Nacido en el seno de lo que más tarde se denominaría una familia desestructurada, Antolín Cabrales Pellejero, alias Poca Chicha, se escapó de unos colegios y fue expulsado de otros, de modo que cuando ingresó en prisión, a los veintiún años, sabía leer y escribir, pero ignoraba todo lo demás. No despreciaba la cultura; simplemente, nunca le había visto interés ni utilidad. Una vez en la cárcel, sin embargo, esta actitud no le impidió aprovechar la posibilidad de redimir parte de la condena asistiendo a los cursos de formación que unos abnegados profesores impartían con regularidad entre la población penitenciaria. Animado por esta perspectiva, Antolín Cabrales se inscribió en varios de ellos, incluido un cursillo sobre análisis y creación literaria, el único en el que persistió más de dos días.
La persona encargada del curso de literatura era una mujer de unos treinta y cuatro años, diminuta, algo gruesa de complexión, redonda de cara y miope, llamada Inés Fornillos. Se había graduado en Filosofía y Letras, se había casado con un viajante de comercio y había entrado a trabajar como profesora de latín, griego y literatura española y universal en una academia privada que al cabo de unos años cerró sus puertas por razones económicas, dejándola en la calle. En aquella época las mujeres empezaban a acudir masivamente a la universidad y la mayoría elegía la carrera de Filosofía y Letras, en la que la competencia de los varones era menor; como la salida más habitual de esta carrera era la enseñanza, el mercado se había saturado y la señorita Fornillos sólo encontró breves sustituciones por maternidad y unas cuantas clases particulares mal pagadas los meses de verano. Harta de esta precariedad, llamó su atención una convocatoria para dar clases de literatura a reclusos y decidió optar a la plaza. Su marido se opuso, pero tenían dos hijos pequeños y con las comisiones de las ventas no era fácil llegar a fin de mes. Hicieron indagaciones y les aseguraron que el trabajo en la cárcel no llevaba aparejado ningún riesgo. Era un puesto de funcionario, con sus correspondientes ventajas, y con el tiempo podía servir de trampolín para acceder a otros cargos, bien en la docencia, bien dentro del propio funcionariado de prisiones.
Inés Fornillos empezó a trabajar con muchos temores, incertidumbres y reservas. Sin embargo, pronto se adaptó al medio y al cabo de poco se dio cuenta de que el trabajo le gustaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer ante las personas que la interrogaban asombradas al respecto. Era una persona desprejuiciada y sencilla, dotada de un carácter franco y un talante ecuánime, no era susceptible y tenía muy poco sentido del humor. Con estas cualidades no tuvo ningún problema para ganarse la consideración de sus alumnos e incluso para granjearse el afecto de alguno, porque la mayoría de los reclusos no recibía ningún afecto del mundo exterior y en consecuencia no sabía dónde colocar el suyo. A menudo, al término de la clase, un preso la abordaba en el aula vacía para hacerle una consulta de tipo personal o someter a su consideración una decisión o una idea para el presente o para el futuro.
Con todo, Inés Fornillos no se hacía ilusiones. Sabía que todos acudían puntualmente a sus clases porque así lo exigía el férreo régimen de la institución y que lo hacían para fingir una rehabilitación que acelerase la concesión de la libertad provisional. Pero tampoco era cínica y creía que si conseguía inculcar la afición a la lectura en alguno de aquellos individuos abandonados y desorientados, sin esquemas morales ni criterios de ningún tipo, contribuiría a mejorar su condición. De qué modo la afición a la lectura podía surtir este efecto benéfico, ella misma no lo habría podido explicar, ni siquiera a sí misma, pero vivía con esta esperanza y trabajaba con esta convicción, mientras los reclusos, sentados frente a su mesa, ni tan sólo hacían un ligero esfuerzo por disimular su aburrimiento y su sopor.
Antolín Cabrales no acudió a las clases de la señorita Fornillos con mejor disposición que el resto de sus condiscípulos: su objetivo era simplemente causar una impresión favorable a las autoridades a través de los informes que a fin de curso había de presentar aquella buena mujer.
Como tenía por costumbre, el primer día de clase la señorita Fornillos hizo una introducción a la materia elogiando las virtudes de la lectura, el más gratificante, absorbente e inagotable entretenimiento, dijo, del que se podía disfrutar en todo momento y lugar, a cualquier edad y en cualquier condición física, incluida la enfermedad y la ceguera (porque existía una escritura táctil), así como una fuente infinita de conocimientos, porque la Humanidad, desde sus orígenes, había consignado por escrito su sabiduría, sus pensamientos, sus emociones y sus fantasías. Acabado este exordio, preguntó a los quince alumnos que integraban el curso si alguno era aficionado a leer o a escribir. «No debe daros vergüenza confesar que en alguna ocasión habéis escrito una poesía o un cuento o algo que os ha llamado la atención. Escribir es tan natural como hablar, como pensar o como cantar. El que salga bien o mal no tiene la menor importancia.» Un preso dijo haber escrito versos tiempo atrás; por supuesto, añadió, no conservaba ninguno; eran muy malos y se dejaría matar antes que dejárselos leer a nadie. Tras no pocas vacilaciones, otro alumno dijo que varias veces había empezado a escribir historias, pero que nunca había pasado de la primera página. Todos, incluso los dos que confesaban haber hecho pinitos literarios, admitieron que no leían, o que sólo leían prensa deportiva y revistas con fotos de tías buenas.
La señorita Fornillos dijo que toda lectura, en definitiva, era lectura, pero que en aquel curso sólo tratarían de textos de ficción, de historias inventadas, aunque todas ellas contuvieran grandes fragmentos de realidad. A renglón seguido, repartió entre los quince alumnos otros tantos cuentos que previamente había transcrito y fotocopiado. Eran narraciones breves, sencillas y, a su entender, interesantes. Cada uno debía leer la suya y en la clase siguiente dar una opinión razonada. Con esto dio por concluido el primer día de docencia.
En la clase siguiente todos dijeron haber leído el cuento que a cada uno le había tocado en suerte. La señorita Fornillos sabía que mentían: a lo sumo, tres lo habrían leído entero, otros tres lo habrían empezado. y los demás no se habrían tomado la molestia de poner los ojos sobre la primera palabra. No obstante, fingió creer lo que decían y preguntó en general si les habían gustado los cuentos. Unos cuantos respondieron afirmativamente; dos con tanta vehemencia que la señorita Fornillos decidió no volver a ocuparse de ellos durante el resto del curso. Luego miró uno por uno a los reclusos y todos desviaron la mirada y carraspearon, porque, aun siendo criminales curtidos, se achicaban cuando se veían obligados a hablar en público, como el resto del género humano. La señorita Fornillos señaló a uno al azar y le preguntó si había entendido la historia referida en el cuento. El recluso respondió sinceramente que no; lo había intentado, pero conforme avanzaba la trama se iba armando un lío cada vez mayor. La señorita Fornillos le agradeció que hubiera dicho la verdad y elogió el valor de admitir el fracaso. Leer, les dijo, era una actividad que se aprende, como un juego de cartas. Toda historia, les explicó, constaba de tres partes: planteamiento, nudo y desenlace. Como una película. Pero en las historias escritas, a diferencia del cine, los personajes no se veían, ni tampoco se veía lo que hacían, de modo que era preciso imaginarlo; y no sólo eso, sino que también era preciso guardar cada personaje y cada suceso en la memoria y tenerlos presentes en todo momento de la narración. Sólo así la historia acababa adquiriendo un sentido unitario. Si ahora no podían llevar a cabo esta operación, no debían preocuparse; todo era cuestión de tiempo y de perseverancia.
