LIBRO CUARTO

Mientras observaba los dibujos de la alfombra, aguardando a que el señor Branshaw continuara tras tan larga pausa, oí el ruido que hacía el libro al cerrarse, y al levantar la cabeza algo sobresaltado por el golpe, que no esperaba, vi que la señorita Bunnage, con gran diligencia y como si corroborara con su actitud que el fin de la lectura había llegado, ponía el capuchón a su pluma y guardaba con cuidado y aplicación las hojas sobre las que, casi ininterrumpidamente desde que el señor Branshaw había empezado a leer, ella había garabateado sus impresiones sobre La travesía del horizonte, o cosa parecida, puesto que a pesar de que en más de una ocasión el roce de la pluma con el papel me había distraído e inducido a tratar de descifrar a distancia los apuntes de la señorita Bunnage, su menuda y abigarrada letra, al menos desde la posición en que yo me encontraba, era ilegible, y por tanto, aunque lo imaginaba, desconocía el contenido de su constante tarea. He de admitir, aunque mi gesto pueda resultar pueril e indicar que mis dotes de observación son nulas, que durante unos segundos no supe a qué atenerme: lo que hasta entonces había leído el señor Holden Branshaw, aunque hubiera ocupado toda la mañana en ello, no era demasiado extenso -yo calculaba menos de ochenta páginas, insuficientes para constituir por sí solas toda una novela: por corta que fuera, a juzgar por el grosor del original, La travesía del horizonte-, pero al mismo tiempo pensaba que el tono del último párrafo podía muy bien responder al de un final abierto, sin verdadero desenlace, y puesto que nuestro anfitrión había señalado la noche anterior que su amigo no había llegado a establecer con exactitud las causas que habían motivado la retirada de Víctor Arledge, dudaba entre emitir una opinión o preguntar cuántos capítulos quedaban todavía. Y cuando me decidí a hablar, más que nada para romper el embarazoso silencio que tanto la señorita Bunnage, ocupada en recoger sus instrumentos de trabajo, como Branshaw, que nos miraba impertérrito y a la espera de algún comentario, habían provocado, sólo se me ocurrió decir, en cierto modo también para contentar al dueño de la casa, cuya impaciencia yo adivinaba al verle repiquetear con los dedos sobre la cubierta del libro, que la novela era más que interesante aunque a veces el relato resultara un poco premioso y a pesar de que las partes dialogadas fueran muy inferiores a las otras. Al oír esto Branshaw pareció incomodarse y, todavía durante unos segundos, guardó silencio. Esto me hizo temer que cuando hablara sería para echarnos de allí sin más contemplaciones, tan hostil fue la expresión que adquirió su rostro ante mi inocente observación, que yo creía un elogio. Pero cuando por fin rompió su mutismo fue para exponer sus deseos de proseguir la lectura en otro momento, quizá a la mañana siguiente, ya que, según manifestó, por un lado se encontraba demasiado fatigado para continuar leyendo en voz alta con claridad -lo cual era imprescindible- después del almuerzo, y por otro tenía compromisos ineludibles durante la tarde, concertados muchos días antes de que la idea que nos había reunido en su casa hubiera surgido. La señorita Bunnage, más perspicaz que yo (en aquel instante me di cuenta de que si había actuado con tanta decisión cuando Branshaw cerró el libro era porque había adivinado en el acto que el gesto de éste significaba un descanso y no un punto final), se precipitó hacia la salida sin titubeos y, después de dar las gracias al señor Branshaw y despedirse de él hasta el día siguiente, insinuó que lo correcto por mi parte sería acompañarla hasta su casa, a lo cual yo respondí, temo que con cierto rubor en las mejillas, que lo haría con mucho gusto.

Salimos a la calle y echamos a andar; ella, vivaracha y con paso ligero, parecía tal vez un poner de Manchuria que trotaba; yo, aún no del todo satisfecho por las derivaciones que mi fiesta estaba teniendo, me limitaba a ofrecerle el brazo.

Cuando llegamos a su casa (un edificio bajo de fachada blanca, puertas y contraventanas verdes, aspecto agradable y anticuada sencillez) y yo ya me disponía a despedirme, ella me invitó a almorzar; y ante mi negativa inicial insistió tanto que tuve que aceptar, muy a regañadientes. Al parecer, vivía sola con una criada entrada en años que salió a recibirnos refunfuñando, y su fortuna, a todas luces heredada, debía de ser considerable a juzgar por los cuadros que adornaban las paredes y por la calidad de los muebles. La señorita Bunnage me introdujo en un espacioso comedor y me preguntó si deseaba algún aperitivo. Salió de la habitación en su busca -aunque volvía a tener mucha hambre y en absoluto quería avivarla preferí evitar el riesgo de tener que soportar un nuevo despliegue de ruegos e insistencias- y luego, mientras yo bebía una copa de sack a pequeños sorbos, ella y la criada pusieron mesa para dos.

El primer plato dejó mucho que desear, y los prolongados silencios que se sucedieron entre las múltiples, distanciadas y aburridas indagaciones que la señorita Bunnage pretendía hacer sobre mi persona fueron intolerables; pero ya en el segundo plato, advertido de que la situación no podría cambiar a menos que yo lo quisiera, y reacio a permitir la aparición de violencias excesivas y superfluas, toqué el para mí carente de interés tema de La travesía del horizonte con la esperanza de que por lo menos la sonrisa de la señorita Bunnage, que había desaparecido para ceder su puesto a un mohín continuo de decepción mal llevada, retornara. Pero en contra de lo que yo suponía, al escuchar de mis labios el título de la obra en cuestión, la señorita Bunnage dio un respingo y su rostro se tornó grave. Yo, sorprendido por su reacción, dejé de hablar durante unos segundos para darle tiempo a que se repusiera, y cuando ya se hubo serenado con la ayuda de su servilleta -que había ocultado su alterada faz mientras procuraba sosegarse-, volví a insistir sobre el tema, no con el deseo de que volviera a pasar un mal rato -nada más lejos de mis intenciones- sino con el fin de que no se diera cuenta de que yo había advertido que su turbación se había debido a la mención de la novela del amigo muerto de! señor Branshaw. Y en efecto, así fue: esta vez la señorita Bunnage, sabedora de mis intereses y preparada para cualquier eventualidad, sonrió ante mi pregunta -¿sabe usted si realmente Víctor Arledge emprendió el viaje que narra el manuscrito de Branshaw y si existieron los demás personajes?-, tomó un bocado de carne, volvió a sonreír enigmáticamente y dijo:

– Piensa que la historia es disparatada, ¿verdad? Bueno, en cierto modo lo es. Pero he de advertirle que de momento no puedo decirle mucho acerca de este asunto; y lo siento de veras, porque creo que usted y yo ya somos como compañeros de armas o de viaje, y por tanto me parece justo que sepa la verdad. Pero no hoy; mañana tal vez, cuando el señor Branshaw haya dado por finalizada su lectura. Verá, si ahora contestara a su pregunta tendría la impresión de estarme comportando como uno de esos escritores que dejan leer sus novelas antes de que estén terminadas, y eso no me gustaría: demostraría que soy muy impaciente y que no sé callar en los momentos adecuados. Hay que saber prolongar la incertidumbre. Le ruego que me disculpe y le prometo que mañana le daré una respuesta convincente y satisfactoria, que seguramente le sorprenderá.

