CAPÍTULO 15


Índigo y Carlaze se miraron mutuamente, Índigo oyó el tazón de sopa que tintineaba sobre la bandeja por el temblor de la mano a causa de la sorpresa.

—Carlaze. —Pronunció el nombre de la muchacha, insegura, aunque en lo más profundo de su ser sabía que sus ojos no la habían engañado. Y algo empezaba a encajar de una forma horrible y aterradora—. Carlaze. ¿Qué estás haciendo?

Las mejillas de Carlaze pasaron del rojo violento a una palidez mortal.

—Yo... —Su boca se movió en medio de un espasmo y su rostro se volvió repentinamente feo—. Ella... ¡Oh, Índigo, creo que Rimmi se está muriendo! —Había levantado la almohada y la apretaba ahora contra su pecho; luego la arrojó a un lado y juntó las manos en una pose dramática—. Empezó a dar bocanadas, y yo... no sé cómo se había dado la vuelta, y se ahogaba... su rostro... aparté la almohada, pero...

La voz de Índigo interrumpió sus balbuceos como un cuchillo recién afilado, cuando sus sospechas se convirtieron en certeza.

—¡Embustera!

Carlaze se quedó rígida. Sus ojos se abrieron de par en par, pero detrás de la supuesta sorpresa y ultraje Índigo vio algo más. Astucia... y los primeros signos de temor.

Arrojó la bandeja a un lado. Se estrelló contra el suelo con estrépito, y la sopa caliente salpicó el marco de la puerta y también su brazo; pero ni se dio cuenta de la quemadura. La cólera empezaba a apoderarse de ella y eclipsaba cualquier otra consideración ahora que la pieza del dibujo, el hilo del tapiz, aparecía con toda claridad, y comprendía con aterradora certeza lo que Carlaze había intentado hacer.

—Tú... —Su voz era un grito salvaje— ..., ¡intentabas matarla!

—¿Qué? —Carlaze era una buena actriz, tenía que reconocerlo—. ¿Matarla? ¿De qué estás hablando? Índigo, qué...

Índigo dio un paso hacia el interior de la habitación.

—¡Acaba con esta farsa, Carlaze! ¡Vi perfectamente lo que intentabas hacer!

Y de improviso todo encajó: las súplicas medio incoherentes de Rimmi, el temor que había luchado por comunicar. Y algo más. Algo de lo que Índigo no se había dado cuenta hasta entonces; algo que Carlaze había dicho provocándole una extraña impresión en su subconsciente. Algo sobre que a Gordo no se lo había encontrado. Pero ¿cómo podía saber Carlaze que se sospechaba que Gordo estuviera involucrado? Había afirmado que Kinter no le había dicho nada; que no había habido tiempo para explicaciones ni detalles. Y sin embargo se había aferrado a la idea de implicar a Gordo, como si lo hubiera sospechado —o, quizá, sabido— todo el tiempo. Y había hablado como si esperara que hubiera un segundo cadáver junto al de Moia...

—«Fue Kinter.» ¿Qué quería decir Rimmi con eso, Carlaze?

Índigo atravesó de improviso la habitación y la agarró, haciéndola perder el equilibrio y apartándola del lecho. Sus dedos sujetaron un mechón de los cabellos de Carlaze, cerca de la sien, tirando de él hasta que Carlaze aulló de dolor.

—¡Índigo! Para..., ¿te has vuelto loca? ¡No sé de qué hablas! ¡Suéltame!

Pero Índigo no aflojó la presión.

—¡Oh, ahora sí que lo comprendo! —cuchicheó—. Fue Kinter. ¿Qué fue Kinter, Carlaze? ¿Qué

hizo Kinter? ¡Contéstame, maldita zorra!

Carlaze gimió y se debatió, pero Índigo era mucho más fuerte que ella.

—¡Responde! —rugió de nuevo—. ¿Qué hizo? Le dijo al conde Bray que Moia estaba muerta, ¿verdad? ¡Se lo dijo con toda intención! ¿Y quién mató a Moia, Carlaze? ¿Quién la mató?

Carlaze chilló como un gato escaldado.

—¡No sé de qué estás hablando! ¡Estás loca, estás tan loca como el conde! Qué sabes tú de nada; quién crees que eres, metiéndote en...

