Dubslav recibió al mismo tiempo la noticia de la muerte repentina de su madre y la noticia igualmente inesperada y más chocante si cabe de haberle sido concedido a ella el Premio Europeo a la Realización Científica por sus descubrimientos en el campo de la oftalmología; las dos noticias, contenidas en un solo y escueto telegrama del Ministerio de Asuntos Exteriores, le llegaron, a través de la Embajada Española en N’Djamena, de manos de un médico noruego de pelo blanco, quizá albino de origen, tez curtida por los rigores del clima y la intemperie, huraño y abatido. Había acudido años atrás a esta región (la llamó ce replis de la terre como si Dubslav hubiera de reconocer de inmediato el origen de la cita) con la mejor disposición y las más nobles intenciones; luego el tiempo, las penurias (también cosas vistas y oídas) habían acabado convirtiéndolo en el hombre derrotado de hoy: un europeo civilizado sin reparo alguno en confesar su desprecio por los nativos, a quienes no obstante seguía atendiendo contra viento y marea, con la mayor entrega y eficacia. Probablemente era un buen médico o, al menos, un profesional suficiente para el lugar.
A su paso por el poblado de camino hacia otro poblado, tierra adentro, visitó a los enfermos, entregó a Dubslav los dos telegramas y al cabo, sin atender a los ruegos de éste, emprendió viaje hacia el sudeste en una camioneta habilitada como hospital ambulante; había salido aquella misma mañana de Hjader y veía preciso estar en Kmura antes del anochecer; no podía perder el tiempo en finezas.
– Pero yo debo regresar sin falta a Madrid, cuanto antes, dijo Dubslav; vea usted mismo el telegrama: mi madre acaba de fallecer.
El médico noruego disparaba de cuando en cuando su revólver al aire para espantar a los nativos; así, dijo, no se atreverían a reventarle las ruedas de la camioneta, como deseaban hacer, como habrían hecho con gusto, dijo, simplemente para impedirle llevar remedio a los enfermos de otros poblados vecinos, de su misma etnia, pero rivales por unas razones atávicas, sin origen ni fundamento, pero firmemente arraigadas en lo más oscuro y mugriento de la memoria colectiva.
– Pero mi madre acaba de fallecer, insistió Dubslav.
– En tal caso, no había prisa, respondió el médico noruego. Si saliera ahora mismo hacia Madrid, cosa de todo punto imposible, no llegaría al entierro, le hizo ver, y para las exequias disponía del resto de su vida. Él, en cambio, había de conducir treinta y cinco millas a campo traviesa antes de caer la noche, so pena de ser sorprendido por los beduinos, apresado y conducido a una jaima y allí, según dijo él mismo, sometido a una vejatoria y dolorosa sodomización.
Dubslav interrogó con la mirada al hechicero y éste, por toda respuesta, movió la cabeza en forma afirmativa, se señaló a sí mismo y luego, en un gesto amplio, al resto del poblado, dando a entender lo generalizado de aquella experiencia, no por habitual menos traumática. Dubslav se dio cuenta del riesgo corrido y de su buena suerte: en el largo viaje no había tenido ningún encuentro fortuito con los beduinos. En esto, como en todo, siempre había sido una excepción, un individuo ajeno a la estadística, con todas las ventajas pero también con todos los inconvenientes de este extraño privilegio.
Comprendiendo las razones del buen doctor, Dubslav lo dejó marchar. Luego reflexionó sobre lo ocurrido. La noticia de la muerte de su madre le había producido una consternación mitigada por la lejanía: aquí todo le parecía remoto, casi inverosímil. El telegrama (enviado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, fechado tres días antes) no explicaba la causa del fallecimiento; Dubslav había estado con su madre poco antes de emprender este viaje y la había encontrado bien, pletórica de energía; tal vez había sufrido un ataque fulminante, pensó. Si hubiera muerto de resultas de un accidente el telegrama lo habría mencionado. Todo esto, sin embargo. carecía ya de importancia.
Dubslav no había conocido a su padre, un cirujano yugoslavo llamado Dubslav, a secas. Su madre juraba haber olvidado el apellido de aquel hombre, por lo demás casado, con trabajo y familia en Belgrado cuando ambos coincidieron en un congreso celebrado en Taormina y compartieron dos noches de desapasionada intimidad. Seguramente el cirujano yugoslavo nunca sospechó haber engendrado a Dubslav en aquella ocasión ni supo luego de su existencia. En esta ignorancia, por lo demás, no había habido premeditación alguna. Simplemente su madre descubrió el embarazo de regreso a España y decidió tener aquel hijo, desoyendo con ello los consejos de amigos y colegas. Todos le auguraban el final de una carrera prometedora por culpa de este tropiezo, en una España exageradamente celosa de la conducta moral de las mujeres, dispuesta a castigar con el aniquilamiento cualquier desliz, y aún más un desliz con consecuencias tan notorias. Precisamente ahora, le dijeron sus amigos y colegas, cuando empezaba a hacerse un nombre en el mundo académico, un triunfo desusado, tratándose de una mujer. Ya se verá, había respondido ella, si alguien tiene un problema en los ojos y yo se lo resuelvo, vendrá igual.
En esto llevaba razón y el tiempo acabó por dársela. La presencia poco conspicua pero de todos conocida de un hijo ilegitimo no le impidió proseguir su carrera y colmar con creces las grandes esperanzas depositadas en ella por sus maestros. De seguro se habría convertido en una celebridad si sus éxitos científicos hubieran trascendido al gran público en vez de haber estado restringidos a un círculo limitado de especialistas, pero esto a ella nunca le importó: era de natural retraída en extremo y prefería las ventajas del anonimato a los halagos de la fama. Ahora, finalmente, le llegaba el reconocimiento de la sociedad en forma de un premio internacional otorgado el mismo día de su defunción. Esta coincidencia se le antojaba a Dubslav irónica y siniestra. Ahora Dubslav se arrepentía de haber emprendido aquel viaje estéril, y así se lo confesó al hechicero. El hechicero, acostumbrado a los bruscos decaimientos de Dubslav, le propuso una solución intermedia. Si se apresuraba y no tropezaba con ningún obstáculo, tal vez pudiera llegar en dos días a Bruselas, donde tendría lugar la concesión del premio, y recogerlo en nombre de su difunta madre. este seria. en fin de cuentas. el mejor homenaje.
Dubslav reflexionó un instante y comprendió lo acertado de la sugerencia.
¿Cómo había ido a parar Dubslav a aquel rincón olvidado del planeta?
Cuatro meses atrás. mientras se bañaba en una playa de la Costa Brava, excesivamente concurrida para su gusto. Dubslav había sentido un leve golpe en la nuca acompañado de una sensación confortante como el roce de una mano tibia en la frente. Como en otra ocasión había experimentado el mismo síntoma y recordaba las consecuencias inmediatas, había nadado con tesón hasta la orilla; allí se desplomó, boca arriba. No se le nubló la vista sino el cerebro: veía el cielo y el sol y los cuerpos de los bañistas, pero no comprendía ni su actitud expectante ni su desconcierto. Deseoso de aclarar la situación, acertó a murmurar: No tengo hernia de hiato. Luego sucumbió a la parálisis exterior e interior. Unos voluntarios de la Cruz Roja lo colocaron en una camilla, lo cargaron en una ambulancia y ésta lo condujo al Hospital de Gerona, donde ingresó cadáver. Así estuvo un tiempo indefinido (seis días y cinco noches, le dijeron luego) en estado de suspensión, conectado a una batería de máquinas, a la espera de un apagón o de una decisión facultativa, sin dolor ni placer, sin curiosidad ni hastío. A veces tenía episodios fugaces de discernimiento, imperceptibles para los demás; entonces oía palabras sin atender a su significado, con irritación, como si hubieran sido dichas para interferir enojosamente en su reposo. Luego recaía en la más completa indiferencia, sólo rota de cuando en cuando por una visión reiterada: un paisaje árido, una luz cegadora, sombras moviéndose al compás de un latido grave y monótono. De esta visión había de quedar impreso en la conciencia de Dubslav un recuerdo preciso y la certidumbre de haberla vivido por anticipado; en sus fugaces periodos de lucidez, sólo percibidos por el propio Dubslav, tomó la decisión de volverla a vivir en la realidad, como una obligación perentoria contraída con el mundo material, si regresaba a él. Pese a las apariencias, como el propio Dubslav supo desde el principio. aquella visión no tenía nada de vivencia mística; por el contrario, para Dubslav la visión era fácilmente explicable: la víspera del colapso. solo en la habitación del hotel de la Costa Brava donde se proponía pasar unos días descansando de un viaje fatigoso. había visto por la televisión distraídamente, en estado de duermevela, un reportaje sobre cierta región desértica y hostil. maltratada igualmente por la naturaleza y por los hombres. Allí la supervivencia era imposible y. sin embargo, la presencia humana era un hecho incontestable. Dubslav no sentía simpatía alguna por este tipo de obstinación, totalmente contrario a su modo de entender la vida. No obstante, las imágenes debieron de quedar grabadas con fuerza insospechada en algún rincón de su memoria. Ahora, antes de abandonar el mundo, les pasaba revista como si la contemplación descuidada de aquel programa de televisión, carente de todo interés para Dubslav, hubiera sido la última de una larga serie de gestiones. Ésta había sido su última ocupación: ahora gradualmente la imagen iba perdiendo la nitidez, la claridad, el brillo; el sonido ya era casi imperceptible.