He de recalcar que si había hecho aquella pregunta no había sido en aras de recibir una contestación que sanase mi curiosidad, pues tal no existía, y por ello no dejó de intrigarme la incomprensible parrafada de la señorita Bunnage, que por un lado no me aclaraba si los hechos de La travesía del horizonte eran verídicos -ya que lo había preguntado, ¿por qué no saberlo?- y por otro, sin que yo me lo hubiera propuesto, abría incógnitas en mi mente que tal vez no en aquel instante, pero sí en algún otro momento dado -en el que no hallara nada mejor o más interesante para objeto de mis pensamientos-, me podrían resultar molestas. Pienso que mi sorpresa fue visible y que la señorita Bunnage, quizá adivinando mi incipiente y desconcertado interés, gozó con ello, por lo que lejos de intentar hacer más averiguaciones, me limité a decir:

– No faltaba más.

El resto de la comida discurrió sin variaciones palpables y la charla fue trivial, pero cuando, ya tarde, abandoné la casa de la señorita Bunnage, la opinión que en un principio me había formado de ella había cambiado notablemente. Ahora, no puedo evitarlo, la recuerdo con más que cariño, y aunque sólo la vi dos veces en mi vida, su frágil figura, que ella trataba de investir con atributos ingenuamente misteriosos sin lograr con ello disimular su buen carácter, tiene un muy especial significado para mí que no acierto a concretar. No habíamos vuelto a mencionar la novela del amigo del señor Branshaw, pero, superada la tensa situación de las primicias del almuerzo, habíamos encontrado múltiples temas, banales pero entretenidos, de qué hablar, y el tiempo había pasado rápidamente mientras tomábamos té o mirábamos el atardecer. Durante aquellas tres o cuatro horas que pasé en Finsbury Road descubrí que aquella damita indefinida y seguramente otoñal era mucho más inteligente de lo que había supuesto en un principio, y fue tal vez esta nueva apreciación lo que hizo que mi interés por La travesía del horizonte, primero pasivo y más tarde indolente, se hiciera -más que nada, me temo, como un tributo a la simpatía y a la admiración que poco a poco me fueron provocando las opiniones de la señorita Bunnage- muy agudo y tentador; tanto que, al despedirme de ella hasta la mañana siguiente, estuve a punto de recordarle la promesa que me había hecho: me pareció indelicado y callé, quedando así a merced de sus deseos, de su capricho, de sus sentimientos, de su voluntad y del azar.

El señor Branshaw me recibió con su cortesía característica que nada tenía de cordial y me rogó que le acompañara en la bebida mientras aguardábamos la llegada de la señorita Bunnage, que ya se retrasaba. Durante la espera el señor Branshaw y yo nos limitamos a beber vino italiano y a cruzar frases anodinas. Su falta de vitalidad me hacía preguntarme qué habría tenido de especial su amigo para que a su muerte Branshaw se hubiera erigido en proclamador de las excelencias de su única obra y hubiera asumido un papel para el que, en teoría, se requería un entusiasmo del que él carecía en absoluto: a medio camino entre el albacea y el biógrafo, el señor Branshaw no reunía los requisitos necesarios para adoptar ninguna de las dos posturas, y por otro lado, si bien no rebosaba de felicidad por el hecho de tener que leer a dos extraños lo que él consideraba la más importante novela de los últimos tiempos, tampoco, sin lugar a dudas, se lamentaba por tener que hacerlo. Si aquella frialdad era realidad, apariencia o adquisición yo no lo sabía, y en otras circunstancias habría dicho que poco me interesaba, pero aquel día, tal vez como continuación del homenaje que con mi curiosidad acerca de La travesía del horizonte le había rendido a la señorita Bunnage, saber el porqué de su conducta me resultaba imprescindible. Enemigo de las indagaciones, no preferí callar, sin embargo, una vez más, y, ya con cierta impaciencia, confiar en los conocimientos de la señorita Bunnage sobre la materia y en que su decisión de la tarde anterior fuera irrevocable.

El señor Branshaw, sentado en un butacón con la novela entre sus manos, carraspeaba, inquieto por la tardanza de la señorita Bunnage, y cuando ya habían transcurrido veinte minutos desde la hora de la cita, me propuso reanudar la lectura sin más dilaciones, alegando que no podía perder más tiempo con aquella historia y que si la señorita Bunnage no había acudido sería porque su interés habría decaído hasta el punto de no desear conocer el desenlace del libro. Yo insinué que aquello no era posible y le rogué que aguardara todavía diez minutos más. Accedió, pero todo fue en vano: la damita no llegó, y entonces, trastornado por el nerviosismo y el temor, me atreví a pedirle un nuevo aplazamiento que me permitiera -su teléfono no contestaba- ir hasta la casa de la señorita Bunnage para ver qué había sucedido y regresar con ella, si no había impedimentos, tan pronto como me fuera posible. Pero el señor Branshaw parecía estar harto de nosotros: hizo una levísima alusión al comentario que yo había hecho acerca de la novela el día anterior y mostró su descontento por la informalidad y la inconstancia de la señorita Bunnage, para añadir con tono de reproche:

– Señor mío, no puedo negar que cuando vi el entusiasmo y la emoción que suscitaba la existencia de la novela de mi amigo en el ánimo de la señorita Bunnage no pude por menos de sentirme halagado, tan esencial en mi vida resulta la aclamación de esta obra; y si bien mis intenciones eran las de mantener secreto su contenido hasta que fuera publicada, pensé que, por un lado, bien valía la pena dar una satisfacción a tan alta autoridad en Víctor Arledge como es la señorita Bunnage, y que, por otro, el que ella tuviera conocimiento del texto y lo aprobara serviría de punto de base para su lanzamiento. Por ello, y teniendo que hacer pese a todo un gran sacrificio para tomar tal decisión, acepté lo que ella me proponía. Usted, como ya se habrá imaginado (lamentaría decepcionarle ahora), fue invitado por no violar las más elementales reglas de educación. Pero ahora me doy cuenta de que cometí un grave error. Me temo, como ya le he dicho antes, que la señorita Bunnage encontró también el relato un poco premioso y los diálogos sin calidad y decidió que no valía la pena venir aquí esta mañana, lo cual, sin duda, va a dañar a La travesía del horizonte hasta límites imprevisibles. No intente contradecirme, por favor. No hay ninguna otra explicación plausible, y sobre todo no deseo prolongar durante un día más -quién sabe si inútilmente- esta situación, que me es en verdad dolorosa. No obstante suelo presumir de hombre justo, y aprecio su… digamos relativo interés por una cuestión que hasta ahora no le había preocupado. Por ello, y para acabar de una vez, voy a leerle el resto de la novela. Creo que si usted se ha tomado la molestia de venir hoy y de venir ayer aquí es por algo más que simple deferencia, y merece ser correspondido. Le ruego que no diga ni una palabra más y se limite a escuchar, si no lo considera una pérdida de tiempo.

