A Min se le erizó el vello de la nuca al asir la espada de cristal. Callandor. Había oído contar relatos de esta espada desde que era una niña, historias fantásticas de la lejana Tear y de la extraña Espada que no es una Espada. Pero en ese momento ella la sostenía en las manos.
Era mucho más ligera de lo que había imaginado. La hoja cristalina absorbía la luz de las lámparas y jugaba con ella. Daba la impresión de que rielaba en exceso. Incluso cuando ella estaba inmóvil, la luz en el interior de la espada titilaba. El cristal era suave. Y cálido. Casi daba la sensación de estar vivo.
Rand se hallaba enfrente de ella, con la vista puesta en la espada. Se encontraban en sus aposentos de la Ciudadela de Tear, acompañados por Cadsuane, Narishma, Merise, Naeff y dos Doncellas.
Rand alargó la mano para tocar el arma. Min lo miró, y una visión cobró vida encima de él. Una espada brillante, Callandor, asida por una mano negra. Min sofocó un grito.
—¿Qué has visto? —le preguntó con suavidad Rand.
—Callandor, asida por un puño. La mano parecía estar hecha de ónice.
—¿Tienes idea de lo que significa?
Min negó con la cabeza.
—Deberíamos volver a guardarla —advirtió Cadsuane.
La Aes Sedai estaba de pie, con la espalda bien recta y cruzada de brazos. Lucía un vestido marrón y verde, unos colores terrosos que suavizaban los adornos prendidos en el cabello canoso. Chascó la lengua.
—Sacar ahora ese objeto es una imprudencia, chico —añadió.
—Tomo nota de tus objeciones —replicó Rand.
Acto seguido retiró el sa’angreal de las manos de Min y lo deslizó en una vaina que llevaba sujeta a la espalda. Al costado, metida en la vaina pintada con los dragones en rojo y dorado, llevaba colgada de nuevo la antiquísima espada. Había dicho que la consideraba una especie de símbolo que para él representaba el pasado, mientras que, en cierto sentido, Callandor representaba el futuro.
—Rand. —Min le asió el brazo—. Mi investigación… Recuerda que todo apunta a que Callandor tiene un defecto mayor aún que el que ya hemos descubierto. Esa visión refuerza lo que ya te he comentado con anterioridad. Me preocupa que la utilicen contra ti.
—Sospecho que así será —convino Rand—. Todo cuanto hay en este mundo se ha utilizado en mi contra. Narishma, abre un acceso, por favor. Ya hemos hecho esperar a esos fronterizos bastante tiempo.
El Asha’man asintió y sonaron las campanillas que llevaba trenzadas en el cabello. Rand se volvió hacia el otro encauzador.
—Naeff, ¿aún no hemos recibido respuesta de la Torre Negra?
—No, milord —respondió el Asha’man alto.
—Me ha sido imposible Viajar allí —dijo Rand—. Eso entraña que hay un gran problema, mayor de lo que me temía. Utiliza este tejido; hará que cambies de aspecto. Viaja a un lugar que esté a un día de distancia a caballo de la Torre Negra. Ve allí y métete a hurtadillas, a ver qué puedes descubrir. Y préstales ayuda, si es posible. Cuando des con Logain y aquellos que le son leales, transmíteles un mensaje de mi parte.
—¿Qué mensaje, milord?
—Diles… —empezó Rand; parecía distante—. Diles que me equivoqué. Diles que no somos armas. Somos hombres. Tal vez eso sirva de algo. Y ve con cuidado, podría ser peligroso. Después, vuelve a informarme. Tendré que arreglar cosas en la Torre Negra, pero no sería de extrañar que allí me diera de bruces con una trampa más peligrosa que las que he logrado evitar hasta el momento. Problemas… Tantos problemas que necesitan solución. Y yo sólo soy uno. Ve en mi lugar, Naeff, por ahora. Necesito información.