Y de repente se interrumpió al darse cuenta de lo que había dicho. Su rostro contraído contempló a Índigo por un momento, y en ese instante todo quedó revelado: su culpa, su terror a ser descubierta, su determinación de que nadie frustrara sus planes fuera cual fuese el precio que los demás tuvieran que pagar. Sus ojos la habían traicionado, y Carlaze lo sabía. Se quedó inmóvil por una milésima de segundo; luego, con una energía que cogió a Índigo por sorpresa, se liberó de un tirón y corrió hacia la puerta. Los dedos se cerraron sobre el picaporte, la abrió con fuerza y lanzó un alarido cuando Índigo la sujetó por la cintura y tiró de ella hacia atrás. Carlaze giró en redondo, desafiante, Índigo estalló. Sin preocuparle en absoluto la fragilidad de la otra, con la misma decisión que si en su condición de mujer hubiera tenido que detener a un hombre, hundió la palma de su mano derecha contra la mandíbula de Carlaze, y la envió rodando contra la pared. Carlaze se desplomó gritando, Índigo cruzó en dos zancadas la habitación para ponerla en pie agarrándola de los cabellos.

—¡Dime la verdad! —Golpeó la cabeza de la muchacha contra la pared—. ¡Dime lo que habéis hecho o te haré pedazos!

Carlaze gimió y puso los ojos en blanco como si fuera a perder el conocimiento. Pero era un truco, otro engaño, Índigo sentía la tensión de sus músculos, a la espera de la menor oportunidad para huir. La sujetó por el cuello del vestido de lana y la arrastró en dirección al fuego.

—¡El fuego quema, Carlaze, y duele! ¡Dime lo que Kinter y tú habéis hecho, o te meteré la cara en las llamas!

Lo decía en serio: la cólera le había hecho perder el control, estimulada por la súbita conciencia de un nuevo temor por Veness, que se había marchado en medio de la ventisca con Kinter, sin saber que viajaba con una serpiente venenosa al lado. Carlaze, en cambio, sí lo sabía. Y Carlaze debía saber qué era lo que planeaba hacer Kinter.

Carlaze se retorció como una serpiente. Se escuchaban ahora otros ruidos; gritos procedentes de abajo un portazo, la voz de Livian llamando ansiosa. Pero Índigo los ignoró. Y de improviso Carlaze se revolvió entre sus manos, y levantó su rostro felino.

—¡Has llegado demasiado tarde! —aulló como una salvaje—. ¿Qué sabes tú de nada..., ni tú ni tu precioso y condenado Veness? ¡Él será el siguiente! ¡Kinter acabará con él si no lo hace su padre demente, y nos habremos librado de todos ellos!

Índigo dejó de sacudirla, anonadada por sus invectivas histéricas y perversas que se le clavaban en el corazón como puñales. Carlaze aprovechó la ocasión, consiguió liberarse, gateó hasta la puerta y salió tambaleante.

—¡Maldita seas! —chilló al llegar al descansillo—. ¡Malditos seáis todos vosotros!

—¡Carlaze! —La voz de Livian les llegó, aguda, desde el vestíbulo—, ¡Índigo! ¿Qué sucede ahí arriba?

Sus gritos sacaron a Índigo de su parálisis y salió en pos de Carlaze, que se dirigía a la escalera.

Cogió a la muchacha en lo alto de la misma y la golpeó de lleno en el rostro, haciendo caso omiso del grito ultrajante de Livian. Carlaze se tambaleó hacia atrás, resbaló y bajó rodando algunos peldaños antes de que sus manos consiguieran asirse a la barandilla para detener su impetuosa caída, Índigo llegó junto a ella en el acto, lista para patearla, golpearla, arrojarla rodando por el resto de las escaleras hasta el suelo de piedra. Otra voz se unió a la confusión cuando Grimya, sacada de su sueño, llegó a todo correr, ladrando en voz alta, excitada, mientras, al mismo tiempo, le gritaba también telepáticamente a Índigo que se detuviera, que aguardara, que le dijera qué sucedía. Y entonces, de improviso, abriéndose paso entre el alboroto, llegó el rugido de una poderosa voz masculina.

—Por los ojos de la Madre, ¿qué sucede aquí?

Era Reif. Salía de la cocina como una aparición con la cabeza, los hombros y las botas totalmente blancos de nieve. Vio a Carlaze acurrucada a mitad de las escaleras con los brazos sobre la cabeza para protegerse, vio a Índigo de pie encima de ella con el puño levantado y una mirada asesina en los ojos, y su boca se abrió con ultrajado asombro.