Intimidado por su discurso, sumiso y afectado, asentí con la cabeza en señal de agradecimiento y, todavía alterado por la inexplicable ausencia de la señorita Bunnage, me acomodé en el sillón, algo abrumado, algo abochornado, pero al mismo tiempo lleno de ilusión. Holden Branshaw abrió el ejemplar, anunció el libro segundo y me miró en busca de una confirmación. Yo sonreí y murmuré que estaba dispuesto, pero antes de que terminara mi frase él ya había proseguido la lectura de La travesía del horizonte:

«El capitán J D Kerrigan, que había relegado su autoridad a bordo del Tallahassee en provecho del capitán Eustace Seebohm, inglés, a fin de evitar dificultades de tipo burocrático, fue tal vez la única persona del velero que no cambió de actitud después de la noticia del secuestro de Ion Perdicaris y su hijastro. Si antes de saberlo Kerrigan había bebido sin moderación y había lamentado la muerte de tres poneys de Manchuria, después de saberlo incrementó las dosis de alcohol hasta el punto de que las reservas de whisky que con propósitos eminentemente medicinales los expertos y los investigadores habían almacenado en las bodegas del Tallahassee se vieron reducidas a lo justo, y tuvo que lamentar la muerte de cuatro poneys más. Ello no quiere decir, evidentemente, que la desaparición de los Perdicaris le afectara en especial, sino que su estado de tristeza y desconsuelo se hacía cada vez más grave y patente y que su dejadez y su pesadumbre iban aumentando y haciéndose más inmediatas de día en día. Para aquellos que le conocían bien -dentro de lo que era posible cuando tal término se aplicaba al capitán J D Kerrigan- su descomposición les era poco menos que familiar y sabían que la única solución consistía en dejarle marchar a donde quisiera ir. Y ello fue lo que provocó nuevos trastornos a bordo, que, tal vez de no haberse tratado de Kerrigan, habrían también divertido a Victor Arledge y le habrían ayudado a levantar definitivamente sus ánimos.

El capitán Seebohm, hombre de bastante buen carácter y mucha experiencia, tomó la crisis de Kerrigan, en un principio, como simples devaneos lógicos en un marino. Esta errada consideración, que tal vez se vio inducido a aceptar como cierta por culpa precisamente de su mucha experiencia y de su carácter tolerante, fue lo que hizo que el mismo Seebohm montara en cólera cuando los deslices de Kerrigan adquirieron mayores proporciones y su presencia en el barco se convirtió en un hecho inadmisible para los pasajeros y su conducta en un pésimo ejemplo para la tripulación. El censurable comportamiento de Kerrigan alcanzó su más alta cota dos días después de que el Tallahassee tuviera conocimiento de la nueva fechoría de Raisuli, cuando, habiéndose confinado en su camarote durante más de veinticuatro horas con cinco botellas de whisky, se decidió a abandonar su encierro para ir en busca de más bebida, y al encontrar las puertas de la bodega cerradas con llave por orden de Seebohm y a una pareja de marineros valentones custodiando el cerrojo y sordos a sus mandatos y a sus improperios, se encaminó vociferando, con paso tambaleante que intentaba ser decidido, hacia los dominios de su superior: y en su alocada carrera tropezó con los pies de Amanda Cook, que estaba semiechada sobre una hamaca, y cayó al suelo; la violonchelista, asustada y solícita, se levantó inmediatamente y le ofreció su mano para que se incorporara al tiempo que le pedía mil excusas. Kerrigan, soliviantado e iracundo, se levantó, cogió a Amanda Cook por la cintura, la elevó por encima de su cabeza y la lanzó por la borda ante el desconcierto -pues en aquellos momentos más se trataba de eso que de otros sentimientos más loables- del resto de los pasajeros que se encontraban en aquella zona de la cubierta. Varios marinos se tiraron al agua tras ella, pero Kerrigan, como si con su impulsiva e impremeditada acción hubiera hallado la solución que le habría de permitir abrir las puertas de la bodega, se precipitó hacia Florence Bonington, atónita entre la hamaca que había dejado vacía Amanda Cook y la que ocupaba en aquellos instantes Hugh Everett Bayham, la tomó en sus brazos, la levantó como si se tratara de una pesa menor y, manteniéndola en el aire, amenazó con hacerle correr la misma suerte que la violonchelista si no se le daba acceso inmediato a la bodega y a su contenido. Sorprendido por el griterío que Kerrigan había provocado al tirar por la borda a Amanda Cook, el resto del pasaje, hasta aquel momento disperso por las demás zonas del navío, se había concentrado ante Kerrigan; entre otros, el capitán Seebohm y Víctor Arledge, que observaban boquiabiertos la imagen que ofrecían la señorita Bonington izada y el segundo de a bordo enajenado. Éste estaba de espaldas a la barandilla, por lo que no era posible reducirlo por detrás, y un grupo de fornidos tripulantes, que le cercaban a derecha y a izquierda, no parecían inclinados a dar el paso definitivo por temor a que su superior repitiera lo que había hecho con la señorita Cook, a pesar de que otros seis o siete, igualmente bien dotados, se encontraban ya en posición de tirarse al mar en caso de que la señorita Bonington cayera, fortuita o intencionadamente -si bien la casualidad o el resbalón tenían poco lugar en tan desusada situación-, al agua. Mientras todos estos comparsas componían tan tensa y hierática escena los hombres que habían acudido en auxilio de Amanda Cook ya habían logrado rescatarla y subían por unas escalerillas con la violonchelista a cuestas, pues el Tallahassee se había parado en cuanto alguien dio la voz de mujer al agua y los espontáneos salvavidas habían sido más que eficientes. Kerrigan, por su parte, seguía amenazando con cumplir lo prometido si no se satisfacían en el acto sus exigencias y la señorita Bonington, sobrepuesta ya al terror inicial, se limitaba a emitir leves quejidos de dolor y de cansancio. Seebohm y Bayham eran los que estaban más cerca de Kerrigan y hacían amagos de abalanzarse sobre él, quien, al percibirlos, con una rapidez casi inexplicable en un hombre tan bebido, les respondía con uno y otro amago de tirar a Florence por la borda. Por fin sonó una voz: la de Victor Arledge, que imponiéndose a los murmullos de los demás, se dirigió a Kerrigan en un tono templado y conciliador. Los argumentos que Arledge expuso a Kerrigan podría haberlos concebido cualquiera, pero tal vez si hubiera sido cualquier otra persona la que los hubiese expuesto no habrían surtido el mismo efecto. Arledge hablaba pausadamente, sin agresividad ni temor y con cierto paternalismo, y Kerrigan, lentamente, empezó a calmarse y a respirar con menos agitación hasta que por fin bajó los brazos y, casi con delicadeza, depositó a Florence Bonington en el suelo. El momento fue aprovechado por Seebohm y sus secuaces para lanzarse sobre él, pero Kerrigan, al verse agredido, se revolvió contra ellos y una expresión de fiereza apareció en su rostro. Mientras se debatía entre empellones y puñetazos sacó una navaja de su bolsillo y se la clavó en el vientre, o muy cerca, al capitán Eustace Seebohm. Se oyó un ruido semejante al que hacen las palomas cuando se persiguen unas a otras, brotó la sangre y el capitán del Tallahassee se desplomó. La marinería, acobardada, encontró muchas dificultades para reducir al segundo de a bordo.