Recobró el sentido al oír la voz de su madre. Luego se preguntaba con exasperación si no había sido esta voz la causa real de su regreso al mundo de los vivos. De ser así habría sido igualmente un fenómeno raro: Dubslav no creía tener con su madre un vínculo afectivo tan poderoso. Por el contrario, sus relaciones siempre habían sido distantes, caracterizadas por una superficial cortesía. Ella nunca había manifestado por su hijo ningún cariño y Dubslav, retrocediendo de despecho en despecho por la senda del descontento, había acabado por reprochar a su madre la forma negligente de su concepción. No aspiraba a ser fruto del amor y la voluntad; se habría conformado con haber nacido, como la mayoría de las personas, de una benévola predisposición a las improvidencias del ardor. Pero no era éste su caso. La propia experiencia e incluso algunas manifestaciones oblicuas de su madre condujeron a Dubslav a una conclusión tal vez errada en términos objetivos pero válida para él mismo, según la cual su madre habría buscado aquella remota aventura pasional con el propósito deliberado de quedar embarazada, y habría tenido un hijo en circunstancias irregulares precisamente para granjearse el rechazo irrecusable de la sociedad, para cortar en forma irremisible todo vinculo con esta sociedad: en suma, para obtener por este procedimiento drástico la soledad indispensable para llevar a cabo sus investigaciones científicas. Otros reproches no podía hacerle: desde el momento de su nacimiento Dubslav había vivido separado de su madre (pues de lo contrario se habría convertido en el principal obstáculo a su trabajo), pero había sido atendido meticulosamente por una serie inacabable de amas, institutrices y enfermeras. Recibió una educación escolar esmerada y costosa, y en internados estivales aprendió lenguas de inmediata aplicación. Durante todos estos años formativos vio muy poco a su madre y nunca en condiciones favorables para establecer una relación de afecto o de confianza. Otra cosa, conforme a la teoría elaborada por el propio Dubslav, habría estado en contradicción flagrante con los motivos de su engendración maquinal, de la función secundaria deliberadamente asignada a su existencia. Por eso a la hora de elegir una profesión no se le pasó por la cabeza estudiar medicina para especializarse luego en oftalmología, pese a ser hijo no ya de una, sino de dos celebridades en esta especialidad. De hecho, no eligió profesión alguna. Ingresó por inercia en la universidad e inició sucesivamente estudios de filosofía, de arte y de literatura, y los fue abandonando uno tras otro hasta agotar el tiempo prudencial asignado por la sociedad a un universitario. Entonces se dedicó a viajar. Su madre le había facilitado esta salida (como había fomentado indirectamente su irresolución, quizá sin proponérselo) asignándole una renta suficiente para cubrir sus necesidades y caprichos. Tal vez con esta generosidad inusitada pretendía compensar los años de abandono o tal vez consideraba a Dubslav incapaz de satisfacer sus propias necesidades. La relación entre ambos se había ido haciendo cada vez más formal: cualquier posible roce se solventaba sin dificultad; por firme decisión de ambas partes, ningún incidente favoreció su aproximación o su alejamiento; y cuando Dubslav empezó a viajar en forma permanente, incluso esta relación esporádica quedó rota.
Durante varios años Dubslav vagó por Europa, de ciudad en ciudad, sin buscar nada ni rechazar nada. La educación recibida y el aprovechamiento de la experiencia adquirida en estos mismos viajes lo mantenían a salvo del hastío. Nunca cayó en las tentaciones propias de la vida fácil y errática y no contrajo ningún vicio, no tanto por integridad moral como por evitar cualquier forma de dependencia. Había heredado el carácter fieramente solitario de su madre y se preguntaba a veces si su padre no poseería idénticas características, si no estaría tratando a su familia en Yugoslavia con la misma indiferencia, entregado en cuerpo y alma a sus investigaciones. Pero esta pregunta no le inquietó hasta el extremo de impulsarle a hacer averiguaciones al respecto: jamás dio un paso encaminado a saber algo acerca de su padre ni sus incesantes viajes lo llevaron a Yugoslavia, donde habría podido indagar en el reducido círculo de los especialistas en oftalmología. Prefirió dejar a su padre en la ignorancia de tener un hijo llamado como él, Dubslav, y él, por su parte, continuar sin un padre innecesario a aquellas alturas de su vida. En realidad, Dubslav no necesitaba a nadie: era agradable de aspecto y de trato, culto y acomodado; si bien rehuía por principio el contacto con la sociedad, no le faltó, cuando quiso, la camaradería ocasional de los hombres ni la compañía de las mujeres. Pero siempre eludió la intimidad y cortó de raíz cuanto pareciera preludio a una vinculación. A la edad de treinta años aún no había conocido ni la felicidad ni el sufrimiento.
Tal vez por esta causa, cuando un trastorno biológico lo colocó a las puertas del más allá, no hubo nada en su interior capaz de obstaculizar un tránsito indoloro hacia la salida de un mundo habitado hasta entonces con sosiego y deleite, pero sin gratitud ni apego. Sólo en el último instante La voz de su madre, oída en forma inopinada y fortuita (unas palabras dirigidas a otro especialista, en el frío tono profesional de la persona habituada a los casos clínicos más dramáticos, para recabar información sobre su hijo, ya desahuciado, sin el menor rastro de conmiseración ni de reparo a su presencia, convencida de no ser oída por él), lo sustrajo al plácido desenlace, infundiéndole una mezcla de rebeldía y de coraje hasta entonces ajenos a su ánimo.
Los médicos se sorprendieron de esta reacción y se mostraron cautos a la hora de emitir un pronóstico. Le preguntaron si había experimentado anteriormente los mismos síntomas y Dubslav les refirió una experiencia reciente.
Unos meses atrás, Dubslav había asistido en Berlín a un concierto de la Orquesta Filarmónica. La música era su única pasión, le gustaba por encima de todas las manifestaciones del espíritu, seguramente por su naturaleza incorpórea y efímera, destinada a extinguirse en el acto mismo de su existencia, a convertirse de inmediato en recuerdo inestable y falaz. Nada le producía tanto bienestar como regresar a un hotel donde nadie le esperaba, caminando solo en una noche de invierno por las calles de una ciudad mal conocida, rodeado del silencio más profundo, cuando el frío se había apoderado paulatinamente del aire, de la luz, de los colores y de los sonidos. En esta ocasión (en Berlín) caminaba por un parque desierto: los árboles estaban sin hojas y las farolas reflejaban su resplandor amarillento, nimbado de humedad, en el asfalto mojado del sendero; había hielo en las orillas. Dubslav notó un golpe en la espalda, cerca de la nuca, como si alguien le hubiera arrojado un objeto blando, pero al mirar en todas direcciones no vio a nadie. No le extrañó: más le habría sorprendido la presencia de un bromista en aquel lugar, a aquella hora, en aquel clima gélido, a la espera de un paseante improbable. Al mismo tiempo sintió en la frente la misma caricia cálida y confortadora; le invadió una sensación de bienestar y de extrema debilidad. Consiguió alcanzar un banco de madera y se sentó; ahora ola a lo lejos pero con nitidez los compases de la Cuarta sinfonía de Bruckner recién escuchada, como si la orquesta, una vez desalojado el auditorio, hubiera decidido volver a ejecutarla, y él pudiera oírla a través de las paredes insonorizadas del edificio en la quietud del parque. Probablemente habría muerto a causa del frio si a1 cabo de un rato, cuando ya se había rendido a1 dulce influjo de la música, no hubiera distinguido claramente la voz del director de orquesta sobresalir del tumulto de los instrumentos y gritar: Scheiße con brío! Esta admonición, inadmisible en una persona de probada seriedad, le obligó a regresar al mundo de los vivos. No sin esfuerzo recobró el aliento y la energía, se levantó y siguió caminando hasta llegar al hotel aterido y derrengado.
