Si nevaba en la ciudad, se originaba, en cada esquina, un próximo riesgo de romperse la crisma. La nieve caída y pisoteada se endurecía con la helada nocturna y las calles se transformaban en unas pistas relucientes y vitreas, más apropiadas para patinar que para transitar por ellas. Para los chicos, el acontecimiento era tan tentador que bastaba, incluso, para justificar sus ausencias de la escuela.
Y en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces el destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de veintisiete años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de fuera del puente. Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada. De que le amaba, no le cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así, nada justificaba aquel extraño retorcimiento, algo blando como un asco, que aquella mañana constataba en el fondo de sus entrañas. Que a Juan le faltasen las gafas no justificaba en apariencia nada trascendental, ni había tampoco nada de trascendental en la forma de producirse la rotura, al caer en la nieve la tarde anterior de regreso de la oficina. Y no obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso, con el largo pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde sucio, mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió una sacudida horrible.
– ¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? -dijo él.
La interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces, mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato de blanda protección.
– ¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme
nada? -dijo ella, y pensó para sí: "¿Será un hijo?
¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy dentro de mí?".
Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:
– Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren prisa.
Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible. Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio del cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran los de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las gafas prestaban al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser superior, cerebral y diligente. Y los de Juan, amparados por los cristales, eran, además, unos ojos fulgurantes, descarados, audaces. Por eso se enamoró de él, por aquellos ojos tan despiadados que para contenerles era necesario preservarles con una valla de cristal. "Estoy pensando tonterías", se dijo. "Lo más seguro es que esto sea un niño. Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan cosas raras y ascos y aversiones sin fundamento." La voz de él frente a ella la asustó.
– ¿Qué piensas, querida, si puede saberse?
El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.
Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:
– No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.
No podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que él no era él: que su personalidad era tan menguada e inestable que desaparecía con las gafas rotas para trasmudarle en un pelele. De repente ella se avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel hombre. ¿Qué diría Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las gafas arregladas y su mirada fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a escrutarla maritalmente, con sus ojos insípidos, mientras sus dientes trituraban ferozmente el panecillo empapado en café con leche. Ella sintió que las pupilas de un extraño buceaban descaradamente bajo sus ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez. "Este hombre no tiene ningún derecho a interpretarme así", pensó. "Esto es un atrevimiento desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por allanamiento de persona", se dijo en un vuelo fantástico de la imaginación. Pensó en todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de pie con violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:
– Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.
Ella veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos fofos, como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco como un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al notar el cuerpo de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los volvió a abrir. No, decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan Gómez, de veintisiete años, con sus gafas siempre limpias, impolutas, y un destello vivaz en las pupilas. Era otro hombre; un hombre extraño, que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre el pavimento, y de la caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y gritó fuerte. Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona sensualidad. Y Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de que ella pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se le ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas veces el destino y los grandes cambios de los hombres.
Él no conocía nada fuera de aquel valle donde había nacido, pero no anhelaba tampoco conocer nada más. Era, el suyo, un valle vegetal, lujurioso, circundado de altas montañas que, a veces, se incrustaban en el cielo, dejando sólo al descubierto sus faldas de un verde grisáceo. Por el centro del valle discurría, impetuoso y salvaje, un río de montaña; el rumor de la erosión en la roca viva era oscuro y monótono como el cielo del valle en invierno. En marzo y abril, cuando las aguas descendían más espesas y turbias, la gente del pueblo pescaba truchas enormes en las pozas del río.
A un lado del cauce estaba la carretera y, al otro, la línea férrea. Las tres líneas -el río, la carretera y el ferrocarril- se entrecruzaban con frecuencia, dibujando a lo largo del valle un trenzado caprichoso y absurdo. Desde ellas a las montañas, cuyos pezones hendían las nubes, se escalonaban los prados y los maizales, deslindados por tapias de piedras o cercas de espinos y zarzamoras. En los prados pastaban las vacas, dejando al aire los aires melancólicos, cadenciosos, de sus cencerros. Era un ritmo indolente y voluptuoso el de la vida del valle, un ritmo pando y reposado que sólo se quebraba, de cuando en cuando, ante el paso raudo de un automóvil o el estridente silbido de los trenes descendentes.
