TRES PÁJAROS DE CUENTA

A MIS LECTORES


Habrán observado que los pájaros, bestezuelas por las que siento una especial predilección, se erigen a menudo en personajes de mis libros. Diario de un cazador está lleno de perdices, codornices, patos, tórtolas y palomas. Viejas historias de Castilla la Vieja, de avutardas, grajos y abejarucos. El gran duque es pieza esencial en El camino, como la picaza lo es de La hoja roja. Las águilas, los cernícalos y los camachuelos forman el entorno del pequeño Nini en Las ratas… Finalmente, en El disputado voto del señor Cayo y Los santos inocentes, intervienen tres pájaros que juegan papeles fundamentales: el cuco y las grajillas en la primera, y éstas y el cárabo en la segunda. De los tres me he servido para componer el libro que ahora tienen entre manos, no un libro de cuentos ni de historias inventadas, sino un libro de historias auténticas, vividas por mí y de las cuales son aquellos pájaros verdaderos protagonistas.

LA GRAJILLA

Al llamar a la grajilla, al cuco y al cárabo pájaros de cuenta no quiero decir que sean malos. No hay pájaros buenos ni malos. Las aves actúan por instinto, obedecen a las leyes naturales, aunque, a los ojos de los hombres, algunas de sus acciones puedan parecer buenas y otras reprobables. Por ejemplo, el comportamiento de los tres protagonistas de este libro ofrece aspectos positivos y negativos. La grajilla, pongo por caso, roba la fruta de los árboles, especialmente de ciruelos y cerezos, pero, al mismo tiempo, nos libra de insectos perjudiciales y de carroña. El cuco, en la época de cría, deposita sus huevos en los nidos de otros pájaros más pequeños que él para que se los empollen, pero, en compensación, destruye orugas y arañas peligrosas para el hombre. Finalmente, el cárabo puede eliminar algún pinzón que otro, o cualquier otro pajarito que le molesta o le apetece, pero, a cambio, limpia el campo de ratas, ratones, topillos y otros roedores perjudiciales.

A los tres les conocí siendo niño -aunque al cuco, que es un pájaro encubridizo, sólo de oídas-, cuando mi padre, que era un hombre maduro, serio y circunspecto, se volvía niño también, en contacto con la naturaleza, y nos enseñaba a distinguir el cuervo de la urraca, la perdiz de la codorniz, la alondra de la calandria y la paloma de la tórtola. Mi padre, ferviente enamorado del campo, conocía sus pequeños secretos, y el más remoto recuerdo que guardo de él es cazando grillos en una cuneta, haciéndoles cosquillas con una pajita larga y fina que introducía en la hura y movía con paciente tenacidad. A veces cazaba media docena y los guardaba bajo el sombrero, de forma que al regresar a casa, entre dos luces, armaban un alegre concierto sobre su calva, sin que a él, que en casa anteponía el silencio a todas las demás cosas, parecieran molestarle. Un día, en el Castillo de la Mota, hace ya muchos años, vi por primera vez una colonia de grajillas. Revoloteaban en torno a las almenas y con sus "quia-quia-quia", reiterativos y desacompasados, organizaban una algarabía considerable. De lejos parecían negras y brillantes como los grajos, pero, cuando las vi de cerca, observé que eran más chicas que aquéllos -más o menos del tamaño de una paloma- y no totalmente negras, sino que el plumaje de la nuca y los lados del cuello era gris oscuro, y sus ojillos, vivaces y aguanosos, tenían el iris transparente.

Viviendo en Castilla, la grajilla se me ha hecho luego familiar, porque está en todas partes. Es un pájaro muy sociable, que divaga en grandes bandadas, a veces de cientos de individuos, y que, mientras vuelan alrededor de las torres o los acantilados, sostienen entre ellos interminables conversaciones. No son racistas y, a menudo, se las ve asociadas con pájaros más grandes o más chicos que ellas, cuervos y estorninos, preferentemente, no siempre de la misma familia pero también de plumaje negro. Al parecer no les une una razón de parentesco sino el uniforme.

De ordinario, estas aves asientan en lugares proximos a cortadas rocosas y en torres antiguas o abandonadas, incluso dentro de las grandes ciudades. De la familia de los córvidos es el único pájaro que he visto con aficiones urbanas. La corneja, el cuervo, la graja no sólo rehuyen la ciudad sino que ante el hombre se muestran hoscos y desconfiados. En viejos edificios de altas torres, con agujeros y oquedades, la grajilla es huésped casi obligado, aunque luego, para comer, y, en ocasiones, para dormir -como sucede en Sedaño-, hayan de desplazarse varios kilómetros al caer la tarde, buscando acomodo.

La grajilla es sedentaria, vive, generalmente, en el mismo lugar que nace durante las cuatro estaciones del año. Sin embargo, he advertido que el bando que merodea por los frutales de Sedano no crece, no es hoy más nutrido que hace seis lustros, de lo que deduzco que, como sucede con las abejas, hay grupos que se escinden cuando la puesta es abundante. Géroudet nos recuerda que una grajilla anillada en Suiza fue hallada en los Pirineos, y en Normandía, otra anillada en Bélgica, lo que quiere decir que hay grajillas que viajan, que efectúan desplazamientos, aunque nunca tan largos y regulares como los que llevan a cabo anualmente cigüeñas y gansos.

La vida sedentaria obliga a las grajillas a comer de todo, adaptando su dieta a los alimentos que les facilita cada estación. Las bayas y frutos de pequeño tamaño les entusiasman, pero se avienen a sustituirlos por caracoles y patatas cuando aquéllos escasean. La grajilla es buscona, ratera; como la urraca, roba de todo, desde fruta del granjero hasta los huevos de los nidos de pequeñas aves, que se come en primavera. Por robar, roban a veces hasta la casa, nidos de otros pájaros, que ocupan tranquilamente aunque luego los acondicionen y decoren a su gusto. El nido de una grajilla evidencia las aficiones coleccionistas de la especie.