Al día siguiente regresó a Madrid y allí le contó lo sucedido a un amigo médico. Éste, alarmado, lo hizo acudir a varios especialistas. Todos ellos alcanzaron un mismo diagnóstico: el desmayo sufrido en Berlín había sido un primer aviso. Probablemente. le dijeron, no habría un segundo aviso.
Los médicos del hospital de Gerona, al oír este relato, manifestaron su coincidencia de criterios y su asombro: su recuperación podía considerarse milagrosa. Sin embargo, le dijeron, hasta los milagros tenían un límite. Pronto se produciría un tercer ataque y éste sería sin duda el definitivo. No sabían de ningún tratamiento preventivo, pero el reposo y la sobriedad tal vez retrasaran lo inevitable. En todo caso, le recomendaron tomar las disposiciones oportunas. Dadas sus circunstancias familiares. Dubslav no debía tomar ninguna, pero se abstuvo de decírselo a los médicos.
Se sentía bien, como si nada le hubiera sucedido. Decidió no atender las bienintencionadas indicaciones de los médicos y aprovechar el escaso residuo de sus días del modo más apropiado.
Desde el mismo hospital llamó a los estudios de televisión para pedir información sobre el documental emitido la víspera de su trastorno; a fuerza de insistir alguien acabó respondiendo a sus preguntas: en realidad el documental formaba parte de un lote de documentales similares comprados años antes, a muy bajo precio, a una distribuidora extranjera; sin embargo no podían darle el nombre de la distribuidora por razones de ética comercial. Localizar la distribuidora le costó más trabajo, pero no tenía otro quehacer. Finalmente sus pesquisas dieron resultado: se trataba de un reportaje realizado por un equipo inglés en una zona divisoria entre varios países del noroeste de África aprovechando una tregua en una serie ininterrumpida de choques fronterizos, guerras civiles y conflictos tribales. En realidad el equipo de reporteros se había desplazado a la zona con el propósito de filmar los estragos producidos por una de estas contiendas, pero había coincidido con un periodo de tranquilidad insólito y de imprevisible duración. Entonces, para no regresar con las manos vacías, el equipo había realizado un documental de tipo etnológico, aun a sabiendas de su escaso interés lucrativo. Si lo deseaba, la empresa distribuidora podía proporcionarle una copia del documental a portes debidos. Dubslav dio las gracias pero declinó la oferta: no tenía el menor interés en el documental, ni siquiera en las circunstancias reflejadas en el documental. Sólo queda fijar en el mapa el lugar donde había sido rodado y visitarlo. Tampoco a este respecto abrigaba el menor engaño: éste no era un viaje de iniciación, ni esperaba obtener ninguna revelación como recompensa a sus esfuerzos, ni menos aún obtener un atisbo sobre el sentido de su existencia; cuando emprendió el viaje estaba convencido de estar viajando hacia una decepción y se preguntaba si la decepción no era en realidad el objeto último de su búsqueda.
En el Ministerio de Asuntos Exteriores le informaron acerca de la situación en la región: en este momento reinaba una tregua precaria; de todos modos, viajar allí era en extremo desaconsejable. Asolada por décadas de violencia, la región seguía infestada de despojos de antiguos ejércitos en desbandada, movidos por el afán de pillaje o de venganza, y de un número ingente de mercenarios, aventureros, agitadores y simples criminales, verdaderos psicópatas establecidos allí no tanto para medrar como para dar rienda suelta a sus peores instintos en la más completa impunidad, al amparo de la confusión. En caso de peligro, le dijeron, el Ministerio de Asuntos Exteriores no podía comprometerse a brindarle ningún tipo de amparo. Dubslav agradeció la información y el consejo y persistió en su idea.
Aviones cada vez más desvencijados lo fueron depositando en aeropuertos cada vez más pequeños. Finalmente una avioneta increíblemente vieja (un decrépito caza de hélice, superviviente de la Segunda Guerra Mundial, con el motor recompuesto con elementos heterogéneos procedentes de las máquinas más dispares pero con las ametralladoras conservadas con esmero en perfectas condiciones de uso) aterrizó sobre una pista de tierra batida en mitad de un páramo. El piloto le hila apearse y despegó de inmediato. Al cabo de un rato vino a buscarle un jeep conducido por un negro harapiento. Dubslav subió al jeep sin decir nada y ambos hicieron en silencio un trayecto considerable hasta llegar a un barracón camuflado en una depresión del terreno para pasar inadvertido a los piratas aéreos. En el interior reinaba una temperatura tan abrasadora como en el exterior, pero dentro el aire era viciado y maloliente. El dueño dijo ser portugués, pero sólo hablaba un francés entrecortado, vacío de sintaxis, rico en juramentos y obscenidades y plagado de expresiones dialectales incomprensibles. Aquél no era un lugar santo, aclaró señalando unos anaqueles polvorientos donde se podían ver, apiladas sin el menor disimulo, armas y municiones, bebidas alcohólicas y una colección de vídeos pornográficos tan nutrida como inusitada en una zona adonde no había llegado ni había de llegar en muchos años la energía eléctrica. No era ciertamente un establecimiento fino, sino un lugar infame, como él mismo, agregó el presunto portugués señalándose a si mismo con un gesto jactancioso y un punto tímido, como si implorase de su interlocutor la aceptación de aquellas inculpaciones sin más prueba. Dubslav creyó estar en presencia de un hombre bueno, quizá un verdadero santo laico, obligado a fingirse infame para sobrevivir en un mundo verdaderamente infame, donde la infamia de cada uno equilibraba la infamia de los demás. Allí, agregó el presunto portugués, nadie los veía ni los oía, nadie sabia de la presencia de Dubslav en aquel lugar, salvo el piloto de la avioneta, un ser tan infame como él mismo y cómplice de él y de otros muchos en innumerables delitos; nada impedía en efecto al presunto portugués asesinar a Dubslav en aquel mismo instante y enterrarlo en el desierto, donde nadan miles de esqueletos de soldados abandonados por sus compañeros de armas en el tumulto y el pavor de la retirada, comidos por los buitres y luego incesantemente sepultados, exhumados y vueltos a sepultar por las dunas móviles, pero milagrosamente conservados gracias a la sequedad de la atmósfera y a la ausencia perpetua de lluvia. Ni siquiera el más experto detective provisto de los aparatos más modernos de detección podría identificar el cadáver de Dubslav entre aquella muchedumbre de esqueletos, en el supuesto de haber sido enviado allí en busca de Dubslav, cosa improbable: los clientes de aquel barracón infame nunca dejaban atrás a nadie interesado en su desaparición o en su posible paradero. Ni siquiera el más codicioso heredero consideraría rentable enviar allí un detective, y menos aún provisto de los aparatos más modernos de detección, a cavar en las dunas sembradas de esqueletos milagrosamente conservados y empeñados años tras años en entrar y salir incesantemente de sus tumbas, como para recordar a los vivos los horrores de la guerra. Pero Dubslav no debía abrigar ningún temor: él no tenía la menor intención de hacerle daño: no en vano Dubslav había demostrado ser un buen cliente depositando con anterioridad, conforme a lo convenido a través de un turbio intermediario de Roma, el precio total de la mercancía y los servicios en un banco panameño.
Acabado este discurso (de hecho, una versión rústica de la verbosidad del comerciante convencional deseoso de justificar ante el cliente y ante su propia conciencia unos precios desmedidos), el presunto portugués hizo entrega a Dubslav de los pertrechos necesarios para proseguir el viaje. Las provisiones alimenticias consistían en unas latas donde todavía figuraba el nombre de un organismo internacional y la finalidad de su envío: paliar las necesidades apremiantes de los refugiados de la región. También el botiquín de campaña era de dudosa procedencia y todos los medicamentos estaban caducados desde hacía varios años. En cambio no ofrecía duda el origen del vehículo asignado a Dubslav: dos décadas atrás una conocida empresa de bebidas refrescantes había hecho una breve tentativa de organizar una red de distribución en la zona pero pronto comprendió la inutilidad del proyecto y abandonó el campo sin molestarse siquiera en repatriar el material; ahora el presunto portugués le arrendaba una camioneta adaptada a las condiciones adversas del terreno pero todavía decorada con un logotipo de vivos colores, cubierto de polvo pero también preservado milagrosamente. Adentrarse en aquellas tierras ignotas y azarosas anunciando un refresco de frutas no sólo era un acto temerario sino ridículo, pero Dubslav no puso objeción alguna; cargó en la camioneta las vituallas, los neumáticos de recambio y los depósitos adicionales de gasolina, verificó el funcionamiento del motor y se dispuso a partir.