«Y ahora, oigamos otra opinión», dijo, y señalando a otro alumno al azar, repitió la pregunta: ¿le había gustado el cuento? El alumno vaciló un instante y luego respondió: «No.» La señorita Fornillos advirtió que el alumno enrojecía. Aguardó unos segundos y luego, viendo que el comentario parecía concluir con aquel lacónico veredicto, le instó a explicar por qué no le había gustado.
«Porque no está entero», murmuró el alumno con una mezcla de esfuerzo y confusión. Era evidente que no sabía cómo exponer sus ideas y que, además, no quería incurrir en las iras de la profesora. Pero la señorita Fornillos no estaba dispuesta a dejarlo tranquilo. «¿Qué quieres decir cuando dices que no está entero? Ya hemos visto que toda historia consta de planteamiento, nudo y desenlace. ¿Cuál de estas partes no está entera, en tu opinión? ¿El planteamiento, el nudo, quizá las tres?»
«No, no. Las partes están ahí.»
«¿Entonces?»
«No sé. Para mí que al cuento le falta algo. La historia se entiende, ¿vale? Y es buena y todo eso. Pero algo le falta. Más no le sabría decir, perdone.»
La señorita Fornillos experimentó una vaga sensación de inquietud, en modo alguno desagradable. Era una sensación que recordaba haber experimentado años atrás, cuando daba clases a niños de corta edad en la academia que quebró. A veces, inesperadamente, un niño parecía haber captado una idea o una verdad que no le había sido impuesta explícitamente. Un caso inusual, como el que ahora se le presentaba. Porque ciertamente el cuento estaba incompleto, no porque faltara algún eslabón imprescindible para seguir y comprender la trama, sino porque ella, en vista de la escasa capacidad de comprensión lectora de sus alumnos, había expurgado los cuentos, reduciéndolos a un esquema mínimo, del que había podado todo cuanto no fuera estrictamente pertinente al suceso relatado. Que aquel jovenzuelo que el día anterior había admitido no haber leído nunca nada, ni siquiera la letra de las revistas ilustradas, pudiera percatarse del arreglo le parecía chocante. «¿Cómo sabes que le falta algo? ¿Habías leído antes ese cuento? ¿Has leído cuentos parecidos?» El pobre alumno volvió a enrojecer. «No, señorita. Es la primera vez, y ya le digo que no lo sé. Seguramente estoy equivocado. Yo es que nunca he leído, y quizá por eso. Además, a mí chamullar no se me da, ¿vale? Pero es como… no sé, es como si la enseño a usted el dibujo de una vaca con tres patas, vamos a suponer. No hace falta haber visto vacas para saber que al dibujo le falta algo. Lo digo con el debido respeto, ¿vale?»
Entre los demás alumnos hubo un conato de risa que la señorita Fornillos atajó con rapidez y autoridad, como si estuviera rodeada de niños y no de adultos feroces. «Está muy bien; está muy bien haber dicho lo que piensas. Siempre cuesta expresar con palabras lo que sólo son impresiones. Poco a poco iremos aprendiendo no sólo a leer, sino a hablar de lo que hemos leído. Al fin y al cabo, estamos al principio del curso. Paciencia y perseverancia, como os he dicho.» Se dirigió a otro alumno y recibió la respuesta habitual. Al terminar la clase repartió otra tanda de cuentos, éstos de carácter histórico. Quería, mientras creaba hábitos de lectura, ir mostrando distintas facetas de la narración. Al quedarse sola hizo una señal a lápiz junto al nombre del alumno que le había intrigado. Antolín Cabrales Pellejero. La señorita Fornillos tuvo la certeza de que no lo volvería a ver en clase.
Sin embargo, el miércoles siguiente, apenas entró en el aula, se percató de su presencia, en el lugar más apartado, con la mirada perdida en el aire, afectando indiferencia. La señorita Fornillos decidió que sólo un genuino interés por la literatura podía haber impulsado a aquel muchacho a afrontar la burla de sus compañeros y el posible enfado de la profesora y experimentó hacia él un sentimiento parecido a la gratitud.
La clase transcurrió sin incidentes y la señorita Fornillos tuvo la delicadeza de no singularizarlo dirigiéndole la palabra o mirándolo directamente. Pero al acabar la clase lo llamó por su nombre y le pidió que se quedara un instante. Antolín Cabrales remoloneó en el umbral del aula.
«El cuento que te di el último día, ¿también estaba incompleto?», le preguntó.
«No, no, está cabal», respondió el recluso.
«Dime la verdad, Antolín Cabrales.»
«Señorita, va usted a pensar que soy un sieso.»
«Ya te he entendido», dijo la señorita Fornillos mientras rebuscaba en su cartera, «y te quería decir que no andas del todo desencaminado. Yo misma he recortado los cuentos para hacerlos más breves y más sencillos. Pero te he traído el cuento del otro día completo, tal cual es. El de hoy no, porque es muy largo. No tienes ninguna obligación, pero si te hace gracia leerlo, pues lo lees y el próximo día, si quieres, me dices lo que piensas. En clase, o al salir, como te resulte más cómodo».
El recluso enrolló las fotocopias, dio las gracias con torpeza y se reunió con sus compañeros, que observaban la escena desde el pasillo.
En la siguiente ocasión Antolín Cabrales se quedó rezagado y devolvió a la señorita Fornillos las fotocopias que ella le había dado.
«¿Te ha gustado?»
«Sí, no está mal.»
«¿Has notado la diferencia? ¿No se te ha hecho largo o difícil?»
«No, pero he entendido lo de los cortes. Están muy bien hechos.»
«Dejemos eso», dijo secamente la señorita Fornillos, porque no quería prolongar un encuentro a solas con un preso, aunque fuera con la puerta abierta y ante los ojos de los demás, y porque tampoco quería establecer una relación que fuera más allá de lo establecido por las normas. «El que escribió este cuento se llama Somerset Maugham. Era inglés, murió hace años y escribió cuentos muy bonitos. En la biblioteca de la cárcel hay un libro suyo. Precisamente de ahí saqué yo los cuentos. Si te interesa leer más cosas del mismo autor, puedes ir a la biblioteca y leerlas allí o pedir el libro prestado para leerlo en la celda. En este papel te he escrito el nombre porque cuesta de pronunciar; tú sólo tienes que enseñárselo al bibliotecario y él te dará el libro. Es por si te interesa.»
«Muchas gracias, señorita», dijo el recluso.
Antes de entrar en la siguiente clase, la señorita Fornillos pasó por la biblioteca, consultó la ficha de Somerset Maugham y vio que el libro había sido prestado a Antolín Cabrales y devuelto al día siguiente. Al acabar la clase, le preguntó si había ido a la biblioteca.
«Sí, señorita. Hice como usted me dijo y pedí el libro.»
«Ya. ¿Y leíste algún cuento, aparte del que conocías?»
«Claro, los leí todos.»
«¿En un solo día?»
«¿Cómo sabe que los leí en un solo día?»
«No te voy a engañar: he pasado por la biblioteca y he visto la ficha: tuviste el libro un día y no me creo que lo hayas leído de cabo a rabo.»
