Le pidió que la dejara cuando las primeras señales de un amanecer gélido empezaban a aparecer en el firmamento, y Veness, comprendiendo que necesitaba estar a solas un rato, la besó por última vez y salió en silencio de la habitación.
Índigo permaneció echada muy quieta. En el exterior, la noche empezaba a transformarse lentamente en día, pero no quiso levantarse y abrir los postigos. El cálido capullo de oscuridad la mantenía a salvo, un amortiguador de la realidad de la mañana y de las verdades esquivas y desagradables que, en cualquier momento, tendría que afrontar.
Había derramado muchas lágrimas aquella noche, pero ya se habían secado, dejándola sumida en una tranquilidad intensa y casi fatalista. Era mucho lo perdido; mucho más que la simple virginidad: lo sucedido aquella noche alteró su mundo y provocó un cambio irrevocable en ella misma. Le pareció que una cadena de cuya existencia apenas si se había percatado se hubiera partido, liberándola del peso de una represión autoimpuesta, imponiéndole, en cambio, una responsabilidad desconocida: su responsabilidad para con Veness.
Veness la amaba. No sabía si aquel amor era real o un afán de engañarse a sí mismo que, con el paso del tiempo, se haría pedazos o se desvanecería sin mas en un miasma de culpa y vergüenza; no quería pensarlo. Y ella..., ella no lo amaba. Durante la noche, con los brazos alrededor de ella y el cuerpo ardiente y amoroso contra el suyo, sintió que el amor se despertaba en su alma como una llamarada; en el éxtasis de verse liberada correspondió a su pasión, y cuando él se durmió le acarició el rostro y le enredó los dedos entre sus negros cabellos. Entre el dolor y el amor que sentía por él, se sumió en inquieto sopor.
Y se oyó musitar, dirigiéndose a uno y otro amante:
—Fenran...
Se dio la vuelta y permaneció tumbada de espaldas, contemplando el techo con ojos inexpresivos. Toda la culpa y el horror de la traición estaban allí, pero los reprimía violentamente, los mantenía a raya porque no era capaz de enfrentarlos. Sin embargo, una pregunta se retorcía y debatía en su mente, sin dejarse alejar. Fenran: Veness. Había creído saber lo que hacía. Había creído que su cerebro y emociones estaban bajo control, y que no se engañaba a sí misma intentando alcanzar a Fenran a través de Veness. Sólo más tarde, cuando ya no podía volver atrás, cuando el dolor, el ansia y la desesperada necesidad de liberarse de su cascarón y aceptar el amor que se le ofrecía se vieron saciados, se dio cuenta de su tremendo error. Y entonces, ya era demasiado tarde.
Grimya advirtió lo que sucedía. Por eso se había ido, y no había hecho ningún intento por regresar; la loba comprendió que no podía hacer nada por ayudar a Índigo a solucionar las complejas emociones que batallaban en su interior, y que ella sola debía tomar una decisión. Cómo se enfrentaría a la loba ahora, qué le diría, cómo podría explicarle, Índigo no lo sabía. Todo había cambiado. Todo. Y se sintió total y desesperadamente a la deriva.
Además estaba Veness. ¿Qué esperaría ahora de ella? Se había entregado a él, y, si analizaba fría e implacablemente sus motivos, se daba cuenta de que lo había utilizado. Para satisfacer su propia necesidad, para poder escapar de la soledad, de la incertidumbre, había dejado que una ilusión ocupara el lugar de la realidad, y tomado lo que él le ofrecía sin pensar en las implicaciones. Había traicionado a Veness tanto como a Fenran. Y en lo más profundo, como un río envenenado, se agitaba el mar de fondo de lo averiguado la noche anterior en medio del campo nevado. El traidor dentro de la familia. Aquel que les deseaba el mal, el intrigante cuya identidad desconocía. Si la advertencia de la mujer era cierta, era posible que aquella noche se hubiera convertido en la amante del hombre destinado a convertirse en su enemigo.
Índigo cerró los ojos un instante invadida por una oleada de desolación. Deseó poder volver a dormir, y despertar en otra mañana en la cual pudiera descubrir que lo ocurrido no había sido más que un sueño. Durante un momento precioso y breve fue feliz en los brazos de Veness; pero la luz del día y la lógica le demostraban lo que en realidad era esa felicidad: una ilusión pasajera, sin lugar en el mundo real. De forma espontánea le vino a la memoria la estrofa de una vieja canción aprendida de niña, y la cantó en voz baja para sí misma.