Lucas, el de Pancho, había nacido allí, en una diminuta casita apartada del pueblo, con la fachada encalada, entre el torrente fluvial y la vía férrea. Su padre administraba una breve hacienda que venía menguando desde cuatro generaciones atrás. Su padre era un hombre hosco y desabrido, de una aspereza rayana en la crueldad. De su madre apenas se acordaba Lucas; recordaba borrosamente su muerte, un día plomizo de otoño, en el que, precisamente, la vaca tudanca salió de peligro. Y evocaba, sobre todo, sintiendo un escalofrío, la reacción de su padre ante la desgracia ingente, apenas resarcida por la mejoría del animal:
– Menos mal que hemos salvado la vaca.
Luego su madre fue enterrada en el amorfo cementerio del pueblo y la losa gris que preservaba sus restos iba desapareciendo bajo la exuberante vegetación del camposanto, asfixiada por los ráspanos, las zarzamoras, los helechos y las ortigas. Una vez por año, Lucas acudía allí, limpiaba la tumba de su madre y le rezaba de rodillas una oración; entonces, estático y mudo, olvidaba los arrebatos del padre, los sinsabores y angustias sufridos en sus cortos once años.
Pero, pese a todo, Lucas seguía amarrado a su valle; apegado a sus prados verdes, al rumor sombrío de la corriente fluvial, al jadeo asmático de los trenes ascendentes, al clamor de los cencerros en la pradera… Se habría podido marchar; nadie le hubiera impedido huir de allí como su hermano mayor, un año después de muerta la madre. Entre su padre y su hermano existió siempre una tensión discordante, una latente disconformidad que terminó en ruptura. Fue el mejor final que podía esperarse. "Cuando yo falte, estas diferencias concluirán en sangre", solía decir la madre; pero, a Dios gracias, no llegó a tanto. La madre se fue al camposanto y su hermano mayor, un año después, tomó uno de los trenes descendentes, cogió un vapor y marchó a América. Pasaron cinco años sin noticias; al sexto, llegó una carta franqueada con unos sellos extraños. Iba dirigida a Lucas y era de su hermano. Entre otras cosas le decía que se fuese con él, "que tenía un café con tres docenas de camareros y vivía en una ciudad muy bella, llena de luces y de automóviles". Lucas quería mucho a su hermano y la tentación fue muy fuerte, pero llegada la noche, cuando recostado en su jergoncillo de yerba seca miró por el rectángulo de la ventana abierta y vio un lucero brillante sobre la cumbre oscura de una montaña, vaciló. Y, momentos después, cuando escuchó, en su amodorrada duermevela, el eco de un cencerro lejano y el canto de un mirlo en los bardales de la ribera del río, desistió definitivamente. No; él sería siempre fiel a aquel valle, no desertaría de él, ni cambiaría su miserable jergoncillo de yerba seca por el café con tres docenas de camareros y la ciudad llena de luces y de automóviles donde vivía su hermano.
Desde hacía seis años, Lucas pasaba sus horas libres en la estación. Iba hasta ella atravesando un largo túnel y siguiendo el curso de los raíles. En la boca del túnel se hallaba la minúscula estación del pueblo. Era un edificio chiquito, de piedra, casi oculto por los arbustos circundantes. En un costado rezaba el nombre del pueblo, en unos cartelitos con letras blancas sobre fondo azul. A cien metros de distancia se encontraba la casetucha blanca del guardavías. Este era un hombre muy viejo, apergaminado, con una perpetua colilla, desigualmente consumida, pendiente del ulcerado labio inferior.