En las escarpas rocosas que flanquean el río Rudrón entre Covanera y Valdelateja, en la carretera general de Burgos a Santander, es fácil tropezar con nidos de grajilla. Precisamente al pie de uno de estos cantiles fue donde encontramos a Morris, un simpático pájaro que amaestraron mis hijos y del que luego hablaré. Estos nidos constituyen un verdadero muestrario de los más diversos objetos y materiales que puedan imaginarse. Sobre la simple estructura de un viejo nido de corneja, pájaro que gusta de renovar sus habitaciones y construye su casa cada año, encontré un día un nido de grajilla revestido con los siguientes ingredientes: papel, trapos, boñiga seca, plumas, pedazos de saco, crines de animales, lana, plástico, barro… La grajilla había conseguido un hogar confortable aprovechando los restos de otros anteriores, lo que significa que este pájaro no desaprovecha ocasión de ahorrarse un esfuerzo.

La puesta de la grajilla oscila entre tres y seis huevos, aunque hay ocasiones excepcionales en las que se ha observado una puesta de ocho. La eclosión es lenta, alrededor de cinco semanas, y los primeros desplazamientos de los pollos tímidos y cortos, cosa sorprendente siendo la grajilla uno de los pájaros que mejor vuelan, que pica o se repina en pocos metros, airosamente, con una gracia y una agilidad singulares.

Pese a frecuentar como hemos dicho las viejas torres de las ciudades -siempre a los niveles más altos-, la grajilla se muestra recelosa con el hombre y, sin embargo, es una de las aves que se domestican con mayor facilidad y hasta, según aseguran ciertos autores, es posible hacerles pronunciar algunas palabras sencillas, de una o dos sílabas.

A lo largo de tres meses, yo conviví en Sedano con Morris, una grajilla que encontró mi hijo Miguel, aún en carnutas y medio muerta de inanición, en los acantilados de San Felices. El animalito se había caído del nido y, al verla tan débil y depauperada, no di un real por su existencia. No obstante, mis hijos Juan y Adolfo, muy chicos por aquel entonces, le habilitaron un nido en una caja de zapatos y empezaron a alimentarla con pienso humedecido que Morris devoraba glotonamente. En pocos días, la grajilla se repuso, empezaron a asomarle los primeros cañones y, cuatro semanas más tarde, estaba completamente emplumada.

Pero lo más sorprendente de Morris era la naturalidad con que aceptaba la vecindad de las personas, especialmente la de Juan y Adolfo, que la habían criado. Únicamente, en su trato con el hombre, le repugnaba una cosa: que le pusieran la mano encima. Es decir, Morris reposaba erguida y tranquila sobre el antebrazo o el hombro de cualquiera de nosotros, pero si el mismo porteador u otra persona, incluidos Juan y Adolfo, intentaban agarrarla, el pájaro se escabullía, revoloteaba y terminaba por caer al suelo. Esta repulsión instintiva a ser apresada le duró hasta que la perdimos. Morris hacía causa común con la familia, le divertía vernos comer alrededor de la rueda de molino, participaba a su manera de nuestras tertulias, no extrañaba las visitas, pero rechazaba terminantemente la caricia y cualquier tipo de contacto. Yo creo que la situación de mi refugio a media ladera, en alto, sobre el valle de frutales, facilitó la adaptación de la grajilla. Ella no podía disfrutar, ciertamente, de la compañía de sus congéneres, pero la visión del mundo era la que le correspondía en su condición de ave, desde arriba, "a vista de pájaro".

Una mañana, cuando Adolfo, en traje de baño, se dirigía hacia la piscina con ella al hombro, Morris empezó a aletear con cierta torpeza, se afirmó gradualmente en el aire, tomó altura y se posó en la copa del olmo que sombrea la mesa de piedra. La reacción de la familia fue semejante a la que suscitan los primeros pasos de un niño: alegría y estupor. Pero, enseguida, se presentó el dilema: ¿había elegido Morris la libertad y escaparía, o simplemente era aquello la prueba de la culminación de su desarrollo? Confieso que me incliné por lo primero. La abierta curiosidad con que contemplaba el valle desde una nueva perspectiva, el notorio placer que le deparaba su balanceo en la ramita del olmo, su indiferencia ante nuestras voces al pie del árbol, parecían indicar que Morris ya no nos necesitaba y que, en lo sucesivo, podría prescindir de nosotros.

El hecho de que la grajilla permaneciera durante largo rato en la punta del olmo, despiojándose, realizando su aseo cotidiano, desinteresada de cuanto sucedía a su alrededor, me reafirmó en mi opinión. No obstante, al cabo de una hora, Juan, que solía imitar, al darle de comer, la voz peculiar de estas aves, remedando los arrumacos maternos, apareció con el cacharrito donde mezclaba el pienso con agua y moduló un "quia-quia-quia" aterciopelado, dulce, digno de enternecer a la grajeta más esquiva. Morris acusó el golpe. Empezó a inquietarse, a mover la cabeza de un lado a otro, y, por primera vez desde que se encaramó en el árbol, prestó atención a lo que ocurría bajo ella y fijó en Juan sus ojillos transparentes como abalorios. Mi hijo repitió entonces la llamada con mayor unción, y, al instante, Morris se lanzó al vacío, desplegó sus amplias alas negras, describió un pequeño círculo alrededor de nuestras cabezas y fue a posarse blandamente sobre su hombro, al tiempo que reclamaba el alimento con un "quia-quia-quia" perentorio.

Así inició Morris una nueva era. Mis hijos la trasladaron de la caja de zapatos a una cesta de mimbre, destapada, y al llegar la noche la cobijaban en una cueva-despensa, junto a la casa, dejando la puerta entreabierta. De este modo, los más madrugadores podían sorprender cada mañana al pájaro en el alero del tejado, la copa del olmo o el bosquecillo de pinos de la trasera del refugio, esperando que le sirvieran el desayuno. En principio, Morris rehusaba ser alimentada por desconocidos, sólo admitía las pellas de pienso cuando le eran ofrecidas por sus padres adoptivos, pero, con el tiempo, cambió de actitud y, a medida que se hacía adulta, fue aceptando las golosinas cualquiera que fuera el oferente.