Sopla el viento del sur helado, hielo, lluvia y nieve,
¿y qué será, oh, del pobre reyezuelo pardo?
Emprender el vuelo no puede y por lo tanto se ha de quedar hasta que el sol del estío llegue para volverlo
a liberar.
Índigo esbozó una sonrisa dolorida en la penumbra de la habitación. Una sencilla rima infantil que, sin embargo, daba cruelmente de lleno en el nudo de sus cavilaciones. Ella no era un ave desamparada; pero tenía las alas tan cortadas como el reyezuelo atrapado por las nieves invernales. No podía emprender el vuelo y dejar atrás su tormento: debía permanecer en El Reducto, bajo ese techo, hasta que encontrara y destruyera a la criatura diabólica con la que había ido a enfrentarse. Y de alguna forma, de alguna forma debía aprender a vivir consigo misma.
Era ya pleno día, y haces de luz empezaban a insinuarse hacia el interior de la habitación entre las rendijas de los postigos. No podía permanecer allí indefinidamente, pensó Índigo. Abajo se oían ruidos de actividad; la familia estaba en pie y en movimiento. Temía encontrarse con todos ellos; tenía el convencimiento de que su culpable confusión (y lo que se ocultaba tras ella) debía reflejarse con toda claridad en su rostro como si estuviera grabado a fuego en la frente. Pero tenía que superar su cobardía y, cuanto antes se enfrentara con ellos, mejor.
Despacio, de mala gana, se deslizó fuera de la cama. Le dolía el cuerpo, un dolor que le recordó la pasión experimentada aquella noche. Por un momento creyó no ser la misma: el torso desconocido, los miembros extraños, faltos de coordinación. Intentó expulsar de sí aquella sensación, no quería demorarse en los recuerdos y buscó a tientas en la penumbra pedernal y yesca.
La habitación estaba helada. Le pareció curiosamente vacía cuando la luz de la lámpara la iluminó; como si alguna otra persona debiera de haber estado allí con ella, y su ausencia hubiera dejado un hueco imposible de llenar.
Índigo se estremeció, reprimió aquella ilusión, y empezó a vestirse.
Estaban todos en la cocina y, aunque su saludo pareció totalmente normal, Índigo tuvo el presentimiento certero y terrible de que, de alguna manera, lo sabían. La sonrisa cálida de Livian parecía ocultar una nueva cualidad de tolerante regocijo. La mueca de Carlaze tenía un leve dejo de complicidad; incluso el entrecejo fruncido de Reif parecía demostrar, pensó, más suspicacia que de costumbre. Y Veness... se puso en pie para saludarla, y en su mirada había tanto orgullo y satisfacción que le fue imposible encontrarse con sus ojos y tuvo que desviar la mirada.
Y Grimya no estaba allí.
—¿Grimya?—Dijo Carlaze en respuesta a su tartamudeada pregunta—. Está en el patio, por alguna parte, creo; estaba aquí cuando bajé, le di de comer y la dejé salir.
Índigo intentó entrar en contacto con la mente de la loba.
«¿Grimya...?», llamó indecisa. No obtuvo respuesta.
—Lo mejor será que vaya en su busca —dijo incómoda.
—Tonterías. Estará encantada durante un rato. Probablemente haya ido de caza. —Carlaze echó hacia atrás la silla situada junto a Veness y condujo a Índigo con firmeza hacia ella—. Siéntate y toma tu desayuno.
Índigo se sentó; no deseaba empeorar las cosas discutiendo. Cruzó con fuerza las manos sobre la mesa. Veness extendió las suyas y las colocó sobre las de ella, apretándoselas con suavidad, dándole ánimo. Aunque no se trataba de un gesto descarado, el joven no ocultaba que se había producido un cambio en su relación, Índigo lo maldijo en silencio abrumada de tristeza por hacerlo, pero luego volvió las maldiciones contra sí misma. ¿Cómo podía culparlo? Estaba enamorado, y quería mostrarle su amor, sin importar quién pudiera verlo ni lo que los demás pudieran pensar. Tendría que haberse sentido satisfecha, tranquilizada, confortada, como cualquier mujer normal. Pero lo único que sentía era un nudo de desesperación que poco a poco se iba tensando en su interior.