—¿Qué crees que estás haciendo? —Se arrancó el abrigo, lo arrojó al suelo y avanzó hacia la escalera.

Carlaze levantó la cabeza.

—¡Reif! —gritó con voz lastimera—. ¡Reif, oh, ayúdame! ¡Es ella, es Índigo; está loca!

Convencida de que Índigo no se atrevería a atacarla en presencia de Reif y Livian, se puso pesadamente en pie y huyó como un conejo asustado en dirección al vestíbulo, pero dio un traspié en los últimos tres escalones y quedó tendida cuan larga era sobre el suelo de piedra; Reif corrió en su ayuda, y ella se aferró a él como una criatura asustada.

—¡Reif, está loca, es peligrosa! —Carlaze temblaba, con los ojos muy abiertos, en una convincente demostración de terror, balbuceando las palabras en el rostro de Reif. ¡No lo sabíamos! ¡Todo este tiempo hemos estado hospedando a una serpiente entre nosotros, y no lo sabíamos!

—¡Embustera! —escupió Índigo, furiosa—. ¡Perra embustera!

Carlaze estalló en ruidosos sollozos y farfulló:

—¡Ha intentado matarme! Dijo que me arrojaría al fuego... ¡Oh, y, oh, Reif, creo que ha intentado matar a la pobre Rimmi!

—¿Qué?

Furioso, Reif levantó la mirada hacia Índigo, y ésta comprendió desesperada que sólo unas pocas palabras bien escogidas y una actuación melodramática de Carlaze habían bastado para envenenarle la mente contra cualquier cosa que ella pudiera decir. Tenía que convencerlo de la perfidia de la muchacha antes de que el veneno calase demasiado hondo y no pudiera hacer nada.

—Reif, miente. —Respiraba entrecortadamente, pero su voz era clara y firme—. Ella intentó matar a Rimmi... ¡La encontré apretando una almohada contra el rostro de Rimmi!

—¡No es verdad, no es verdad! —gimió Carlaze, intentando volver a atraer la atención de Reif hacia ella.

—¡Reif, escúchame, te lo suplico! —Índigo empezó a bajar las escaleras—. Carlaze y Kinter..., ¡los dos son traidores a esta casa! Kinter sabía que el conde Bray escuchaba cuando te contó lo de Moia... Carlaze y él planearon todo esto entre los dos. ¡Querían que el conde cogiera esas malditas armas! Y ahora Veness ha salido en persecución de tu padre con Kinter... ¡Reif, está en peligro!

La hostilidad furiosa de los ojos de Reif pareció vacilar al oírla, Índigo comprendió que sin proponérselo había dado en el blanco. Se había equivocado con respecto a Reif; no era un traidor, por el contrario era profunda y ferozmente leal a su hermano mayor. Y aquella lealtad era ahora su única esperanza.

—¿Peligro...? —preguntó Reif con suspicacia.

—¡Sí! ¡Creo que Kinter quiere matarlo!

—¡No! —exclamó Carlaze—. ¿No ves lo que intenta, Reif? ¡Intenta volverte en contra de Kinter,, en contra de tu propio primo! Quiere dividir a la familia..., quiere a Veness para ella, ¡para ella sola! —Entonces, como si hubiera sido golpeada por una repentina y terrible revelación, abrió los ojos aún más y apretó con fuerza los pequeños puños—. ¡Dulce Madre, por eso debía de querer matar a Rimmi! ¡Sabe que Rimmi está enamorada de Veness, y no estaba dispuesta a tolerar la presencia de ninguna rival que pudiera disputarle su afecto! —Giró en redondo y se aferró a Reif—. Reif, por favor, tú eres el cabeza de familia mientras Veness está fuera: ¡tienes que hacer algo! ¡Es peligrosa..., enciérrala, mátala si tienes que hacerlo! ¡Oh, por favor, me ha hecho tanto daño, tengo miedo de lo que pueda hacer!

Índigo se dio cuenta de que Reif vacilaba. Todos sus instintos le decían que confiase en Carlaze; y, se preguntó, ¿por qué no habría de aceptar la palabra de la esposa de su primo, un honrado miembro de su propia familia, en lugar de la de una intrusa y virtual desconocida? La única sombra de duda estaba en su temor por la seguridad de Veness; pero se trataba de una ligera sombra, demasiado pequeña para resistir durante mucho tiempo la oleada de súplicas y argumentos de Carlaze.