El mundo de Morris se iba ampliando poco a poco. Desde que aprendió a volar, se dejaba bajar gustosamente hasta la carretera, aunque le desagradaba que la alejasen demasiado de casa. Y, cuando esto ocurría, se alborotaba, protestaba y terminaba regresando sola, por sus propios medios. Pero una mañana, ante nuestro asombro, aceptó que la condujeran hasta la plaza, a trescientos metros de distancia. Morris empezó así a relacionarse con otras personas ajenas a la familia, a conocer la vida del pueblo, a convivir. Su sociabilidad progresó en poco tiempo, hasta el punto que, con frecuencia, se lanzaba en picado desde lo alto del olmo sobre un pequeño grupo de desconocidos que charlaba en la carretera y se posaba, indiscriminadamente, sobre el hombro de cualquier contertulio. Estas espontáneas efusiones de Morris no siempre eran bien interpretadas, sobre todo por las mujeres, que chillaban y manoteaban, al verla llegar, como si se aproximara el diablo. Pero, en general, la domesticidad de la grajilla despertó primero curiosidad y más tarde simpatía entre los vecinos. La gente la conocía por su nombre y Morris saltaba de grupo en grupo, de hombro en hombro, con una confianza absoluta. Tan sólo tenía en el pueblo dos solapados enemigos a quienes su presencia molestaba: los perros y los gatos. Pero Morris se zafaba de sus asechanzas en rápidas fintas, con suaves pero enérgicos aletazos, recurso que utilizaba también cuando alguien, cualquiera que fuera, trataba de apresarla. Su repugnancia a ser prendida por una mano humana continuaba tan viva en ella como el primer día.

En este momento de su evolución fue cuando intenté enseñarle a pronunciar alguna palabra, palabras sueltas, sencillas, como "hola" y "adiós", pero, pese a que la grajeta fijaba en mis labios sus grises ojos aguanosos y ladeaba atentamente su cabeza, como si escuchara, nunca conseguí una respuesta aceptable. Morris callaba o, a lo sumo, formulaba su "quia-quia" monótono y displicente.

A medida que la grajeta ensanchaba las fronteras de su libertad, empezó a hacérsele aburrida la larga espera matinal. Morris, como buen pájaro, era madrugadora, y desde las seis y media que amanecía hasta las nueve y media o diez que amanecían mis hijos era demasiado tiempo sin compañía. Mas a las siete de la mañana todo el pueblo descansaba excepto los panaderos,Vicente y Abelardo, a los que Morris, con una sagacidad maravillosa, descubrió un día, amasando pan en el horno. A partir de entonces, su primera visita matinal era para los panaderos, con los que pasaba agradablemente el rato:

– Mucho madrugaste hoy, Morris.

– Quia.

– Te aburres en casa, ¿eh?

– Quia.

– ¿Tan mal te tratan los del chalé?

– Quia.

Abelardo la obsequiaba con una bolita de masa que Morris engullía con satisfacción. Y a las nueve de la mañana en punto, tan pronto Vicente y Abelardo comenzaban a cargar la furgoneta, Morris levantaba el vuelo y regresaba a casa, a esperar en la copa del olmo la aparición de mis hijos.

Paulatinamente el pueblo se le iba quedando pequeño a la grajilla que, en su avidez descubridora, empezó a acompañar a mis hijos en sus excursiones, fatigosas caminatas de veinte o treinta kilómetros. Al atardecer, regresaba feliz, sobrevolando al bullanguero grupo adolescente, sus claras pupilas impresionadas por otros bosques, otros páramos, otros vallejos, otros horizontes. Juan, amigo de ensayar cada día nuevas experiencias, decidió una tarde pasearla en bicicleta. Morris soportó un poco intimidada los primeros metros de carrera, pero, conforme la máquina fue adquiriendo velocidad, levantó el vuelo aterrada, emitiendo gritos de alarma. Mas la tenacidad de mi hijo era superior al miedo de la grajilla, y, dos días más tarde, Morris no se espantaba ya de la bicicleta, la aceptaba de buen grado y resultaban divertidas sus periódicas escapadas a los tilos y castaños de la carretera y sus retornos apresurados al hombro del ciclista lanzado a toda máquina.

El verano avanzaba de manera insensible y a primeros de septiembre alguien planteó el problema del traslado de la grajilla a Valladolid. ¿Se avendría a vivir en el balcón de una casa de vecinos? ¿No la acobardaría la gran ciudad? ¿Era honesto por nuestra parte desarraigarla, arrancarla de su medio natural e insertarla, sin más, en un medio hostil? Así surgió la idea de la gran prueba. Antes de conducirla a Valladolid era preciso ponerla en contacto con sus hermanas, en los riscos de San Felices, de donde procedía, para que ella misma decidiera si prefería quedarse o marchar. Los preparativos fueron meticulosos. Morris viajaría en automóvil, encerrada en una cesta, hasta la ribera del río Rudrón, justo en el lugar donde la encontramos. Una vez allí, Juan, mi hijo, se ocultaría entre las mimbreras de la orilla, mientras yo, con la cesta cubierta, remontaría el río hasta la piscifactoría, y soltaría el pájaro tan pronto oyera el pitido del cornetín que Juan portaba al efecto. No puedo ocultar que cuando me desplazaba río arriba con la cesta en la mano me embargaba una cierta emoción. La colonia de grajillas alborotaba en los farallones inmediatos, y yo temía que Morris, al verse libre, volara sin vacilar a reunirse con sus congéneres. Al alcanzar la piscifactoría, me detuve. El corazón se me aceleró cuando oí el pitido del cornetín, destapé la cesta y empujé con ella al pájaro hacia lo alto. En los primeros momentos, Morris vaciló, pero enseguida se repulió, rebasó las copas de los árboles del soto y continuó subiendo en vertical, como buscando una perspectiva. Los "quia-quia" fervorosos de mi hijo Juan se confundían ahora con los "quia-quia" de las grajillas del acantilado, más vivos y apremiantes, y yo miraba impaciente hacia lo alto, esperando la decisión de Morris. Y mi entusiasmo se desbordó cuando la grajilla, haciendo oídos sordos a las incitaciones de la colonia, se lanzó en picado sobre la margen del río y no paró hasta reposar en el hombro de mi hijo.