Antes, sin embargo, en vista del buen talante mostrado por Dubslav durante su truculenta perorata, el presunto portugués, adoptando un tono mucho más cordial, casi servil, trató de suministrarle algunos productos de su almacén por si quería comerciar con ellos. Nadie se adentraba desde hacía mucho en la región, le dijo, y el portador de cualquier mercadería sin duda había de encontrar entre los nativos un mercado con escaso poder adquisitivo, pero ávido de novedades y rarezas.
– Siga mi consejo y llévese esto. le dijo con expresión ladina señalando una hilera de botes de plástico descoloridos por la acción del tiempo, es tinte para el cabello. Nada ilusiona tanto a los nativos como teñirse de rubio, precisamente aquí, donde la falta de agua no permite a nadie lavarse la cabeza siquiera una vez al mes. Por supuesto, no son tontos: con la piel como el carbón y las facciones de simio, nadie pretende hacerse pasar por sueco. Simplemente, les gusta, como en nuestros países las joyas y los vestidos caros gustan a las mujeres viejas y feas. Será un símbolo de estatus o llámelo como quiera. Dubslav compró dos docenas de botes y los cargó en el camión: allí sobraba espacio y le convenía estar a bien con el presunto portugués.
Viajó durante tres días por el desierto sin avistar ningún ser viviente salvo linos lagartos enormes, inmóviles, de escamas ocres y mirada opaca, apostados en los vértices de las rocas para ver pasar la camioneta, y unas aves carroñeras en vuelo perpetuo y majestuoso, siempre a la espera de un desenlace aciago y nutritivo. Incapaz de orientarse por las estrellas, debía dormir de noche y conducir bajo un sol de fuego, con la ayuda de la brújula y el mapa. Cada pocos kilómetros debía detenerse y cambiar un neumático, reventado por el calor y las grietas del terreno. Casi ciego, deshidratado, con la piel cuarteada y el entendimiento extraviado, llegó finalmente ante una cruz de término. Era una cruz de piedra, como había visto muchas en los cruces de caminos de España. Le sorprendió grandemente encontrarla allí, pero en cambio no le sorprendió ver al diablo apostado junto al asombroso jalón. Como Dubslav sabia, esta imagen se correspondía con las viejas leyendas sobre la presencia del diablo en las encrucijadas, impedido de entrar en los pueblos por la presencia misma de la cruz y obligado a esperar allí pacientemente la llegada de algún caminante dispuesto a vender su alma. Ahora aquella fantasía infantil se materializaba ante sus ojos con la apariencia de un individuo de edad indefinida, piel bermeja, facciones amadas, cuernos y rabo.
Dubslav bajó del camión y se dirigió hacia aquella extraña presencia. Cuando estuvieron frente a frente, el diablo, señalando la camioneta y en un francés moroso pero no inseguro, preguntó: Mirinda est de retour? Dubslav respondió: Non, non, je ne suis pas Mirinda, je m’appelle Dubslav el je suis moi-même. El diablo se limitó a suspirar y exclamó: Dommage! A continuación, sin embargo, añadió: Mais je comprends… je comprends. Llevaba atada al cinturón una calabaza de agua y se la ofreció a Dubslav. Este bebió un sorbo largo. Dentro de la calabaza había un liquido tibio y poco grato al paladar, pero vivificante de todos modos. Cuando hubo bebido, Dubslav volvió a examinar a su interlocutor y se percató de su error: no se trataba del diablo, sino de un hombre pintarrajeado de rojo y tocado con extraños aditamentos. El propio individuo, advirtiendo la curiosidad del recién llegado, se encargó de disipar sus últimas dudas.
Era, en realidad, el hechicero de un poblado cercano. Unas horas antes habían acudido a su choza unos pastorcillos a referirle con gran excitación el hallazgo de un extraño monumento en mitad del desierto, en un lugar bien conocido de los pastores, donde antes no había habido nunca nada. Para aquellos mozalbetes ignorantes y supersticiosos, la súbita erección de un objeto de piedra de grandes dimensiones y, por consiguiente, muy pesado, sólo podía ser obra de los malos espíritus. Por esta razón habían ido en busca del hechicero. Este se mostró escéptico. pero no eludió su responsabilidad y se dirigió al lugar indicado a verificar el suceso con sus propios ojos. Antes. sin embargo, por razones rituales y, en el fondo, de prestigio personal, se embadurnó de pintura y se colocó unos amuletos supuestamente protectores, si bien él mismo los calificaba de «payasiles». Ahora llevaba varias horas instalado allí, tratando de dilucidar el origen de aquel tótem. sin duda cristiano, cuyo origen no presentaba a sus ojos misterio alguno. En su opinión, el tótem había sido erigido varios siglos atrás, tal vez en tiempos de las cruzadas, abandonado luego y de inmediato sepultado por la arena del desierto. Ahora, por un capricho de los vientos, las dunas se habían desplazado dejando el tótem al descubierto. Ésta había sido su conclusión inicial. Luego, sin embargo, la repentina aparición de Dubslav y su camioneta de re· parto le habían hecho dudar y por un momento había llegado a pensar si no se encontraría efectivamente ante un fenómeno de orden sobrenatural.
Dubslav le tranquilizó al respecto: no había nada sobrenatural ni en su persona ni en su estrafalario vehículo. Sólo era un viajero perdido en el desierto y medio muerto a causa de la deshidratación.
A instancias del hechicero, fueron ambos al poblado de este último, donde la llegada de la camioneta despertó un alborozo seguido del consiguiente desengaño. Estas emociones relegaron al olvido la aparición de la cruz de término y, en consecuencia, el meritorio trabajo del hechicero, por el cual, según pudo apreciar Dubslav casi de inmediato, la gente no sentía mucho respeto. Tampoco manifestaban al respecto irreverencia ni descaro. Simplemente, todo parecía traerles sin cuidado.
No era para menos. En aquel lugar devastado, arruinado y desierto la tierra amarilla quemaba tanto como los rayos del sol. El viento y la arena habían horadado las rocas. En el poblado las casas eran de adobe, exiguas, sucias y endebles; si sobre ellas hubiera caído un simple chaparrón las habría disuelto. Tal vez, se dijo Dubslav, el diluvio universal fue sólo un chaparrón en un lugar similar a éste; tal vez aquí mismo se originó la historia de la raza maldita, pero con un desenlace distinto; tal vez en fin de cuentas la raza maldita consiguió sobrevivir para seguir pecando. Ahora, ignorantes del pasado, desinteresados por el presente y sin esperar nada del futuro, estas gentes habitaban el lugar con apatía. No había allí razón alguna para seguir viviendo, pero lo hacían, no por perseverancia. sino por embrutecimiento. Desde luego, no amaban su tierra, ni tenían motivos para amarla. Tampoco la respetaban: sin el menor reparo arrojaban basura ante la puerta de sus casas, en las intersecciones de las tortuosas callejas del poblado; los animales muertos se pudrían al sol, despanzurrados por las aves carroñeras y cubiertos de moscas y gusanos. El hedor era insoportable. Los hombres se orinaban encima de los bebés para preservarlos de los merodeadores: Les chacals n’aiment pas les enfants pisseux, explicó el hechicero a Dubslav.
Pasado el primer momento de curiosidad, motivado especialmente por la camioneta, los habitantes del poblado acogieron la presencia de Dubslav entre ellos con una naturalidad rayana en el desdén. Sin embargo su actitud no provenía de un sentimiento de desprecio hacia aquel extranjero extraviado y desvalido: incapaces de verse a si mismos, no encontraban en el recién llegado nada digno de ser notado. nada elogioso ni censurable. Dubslav agradeció esta actitud y se adaptó sin esfuerzo a la situación.
Con una repugnancia mitigada por el apetito consumió unos horribles comistrajos en los pucheros comunes, y bebió el agua sucia, cenagosa, infestada de gusarapos, proveniente de unas pozas profundas, hediondas, malsanas; luego trataba de llenar las horas deambulando por el poblado, olisqueado por perros y acosado por cabras sin dueño. Al llegar la noche dormía en la camioneta.