—Yo… Sí, milord.
El Asha’man parecía confuso, pero abandonó la habitación para obedecer las órdenes recibidas.
Rand respiró hondo y se frotó el muñón del brazo izquierdo.
—Vamos.
—¿Estás seguro de que no quieres que nos acompañe más gente, Rand? —preguntó Min.
—Sí, lo estoy. Cadsuane, estate preparada para abrir un acceso y sacarnos de allí si llega el caso.
—Vamos a Far Madding, chico —respondió Cadsuane—. Seguro que no habrás olvidado que es imposible tocar la Fuente mientras estamos en la ciudad, ¿verdad?
Rand sonrió.
—Pero tú luces una red paralis completa en el pelo, la cual incluye un Pozo. Estoy convencido de que mantienes la reserva al máximo, y eso bastará para abrir un solo acceso.
El rostro de Cadsuane se tornó inexpresivo.
—Jamás he oído mencionar algo llamado red paralis.
—Cadsuane Sedai —dijo Rand sin alzar la voz—, tu red tiene algunos adornos que no reconozco. Supongo que será una creación que data de después del Desmembramiento. Pero yo estuve presente cuando se diseñaron las primeras y llevé puesta la versión masculina original.
Se hizo el silencio en la habitación.
—Bueno, chico —dijo, al fin, Cadsuane—, tú…
—¿Alguna vez vas a dejar de tratarme con esa afectación, Cadsuane Sedai? —preguntó Rand—. ¿Por qué sigues llamándome «chico»? Ya no me molesta, pero resulta extraño. El día que morí en la Era de Leyenda tenía más de cuatrocientos años. Supongo que debes de ser varias décadas más joven que yo, por lo menos. Mi comportamiento contigo es respetuoso. Tal vez lo correcto sería que me dieses el mismo trato. Si lo deseas, puedes llamarme Rand Sedai. Que yo sepa, soy el único Aes Sedai vivo que fue ascendido como es debido y que nunca se pasó a la Sombra.
Cadsuane palideció de manera notable. La sonrisa de Rand se tornó amable.
—Querías venir a bailar con el Dragón Renacido, Cadsuane. Soy lo que tengo que ser. Estate tranquila. Te enfrentas a Renegados, pero a tu lado tienes a uno que es tan antiguo como ellos. —Apartó la vista de Cadsuane, y en sus ojos apareció una expresión ausente—. En fin, ojalá tener muchos años fuera indicio de ser muy sabio. Un deseo tan fácil de conseguir como que el Oscuro nos deje en paz.
Rand tomó a Min por el brazo y juntos atravesaron el acceso de Narishma. Al otro lado, un pequeño grupo de Doncellas aguardaba en un claro rodeado de árboles, vigilando los caballos. Min montó. Advirtió el gesto reservado de Cadsuane. Y hacía bien. Cuando Rand hablaba de esa manera, Min se sentía más preocupada de lo que quería admitir.
Abandonaron la pequeña arboleda y se dirigieron hacia Far Madding, una impresionante ciudad construida en una isla que se alzaba en medio de un lago. Y alrededor de éste se levantaba el campamento de un gran ejército con cientos de estandartes al viento.
—Siempre ha sido una ciudad importante, ¿sabes? —le dijo Rand, que cabalgaba a su lado, abismada la mirada—. El Guardián es más moderno, pero la ciudad existía desde mucho antes. Aren Deshar, Aren Mador, Far Madding. Aren Deshar, una espina que siempre tuvimos clavada en el costado. El enclave de los Incastar, aquellos con miedo al progreso, con miedo a las maravillas. Al final resultó que hacían bien, que había motivos para tener miedo. Ojalá hubiera hecho caso a Gilgame…
—Rand… —dijo Min con un hilo de voz, aunque lo sacó de su ensueño.
—¿Sí?
—¿Es verdad lo que has dicho? ¿Tienes cuatrocientos años?