De improviso, Reif tomó una decisión. Apartó suavemente a Carlaze —Livian corrió a consolarla— y avanzó hacia la escalera, al tiempo que posaba su mano sóbrenla empuñadura de la espada que le colgaba de la cintura, Índigo retrocedió un peldaño; y, de repente, Grimya se interpuso entre ambos, el lomo erizado, gruñendo.

Reif se detuvo y miró a la loba.

—Apártate.

Fue una orden incisiva, autoritaria, la orden que podría haberle dado a un perro; pero Grimya se mantuvo firme, y el gruñido adoptó tintes más amenazadores. Reif levantó la vista hacia Índigo.

—Llámala, Índigo. —Su voz era dura—. No quiero hacerle daño: piensa que cumple con su deber y no me gustaría castigar a un animal por obedecer a su dueño. Pero te lo advierto: llámala.

Índigo permaneció inmóvil.

—Cree que piensas matarme.

Reif lanzó un suspiro de exasperación.

—¡Maldita sea, no tengo la menor intención de hacer tal cosa, a menos que me obligues! Pero no confío en ti. Y pienso encerrarte en una habitación segura hasta que Veness y Kinter regresen y podamos llegar al fondo de este asqueroso embrollo.

Índigo vaciló, preguntándose si debía hacer un último esfuerzo para convencerlo. Pero sería inútil: no la creería. Sin embargo no podía permitirle que hiciera lo que para él resultaba razonable, porque si lo hacía, estaba segura de que la verdad jamás llegaría a oídos de Veness. Carlaze y Kinter se ocuparían de que así fuera.

Su vacilación fue una forma de ganar tiempo; exactamente los pocos segundos que tardo en decidir lo que debía hacer. Ahora habló:

—No, Reif. Lo siento, pero no puedo dejar que me encierres. Tengo que encontrar a Veness antes

de que sea demasiado tarde. —Y mentalmente dijo a la loba:

«Grimya..., corriendo cuando yo haga mi movimiento. ¡Y disponte a huir!»

— ¡No intentes ningún truco conmigo! — repuso Reif enojado — . Obedecerás mis órdenes, y esperaremos a que Veness...

No pudo decir más porque, sin advertencia previa, Índigo saltó sobre él. La escalera le dio la ventaja de la altura y, como un gato montes tendiendo una emboscada a su presa, lo derribó y cayeron al suelo. Ella quedó encima. Reif lanzó un rugido; Carlaze gritó; luego, súbitamente, Índigo se puso en pie, evitando el intento de Reif por sujetarle las piernas. Recogió el abrigo que él había tirado y corrió en dirección a la puerta principal. Mientras luchaba con la barra y los cerrojos lo oyó correr hacia ella, luego escuchó el gruñido de advertencia de Grimya, el juramento de Reif y el tintineo metálico de la espada al salir de la vaina.

«¡Grimya!» Índigo lanzó una desesperada mirada por encima del hombro. «¡Ten cuidado!»

«¡No quiere hacerme daño!»

La loba gruñó otra vez y, mientras el último cerrojo se descorría, Índigo se volvió y la vio manteniendo a Reif a distancia. Carlaze empezó a gritar:

—¡Mata a ese animal! ¡Mátalo! —Pero Reif no le hizo.

—¡Índigo, te lo advierto! Llámala, o...

— ¡Reif, voy en busca de Veness! —Tenía que intentar explicarlo, por el bien de Rimmi — . ¡Cuida de Rimmi, mantenía a salvo, y no dejes que Carlaze se le acerque! ¡Por favor..., haz eso, al menos, hasta que encuentre a Veness y regresemos!

—Jamás lo encontrarás! ¡Estúpida weyer, morirás ahí afuera! Ningún caballo podría avanzar con esta ventisca, mucho menos una mujer a pie... ¿Por qué crees que regresé?

Reif intentaba desesperadamente ser razonable, aunque ella adivinó que era sólo por temor a la cólera de su hermano si algo malo le sucedía a Índigo; sin aquella coacción, habría seguido sin duda el lloroso consejo de Carlaze y la habría atravesado con la espada.

—No me importa el riesgo. —Aferró el picaporte de la puerta—. Tengo que encontrarlo, Reif. Si Rimmi recupera el conocimiento, ella te dirá por qué; te contará la verdad. Cuida de ella.