«Es usted muy dueña de pensar como quiera, pero leerlo, lo leí.»
«Está bien. Te creo. Dime si te gustaron los cuentos.»
«Psé. Están bien contados.»
«¿Qué quieres decir?»
«Pues eso, que están bien contados. ¿Hay otros escritores que también cuentan bien?»
«Ya lo creo. Muchísimos. ¿Te recomiendo uno?»
«Si no le es molestia.»
En un trozo de papel la señorita Fornillos escribió:
Arthur Conan Doyle, Las aventuras de Sherlock Holmes. Antolín Cabrales leyó esta recopilación de relatos detectivescos y por su cuenta, Estudio en escarlata.
«Jolín, es un cuento larguísimo, ¿no le parece?»
«No es un cuento. Es una novela.»
«Es curioso que interrumpa la historia para meter otra dentro y luego seguir con la anterior.»
«¿Eso te ha molestado?»
«¿Cómo me va a molestar? El que escribe hace lo que le sale del pijo, con perdón. ¿Todas las novelas son así?»
«No. Quizá no deberías haber empezado por ahí.»
«Me habré precipitado, disculpe, pero no sabía a quién consultar y hasta que usted no volvía, pues actué según mi entendimiento, usted ya me entiende. El bibliotecario es un mendrugo. Si le viene bien, pues me hace usted una lista, cuando pueda, y así no la tendré que andar molestando cada vez.»
«Hombre, así, a bote pronto, no sabría. Pero si vamos juntos a la biblioteca y vemos lo que hay, podemos hacer una lista sobre la marcha.»
«Cojonudo, señorita», exclamó el presidiario.
En un mes y medio se leyó toda la biblioteca de la prisión, no muy extensa ni muy variada, compuesta principalmente por novelas dejadas por algunos presos al ser puestos en libertad y algunos donativos de caducas asociaciones benéficas. Debido a esto, obras de relativo interés convivían con libros instructivos y de autoayuda, novelas de Agatha Christie, ediciones expurgadas de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo y no pocos bodrios de distintas categorías. Como era inexperto y leía con tanta voracidad como desorden, Antolín Cabrales se hizo un lio. Viendo su desazón, la señorita Fornillos tomó la osada decisión de poner orden en las lecturas de su alumno y de prestarle sus propios libros. No sabía si aquello constituía un acto irregular dentro del régimen penitenciario, pero no creyó estar haciendo mal a nadie. Cada miércoles, cuando acudía a la cárcel, incluía un libro en el material didáctico que declaraba al entrar, sin especificar el título, se lo entregaba a Antolín Cabrales, éste le devolvía el anterior y ella lo declaraba nuevamente al salir; de este modo no quedaba constancia de que un recluso recibía material procedente del exterior sin la correspondiente autorización. La señorita Fornillos, por precaución y por curiosidad, había hecho averiguaciones acerca de Antolín Cabrales y su pasado delictivo. Desde muy joven había sido detenido y condenado a penas leves por hurto; más tarde había cometido robos con arma blanca o con un revólver de juguete, y en una ocasión en que la víctima había ofrecido resistencia, había empleado la violencia, tal vez, como declaró él mismo, en legítima defensa, pero con un resultado de lesiones que, unido a sus antecedentes, le valió la condena que ahora cumplía. La escasa peligrosidad de su protegido tranquilizó la conciencia de Inés Fornillos, sobre todo porque en su fuero interno sabía que, de haber sido aquél el más sanguinario y depravado de los criminales, no habría actuado de otro modo.
En su actitud con respecto a Antolín Cabrales no había nada de maternal. Tenía dos hijos pequeños y conocía bien el contenido y los límites de sus instintos y sus sentimientos. Tampoco había en su conducta atisbo de inclinaciones de otro orden: Antolín Cabrales era de estatura mediana y porte regular, pero era desgarbado de gestos y andares, y aunque no feo de rasgos, algo en la expresión esquiva de los ojos y en la morosidad y en el aire de desconfianza le quitaba todo encanto personal y toda posible atracción masculina: ni siquiera una persona de visión imprecisa y juicio magnánimo como la señorita Fornillos habría dudado en calificar a Poca Chicha de insignificante. En realidad, Antolín Cabrales ni siquiera le inspiraba simpatía, y sus contactos, pese a la pasión por la literatura que los unía, a menudo resultaban tediosos. No obstante, aquel ser insípido de trato había aparecido inopinadamente en la vida de Inés Fornillos como un regalo inesperado en medio de una actividad profesional satisfactoria, pero presidida por la más abrumadora monotonía. En los préstamos de la profesora a un alumno excepcional había más de experimento que de obra benéfica. Ardía en deseos de comprobar cómo reaccionaría alguien carente de toda formación ante obras que exigían del lector esfuerzo y discernimiento.
Para empezar, y después de mucho repaso y mucha reflexión, eligió El siglo de las Luces, de Alejo Carpentier, en una vieja edición de Seix Barral cuyas hojas empezaban a amarillear, y se lo entregó al recluso con la advertencia de que el estilo le resultaría abstruso, la trama densa y el texto largo, y la admonición de que, si no podía con aquel mamotreto, no se sintiera defraudado ni consigo mismo ni con la literatura en general.
En la clase siguiente, Antolín Cabrales le devolvió el libro con este escueto comentario: «Está de puta madre.» La señorita Fornillos creyó percibir en la voz de su interlocutor un leve tono de desafío. Lo pasó por alto y le siguió prestando libros sistemáticamente. Luego los comentaban, al principio con un breve intercambio de opiniones y más tarde de un modo más detallado y personal, porque habían empezado a disentir en sus juicios y menudeaban unas discusiones en las que la señorita Fornillos iba perdiendo terreno gradualmente. Pero ni siquiera entonces sintió la tentación de imponer su autoridad de profesora ni menos aún los privilegios que le confería el hecho de ser una persona libre y honrada frente a quien, en fin de cuentas, sólo era un pobre desgraciado sin derecho a nada. Hasta que un día perdió los estribos. Le había prestado Rayuela, de Julio Cortázar, y Antolín Cabrales se lo devolvió con un comentario que a ella se le antojó displicente. «Es ingenioso, pero no me convence.» Rayuela era uno de los libros que más habían impresionado en su día a Inés Fornillos y le mortificó el desdén de su interlocutor. «Vaya, nos hemos vuelto muy exigentes de golpe y porrazo», replicó. En vista de que él no decía nada, ella insistió: «A mí me parece una novela genial» Antolín Cabrales se encogió de hombros. «Es una fanfarronada», dijo. El aplomo del lector neófito que se cree con derecho a dar lecciones a su maestra le irritó profundamente, no sólo por lo que suponía de desconsideración y de ingratitud sino porque en su interior sintió tambalearse sus convicciones con respecto a la obra de Cortázar.
De estos encontronazos verbales se consolaba pensando que las opiniones del recluso eran una mezcla de talento en bruto y de falta de instrucción. Aquel mozalbete podía decir cualquier cosa, algo sensato o un perfecto disparate, con el mismo aplomo. Pero este aplomo era un atributo que la señorita Fornillos le había asignado para su propia tranquilidad. En la práctica, Antolín Cabrales estaba lleno de dudas e incertidumbres que no tenía el menor reparo en exponerle. «He leído cosas de distintos países, de distintos estilos, de distintas épocas, y todo me da vueltas en la cabeza. ¿No habrá un libro que lo ponga todo en orden?», le dijo un día.