—Estoy cerca de los cuatrocientos cincuenta, supongo. ¿Los años que he vivido en esta era se suman a los anteriores? —La miró—. Estás preocupada, ¿verdad? ¿Te inquieta que ya no sea yo, el hombre al que conociste, el pastor cabeza hueca?
—Tienes todo eso en tu mente… ¡Tanto pasado, tantas vivencias!
—Son sólo recuerdos —respondió Rand.
—Pero también eres él. Hablas como si fueras la persona que intentó sellar la Perforación. Como si hubieras conocido personalmente a los Renegados.
Rand cabalgó en silencio durante un tiempo.
—Sí, supongo que soy él, Min, aunque no te has dado cuenta de una cosa. Puede que yo, Rand, sea Lews ahora. Siempre lo he sido. Pero, asimismo, Lews siempre ha sido Rand. No voy a cambiar sólo porque haya recordado que… era el mismo. Yo soy yo y siempre lo he sido.
—Lews Therin estaba loco.
—Al final —respondió Rand—. Y sí, también cometió errores. Yo cometí errores. Me volví arrogante, me pudo la desesperación. Pero esta vez hay una diferencia. Una diferencia muy grande.
—¿Cuál es?
—Que esta vez me criaron mejor —respondió con una sonrisa.
Min se dio cuenta de que ella también sonreía.
—Min, tú me conoces. Te prometo que ahora me siento más yo mismo de lo que me he sentido durante meses. Más incluso de lo que me sentí siendo Lews Therin, si es que hay algo de lógica en lo que digo. Es por Tam, por la gente que he tenido a mi alrededor. Perrin, Nynaeve, Mat, Aviendha, Elayne, Moraine y tú. Él ha intentado quebrantarme con todas sus mañas, Min, y creo que, si yo hubiera sido el mismo que fui antaño, lo habría conseguido.
Cabalgaron a través de la pradera que se extendía alrededor de Far Madding. Al igual que en cualquier otro sitio, el color verde se había esfumado dejando sólo tonos amarillos y pardos. E iba de mal en peor.
«Finge que está hibernando —se dijo Min para sus adentros—. Pero la tierra no está muerta. Espera a que pase el invierno».
Un invierno de tormentas y guerra.
Narishma, que cabalgaba detrás de ella, ahogó una exclamación. Min se giró sobre la silla para mirarlo. El gesto del Asha’man se había vuelto pétreo. A juzgar por ese rictus, debían de haber entrado en el radio de acción del Guardián. Rand no mostró ninguna señal de haberse percatado. Tampoco parecía tener problemas con los mareos a la hora de encauzar, lo que era un gran alivio. ¿O sólo lo fingía?
Min centró la mente en la tarea que tenían entre manos. Los ejércitos de las Tierras Fronterizas no habían dado en ningún momento una explicación de por qué habían desafiado la tradición y la lógica al marchar hacia el sur en busca de Rand. Se los necesitaba con desesperación. La intervención de Rand en Maradon había salvado lo que quedaba de la ciudad, pero eso se repetía a lo largo de toda la frontera con la Llaga…
Un grupo de veinte soldados interceptó a la comitiva de Rand mucho antes de que llegara a las inmediaciones del ejército. Llevaban las lanzas en alto y en ellas ondeaban unos banderines largos y estrechos y de color rojo como la sangre. Rand se detuvo y dejó que se acercaran ellos.
—Rand al’Thor —llamó un hombre—, venimos en representación de la Coalición de la Frontera. Os proporcionaremos escolta.
Rand asintió y la comitiva reemprendió la marcha. Esta vez, con escolta.
—No se han dirigido a ti como lord Dragón —le susurró Min.
Rand respondió con un cabeceo, pensativo. Quizá los fronterizos no creían que él fuera el Dragón Renacido.