No quería comer, pero se obligó a tomar algún bocado, mientras intentaba representar el papel que Veness esperaba de ella y fingir que también era feliz. Una farsa muy difícil de mantener, sobre todo porque la satisfacción de Veness era tan visible que resultaba dolorosa. Pero no podía agravar su traición rechazándolo; no allí, no ahora. Ya llegaría el momento en que se vería obligada a decirle la verdad, mas ese momento tendría lugar en la intimidad y lo escogería con mucho cuidado.
Por fin, tras lo que a Índigo le pareció un suplicio interminable, el desayuno se dio por terminado y cada uno dedicó su atención a las tareas que les tenía reservadas el día. Los hombres salieron al patio, donde la nieve recién caída empezaba a helarse bajo la fuerte luz del sol. Livian desapareció en el sótano para comprobar las reservas de comida, Índigo, ansiosa por encontrar a Grimya, regresó a su habitación a buscar el abrigo y los guantes. Cuando bajaba las escaleras vio a Veness, solo, que la esperaba en el vestíbulo.
—Índigo. —Le cogió las manos. Sus dedos estaban calientes; sus ojos, cuando la miró, aún más cálidos. El recuerdo de lo sucedido durante la noche brotó nuevamente e Índigo sintió que sus defensas se desmoronaban.
—¡Oh, Veness! No... no sé qué puedo decirte. Siento...
—Chisst. —Le puso un dedo sobre los labios, acallándola—. No es necesario decir nada, ahora
no.
Índigo vaciló, luego decidió que no debía dejar que la dominara la cobardía. No podía dejar que el malentendido continuara.
—Tengo que decirlo, Veness —protestó pesarosa—. Tengo que ser honrada contigo, porque no quiero que pienses que...
—¿Que me quieres, como yo te quiero a ti? No, no creo eso.
Ella lo miró sorprendida y consternada, y él le sonrió con un dejo de tristeza.
—No sé por qué me deseabas como lo hiciste anoche, y no sería justo preguntar. Pero no importa,
Índigo, no me importa a mí. No espero nada de ti; no tengo ningún derecho sobre ti. Lo único que importa es que me hiciste feliz, y creo que, aunque sólo por un rato, también yo te hice feliz a ti.
La muchacha bajó la cabeza, incapaz de responder.
—Sé tener paciencia —siguió Veness con suavidad—. Y esperaré a que tú me digas lo que quieres. Sea lo que sea, lo aceptaré. —Le sujetó la barbilla y se la levantó—. ¿Me crees?
Índigo deseó que la tierra se abriera y se la tragara. Y lo peor de todo, era que él le decía la verdad.
—Sí —dijo sintiéndose muy desgraciada—. Te creo.
—Entonces no te preocupes ni te atormentes. Depende de ti, Índigo. Por el momento, continuaremos tal y como estaban las cosas antes de esta noche; creo que será lo más fácil para ti, ¿verdad? —Tomó su silencio por aprobación—. Y si tus sentimientos cambian... estaré ahí. Siempre, te lo aseguro.
Ella sabía que bajo aquel exterior tranquilo y amable se sentía herido, pero que nada lo induciría a admitirlo. Era tan escrupulosamente justo con ella que su sentido de culpabilidad se redobló.
—Gracias —repuso con voz apenas audible.
—No hay nada que agradecer.
Desde la cocina, Kinter aulló su nombre y Veness levantó la cabeza, luego suspiró con resignación.
—Será mejor que vaya. Vamos a sacar una troika para comprobar algunas de las cercas que delimitan las tierras y dudo de que hayamos hecho ni la mitad antes de que oscurezca. —Hizo una pausa—. Supongo que no te interesará venir con nosotros... —Y su sonrisa adoptó un gesto forzadamente irónico—. ¿Otra clase de conducción?
Ella negó con la cabeza, incapaz de contener una sonrisa.
—Hoy no. Creo que será mejor que...
—No; comprendo. —Kinter apareció en la puerta, y la actitud de Veness cambió bruscamente. Forzó una sonrisa (aunque sus ojos siguieron delatándolo) y se inclinó hacia adelante como para besarla. Luego, reaccionó, se echó hacia atrás y se limitó a decir—: Te veré esta noche.