«Sí, claro: un manual de literatura. Te traeré uno. Quizá deberíamos haber empezado por ahí. Te he dado demasiada cuerda y tú mismo te has enredado de mala manera.»
«¿Y cómo había de ser, si antes de venir a clase con usted no sabía hacer la o con un canuto!»
«Y sigues igual, no te hagas ilusiones.»
Porque a pesar de su entusiasmo por Chejov y por Stendhal y por Balzac, en clase Antolín Cabrales era un alumno del montón. Cuando la señorita Fornillos les hacía hacer una redacción, la de Antolín Cabrales era la más mediocre. Ya cometía pocas faltas de ortografía y su sintaxis empezaba a ser correcta, aunque algo amanerada, pero no tenía una sola idea brillante ni recurría a una imagen con gracia ni usaba un giro original, ni siquiera un adjetivo chocante u oportuno. «¿Y si en el fondo es tonto?», se preguntaba ella. Pero de inmediato rechazaba este pensamiento, porque la llevaba a un terreno personal en el que había hecho el firme propósito de no adentrarse.
Tal como habían quedado, le dejó los libros de texto que ella había utilizado cuando daba clases en la academia. Eran unos tratados muy elementales, pero a Antolín Cabrales le bastaron para organizar sus conocimientos.
«Tienes disposición para el estudio», le dijo Inés Fornillos. «¿ Por qué no haces el bachillerato?».
«Sólo me interesa la literatura», repuso él, «para lo demás soy un negado. Además, ¿de qué me serviría el bachillerato?».
«Es una manera de empezar. ¿Qué piensas hacer cuando salgas?»
«Lo que todos: buscar un curro, no encontrarlo, robar y volver al talego. No es mal plan: aquí estoy tranquilo y tengo tiempo para leer.»
«Siempre que encuentres a alguien que te suministre los libros. Yo no voy a estar siempre aquí.»
Al acabar el curso, le dio un triste aprobado. Al salir de clase le dijo: «Por tu rendimiento no te merecías algo mejor. La verdad es que me habría gustado ponerte buena nota, porque sabes más que nadie, pero en los ejercicios no lo demuestras y yo no puedo calificar por lo que pasa fuera de clase.»
El recluso hizo un ademán de indiferencia. «No importa», dijo, «así está bien. Supongo que la nota es justa y, de todos modos, nadie había hecho nunca tanto por mí. Le estoy muy agradecido. ¿Puedo pedirle un último favor?»
«Según de qué se trate», repuso ella con la natural prevención.
«Sé que todavía ha de volver un par de días antes de irse de vacaciones. ¿Tiene algún Libro de Henry James?»
«Sí; no me digas que te interesa.»
«No lo he leído, pero por lo que dicen los manuales, parece un tío legal. ¿Me puede prestar uno?»
«Es un peñazo.»
«Ya lo veremos. Usted y yo funcionamos con distintos parámetros.»
«¡Parámetros! ¿De dónde has sacado tú esta palabra?»
«De donde salen todas, joder, del diccionario de la Real Academia. Y no veo qué tiene de malo. Echas una blasfemia y nadie te dice nada, pero dices parámetros y todo dios se escandaliza. ¿Qué pasa con los marginados, a ver?»
«Nada, hombre, no seas picajoso. Sólo trataba de bajarte los humos para que no hagas el ridículo.»
Antolín Cabrales leyó a Henry James y lo encontró de buten. A la señorita Fornillos se le iba la cabeza al oír a aquel muchacho, que a principios de curso no había leído ni siquiera el As, emitir juicios sobre Los embajadores.
«Pero ¿tú entiendes este galimatías?»
«No hay nada que entender, ¿vale? No va de eso.»
La señorita Fornillos ya no se preguntaba si su alumno era tonto, sino si lo era ella. A veces le asaltaba el temor de ser víctima de un engaño colosal, urdido por Antolín Cabrales. O quizá por otro recluso que utilizaba a Antolín Cabrales para llevar adelante su proyecto diabólico. Pero por más que se devanaba los sesos no alcanzaba a comprender en qué podía consistir aquella conspiración y en el fondo se negaba a creer que alguien, incluso una mente superior, urdiera un plan criminal que incluyera la lectura de Henry James.
Se despidieron fríamente. Antes de abandonar la cárcel hasta el curso siguiente, la señorita Fornillos adoptó de nuevo una actitud profesoral y volvió a recomendar a su alumno que estudiara el bachillerato. «Luego, si todo sale tan mal como tú dices, siempre podrás robar una libreta antes de que te vuelvan a encerrar.»
En cuanto empezó las vacaciones se olvidó del trabajo y de todo lo relacionado con el sórdido inframundo en que vivía inmersa la mayor parte del año. Pero un día, mientras estaba tumbada a la orilla del mar vigilando a sus hijos, que chapoteaban en la mansa rompiente de las olas, se acordó de los pobres presos, que en aquel mismo momento se debían de estar achicharrando en sus celdas, y no pudo evitar una incómoda sensación de culpabilidad. Era una reacción absurda, porque estar libre y disfrutando de un merecido descanso con su marido y sus hijos mientras los delincuentes cumplían sus condenas era algo perfectamente normal, pero Inés Fornillos sabía que aquella culpabilidad general enmascaraba otra más concreta, imaginó a Antolín Cabrales encerrado en la biblioteca, sudoroso y sucio, releyendo las insulsas novelas que había dejado tan atrás, y se le encogió el corazón.
Aquella misma tarde metió en el coche a los niños y, con la excusa de ir a tomar un helado, los llevó a la población más cercana, entró en una librería que sabía bien surtida, hizo una compra no exenta de malicia, pidió que le empaquetaran los libros, fue a la estafeta de correos y envió el paquete a Antolín Cabrales. Con esto se quedó satisfecha.
Al regresar a la ciudad encontró una carta procedente de la prisión, en cuyo interior una nota escrita apresuradamente decía así: «Apreciada señorita Fornillos: Hace unos días recibí los libros. Ya he leído los tres primeros y estoy empezando A la sombra de las muchachas en flor. Hay que ver cómo escribe este tío. Atentamente. Antolín Cabrales Pellejero.»
Ni una palabra de agradecimiento. Inés Fornillos no experimentó pesar sino desdén.
Cuando se reanudaron las clases en la cárcel, estuvo esperando en vano que fuera a saludarla. Al cabo de dos semanas preguntó por él a uno de sus nuevos alumnos y éste le dijo que Antolín Cabrales estaba a cargo de la biblioteca. La curiosidad por ver hasta dónde podía llegar la estupidez de aquel mequetrefe pudo más que su orgullo y al salir de clase fue a la biblioteca, donde sólo encontró a Antolín Cabrales enfrascado en la lectura de un grueso volumen. La presencia de la señorita Fornillos pareció incomodarle.
«¿Qué lees?»
«El hombre sin atributos, de Musil. Como soy el bibliotecario, me ocupo de las adquisiciones y pido lo que me interesa. Total. aquí da lo mismo: la mayoría con un Mortadelo se pueden pasar diez años.»
«¿Y no vas a ninguna clase?»
«No. Aquí aprendo más. Por cierto. no sé si le di las gracias por el envío del verano.»
«No, pero no importa.»