Lucas le miraba maniobrar, arrobado. Aquel viejecillo enclenque, que apenas tenía fuerzas para sostener su churretosa gorra de ferroviario sobre la calva, podía, sin embargo, mediante un simple movimiento de palanca, cambiar el rumbo de los más poderosos trenes. Era igual que fuese un rápido, un mercancías o el primario y cascado tranvía interprovincial. Bastaba un sencillo movimiento de muñeca del viejo decrépito para alterar el curso de las ingentes moles.Y él lo hacía sin darle importancia, sin percatarse de que, ante los ojos asombrados de Lucas, su quehacer era más propio de un héroe mitológico o un semidiós.
El viejo acogía al rapaz con visible disgusto y palmario enojo. Le molestaba verle allí, rezumando salud, encaramado sobre la pila de traviesas inservibles apartadas en una orilla, subido al ruinoso furgón averiado en un percance diez años atrás, o desparramando el balasto con su correr precipitado e irreflexivo. Rezongaba frases ininteligibles y siempre concluía, al ver a Lucas entorpeciendo sus movimientos ante la inminente llegada del tren, espantándole con violentos modales:
– ¡Aparta, podenco! Y soltaba un juramento atroz. Lucas daba un salto y trepaba de nuevo al montón de traviesas o al furgón averiado, desechado en una vía muerta. Desde allí, con los ojos muy abiertos resaltando sobre su carita redonda, tostada por el sol, veía manipular serenamente al viejo cascarrabias, mientras el morro de la locomotora asomaba ya, bufando estruendosamente, por la boca del túnel, negra y circular como la hura de un topo.
Luego regresaba a su casa por el túnel. Zambullirse en aquel agujero oscuro, caliente y trepidante aún por el reciente paso del tren, le producía un hondo vértigo emotivo. Decididamente, él, cuando fuese mayor, sustituiría al viejo y apergaminado guardagujas y, desde su puesto de mando, con la diestra asida a la palanca, compulsaría la serena y pausada vitalidad del valle, reflejada en la masa sombría de las montañas, el murmullo erosivo del río y el melancólico repiqueteo de los cencerros en la pradera…
En la tenebrosidad del túnel sus sueños se hacían verosímiles e inmediatos. Se veía ya con la mano en la palanca, la bonita gorra de ferroviario coronando su testa y cambiando, por su voluntad, el curso de los trenes. En aquel túnel había discurrido buena parte de su infancia. De siempre recordaba las escapadas con rapaces de su edad para aguardar el rápido dentro del agujero. El artefacto pasaba como un meteoro a medio metro de sus cuerpecillos, dejándoles una sensación difusa de haber sido destripados entre sus hierros. La vaharada caliente de la locomotora les llenaba la piel de pecas de vapor sucio, que les hacía reír, luego, al contemplarse unos a otros con jocundo espíritu crítico. Y la tierra, contra lo que habían imaginado en los minutos de tensión del paso del tren, no había trasmudado su topografía, continuaba igual, con sus ingentes montañas distantes y la pradera acotada en parcelas en el centro, surcada por el tajo profundo del torrente.
Su padre le regañaba al llegar a casa. Si su humor era muy encrespado, le golpeaba hasta cansarse, llamándole zascandil. El soportaba la paliza rígido y sin disculpas, reacio a todo propósito de enmienda, impregnado por la convicción de que al día siguiente volvería a aguardar al rápido en el túnel y a contemplar hasta cansarse las breves y tajantes manipulaciones del guardagujas. Aquella atracción era más fuerte que él mismo. (Él necesitaba sentir el aliento del tren en los tuétanos, filtrándose por sus poros; estimaba que ningún padre del mundo tenía derecho a truncar la vocación de un hijo, y menos una vocación como la suya, que se agitaba impetuosa y dominante en el vago fondo de su ser.)
Aquella tarde pinteaba al volver a su casa. Caía una lluvia mansa y menuda que espolvoreaba sus cabellos rubios como una fina capa de escarcha. El viejo guardagujas se había mostrado especialmente violento en aquella ocasión y terminó por arrojarle con toda su alma uno de los pedruscos del balastro de la vía. El lo había esquivado con un ágil movimiento, y continuó impasible allí, sobre la pila de traviesas inútiles, observando. Cuando pasó el tren se le acercó el jefe de estación, con una banderita roja en la mano y una sonrisa enorme que amenazaba desbordársele por las orejas:
– Bien, rapaz -le dijo-.Tú serás el día de mañana un excelente guardagujas.