Abrió la puerta, y una aullante ráfaga de aire se la arrebató de las manos y la estrelló contra la pared. La nieve penetró en el vestíbulo danzando en círculos como derviches. Livian chilló, Índigo, con Grimya pisándole los talones, se precipitó hacia la tormenta.

Oyó voces que la llamaban mientras, tambaleante, atravesaba el patio, forcejeando para ponerse el abrigo sin dejar de correr; escuchó con claridad la voz de Carlaze que gritaba: «¡No dejes que huya, Reif! ¡Ve tras ella, mátala!». Pero nadie salió en su persecución, no escuchó el crujir de pies corriendo sobre la nieve y el hielo a su espalda. Y el arco se alzaba entre la enloquecida oscuridad delante de ella, Índigo avanzó como pudo hacia él, envolviéndose bien en el abrigo y tirando de la capucha para cubrirse los cabellos. No había pensado siquiera qué dirección tomaría, cómo encontraría a Veness; todo lo que importaba ahora era conservar la libertad y huir del veneno de Carlaze y de los extraviados intentos de Reif de hacer justicia.

Salieron del arco, abandonando la relativa protección del patio de la granja, y la ventisca las azotó como una pared. El viento, rugiendo del norte con la voz de un millar de tigres, levantó a Índigo y la arrojó contra el arco. Volvió a ponerse en pie con dificultad, vio a Grimya pequeña y vulnerable, una oscura masa borrosa en medio del caos de nieve que volaba horizontalmente, y oyó la voz desesperada de la loba en su mente.

«¡No hay rastros! ¡No hay forma de seguirlos! ¿Cómo podremos encontrarlos?»

Inclinada para resistir el empuje del viento, las piernas bien clavadas en el suelo y la cabeza gacha como un carnero a punto de cargar, Índigo se dio cuenta por primera vez de la total y temeraria inutilidad de su misión. Jamás encontrarían a Veness. Incluso aunque, como creía, el trineo de perros hubiera ido en dirección al campamento maderero (con toda probabilidad el lugar al que se había dirigido el conde Bray, ahora que conocía las circunstancias de la muerte de Moia), Grimya y ella tenían tantas posibilidades de llegar allí como de volar. Sin un rastro que las guiara, sus posibilidades de llegar al campamento eran tan remotas que sólo la locura podía inducirlas a intentarlo.

Locura: o una desesperación total. De cualquier modo no podían regresar. A su espalda estaba Reif y la amenaza de confinamiento; y, lo que era peor, Carlaze, capaz de remover cielo y tierra si era necesario con tal de asegurarse de que Índigo y Veness no volvieran a verse en el mundo de los vivos. Una situación horrible e imposible de enfrentar. No podían regresar y, sin embargo, ¿cómo seguir adelante?

Entonces, entre la aullente oscuridad les llegó un sonido que no era una de las innumerables voces de la tormenta. Una llamada ronca y autoritaria, medio gruñido, medio gemido, resaltando entre el rugido de la tormenta. Venía de algún lugar delante de ellas y a la izquierda: Grimya se puso rígida, las orejas echadas hacia adelante, Índigo se volvió, tambaleándose en medio de la galerna, mientras intentaba ver en la oscuridad.

El tigre surgió de la noche como un espectro, pálido y reluciente entre los remolinos gris plata de la nieve. Avanzó silencioso hacia Índigo, sus ojos como dos faros dorados iluminados por un resplandor interior. Levantó la cabeza y vio sus blancos colmillos, la nube enloquecida de su aliento que se desparramaba, cuando volvió a gritar. Y en ese mismo instante la sorprendida voz de Grimya penetró en su mente.

«¡Indigo, oigo lo que nos dice! ¡Dice: seguidme!»

El tigre agitó otra vez la cabeza como si quisiera confirmar lo dicho por la loba y lanzó el sonido que Índigo ya había oído otras veces; el casi dulce ronroneo que, ella sabía, significaba que no había nada que temer. No obstante, la llamada estaba cargada de agitación, de apremio; como si el tiempo fuera lo más importante.

Gritó al enorme felino:

—¿Se trata de Veness? Por favor..., ¿es Veness?