Al cabo de unos meses se cruzó con él en un pasillo. Ella le dirigió un saludo con la cabeza, pero Antolín Cabrales, contra todo pronóstico, se detuvo, le preguntó cómo estaba y se interesó por la marcha de las clases. Inés Fornillos entendió que Antolín Cabrales quería decirle algo, y como sabía que no sería él quien tomase la iniciativa, dijo:
«¿Y a ti, cómo te va el trabajo?,!Sigues leyendo o al final has decidido ponerte a escribir?»
Los ojos de Antolín Cabrales se nublaron con la antigua desconfianza.
«¿Por qué dice esto? ¿Alguien le ha comentado algo?»
«Llámalo intuición. Con el carrerón que llevas, tarde o temprano habías de intentar enmendarle la plana a don Miguel de Cervantes.»
Antolín Cabrales vaciló antes de murmurar: «Ha dado en el blanco. Me metí a escribir una novela.»
«Ah, ¿y ya la has acabado?»
«No, qué va. La rompí.»
«¿No te gustaba?»
«Eso no tiene nada que ver. Era un desastre. Soy un imbécil, usted ya me lo dijo y llevaba razón: tenía un empacho de libros y pensé que también lo podía intentar. Pero una cosa es leer y otra escribir. Para eso no tengo talento. Por suerte me di cuenta a tiempo.»
«Deberías habérmela dejado leer antes de renunciar.»
«No, se habría reído de mí»
«No digas bobadas. Soy profesora de literatura, llevo muchos años leyendo cosas buenas, regulares, malas y pésimas. ¿Cómo me voy a burlar? Es como si un médico se burlara de un paciente por tener mala salud,»
«Es igual. La rompí y ya está. No había nada que opinar. Yo sé muy bien cómo era.»
«¿No eres un poco pretencioso?»
«Realista. Además, usted y yo hemos hablado mucho de literatura, sé cómo piensa y no me vale. Y, en definitiva, qué más da: no volveré a intentarlo nunca más.»
Inés Fornillos pensó que debería haberle respondido: Es mejor así. Pero a su razón y a su deseo se impuso el instinto que lleva a las mujeres a alentar y apoyar a los hombres cuando los ven débiles y golpeados por la contrariedad, y sin saber cómo se oyó decir: «No te desanimes tan pronto. Date otra oportunidad.»
En la mirada del recluso brilló una chispa a la vez ingenua y astuta.
«¿Usted lo cree?, ¿de veras lo cree?»
Inés Fornillos ya se había repuesto de su flaqueza y se encogió de hombros.
«Ni creo ni dejo de creer. De ti sólo he leído las redacciones que hiciste el curso pasado y no valían un pimiento.»
Él también había recobrado la arrogancia y respondió: «Lo tendré en cuenta.»
Como de costumbre, la separación no fue cordial. Inés Fornillos se propuso no pensar más en aquel sujeto egocéntrico y desabrido y durante el resto del curso llevó a cabo su propósito, sin que el azar le brindara un nuevo encuentro.
Al año siguiente, ya avanzado el curso, la señorita Fornillos tuvo que ir a la biblioteca para hacer unas fotocopias y vio que había un nuevo bibliotecario. Preguntó por Antolín Cabrales y le informaron de que le habían concedido la condicional unos meses atrás. Con esta noticia dio por zanjado el asunto. Alguna vez, en reuniones sociales, cuando la gente se interesaba por las peculiaridades del lugar donde ella ejercía la docencia, para no defraudar a unos oyentes que esperaban historias truculentas asegurando que la principal característica de su trabajo en la cárcel era la monotonía, contaba el caso de un alumno avispado y un tanto perturbado que nunca había leído nada y había acabado siendo un experto en Henry James. Pero pronto se dio cuenta de que esta anécdota tan poco trepidante no interesaba a nadie y la eliminó de su repertorio.
Finalizado el curso, se le presentó la oportunidad de obtener una ayudantía en la universidad, en comisión de servicios, y no vaciló en aprovecharla. Al dejar la cárcel no sintió pena ni alegría. Sólo cuando hubieron transcurrido unos cuantos meses comprendió hasta qué punto su experiencia había sido sórdida y desesperanzadora. No se arrepintió del tiempo dedicado a los reclusos; alguien debía hacerlo, aunque sólo fuera para dar testimonio de que su encierro podía serles de algún provecho, que no estaban abandonados del todo y que para cada uno, si se lo proponía, existía un futuro, siquiera nebuloso. Pero Inés Fornillos no tenía vocación de redentora, sino de profesora de literatura, y en este aspecto, los años de la cárcel habían sido años perdidos sin remisión. Por este motivo, y porque en nada podía beneficiarla dentro del mundo académico, prefirió no hablar de su trabajo anterior y considerar aquella etapa como un periodo de amnesia laboral y también personal. No le costó mucho, porque el nuevo trabajo trajo consigo nuevos retos y nuevos horizontes. La falta de contactos regulares con sus colegas y, sobre todo, la falta de estímulo la habían dejado rezagada y el esfuerzo adicional que hubo de hacer para ponerse al día le resultó a un tiempo absorbente y gratificante. Leía sin parar y procuraba estar al corriente de todas las novedades.
Transcurrido algún tiempo, y habituada ya a la mecánica de su nuevo trabajo, llegó a sus oídos la fama de un autor cuyo nombre empezaba a correr de boca en boca y cuya primera obra había arrancado a la crítica de su abulia endémica. Esta primera obra, una novela relativamente breve, se publicó en una pequeña editorial, casi de tapadillo; al cabo de un año, una segunda novela, más voluminosa, apareció en una poderosa editorial con gran despliegue publicitario. Ambas novelas eran de corte tradicional, no exentas de elementos de modernidad, y versaban sobre sucesos y personajes del mundo de la delincuencia. Esta característica disuadió inicialmente a Inés Fornillos de leerlas: no quería saber nada más de crímenes ni de criminales.
El autor de aquellos éxitos se firmaba Martín J. Fromentín y de él no se sabía nada, ni siquiera si aquél era su verdadero nombre; no concedía entrevistas, no se dejaba fotografiar, no participaba en actos públicos y la breve reseña biográfica de la solapa de los libros decía poco y daba a entender que incluso ese poco era inventado. No tardó en saltar a la prensa la noticia de que en realidad Martín J. Fromentín era efectivamente un seudónimo bajo el que se ocultaba un auténtico criminal de turbio pasado llamado Antolín Cabrales Pellejero. Inés Fornillos se sorprendió del escaso impacto que le causaba esta revelación. Hacía mucho tiempo que había expulsado de su vida la etapa carcelaria y a sus integrantes, y para ella Antolín Cabrales era sólo un recuerdo vago y anodino. Que ahora reapareciera convertido en escritor famoso no le pareció ni bien ni mal. «De modo que al final siguió mi consejo y escribió otra novela», pensó. «Pues qué bien.»