Al día siguiente, de manera inesperada, murió Morris. Su cadáver medio desplumado apareció en el sobrado del Bienvenido, a cuatro pasos de la panadería. Su gata, la Maula, que siempre había mostrado una abierta inquina hacia el pájaro, unos celos injustificados, la atacó cuando confiadamente se despiojaba en el alféizar de la ventana. La Rosa Mari, la niña, que fue testigo de la cobarde acción, asegura que el zarpazo de la Maula fue rápido como un relámpago y la muerte de Morris instantánea e indolora. Más vale así.

EL CUCO

El cuco anuncia la primavera en Sedano con mayor puntualidad que la cigüeña en otras partes. A veces, cuando llego al pueblo en la segunda quincena de marzo, y, con toda seguridad, a primeros de abril, le oigo reclamar desde la pinada de Ciella, sobre mi casa, con su "cu-cu" disciplinado y doméstico. Aunque los especialistas aseguran que este pájaro, en ocasiones, hace trisílabo su reclamo -"cu-cu-cu"- y hasta tetrasílabo -"cu-cu-cu-cu"-, yo, la verdad sea dicha, únicamente le he oído bisar el número. Eso sí, un "cu-cu" penetrante, con una resonancia especial, que se difunde por todas partes, como si las montañas que circundan el valle se peloteasen con él.

Esta llamada suele ser indicio de apareamiento, pero el cuco, aunque con menos frecuencia, sigue cantando hasta junio, e incluso julio si la puesta es tardía. Luego, terminada ésta, el cuco adulto, que carece de sentimientos familiares y, como los antiguos nobles con sus bastardos, encomienda la crianza de sus hijos a aves subalternas, se va, emigra, navegaciones largas, más allá del Sahara, a Kenia y países del África del Sur, hasta el año siguiente, que vuelve para anunciar la primavera en Sedano.

El cuco es pájaro de alrededor de sesenta centímetros de envergadura y hasta ciento cincuenta gramos de peso, gris en las partes altas, y castaño, listado de blanco, en pecho y vientre. En vuelo guarda semejanzas con el gavilán, del que se diferencia por su pico fino, sus alas puntiagudas y su cola, larga y moteada. A pesar de sus dimensiones y de su canto, audible a kilómetros de distancia, este pájaro no se deja ver con facilidad. De niño, mi padre me llevaba a oírle cantar a los bosque de San Martín de Quevedo y Doña Jimena, en Molledo-Portolín, pero nunca tuve oportunidad de verle. Necesité muchos años y mucha astucia para tomar contacto con él. En Sedano, el prieto bosque de roble de las laderas se diluye, prácticamente desaparece en las inmediaciones del pueblo, y surgen, a cambio, dispersas arboledas de olmos, castaños y pinos, aparte arbustos y arbolillos de menor entidad, como cerezos, endrinos y avellanos, donde suelen anidar los pequeños insectívoros (mosquiteros, petirrojos, herrerillos) en cuyos nidos, minuciosamente construidos, gusta el cuco de depositar sus huevos. Pues bien, el canto del cuco, aunque desorientador en lo que se refiere a la distancia, es muy indicativo en lo que atañe a su dirección. No hay, pues, más que seguir ésta para encontrarle, si no en el primer bosquecillo, en el segundo, pues, como estas arboledas son reducidas y poco densas, es fácil divisarle en los calveros, cuando se desplaza de una a otra, como una flecha, nuca, dorso y cola en línea recta, las alas en anzuelo, las cortas patas recogidas, como el tren de aterrizaje de un diminuto avión. Yo lo vi por primera vez hace más de treinta años y, después, he vuelto a verle, con relativa frecuencia, cada vez que me lo he propuesto, turbando su soledad, ya que este pájaro, contrariamente a la grajilla, es un auténtico anacoreta.

Pero lo verdaderamente característico del cuco es su incapacidad para incubar y nutrir a sus crías, quizá porque su puesta es tan numerosa -ocho a doce huevos- y el apetito de la prole tan voraz que una pareja por sí sola no bastaría para alimentarla. El cuco no se toma, pues, el trabajo ni de construir su casa. Llegado el momento de la postura, observa en derredor a los pajaritos que se afanan en hacer sus nidos y, una vez concluida la obra, y aovados éstos, el cuco empieza a repartir sus huevos entre ellos, mezclándoles con los otros, aprovechando la ausencia de los padres. Son muchos los pájaros a los que el cuco elige para su invitado forzoso, principalmente, como he dicho, a las avecillas más chicas, pero como su huevo desentonaría por su tamaño y color en casa de los anfitriones, la naturaleza -¡prodigio increíble!- ha dotado al cuco de una rara facultad, que permite a la hembra colorear los cascarones de sus huevos del tono de los de la especie elegida para sus depósitos: rojizos donde los otros huevos son rojizos y moteados donde son moteados. Este mimetismo no basta naturalmente para igualar el huevo del cuco a los de sus padres adoptivos, ya que su volumen no puede disimularse, pero los pajaritos, ciegos con su maternidad, lo incuban con el mismo celo que a los propios. Únicamente algunas aves advierten el engaño y rechazan al entrometido. La alondra, por ejemplo, empolla al huevo gigante pero, llegada la eclosión, tan pronto advierte la presencia del parásito, le niega el alimento y le deja morir de inanición. Los insectívoros, en cambio, en su candorosa inocencia, los nutren solícitamente hasta el fin, hasta que el intruso puede valerse por sí mismo. Con una particularidad, el cuco, cuya dieta alimenticia de adulto es muy definida, a base de gusanos, lombrices, bayas, etc., cuando está hospedado en nido ajeno come lo que le echan, lo que sea costumbre en la casa, incluso hace gala de un formidable apetito; en una palabra, se conduce como un pupilo bien educado.