Kinter hizo un gesto de despedida e Índigo los observó mientras se dirigían a la puerta principal. Una ráfaga de viento helado recorrió el vestíbulo, la puerta se cerró y desaparecieron. Durante unos instantes Índigo permaneció inmóvil, intentando asimilar lo que Veness había dicho. No lo esperaba. No esperaba que demostrara tanta sensibilidad ni tanta comprensión. Su actitud le provocó una mezcla de remordimiento y de alivio. Pero había algo más: un sentimiento nuevo de cuyas implicaciones no estaba aún muy segura. Y la atemorizaba. La atemorizaba.
Despacio, regresó a la cocina. Sus únicos ocupantes eran ahora Carlaze y Rimmi. Rimmi levantó la vista al entrar Índigo. Luego, al parecer malhumorada, con la misma rapidez la desvió y empezó a tirar los platos limpios, haciendo mucho ruido, dentro de un cubo de agua caliente para enjuagarlos. Cuando el último plato hubo ido a parar al agua, Rimmi se enderezó, anunció que tenía «algo que hacer» y abandonó la habitación con gesto enfadado. Carlaze contempló la puerta que se cerraba con estrépito a su espalda y se volvió hacia Índigo con una sonrisa apenas esbozada.
—No le hagas caso a Rimmi. Está celosa.
—¿Celosa...? —Entonces Índigo comprendió, y su rostro se ruborizó—. No tiene razón para estar celosa, Carlaze.
—Bueno —rió Carlaze—, ¡no creo que piense lo mismo!
Rimmi se ha estado haciendo ilusiones con respecto a Veness durante mucho tiempo; ¿no te has dado cuenta de qué forma lo mira, especialmente cuando ha bebido un poco? Todo el mundo está al cabo de la pasión de Rimmi. De todas formas —añadió con desdén—, creo que incluso ella se ha dado cuenta ya de que Veness no se interesaría por ella aunque fuera la única mujer de este mundo. Lo que pasa es que saber que se ha enamorado de otra la obliga a enfrentarse con la verdad.
—Carlaze... —empezó a protestar Índigo.
—¡Oh! Vamos, Índigo. No irás a negar que Veness está enamorado de ti... No hago ninguna suposición con respecto a ti, pero resulta evidente para cualquiera lo que él siente, y me alegro de que así sea. —Hizo una pausa—. También me da pena por Rimmi, claro. No es culpa suya ser tan poco atractiva. Pero no debes permitir que su enfurruñamiento te preocupe, Índigo; en el fondo sabe muy bien que Veness siempre ha estado fuera de su alcance. Dale un día o dos y se olvidará de todo y quizá dedique sus atenciones a Reif para variar. Aunque, entre tú y yo, dudo de que llegue mucho más lejos con él de lo que ha llegado con...
Calló de pronto cuando la puerta volvió a abrirse con violencia. Rimmi entró muy erguida, ignoró a ambas intencionadamente y se dirigió al cubo, donde empezó a atacar a los platos con mucha energía. Carlaze hizo una mueca a su espalda y se encogió de hombros, impotente, mirando a Índigo.
—Te veré luego —dijo, y salió.
Rimmi esperó hasta que sus pasos se hubieron perdido por el vestíbulo, entonces hizo ostentación de sorberse los mocos y anunció, sin darse la vuelta:
—Vi a Grimya afuera. Me dio la impresión de que se sentía muy sola.
Índigo le contempló la espalda tiesa. Pensó en intentar decir algo que pudiera consolar el amor propio herido de Rimmi, pero no se le ocurrieron palabras que no sonaran compasivas. Y una idea aterradora pasó por su mente: ¿tendrían los celos de Rimmi un origen más maligno que el simple resentimiento? Sin querer, Carlaze había abierto la puerta a otra posible pista, un nuevo motivo, una nueva sospecha. ¿Rimmi? Parecía improbable, casi imposible. Pero Índigo sabía por larga y amarga experiencia que era un disparate confiar en las apariencias.
—Gracias por decírmelo —respondió con suave calma y salió de la cocina para ir a buscar el abrigo y las botas que había dejado en el vestíbulo.
—¿Grimya? Grimya... ¿Dónde estás? Por favor, no te escondas de mí.