Inicialmente, para no subsistir a costa de aquella gente, de una hospitalidad hosca pero en realidad extraordinariamente generosa habida cuenta de la penuria reinante. Dubslav trató de canjear por comida los tintes capilares adquiridos por indicación del comerciante portugués, pero nadie mostró por ellos el menor interés. La mayoría no parecía conocer el producto y los otros, al advertir su naturaleza, se mostraban ofendidos. Dubslav acabó por admitir el engaño del portugués y guardó los botes de tinte en la camioneta, de donde desaparecieron todos al cabo de muy poco. Más tarde Dubslav vio con divertido asombro cómo la ensortijada pelambrera de algunos hombres adquiría una sospechosa tonalidad rosácea. Esta experiencia disipó sus escrúpulos. Al hechicero, convertido primero en su valedor y luego, de modo espontáneo, también en su mentor, Dubslav le regaló un bolígrafo inservible (el calor había derretido la tinta) pero muy apreciado en toda la región.
Durante los primeros días (nunca llegó a saber cuántos, pues él había perdido durante el viaje el cómputo del tiempo y allí no existían ni el reloj ni el calendario y todas las horas eran iguales en su invariable y aniquiladora vaciedad), Dubslav se preguntaba a menudo si por casualidad aquel poblado sería el mismo poblado entrevisto en la pantalla de la televisión del hotel de la Costa Brava la víspera de su accidente. Pero pronto dejó de atormentarse con una incógnita imposible de despejar. Su recuerdo del reportaje era insignificante y entre la gente del poblado, debidamente interrogada por mediación del hechicero, nadie, ni siquiera el propio hechicero, recordaba la filmación de un reportaje. Esto último, por otra parte, no era indicio de nada: adaptado a la vida rutinaria del poblado, Dubslav podía imaginar perfectamente tanto el alboroto causado por la aparición de un equipo de reporteros como su inmediato olvido. Aquella gente sin futuro y casi sin presente no vela utilidad alguna en conservar el pasado.
Menos interés sin duda habría tenido para ellos bucear en sus origen es. Nadie tenía la menor idea (ni el menor deseo de tenerla) acerca de los orígenes del poblado, de la razón de ser de aquel asentamiento inviable en un paraje absurdo. Al principio de la estancia de Dubslav en el poblado, el hechicero había intentado (tímidamente, sin insistencia, casi con desgana) venderle algunos objetos de supuesto valor artístico o arqueológico. A ojos vistas se trataba de falsificaciones burdas, viejas. roñosas y desencoladas, pero Dubslav se apresuró a trocar aquellas baratijas por un número equivalente de adminículos de su propiedad, igualmente carentes de utilidad y, por supuesto, de valor de cambio, pues las pertenencias de Dubslav, incluido el motor y el chasis de la camioneta, eran sometidos a un saqueo sistemático y apenas disimulado. De aquellas baratijas adquiridas al hechicero pensaba Dubslav extraer alguna enseñanza. Seguramente, se decía, el poblado había sido en algún momento de la Historia un puesto avanzado de un antiguo reino, jalón, refugio o puesto de avituallamiento en una inmensa ruta comercial, y las baratijas del hechicero otros tantos recuerdos de olvidadas mercaderías. Luego, sucesivas guerras o una sola guerra con breves periodos de estancamiento habían asolado la región y todas las regiones colindantes. Esto, al menos, había oído contar Dubslav durante las últimas etapas de su viaje, conforme se iba adentrando en tierras cada vez más áridas y devastadas. En aquellas latitudes la guerra había sido y seguía siendo para algunos grupos un fin en si mismo y, por supuesto, la única ocupación y el único destino imaginables, a diferencia de Europa, donde la guerra siempre había sido considerada un hecho anómalo, a pesar de su frecuencia e intensidad. De resultas de esta concepción, ciertamente reñida con la lógica, al término de cualquier guerra entre países europeos, los contendientes de ambos bandos aunaban sus esfuerzos para restablecer cuanto antes la normalidad alterada, y era habitual ver al vencedor ayudar con verdadero desprendimiento al vencido a borrar las huellas de la derrota infligida poco antes y con gran saña por su actual benefactor. Este mecanismo había permitido a los mismos países repetir las mismas guerras en los mismos territorios y en intervalos muy cortos. Allí, en cambio, la guerra sólo perseguía la destrucción del contrario y cualquier guerrero habría juzgado una insensatez el coadyuvar a la recuperación de la economía e incluso del armamento del vencido. En aquella región, para el vencedor, el vencido había dejado sencillamente de existir, y esta noción era compartida con igual firmeza por el propio vencido.
Finalmente una mañana Dubslav fue arrancado de su sueño por una resonancia constante y destemplada y reconoció en ella el eco de su pasada alucinación. Ahora su viaje y su paciencia se verían recompensados, pensó con inquietud: temía sobre todas las cosas enfrentarse a una realidad cuya trivialidad podía prever fácilmente. Pero como tampoco podía eludirla, salió de la camioneta y se dirigió al lugar de donde procedía la salmodia. Así llegó a la plaza central del poblado, en realidad un solar irregular relativamente exento de la acumulación habitual de inmundicias. En la plaza no había nadie. Los músicos permanecían ocultos o, simplemente, se habían resguardado del calor en algún lugar sombreado, probablemente en el interior de una choza. La tierra reverberaba bajo el sol y el cuerpo de Dubslav no proyectaba sombra en el polvo gris y duro de la plaza.
Desconcertado, regresó a la camioneta. A lo largo del día acudió a la plaza a intervalos cada vez más cortos, siempre con idéntico resultado. Finalmente, al caer la tarde, la población se fue congregando con lentitud y apatía y los músicos se dejaron ver. Eran cuatro personajes enteramente tapados por una tela oscura, como si trataran de no ser vistos, al menos, simbólicamente, en el desempeño de sus funciones, consistentes en golpear con unos palos de hueso forrado de piel unas tinajas altas y gruesas, cerradas por un parche tenso. De acuerdo con la peculiar idiosincrasia de la gente, nadie hacía caso de los músicos, como si, además de asumir su pretendida invisibilidad, no oyeran la salmodia.
Deambulando entre la gente, Dubslav se topó con el hechicero. Lo llevó a un confín de la plaza, donde pudieran hablar sin llamar la atención, y le preguntó si estaba asistiendo a una fiesta o a una ceremonia religiosa. El hechicero se mostró dubitativo: no sabía si aquello podía calificarse de fiesta. En aquel lugar y en los tiempos presentes no había razón alguna para festejar nada. Pero tampoco se trataba de un acto religioso. Sin embargo, y a la vista de la ansiedad de su interlocutor, acabó por calificar el acto de simple événement. Y añadió: Et un très fameux événement, bien súr! Dubslav le preguntó entonces cuándo iba a empezar el événement y el hechicero respondió con un encogimiento de hombros. En realidad, dijo, había empezado hacía horas, desde los primeros compases de la salmodia. Ah, mais je m’attendais à quelque chose de différent!, exclamó Dubslav. Différent?, exclamó a su vez el hechicero, voulez-vous dire plus rigolo? Dubslav temió haber herido los sentimientos del hechicero, pero éste no parecía ofendido, sino perplejo. Obviamente, la ceremonia, fuera cual fuese su naturaleza. no había sido concebida, ni ahora se desarrollaba, para divertir a los forasteros y mucho menos para aclarar sus dudas o para iluminar sus vidas erráticas. Todo cuanto allí ocurría, incluso lo más excepcional y exótico, carecía de valor metafórico. De todos modos, añadió el hechicero mientras trataba de liar un cigarrillo de hierbajos con sus dedos artríticos, nada le impedía sumarse al baile, si tal era su deseo.
En efecto, algunos de los hombres concentrados en la plaza habían empezado a moverse al compás de la invariable pero incesante salmodia. Poco a poco se fueron acallando las conversaciones y las mujeres se fueron retirando del centro de la plaza, hasta formar una circunferencia en torno a los bailarines. Ya era de noche, pero la luna llena iluminaba el poblado. Ahora Dubslav ya no dudaba de estar presenciando lo ya visto en la televisión. Sin embargo, en directo y en su genuino contexto, la danza no revestía el menor interés. Los movimientos parecían responder a un ritual pero carecían de toda gracia; ejecutarlos no requería destreza y evidentemente no producía ningún placer; menudeaban en cambio los empujones, pisotones y codazos; el hacinamiento, la concentración de olores corporales y el polvo hacían el aire asfixiante: si para la población esto era un baile (y Dubslav recordaba haberlo visto presentado como tal en la televisión y luego haberlo soñado así durante su letargo), los bailarines se entregaban a él con la desidia propia de un quehacer doméstico enojoso pero ineludible. Sin embargo, se decía Dubslav, esto por fuerza había de tener una significación para esta gente, de lo contrario, no lo harían. Tal vez significa para ellos una forma insustancial pero suficiente de rellenar un vacío, se dijo Dubslav, como lo fue para mí: sin este sueño los días de inconsciencia en el hospital no habrían tenido medida; y del mismo modo no tendría medida para ellos una eternidad dedicada a la mera supervivencia, sin sentido y sin alivio. Sin duda el hechicero tenía razón, se dijo Dubslav, aquel baile no era ritual ni festivo, pues con él no pretendían dar satisfacción ni a los dioses ni a si mismos, tal vez ni siquiera marcar físicamente el paso intangible e infructuoso de las estaciones. Si a alguna conclusión puedo llegar, se dijo Dubslav, es ésta: me estoy aburriendo horrorosamente, pero si por una contingencia impensable me viera obligado a permanecer aquí el resto de mi vida, yo también participaría en esta ceremonia.
