V Veneno

– Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o en una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en el atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo. Todas esas ocasiones en las que alguien cubre con su cuerpo a otro, o se interpone en la trayectoria de una bala o de una puñalada, son excepciones extraordinarias y por eso se destacan, y la mayoría son ficticias, están en las novelas y en las películas. Las pocas que se dan en la vida son impulsos irreflexivos o dictados por un sentido del decoro aún muy fuerte y cada vez más raro, hay quienes no podrían soportar que su hijo o su amada se fueran al otro mundo con la idea última de que uno no impidió su muerte, no se sacrificó, no dio su vida por salvar la de ellos, como si se tuviera interiorizada una jerarquía de vivos que ya va quedándose anticuada y pálida, los niños merecen más vivir que las mujeres y las mujeres más que los hombres y éstos más que los ancianos, algo así, así era antes, y esa vieja caballerosidad pervive en algunas personas, cada vez en menos, en los de ese decoro tan absurdo si bien se mira, porque, ¿qué debería importar el pensamiento último, el despecho o la decepción fugaces de quien un instante después ya estará muerto, sin más capacidad de decepción ni despecho ni de pensamiento? Es verdad que aún hay unos pocos que tienen esa preocupación arraigada y a los que eso importa, y que por lo tanto actúan para el testigo a quien salvan, para quedar bien ante él o ella, y ser recordados con admiración y agradecimiento eternos; sin acordarse de veras en el decisivo momento, sin plena conciencia entonces, de que nunca disfrutaran esa admiración ni ese agradecimiento, porque serán ellos quienes un instante después ya se habrán muerto.

Y mientras él hablaba me vino a la cabeza la expresión difícilmente comprensible si no intraducible, que por eso no dije en el acto, me habría llevado un rato explicársela a Tupra: 'Es lo que nosotros llamamos vergüenza torera', me acudió al pensamiento, y en seguida: 'Claro que los toreros cuentan con un montón de testigos, una plaza entera más millones de telespectadores a veces, y puede entenderse mejor que piensen; "Yo de aquí salgo con la femoral reventada, yo de aquí salgo cadáver antes que como un cobarde, ante tanta gente que lo contaría sin fin ya para siempre". Esos toreros temen el horror narrativo más que a la peste, el mal paso último que los defina, para ellos su final sí cuenta mucho, como para Dick Dearlove y casi cualquier personaje público, me imagino, cuya historia está a la vista de todos en todos sus tramos, o en sus capítulos, hasta el desenlace que acaba marcándola entera, o que le da injusto y falaz sentido'. Y luego no pude evitar soltarlo, aunque interrumpiera con ello a Tupra, brevemente, Pero era una aportación a lo que él decía, y una manera de fingir el diálogo:

– A eso lo llamamos en español ‘vergüenza torera'. -Y dije tal cual las dos palabras, para a continuación traducírselas-. 'Bullfighter's shame’ literalmente, o 'sense of shame'. Otro día te explicaré en qué consiste, aquí no tenéis toreros. -Pero ni siquiera estaba seguro de que fuera a haber otro día, en aquel momento. Ni un día más a su lado, ningún día.

– Bien, pero no te olvides. No, no tenemos. -Tupra sentía siempre curiosidad por las expresiones de mi lengua sobre las que de tarde en tarde yo lo ilustraba, cuando venían a cuento y eran llamativas. Pero ahora me estaba ilustrando él a mí (ya sabía hacia dónde iba, y también él o su camino me provocaban curiosidad, más allá del rechazo al término del trayecto que preveía), de modo que prosiguió-: De eso a dejar morir a otro para salvarse hay sólo un paso, y a procurar que sea ese otro quien muera en lugar de uno mismo, y hasta a propiciarlo (ya sabes, es él o yo), tan sólo uno más y muy corto, y ambos se dan fácilmente, sobre todo el primero, lo da casi todo el mundo en una situación extrema. Por qué si no en los incendios de teatros y discotecas muere más gente aplastada y pisoteada que abrasada o asfixiada, por qué en el hundimiento de un barco hay quienes ni siquiera esperan a llenar un bote antes de descolgarlo, con tal de alejarse ellos pronto y sin carga, por qué existe esa misma expresión de 'Sálvese quien pueda', que supone prescindir de todo miramiento hacia los demás y reinstaurar de pronto la ley de la selva, que todos tenemos naturalmente asumida y a la que no nos cuesta volver ni un segundo, aunque llevemos más de media vida con ella en suspenso o manteniéndola a raya. En realidad nos hacemos violencia para no seguirla y no obedecerla en todo momento y en cualquier circunstancia, y aun así la aplicamos mucho más de lo que nos reconocemos, sólo que disimuladamente, con un barniz de civilidad en las formas o bajo el disfraz de otras leyes y regulaciones respetuosas, más lentamente y con numerosos rodeos y trámites, todo es más trabajoso pero en el fondo es la ley que rige, es la que manda. Así es, piénsalo. Entre las personas y entre las naciones.

Tupra había dicho el equivalente inglés de 'Sálvese quien pueda', que quizá denote aún menos escrúpulos, 'Every man for himself', esto es, 'Cada hombre por su cuenta' o 'Cada uno a lo suyo': que cada uno mire por su pellejo y se ocupe de sí mismo tan sólo, de ponerse a salvo por cualquier medio, y allá se las compongan los otros, los más débiles, torpes, ingenuos y tontos (también los más protectores, como mi hijo Guillermo). En ese instante se permite implícitamente empujar y arrollar y pasar por encima soltando coces, o abrirle la cabeza con el remo al desgraciado que intente retener nuestro bote y subirse a él cuando ya se desliza hacia el agua conmigo y con los míos dentro, y nadie más nos cabe, o no queremos compartirlo ni correr así el riesgo de que nos lo vuelquen. Con ser las situaciones distintas, esa voz de mando pertenece a la misma familia o género que otras tres, las que ordenan fuego a discreción, una matanza y una desbandada, una huida en masa: la que autoriza a disparar a mansalva y sin ningún criterio, a quien uno aviste y a quien uno pille, la que insta a pasar a bayoneta o cuchillo y a no hacer prisioneros ni a dejar cuerpo vivo ('Sin cuartel', es el aviso, o aún peor, si es 'A degüello'), y la que urge a salir corriendo, a retirarse con las filas rotas e indisciplinadas, pêle-mêle en francés o pell-mell en el inglés que lo calca, es decir, en tropel o atropelladamente; o bien dispersas, cada soldado en una dirección acaso y no hay suficientes para separarlos, atento sólo a su instinto de supervivencia y desentendido entonces de la suerte de sus compañeros, que ya no cuentan y en realidad dejan de serlo, aunque vayamos aún todos uniformados y sintamos el mismo miedo en la fuga única, más o menos.


Me quedé mirando a Tupra a la luz de las lámparas y a la luz del fuego, ésta hacía su tez más cobriza que de costumbre, como si tuviera sangre india de América -quizá sus labios eran de sioux, se me ocurrió entonces-, y más que de color cerveza se le veía del color del whisky. Todavía no había llegado a destino, acababa de iniciar su recorrido y no lo haría muy lento, y era seguro que antes o después volvería a preguntarme aquello, '¿Por qué no se puede? ¿Por qué no se puede ir por ahí pegando y matando, según has dicho?'. Y yo aún no tenía respuestas que con él valieran, debía seguir pensando en lo que nunca pensamos porque lo damos por universalmente acordado, es decir, por inmutable y consabido y cierto. Las que me rondaban la cabeza valían para la mayoría, tanto que cualquiera podía enunciarlas; pero no para Reresby, tal vez era aún Reresby o nunca dejaba de serlo y era siempre todos, a la vez Ure y Dundas y Reresby y Tupra, y quién sabía cuántos más nombres a lo largo de su vida agitada en tantos sitios distintos, aunque ahora pareciera estabilizado. Seguramente eran legión sus nombres y él no los recordaba hasta el último, o hasta el primero, quienes acumulan tanta experiencia suelen olvidarse de lo que hicieron en alguna época, o en varias. Ni siquiera hay rastro en ellos de quienes fueron entonces, y es como si no hubieran sido.