—No te muestres arrogante con ellos, Rand al’Thor —advirtió Cadsuane, que había puesto su caballo a la altura del de Rand—. Pero tampoco te amedrentes. La gente de las Tierras Fronterizas suele reaccionar a la firmeza cuando la ve.
Vaya, Cadsuane había llamado a Rand por su nombre en lugar de «chico». Un cambio con visos de victoria; Min no pudo reprimir una sonrisa.
—Tendré preparado el acceso —continuó Cadsuane en voz queda— Pero será muy pequeño. Con el Pozo sólo lograré abrirlo de un tamaño que tendremos que pasar arrastrándonos por él. No habría que llegar a esos extremos. Esa gente luchará por ti. Querrá luchar por ti. Sólo una estupidez mayúscula lo impediría.
—Hay algo más, Cadsuane Sedai —respondió Rand, también en voz muy baja—. Por alguna razón, vinieron al sur. Es una prueba y no sé la manera de afrontarla… Pero aprecio tu consejo.
Cadsuane asintió con la cabeza.
Al cabo, Min alcanzó a ver una hilera de gente que esperaba al frente del ejército, miles de soldados en formación. Había saldaeninos, con las piernas arqueadas; shienarianos, con el típico mechón de pelo en la coronilla y la cabeza afeitada; arafelinos, cada soldado con dos espadas cruzadas a la espalda; y kandoreses con las barbas bifurcadas.
El grupo de cabeza no montaba a caballo, sino que esperaba de pie y estaba formado por dos hombres y dos mujeres que vestían ropas de calidad. Cada cual acompañado por una mujer que, sin lugar a dudas, era Aes Sedai, y alguno tenía uno o dos sirvientes detrás.
—La primera mujer de ese grupo es la reina Ethenielle —susurró Cadsuane—. Es severa, sí, pero justa. Tiene fama de injerirse en los asuntos de los reinos del sur, así que sospecho que los demás dejarán que tome la iniciativa hoy. El hombre apuesto que está junto a ella es Paitar Nachiman, rey de Arafel.
—¿Apuesto? —preguntó Min, sin dejar de mirar al rey arafelino entrado en años y afectado por la calvicie—. ¿Él?
—Depende del punto de vista de cada cual, muchacha —le respondió Cadsuane sin alterarse—. En otro tiempo era famoso por su cara y en la actualidad aún lo es por su espada. A su lado está el rey Easar Togita, de Shienar.
—Parece muy triste —comentó Rand—. ¿A quién ha perdido?
Min frunció el entrecejo. A ella no le parecía que estuviera triste en especial. Solemne, quizás.
—Es un fronterizo —manifestó Cadsuane—. Ha luchado contra los trollocs toda su vida. Habrá perdido a más de una persona querida, supongo. Su mujer murió hace unos años. Dicen que tiene alma de poeta, pero es un hombre austero. Si consiguieras ganarte su respeto, sería muy importante.
—Entonces, la última es Tenobia —dijo Rand acariciándose el mentón—. Ojalá Bashere estuviera con nosotros.
Bashere le había dicho a Rand que presentarse ante Tenobia sería como echar más leña al fuego, y Rand había prestado oídos al criterio del mariscal.
—Tenobia es un fuego sin control —siguió Cadsuane—. Joven, impertinente y temeraria. No dejes que te arrastre a una discusión.
Rand asintió en silencio.
—¿Min? —preguntó.
—Tenobia tiene una lanza cernida sobre la cabeza. Ensangrentada, pero brillante a la luz. Ethenielle se desposará pronto. Sé que es así por las palomas blancas. Planea hacer algo peligroso hoy, de modo que ten cuidado. Los otros dos tienen varias espadas, escudos y flechas cernidos sobre ellos. Ambos lucharán pronto.
—¿En la Última Batalla? —preguntó Rand.
—No lo sé —admitió Min—. Podría ser aquí, hoy.