Desde mi refugio de Sedano, un observatorio insuperable de la naturaleza, he tenido oportunidad de asistir varias veces al desarrollo de un cuco parásito, las últimas que recuerdo, muy recientes, en 1979 y en el verano de 1981. Uno y otro pájaro tuvieron suertes distintas, pero trataré de resumir ambas experiencias.

La primera fue un acontecimiento previsto. Durante varios días advertí cómo un pequeño petirrojo tejía su nido en el hueco de una tapia de piedra que delimita mi huerto, en la ribera del río Moradillo. Simultáneamente, un cuco no cesaba de cantar desde la fronda del soto. Junto a la tapia se alza una higuera silvestre, de grandes hojas, que me permitió hacer un escondedero desde donde poder observar el nido sin ser visto. Una mañana, ya en trance, la hembra del petirrojo puso un huevo en él y otros tres en los tres días siguientes. Al caer la tarde del cuarto día, cuando me dirigía a mi observatorio, advertí que en el nido del petirrojo había un huevo más y de doble tamaño que los anteriores. El cuco había iniciado la distribución de su prole. Antes de las dos semanas, el huevo del cuco hizo eclosión y surgió un feo pájaro rosado, de huesudos alones, ojos ciegos y abultados y boca desproporcionada. A partir de aquí comenzó el calvario del infeliz petirrojo, un afanar incesante, sin pausa, apremiado por la glotonería de su huésped, que no se saciaba nunca. Lo mismo daba que el petirrojo le ofreciese una lombriz, una semilla o una miga de pan. El gran gorrón todo lo ingería. Pero no contento con tener siempre en jaque a la pajarita, empezó a deshacerse de sus huevos, a eliminar, uno a uno, a los verdaderos hijos de su patrona. El procedimiento, aunque yo no tuve oportunidad de verlo porque me faltó paciencia, es conocido por los libros de los naturalistas. El joven cuco apoya la cabeza en el fondo del nido, toma el huevo con la punta de las alas, lo hace resbalar hacia arriba por su espalda, luego por sus riñones y termina lanzándolo por el borde del nido, estrellándolo contra el suelo. A los tres días de nacer, el cuco había logrado desembarazarse de estorbos y, al pie del nidal, quedaron los huevecillos rotos del petirrojo, que, a pesar de todo, continuaba alimentando al intruso con una ternura y un celo verdaderamente conmovedores.

El cuco, desde que nace, propende a la soledad, rehuye la compañía, aspira a ser único. Intuye tal vez que, de tener que compartir la comida acarreada por su tutora, su ración sería insuficiente. El egoísmo de este pájaro es muy cerrado. A veces, cuando los cucos en disposición de puesta son varios y los hogares donde hospedar a sus hijos limitados, hay dos que ponen su huevo en el mismo nido y en el mismo día. La eclosión de los pájaros es, pues, simultánea. Entonces se desencadena un duelo a muerte entre los dos polluelos, que luchan por adueñarse del espacio vital. Ambos quieren para sí el nido entero y los halagos en exclusiva de la nodriza de quien dependen. De esta lucha sale un vencedor, el más vigoroso, que acaba imponiéndose y matando a su rival. Como se ve, en cualquier circunstancia, los pollos de cuco recién nacidos son exclusivistas, no están dispuestos a compartir la pensión con nadie. Seguramente se atienen a una ley natural que vela por la conservación de la especie, ya que ninguno de los minúsculos insectívoros de quienes dependen tendría energías para alimentar dos pollos al mismo tiempo.

Desde mi escondite de la higuera asistí, como digo, al crecimiento del cuco a costa de los desvelos del petirrojo. El pollo pelechaba deprisa, encorpaba a ojos vistas y, en pocos días, llegó a ser de triple tamaño que su tutor, y resultaba un espectáculo entre cómico y repugnante ver a éste, encaramado en el hombro de su pupilo, ofreciéndole pico a pico el bocado que había logrado conquistar.

En esta fase, el cuco, con un plumón aparente y los ojos vivos y sagaces, observaba cuanto ocurría a su alrededor. En ocasiones, cansado de las idas y venidas del petirrojo, yo salía de entre el follaje de la higuera y hostigaba al pájaro con una paja. El joven cuco se irritaba conmigo y me bufaba como un gato. Para mí, su enojo comportaba una satisfacción, pues no puedo ocultar que veía con verdadera antipatía este acto de parasitismo.

A las tres semanas de su nacimiento, el cuco, completamente emplumado, aparentaba estar ya en condiciones de volar. Una tarde, Pancho, mi yerno, en su visita vespertina, encontró el nido vacío, pero cuando se retiraba por la huerta hacia la carretera, vio revolotear algo en la cuadrícula de cebollas: era el cuco. Después de muchos intentos logró dejarle de nuevo en el nido pero, a la mañana siguiente, el pájaro había volado definitivamente.

Los cucos suelen permanecer en el territorio donde nacen hasta septiembre, época de emigración de muchas otras aves como la tórtola y la codorniz. Lo sorprendente es que los cucos, al alcanzar los tres o cuatro meses de edad, levanten sus reales y, sin guiones expertos que les dirijan, orientados únicamente por el instinto, emigren a los países africanos de donde procedían sus padres, para regresar a la tierra en que vieron la luz medio año después. He aquí un prodigio de orientación difícilmente comprensible para el limitado entendimiento humano.