– También hay quien echa una mano, en esas situaciones -murmuré sin el menor énfasis-. Hay quien ayuda a subir a otro al bote o quien lo saca de entre las llamas, jugándose la propia vida. No todo el mundo sale despavorido, a ponerse a resguardo. No todos dejan atrás a los desconocidos.

Y la vista se me quedó helada en las llamas. Cuando llegamos aún había rescoldos de un fuego anterior en la chimenea, y a Tupra le costó poco avivarlo, sin duda por gusto o por ahorrar en calefacción, la noté baja, les da por economizar así a muchos ingleses, no importa si están forrados. Eso significaba que tenía servicio o que no vivía solo, allí en su casa de tres pisos que en efecto estaba en Hampstead, el lugar era casi de lujo o al menos de adinerados, quizá ganaba mucho más de lo que yo habría supuesto (tampoco me había parado a pensarlo), no dejaba de ser un funcionario por alta que fuese su jerarquía, y yo no la hacía tan alta. Así que tal vez la casa no era de él sino de Beryl y la debía a su matrimonio aún no disuelto, o más bien al primero y a un divorcio ventajoso, Wheeler me había dicho que se había casado dos veces y que Beryl se planteaba reconquistarlo por no haber mejorado en ningún aspecto desde que se habían separado. O bien Tupra contaba con otras fuentes de ingresos aparte de su profesión conocida, o los extras que le aportaba ésta ('las gratas sorpresas frecuentes, y en especie', según Peter) excedían con mucho mi capacidad imaginativa. Me parecía improbable que hubiera heredado semejante casa del primer Tupra británico y aun del segundo, uno u otro habrían sido emigrantes de algún país de escaso rango. Aunque quién sabía, quizá el abuelo o el padre habían espabilado y habían amasado una fortuna rápida, todo puede darse, acaso sucia o de usura o banca que son lo mismo, esas vuelan como relámpagos sólo que se quedan y crecen, o eran ellos los que habían hecho gran boda, inverosímilmente a no ser que ya poseyeran la sabiduría irresistible con las mujeres y fuera ésta un legado de ellos a su descendiente.

Estábamos en un salón amplio que no era el único de la casa (había visto otro desde un pasillo, o era sala de billar tan sólo, tenía mesa con tapete verde), bien amueblado, bien alfombrado, con estanterías muy caras (eso yo sé calcularlo) y en ellas muy nobles libros costosos (eso lo sé yo ver de lejos, y de una sola ojeada), y divisé en las paredes un seguro Stubbs de caballos y lo que me parecieron un probable Jean Béraud de gran tamaño, escena de casino antiguo elegante, Baden-Baden o Montecarlo, y un posible De Nittis de dimensiones más discretas (pues también de eso distingo), escena de sociedad en el parque con purasangres al fondo, no creía que fueran copias. Alguien entendía allí de pintura o había entendido, alguien aficionado a las carreras o en general a la apuesta, y desde luego mi anfitrión lo era a aquéllas, como lo era al fútbol o al menos a los blues del Chelsea. Para adquirir tales cuadros no hay que ser multimillonario en libras ni en euros, pero sí le ha de sobrar a uno el dinero, o estar muy convencido de que va a seguirle entrando después de cada dispendio. El ambiente era más propio del hogar de un diplomático acomodado o de un profesor eminente para el que es prescindible su sueldo, de los que ejercen no tanto para ganarse la vida como para gozar de reconocimiento, que de un cargo del Ejército destinado a indefinibles y oscuras labores civiles, no olvidaba que las iniciales del MI6 y el MI5 significaban Military Intelligence; y entonces caí en la cuenta de que Tupra podía tener una graduación alta, Coronel, o Mayor, o tal vez Comandante o Capitán de Fragata como Ian Fleming y su personaje Bond, sobre todo si procedía de la Marina, del antiguo OIC que había dado los mejores hombres según Wheeler, el Operational Intelligence Centre, o de la NID que lo englobábanla Naval Intelligence División, poco a poco iba yo estudiando y enterándome de la organización y distribución de esos servicios en los libros que guardaba Tupra en su despacho y que en ocasiones yo hojeaba, cuando me quedaba solo hasta tarde en el edificio sin nombre o llegaba a él temprano para adelantar o completar algún informe, y entonces podía encontrarme a la joven Pérez Nuix secándose el torso con una toalla, porque había pasado allí la noche o eso es lo que me decía.

Fijé los ojos cansados en el fuego que Reresby había encendido y que contribuía no poco a hacer de su salón un lugar de cuento o de encantamiento, me vino a la memoria la imagen del Londres más acogedor y en realidad infrecuente si es que no nunca existente, cómo decir, el de la casa de los padres de Wendy en la versión de Peter Pan de Walt Disney, con sus cristaleras cuadriculadas por listones de madera lacada en blanco y sus estanterías igualmente blancas, sus racimos de chimeneas y sus apacibles cuartos abuhardillados, o así recordaba yo aquel hogar visto a oscuras en la infancia, de dibujos animados tan reconfortantes que uno deseaba quedarse a vivir en ellos. Sí, era cómoda y suave la casa de Tupra, de las que ayudan a abstraerse y a apaciguarse, algo tenía también de la del Profesor Higgins encarnado por Rex Harrison en My Fair Lady, aunque la de éste estuviera en Marylebone y la de Wendy en Bloomsbury, creo, y la suya allí en Hampstead, más al norte. Quizá necesitaba de ese entorno tranquilo y benigno para compensarse y aislarse de sus muchas actividades entrecruzadas y turbias y hasta violentas, quizá su ascendencia extranjera sin categoría o sus orígenes en Bethnal Green o en otro barrio deprimente lo habían hecho aspirar a un modelo de decoración tan opuesto a lo sórdido que casi no se encuentra más que en las ficciones, para niños si son de Barrie o para adultos si son de Dickens, era seguro que habría visto esa película que salió del primero, del dramaturgo, como todos los nifios de nuestra época en cualquier país del mundo nuestro, yo la había visto un montón de veces, en el mío.

Sacó uno de sus cigarrillos egipciacos y me ofreció, ahora era mi anfitrión y lo tenía presente maquinalmente, también me había ofrecido una copa que yo había declinado por el momento, él se había servido un oporto no de botella, sino de garrafa con medalíita colgada al cuello, como las que se pasaban velozmente los comensales (eran varias, nunca cesaban), en el sentido de las agujas del reloj, a los postres de las high tables a las que a veces era invitado por mis colegas en mis lejanos tiempos de Oxford, quizá los suyos le mandaban todavía frascas de producción propia, de las que no se consiguen en el mercado, extraordinarias. No había estado al tanto de cuánto había bebido Tupra a lo largo de la inacabable velada que aún no acababa, pero no menos que yo, suponía, y a mí no me apetecía o cabía una gota más, a él el alcohol no parecía afectarlo, o sus estragos no se hacían en él visibles. No habían sido producto de eso su aterramiento y su castigo o paliza o thrashing a De la Garza, en todo ello había actuado con precisión y cálculo. Pero quién sabía si lo habría sido la decisión de mostrarle su muerte variante -sus variadas muertes- y de dejarnos vivos a ambos para que las recordáramos siempre, rara vez coinciden la resolución de hacer algo y la ejecución del acto, aunque vayan seguidas y aun parezcan simultáneas, tal vez había tomado aquélla con la cabeza vaporosa, humeante, y se la había despejado y helado durante los pocos minutos en que yo había permanecido aguardándolo con nuestra confiada víctima en el lavabo de los tullidos, yo se la había llevado hasta allí con engaño y con la falsa promesa de una buena raya, aunque yo ignorara entonces para qué se la ponía donde me la había pedido, a la víctima, y que la promesa era un pretexto. Debía haberlo imaginado, debía haberlo previsto. Debía haberme negado a todo. Se la había preparado a Tupra, se la había servido, había acabado por tener parte en ello. Iba a preguntarle por curiosidad: '¿Era coca de verdad lo que le has pasado al pobre diablo?'. Pero, como ocurre tras los silencios, los dos hablamos a la vez y él se adelantó una fracción de segundo, para responder a lo último que yo había dicho:

– Oh sí. Sí, claro -murmuró Reresby como con pereza-. Siempre hay quien se mira actuar, quien se ve a sí mismo como en una representación continua. Quien cree que habrá testigos que relatarán su generosa o ruin muerte y que eso es lo que más importa. O que se los imaginan si no puede haberlos, el ojo de Dios, el escenario universal, lo que tú quieras, todo eso. Quien cree que el mundo depende de sus relatores y los hechos de que se cuenten, aunque sea muy improbable que nadie vaya a molestarse en contarlos, o en contar esos concretos, quiero decir los de cada uno. La inmensa mayoría de las cosas sólo ocurren y no hay ni hubo nunca registro de ellas, aquello de lo que nos llega noticia es una porción infinitesimal de lo acontecido. La mayoría de las vidas, y no digamos de las muertes, nacen ya olvidadas y no dejan ei menor rastro, o se hacen desconocidas al cabo de un poco de tiempo, unos años, unos decenios, un siglo, eso es en realidad muy poco tiempo, tú lo sabes. Piensa en las batallas, por ejemplo, en cuan importantes fueron para quienes las libraron y a veces para sus compatriotas, de cuántas no nos dice nada ni siquiera el nombre, hoy en día ignoramos hasta la guerra a la que pertenecieron, y además nos traen sin cuidado. ¿Qué significan hoy para nadie Ulundi y Beersheba, o Gravelotte y Rezonville, o Namur, o Maiwand, Paardeberg y Mafeking, o Mohacs, o Nájera? -Este último lugar no lo pronunció como es debido-. Pero hay muchos que se resisten a eso, incapaces de aceptarse como insignificantes o como invisibles, me refiero a una vez muertos y convertidos en materia pasada, una vez que no están ya presentes para defender su existencia, para gritar: 'Eh, que estoy aquí. Puedo intervenir y tener influencia, hacer el bien o causar daño, salvar o afligir, y hasta torcer el curso del mundo, puesto que aún no he desaparecido'. -'Soy aún, luego es seguro que he sido', pensé, o recordé que lo había pensado mientras limpiaba la mancha roja de la escalera de Wheeler y su cerco no se borraba del todo (si es que había habido tal mancha, cada vez más lo dudaba), el esfuerzo de las cosas y de las personas por evitar que digamos: 'No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'-. Tú hablaste de esos individuos -prosiguió Reresby, que había ido tomando un extraño impulso, para elevarse-. No son muy distintos de Dick Dearlove, según la interpretación que de él hiciste. Padecen de horror narrativo, esa fue tu expresión si mal no recuerdo, o repugnancia. Temen que el final lo emborrone y lo condicione todo, un episodio tardío o último arrojando su sombra sobre cuanto vino antes, cubriéndolo y anulándolo: que no se diga así que no eché una mano, que no me arriesgué por los otros o me sacrifiqué por los míos, piensan en los momentos más absurdos, cuando no hay nadie para contemplarlos o van a morir quienes los vean, empezando por ellos mismos. Que no se propague que fui un cobarde, un desalmado, un carroñero, un asesino, piensan sintiéndose bajo los focos, cuando nadie los enfoca ni va a hablar jamás de ellos, por su poca importancia. Serán vivos anónimos y serán muertos anónimos. Serán como si no hubieran sido. -Se quedó callado un instante, dio un sorbo a su oporto y añadió-: Tú y yo seremos de esos, de los que no imprimen huella, dará lo mismo lo que hayamos hecho, nadie se ocupará de contarlo, ni siquiera de averiguarlo. No sé tú, pero yo no pertenezco a esa clase de sujetos, los que son como Dearlove aunque no sean celebridades sino todo lo contrario. Hablaste de ellos. Los que padecen el complejo K-M, según nuestra jerga, en alguna de sus modalidades. -Se paró, miró de reojo a la lumbre y agregó-: Yo sé que soy invisible, y lo seré aún más cuando esté muerto, cuando ya sólo sea materia pasada. Materia muda.

– ¿K-M? -pregunté, pasando por alto sus últimas frases proféticas o vaticinadoras-. ¿Y eso qué es, Matar-Asesinar? -Hablábamos en el inglés con él obligado, luego dije 'Killing-Murdering’ así sí coincidían las iniciales.

– No, no significa eso, aunque podría, no se me había ocurrido -respondió Tupra sonriendo muy levemente á través del humo-.Sino Kennedy-Mansfield. El segundo apellido fue un empeño de Mulryan, al que siempre fascinó la actriz Jayne Mansfield, era su favorita desde la infancia, apostó a que perduraría en la memoria de todo el mundo y no sólo por su singular muerte, se equivocó de plano. La verdad es que era el sueño de cualquier niño o adolescente, ¿no? Y de cualquier camionero. ¿La recuerdas? Seguramente no -siguió sin darme tiempo a contestarle-, lo cual demostraría aún más lo inapropiado y gratuito, lo exagerado de su M para dar nombre a ese complejo. Pero bueno, así lo llamamos ya desde hace tiempo, es la costumbre, y casi siempre es para uso interno. Aunque no creas -rectificó-, así han acabado llamándolo algunos altos cargos, por contagio nuestro, y hasta ha aparecido el término en algún libro.

– Creo que sí recuerdo a Jayne Mansfield -dije aprovechando una mínima pausa.

– ¿Ah sí? -Tupra se mostró sorprendido-. Bueno, tienes edad para ello, pero no sabía si en tu país se llegaban a ver esas películas frivolas. Durante la dictadura.

– En lo único en que no estábamos aislados era en el cine, a Franco le encantaba y tenía su propia sala en El Pardo, el Palacio en el que vivía. Veíamos casi todas las películas, excepto unas pocas que la censura prohibía terminantemente (no para él, desde luego: le gustaba escandalizarse, como a los curas, y admirarse de las infamias del mundo exterior, de las que nos protegía). Otras las proyectaban cortadas o con los diálogos cambiados en el doblaje, pero la mayoría se estrenaban. Sí creo recordarla, a Jayne Mansfield. No es que se me aparezca ahora mismo su cara, pero sí su estampa. Una rubia platino voluptuosa, ¿no?, llena de curvas, hacía comedias en los años cincuenta o quizá sesenta. Bastante tetuda.

– ¿Bastante? Santo cielo, no la recuerdas en absoluto, Jack. Espera, te voy a enseñar una foto divertida, la tengo por aquí a mano. -No le costó mucho a Tupra encontrarla. Se levantó, fue hasta un estante, agitó los dedos como si fuera a activar con tiento la combinación de una caja fuerte y sacó de él lo que parecía un libro grueso pero resultó ser una caja de madera y no metálica, que se fingía un volumen. La tumbó, la abrió allí mismo y rebuscó un par de minutos entre las cartas que guardaba, a saber de quién serían, para tenerlas tan localizadas, tan cerca. Mientras lo hacía arrojó ceniza a la alfombra, el pulgar contra la boquilla de su Rameses II, como si no importara. Contaba con servicio, seguro. Permanente. Por fin extrajo una postal de un sobre, con cuidado, el índice y el corazón haciendo pinza, me la acercó-. Aquí está. Mira. Ahora la recordarás mejor, con toda nitidez. En cierto sentido es inolvidable, si la descubrió uno de chico. Puede comprenderse la fascinación de Mulryan. Nuestro amigo ha de ser más lujurioso de lo que parece. Sin duda privadamente. O lo fue en su tiempo -añadió.