La herida que en un principio pareció mortal de necesidad resultó ser, al cabo de las horas y de acuerdo con el veredicto de los médicos, de pronóstico reservado, y el capitán Seebohm, a quien de hecho el resto de los ocupantes del velero había dado por muerto en el momento en que cayó al suelo ensangrentado, sólo tuvo que temer por su vida durante día y medio, pues pasado este tiempo, y a pesar de que su estado continuó siendo grave, se le consideró fuera de todo peligro y se le auguró, salvo imprevistos, una pronta recuperación. El capitán Kerrigan, por su parte, tardó poco en restablecerse de sus magulladuras y de una superficial brecha en la cabeza, pero en cambio fue arrestado y encerrado en su camarote bajo estrecha vigilancia; y el inepto oficial llamado Fordington-Lewthwaite que, en defecto de sus superiores, se hizo cargo de la jefatura del barco, aconsejó al febril Seebohm -y obtuvo su consentimiento para llevar a cabo tal propuesta- que se abriera expediente a Kerrigan con vistas a un futuro juicio que habría de celebrarse en cuanto el Tallahassee hiciera escala en un puerto de jurisdicción británica.

El porqué de la conducta de Kerrigan era algo que todos los pasajeros se preguntaban a excepción de Víctor Arledge y Léonide Meffre, quienes por haber tratado al misterioso americano -si bien de muy distinta manera- durante cierto tiempo, sabían que precisamente preguntárselo era inútil y no conducía a ningún fin. Seguramente por ello fueron Arledge y Meffre los únicos expedicionarios que (dejando de lado las naturales condolencias por lo ocurrido, no muy hondas, que compartieron con los demás) no se vieron excesivamente afectados por los acontecimientos, y los únicos, por tanto, que persistieron en sus previos intereses particulares, en medio de los sombríos y agónicos sentimientos del resto de los viajeros y del creciente malhumor de la tripulación, cuyos componentes, embravecidos por la timidez y el academicismo de Fordington- Lewthwaite, se insubordinaban cada vez con más frecuencia y mayor desfachatez. Florence Bonington, por el contrario -y en su caso aún había alguna justificación-, y con ella su padre, Hugh Everett Bayham, los Handl, los Tourneur, y por supuesto Amanda Cook y el humanitario señor Littlefield, quedaron poco menos que postrados por los sucesos: sus ánimos, frágiles y una vez más zarandeados por el azar, decayeron, y su postura de entonces ha contribuido a hacer fuerte mi convencimiento de que el que producían las aguas no era el único vaivén cuyas influencias eran notables a bordo del Tallahassee. La cubierta quedó desierta desde entonces; los pasajeros procuraban reunirse en los salones, que les ofrecían cobijo y seguridad, y sólo algún aventurado que necesitaba del calor del sol o de la brisa nocturna osaba desplazarse muy de cuando en cuando hasta las hamacas de popa, bien provisto de naipes, licores o tabaco que a falta de compañeros le guardaran de la soledad. Entre éstos se encontraban Victor Arledge, Léonide Meffre y -una vez que se hubo repuesto del susto experimentado al ver en los brazos de un demente a la que muy bien podría llegar a ser su dama algún día- Hugh Everett Bayham, el pianista prometedor. Estos tres caballeros no habían mantenido hasta entonces unas relaciones muy cordiales entre sí; Arledge y Meffre se ignoraban por no decir que se detestaban; Bayham y el primero habían tenido encuentros poco felices y guardaban las distancias; Meffre y el músico se habían conocido dos años antes en un balneario de Baden- Baden. Su contacto había sido más bien casual, y aunque un leve roce que habían tenido en Alemania referente a un palco y a una señora durante una representación del Ulises de Monteverdi parecía haber pasado a la historia, aún quedaba como consecuencia de ello una velada reticencia, por parte del francés principalmente, a entablar conversación directa cuando las ocasiones no sólo lo propiciaban sino que tal vez también lo requerían.

Ello explica que las primeras veces que los tres hombres coincidieron en las hamacas de popa el silencio absorbiera sus personalidades, tan brillantes. Bayham, consumado jugador de cartas, ni siquiera se atrevía a proponer partidas y se conformaba con sus solitarios, y Meffre reducía sus actividades a leer de arriba a abajo los periódicos que hubieran caído en su poder y a fumar un apestoso tabaco de pipa. Arledge, por el contrario, juntaba sus manos y se enfrascaba en la contemplación del mar, a la espera de algún comentario por parte de los otros, o -incluso- de que Léonide Meffre desapareciera de escena durante unos minutos, hecho que quizá le daría el valor necesario, el impulso definitivo para abordar de nuevo con sus interrogaciones al pianista inglés.

Aquella situación duró más tiempo de lo que en un principio podría haberse supuesto: no hubo entre los demás pasajeros ningún lance o evento capaz de hacerles recuperar el optimismo y el buen humor de manera colectiva, y, decepcionados y meditabundos, sus ánimos se fueron extinguiendo sin apenas lucha. Cada día más reacios a abandonar sus refugios, hartos de aquella travesía -pero sin llegar a darse verdadera cuenta de que lo estaban: la apatía se lo impedía-, aburridos y perezosos, ni siquiera recordaban el motivo de su presencia en aquel barco. La ausencia de Kerrigan, ya echado de menos durante su crisis, se hizo notar, tan abundantes habían sido sus idas y venidas por el velero: cuidándose de todos los detalles, inspeccionando sin tregua el estado de salud de los poneys de Manchuria, supervisando las maniobras de la tripulación, había conseguido que su persona fuera imprescindible para la armonía de la cubierta. La ineficacia de Fordington-Lewthwaite, para colmo de males, era monocolor.

Tras algunos intentos fallidos Victor Arledge obtuvo por fin un día permiso de Fordington-Lewthwaite para ir a visitar a Kerrigan a su camarote, habiéndose comprobado previamente que el contacto con el capitán americano no representaba ningún peligro para el novelista. Kerrigan, según los informes de sus guardianes, no había superado su desconsuelo y pasaba los días echado sobre la cama, inquieto y desasosegado, pero, ya sereno, sin bebida y bien alimentado, se mostraba físicamente recuperado e inofensivo.

Cuando Arledge entró en su camarote Kerrigan estaba durmiendo. Al sentir la mano del escritor sobre su hombro se incorporó sobresaltado, y luego, al reconocerle, sonrió con agradecimiento. Arledge le estrechó en un abrazo, murmuró unas palabras de calor y se sentó a los pies del lecho, mientras instaba a Kerrigan a que volviera a tumbarse. Le preguntó cómo se encontraba y si sabía de los propósitos de Fordington-Lewthwaite y Seebohm con respecto a él. Kerrigan respondió afirmativamente sin darles mucha importancia, y, preocupado, preguntó a su vez cómo había sido su comportamiento, en la opinión de Arledge, el día en que había apuñalado a Seebohm y había puesto en peligro la vida de dos mujeres. Sus recuerdos eran muy difusos.