El vejete indómito le miró con un rencor torcido, mientras la colilla sucia, desigualmente quemada, temblaba pendiente de su agrietado labio inferior.
Ahora, al atravesar el túnel, Lucas rumiaba la excitante profecía del jefe. "Tú serás el día de mañana un excelente guardagujas." Y su pequeño cuerpo se ponía tenso de orgullo; lamentaba no poder pasar de los once a los veinte años como los trenes cambiaban de vía, mediante un simple movimiento de palanca.
Contra lo que esperaba, al llegar a casa encontró a su padre de excelente humor, enarbolando un sobre blanco con unos sellos extraños. Lucas sabía que aquella carta era de América, de su hermano, y, sin saber por qué, la mirada se le ensombreció.
– Me escribe tu hermano -casi le gritó el padre-. Me dice que venda todo y marchemos los dos con él. Es rico, ¿comprendes? Tiene un café con tres docenas de camareros y vive en una ciudad llena de luces y de automóviles.
Así que su padre y su hermano habían hecho las paces y su hermano tentaba al padre con los mismos acicates que a él. El corazón se le agitó. Por un momento se vio en medio de una ciudad populosa, embuchado en un terno nuevo, sobre su pechera una corbata roja con grandes lunares amarillos.
Era ya casi de noche y en la habitación en silencio no había luz. Tan sólo la lumbre del hogar crepitaba en un rincón con su chasquido característico. Por la ventana abierta se adentraba la bucólica paz del valle. Lucas volvió la cabeza, y miró por ella. Los prados y los maizales se extendían divididos en parcelas y las vacas pastaban indolentes la húmeda yerba. Al fondo, las montañas hendían las nubes y sus bases negreaban en la penumbra. Alcanzó sus oídos el rumor oscuro del torrente contiguo y el repiqueteo de los cencerros en la pradera.
Su padre escrutaba ávido en la oscuridad. De repente, sonó en los bardales del río el canto de un mirlo y, a continuación, como un eco distante, el silbido de una locomotora. "Bien, rapaz; tú serás el día de mañana un excelente guardagujas."
Lucas se miró las puntas rotas y sucias de las alpargatas, y luego alzó los ojos, atemorizado, hacia su padre, carraspeó, pero así y todo su voz fue un susurro casi inaudible:
– Lo siento, padre, yo no me marcho; yo me quedo a vivir aquí toda mi vida.
Antes del lunch, en los corredores de la Facultad, al doctor Ballesteros le asaltó la convicción de que veinticinco años representaban la mitad de la vida consciente de un hombre. Allá, veinticinco años arriba, el señor Ballesteros era todavía una incógnita profesional. El y sus ochenta y tres compañeros constituían aún ochenta y cuatro herméticas incógnitas profesionales. Luego se fueron definiendo: cuarenta y cinco A. P. D.; "T.Vicente Pastor, tocólogo"; "Sandalio Moral, dentista"; "José González, medicina interna"; "Luis Manzano, vías urinarias", etcétera. De momento eran unos alborozados estudiantes con veinticinco años profesionales encima. El señor Ballesteros, con la titular y la forensía deVillalbaneja (Burgos) en el bolsillo, y mil quinientas igualas a veinte pesetas, pensó que era más feliz cuando todavía era una incógnita profesional. Pensó también que las hermosas cosas de la vida se acabaron para él cuando dejó de ser el señor Ballesteros para empezar a ser el doctor Ballesteros. Ya el rector, en el discurso de despedida, apuntó algo sobre la responsabilidad social y todas esas zarandajas, pero él, veinticinco años atrás, todavía no lo comprendía. Era únicamente el despreocupado señor Ballesteros, de veintitrés años, soltero, Villalbaneja (Burgos). Sin apenas mover un dedo se había convertido en el mesurado doctor Ballesteros, de cuarenta y ocho años, viudo, Villalbaneja (Burgos). Parecía un milagro todo aquel salto de la insensatez a la responsabilidad. Abrazaba a Teótimo Vicente Pastor, quien, con la responsabilidad, devenía "T.Vicente Pastor, tocólogo", y le dijo exultante:
– Pastorcito, hijo, por ti no pasa el tiempo.