La ventisca se llevó su voz, pero el tigre debió de oírla o al menos percibir lo que pensaba, porque alzó el enorme hocico, con el pelaje del cuello alborotado por el viento, y abrió de nuevo las mandíbulas para lanzar un ronco bramido.

Era confirmación más que suficiente, Índigo avanzó dando traspiés hacia el felino y, por puro instinto, extendió el brazo. Sus dedos se cerraron sobre el espeso pelaje del lomo empapado por la nieve y, al instante, sintió cómo los enormes músculos se tensaban al volverse la criatura en dirección a la noche. Grimya corrió a su lado, apretándose contra ella, y el tigre se puso en marcha.

Su avance entre la ventisca parecía tan irreal como un sueño. El tigre se movía por la nieve al parecer con gran facilidad, mientras Índigo avanzaba a trompicones tras él, y Grimya, trabajosamente a un paso de distancia, Índigo no sabía adonde las llevaba el animal —pensó que no era en dirección al bosque aunque, en la oscuridad, con aquella nevada y el viento rugiente era imposible estar seguro de nada—, pero lo siguió, cegada por la tormenta, sabedora de que sólo podía confiar en su guía. En ocasiones perdía el equilibrio y caía a cuatro patas sobre la humedad helada y blanca del suelo. En esas ocasiones notaba la presencia de los dos animales que se apretaban contra ella y le ayudaban con sus cálidos cuerpos a levantarse de nuevo. El aliento, de la loba y el tigre, se mezclaban sobre su rostro entumecido y helado. Su fuerza era un poderoso contrapeso a la fragilidad humana y, mientras escuchaba y respondía a los ansiosos mensajes de ánimo de Grimya, sentía también que la mente del tigre gigantesco se infiltraba en su propia conciencia instándola en silencio a seguir adelante. De vez en cuando, fluctuando entre la realidad y el ensueño, perdida totalmente la noción del tiempo, advertía que las tres mentes se fundían en una, y el extraño trío se fusionaba en una sola entidad que batallaba contra los elementos.

Hasta que, en medio de la noche salvaje, vio al espíritu. Una figura blanca, tambaleante, que daba traspiés igual que ella misma, pero sin compañeros que la protegieran y ayudaran. Y, transportado por el viento, le llegó un grito, un aullido, como si la ventisca hubiera dado vida a algo situado más allá del mundo mortal y lo hubiera enviado a vagar por las llanuras.

Grimya y el tigre se detuvieron al instante. La cabeza. rayada y la cabeza gris leonada se alzaron bruscamente para observar y averiguar. Entre sus pestañas cubiertas de hielo Índigo vio que el espíritu avanzaba en zigzag como un borracho, y, aturdida por el cansancio y el ataque de la tormenta que le embotaba los sentidos, su cerebro estableció una conexión inmediata e ilógica. Recuperó la voz aunque tenía la garganta irritada por el frío, y gritó con todas sus fuerzas:

—¿Moia? ¡Moia!

El fantasma dio una violenta sacudida. Un agudo chillido inhumano hendió la noche y, en el mismo instante en que se daba cuenta de su tremendo error, en el mismo instante en que la verdad la golpeaba como un puñetazo, la figura cargó.

La vio con claridad durante un segundo espeluznante. Sus ropas estaban desgarradas y convertidas en jirones que le ondeaban alrededor del cuerpo como los andrajos de un sudario largo tiempo enterrado, y sus cabellos flotaban como humo en la galerna. El rostro que coronaba el fuerte armazón era una pesadilla viviente: sin la protección de ningún abrigo, su piel había adquirido un horrible color gris azulado, y sus labios color arcilla y los dientes amarillentos estaban salpicados de sangre y saliva. También había sangre en su rostro, allí donde las uñas rotas habían producido profundas hendiduras en las mejillas.

Y los ojos le brillaban como estrellas, más allá de toda señal de humanidad, más allá de toda comprensión, más allá, mucho más allá de cualquier esperanza de cordura. El conde Bray chilló otra vez, y el chillido se intensificó hasta convertirse en un gran rugido de agonía y furia loca. En su mano izquierda centelleaba el escudo maldito, el disco emanaba una luz fantasmal como una luna terrestre; en su mano derecha, el hacha zumbaba en el aire, describía un arco, giraba cada vez más deprisa, hipnotizando a Índigo mientras sus ojos, atraídos por la mortífera y revoloteante mancha, no veían más que plata, plata..., plata, y su propia Némesis.

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