La escolta los llevó ante los cuatro monarcas. Rand desmontó y palmeó el cuello de Tai’daishar al tiempo que el caballo resoplaba. Min iba a desmontar, al igual que Narishma, pero Rand los atajó con un gesto de la mano.
—Condenado necio —murmuró Cadsuane al lado de Min con una voz tan queda que nadie más lo oyó—. Me pide que esté preparada para sacarlo de aquí, ¿y ahora nos deja atrás?
—Lo más probable es que se refiriera a que me sacarais a mí de aquí —susurró Min a su vez—. Conociéndolo, está más preocupado por mi seguridad que por la suya. —Hizo una pausa—. Condenado necio.
Cadsuane le echó una ojeada y esbozó una sonrisa antes de volver a mirar a Rand.
Rand caminó hacia los monarcas y se detuvo ante ellos. Levantó los brazos y los abrió a los costados, como si les preguntase qué era lo que querían de él.
Ethenielle fue la primera en hablar, tal como Cadsuane había previsto. Era una mujer rolliza que llevaba el oscuro cabello recogido en la nuca de forma que le dejaba la cara despejada. Se acercó a Rand acompañada por un hombre que portaba en el antebrazo una espada envainada, con la empuñadura apuntando hacia la reina.
Cerca, las Doncellas avanzaron para situarse junto a Rand sin apenas hacer ruido. Como de costumbre, daban por supuesto que la orden de quedarse atrás no les atañía.
Ethenielle alzó la mano y le cruzó la cara a Rand.
Narishma barbotó una maldición. Las Doncellas se cubrieron con los velos y sacaron las lanzas. Min taconeó su montura y atravesó la línea de guardias.
—¡Alto! —gritó Rand alzando la mano. Buscó a las Doncellas con la mirada.
Min detuvo a su yegua y le dio unas palmadas en el cuello para tranquilizarla; estaba muy nerviosa, como era de esperar. Las Doncellas se retiraron, aunque no las tenían todas consigo. Cadsuane aprovechó la confusión para avanzar con su caballo hasta donde estaba Min.
Rand dirigió de nuevo la vista hacia la reina y se frotó la mejilla.
—Espero que ésta sea una forma tradicional de saludar en Kandor, majestad.
La mujer enarcó una ceja e hizo un ademán con la mano. El rey Easar de Shienar se acercó y asestó un revés a Rand en la boca, con el dorso de la mano; la fuerza del golpe hizo que Rand se tambaleara.
Rand se puso erguido y otra vez tuvo que hacer un gesto a las Doncellas para que se quedaran atrás. Miró a Easar a los ojos. Un hilillo de sangre le resbaló por la barbilla. El rey shienariano se quedó mirándolo durante unos instantes, tras lo cual asintió con la cabeza y se retiró.
Tenobia vino a continuación y le dio una bofetada a Rand con la mano izquierda, un golpe tan fuerte que resonó en el aire. Min sintió una repentina punzada de dolor proveniente de Rand. Después, Tenobia sacudió la mano.
El último fue el rey Paitar. El arafelino, entrado en años y con unos pocos mechones ralos de pelo, se acercó con las manos a la espalda, pensativo. Llegó junto a Rand y, con los dedos, enjugó la sangre que Rand tenía en la mejilla; a continuación, le atizó un revés tan violento que Rand cayó de hinojos mientras le salía una rociada de sangre de la boca.
Min no pudo quedarse al margen ni un segundo más.
—¡Rand! —gritó al tiempo que desmontaba y corría a su lado. Se acercó a él y lo sostuvo mientras fulminaba con la mirada a los monarcas—. ¿Cómo osáis? ¡Vino a vosotros en paz!
—¿En paz? —respondió Paitar—. No, jovencita, no vino a este mundo en paz. Lo ha sumido en el miedo, el caos y la destrucción.