Cogí la foto en blanco y negro con los mismos dedos que Tupra había empleado, y en efecto me hizo sonreír al instante, mientras él me la comentaba con palabras similares a las de mi pensamiento. Sentadas a una mesa, codo con codo, en plena cena o antes de empezar o a los postres (hay unos tazones que desorientan), dos actrices entonces célebres, a la izquierda de la imagen Sofía Loren y a la derecha Jayne Mansfield, su rostro dejó de serme desvaído nada más volver a verlo. La italiana, que precisamente nunca fue plana sino exuberante -otro sueño de muchos, de duración larga-, luce un muy púdico escote y mira de reojo pero indisimuladamente, las pupilas se le van sin poder dominarlas, como con mezcla de envidia, perplejidad y susto o es decir con incrédula alarma, los pechos mucho más abundantes y descubiertos de su colega americana, en verdad llamativos y destacados (hacen aparecer exiguo su busto, por contraste), y aún más en una época en la que la cirugía aumentativa era improbable, o infrecuente en todo caso. Las tetas de Mansfield, hasta donde puede de juzgarse, se ven naturales, sin rigidez, sin hieratismo, con blandura grata y movimientos imaginables ('Ojalá me hubieran tocado unas así a mí esta noche y no las rocosas de Flavia', pensé fugazmente), y debieron de ser apoteósicas en aquel restaurante romano o americano, quién sabe, meritoria la impasibilidad del camarero que se divisa entre las dos, al fondo, sólo la figura, la cara le queda en sombra, aunque cabría preguntarse si no utilizaba su servilleta blanca como escudo o como pantalla. A la izquierda de Mansfield hay un comensal masculino de quien sólo se ve una mano que sujeta una cuchara, a él se le debían de fugar los ojos hacia su derecha tanto como los suyos a Loren hacia su izquierda, con distinta avidez seguramente. A diferencia de ésta, la rubia platino mira de frente a la cámara con sonrisa cordial un poco helada, y si no con despreocupación -es bien consciente de su muestrario-, sí con tranquilidad absoluta: ella es la novedad en Roma (si es que están en Roma), y a la gloria local la ha hecho menguar, la ha convertido en pacata. Una mujer guapa de rasgos, Jayne Mansfield, sí me alcanzó un recuerdo de infancia y con él acudió un título, La rubia y el sheriff: grande la boca y los ojos grandes, toda ella belleza vulgar y grande. Para niños, era cierto; también para mucho adulto, como yo mismo.

Esto decía Tupra y esto pensaba yo, mientras él me iba ilustrando. Intercalaba risas breves, le hacían gracia la foto y la situación, y es verdad que la tenían.

– ¿Puedo mirar cómo la titularon? ¿Puedo darle la vuelta? -le pregunté, no fuera yo a ver sin permiso lo escrito por quien se la hubiera mandado en su día.

– Claro, adelante -me contestó con un ademán de generosidad.


Nada notable ni imaginativo ni chusco, la postal sólo rezaba ‘Loren & Mansfiel’, The Ludlow Collection, llegué a ver eso, no me entretuve en intentar leer lo que le habían garabateado con rotulador tiempo atrás, dos o tres frases, algún signo de admiración bromista, con una letra quizá femenina, amplia, algo redonda, mi vista cayó sobre la firma un segundo, nada más que una inicial, 'B', podía ser Beryl, también sobre la palabra 'fear', que es 'miedo' en inglés.

Una mujer con humor, si era mujer quien se la había enviado. De hecho con un humor sobresaliente, fuera de lo común, porque una foto como esa divierte sobre todo a los hombres y por eso me reí con ganas del aprensivo rabillo del ojo de Sofía Loren, de su encogimiento y recelo ante el victorioso e intimidatorio escote transatlántico, reímos al unísono Reresby y yo con la risa que une desinteresadamente, igual que aquella vez en su despacho, cuando le hablé de los posibles zuecos del tiranuelo elegido, votado, y del estampado de estrellas patrióticas que le había visto en la camisa por televisión, y al decir yo 'liki-liki', esa palabra cómica que es imposible escuchar o leer sin querer repetirla inmediatamente: liki-liki, ya está. Me había preguntado en aquella ocasión, al reparar en las risas que tanto desarman, en la suya y la mía unidas, si en el futuro quedaría él desarmado o lo quedaría yo, o tal vez los dos. Parte de aquel mañana estaba ya aquí, y de momento, me di bien cuenta, el desarmado era yo.

'Tiene cojones', pensé con grosería a lo De la Garza, con irritación; 'ha logrado que me ría desenfadadamente en su compañía. Hace apenas un rato estaba furioso con él y en realidad lo estoy aún, esto va a durar; hace muy poco más que he asistido a su brutalidad, he temido que matara a un desgraciado con frialdad metódica, que le rebanara el cuello sin razones de peso, si es que alguna lo puede ser; que lo estrangulara con su propia redecilla ridicula y lo ahogara en el agua azul; y he visto de cerca la paliza que le ha propinado sin recurrir a sus manos para asestarle un solo golpe, pese a los guantes puestos amenazadores.' Tupra no se había olvidado de ellos; lo primero que había hecho tras avivar el fuego había sido sacarlos del bolsillo de su abrigo y arrojarlos a las llamas con las tiras de papel toalla en que los había envuelto. Por fin se iba disipando el olor a cuero y a lana quemados o era predominante el de la leña, se habrían secado bastante desde nuestra salida del cuarto de baño de los discapacitados, 'La peste no durará', había dicho al lanzarlos con gesto casi maquinal, como depositar las llaves o las monedas al regresar de la calle. Los había conservado hasta poder destruirlos, eso no se me había escapado, y en su propia casa además. Era cauto hasta con lo que no había que serlo. 'Y ahora ya está tan tranquilo, enseñándome una foto chistosa y comentándola con jovialidad. (En el abrigo sigue la espada, cuándo va a sacarla, cuándo la guardará.) Y también yo estoy tan tranquilo, viéndole la gracia a la escena y riéndome con él, oh sí, resulta un hombre simpático, en primera y en penúltima instancia, y no podemos evitarlo, tendemos a llevarnos, a caernos bien.' (Ya no lo resultaba en la última, pero esa no solía llegar, aquel día sí.) Rastreé rápida, mentalmente (algo era algo, aunque no mucho para mi recobrado enfado) el origen de la postal. Durante unos instantes hasta había perdido de vista qué hacía allí aquella foto, y qué hacíamos allí él y yo. No era una noche para reírse, y sin embargo nos habíamos reído juntos poco después de que él se convirtiera en Sir Punishment. O en el Caballero Venganza, quizá Sir Revenge. Pero en ese caso de qué se había vengado, era un exagerado, un drástico: de una nimiedad, de una estupidez.

Le devolví la postal, él estaba junto a mi butaca, de pie, mirando por encima de mi hombro cómo yo miraba a las dos actrices o símbolos sexuales pretéritos -uno mucho más remoto que el otro-, compartiendo o más bien contemplando mi inesperada diversión.

– ¿Qué pasa con Jayne Mansfield? -le pregunté-. ¿Qué tiene que ver con Kennedy? ¿El Presidente Kennedy, supongo? ¿También fue amante suya? ¿No era Marilyn Monroe la que se cuenta que estuvo con él y no sé qué historia de un cumpleaños sensual? Mansfield debió de ser una imitación, ¿no?