Pensaba: "¡Qué viejo está, Dios mío, aquel Pastorcito de la chaqueta estrecha y listada, y la cara de pueblo! ".T.Vicente se reía también y le sacudía la espalda. Ya no eran dos incógnitas profesionales, y, al mirarse cara a cara, el doctor Ballesteros dijo:
– Veinticinco años. Prácticamente la mitad de la vida consciente de un hombre.
Había pensado en aquel acto como en una evasión, y ahora se sentía deprimido y hasta un poco fúnebre. T. Vicente, que se conservaba soltero, le dijo que, tras los últimos progresos médicos, veinticinco años no representaban exactamente la mitad de la vida consciente de un hombre. El respondió: "Es posible", sin la menor convicción. Después el doctor Ballesteros le miró a los ojos, le zarandeó por los hombros y dijo:
– Tú sí estás lo mismo, cacho bribón, y no yo.
Por dentro se confesaba: "Ha perdido aquella luminosa alegría que le desbordaba por los ojos". Luego se preguntó: "¿Estará casado?".
Llegaba un nuevo compañero y se abrió un paréntesis de atención en los grupos. Había un fondo emotivo en aquel reencuentro. Veinticinco años, si no la mitad de la vida consciente de un hombre, sí suponían una cifra respetable.
– Bien. Soy Ramón Sastre. ¿Es que nadie me reconoce aquí? -dijo el recién llegado.
"¡Cristo!", pensó el doctor Ballesteros. El "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" era un hombrecito calvo, achaparrado y pusilánime. El doctor Ballesteros lo estrechó contra su pecho y, al hacerlo, notó que en su ademán había una seca rebeldía. "Nos vamos marchando sin darnos cuenta", pensó. Dijo demasiado agudamente, casi a gritos, como una protesta:
– ¿Quién no te reconoce, Ramonchu, alma mía? No me hace falta verte dibujar una mujer en cueros para saber que eres tú.
Ramón Sastre, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer", se azoró estúpidamente. Dijo, como pidiendo perdón:
– Aquello pasó.
Alguien se le vino encima:
– ¡Sastre, grandísimo pendonazo! ¿Es que no me dices nada?
– Bien -dijo Ramón Sastre, haciéndose atrás, torpemente desorientado-. ¿No irás a decirme que tú eres…?
"Leopoldo Guerra, cirugía facial" adoptó los modales de su antiguo profesor Cambra Roig, que hacía catorce años que era una sombra, y dijo en tono campanudo:
– Señor Sastre, es la segunda vez que le cojo en paños menores. No tengo otro remedio que ponerle un cero.
Sonó una carcajada. El doctor Ballesteros intuyó una extraña madurez en aquella risa. Movió la cabeza impulsivamente: "No quiero ser un agua-fiestas. No me lo perdonaría", se dijo. Y vio venir hacia él a un hombre desconocido; él no sabía que era el "doctor Durantez, pulmón y corazón". No lo sabía, y cuando le dijo: "¿Recuerdas, Bailes, hermano, la noche en que nos descolgamos por el balcón para asistir al baile de la prensa?", sintió un destello como un fuego fatuo y respondió:
– ¡Pobre don Bruno!
El "doctor Durantez, pulmón y corazón" le oprimía efusivamente los brazos.
– Bueno -añadió-, don Bruno era un sacerdote virtuoso. No te entristezcas. Nosotros permanecemos aquí todavía.