– Desastroso, sin duda alguna -contestó Arledge con una sonrisa no carente de cierta complicidad.

Al comprobar que no había ninguna clase de reproche en la visita de Arledge, Kerrigan respiró con alivio y sonrió más abiertamente y con mayor confianza, aunque todavía con cierto nerviosismo. Se había vuelto a tumbar en la cama y se frotaba los brazos, quizá porque tenía frío, quizá como preámbulo de la conversación que -lo presentía- iban a mantener, quizá porque la contestación de Arledge, aunque pronunciada en un tono amistoso, había hecho embarazosa la situación. Arledge, para tranquilizarle, añadió:

– Pero ya todo ha pasado y no tiene importancia. Por lo menos, no la tiene para mí.

– Pero sí la tiene para mí -dijo entonces Kerrigan y, como si con su respuesta hubiera encontrado la manera apropiada para empezar un relato, se puso a explicar, de forma inconexa y con la voz entrecortada, las causas que le habían impelido a actuar tan bárbaramente aquel día.

Victor Arledge fue siempre un acérrimo enemigo de la confianza y de lo que ésta por lo general lleva consigo, pero sobre todo no estaba acostumbrado a que Kerrigan le hiciera confidencias y menos aún a escuchar de sus labios justificaciones o disculpas, y por ello se sintió incomodado. Intentó detener su discurso alegando que no era precisamente a él a quien tenía que pedir excusas, pero Kerrigan insistió sin atender a razones. Manifestó su necesidad de desahogarse para poder seguir viviendo (¿a quién si no a él podría contar sus pesares?) y le rogó que se encargara de transmitir sus inaceptables disculpas a la señorita Cook, al capitán Seebohm y al resto de los pasajeros, y que contara a la señorita Bonington y a Hugh Bayham -de los que esperaba inteligencia y comprensión-, en privado y si lo juzgaba conveniente, lo que él ahora iba a decirle. Arledge, que nunca hasta entonces había visto a Kerrigan en tan humilde actitud, y sintiéndose violento por ello, trató de disuadirlo de sus intenciones una vez más, pero sin éxito: sus esfuerzos fueron vanos; sus argumentos, desoídos o rebatidos por Kerrigan, no surtieron el menor efecto. Y así el capitán, con aún mayor determinación que al principio, dio comienzo a un largo e impúdico monólogo: más de uno hubiera pagado por no escucharlo.

Cuando Víctor Arledge abandonó el camarote de Kerrigan una hora más tarde, su rostro tenía una expresión que era mezcla de alegría, cansancio y estupor. Anduvo ensimismado, con lentitud, por la cubierta, hasta que llegó a las tumbonas de popa. Allí se apoyó en una de ellas, luego se apartó para acodarse en la barandilla y otear el horizonte a la usanza de los viejos marinos; buscó a Bayham y a Meffre con la mirada sin hallarlos, y por fin, pesadamente, se dejó caer sobre una de aquellas hamacas de lona verde y cerró los ojos. Así permaneció durante treinta y cinco minutos; meditó acerca de Kerrigan durante aquel tiempo.


Los días fueron pasando y con ellos las ansias de Arledge -aunque el sustantivo es poco elegante es sin duda el más adecuado- por averiguar las verdaderas dimensiones del secuestro de Bayham fueron en aumento. Una vez que había decidido dejarse de miramientos y hablar con franqueza, no encontrar el momento oportuno para hacerlo le exasperaba. Como los demás pasajeros, si bien por distintos motivos, también él olvidó el porqué de su presencia en aquel barco, y sus solitarios vagabundeos a lo largo del velero se hicieron continuos, a falta de escalas -los expedicionarios, sumisos, se habían entregado a la voluntad de los investigadores científicos- y de conversaciones interesantes que le distrajeran. Aunque nunca había considerado seriamente la posibilidad de que las aventuras de Bayham terminaran allí donde él, según Handl, les había dado punto final, aquella alternativa, de habérsela planteado después de tomar su decisión, le habría parecido inadmisible, a tal extremo llegaron sus obsesiones. En su ofuscación empezó a ver en Bayham a un ser odioso que se complacía en torturarle con su tenaz silencio. Hugh Everett Bayham era tal vez la persona a bordo que mejor había reaccionado tras el arresto de Kerrigan. Siempre discreto y nunca agobiante, hacía lo posible por animar a los viajeros, en especial a Florence Bonington y a su padre, que habían quedado profundamente afectados por los acontecimientos; pasaba largas horas en los salones intentando divertirles con chistes, bromas y juegos de manos, les leía en voz alta las noticias más destacadas y los artículos más amenos de los periódicos, y organizó, todo por el bienestar de sus protegidos, un baile de disfraces que se malogró por culpa del excesivo vaivén del barco en la fecha señalada. E incluso, en un alarde de generosidad, preguntó un par de veces por el estado de salud del capitán Kerrigan.

Era al anochecer, cuando los Bonington ya se habían retirado, o muy de mañana, mientras los aguardaba, cuando Bayham se dirigía a las hamacas de popa y pasaba un rato haciendo solitarios en la silenciosa compañía de Victor Arledge y Léonide Meffre. Aquellos eran los únicos momentos en que Arledge tenía ocasión de hablar con él, pues el pianista estaba muy ocupado durante el resto del día con sus atenciones para con la familia Bonington: hasta el punto de que llegó a fundirse con sus componentes en un grupo inseparable y despersonalizado que, aparte de poco tentador, era absolutamente restringido. Tal vez Victor Arledge debería haberse dado cuenta, durante aquellos días de abulia y rutina, de que la personalidad de Hugh Everett Bayham -inédita, de hecho, hasta aquel momento- no podía ser ni muy vigorosa ni muy atractiva, y por ende haber supuesto que lo que se ocultaba detrás de su forzado viaje a Escocia no merecía ni su atención, ni sus desvelos, ni, más adelante, su desolación. Pero Victor Arledge careció durante aquella travesía de la lucidez que siempre le fue característica y, obcecado por lo que había dejado de ser simple curiosidad para convertirse en un mero trastorno, era incapaz de separar las virtudes de los defectos en una persona. Empezó a detestar a Léonide Meffre, el único obstáculo de sus planes, de manera desmesurada. El poeta francés disfrutaba en verdad de la brisa que alcanzaba a la popa del Tallahassee y pasaba la mayor parte del día echado sobre una hamaca de esta zona, impidiendo involuntariamente, con su presencia, que Arledge hiciera realidad sus propósitos. Nunca se retiraba antes que Bayham, y éste, por las mañanas, siempre llegaba después que Meffre. Arledge, sin perder la esperanza de que algún día sucediera lo contrario, se levantaba al amanecer y sin haber desayunado se encaminaba hacia el lugar de coincidencia rogándole al cielo que Bayham hubiera madrugado más de lo que solía o que Meffre hubiera muerto durante la noche.