Algo se movió entre las sombras del establo, y Grimya salió del pesebre donde estaba instalado el caballo bayo de Índigo. Miró a Índigo con ojos indecisos, luego dirigió una mirada rápida y furtiva a uno y otro lado para asegurarse de que no había nadie por allí.
—No me es...condía —dijo al fin—. Pero pensé que a lo mejor no que... querías verme. —Una pausa—. Pensé que a lo mejor ya no que... querías mi a...mistad; ya no.
—¡Oh, cariño! —Índigo se mordió los nudillos en un esfuerzo por contener la emoción—. ¡No es eso!
Qué tonta había sido; creyó que Grimya estaba enfadada con ella, que la censuraba por lo que había hecho; pero no debía haber atribuido semejante reacción humana a la loba. Grimya no estaba enfadada... Tenía miedo. Miedo de que Veness la hubiera desbancado en el afecto de Índigo y de no tener ya un lugar en la vida de la muchacha.
—¡Grimya, no debes pensar tal cosa! —Se agachó y abrazó a la loba, apretándola contra ella cuando ésta se echó hacia atrás con timidez—. ¡Tenía miedo de que me hubieras abandonado! Pensé
que a lo mejor me despreciabas, y...
—¿Despreciar?
Grimya no lo entendía y resultaba demasiado difícil explicar algo que apenas ella misma comprendía. Todo lo que podía hacer era abrir su mente, dejar que Grimya viera sus ideas y sentimientos más profundos y sacara sus propias conclusiones.
Índigo clavó la mirada en los inquietos ojos ambarinos, y dijo:
—Grimya, no puedo decirte lo que siento porque ni yo misma lo sé ya. Averígualo por mí. Lee en mi mente. No te ocultaré nada.
Sintió el cálido contacto de la conciencia de la loba al fusionarse con la suya; era una sensación reconfortante, familiar y, cuando el contacto mental terminó por fin, se sintió purificada.
Grimya continuó mirándola durante unos segundos más, luego dijo llena de simpatía:
«Creo que ahora comprendo un poco más. Y creo que estás asustada, Índigo.»
—¿Asustada?
«Sí; igual que yo me asusto del tigre. Tienes miedo de algo que es más grande y fuerte que tú, y no sabes qué debes hacer.»
Había dado, como le sucedía tan a menudo, con el quid de la cuestión, Índigo lanzó un suspiro triste y prolongado.
—Tengo miedo, Grimya. Me siento culpable e insegura de mí misma. He herido a Veness. No quería hacerlo. He intentado ponerlo en el lugar de Fenran, y ha sido una acción cruel, egoísta y estúpida. Y, sin embargo, al mismo tiempo... —Decidió que podía ser totalmente honrada con Grimya—. Al mismo tiempo hay una parte de mí que no lamenta lo sucedido. Y cuando pienso en lo que esa mujer nos dijo anoche... Si es cierto, entonces el mismo Veness puede ser el traidor que andamos buscando. Y si lo es... —Sacudió la cabeza, incapaz de expresar lo que sentía.
«Si lo es», dijo Grimya muy seria, «entonces tendrás que elegir. Una decisión terrible.»
—No. —Índigo se incorporó—. No, no es ésa la cuestión. Puede que haya hecho una necedad, pero no estoy tan loca. Si Veness fuera el traidor no habrá la menor duda sobre de qué lado estará mi lealtad aunque bien sabe la Madre que será duro. —Se interrumpió—. Pero si no es el traidor, Grimya, ¿entonces qué? Me quiere. Dice que esperará hasta que esté segura de mis propios sentimientos. Y... creo que eso es lo que más temo.
«¿Crees, entonces, que puedes llegar a quererlo? ¿Tal y como es, y no como la imagen de Fenran?»
Los recuerdos de la noche anterior acudieron de nuevo. Y recuerdos más recientes, del rostro de Veness mientras sostenía sus manos en el vestíbulo hacía sólo cuestión de minutos. Eso era lo que la había aturdido tanto, porque fue entonces, no en el calor de la pasión nocturna, cuando ella lo comprendió realmente. Y en aquellos breves momentos, mientras él le sujetaba las manos y le hablaba con tanta gentileza y tanta ternura, su imagen se escindió de la imagen más antigua y preciosa de Fenran y se convirtió en otra bien nítida en su mente. No creía que pudiera volver a confundirlos jamás. Y temía lo que eso significaba.
—Sí —asintió con voz débil—. Creo que podría.