El doctor Ballesteros, titular de Villalbaneja (Burgos), tenía la mirada triste y una expresión remota. Pensó: "Permaneceremos hasta después de las Bodas de Oro". Estaba por preguntarle a Durantez: "¿Qué hay detrás de las Bodas de Oro? Dímelo, muchacho", pero se reprimió y se castigó mentalmente: "No seas aguafiestas, tonto", se dijo. Forzó la expresión para agregar:
– Al regreso, don Bruno nos había cerrado el balcón, y hubimos de llamar al sereno, ¿no es ése el final de la historia?
El "doctor Durantez, pulmón y corazón" rompió en una estrepitosa carcajada:
– ¡Exacto, hermano! ¡Exactísimo! A la mañana nos dijo: "No puede haber concordia donde falta la confianza. Buscad otro acomodo".
"Bien", pensó el doctor Ballesteros, quien advertía la inestabilidad de su entusiasmo, "eso ocurrió hace veinticinco años. ¿Quién me garantiza que yo sea la misma persona de entonces?"
Todavía el ojo inquisitivo de la Cueva del Águila no vigilaba desde lo alto de la ladera cada uno de sus movimientos profesionales. Durantez desconocía su oscura peripecia de médico rural. Apenas barruntaba que un médico rural debe hacer lo mismo a un roto que a un descosido. Él había pensado que acudir a la Facultad aquella mañana era retrotraerse, borrar veinticinco años de la propia historia; y le agradaba. Mas Durantez empezaba por ignorar el borroso fin de Amalia López. Faltaban lazos comunes y, de este modo, no era posible reproducir con limpia exactitud las sensaciones de veinticinco años antes. Las circunstancias hacían el ambiente; pero luego, durante el lunch, pensó que el ambiente también podía hacerlo el vino. Había un júbilo indisciplinado en torno a las mesas, mas los ojos, las bocas, los hígados y los estómagos de los comensales no eran los mismos de cinco lustros atrás. Teótimo Vicente Pastor, es decir, "T.Vicente Pastor, tocólogo", estaba a su lado, y ya no tenía la chaqueta estrecha y listada, ni la cara de pueblo; y la ilusión de rejuvenecerse, siquiera por veinticuatro horas, se esfumaba en el pecho del doctor Ballesteros. En la esquina, Ramón Sastre, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer", decía con voz atiplada:
– Yo le dije: "Es la única lección que desconozco del programa, señor profesor", y entonces dijo don Pedro: "Felicitemos al señor Sastre, que no tendrá que estudiar más que un tema para septiembre".
Sonaba la risa de los comensales como el estruendo del mar. "El caso es olvidarse del tiempo", pensó el doctor Ballesteros. "Ninguno de los presentes conoció a Amalia López, que era mi esposa e íbamos a tener un hijo." Sintió un sudorcillo extraño en el vientre al recordar la noche en que la abrió con sus propias manos porque la nieve les bloqueaba. "No supe esperar. Me faltaron la serenidad y la paciencia", se dijo. Crispó la mano derecha sobre el tenedor y pensó: "Con serenidad y paciencia sería hoy tocólogo en una ciudad importante, en vez de estar enterrado en Villalbaneja (Burgos)". Dijo, casi agresivamente:
– Pastorcito, alma mía, pásame el Valdepeñas.
Bebió de un golpe, aunque hacía rato que las imágenes se deformaban ante sus ojos. Pensaba seguir bebiendo mientras T.Vicente Pastor no fuese Teótimo Vicente Pastor, con su chaquetilla estrecha y listada, y su cara de pueblo.
"T.Vicente, tocólogo" se volvió hacia él:
– ¿Recuerdas, Balles, el día en que Arrazola confundió la estomatitis con la acidez de estómago?
Dijo el doctor Ballesteros:
– ¿Qué fue de Arrazola?
– Murió en la guerra. En Teruel -dijo T.Vicente y agregó-: Once compañeros han muerto. Profesores sólo quedan dos.