Como, pese a todo, no podía dejar de leer al menos uno de los dos libros, adquirió un ejemplar de la primera novela, se lo llevó a casa y se dispuso a leerlo sin prejuicios de ningún tipo. No obstante, lo abrió con la remota esperanza de encontrar un prólogo del autor en el que, si bien no apareciera su nombre (pues de ser asi alguien se lo habría comentado), hubiera alguna clave que sólo ella pudiera interpretar. No había nada: la novela arrancaba en la primera página y discurría con pulso firme hasta su conclusión. Apreció el estilo, la utilización inteligente de los recursos literarios, la descripción de ambientes, una trama y unos personajes interesantes, pero la novela, en conjunto, le dejó indiferente. Así lo hizo constar cuando tuvo ocasión de hacerlo en público y en privado, pero en ningún momento dijo que había conocido personalmente al autor. Fue una decisión premeditada. Revelar una relación privilegiada como la suya con un autor tan célebre y tan enigmático con seguridad habría tenido un efecto positivo en su carrera, y la señorita Fornillos no carecía de ambiciones profesionales, pero esta misma relación la convertiría, dentro del mundo académico, en una especialista y, en aquel caso particular, al menos a sus propios ojos, en parásito de una persona a la que recordaba con más desprecio que otra cosa. Pero había otra razón para su silencio. Por algún motivo Antolín Cabrales no se había querido dar a conocer inicialmente y, en consecuencia, airear su conocimiento habría supuesto algo parecido a una traición, no en el mundo académico pero si en el mundo de la delincuencia, al que la señorita Fornillos, siquiera de un modo tangencial, había pertenecido en otros tiempos. En la cárcel no hay chivatos, se dijo, y pensar que estaba dejando escapar una oportunidad dorada por atenerse al código del hampa le divirtió y le hizo sentirse secretamente orgullosa. Por lo demás, seguía convencida de que su antiguo alumno carecía de talento y estaba segura de que pronto se desinflaría un prestigio en el que había más de novedad que de merecimiento.
El tiempo se encargó de desmentir este pronóstico. La fama de Martín J. Fromentín fue creciendo con cada nuevo libro. Fue traducido a muchos idiomas, recibió premios nacionales y extranjeros. Como sus personajes eran siempre criminales, sus andanzas violentas y sus vidas irrecuperables, se le incluyó en el canon de la novela negra, se le comparó con Jean Genet y con Louis Ferdinand Céline, con el Gorki de Los bajos fondos, con los dramas de sangre de García Lorca, con los esperpentos de Valle-Inclán, y no faltaron exagerados que sacaron a relucir a Dostoievsky e incluso a Dante. Proliferaron las tesis doctorales. Sucesivos intentos de llevar sus novelas al cine chocaron con una negativa tajante y sin explicaciones por parte del autor. Le propusieron que presentara su candidatura para el ingreso en la Real Academia Española con la garantía de que sería aceptada por unanimidad, pero declinó aquel honor, del que dijo ser indigno. Para evitar intrusiones trasladó su domicilio fuera de su ciudad natal; luego, fuera del país. Este secretismo aumentó su fama y creó una leyenda que se iba incrementando por las aportaciones de sus estudiosos, con el beneplácito de la editorial. Se contaba que en su juventud había participado en muchas de las acciones crueles y violentas que ahora describía con tanta precisión, bien como actor principal, bien como cómplice, bien como instigador; que seguía teniendo vínculos estrechos con el crimen organizado, y que sus relatos eran fragmentos autobiográficos cuidadosamente camuflados, pero apenas embellecidos. Más tarde la fama y la leyenda se asentaron y por el hecho de ser conocidas de todos sus presuntas hazañas dejaron de ser tema de conversación. Ya sólo interesaba como novedad literaria y sólo la cifra de ventas, siempre crecida, era motivo de comentario.
Andando el tiempo, la actitud del escurridizo autor se fue haciendo menos radical. Como ya no era el centro de todas las miradas, permitió fisuras en la rígida norma del anonimato. Una fotografía suya, siempre la misma, apareció en la sección de libros de los periódicos y en las solapas de sus obras, más tarde en enormes carteles colgados de las librerías de las grandes superficies. Aceptó conceder alguna entrevista, a periodistas concretos en publicaciones selectas; estas entrevistas resultaban siempre decepcionantes porque nunca expresaba una opinión y la ambigüedad presidia todas sus respuestas.
Cuando Inés Fornillos vio la fotografía de su antiguo alumno sintió algo parecido a la ternura. Había envejecido y engordado, tenía el pelo cano, retraído en frente, se había dejado un bigote ni muy fino ni muy aparatoso, llevaba unas elegantes gafas sin montura, vestía con pulcritud. Nada de esto le impidió reconocer de inmediato la expresión huidiza de los ojos, el pliegue de inseguridad en la frente, los labios prietos, la crispación del gesto. Nada de cuanto vio, oyó o leyó alteró su decisión de guardar silencio acerca de su pasado común.
Cuando le faltaba un año para la jubilación, llegó a sus oídos la noticia de que el famoso escritor Martín J. Fromentín, para entonces un clásico de nuestras letras, pronunciaría una conferencia en el paraninfo de la universidad. El motivo era lo de menos. La señorita Fornillos decidió asistir.
Aunque llegó muy pronto ya encontró una larga cola. Esperó mucho rato, cansada, consciente de lo ridículo de la situación, tentada de renunciar. Cuando abrieron las puertas pudo sentarse en una de las últimas filas. A la hora convenida, en medio de una gran expectación y un obsequioso silencio, hizo su entrada el ilustre escritor acompañado de autoridades académicas. Subió a la tribuna, ocupó su asiento, y mientras escuchaba con desinterés los elogios que se le prodigaban, paseó la vista por el nutrido auditorio. La señorita Fornillos tuvo la impresión de que por una fracción de segundo sus miradas se encontraban, pero nada le dio a entender que había sido reconocida. Después del tiempo transcurrido tampoco esperaba otra cosa. Tampoco ella experimentó la más mínima emoción en aquel efímero contacto. Cuando le tocó el turno al invitado de honor, Martín J. Fromentín pronunció un discurso de circunstancias cargado de tópicos bienintencionados. Antes de acabar, bajó la voz y en un tono casi inaudible, entre balbuceos, como si no llevara escrita ni pensada aquella parte del discurso, dijo: «En el pasado yo fui un criminal. Es cosa sabida y a estas alturas no tenía sentido negarlo. Sólo quiero disipar el aura de romanticismo que esto pueda tener para quienes, como ustedes, siempre han estado en el lado bueno de la ley. Un criminal no es un héroe, sino un ser abyecto que abusa de la debilidad del prójimo. Yo estaba destinado a seguir este camino hasta el más triste de los desenlaces si el encuentro casual con la literatura no hubiera abierto una grieta por la que pude salir a un mundo mejor. Nada más tengo que añadir. La literatura puede rescatar vidas sombrías y redimir actos terribles; inversamente, actos terribles y vidas degradadas pueden rescatar a la literatura insuflándole una vida que, de no poseerla, la convertiría en letra muerta.»
Aún se alargó un rato más. Finalmente otra persona cerró el acto, tras anunciar que no habría coloquio ni firma de libros y el orador y sus acompañantes desparecieron por una puerta lateral. Inés Fornillos salió de la sala al ritmo lento de la muchedumbre. Una vez en la calle decidió ir caminando hasta la plaza de Cataluña y allí tomar el metro. Iba por la Ronda Universidad disfrutando del suave clima de la noche y pensando en trivialidades, cuando sintió un nudo en la garganta que le hizo detenerse. No pudo hacer nada para evitarlo y rompió a llorar ruidosamente. Algunos transeúntes se acercaron a preguntarle si le pasaba algo. Les respondió que estaba bien, y contra su costumbre, se refugió en un bar. Pidió un botellín de agua mineral y bebió a sorbos hasta recobrar la calma. Si hubiera querido explicar lo que le había sucedido no habría sabido hacerlo. No le había impresionado la visión de su antiguo alumno convertido en personaje célebre y menos aún la idea de haber contribuido a la redención de un delincuente, cosa que, por otra parte, Antolín Cabrales nunca había sido. Pero le desbordaba la idea de haber creado un gran escritor. A su larga vida profesional, denodada, honrada, monótona, tediosa y sin sentido, le había sido concedido un momento de grandeza, y aquel momento no había sido una revelación, ni una idea profunda, ni había dejado una huella indeleble; había sido un encuentro efímero, superficial, cargado de susceptibilidad y de malentendidos. Pero había existido y ahora la señorita Fornillos ya podía jubilarse, hacer balance de su vida y descansar.