A medida que, pese a todo, los tres hombres se fueron familiarizando con su mutua compañía, la conversación entre ellos se hizo más rica y frecuente. Del mero saludo pasaron a comentar las noticias de la prensa y de esto a entablar largas charlas -las más de las veces sobre temas anodinos y triviales- que incluso, en alguna ocasión, llegaron a retrasar el obligado encuentro de Bayham con los Bonington. Arledge, que consideraba a Meffre un pésimo conversador, pensaba que aquellos avances se debían única y exclusivamente al aprecio que Bayham había empezado a sentir por él -en su opinión todo ello- el día en que ambos, sin proponérselo, se habían aliado contra el francés en una discusión sobre Raisuli. Todo, pues, le hacía suponer con mayor seguridad que Bayham respondería gustoso a sus preguntas el día en que se las formulara, y este convencimiento fue el que le llevó a cometer un acto que, conociendo su frío temperamento, no fue tan siquiera la causa fundamental de que Victor Arledge se refugiara en la casa de campo de un pariente lejano y abandonara la literatura, pero que, sin lugar a dudas, sí contribuyó a hacer de los últimos años de su vida un verdadero tormento.

Victor Arledge conocía el carácter orgulloso y pendenciero de Léonide Meffre y por ello es de suponer que lo que hizo no fue fortuito desde ningún punto de vista, sino probablemente intencionado y planeado hasta el último detalle. Hasta que ideó su estratagema había desechado la posibilidad de contar a la señorita Bonington y a Bayham la historia de Kerrigan, pues aunque éste -por otro lado en un estado de excitación que no le permitía conservar su sentido de la proporción- la había insinuado, la idea le había parecido a Arledge descabellada e impracticable. Al concebir, sin embargo, la escena que habría de brindarle más tarde la oportunidad de encararse con Bayham, recurrió a aquella insensata petición que Kerrigan le había hecho, a pesar de que sabía ya entonces -un esbirro de Fordington-Lewthwaite le había transmitido el mensaje del capitán americano- que éste, arrepentido, la había retirado.

Una mañana, en popa, con Bayham y Meffre como de costumbre, Arledge sacó el tema de los recitales de piano y comentó lo mal que se interpretaban en la actualidad los impromptus y valses de Schubert, a los que, dijo, los pianistas trataban como obras frívolas y menores que no merecían su virtuosismo. Bayham, en parte dándose por aludido, en parte interesado por la cuestión en sí, se enzarzó animadamente en la discusión, a la que Meffre asistía más bien como espectador, y el tiempo pasó con gran rapidez. Bayham olvidó, divertido por los derroteros que iba tomando la conversación (Brahms y Schumann, sus autores favoritos), su obligada cita con los Bonington, como ya había sucedido en alguna otra ocasión. Pero esta vez se retrasó demasiado, tanto que al cabo de tres cuartos de hora de animada charla Florence Bonington apareció, vestida de amarillo y con una sombrilla en la mano y, desautorizando en broma las apresuradas disculpas de Bayham, le reprendió, con una sonrisa que delataba lo falso de sus severas palabras, por su negligencia y por la falta de interés que con su tardanza había demostrado tener por ella. A esta comedia se unió Meffre con sus risas y con comentarios que no le tocaba hacer a él, y, después de unos minutos, cuando la broma pasó, Bayham ofreció su brazo a la señorita Bonington y se despidió de los caballeros. Fue entonces cuando Arledge, haciéndose sorprendido, exclamó:

– ¡Pero cómo! ¿Ya se van? Esperen un momento. Precisamente me alegraba de que estuviera usted aquí, señorita Bonington, porque hacía tiempo que esperaba la ocasión de tenerlos reunidos a ustedes dos. He de contarles algo referente al capitán Kerrigan, muy privado. Me encargó que les transmitiera sus excusas y me rogó que les relatara una historia a fin de que comprendieran y perdonaran su actitud. Les estaría muy agradecido si se dignaran perder unos minutos y escucharme.

La joven pareja pareció dudar y por fin el pianista, tras consultar con la mirada a la señorita Bonington y recibir una respuesta afirmativa de los ojos de ella, contestó:

– Como guste, señor Arledge, siempre que no nos entretenga demasiado tiempo.

– No más de media hora.

– De acuerdo entonces -dijo Florence-. Pero, si me lo permiten, voy a comunicarle a mi padre que no nos reuniremos con él todavía.

Y, con paso ligero y grácil, la señorita Bonington desapareció. Los tres hombres volvieron a quedarse solos y durante unos segundos reinó el silencio. Se miraron entre sí y entonces Arledge, dirigiéndose a Léonide Meffre, dijo:

– Antes he dicho que la historia que he de relatar al señor Bayham y a la señorita Bonington es muy privada; pues bien, no sólo lo es, en efecto, sino que también es de muy delicada índole y constituye un secreto que sólo puedo revelar a estas dos personas. Lo contrario sería una indiscreción y un abuso de confianza. Por tanto, señor Meffre, lamento profundamente tener que pedirle esto y le ruego que me disculpe por ello, pero me veo obligado a exigirle que nos deje a solas durante no más de treinta minutos.

Léonide Meffre se incorporó en su hamaca, miró fijamente a Arledge y respondió:

– ¿Quiere usted decir que debo retirarme?

– Si es tan amable; si es un caballero.

– ¿Insinúa que no lo soy?

– En absoluto: creo que sí lo es y por ello espero que satisfaga mi petición.

– ¿Y si no lo hiciera?

– Me decepcionaría usted. ¿Lo hará?

– Aún no lo he decidido -contestó Meffre, e, insolente, se volvió a echar sobre la hamaca.

– Señor Meffre, creo que no es mucho pedir que nos deje a solas un rato. Le aseguro que no lo haría si supiera de alguna otra parte del barco en la que pudiéramos estar tan tranquilos y aislados como aquí. Pero ya sabe usted que no la hay; y en los camarotes, tan reducidos, hace demasiado calor durante el día.

Meffre volvió a incorporarse y, ya sin ningún disimulo, inquirió impertinentemente:

– ¿No se le ha ocurrido pensar que también a mí me puede interesar la vida oculta del capitán Kerrigan? Y no sólo eso: ¿no se le ha ocurrido pensar tampoco que yo me sentí tan ofendido por su comportamiento como el que más y que se me debe una explicación?

– Su primera pregunta, señor Meffre, sólo tiene como respuesta el mayor desprecio, y en cuanto a la segunda, el capitán Kerrigan me pidió que me disculpara en su nombre ante todos los pasajeros. Creo que ya lo hice ante usted y por tanto no tiene derecho a saber más. Lo que he de confiar al señor Bayham y a la señorita Bonington tiene un carácter muy distinto y, sobre todo, no tengo permiso para contárselo a nadie más.

– El capitán Kerrigan no tiene por qué enterarse de que me lo ha contado a mí también.

– Señor Meffre, me está usted insultando con sus palabras. ¿Cree que no tengo sentido de la responsabilidad?