Mi segunda experiencia con el cuco, la del verano de 1981, no por su final dramático deja de ser interesante y, sobre todo, reveladora de los duelos y tensiones que a diario tienen lugar en la naturaleza. En líneas generales, los preliminares en nada se diferenciaron de los de mi experiencia anterior: canto insistente del cuco madre, silencio posterior y emigración tras colocar sus huevos en otros tantos nidos ajenos. Uno de ellos -de verderón, con dos huevos- lo descubrimos sobre el camal de un avellano, cerca del palomar de la Tobaza, casona rayana a la mía.Y fuese porque el cuco se retrasó, incurrió en un error de cálculo o no halló a tiempo mejor acomodo para su vástago, el caso es que uno de los verderones y el cuco nacieron al mismo tiempo. Aquello representaba para mí una novedad. ¿Qué haría el joven cuco con su pequeño hermanastro? ¿Lo respetaría una vez nacido y conviviría con él? ¿Recurriría al fratricidio? La respuesta fue inmediata. El afán exclusivista del cuco se puso otra vez de manifiesto. A los dos días de la eclosión, sacrificó al verderoncillo y, al día siguiente, arrojó por la borda al huevo que le incomodaba, de tal forma que quedó solo al cuidado de la madre verderona, envanecida por haber empollado un hijo tan hermoso.

El pelechado y desarrollo del cuco del avellano fue normal. La madre adoptiva se desvivía por atenderlo y el pollo crecía visiblemente. Pero una noche, a las tres semanas de nacido, una serie de acontecimientos inesperados pusieron al proceso un colofón dramático. Mi hijo Adolfo, al descender a oscuras por el sendero que conduce de mi casa a la Tobaza, pisó el rabo de un joven e inexperto garduño, quien, después de soltar una presa que portaba en la boca, logró desasirse y, empujado por el pánico, se escabulló, a través de la maleza, hasta la carretera. A la mañana siguiente encontramos vacío el nido del verderón; el cuco había desaparecido. Horas más tarde, cuando mi hijo Adolfo buscaba cagarrutas de garduño en el sendero de la Tobaza, donde tropezó con él, halló el cadáver del cuco entre la hojarasca, al pie de una zarzamora. El pájaro había ido a morir de la misma muerte que él proporcionó al tierno verderoncillo: violentamente. El viejo dicho de que el que a hierro mata a hierro muere suele tener en el mundo animal una aplicación frecuente y rigurosa.

EL CÁRABO

De las aves que conozco, el cárabo es -aparte la gaviota reidora- la única que tiene la propiedad de reírse: una carcajada descarada, sarcástica, un poco lúgubre, un "juuuj-ju-juuuuuj" agudo y siniestro que le pone a uno los pelos de punta. Parece ser que estas risotadas del cárabo están relacionadas, en cierto modo, con el celo y la procreación, ya que, después de la puesta, su canto se dulcifica y, aunque se siguen produciendo, no es tan fácil escuchar aquellas carcajadas.

El cárabo es rapaz de noche, hábil cazador, cabezón, ligero y, a diferencia de otras aves nocturnas, como el búho o el autillo, desorejado, con un cráneo redondeado y liso. Color castaño moteado, pico curvo amarillo-verdoso, y, con unos discos grises o rojizos alrededor de los ojos que le dan la apariencia de una viejecita con gafas, escéptica y cogitabunda, el cárabo no tiene las pupilas amarillas como el resto de las rapaces nocturnas, sino marrones oscuras o negras. Semejante a un pequeño tronco de árbol debido a su plumaje mimético, al cárabo, cuando se inmoviliza de día en el interior del bosque, es difícil distinguirlo, parece una rama más. Pero, en ocasiones, las pequeñas avecillas le descubren y, entonces, se arma en torno suyo una algarabía de mil demonios, con pitidos y silbidos de todos los matices, atemorizados intentos de agresión, etc., pero el cárabo suele permanecer impasible, indiferente, como si la cosa no fuera con él. La tropa menuda del bosque siente hacia este pájaro una suerte de fascinación, mezcla de odio y pánico, fascinación semejante a la que experimentan las águilas y los córvidos hacia el búho gigante o gran duque, de la que se vale arteramente el hombre para cazarlos.

Y no es que el cárabo sea exclusivamente pajarero. El cárabo come básicamente ratones pero también cualquier clase de animal que le salga al paso: gusanos, babosas, caracoles. Su afición a establecerse en la proximidad de ríos o arroyos le lleva a ingerir también, como he comprobado varias veces, ranas y cangrejos. El cárabo suele cazar en ataques silenciosos y súbitos. Yo le he visto matar a un ratoncillo de un solo picotazo en la cabeza antes de que el minúsculo roedor pudiese pensar en defenderse. Con los pajarillos, su método de caza es más astuto. En el corazón de la arboleda, el cárabo aletea blandamente entre el follaje, golpeando las frágiles ramas con las alas y espantando a las avecillas que duermen en ellas, para capturarlas antes de que se repongan de su desconcierto.

Una noche, mientras leía en mi refugio de Sedano, me sorprendió un golpeteo reiterado en los cristales de la puerta vidriera. Levanté la cabeza y, ante mi asombro, divisé a un chochín diminuto que pugnaba por penetrar en la habitación. Detrás de él, a la luz del farol, divisé por dos veces la sombra del cárabo. Apenas abrí la puerta, el pajarito se introdujo en la casa y se posó en el respaldo de una silla. Nunca en la vida he visto un ave tan agitada como aquel chochín (al que puse a salvo sacándole por la puerta trasera, bajo los olmos), lo que prueba que, una vez desaparecido o a punto de extinguirse el gran duque, el cárabo ha pasado a convertirse en el rey de la noche, en el fanfarrón de la grey ornitológica.

Los jóvenes cárabos nos visitan puntualmente todos los estíos en mi refugio de Sedano. Deben de anidar en las concavidades de las rocas o entre las ramas de los altos pinos, sus querencias predilectas, aunque a veces lo hagan en torres o casas derruidas o en los pajares de casas habitadas. En la primavera del año 1977, la pareja de cárabos anidó en la manzanera de la Tobaza, lugar que sirve de trastero y es frecuentado por la familia Fisac Gallo. Ello prueba que el cárabo es proclive a la convivencia con el hombre y que su proximidad no sólo no le desazona, sino que la busca.