En otra parte de la ciudad, Martín J. Fromentín se excusaba ante sus anfitriones y alegaba cansancio y una leve indisposición para retirarse a su hotel sin asistir a la cena que le tenían preparada. Decepcionados pero corteses, sus anfitriones le dejaron ir. En el hotel se encerró en la habitación, pidió una cena ligera al servicio de habitaciones, se sentó a la mesa, tomó papel y empezó a escribir una carta.
«Estimada señorita Fornillos:
»Le agradezco mucho que tuviera la amabilidad de asistir al acto de esta tarde. No hay cosa más aburrida que estas ceremonias académicas de las que usted, además, ya debe de estar hasta el gorro. Pero le habría agradecido que me hubiera advertido de antemano, porque cuando la distinguí entre el público tuve que hacer un gran esfuerzo para no desmayarme de la emoción o ponerme a llorar como un imbécil, en resumen, a hacer un ridículo mayor del que ya estaba haciendo. Siempre fue usted muy brusca de trato, si no le molesta que se lo diga. Durante todo el acto estuve dudando entre dirigirme a usted y pedirle que me esperara a la salida o hacer como que no la había visto. Mi primer impulso fue lo primero, pero luego pensé que si hasta ahora usted no ha hecho nada para ponerse en contacto conmigo, a través de la editorial o por cualquier otro medio, mi obligación era respetar sus deseos. Por esta misma razón, durante todos estos años, tampoco yo he hecho nada para ponerme en contacto con usted. En el fondo, no me extraña que no quiera tener nada que ver conmigo, ni con el ratero sin suerte que fui, ni con el fantoche que soy ahora. Usted lo entendió todo desde el principio y me lo advirtió, pero yo estaba ciego de ignorancia y de suficiencia. Ya ve adónde me han conducido aquellos tufos. Pero quiero que sepa que no ha habido día, en todos estos años, en que no me haya acordado de usted. Tenía tantas ganas de hablar con usted, señorita Fornillos.
»Estoy seguro de que usted ya no se debe de acordar, pero yo me pregunto a menudo qué habría sucedido si no se hubiera tomado la molestia de eliminar unos párrafos de los cuentos que nos repartía para aligerar los textos. Yo habría leído el mío sin atención, probablemente. Somerset Maugham es un artesano sin interés, y más pasado de moda que el miriñaque. Yo algo había leído antes de aquel día; uno de joven ha de matar el tiempo libre de algún modo y no siempre tiene una tía o un televisor a mano. Pero nunca había leído con criterios literarios, como es natural. Yo era un canalla, no un pervertido. Sin embargo aquella mutilación me produjo un desconcierto extraordinario, sobre todo porque no sabía de dónde me venía. Luego comprendí lo que me ocurrió y es algo tan curioso que se lo tengo que contar. Nunca se lo he contado a nadie. Mire, lo que ocurrió es que de repente, en un solo instante, sin saber nada de nada, entendí exactamente lo que era la literatura. No lo que usted decía, no un vehículo para contar historias, para expresar sentimientos o para transmitir emociones, sino una forma. Forma y nada más. Confío en que su larga labor docente no la haya embrutecido y entienda lo que le quiero decir. Las leyes sencillas pero insoslayables que hacen que un escrito signifique algo más que manchas sobre un papel: la estructura del relato, el tamaño del párrafo, la longitud de la frase, la música interna de las palabras cuando se combinan entre sí, y el ritmo del conjunto. La estrategia con que se disponen todos los elementos.
»Después de devorar unos cuantos libros, los que usted tuvo la generosidad de prestarme y aquella jodida edición de Proust que me envió durante las vacaciones, tuve la peregrina idea de que yo también podía escribir una cosa similar. Conocía los rudimentos del oficio, y las lecturas me habían proporcionado las herramientas necesarias, de modo que me puse a escribir. Mi ignorancia sólo era comparable a mi presunción. No tenía ninguna historia que contar ni falta que me hacía. Sólo me interesaba la forma. La vanidad es el pecado que más deprisa recibe su castigo. Si me descuido acabo escribiendo una novela experimental. Cuando me di cuenta, rompí lo que llevaba escrito y me juré no volver a escribir nada. Es posible que de haber persistido en esta decisión hubiera acabado mal. Usted me dijo que siguiera y seguí. En la cárcel había conocido a mucha gente, tíos legales en su mayor parte. Yo era una escoria, pero trataba a la gente con respeto y sabía escuchar. De modo que me contaron un montón de historias. No eran grandes historias, sino historias banales, estúpidos desaciertos, desarreglos psíquicos disfrazados de pasión, falsas tragedias. Cualquier oyente se habría aburrido a los cinco minutos. Yo también me aburría, pero aguantaba para no recibir una trompada y más tarde porque comprendí que aquellos tristes retales de vidas equivocadas me proporcionaban el material necesario para escribir libros de quinientas páginas.
»Los críticos se engañan: ven un libro acabado y creen que todos los movimientos desde el principio han ido encaminados a un fin concreto. Nada más falso. Un escritor no pone los conocimientos técnicos que posee al servicio de la historia que quiere contar, sino la historia que posee al servicio de los conocimientos técnicos que quiere utilizar. En fin, no la quiero aburrir con teorías. Sólo le digo lo que ya sabe: que soy el mismo pazguato de entonces y que mi éxito se debe a un malentendido. Los lectores creen estar leyendo historias atormentadas, cargadas de significación, y sólo leen artimañas.
»Finalmente me llegó la hora de salir de la cárcel y me busqué un trabajo que me permitiera sobrevivir y escribir en mi tiempo libre. En varios locales me contrataron de vigilante nocturno. Pensaban que mi pasado delictivo me daba conocimientos prácticos de las artes del robo y que lo podría impedir; también pensaban que la condicional garantizaba mi honradez. Eran trabajos aburridos, pero más lo es el trullo, me daban algo de dinero, y como no había mucho que hacer, si bien no podía escribir, podía organizar mentalmente lo que luego en la pensión ponía en limpio. Acabé una primera novela, la llevé a varias editoriales hasta que una la quiso publicar y ya ve cómo he acabado. Ahora gano una pasta gansa y viajo por todo el mundo. Mi vida personal ha sido satisfactoriamente solitaria.
»Todo esto se lo debo a usted. El que este asunto disparatado no entrara en sus propósitos y ni siquiera pasara nunca por su cabeza no disminuye la cuantía de la deuda. No sé cómo pagársela; ahora, si a usted se le ocurre una manera, hágamelo saber. Soy desagradecido por naturaleza, pero una cosa no quita la otra; la gratitud es un movimiento del alma que experimentan las personas buenas y sentimentales. Una deuda es algo objetivo. La gratitud se expresa; las deudas se pagan. Yo estoy en deuda con usted.