Bayham intervino entonces:

– Tal vez, señor Arledge, a la vista del comportamiento del señor Meffre, deberíamos dejarlo para otro momento.

– Ya es muy tarde para eso, señor Bayham. El descaro y la falta de educación del señor Meffre han ido demasiado lejos como para que ahora nos retiremos. Por última vez, señor Meffre, ¿va usted a dejarnos a solas o no? Estamos perdiendo mucho tiempo y el señor Bonington aguarda a su hija y al señor Bayham.

En aquel instante reapareció Florence, que había oído las últimas palabras de Arledge. Desconcertada, la joven, preguntó con timidez qué sucedía.

Nadie le respondió y Meffre, con cierta sorna, dijo:

– Señor Arledge, nadie puede obligarme a abandonar este lugar excepto Fordington-Lewthwaite. Hablen con él-y, acto seguido, cogió uno de sus periódicos, lo abrió y se puso a leer.

– Señor Meffre, se lo advierto por última vez: o cambia usted de actitud y accede a los ruegos que con toda cortesía le he formulado o me veré obligado a darle un escarmiento.

Meffre cerró el periódico y se volvió hacia Arledge, iracundo.

– ¿Me está usted amenazando?

– En efecto, usted lo ha dicho.

Florence, habiendo comprendido lo que sucedía, intentó relajar la tensión.

– Caballeros, tengan moderación. La cosa no es para tanto.

– Tal vez no lo era, señorita Bonington -dijo Arledge-, pero ahora ya se ha convertido en una cuestión personal entre el señor Meffre y yo; entre este insolente imbécil y yo.

El insulto, por fin, había brotado de los labios de Arledge, y Meffre reaccionó como aquél había supuesto. El poeta se levantó bruscamente, avanzó hasta el novelista y le abofeteó.

– No consiento que nadie me insulte, señor Arledge. Le exijo una satisfacción inmediata.

Arledge no pudo evitar una leve sonrisa de triunfo y respondió:

– Como guste, señor Meffre. Mañana al amanecer. El señor Bayham y el señor Tourneur serán mis padrinos, si no tienen inconveniente.

– Piense en lo que hace, Arledge -dijo el pianista-, piénselo bien.

– ¿Está usted dispuesto a ser mi padrino?

– Sí, por supuesto -contestó Bayham, sumiso.

– Fijemos las armas -dijo Meffre.

– Pistolas.

– De acuerdo. Le espero aquí mañana a las seis. Confío en que no faltará.

– Tenga por seguro que no faltaré. Queda usted encargado de traer las armas, si puede conseguirlas y no tiene inconveniente.

– Las conseguiré, no se preocupe.

Meffre volvió a echarse sobre la hamaca, abrió de nuevo su periódico y se enfrascó en la lectura. Arledge sonrió a Bayham y a Florence y dijo:

– Lamento haberme visto obligado a ofrecerles esta sórdida escena. Les he hecho perder, además, su valioso tiempo, y no me lo perdonaré. Excúsenme ante su padre, señorita Bonington, por haberles retenido en balde. Me temo que tendremos que dejar la historia del capitán Kerrigan para mañana.

Bayham y Florence, visiblemente impresionados por lo que acababan de contemplar, murmuraron unas palabras de ánimo o de cortesía y desaparecieron. Víctor Arledge, entonces, se sentó en la hamaca contigua a la que ocupaba Meffre, encendió un cigarrillo y se puso a observar el ir y venir de las olas cruzadas por la estela del Tallahassee.


Fordington-Lewthwaite reaccionó ante los sucesos de la manera prevista: al ser consciente de sus responsabilidades como eventual capitán del Tallahassee montó en cólera al principio, indignado sobre todo porque se hubiera celebrado un duelo a bordo sin haberse él enterado. Pero luego, y puesto que su integridad era sólo aparente, aceptó los hechos con calma y, temeroso de las quejas que los expedicionarios podrían elevar a sus superiores una vez terminada la travesía si no se dejaba regir por sus caprichos, procedió a arrojar al mar, sin ninguna solemnidad y casi a escondidas de los pasajeros, el cadáver de Léonide Meffre.

La muerte de éste no sorprendió a los que conocían bien a Arledge y por tanto sabían de su destreza con las armas de fuego. El novelista inglés afincado en París se había batido ya en más de tres ocasiones mientras que el señor Meffre -que había sido siempre lo suficientemente hábil como para esquivar en última instancia los desafíos que por culpa de su incorregible impertinencia había visto con frecuencia cernirse sobre su cabeza- era un verdadero novato en tales lides. El porqué de su imprudencia al retar a Victor Arledge es, por tanto, un pequeño misterio. Si lo hizo por odio al novelista, por impresionar a la señorita Bonington (nadie podría demostrar que la adoraba, pero tampoco lo contrario) o simplemente porque perdió el control de sus nervios, es algo que nunca se sabrá y que quizá, sin embargo, de haber sido Léonide Meffre un autor de primera fila, estaría ahora ocupando el tiempo y los pensamientos de algún biógrafo inocente y trabajador.

El duelo no tuvo historia: al ser Arledge el ofendido tuvo el derecho a hacer el primer disparo. No hubo más. Su bala se incrustó en la frente de Meffre. Éste se desplomó sin un quejido y seguramente sin tiempo para darse cuenta de que había sido alcanzado. Sus padrinos (el horrorizado señor Littlefield y el señor Beauvais), graves y compungidos, recogieron su cuerpo del suelo y sin decir ni una palabra se retiraron con el cadáver. El disparo seco, por suerte, no había despertado a nadie: probablemente los vigías se habían dejado vencer por el sueño con la llegada del alba. Lederer Tourneur, disgustado pero convencido de que se había hecho justicia, les siguió un minuto después, y Arledge y Bayham, entre indiferentes y afectados, se encaminaron hacia el camarote de Fordington-Lewthwaite con el fin de informarle acerca de lo que había ocurrido.