—Tal como anunciaron las profecías que haría —intervino Cadsuane acercándose a Min, que ayudaba a Rand a ponerse de pie—. Le echáis a la espalda todo el peso de una era. Uno no contrata a un hombre para que reconstruya su casa y luego le echa en cara que tenga que derribar una pared para hacer el trabajo.
—Eso presupondría que es el Dragón Renacido. —Tenobia se cruzó de brazos—. Nosotros…
Enmudeció cuando Rand, ya de pie, desenvainó Callandor y la hoja brillante salió de la funda con un sonido chirriante. Rand sostuvo el arma ante sí.
—¿Negáis la evidencia, reina Tenobia, Escudo del Norte y Espada de la Frontera de la Llaga, Cabeza Insigne de la casa Kazadi? ¿Veis esta arma y aun así me tacháis de falso dragón?
La intervención de Rand hizo que guardara silencio. Situado a un lado, Easar asintió con la cabeza. Detrás de ellos, las filas de soldados contemplaban en silencio la escena, con lanzas, picas y escudos en alto. Como si saludaran. O como si se preparasen para atacar. Min alzó la vista y distinguió las vagas siluetas de las personas que habían subido a las murallas de Far Madding para observar.
—Procedamos —aprestó Easar—. Ethenielle…
—De acuerdo —respondió la mujer—. Escuchadme con atención, Rand al’Thor. Aunque demostréis ser el Dragón Renacido, hay muchas cosas de las que tenéis que dar cuenta.
—Os podéis cobrar ese precio con mi piel, Ethenielle —respondió Rand sin levantar la voz; volvió a envainar a Callandor—. Pero sólo después de que el Oscuro tenga su cita conmigo.
—Rand al’Thor —dijo Paitar—, quiero haceros una pregunta. Vuestra respuesta determinará cómo acabará el día de hoy.
—¿Qué tipo de pregunta? —inquirió Cadsuane.
—Cadsuane, por favor —atajó Rand, alzando la mano—. Lord Paitar, lo veo en vuestros ojos. Sabéis que soy el Dragón Renacido. ¿Es necesaria esa pregunta?
—Es vital, lord al’Thor —respondió el rey de Arafel—. Es lo que nos trajo hasta aquí a pesar de que mis aliados no lo supieran cuando partimos. Yo siempre os he tenido por el Dragón Renacido. Por esa razón, mi búsqueda ha sido aún más vital.
Min frunció el entrecejo. El monarca se llevó la mano a la empuñadura de la espada, como si se preparara para atacar. Las Doncellas se pusieron aún más alerta. Con sobresalto, Min se dio cuenta de que el rey Paitar estaba cerca de Rand. Demasiado cerca.
«Puede desenvainar y descargar la espada contra el cuello de Rand en un abrir y cerrar de ojos —se dijo—. Paitar se ha situado en una posición que le permite atacar».
Sin embargo, Rand no apartó la mirada de los ojos del monarca.
—Preguntadme.
—¿Cómo murió Tellindal Tirraso?
—¿Quién? —preguntó Min, que miró a Cadsuane.
La Aes Sedai negó con la cabeza, desconcertada.
—¿Cómo sabéis ese nombre? —demandó Rand.
—Responded a la pregunta —dijo Easar, con la mano en la empuñadura y el cuerpo tenso.
Alrededor del grupo, las tropas se aprestaron.
—Era una escribiente que vivió en la Era de Leyenda —respondió Rand—. Cuando Demandred vino por mí tras constituir los Ochenta y Uno… Tellindal cayó en el combate… Unos rayos desde el cielo… Su sangre en mis manos… ¡¿Cómo sabéis ese nombre?!
Ethenielle miró a Easar, luego a Tenobia y por último a Paitar. Este asintió con la cabeza, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro que parecía de alivio. Apartó la mano de la empuñadura de la espada.
—Rand al’Thor —comenzó Ethenielle—, Dragón Renacido, ¿seríais tan amable de sentaros a hablar con nosotros? Responderemos a todas vuestras preguntas.