»Y la próxima vez, avise.
»Su alumno,
»Antolín Cabrales Pellejero.»
Metió la carta en un sobre y se la echó al bolsillo. No sabía adónde enviarla, pero pensó que sus editores o su agente no tendrían dificultad en averiguar el domicilio de una profesora de literatura que en una etapa de su vida trabajó en la cárcel de varones. Dejó el sobre en la mesa y, como no tenía sueño, decidió salir a dar un paseo.
Siempre había asociado Barcelona con época difícil de su vida, pero desde que había fijado su residencia en el extranjero la ciudad ya no le parecía tan hostil. Bajó caminando por el paseo de Gracia, cruzó la plaza de Cataluña, recorrió la Rambla y acabó callejeando por los oscuros barrios donde había transcurrido su agitada juventud. Mucho había cambiado desde entonces, pero algunas cosas seguían igual: al adentrarse en una callejuela oscura y solitaria y antes de que ocurriera nada, supo que estaba siendo asaltado. Un muchacho le sujetó el brazo y le puso una navaja delante de los ojos. Sintió el jadeo del muchacho en la mejilla. «No grites.» «No voy a gritar.» «¡Que te calles!», dijo el muchacho. Pasado el susto inicial provocado más por la brusquedad del asalto que por el peligro real, Antolín Cabrales estaba tranquilo. Sabía que no pasaría nada si no ofrecía resistencia, si no se ponía nervioso y si no hacía ostentación de sangre fría. Todo consistía en comportarse como el muchacho esperaba que se comportara un caballero incauto y adinerado. En otros tiempos él mismo había recurrido a este método, casi siempre eficaz. «El dinero está en la cartera y la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta. Puedes cogerla tú mismo. El reloj no vale mucho, pero te lo daré igual; no llevo nada más de valor», dijo. El muchacho cogió la cartera y se la metió en el bolsillo del pantalón. Mientras se quitaba el reloj dijo: «Devuélveme los documentos. A ti no sirven para nada. Y si me dejas algo para un taxi…» El muchacho no esperó a que acabara de quitarse el reloj para salir corriendo.
Cuando se quedó solo, Antolín Cabrales se dirigió a la comisaría del barrio para denunciar el robo de la documentación. Tenía pensado regresar a su lugar de residencia al día siguiente y el suceso le suponía una contrariedad. Al dar su nombre en la comisaria, el propio comisario lo recibió en su despacho. «He leído casi todos sus libros. Es un placer, aunque sea en circunstancias tan lamentables.» Cumplimentó la denuncia y se dispuso a marcharse. El comisario le ofreció un coche patrulla. «No se moleste. Mi hotel no está lejos y ya no me pueden robar nada más.» El comisario insistió: las calles se habían puesto cada día más peligrosas. No aceptar habría sido desairarle, y a pesar de la admiración que le manifestaba, el señor comisario era un policía y él un antiguo delincuente y un ex presidiario.
Delante del hotel se despidió de los agentes que le habían acompañado. «Han sido ustedes muy amables.» «A sus órdenes.» En el portal contiguo al hotel advirtió dos sombras al acecho. Cuando se hubo ido el coche patrulla se entretuvo un rato ante la puerta para dar tiempo a que las dos sombras salieran de su escondite y se le acercaran.
«Nos habías calado, di la verdad. ¡Qué jodido eres, cabronazo!», dijo un hombre entrado en años, todavía corpulento, con media cara quemada. Le acompañaba el muchacho que un rato antes le había atracado. «Suerte que llevabas una tarjeta del hotel en la cartera; si no, no damos contigo. Éste es mi hijo. Mil veces le tengo dicho que se quite de la calle, pero el capullo, como si oyera llover. Que es peligroso, joder. Que es dinero fácil y tal y cual, pero si te trincan, vas al talego, díselo tú. y al final, el dinero, ¿para qué lo quieren? Para nada: fumar pelas y comprarse ropa de maricón.» «Los jóvenes son así», dijo Antolín Cabrales. «Tú no tienes hijos.» «No, yo no.» El hombre de la cara quemada se dirigió al suyo. «Anda, hijo puta, ven aquí y discúlpate con este señor.» «No tiene por qué. Hacía su trabajo y lo hacía bien», dijo Antolín Cabrales. El otro sólo atendía a su retoño. «Este señor que ves aquí, tan famoso, y yo éramos amigos hace un montón de años, ¿te lo puedes creer? Este señor tan famoso y tu puto padre, colegas, me cago en la mar. Porque tú de mí sí que te acuerdas, ¿o no?»
«Claro que me acuerdo», dijo Antolín Cabrales. Lo cierto es que sí recordaba al tipo de la cara quemada: un matón estúpido con el que había coincidido en la cárcel y que en algunas ocasiones le había amenazado, humillado y golpeado. Pero todo esto pertenecía a un pasado irreal, transformado por la fama del escritor, que convertía su amistad verdadera o imaginaria en un trofeo. «Bueno, pues aquí tienes la cartera. Cuenta el dinero, no falta nada. Cuando vi de quién era le di un hostión a este espabilao y nos vinimos derechos a devolvértela. Supuse que habrías ido a denunciar el robo de los documentos y que te pillaríamos a la puerta. Con lo que no contaba es con los maderos, joder. Suerte que nos has visto y nos has esperado con discreción. Si les dices algo, igual nos metemos en un lío.» «Eso entre amigos no se hace», dijo Antolín Cabrales. Vaciló el matón; luego dijo: «Bueno, pues ya nos vamos. Guapo el hotel, ¿eh? Te lo mereces, joder, por algo eres más famoso que Dios. ¿Has venido con tu mujer?» «No. Vivo solo.» «Pero no te habrán faltado las tías. O los tíos, según a lo que te hagas.» «No me quejo», respondió sabiendo que eso era lo que el otro quería oír. Luego añadió: «¿Queréis pasar? Todavía nos darán algo en el bar.» El matón miró a Antolín Cabrales de hito en hito, tratando de determinar si hablaba en serio o en broma y si la propuesta era una muestra de amistad o una trampa. Finalmente dijo: «No, gracias. Hay que saber estar en el sitio que le corresponde a cada uno. Nosotros aquí no pintamos nada, como tú no pintabas nada en el trullo. Lo tuyo es esto: los libros y los hoteles. En la cárcel eras un cagao. Yo, en cambio, aquí cantaría como una mala cosa. Ha sido un gusto verte, Poca Chicha.»
Padre e hijo se fueron caminando por el paseo de Gracia. Antolín Cabrales subió a la habitación. En la mesa vio la carta que había escrito a la señorita Fornillos. La rompió en varios pedazos, los arrojó a una papelera. No había motivo para quitarle la ilusión, y su presencia en la conferencia era la prueba de que esa ilusión existía. Al fin y al cabo, ella había hecho de él lo que ahora era. Por casualidad o por designio había desarrollado un potencial que él poseía y que antes nada ni nadie había podido imaginar. Que aquel potencial sólo sirviera para vender baratijas no era culpa de ella. En el fondo, se dijo, sigo siendo lo que siempre fui: un ser superfluo, un estafador. El matón con el que acababa de hablar, a pesar de su ignorancia, lo sabía. Pero no la señorita Fornillos. No la señorita Fornillos.