Léonide Meffre no era una persona agradable, como es bien sabido, ni tampoco un personaje interesante. Sin embargo, el odio y el desprecio que Arledge le profesaba no eran exactamente compartidos por el resto de los viajeros, que veían en él a un hombre mediocre con ínfulas de gran señor y de mayor poeta: aburrido, falto de buen gusto y de imaginación, charlatán, indiscreto y a menudo agobiante, pero, por lo demás, totalmente inofensivo. Por ello el impacto que produjo su muerte entre los pasajeros del Tallahassee no fue muy hondo en ningún sentido y puede decirse que -ya cansados, imperturbables e incapaces de experimentar sorpresa o dolor con anterioridad- adoptaron la postura no sólo más cómoda sino también más lógica de cuantas se les ofrecían: esto es, ignorar -que no olvidar- los hechos acaecidos. Tal vez tachar de inocente a la señorita Bonington por esperar si no arrepentimiento sí al menos condolencia por parte de Arledge tras la muerte de su adversario pecaría de injusto, pues ella, huelga decirlo, nunca supo del verdadero carácter del novelista, y menos aún de sus maquinaciones o de la premeditación que acompañaba a todos sus actos a bordo de aquel velero. Pero, inocente o no, lo cierto es que lo esperó, primero con confianza y luego con indignación, siempre en vano. De no haber sido por esto la muerte de Léonide Meffre no habría tenido ninguna resonancia y se habría limitado a desempeñar la función que Arledge le había encomendado; pero al entrar en juego cierto tipo de sentimientos imprevistos, con los que Arledge apenas si había especulado y ante los cuales, más que nada por inexperiencia, se sentía indefenso y desarmado, sus aspiraciones, una vez más, se vieron amenazadas por el fracaso y la consecución de sus propósitos demorada. La indiferencia con que los navegantes del Tallahassee acogieron la noticia del duelo y sus resultados, lejos de aplacar la violenta reacción de la señorita Bonington, le dio una dimensión mayor. Si el descontento hubiera sido general y la existencia de Arledge unánimemente condenada, los arrebatos de la joven habrían pasado inadvertidos y sus acusaciones habrían carecido de toda relevancia, pero, aislados y portadores de un furor poco menos que adolescente, sus consecuencias fueron nefastas para los planes del novelista. La señorita Bonington, quizá tan afectada después de la muerte de Meffre precisamente por no haber tratado de evitarla cuando ello había estado en su mano, reprendió en primer lugar a Hugh Everett Bayham por su participación en lo que ella consideraba un verdadero asesinato. El pianista, en vez de defender -como hasta entonces había hecho- los planteamientos generales del duelo, se limitó a justificar su presencia en cubierta a las seis de la mañana alegando en su descargo que un caballero nunca podía negarse a apadrinar a un amigo en tales circunstancias, sobre todo cuando éste se lo había pedido directamente. Interesante sería saber -y me temo que Victor Arledge llegó a averiguarlo- cuáles eran con exactitud los términos de la relación entre Bayham y la señorita Bonington, pero por lo que yo he logrado desentrañar hasta el momento imagino que respondía a esa clase de situaciones, sumamente penosas de contemplar y que por lo general llevan a la despersonalización de una de las dos partes, que tanto se dan entre las jóvenes parejas próximas a contraer matrimonio: el más absoluto servilismo (o buen conformar) por un lado -el del enamorado verdadero; en este caso, sin duda alguna, el de Hugh Everett Bayham- y el capricho inconsecuente y doblemente pernicioso por el hecho de saberse de antemano complacido por otro -el del que simplemente se deja querer: en la mayoría de los casos, en contra de lo que podría suponerse, el menos inteligente-. O al menos este esquema -sencillo y un tanto rudo, he de reconocerlo- correspondería perfectamente con los motivos que -caso de preguntárnoslos- debieron de impulsar a Hugh Everett Bayham a tomar la decisión, al día siguiente de la muerte de Léonide Meffre, de no volver a poner los pies sobre la popa del velero, y de -tal vez no como producto de una reflexión pero sí de un razonamiento intuitivo- retirar el saludo a Victor Arledge. Como digo, la resolución del pianista fue apresurada en exceso y es muy probable que ni siquiera la palabra razonamiento sea aplicable al caso; tal vez se trató de instinto y de una torpe asociación de ideas, léase unir el descontento de su amada con la figura del novelista inglés, que muy remotamente lo había provocado, pero que, para su infortunio, desde luego sufrió las consecuencias.

Hay un momento en los intereses de personas, cuando el recorrido para la consecución de aquellos es arduo y difícil, o cuando son duraderos y por tanto su progresión o disminución es gradual, en que a la persona en cuestión se le plantea una alternativa trascendental. Víctor Arledge, tal vez, creyó que lo que se le presentó al abandonar Alejandría era esa alternativa y en aquel momento tomó una decisión que más tarde pospondría en favor de la opción contraria, animado por lo que él -frívolamente- consideró un avance de tal magnitud en sus relaciones con Hugh Everett Bayham que poco importaba dar un vuelco a sus prevenciones. Pero ello, evidentemente, indicaba que sus intereses aún no habían tenido tiempo suficiente para hacerse acreedores de la necesidad de escoger la alternativa mencionada, y por ello -por haber ya gozado en una ocasión del privilegio de decidir, por haber atravesado ya esa experiencia-, cuando la verdadera necesidad apareció podría decirse que le pilló desprevenido, y se sintió confuso, aturdido y dubitativo. Victor Arledge, para entonces, se había visto obligado ya en dos ocasiones a vencer prejuicios, a desoír reparos y a actuar según los dictados de su imaginación, haciendo caso omiso de las reglas y principios que habían hecho de él un hombre lúcido y conservador; y a cada una de estas ocasiones o decisiones había seguido la absoluta certeza de que, una vez ejecutados sus planes, conseguiría llevar a cabo sus propósitos finales. Pero sus propósitos, que habían empezado por consistir en descubrir qué le había sucedido con exactitud a Hugh Everett Bayham en Escocia, así como las causas de su secuestro, con el transcurrir del tiempo habían cambiado: sus propósitos -lo que deseaba hacer y no lograba, lo que constituía su interés duradero de arduo y difícil recorrido- entonces, concretamente antes y después de la muerte violenta de Léonide Meffre, eran otros; sus propósitos consistían en lograr hablar, en conseguir mantener una larga conversación con Hugh Everett Bayham. Y las obsesiones, obcecaciones y ofuscaciones a las que antes hice referencia tenían como punto de partida esa demanda insatisfecha y no, en consecuencia, sus iniciales deseos provocados por la curiosidad. Por todo ello la postura que señorita Bonington adoptó después de los últimos sucesos, así como las derivaciones de su enconado reproche, representaron para Arledge un duro golpe cuyo impacto ni siquiera trató de atenuar mediante infundados optimismos que aconsejan no darse nunca por vencido. Ante aquel nuevo revés tuvo que reaccionar con paciencia, y fue entonces cuando verdaderamente hubo de tomar una decisión ante el dilema que se le presentaba: la suerte no le favorecía y a pesar de sus muchas y hábiles estratagemas no lograba alcanzar sus propósitos. Volvió a la realidad y por unos instantes divisó la costa y vislumbró el rumbo que llevaba el Tallahassee. Acodado sobre la barandilla, al anochecer, observando las costas de Argelia, llegó incluso a preguntarse si todos aquellos esfuerzos valían la pena. Por su mente desfilaron imágenes de hechos y lugares que había olvidado hacía tiempo: su piso de la roe Buffault, el teatro Antoine, Mme D'Almeida, la visita de Kerrigan, la carta de Handl, el apartamento de su hermana, la reciente muerte de su amigo Francis Linnell, el trayecto en tren que tuvo que hacer para despedirse de sus padres, el coronel McLiam, el puerto de Marsella y algunos versos de Jones Very. Encendió un cigarrillo y, sin darse cuenta, dejó que la cerilla se consumiese entre sus dedos. La tiró al agua y se frotó la mano contra su elegante chaqueta beige. Con un gesto de fatiga aspiró la brisa de la noche recién llegada y, apoyándose en el bastoncillo con empuñadura de oro y marfil que en algunas ocasiones llevaba -las más de las veces a manera de adorno-, se encaminó hacia la asfixia de su camarote.

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