—¿Por qué nunca he oído hablar de esta mal llamada profecía? —preguntó Cadsuane.
—Porque su naturaleza requería secretismo —respondió Paitar.
Todos estaban sentados en cojines dentro de una gran tienda situada en el centro del campamento del ejército fronterizo. Estar rodeada así le producía comezón a Cadsuane, pero ese chico necio —siempre sería un chico necio, sin importar la edad que tuviera— parecía estar completamente tranquilo.
Había trece Aes Sedai esperando en el exterior de la tienda al no ser ésta lo bastante grande para dar cabida a todos. Trece. Pero al’Thor ni pestañeó. ¿Qué hombre capaz de encauzar se sentaría rodeado de trece Aes Sedai y no empezaría a sudar?
«El chico ha cambiado —se dijo para sus adentros—. No vas a tener más remedio que aceptarlo». Aunque eso no quería decir que no fuera a necesitarla más. Los hombres se volvían demasiado confiados. Tras unos pocos éxitos, tropezaría con sus propios pies y se daría de bruces con una situación apurada.
Pero… En fin, que estaba orgullosa de él. A regañadientes, pero orgullosa. Un poco.
—La profecía proviene de un Aes Sedai de mi estirpe —continuó Paitar; el hombre de cara cuadrada dio un sorbo de la pequeña taza de té—. Mi ancestro, Reo Myershi, era el único que la conocía y ordenó que las frases se preservaran y se transmitieran de monarca en monarca para cuando llegara este día.
—Decídmelas, por favor —pidió Rand.
—«¡Lo veo ante vosotros! —citó Paitar—. A él, el que vive muchas vidas, el que da muerte, el que levanta montañas. Romperá lo que tiene que romper, pero antes se yergue ante nuestro rey. ¡Lo haréis sangrar! Medid su dominio de sí mismo. ¡Que hable! ¿Cómo murió la caída? Tellindal Tirraso, muerta por la mano de aquél, de la oscuridad que sobrevino el día después de la luz. Debéis preguntarle. Conoced vuestro destino. Si no respondiera…»
La voz de Paitar se fue apagando hasta enmudecer.
—¿Qué? —preguntó Min.
—«Si no respondiera, entonces estáis condenados —siguió Paitar—. Poned fin a su vida sin demora para que los últimos días sufran el azote de la tormenta. Para que la Luz no se consuma a manos de aquel que tiene que protegerla. Lo veo. Y lloro».
—Entonces, vinisteis a asesinarlo —apuntó Cadsuane.
—A ponerlo a prueba —contestó Tenobia—. O eso fue lo que decidimos una vez que Paitar nos habló de la profecía.
—No sabéis lo cerca que habéis estado de perecer —replicó Rand con suavidad—. Si hubiera acudido a vuestro llamamiento un poco antes, habría contestado vuestras bofetadas con fuego compacto.
—¿Dentro del radio del Guardián? —Tenobia resopló con desdén.
—El Guardián impide entrar en contacto con el Poder Único —susurró Rand—. Sólo con el Poder Único.
«¿Qué querrá decir con eso?», se preguntó Cadsuane, fruncido el entrecejo.
—Sabíamos bien el riesgo que corríamos —contestó Ethenielle con un dejo de orgullo en la voz—. Exigí el derecho a abofetearos la primera. Nuestros ejércitos tenían orden de atacar si caíamos.
—Mi familia ha analizado las palabras de la profecía cientos y cientos de veces —explicó Paitar—. El significado parecía claro. Nuestro cometido era poner a prueba al Dragón Renacido, verificar si debíamos permitir que estuviera presente en la Última Batalla.
—Hace sólo un mes no habría tenido esos recuerdos para responderos —dijo Rand—. Fue una táctica estúpida, jugársela a cara o cruz. Si me hubierais matado, entonces todo estaría perdido.