La historia que refiero a continuación da idea de la sociabilidad del cárabo. Antonio Nogales y Pilar Fisac -de la familia antes citada- atraparon un día un pollo al pie de un alcornoque, en su finca de El Gamo, próxima a Mérida. Le acogieron con mucho afecto, le alimentaron durante dos semanas y, en tan poco tiempo, el pájaro se avino, gustosamente, a vivir con ellos. Ya volandero, pasaba el día oculto en la sierra próxima y, al caer el sol, regresaba a casa y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, penetraba como un rayo por una ventana, se colgaba de una lámpara de pesas en el salón y durante horas se dedicaba a subir y bajar como en un tío vivo. Era un huésped simpático pero poco deseable: enredaba con todo, rompía cristales y porcelanas, se ensuciaba sobre los muebles. Total, que el matrimonio Nogales, ante la imposibilidad de corregirle, decidió un día, como en el cuento de Pulgarcito, abandonarle en el bosque. Le trasladaron en coche a diez kilómetros de la finca y le dejaron allí. Pero, ante su sorpresa, al retornar a casa se lo encontraron columpiándose en la lámpara del salón, como si nada hubiera ocurrido. La segunda vez, el matrimonio le llevó aún más lejos, a veinte kilómetros, pero los resultados fueron los mismos: el cárabo regresó. Un tercer intento, hasta más allá de Mérida, a treinta y cinco kilómetros de la finca, tampoco sirvió de nada. La querencia del animalito y su sentido de orientación eran capaces de vencer cualquier obstáculo. El matrimonio Nogales, en el fondo un poco conmovido por la afectuosidad del bicho, no tuvo más remedio que resignarse a su compañía; renunciaron a deshacerse de él y juntos convivieron dos años, hasta la muerte accidental del pájaro, guillotinado por una ventana.

Con leves variaciones, estos casos de domestiquez, fidelidad y mansedumbre son relativamente frecuentes, lo que significa que, si esta rapaz recibiera por parte de granjeros y campesinos una acogida amistosa, como la recibe la cigüeña, por ejemplo, sería sin duda una compañía habitual del hombre en los pequeños caseríos. Pero en los pueblos suele existir una prevención supersticiosa contra las aves nocturnas -verdadera animosidad en el caso de la lechuza-, que se agudiza con el cárabo debido, seguramente, a sus carcajadas siniestras.

Pero estábamos con la pareja de cárabos que anidó en la manzanera de la Tobaza. Aquello representó para mí una oportunidad de observar las diversas fases de la cría, desde el momento en que la hembra depositó dos huevecitos blancos y casi esféricos en las pajas, en un nido elemental, hasta que los pollos emplumaron y estuvieron en condiciones de volar. Después de la puesta, la hembra permaneció echada alrededor de dos semanas, período durante el cual el macho se ocupó de su sustento con puntualidad y diligencia.

En torno al nido, se amontonaban las pelotitas grises de las egagrópilas, formadas por los residuos de las presas -pelos, huesos, plumas- que el cárabo, como otras rapaces, devuelve por la boca ante la imposibilidad de digerirlas. El análisis de estas pelotitas nos permite conocer la alimentación de este pájaro, y, merced a ellas, pude averiguar yo que las parejas de cárabos que habitan en los farallones que festonean el río Moradillo, cerca del barrio de Lagos, comen -o comían, puesto que estoy hablando de antes de la epidemia de afanomicosis- cangrejos en cantidad.

Las egagrópilas, por otra parte, delatan, cuando son muchas, la presencia del cárabo. De ahí el cuidado que pone el macho en no deglutir los alimentos en las proximidades del nido o en cambiar de comedero para evitar su localización. No deja de ser curioso que el cárabo aproveche al máximo las noches de caza favorables, puesto que, en esos casos, caza no sólo lo que necesita sino lo que puede y, si las piezas exceden de su capacidad de ingestión y de la de sus polluelos, oculta las sobras en

algún escondrijo para comerlas al día siguiente. En las comarcas donde el alimento escasea y la familia es numerosa, el cárabo madre, convencido de la imposibilidad de sacar adelante a toda la prole, abandona a los más débiles y alimenta únicamente a los fuertes. Incluso se da el caso de que la madre sacrifique a los polluelos más endebles para reforzar la alimentación de los más vigorosos, caso de canibalismo no exclusivo de esta especie.

Pero esto es infrecuente. De ordinario, el cárabo -como sucede en Sedano- asienta en lugares boscosos, de bosque no excesivamente denso, y con una corriente de agua próxima, con lo que la arboleda y el río, donde suele bañarse con fruición, le suministran víveres frescos y abundantes para abastecer su despensa. También son raras las polladas numerosas. De ordinario, las crías de cárabo no exceden de cuatro, aunque, según afirman los ornitólogos, se han observado casos de hasta ocho y nueve huevos en un nido.

A mi refugio de Sedano, en el mes de julio, llegan los cárabos nuevos, nuestros vecinos, los nacidos en algún nido próximo, y se establecen en los árboles de los alrededores. Nunca se presentan más de tres y, alegres y locuaces, se pasan las noches en amistosos coloquios, con su "ti-juic", agudo y estridente, que intercambian, entre los hermanos, desde árboles diversos, nunca demasiado separados entre sí, y a veces desde lo alto de un poste de la luz, observatorio del que son muy querenciosos. En un territorio reducido, en los frutales de las huertas del valle o entre los pinos de la ladera, permanecen más de dos semanas, tan charlatanes a veces y tan inmediatos a la casa, que perturban nuestro sueño. Es la etapa del aprendizaje, cuando los padres les enseñan los distintos procedimientos de caza y los lugares más favorables para ejercitarla. Sin embargo, dado que las presas de estas rapaces son, salvo las orugas y, en cierto modo, los cangrejos, escurridizas y ágiles, su captura ofrece dificultades, por lo que, si los padres no muestran constancia en sus lecciones, puede ocurrir que los pollos, prematuramente abandonados, mueran de inanición antes de haber aprendido a cazar. Un año, creo que fue el 67, encontramos un cárabo joven muerto junto al transformador de la luz, a doscientos metros de la casa. Durante noches enteras, el pollito reclamó en vano; sus padres, considerándole maduro, le habían abandonado ya. Según los naturalistas, los pollos que mueren por esta razón sobrepasan en algunas comarcas el cincuenta por ciento. En ciertas zonas poco pródigas en alimento, el cárabo adulto caza también de día y sus reflejos y volatines no desmerecen a la luz del sol.