El doctor Ballesteros levantó la mirada a la presidencia y constató que de los antiguos maestros sólo restaban dos con su vitalidad tenaz y una mirada enloquecida de supervivientes. "Bueno", se dijo, "he aquí lo que hay detrás de las Bodas de Oro." Pero no le dijo eso a T. Vicente, sino que le dijo:
– Arrímame esa botella de inofensivo Diamante, hijo.
Después de beber bajó la voz:
– He enterrado a mi mujer y a mi hijo en un pueblecito de dos docenas de casas. El cementerio está en lo alto de un cerro y yo los maté. ¿No lo sabías?
T. Vicente Pastor le pidió explicaciones, y el doctor Ballesteros se las dio.
– No supe esperar -dijo, y al decirlo pensaba que T.Vicente hubiera sabido esperar y, en ese caso, tal vez ella viviera y en vez de T. Vicente sería Teótimo Vicente quien estaría sentado a su lado con su chaquetilla estrecha y listada, y su cara de pueblo. Ahora, a pesar de la fuerza del vino, no le era factible remontarse. A modo de justificación agregó-: Estábamos bloqueados. Eso. Yo pensaba llevarla a la ciudad.
"Sandalio Moral, dentista" dijo:
– ¿Recordáis a Velarde tocando el piano en el Cinema Ideal?
T.Vicente Pastor se sintió aliviado.
– A mí me colaba de gorra cada tarde -dijo.
El "doctor Guerra, cirugía facial" chilló:
– Sí, señor, diez hijos y aún estoy útil.
– ¡Oh, la vida! -dijo el "doctor Gallego, garganta, nariz y oídos", y bebió una copa.
El doctor Ballesteros pensó: "Yo había puesto una gran ilusión en este acto. Esa es la verdad". El vino acentuaba su depresión. Tocó a T.Vicente levemente en el codo. Dijo en tono confidencial, sin la más remota intención de molestarle:
– Los que vivís en la ciudad desconocéis la tragedia del médico rural. A ti te viene una mujer en malas condiciones y recurres al analista; le falla el corazón y no te falta un colega que te eche una mano. Yo me como la cochina responsabilidad a palo seco, ¿me entiendes?
"T.Vicente Pastor, tocólogo" asintió, distraído. Luego levantó la vista y dijo en alta voz, dirigiéndose a la otra banda de la mesa:
– Mi mejor recuerdo de don Isaac Montero…
El doctor Ballesteros seguía inclinado hacia él, murmurando suavemente, sin la menor animadversión:
– Si hay una retención de orina, yo sondo; si hay un parto de nalgas, yo doy la vuelta al crío; si hay una hernia estrangulada, yo la reduzco. Eso es lo que es un médico de pueblo.
En la esquina, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" se incorporó torpemente para ofrecer el homenaje a los dos supervivientes. Decía cosas ingeniosas que sus colegas interrumpían con vibrantes carcajadas. El doctor Ballesteros se sentía desfallecer y pensó: "No quiero ser un aguafiestas. Jamás me lo perdonaría". Pero las risas zumbaban en su cabeza y cada vez se sentía más impotente para conectarse. Le dijo a T.Vicente al oído, empeñándose en decirlo al oído de Teótimo Vicente:
– Pásame el Valdepeñas, ¿quieres?
Y bebió otras dos copas sin que la transformación se operase.
Entonces, resignado, recostó la cabeza en el tablero y pensó en Amalia López y en aquella cosa inerte que no llegó a ser su hijo. El "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" proponía una reunión quinquenal, pero ni por asomo se le ocurría desvelar lo que se ocultaba detrás de las Bodas de Oro. Inopinadamente se interrumpió:
– Balles, dime, ¿qué te sucede, muchacho?
El doctor Ballesteros apoyaba la cabeza en la mesa, pero no le oyó. Hubo dos o tres sonrisas indulgentes. Dijo el "doctor T.Vicente Pastor, tocólogo":
– Sigue, Ramonchu. Son cosas del vino.
Y sonreía contemplando la entrecana cabeza sin la menor piedad.