—Era un riesgo —respondió Paitar sin alterar la voz—. Quizás hubiera surgido otro para ocupar vuestro lugar.
—No —negó Rand—. Esta profecía es como todas las demás. Una declaración de lo que podría ocurrir, no una recomendación.
—Yo lo veo de manera diferente, Rand al’Thor —contestó Paitar—. Y los demás estuvieron de acuerdo conmigo.
—Quiero dejar claro que yo no vine al sur por la profecía —apuntó Ethenielle—. Mi objetivo era ver si podía aportar algo de sentido común a este mundo. Y entonces… —La mujer se estremeció.
—¿Qué pasó? —preguntó Cadsuane.
Sorbió por primera vez el té. Tenía buen gusto. Últimamente, el té solía saber bien estando cerca al’Thor.
—Las tormentas —respondió Tenobia—. Las nieves nos dejaron atascados. Además, ha sido más difícil dar con vos de lo que esperábamos. Esos accesos… ¿Podéis enseñárselos a nuestras Aes Sedai?
—Haré que se instruya a vuestras Aes Sedai a cambio de una promesa —dijo Rand—. Me juraréis lealtad. Os necesito.
—Nosotros somos soberanos —replicó Tenobia—. No voy a doblar la cerviz con tanta facilidad como mi tío. Y tenemos que hablar de eso, por cierto.
—Nuestros juramentos son para con las tierras que protegemos —dijo Easar.
—Como queráis. —Rand se levantó—. Ya os di un ultimátum una vez, aunque me expresé mal y lo siento. Pero sigo siendo vuestra única posibilidad de llegar a la Última Batalla. Sin mí, os quedaréis aquí, a cientos de leguas de las tierras que jurasteis proteger. —Saludó con la cabeza a modo de despedida a cada uno de los monarcas mientras ayudaba a Min a ponerse en pie—. Mañana me reuniré con los otros dirigentes del mundo. Después, iré a Shayol Ghul y romperé los últimos sellos de la prisión del Oscuro. Que tengáis un buen día.
Cadsuane no se levantó. Sorbió un poco más de té. Los cuatro monarcas parecían no dar crédito a lo que habían escuchado. Bien, el chico había adquirido un cierto talento para el dramatismo.
—¡Esperad! —barbotó por fin Paitar poniéndose en pie también—. ¿Qué vais a hacer qué?
Rand se volvió hacia él.
—Voy a destruir los sellos, lord Paitar. Voy a «romper lo que tengo que romper», como bien anunciaba vuestra profecía. No podéis detenerme, y menos cuando vuestras palabras prueban que lo haré. Hace poco, ayudé a evitar que Maradon sucumbiera. Pero anduvo muy cerca la cosa, Tenobia. Las murallas están destrozadas y tus hombres ensangrentados. Con ayuda, pude salvarla. Por poco. Vuestros reinos os necesitan. Por lo tanto, tenéis dos opciones: jurarme lealtad o quedaros sentados aquí y que el resto del mundo luche en vuestro lugar.
Cadsuane sorbió de la taza de té. Quizás eso había sido excederse un poco más de la cuenta.
—Os dejo para que meditéis mi oferta —dijo Rand—. Puedo daros una hora para ello. Aunque, antes de que empecéis, ¿podríais hacer llamar a una persona de mi parte? Hay un hombre en vuestro ejército llamado Hurin. Querría disculparme con él.
Los monarcas seguían sin salir de su asombro. Cadsuane se levantó para ir a hablar con las hermanas que aguardaban en el exterior de la tienda. Conocía a unas cuantas y necesitaba saber qué impresión le daban las otras. No estaba preocupada por lo que decidirían los reyes de las Tierras Fronterizas. Al’Thor se los había metido en el bolsillo.
«Otro ejército bajo su estandarte. No creí que lo lograra con éste».
Sólo un día más y todo empezaría. ¡Luz, ojalá estuvieran todos preparados!