegote de metal fundido. Perrin sonrió.
Como Verdugo, el ter’angreal se encontraba allí procedente del mundo real. Y, como una persona, podía romperse y destruirse en este otro mundo. Allá, en lo alto, la cúpula violeta había desaparecido.
Verdugo gruñó de rabia, se adelantó y propinó una patada a Perrin en el estómago. El dolor de la herida del pecho fue abrasador. Le asestó otra patada y Perrin empezó a sentirse muy mareado.
Vete, Joven Toro, proyectó Saltador con un hilo de voz. Huye.
¡No puedo abandonarte!
Y, sin embargo… yo tengo que dejarte.
—¡No!
Ya has encontrado la respuesta que perseguías. Busca a Desvinculado. Él te… explicará… esa respuesta.
Perrin parpadeó a través de las lágrimas al tiempo que recibía otra patada. Gritó con rabia cuando la proyección de Saltador —tan reconfortante, tan familiar— se apagó en su mente.
Muerto.
Perrin gritó angustiado. Quebrada la voz y con los ojos anegados en lágrimas, ejerció su voluntad para salir del Sueño del Lobo y alejarse. Huyendo como un perfecto cobarde.
Egwene despertó con un suspiro. Todavía con los ojos cerrados, hizo una inhalación profunda. La batalla con Mesaana le había provocado una gran tensión mental y, por supuesto, un dolor de cabeza insoportable. Había faltado muy poco para que saliera derrotada en esa ocasión. Sus planes habían funcionado, pero el peso de lo ocurrido la había dejado pensativa, incluso un poco abatida.
Con todo, había sido una gran victoria. Tendría que registrar la Torre Blanca hasta dar con la mujer que, al despertar, tuviera la mente de una criatura. De algún modo, sabía que eso no era algo de lo que Mesaana fuera a recuperarse. Lo había sabido incluso antes de que Bair contara el caso de aquella mujer Aiel.
Egwene abrió los ojos a una habitación confortablemente oscura e hizo planes para reunir a la Antecámara y explicar por qué Shevan y Carlinya no volverían a despertarse. Dedicó unos instantes a lamentar su pérdida mientras se sentaba en el lecho. Y Nicola, siempre tratando de ir más deprisa de lo que debería. No tendría que haberse encontrado allí. Era…
Se quedó en suspenso. ¿Qué era ese olor? ¿No había dejado la lámpara encendida en la mesilla? Debía de haberse apagado. Egwene abrazó la Fuente y tejió una esfera de luz para dejarla suspendida por encima de la mano. Se quedó estupefacta con la escena que la luz le reveló.
Las cortinas translúcidas del lecho estaba salpicadas de sangre y cinco cuerpos yacían en el suelo. Tres vestían de negro. Otro era un joven desconocido, con el tabardo de la Guardia de la Torre. El último vestía un elegante atuendo, pantalón y chaqueta en blanco y rojo.
«¡Gawyn!»
Egwene saltó de la cama y se arrodilló junto a él. El dolor de cabeza quedó olvidado. La respiración de Gawyn era superficial; en el costado tenía una herida enorme. Egwene unió Tierra, Energía y Aire en un tejido de Curación, pero distaba mucho de ser diestra en ese campo. Trabajó con ahínco, acometida por el pánico. Gawyn recobró un poco el color, y las heridas empezaron a cerrarse, pero la capacidad de Egwene no cubría ni de lejos lo que era necesario hacer.
—¡Socorro! —gritó— ¡La Amyrlin necesita ayuda!
Gawyn rebulló y parpadeó, entreabriendo los ojos.
—Egwene —susurró.
—Calla, Gawyn. Vas a ponerte bien. ¡Ayuda! ¡Ayuda a la Amyrlin!
—No dejaste… bastantes luces encendidas —murmuró.
¿Qué?
—El mensaje que te envié…
—No me llegó ningún mensaje. No hables ahora. ¡Socorro!
—No hay nadie cerca. Ya grité yo. Las lámparas… menos mal que… que no te… —Esbozó una sonrisa, aturdido—. Te quiero.
—Quédate quieto —dijo ella. ¡Luz! Estaba llorando.
—Pero los asesinos… No era tu Renegada—masculló él—. Yo tenía razón.
Y la tenía, en efecto. ¿De dónde eran esos negros uniformes desconocidos? ¿Del ejército seanchan?