Ahora, no obstante, se mantenía separado del grupo, en una de las callejas laterales, rodeado de perros y cabras malolientes, como único espectador, sin dar muestras de extrañeza y tratando de ocultar las del tedio. El baile se prolongó durante varias horas, a la luz de las estrellas; no hubo variación, salvo en el tamaño de la nube de polvo levantada por los pies de la gente al golpear la tierra seca de la plaza. Finalmente se fueron yendo uno tras otro a sus casas; cuando todavía quedaba en la plaza un tercio de los danzantes, los timbales dejaron de sonar sin aviso ni causa aparente y el acto se dio por terminado.
A la mañana siguiente el médico noruego, a su paso por el poblado, entregó a Dubslav el telegrama del Ministerio de Asuntos Exteriores con la noticia de la muerte de su madre y de la concesión a ésta del Premio Europeo a la Realización Científica por sus descubrimientos en el campo de la oftalmología.
Reparó como supo la maltrecha camioneta y abandonó aquella misma tarde el poblado ante la indiferencia general, sin pena ni nostalgia por su parte. Nunca volvería a ver aquel lugar, donde no había sido feliz ni desgraciado (las incomodidades físicas se olvidan en cuanto cesan) y donde, en una clara anticipación de futuros recuerdos, había realizado un trabajo de resultados inciertos, pero sin duda necesario. Sólo se despidió del hechicero. Éste, por su parte, lo vio partir con la naturalidad de quien ha previsto un suceso y a fuerza de saberlo inevitable acaba por juzgarlo conveniente. Comprendo y comparto los motivos de su precipitada marcha, le dijo a Dubslav, sin embargo, y dado el motivo de su viaje, se va precisamente cuando la fiesta está a punto de comenzar. ¿La fiesta?, exclamó Dubslav, pero la fiesta ¿no fue ayer? Oh, no, repuso el hechicero, ayer fue sólo el principio. Lo bueno viene hoy, esta noche, y tal vez mañana.
Al salir del poblado Dubslav vio de reojo un grupo de mujeres jóvenes afanarse en torno a una gran olla humeante. Dubslav recordó los dibujos de su infancia, el reiterado chiste de los caníbales y el misionero en una perola. Por supuesto, este recuerdo no guardaba ninguna relación con la fiesta de la víspera, ni con la olla gigante entrevista por la ventanilla de la camioneta en la última revuelta del camino, antes de perder de vista el poblado para siempre.
Ahora Dubslav reflexionaba en las largas horas de vuelo (los percances del regreso no le habían dejado tiempo de pensar), sin prestar atención a las miradas de repulsa y desagrado de los demás pasajeros, más intensas conforme iba cambiando de avión en un recorrido inverso al del viaje de ida, a la vista de su atuendo cochambroso y su incuestionable suciedad personal. De esta guisa llegó a Bruselas a primera hora de la tarde del día señalado para la concesión del Premio Europeo a la Realización Científica concedido a su madre y no a él, como trataba de explicar Dubslav en el vestíbulo del aeropuerto a una representante del Jurado: estaba aquí para recoger el Premio Europeo a la Realización Científica en nombre de su difunta madre, no en nombre propio, le dijo con insistencia atolondrada. Sin embargo, la representante del Jurado (una mujer de aspecto inteligente y cordial, pero ajena a todo cuanto no fuese la expresión más convincente de su propia turbación) no le prestaba atención alguna: sólo parecía preocuparle el poco tiempo disponible y el aspecto lamentable de Dubslav. Finalmente Dubslav optó por aplazar la justificación de su presencia en Bruselas y limitarse a justificar por el momento su aspecto con la palabra Archéologie, acompañada del gesto ilustrativo de vaciar en el suelo del aeropuerto la arena acumulada en el fondillo de los pantalones.
– Ah… l’archéologie,’est bien, c’est très bien. Mais le smoking…, dijo la representante del Jurado. Por supuesto Dubslav no llevaba consigo un smoking ni disponía de tiempo para procurarse uno de alquiler. A lo sumo, en las horas previas a la entrega del premio (una gala en el salón de congresos del propio hotel, presidida por Su Majestad el Rey o por Su Majestad la Reina, y en cualquier caso retransmitida por Eurovisión a todos los países, según la representante del Jurado), podía dar su ropa a planchar al servicio del hotel, pero no a lavar. En el hall del hotel lo esperaban varios miembros del Jurado del Premio Europeo a la Realización Científica¡ también a ellos trató de explicar Dubslav la razón de su viaje; tal vez esta misma razón, de ser atendida y comprendida por los miembros del1urado, habría hecho innecesaria su aparición en el estrado, frente a las cámaras de Eurovisión, con semejante facha, pensaba Dubslav; no veía motivo alguno para saludar personalmente a Su Majestad el Rey vistiendo un pantalón corto y deshilachado, unas botas destrozadas y una camisa hecha jirones y apestando a cabra. Pero, como había ocurrido con la representante del Jurado poco antes en el aeropuerto, los miembros del Jurado tampoco le escuchaban: su ofuscación ante el escándalo les impedía parar mientes en la solución propuesta por el propio Dubslav. Finalmente le dijeron: Allez, allez vous baigner.
Dubslav subió a su habitación y se bañó. Entonces le asaltó por primera vez la imagen real de su madre. Ella había sido para Dubslav una persona lejana y enigmática, pero también el único objeto posible de todos sus afectos; a partir de ahora la vida de Dubslav había de ser por fuerza solitaria y estéril. Sus sollozos incontrolables agitaban el agua de la bañera. Hubo de recurrir a una ducha fría para recobrar la compostura. Luego, angustiado ante la perspectiva de permanecer encerrado las dos horas restantes en aquella habitación, se volvió a poner sus prendas nauseabundas y se echó a la calle.
Hacía frío y viento y lloviznaba. Habituado desde hacía varias semanas al clima seco y ardiente del desierto, esta acometida de la destemplanza provocó en Dubslav agotamiento y desasosiego instantáneos. Conocía la ciudad de visitas anteriores y sin objetivo alguno se dejó llevar por sus pasos a la Grande Place. Allí quedaban todavía algunos turistas porfiados: bajo los paraguas iban siguiendo el recorrido marcado en sus guías y miraban de soslayo a Dubslav, recelosos de su aspecto y su actitud. Dubslav no reparaba en ellos: se colocó en el centro de la Grande Place y se dejó empapar por la lluvia pacientemente, como si hubiera acudido a una cita inaplazable; sus prendas mojadas emanaban un vapor blanquecino resplandeciente por efecto de los reflectores.
Regresó al hotel cuando sólo faltaba un cuarto de hora para el inicio de la ceremonia. El equipo de televisión ya estaba recogiendo las imágenes previas al acto (los invitados entrando por la puerta del salón de congresos y desparramándose por el patio de butacas), la policía ocupaba lugares estratégicos a la espera de la llegada inminente de Su Majestad el Rey, y los miembros del Jurado recorrían el hall del hotel con vivas muestras de nerviosismo y de enojo. Le increparon y le preguntaron cómo había conseguido salir del hotel burlando toda vigilancia y cómo había logrado volver a entrar en un hotel ocupado por la policía con aquella facha lamentable.
– ¿Ha reparado usted en la hora? le dijeron. Esto puede causarnos un perjuicio incalculable en términos morales y materiales; es bien conocida la costumbre de los telespectadores de cambiar de canal en cuanto un programa deja de captar su atención siquiera unos segundos.
– No se inquieten, respondió Dubslav, en cinco minutos me seco y estoy con ustedes. De todas formas, agregó, como sin duda habrá varios discursos protocolarios antes de la entrega del Premio Europeo a la Realización Científica, aun cuando me retrasara, nadie lo notaría.