– Oh, sí, hubo varias -respondió Tupra mientras volvía la foto al sobre, el sobre a la caja y la caja al estante, todo en orden-. Hasta en Inglaterra tuvimos una, Diana Dors, ¿no recordarás a Diana Dors? Fue casi sólo de consumo nacional. Era más basta, aunque no fea ni mala actriz, con cara un poco de bruta y cejas demasiado oscuras para su melena rubio platino, no sé por qué no se lo tiñeron todo igual. Yo la conocí, ya cuarentona; coincidíamos en locales del Soho que estaban de moda, a finales de los años sesenta o en los primeros setenta, ya empezaba a amatronarse entonces, había hecho siempre sus incursiones en la bohemia, creía que eso la rejuvenecía o la modernizaba. Sí, era más basta que Mansfield, y también algo más turbia, menos jovial -añadió como si lo hubiera sopesado un instante-. Pero de haber estado sentada a esa mesa de la postal, ya no sé quién habría asustado a quién. En su juventud tenía una figura de clepsidra. -E hizo con las manos el movimiento antiguo de muchos hombres para dibujar una mujer llena de curvas, yo creo que la botella de Coca-Cola imitó ese trazo en el aire y no al revés. 'She had an hourglass figure', eso dijo Tupra en inglés. Hacía largo tiempo que no veía a nadie hacer ese gesto, también ellos caen en desuso como las palabras, porque casi siempre son sustitutivos de éstas y corren por tanto su misma suerte: de hecho son decir sin decir, a veces con gravedad y eran motivo de duelo, aún lo son de desafío y muerte. Y así hasta cuando nada se dice todavía se habla y se significa y se cuenta, qué maldición; si yo me hubiera tocado la papada dos o tres veces seguidas con el envés de la mano en presencia de Manoia, él habría comprendido el ademán italiano de menosprecio o de oídos sordos al interlocutor y habría desenvainado su espada contra mí, si acaso llevaba también él una oculta, quién sabía, a su lado Reresby parecía razonable y manso.

Sí, Tupra me estaba distrayendo con sus anécdotas, con su conversación o era cháchara. Yo seguía cabreado aunque se me olvidara a ratos, y deseaba mostrárselo, pedirle cuentas por su acción salvaje, más en regla, más en serio que durante nuestra despedida falsa frente al portal de mi casa en la Square o plaza, pero él me iba conduciendo de una cosa a otra sin centrarse del todo en ninguna, sin ir al grano de lo que me había anunciado o casi exigido que oyera, dudaba que finalmente fuera a contarme nada de Constantinopla o de Tánger, había mencionado esos lugares sentado al volante, se había especializado en Historia Medieval, quién lo hubiera adivinado, en Oxford, y en ese campo sí podía haber sido oficioso discípulo de Toby Rylands, que a su pesar fue Toby Wheeler durante breve tiempo, en su lejana y borrada Nueva Zelanda, lo mismo que del hermano Peter. También me había prometido Tupra unos vídeos que guardaba en casa y no en la oficina, 'no son para que los vea cualquiera', había dicho, y en cambio a mí sí iba a enseñármelos, de qué serían y por qué había de verlos, quizá yo prefiriera no tenerlos ante mis ojos nunca; podría siempre cerrarlos, aunque cuando uno decide hacerlo se cierren inevitablemente un poco tarde, un poco demasiado tarde para no vislumbrar algo y hacerse una horrible idea, y para no enterarse. O bien cree, una vez apretados, que la visión o la escena han concluido cuando aún no lo han hecho -el sonido engaña, y aún más engaña el silencio- y entonces los abre demasiado pronto.


– ¿Qué pasó con Jayne Mansfield? ¿Qué tuvo que ver con Kennedy? -le insistí. No iba a permitir que siguiera errando, con divagaciones, no aquella noche prolongada por su exigencia; que pasara de una cosa principal a otra secundaria y de ésta a un paréntesis y del paréntesis a un inciso, y que, como hacía a veces, no volviera nunca de sus inacabables bifurcaciones, llegaba casi siempre un momento en que sus desvíos no alcanzaban senda, sino tan sólo maleza o arena o ciénaga. Tupra era capaz de entretener a cualquiera indefinidamente, de irlo interesando en lo que carecía de interés y era accesorio, pertenecía a esa rara clase de individuos que llevan el interés consigo o lo crean, cómo decir, ellos lo traen y reside en sus labios. Son los más escurridizos de todos, también los más persuasores.

Me miró con ironía, sé que cedió porque quiso, habría podido hasta guardar largo silencio, aguantarlo tanto rato como para diluir en el aire mis dos preguntas y así borrarlas, lograr que se perdieran como si no las hubiera formulado nadie y allí yo no estuviera. Pero estaba.

– Nada. Sólo que son personas marcadas por sus episodios finales. Exageradamente señaladas por ellos, hasta el punto de que las definen o las configuran y casi anulan cuanto hicieron antes, aunque fueran cosas importantes y no las fueron las de Mansfield. Esas dos personas habrían tenido motivo para padecer de horror narrativo, como tú dijiste de Dick Dearlove, si hubieran sabido lo que las amenazaba a su término. Tanto John Kennedy como Jayne Mansfield habrían sufrido de su propio complejo, K-M según lo llamamos, si hubieran adivinado o temido sus respectivas muertes. Claro que habría muchos más, qué sé yo, desde James Dean a Abraham Lincoln, desde Keats a Jesucristo. Lo primero que recuerda todo el mundo de ellos, casi lo único, es su final llamativo o anómalo, o demasiado temprano, o extravagante: Dean muerto a los veinticuatro años en accidente de coche, cuando tenía ante sí una extraordinaria carrera de estrella y el mundo entero lo adoraba; Lincoln asesinado por John Wilkes Booth, bien teatralmente, en un palco, al poco de ganar la Guerra de Secesión y de haber sido reelegido; Keats fallecido en Roma, de tuberculosis, a los veinticinco, la literatura se perdió tantos poemas; Cristo en la cruz, un adulto en toda regla para su época, un hombre hecho y derecho y si acaso algo tardío en su obra, pero malogrado, joven sin serlo desde el punto de vista de nuestros remolones y longevos tiempos. Ya te he dicho que si lo llamamos K-M fue por empeño de Mulryan. Habría servido cualquiera de estos otros nombres, y muchos más, no son pocos quienes deben su celebridad máxima o su ausencia de olvido a su forma de morir, o a su hora, cuando habría uno dicho que aún no les tocaba, o que era injusto. Como si la muerte entendiera de justicia o le preocupara impartirla, o quisiera entender, es algo absurdo. A lo sumo es arbitraria, es caprichosa, quiero decir que establece un orden que no siempre cumple, y elige o descarta: a veces viene resuelta y con todas las probabilidades, se acerca, nos sobrevuela, mira, y de pronto decide dejarlo para otro día. Mucha memoria ha de tener para acordarse de cada vivo sin que se le escape nadie. La suya es una tarea infinita, y aun así la lleva a cabo con minuciosidad ejemplar desde hace siglos. Qué eficaz siervo, que nunca se cruza de brazos ni se cansa. Ni se olvida.

Su manera de referirse a la muerte, de personalizarla, me hizo pensar de nuevo que tenía más tratos con ella de los habituales, que la había visto actuar muchas veces y acaso la habría encarnado unas cuantas. Aquella misma noche había ido resuelto hacia De la Garza, se le había acercado, lo había sobrevolado con su lansquenete como aquel helicóptero con sus aletas que nos asustó a Wheeler y a mí en su jardín junto al río: al final se había limitado a despeinarnos, él se había limitado a cortarle la falsa coleta y a hundirle la cabeza en el agua ya golpearlo, lo había dejado para otro día, como si fuera Sir Death efectivamente, en una noche de descartes. O quizá, como medievalista, aunque no practicante, Tupra estaba acostumbrado a la visión antropomórfica de los viejos siglos: la anciana decrépita con la guadaña o el Caballero Muerte con su armadura completa y su espada y su lanza, de quién la consideraría 'eficaz siervo', de Dios, del Demonio, de los hombres, o de la vida que sólo así se abre paso.