«Ahora estaría muerta», comprendió. Si Gawyn no hubiera acabado con esos asesinos, la habrían matado mientras dormía y habría desaparecido del Tel’aran’rhiod. Y no habría destruido a Mesaana.
De repente se sintió como una estúpida, y la placentera sensación de victoria se evaporó por completo.
—Lo siento. Lamento haberte desobedecido —dijo Gawyn, que cerró los ojos. Estaba empeorando.
—No te preocupes, Gawyn —contestó, parpadeando para librarse de las lágrimas—. Voy a vincularte ahora. Es la única forma.
Él le asió el brazo apretando un poco más.
No. No a menos que… quieras…
Tonto. —Preparó los tejidos—. Pues claro que quiero que seas mi Guardián. Siempre lo he deseado.
—Júralo.
—Lo juro. Juro que quiero que seas mi Guardián y mi esposo. —Puso la mano en la frente de Gawyn y colocó el tejido—. Te amo.
El dio un respingo. De repente, Egwene sintió las emociones y el dolor de él como si fueran algo propio. A cambio, supo que Gawyn percibía la verdad de lo que le había dicho.
Perrin abrió los ojos y respiró hondo. Estaba llorando. ¿La gente lloraba mientras dormía cuando tenía sueños normales?
—Bendita sea la Luz —dijo Faile.
Perrin abrió los ojos y la vio arrodillada junto a él, así como a alguien más. ¿Masuri?
La Aes Sedai le sostuvo la cabeza entre las manos, y Perrin sintió el frío helador de la Curación recorrerlo de pies a cabeza. Las heridas de la pierna y del pecho se cerraron.
—Íbamos a Curarte mientras dormías —explicó Faile, mientras acunaba la cabeza de su esposo en el regazo—. Pero Edarra nos lo impidió.
—No debe hacerse eso. De todos modos, tampoco habría funcionado.
Ésa era la voz de la Sabia. Perrin la oía moverse por la tienda, por alguna parte. Parpadeó. Descansaba tumbado en su yacija. Fuera estaba oscuro.
—Ha pasado más de una hora —dijo—. Deberíais haberos marchado a estas alturas.
—Chitón —dijo Faile—. Los accesos funcionan otra vez y casi todo el mundo se ha desplazado a través de ellos. Sólo quedan unos pocos miles de soldados, Aiel y hombres de Dos Ríos en su mayoría. ¿Creías que iban a marcharse sin ti, que yo me marcharía sin ti?
Perrin se sentó y se limpió la frente, que tenía sudorosa. Intentó hacer desaparecer el sudor, como en el Sueño del Lobo. No lo logró, por supuesto. Edarra se hallaba de pie en la pared opuesta de la tienda, detrás de él. Lo observaba con una mirada evaluadora. Perrin se giró hacia su esposa.
—Debemos irnos —dijo, la voz enronquecida—. Verdugo no trabajaría solo. Tiene que haber una trampa, probablemente un ejército. Alguien con un ejército. Podrían lanzar un ataque en cualquier momento.
—¿Puedes ponerte de pie? —le preguntó Faile. —Sí.
Estaba débil, pero se las arregló con ayuda de Faile. El faldón de la entrada susurró, y Chiad entró con un odre. Perrin lo aceptó, agradecido, y bebió. Le apagó la sed, pero la congoja aún ardía dentro de él. «Saltador». Bajó el odre. En el Sueño del Lobo la muerte era definitiva. ¿Dónde iría el espíritu de Saltador?
«He de seguir adelante —pensó—. Poner a salvo a los míos». Se dirigió hacia la entrada de la tienda; las piernas le respondían un poco mejor ahora.
—Veo tu pesar, esposo —susurró Faile, que caminaba a su lado, con la mano en el brazo de él—. ¿Qué ha ocurrido?
—He perdido a un amigo —respondió en voz muy baja—. Por segunda vez.
—¿Saltador?—Faile olía a miedo. —Sí.
—Oh, Perrin, cómo lo siento.
La voz de su esposa traslucía compasión. Salieron de la tienda, que era la única que quedaba en la pradera en la que antes acampaban sus ejércitos. En la hierba amarilla y parda se veían aún marcadas las huellas de las tiendas, los senderos señalados en el barro en un gran dibujo de zigzags. Era como un trazado para levantar una ciudad, con sectores delimitados para edificios y líneas tiradas que se convertirían en calzadas. Pero ahora casi no había gente.