Su serenidad tranquilizó o desconcertó aún más a los miembros del Jurado: le dejaron ir conminándole a darse prisa y luego se fueron a saludar a las autoridades y a ocupar sus asientos.
Dubslav se llevó una sorpresa al entrar en la habitación: sobre la cama había una camisa blanca almidonada, con pechera, cuello y puños de celuloide y botonadura de nácar, un smoking, lazo y faja, zapatos de charol y calcetines de seda. Probablemente los miembros del Jurado o la propia gerencia del hotel habían dado con la manera más sencilla de proveerle del atuendo apropiado, se dijo Dubslav. En el fondo la solución siempre había estado al alcance de su mano y del modo más sencillo: utilizar el vestuario de algún camarero del hotel de talla similar a la de Dubslav.
Se afeitó, se lavó y se vistió pausadamente. La ropa era de excelente calidad y corte, pero no reparó en ello; sólo al final, asombrado ante su propia imagen en el espejo, abrigó alguna duda sobre la procedencia de aquella indumentaria sin duda impropia de un camarero, incluso de un camarero de hotel de lujo. Recordaba la fábula de la Cenicienta cuando reparó en un volante de color verde pálido prendido de la manga por un alfiler: era el comprobante (y la cuenta) del servicio de tintorería del hotel y llevaba la firma de un cliente distinto de Dubslav. En realidad, esta indumentaria de gala pertenecía al ocupante de la habitación contigua y había sido dejada en la de Dubslav por error.
Dubslav salió al pasillo con la intención de aclarar la confusión con su vecino de habitación y de paso preguntarle si no necesitaba el smoking y sus complementos en los próximos minutos, y si verdaderamente no los necesitaba, le pediría prestadas las prendas, comprometiéndose a devolvérselas a la mayor brevedad, tan pronto el servicio de tintorería del hotel las hubiera limpiado y planchado de nuevo con cargo, por supuesto, a la cuenta de Dubslav. Pero cuando golpeó con los nudillos la puerta de la habitación contigua, abrió un individuo rudo y mal afeitado, enfundado en una gabardina, y le mostró una placa de policía. En aquel mismo instante sonaban en el hall del hotel los airosos compases del himno nacional anunciando la entrada de Su Majestad el Rey. Alarmado por esta coincidencia, como si en ella hubiera indicios de peligrosidad, el policía conminó a Dubslav a entrar de inmediato en la habitación y a identificarse. En la habitación había varias personas: un médico, un fotógrafo adscrito al cuerpo de policía y dos empleados del hotel, dedicados a examinar el cuerpo de un hombre tendido sobre la cama en camiseta y calzoncillos. Il a avalé sa chique, dijo el inspector con rudeza. A las preguntas del inspector acerca de su presencia en la habitación, respondió Dubslav refiriéndole la extraña historia del smoking. El inspector se mostró incrédulo. Por fortuna, en el rincón de la habitación opuesto a la cama, hundida en un sillón, lloraba una camarera uniformada con el rostro oculto entre las manos. Era, según supo luego Dubslav, la encargada del servicio de lavandería y tintorería del hotel y por consiguiente la causante de la confusión en la distribución de la ropa y también la causante involuntaria del fallecimiento del ocupante de la habitación, o al menos eso creía ella misma por una razón absurda a los ojos de todos, pero no a los suyos: un rato antes había efectuado el reparto de la ropa proveniente de la lavandería y tintorería del hotel, donde trabajaba desde hacía poco más de dos meses. Procedía de un país árabe y todavía tenía dificultades a la hora de descifrar algunos números, como el tres, el seis y el ocho, sobre todo si estaban escritos a mano. Por esta causa había dejado en la habitación de Dubslav la ropa de su vecino, ahora difunto. De no haber cometido esta falta leve, pensaba ella, de haber llamado a la habitación donde ahora estaban, y de haber entrado con la llave maestra al no recibir respuesta, como había hecho en la habitación de Dubslav, seguramente habría sorprendido a su ocupante en el momento de sufrir el ataque y habría podido dar la voz de alarma y salvar su vida. Ahora se sentía responsable de su muerte y temía por su trabajo e incluso por su permiso de residencia en el país.
El inspector dio por buena esta explicación y por demostrada la inocencia de Dubslav. Éste, a su vez, se interesó por la identidad del difunto. Se trataba de un súbdito italiano de nombre Ettore Tamborrini o Tamburrini, catedrático de la Universidad de Bolonia, de donde había llegado este mismo día precisamente para recoger el Premio Europeo a la Realización Científica por sus investigaciones en el campo de la semántica. Estas investigaciones, en definitiva, de bien poco le habían servido, pues había fallecido pocos minutos antes de recibir el galardón, como hizo notar el inspector de policía con su habitual acidez. Con dos premiados muertos, el premio se le antojaba muy poco deseable.
En este momento irrumpió en la habitación un miembro del Jurado; la ceremonia había comenzado y el Jurado estaba sumamente intranquilo por la ausencia inexplicable de dos de los premiados, el profesor Tamborrini y el propio Dubslav. En pocas palabras el inspector le puso al corriente de lo ocurrido, dejándolo aún más consternado.
Dubslav trató de calmar los ánimos alterados de aquel hombre con la siguiente reflexión: había ocurrido en efecto un hecho triste, luctuoso, pero no delictivo, ni siquiera reprobable; sobre lo ocurrido nadie, y menos aún el Jurado, tenía potestad alguna. Ahora lo importante era decidir si la ceremonia de la entrega de premios debía proseguir o ser interrumpida por esta causa. Interrumpirla anunciando lo ocurrido. prosiguió diciendo Dubslav, sería en la práctica un acto de sensacionalismo por la presencia de las cámaras de Eurovisión, y tal vez un acto de verdadera irresponsabilidad política por el hecho de comprometer a Su Majestad el Rey, frente a las cámaras de televisión, en la muerte repentina (y misteriosa hasta tanto la autopsia no determinase sus causas reales) de uno de los premiados, pocos minutos antes de recibir el galardón. Mucho mejor sería decir: el profesor Tamborrini está indispuesto, o el profesor Tamborrini no puede estar ahora con nosotros por motivos de salud.
Estos argumentos convencieron al miembro del Jurado. Sería una pequeña mentira, en efecto, admitió, y ciertamente no tenían derecho a convertir el festejo en un acto funerario, por respeto a Su Majestad el Rey y al público asistente ya la dignidad y prestigio del premio, así como por consideración a los telespectadores y patrocinadores del acto y a los propios miembros del Jurado.
Pese a todo, el miembro del Jurado no podía ocultar su turbación. Dubslav, en cambio, por primera vez desde hacía muchos años, quizá por primera vez en toda su vida, se sentía tranquilo y seguro de sí cuando le llevaron de la mano por un corredor en penumbra hasta la parte posterior del estrado, detrás del cortinaje. Allí habían colocado unas sillas de tijera para los galardonados mientras esperaban ser llamados al estrado. En el suelo había un amasijo de cables. Hicieron sentar a Dubslav en una silla reservada para él, junto a la silla vacía destinada al profesor Tamborrini, y le conminaron a guardar silencio y a no tocar los cables del suelo. Cuando le llegara el turno de salir al estrado, ya le avisarían. Dubslav hizo un signo de asentimiento y se sentó. Al otro lado del cortinaje se sucedían los discursos, pero Dubslav no los escuchaba; tampoco preparaba el suyo: tenía las ideas claras y no veía dificultad alguna en exponerlas. Llegado el momento, le hicieron señas imperiosas. Siguiendo instrucciones, salió de la zona oscura, detrás del cortinaje, y subió unos escalones de madera. Al acabar de subir estos escalones se encontró en un extremo del estrado, oyó el nombre de su madre y avanzó hacia el centro. Su aparición fue recibida con una ovación y murmullos de extrañeza al ver a la doctora convertida en un hombre joven.
El resplandor de los reflectores lo deslumbró y se detuvo en seco. Cuando sus ojos se acostumbraron a la intensidad de la luz distinguió a contraluz la figura de un hombre corpulento, vestido con un elegante uniforme, un traje de ceremonia adornado de insignias, alamares y entorchados. Nunca había visto antes a aquel individuo imponente, sin duda el Rey, pero en su presencia, lejos de sentirse amedrentado, se sintió tranquilo, alegre y agradecido. Era consciente de su buena planta y el corte impecable del smoking le confería la necesaria seguridad. El Rey le tendió una mano y le cedió el micrófono.