– Sé lo que le ocurrió, sé cómo acabó el Presidente Kennedy, como todo el mundo -le respondí-. Pero ignoro lo que le sucedió a Jayne Mansfield. De hecho lo ignoro casi todo sobre esa clepsidra apabullante. -Y, tras citarlo así humorísticamente, añadí una nota española a lo que había dicho-: Supongo que también habría valido para el complejo el nombre de García Lorca. No sería el mismo en nuestra evocación, no se lo recordaría ni leería de igual modo si no hubiera muerto como murió, fusilado y arrojado a una fosa común por los franquistas, antes de cumplir los cuarenta. Buen poeta como fue, no se lo añoraría ni ensalzaría tanto.

– Desde luego, ese es otro caso bien nítido de final determinante, de muerte siempre presente que envuelve y arrastra al personaje -contestó Tupra sin hacerme demasiado caso; me pregunté si estaría suficientemente enterado de las circunstancias del asesinato-. Jayne Mansfield, a lo largo de su breve carrera brillante y su no muy extensa declinante, hizo cuanto estuvo en su mano y a buen seguro en su busto para atraer la atención de la prensa y hacerse autopropaganda. Siempre tenía las puertas abiertas a los reporteros, allí donde estuviera, también en los hoteles cuando viajaba, en las suites y aun en los cuartos de baño; le encantaba que vinieran a fotografiarla a su mansión de estilo español de Sunset Boulevard, en Beverly Hills, toda de color rosa y llena de perrillos y gatos, vestida con insinuantes prendas y en posturas provocativas, nada le parecía nunca ridículo ni desdeñable, recibía a cualquier idiota o malintencionado de la publicación más mediocre. Posó desnuda en Playboy un par de veces, se casó con un húngaro musculoso, mostraba con deleite su piscina y su cama, ambas en forma de corazón, al último aprendiz de provincias. Se divorció del forzudo y de algún otro marido, fue a Vietnam a animar a las tropas con sus picardías y sus jerseys ceñidos, y cuando hasta Las Vegas le quedó ya inalcanzable, erró por Europa con espectáculos de poca monta y figuró en películas italianas de Hércules. Se dio a la bebida, armó bulla, escandalizó laboriosamente, porque en el declive de su trayectoria lo conseguía a duras penas, se le hacía muy poco caso y ademas no estaba dotada. Se contó que se había hecho adepta a la Iglesia de Satanás, un disparate inventado por un tal Antón LaVey, su Sumo Sacerdote, un calvo con pueril perilla diabólica y cuernos postizos sobre la calva, de supuesto y falso origen húngaro o transilvano, ávido de publicidad igualmente y un farsante compulsivo: se reclamaba autor de la Biblia Satánica, plagiada de cuatro o cinco escritores dispares, entre ellos el famoso alquimista renacentista John Dee y el novelista H G Wells, bien rastreables; decía haber mantenido relaciones sexuales con Marilyn Monroe y no iba a ser menos con Mansfield. Fantasías ambas aventuras, pero ya sabes, la gente se cree cualquier bajeza de las celebridades, cualquier mal gusto. Él estaba loco por ella y ella lo llamaba a veces desde Beverly Hills, rodeada de amigos, para reírse y burlarse de sus demoniacos ardores, le calentaba la rasurada cabeza a distancia. Más tarde se rumoreó que el despechado LaVey le lanzó una maldición al amante de ella entonces, un abogado de nombre Brody, y aquí empieza la leyenda de la muerte de Jayne Mansfield. Viajaba una noche de junio de 1967, ya de madrugada, desde un lugar llamado Biloxi, en Mississippi, en uno de cuyos clubs actuaba en sustitución de su exuberante amiga y rival Mamie Van Doren, camino de Nueva Orleans, donde al día siguiente iba a ser entrevistada en un programa de la televisión local, se tomaba todas las molestias, nada le parecía insignificante. El Buick en el que se trasladaba iba atestado: un joven que conducía, el tal Brody, ella con tres de sus cinco hijos, los habidos con el musculoso húngaro, y cuatro perros chihuahua, no es de extrañar que se la pegaran. A unas veinte millas de su destino, el coche se empotró a gran velocidad contra un camión que había frenado al toparse con un lento vehículo municipal que rociaba las marismas con un insecticida antimosquitos, Mulryan hace hincapié siempre en este detalle sórdido, cenagoso y sureño. El choque fue tan violento que el techo del Buick quedó cercenado. Mansfield, el conductor y el amante murieron en el acto, sus cuerpos salieron despedidos a la carretera. Los tres críos, dormidos en la parte de atrás, sufrieron sólo magulladuras, y de los chihuahuas no hubo noticia, seguramente porque no les pasó nada y quizá escaparon.

– Tupra hizo una pausa, arrojó algo al fuego, para mí fue invisible, tal vez una mota que se había quitado de la chaqueta o una cerilla que no le había visto encender y que sostenía entre los dedos. Lo contaba todo como si fuera un informe que tenía en la cabeza, memorizado. Se me ocurrió que, dada su profesión, podía guardar centenares o millares de ellos, de lo sucedido y de lo posible, de lo comprobado y de lo aventurado, no sólo por él, sino por mí, por Pérez Nuix, Mulryan, Rendel y otros; y por otros también del pasado como Peter Wheeler y quién sabía si su mujer Valerie y Toby Rylands y hasta la señora Berry. Acaso Tupra era un archivo andante-. La ostentosa peluca rubia de Jayne Mansfield cayó sobre el guardabarros -continuó-, lo cual dio origen a dos rumores igualmente desagradables, y que probablemente por eso se instalaron en la imaginación de la gente: según uno, la actriz habría quedado escalpada en el accidente, su cuero cabelludo arrancado de cuajo como por un indio del Salvaje Oeste; según el otro, habría sido decapitada junto con el techo del Buick, y la cabeza habría rodado por el asfalto hasta caer a la zona pantanosa plagada de mosquitos y larvas, al borde de la carretera. Ambas ideas eran demasiado irresistibles para la malignidad popular: no era bastante que la mujer cuya abundancia adornó las paredes de los garajes, los talleres y los tugurios, los camiones y las taquillas de estudiantes y soldados durante un decenio hubiera muerto con gran violencia a los treinta y cuatro años, cuando aún era deseable pese a su veloz decaimiento y podía haber sacado más partido a sus esplendores; era mucho mejor si además había quedado calva y fea en la muerte, o grotescamente descabezada y con la cabeza en el fango. A la gente le gustan los castigos crueles, y los giros sarcásticos de la fortuna, y la desposesión repentina de quien lo tuvo todo, no digamos la desposesión absoluta que es la muerte inesperada, y todavía más si es con sangre.

'¿Por qué me habla precisamente de cabezas cortadas', pensé, 'cuando él ha estado a punto de segar una ante mis ojos, hace nada?' Y pensé que Tupra me conducía hacia algún lugar, más cercano que Nueva Orleans y Biloxi, con aquella truculenta historia. Pero no lo interrumpí con preguntas y me limité a citarlo, con aquella cita suya bien conocida desde nuestro primer encuentro:

– Y además todo tiene su tiempo para ser creído, ¿no es eso lo que tú piensas?