Mi hijo Adolfo, que cada verano observa pacientemente a los cárabos nuevos y los atrae con su "ti-juic" remedado a la perfección, ha llegado a intimar con ellos de tal modo que los pájaros permanecen inmóviles a metro y medio de su linterna y de su persona. Hubo un pollito, encantadoramente sociable, en el año 78, que a las once en punto de la noche llegaba al pino más próximo a la casa a exigir nuestra presencia y, hasta que no comparecíamos en el jardín, su llamada no cesaba. Mi yerno Pancho y yo salíamos con Adolfo y, ¡durante horas!, coloquiábamos con él, le enfocábamos con la linterna y le retratábamos sin que el animal se espantase de los fogonazos del flash. Su carita de viejecita escéptica llegó a hacérsenos tan familiar como el frágil petirrojo que baja cada tarde a picotear las migas de pan bajo la mesa de piedra donde comemos. A veces, un ruidito sospechoso le hacía volver la cabeza, y nos causaba asombro la elasticidad, la capacidad de giro de su ancho cuello, con un plumón todavía sedoso. Nuestro amigo el cárabo era capaz de retorcer el gaznate, como se retuerce una camiseta lavada para extraerle la última gota de agua, sin resentirse. La conversación y el clic del disparador de la cámara, en cambio, no le sobresaltaban. Todos nosotros conocíamos el rapto de agresividad de un cárabo que saltó sobre el fotógrafo Hosking, cuando pretendía retratarle, y le sacó un ojo, pero este hecho, sin duda, ocurrió en la fase en que el cárabo hembra acompaña a sus polluelos aún no volanderos a la salida del nido y está dispuesta a defenderlos hasta la muerte. El objetivo de nuestra cámara era distinto: un cárabo nuevo, confiado y sin resabiar. Cabía, claro está, la posibilidad de que la madre acechara entre el follaje y nos atacara de improviso, pero la verdad es que no tuvimos conciencia de este riesgo. Otorgamos nuestra confianza al carabito y él nos correspondió. Y la noche que, por una causa o por otra, tardábamos en aparecer para la consabida tertulia, él requería nuestra presencia a voz en cuello. Ciertamente se trataba de un cárabo excepcionalmente simpático, bien dotado para la convivencia.

Mas al cabo de veinte días, más o menos, ocurrió algo chocante: el cárabo se fue. Oíamos su "ti-juic" insistente desde el castaño de indias de la carretera, pero no se acercaba a la casa, a pesar de las reiteradas llamadas de Adolfo. Su decisión de abandonarnos parecía inconmovible, definitiva. A la noche siguiente, nuestro amigo reclamaba desde el tilo de Valdemoro, doscientos metros más abajo.Y así continuó su huida, alejándose gradualmente cada noche, de cien a ciento cincuenta metros, carretera adelante. Las primeras noches le acompañamos, incluso trabamos diálogo con él, pero ya no era el coloquio confianzudo de antaño. Cubierto por el follaje, el cárabo se mostraba desabrido y adusto y la posibilidad de acercarnos y fotografiarle había desaparecido.

Adolfo, valiéndose de la bicicleta, siguió al joven cárabo en su éxodo y cada mañana nos daba el parte: el pájaro había avanzado otros doscientos metros, estaba ya en las Revueltas, a tres kilómetros de Sedano. Noche a noche, con tenacidad y constancia, mi hijo visitaba al cárabo en su progresiva huida, charlaba con él estacionándose bajo el árbol que delimitaba cada nueva etapa. De esta forma, a mediados de septiembre, el cárabo llegó a Covanera, el pueblecito inmediato, a cinco kilómetros de Sedano, y allí, definitivamente, se perdió. ¿Subiría por la carretera de Santander? ¿Cogería la de Burgos hacia Tubilla del Agua? ¿Cortaría monte a través? ¿A dónde se dirigía en esta espantada lenta pero inexorable? Los merodeos de Adolfo por una carretera y otra, sus llamadas estridentes y melosas, "ti-juic", no tuvieron el menor éxito, no recibieron respuesta. El joven cárabo había roto sus lazos familiares, no sólo con sus padres y hermanos, sino también con nosotros, sus amigos.

Meses más tarde, mi hijo Miguel, biólogo en Doñana, vino a visitarnos y nos aclaró el misterio. Los cárabos, como muchas otras aves y no pocos mamíferos, delimitan un terreno, su cuartel, donde viven como dueños y señores. No admiten intrusos. De ahí que al llegar a su pleno desarrollo hayan de abandonar el lugar donde nacieron, su patria chica y cuartel de sus progenitores, para buscar otro sin titular, tarea a veces tan aleatoria como encontrar una plaza vacante de médico rural. Los jóvenes cárabos inician así su peregrinaje que nadie sabe dónde puede terminar. En ocasiones bastan unos kilómetros, pocos; otras, necesitan cientos de ellos, para encontrar un territorio libre. Su llamada nocturna, acogida por el "juuuj-ju-juuuuuj" sarcástico o furibundo de un adulto, les indica que es preciso proseguir viaje, que aquella parcela está ocupada. Así, hasta que un buen día, o, por mejor decir, una buena noche, su llamada no halla respuesta. Al fin ha encontrado el cárabo adolescente un lugar donde establecerse, un lugar a la luna donde poder vivir y procrear, fundar una familia para que, a su vez, los pollos nuevos reincidan al otoño siguiente en la aventura del exilio.

A veces, en la soledad de nuestro refugio de Sedano, cuando el grito o la risotada del cárabo quiebran el silencio de la noche, nos preguntamos qué habrá sido de nuestro amigo, aquel pájaro afable, confiado y charlatán, con cara de viejecita escéptica, que sostenía nuestra mirada y soportaba los destellos de los flashes con la gracia y la naturalidad de una empingorotada estrella de cine.

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