El retumbante cielo estaba oscuro, y Chiad sostenía un farol para iluminar la hierba delante de ellos. Varios grupos de soldados esperaban, entre ellos, las Doncellas, que alzaron las lanzas bien alto cuando lo vieron y después las golpearon contra los escudos, en señal de aprobación.
Los hombres de Dos Ríos también se encontraban allí, e iban agrupándose a medida que se corría la voz. ¿Hasta qué punto podrían imaginar lo que había hecho él esa noche? Los hombres de Dos Ríos vitorearon, y Perrin los saludó con la cabeza, aunque estaba tenso. La singularidad seguía allí, en el aire. Había dado por sentado que el clavo de sueños era el responsable de ello, pero por lo visto se había equivocado. El aire olía a la Llaga.
Los Asha’man se hallaban en lo que había sido el centro del campamento. Se volvieron cuando oyeron llegar a Perrin y saludaron llevándose la mano al pecho. Parecían estar en buenas condiciones físicas, a pesar de acabar de trasladar a casi todo el campamento.
—Sacadnos de aquí, muchachos —les dijo Perrin—. No quiero pasar ni un minuto más en este lugar.
—Sí, milord —respondió Grady con ansiedad.
Una expresión concentrada asomó al semblante del Asha’man, y un acceso pequeño se abrió cerca de él.
—Pasad —ordenó Perrin con un ademán a los hombres de Dos Ríos.
Los hombres cruzaron a paso rápido. Las Doncellas y Gaul esperaron con él, como también lo hizo Elyas.
«Luz —pensó mientras recorría con la mirada la pradera donde habían estado acampados—. Me siento como un ratón al que observara un halcón».
—Supongo que podrías darnos un poco de luz —le pidió a Neald, que permanecía de pie junto al acceso.
El Asha’man ladeó la cabeza, y unas cuantas esferas de luz aparecieron a su alrededor. Después se elevaron en el aire y se dispersaron por la pradera.
Aparte del lugar ocupado antes por el campamento, no iluminaron nada más. Las últimas tropas cruzaron por fin el acceso. Tras ellos fueron Perrin y Faile, Gaul, Elyas y las Doncellas. Cerrando la marcha, los encauzadores pasaron juntos a través del agujero.
El aire al otro lado del acceso era frío y tenía un agradable olor a limpio. Perrin no había sido consciente de lo mucho que lo había incomodado el efluvio del mal. Se llenó los pulmones con una profunda inhalación. Se encontraban en una elevación, a cierta distancia de una mancha de luces junto al río; aquello debía de ser Puente Blanco.
Sus tropas lo jalearon cuando salió por el acceso. El enorme campamento estaba instalado casi por completo, con los puestos de guardia distribuidos. El acceso se había abierto en un área espaciosa marcada con postes, cerca de la parte trasera del perímetro.
Habían escapado. El precio había sido alto, pero habían escapado.
Graendal se recostó en el sillón. Los cojines de cuero estaban rellenos con plumón de polluelos de kallir, ave que en la era actual sólo se criaba en Shara, pero ella casi ni reparaba en semejante lujo.
El servidor —uno que Moridin le había prestado— se encontraba ante ella, reclinado en una rodilla. Había una expresión tormentosa en los ojos del hombre apenas agachados. Lo tenía controlado, pero a duras penas. Sabía que era único, irreemplazable.
También sabía que su fracaso recaería sobre ella. Graendal no sudaba. Mantenía el autocontrol lo bastante para que no le ocurriera tal cosa. Los postigos de la ventana en la estancia amplia, de baldosas rojas, se abrieron de golpe y un viento frío del mar penetró en la habitación y apagó varias lámparas. De las mechas se elevaron en el aire sinuosos hilillos de humo. Ella no fracasaría.
—De todos modos, prepara las cosas para que salte la trampa —ordenó.
—Pero… —empezó el servidor.
—Hazlo. Y no repliques a uno de los Elegidos, perro.
Él bajó los ojos, aunque en ellos aún alentaba un destello rebelde.
No tenía importancia. Todavía le quedaba una herramienta, una que había situado con gran cuidado. Una que había preparado para un momento como éste.
Había que actuar con mucho tiento. Aybara era un ta’veren, y uno lo bastante fuerte como para tenerle miedo. Flechas disparadas de lejos fallarían el blanco, e incluso en un momento de apacible contemplación también estaría alerta y huiría.
Graendal necesitaba una tormenta y a él en el centro. Entonces, el afilado acero se descargaría.
«Esto no ha acabado aún, Herrero Caído. Ni muchísimo menos».