– No lo sabes tú bien, Jack, hasta qué punto todo lo tiene -me contestó, y reanudó su relato en seguida-: Fue entonces, tras su muerte, cuando LaVey empezó a presumir publicamente de su aventura con ella (ya sabes, los muertos son tan callados y no ponen objeciones), y a propagar en la prensa que el espectacular accidente se había debido a la maldición por él lanzada contra su amante Brody, de tal potencia que se la había llevado por delante a ella sin ningún miramiento, al ir a su lado, en el lugar del riesgo. Y la gente también adora las confabulaciones y los ajustes de cuentas, lo esotérico y lo peregrino y los peligros cumplidos. La mayoría de la gente niega el azar, lo detesta, la mayoría de la gente es tonta. -Recordé que le había oído decir lo mismo o algo parecido a Wheeler, quizá era una de las convicciones, una de las bases sobre las que nuestro grupo había trabajado siempre, al igual que todo Gobierno-. Si Jayne Mansfield se había fascinado o había coqueteado con la Iglesia de Satanás, nada menos, poco tenía de extraño que su agraciado rostro hubiera acabado así, en una ciénaga y mordisqueado por los bichos hasta que se lo recogieron; o bien con su célebre cabellera rubio platino desprendida del cráneo, había sido siempre su segundo rasgo más destacado después del que resulta conspicuo en la postal que te he enseñado. La chusma quiere explicaciones para todas las cosas -Tupra utilizó esa palabra, 'rabble', 'chusma', hoy tan mal vista-, pero las quiere ridiculas, inverosímiles, enrevesadas y conspirativas, y cuanto más lo sean más las acepta y se las traga y más la contentan. Incomprensible, pero ese es el estilo del mundo. Así que aquel mamarracho calvo y con cuernos fue escuchado y creído, hasta el extremo de que en quienes la recuerdan y aun la veneran (y no son pocos, échale un vistazo a Internet y te quedarás sorprendido), lo que prevalece de Jayne Mansfield no son sus cuatro o cinco divertidas comedias de Hollywood, ni sus dos clamorosas portadas de Playboy, ni sus voluntariosos escándalos libertinos, ni su mansión rosa demente de Sunset Boulevard, ni siquiera el hecho audaz de haber sido la primera estrella de la era moderna que enseñó las tetas en una película convencional americana, sino la tétrica leyenda de su muerte humillante para un símbolo sexual como ella, quizá provocada por un satanista, un depravado, un hechicero. Eso, irónicamente, causó más sensación y le trajo más publicidad que cuanto había inventado a lo largo de su vida para procurársela, renunciando a toda intimidad diariamente, no digamos a lo que suele llamar dignidad el agobiante común de las gentes. Fue una lástima que no pudiera disfrutar de los mil reportajes que hubo sobre su figura y sobre el suceso, ver las planas enteras dedicadas a su fallecimiento tan horrendo y novelesco. De nada sirvió que el ataúd en que se la enterró fuera asimismo rosa: su nombre quedó ya envuelto en el negro, en la negrura de una maldición mortal diabólica y de una vida pecaminosa coronada por el castigo, de una carretera lóbrega, rodeada de cieno, y de una linda cabeza separada de su voluptuoso cuerpo hasta el postrer fin de los tiempos. Y hoy, si no hubiera muerto de ese modo, con esos elementos atribuidos que encienden la imaginación de la chusma, estaría casi del todo olvidada. No lo estaría Kennedy, obviamente, si se hubiera limitado a sufrir un infarto en Dallas, pero no te quepa duda de que se lo recordaría infinitamente menos y con emoción sólo discreta si su nombre no se asociara al instante con su asesinato a tiros y con alambicadas conjuras jamás resueltas. En eso consiste el complejo Kennedy-Mansfield, en el temor a quedar marcado para siempre por la forma de terminar, desvirtuado, y a que la vida entera parezca haber sido sólo un trámite, un pretexto, para llegar a un acabamiento chillón que nos retratará eternamente. Ese peligro, ojo, lo corremos todos, aunque no seamos personajes públicos sino individuos oscuros, anónimos y secundarios. Cada cual asiste a su relato, Jack. Tú al tuyo y yo al mío.

– Pero no siempre es temor, lo que hay a eso -dije-. Hay quienes desean y buscan finales así, escénicos, espectaculares, incluso con recursos sólo verbales si no tienen otros a mano. No sabes cuántos escritores se han esmerado para pronunciar una memorable última fiase. Aunque sea difícil de calcular cuál va a ser de verdad la última, y más de uno la haya malgastado, al precipitarse y hablar a destiempo. Luego ya no se le ha ocurrido nada, o ha soltado una majadería, en el momento extremo.

– Oh sí, oh bueno. Siempre es temor. El que ansía ese final llamativo es porque teme no estar a la altura de su reputación, o de su grandeza, asignada por otros o por sí mismo a solas, qué más da. Aquel que siente el horror narrativo, según tus términos, como Dick Dearlove según tu criterio, teme que se le estropee la figura, o el cuento que se ha ido contando, tanto como el que se prepara un desenlace brillante y hasta teatral y hasta excéntrico, eso depende del carácter de cada uno y de la índole del borrón, que algunos confundirán con rúbrica, y la muerte es borrón siempre. Porque no es lo mismo matar a alguien que suicidarse que ser muerto por alguien. Ser verdugo que desesperado que víctima, ni víctima heroica que víctima estúpida. Dentro de lo malo de morir antes de tiempo, y además a lo bestia, a la Jayne Mansfield viva no le habría parecido desdeñable su leyenda de muerta, aunque sin duda habría preferido no llevar peluca en aquel viaje. Y no creo que vuestro Lorca ni aquel cineasta italiano rebelde y provocador, Pasolini, hubieran quedado insatisfechos del todo de la clase de borrón que les tocó en suerte, desde un punto de vista estético, o de nuevo narrativo si quieres. Eran artistas y eran algo exhibicionistas, y sus memorias se han visto beneficiadas por sus muertes injustas y violentas, casi asimilables al martirio, ¿no? Quiero decir por parte de los palurdos. Tú y yo sabemos que ni uno ni otro se sacrificaron por nada a conciencia, sólo tuvieron mala suerte.

Tupra había empleado dos veces la palabra 'chusma' y ahora hablaba de 'palurdos' (pero ya no recuerdo si lo que dijo fue 'boors' o yokels'). 'No debe de tener en mucho a la gente', pensé, 'para que le salgan esos vocablos con tanta facilidad y desenvoltura, y con desprecio natural, no subrayado. Aunque en el último esté incluyendo a personas cultas y cursis, desde biógrafos hasta periodistas, sociólogos, literatos e historiadores, a cuantos en efecto ven como mártires de causas políticas y aun sexuales a aquellos dos asesinados célebres, aún más célebres por sus asesinatos. Reresby no debe de considerar gran cosa la muerte, no le parecerá extraordinaria; tal vez por eso me ha preguntado por qué no se puede ir por ahí administrándola, quizá la juzgue un azar más y el azar él no lo niega ni lo detesta, ni requiere explicaciones para las cosas todas, a diferencia de la gente tonta, que necesita ver signos y concatenaciones y vínculos por todas partes. Puede que deteste tan poco el azar que no le_ importe fundirse en él de vez en cuando, y erigirse en Sir Death con su espada, y hacerse siervo del eficaz siervo. Él debió de ser un palurdo algún día, o mucho tiempo.'

– Tú no tienes en mucho a la gente, ¿verdad? -le dije-. Tú no tienes en mucho a la muerte. A la muerte de la gente.

Tupra se mojó los labios, no con la lengua sino con los propios labios, como si frotara uno con otro y eso bastara para humedecerlos, al fin y ai cabo eran muy carnosos y extensos y algo de saliva llevarían siempre. Luego bebió de su copa, tuve la sensación inquietante de que se relamía. Me ofreció licor de nuevo, ahora sí acepté, el paladar como con oblea o con un velo, me sirvió de la garrafa hasta que dije con la mano 'Basta'.