Dubslav carraspeó y dijo: «Majestad, excelentísimos miembros del Jurado, distinguido público, quiero ante todo expresar mi agradecimiento por haberme sido otorgado este Premio Europeo a la Realización Científica por mis investigaciones en el campo de la oftalmología. En estas ocasiones suele decirse: por haberme sido otorgado inmerecidamente este magnífico premio. Yo no lo diré. En primer lugar, este premio no es magnífico. En realidad es una ridiculez. Todos los premios lo son, pero seguramente éste se lleva la palma. Y en mi caso tampoco es un premio inmerecido. Yo no soy un experto en oftalmología; no sé nada de oftalmología, ni siquiera soy médico. Por este motivo, llevándome el premio no hago mal a nadie: en definitiva el premio consiste en una estatua horrorosa y una cierta publicidad. Esta publicidad a mi de nada me va a servir. La verdadera destinataria del premio investigó realmente en el campo de la oftalmología, pero ya no lo volverá hacer, ni se beneficiará de la publicidad, ni verá la estatua. Pero no se asusten: no soy un impostor. Como hijo único y heredero universal de la ganadora, tengo pleno derecho al premio. En consecuencia, me llevaré la estatua y si además de la estatua el premio lleva aparejada una dotación económica, también me la llevaré. Tal vez la entregue a un centro de investigación oftalmológica o tal vez la destine a otros fines; obraré según me plazca y no daré explicaciones a nadie. Si me gasto el dinero en cosas horribles, tanto mejor.
»En cuanto a mí, poco puedo decirles. Soy un hombre absurdo. Fui concebido de un modo absurdo y criado de un modo absurdo y toda mi vida ha consistido en un desarrollar y perfeccionar este absurdo. Sin saberlo, me estaba preparando para esta ceremonia. Vean, ni siquiera el smoking es mío. Un hombre ha muerto para poder prestármelo. Ahora él debería llevar puesto el smoking y yo debería estar aquí, ante todos ustedes, cubierto de harapos pestilentes. Pero esto habría hecho mi presencia ejemplar, por no decir simbólica. Tal vez por esto el destino ha preferido hacer llegar a mis manos este smoking. En realidad los harapos tampoco son mi indumentaria habitual: no soy un anacoreta. Sólo soy un viajero, un excursionista. Los viajes no instruyen, pero dañan mucho la ropa. De todas formas, el smoking es mejor.
»Me he pasado la vida hablando solo y me explico mal. Cuando trato de teorizar voy de lo trivial a lo confuso. Seguramente mi bagaje intelectual se compone de estas dos variedades del saber. Pero hace un tiempo, en Berlín, caminando una noche por un parque solitario, recibí un aviso. Fue el primer aviso y no lo supe captar. El segundo me llegó hace poco, en una playa de la Costa Brava. Éste lo capté, pero lo interpreté mal. Finalmente esta tarde, primero en la Grande Place y luego en la habitación del difunto profesor Tamborrini. He comprendido la razón de mi viaje, el sentido de mi búsqueda y la justificación de este error. No esperen ustedes ningún mensaje; no lo hayo, al menos, yo no lo conozco. He mencionado el sentido de mi vida, pero un sentido no es un mensaje y yo no soy un visionario: sólo un hombre convencido de su propia absurdidad. Soy absurdo por haber vivido sin propósito, pero tampoco he tenido alternativa. Todos nuestros afanes son absurdos. La riqueza sólo trae consigo un falso confort y en realidad el embrutecimiento del rico y la animosidad de los demás, incluso de los amigos. Hace un rato, en la Grande Place, he sido socorrido por un grupo de turistas; tal vez de no haber ido hecho un zarrapastroso, de haber llevado este smoking y esta pechera con botonadura de nácar, me habrían dejado tirado sobre los adoquines, habrían pensado: un rico tumbado en el suelo por fuerza ha de ser un individuo degradado, una víctima del desenfreno. Sin embargo, la pobreza es aún más embrutecedora, no granjea simpatía, a lo sumo conmiseración; y entre ambas no hay término medio, salvo la zozobra.
»Este galardón es una muestra de éxito, y el afán de éxito es descabellado. Antes de ser alcanzado, el éxito no existe, sólo es motivo de ansiedad; pero cuando llega es peor: después de obtenido, la vida no se detiene y el éxito la ensombrece; nadie puede repetir constantemente el éxito y al cabo de muy poco el éxito se convierte en una pesada carga; se necesita de nuevo, constantemente, pero ahora a sabiendas de su inutilidad.
»Sin embargo, de todos estos afanes, el peor es el afán por alcanzar la sabiduría. El ideal de la sabiduría es tan irracional como el ideal de la riqueza o el del éxito, y aún más ilusorio. Nunca lo perseguí, pero confieso haberlo tenido siempre presente, ante mis ojos, como un faro lejano. Demasiado tarde he comprendido la vanidad de este sueño. Demasiado tarde he visto claramente el valor de la ignorancia. No una ignorancia cerril, fundada en la hostilidad a lo desconocido, sino una ignorancia consentida: benigna y disciplinada. No se trata de rechazar el conocimiento, sino de aceptar nuestro esfuerzo por adquirirlo como una tarea tan conveniente como infructuosa, de no violentar las causas de lo incomprensible, de vivir y morir sin preguntar ni preguntarse la razón de lo uno ni de lo otro.
»Todos sabemos de nuestra condición mortal, pero la incertidumbre de este hecho nos permite vivir sin la carga de la fatalidad. Sólo a mí, sin merecimiento ni culpa, por puro azar, me ha sido concedida la posibilidad de ocupar un punto intermedio, de vislumbrar, si me permiten recurrir a una imagen trillada, las dos orillas de un mismo río, allí donde la fuerza de la corriente es mayor. Para poder llegar a esta certidumbre he sido preservado de la extinción varias veces. Ahora, una vez transmitida a ustedes, nada justifica una nueva prórroga.
»No sé si nada de todo esto les incumbe. Ustedes son personas útiles, capaces de mantener el mundo en un estado ficticio pero eficiente de cohesión y de progreso gracias a su infinita capacidad de corromper y de dejarse corromper y de creer en el valor de lo fútil. No lo digo como un reproche ni una alabanza. Comparadas con el resto de las personas, no son ustedes ni mejores ni peores, solo más evolucionados, gracias al progreso científico y filosófico de nuestra civilización ficticia. Nuestro abandono de las formas de vida primitivas y nuestro empeño por avanzar por la senda del progreso ficticio no nos ha conducido a un estado mejor, ni tampoco peor. El estado de primitivismo que lleva aparejado el mismo nivel de engaño: es imposible comprender el sentido de las cosas y también es imposible vivir en la indiferencia: de ahí el engaño. Aquí mismo, en este mismo momento, todos nos engañamos a sabiendas, como se engañan los pueblos más salvajes cuando ejecutan unas danzas tribales igual de tediosas y desatinadas. No es éste nuestro pecado. En realidad no existe ningún pecado, salvo la altivez. Somos una especie brutal y altiva, pero la altivez es lo peor; sólo por culpa de la altivez perseguimos ideales inalcanzables en lugar de esforzarnos por reducir nuestra ininterrumpida brutalidad. Pero esto no es a mí a quién incumbre decirlo.
Dubslav interrumpió en este punto su discurso y miró al público. Los reflectores sobre el estrado hacían difícil distinguir las expresiones de los asistentes, sólo pudo constatar lo habitual en este tipo de ceremonias: muchos dormitaban (no así Su Majestad el Rey, habituado desde la infancia a sobrellevar el lánguido ritmo de la etiqueta en aparente estado de vigilia); sin embargo, según le pareció advertir, todos los asistentes, despiertos, dormidos o simplemente alelados, hacían ademanes aprobatorios: unos asintiendo con la cabeza, otros levantando ligeramente el cuerpo, como si desearan poner de manifiesto su identidad y el hecho de estar presentes en esta solmene ocasión. De este modo corroboraban el discurso de Dubslav. Dubslav, sin embargo, no se dejó engañar por las apariencias: en realidad nadie se movía; solo de nuevo, como en ocasiones anteriores, se le enturviaba la visión y este síntoma se traducía en el ficticio cimbrearse y oscilar de las formas. Dubslav sintió luego ablandarse el suelo bajo sus zapatos de charol. Trató de concluir su intervención ante las cámaras con una frase cortés pero no logró articular ningún sonido. Mientras sonaban los aplausos de la concurrencia, los reflectores se apagaron y ya no sintió nada más.