– Ahora por fin vas llegando -me contestó, y eso me hizo pensar otra vez que me conducía, hasta cuando era yo el que le pedía cuentas era él quien conducía. Mal acusado y mal testigo. Me miró con complacencia desde sus ojos azules o grises, desde sus pestañas como medias lunas, el fuego les prestaba brillo-. Ahora vas a volverme a hacer reproches, por qué he hecho lo que he hecho y todo eso. Eres de tu época, Jack, demasiado de tu época, y eso es lo peor que puede ser uno, porque se pasa mal si uno sufre por lo que sufren todos, no hay resquicio cuando todo el mundo está de acuerdo y ve lo mismo, y da importancia a las mismas cosas, y las mismas le parecen graves y las mismas insignificantes. En la unanimidad no hay claridad ni hay respiro, no hay ventilación, ni en el lugar común tan compartido. Uno tiene que salirse de eso para vivir mejor, más cómodo. También más de verdad, sin la adherencia del tiempo en el que ha nacido y en el que va a morir, nada oprime tanto, nada nubla como ese sello. Hoy se da enorme importancia a la muerte individual, se hace una falsa tragedia por cada persona que muere, más aún si es con violencia, más aún si es asesinada; aunque el pesar luego dure poco, y la condena: nadie viste ya de luto y eso es por algo, rápido el llanto pero más veloz el olvido. Hablo de nuestros países, claro, en otros sitios de la tierra no se ve así, qué remedio les queda, si en ellos tienen las muertes incorporadas al transcurrir del día. Pero aquí es cosa tremenda, en el instante al menos. Tal persona ha muerto, qué horrible desgracia; tantas se han estrellado o han volado por los aires, qué catástrofe, o qué infamia. Los políticos tienen que multiplicarse para asistir a funerales y entierros y no hacer de menos a nadie, el agudo dolor, o es el soberbio, los reclama como ornamento, porque consuelo no dan ni pueden darlo, es todo aparatosidad, aspaviento, vanidad y rango. De los vivos, el rango, pomposos y exagerados. Y sin embargo, si bien se piensa, ¿qué derecho tendríamos, cuál es el sentido de quejarnos y montar un drama con algo que ha visitado a todo bicho viviente para convertirlo en bicho muerto? ¿Qué puede haber tan grave en eso, en algo tan sumamente natural, tan corriente? Sucede en las mejores familias, ya sabes, desde hace siglos, y en las peores no digamos, con aún menos intervalos. Sucede además todo el rato y lo sabemos perfectamente, aunque finjamos asombrarnos, y asustarnos: cuenta los muertos que se mencionan en cualquier telediario, lee la lista de fallecimientos de cualquier periódico, en una sola ciudad, Madrid, Londres, esa lista es larga todos los días del año; mira las esquelas, y son muy pocos los que las ponen, mira las necrológicas, aun menos quienes las merecen, una infinitesimal minoría, pero no faltan ninguna mañana. Cuántos perecen cada fin de semana en las carreteras y cuántos han muerto en las incontables batallas. No siempre se vieron como hoy las pérdidas, a lo largo de la historia, o más bien casi nunca. Se estaba más familiarizado y también más conforme, se aceptaban el azar y la suerte, buena o mala, se admitía estar expuesto a ella a cada instante; la gente venía al mundo y desaparecía, era lo normal, a veces nada más entrar en él, la mortalidad infantil ha sido enorme hasta hace ochenta o setenta años, como la de las madres en el parto, se despedían del hijo nada más verle la cara, si les quedaban ganas, o les daba tiempo a tanto. Las plagas eran frecuentes y casi cualquier enfermedad mataba, de las que ahora ni nos enteramos o ni nos suenan los nombres; había hambrunas, había guerras continuas y además eran verdaderas, de lucha diaria y no esporádica como ahora, y los generales desdeñaban las bajas, los soldados caían y no pasaba gran cosa, sólo eran individuos para sí mismos, ni siquiera tanto para sus familias, no se libraba ni una de los cadáveres prematuros, era la regla; los gobernantes ponían cara de circunstancias y efectuaban nuevas levas, reclutaban más tropa y la enviaban al frente a seguir cayendo, casi nadie rechistaba. Se contaba con la muerte, Jack, no había tanto pánico a ella, no era una calamidad insuperable ni una tremenda injusticia; era lo que podía llegar y con frecuencia llegaba. Nos hemos hecho muy blandos, tenemos la piel muy fina, creemos que esto debe ser para siempre. Deberíamos estar acostumbrados a la provisionalidad, a lo contrario. Nos empeñamos en no estarlo, y por eso es tan fácil meternos miedo, ya lo has visto, basta con desenvainar una espada. Y así llevamos las de perder ante quienes todavía ven a los muertos como meros gajes del oficio, a los propios y a los ajenos, como accidentes del día. Ante los terroristas, por ejemplo, o ante los narcotraficantes de altura, o ante los mañosos multinacionales. Así que sí, Iago. -No me gustaba cuando me llamaba por el nombre del encizañador; me resonaba sucio, no me reconocía (yo, que me reconozco en tantos)-. Hace falta que algunos no tengamos en mucho a la muerte. A la muerte de la gente, como has dicho con escándalo, te lo he notado pese al tono neutro, buen disimulo pero insuficiente. Conviene que algunos nos salgamos de nuestra época y miremos como en tiempos más recios, los pasados y los futuros (porque volverán, te lo aseguro, aunque no sé si tú y yo los veremos), para que no nos pase colectivamente lo que dijo un poeta francés: 'Par délicatesse j'ai perdu ma vie’ -Y se molestó en traducírmelo, ahí vi un restó del palurdo atrás dejado-: 'Por delicadeza he perdido la vida'.

Le miré los pies, los zapatos, como había hecho en uno de nuestros iniciales encuentros, temiendo que calzara cualquier aberración, botas cortas de color verde, piel de caimán como el Mariscal Bonanza, o hasta zuecos. No era así, llevaba siempre elegantes zapatos marrones o negros, con cordones, en modo alguno eran de palurdo, sólo resultaban dudosos los chalecos de los que rara vez prescindía, si bien se los veía más anticuados o fechados que nada, como un vestigio de los años setenta en los que él habría comenzado a asomarse a la vida en serio, quiero decir con verdadero conocimiento de causa y responsabilidades, o con sentido cabal de sus opciones. Había en él algo disonante, de todas formas: con su trabajo^ con sus gestos, con su entorno, su acento, hasta con su propia casa tan de inglés acomodado, tan de manual o de película cara, o de ilustración de cuento. Quizá eran los abundantes rizos sobre el abultado cráneo, o los caracolillos de las sienes aparentemente tintados, quizá la boca mullida y como carente de consistencia, un chicle aún no endurecido. Sin duda parecía atractivo a mucha gente, pese al elemento repulsivo en él, nunca sabía identificarlo del todo, aislarlo con exactitud, señalarlo, puede que no dependiera de un rasgo y que fuera más bien el conjunto. Quizá lo veía yo sólo, las mujeres no debían de captarlo. Ni siquiera las perspicaces como Pérez Nuix, acostumbrada a percibirlo y adivinarlo todo, con la que seguramente se había acostado. Eso tendríamos ya en común, Tupra y yo, o era yo y Reresby. O Ure, o Dundas.

– Y en vista de eso te permites darle una paliza y un susto de muerte a un pobre idiota inofensivo, y además con mi ayuda; si llego a saber lo que le preparabas. Por nada, porque sí, porque no hay que tener en mucho a la muerte. No puedo estar más en desacuerdo. Creo que ese verso es de Rimbaud -añadí para acomplejado, ya me había comido demasiado terreno. Me arriesgué, no estaba seguro en absoluto.

Pero él no atendió al dato; yo era culto, conocía lenguas, había enseñado en Oxford en el pasado, no me concedió ningún mérito. Quémennos, que yo reconociera una cita. Rió con sequedad, una sola vez, como si imitara amargura.

– No hay nadie inofensivo, Jack. Nadie -dijo-. Y no pareces tener en cuenta que la culpa ha sido tuya. Piénsalo un poco.

– ¿Qué quieres decir? ¿Por haberle dejado acercarse, congeniar con la señora? Ella estaba deseando ser cortejada, por el primer mameluco, por quien fuese. No te remontes tan lejos. Tú mismo me lo advertiste. -Se me había quedado rondando la palabra desde que me la confirmó Manola en italiano, y las palabras no se disipan hasta que uno las suelta cuantas veces haga falta. Claro que en inglés sonaba más rebuscada, 'mameluke' e inapropiada, ni siquiera tiene nuestro más frecuente significado.

– No sólo por eso. Te pedí que los encontraras, que trajeras a Flavia de vuelta, que no te entretuvieras y que quitaras de en medio a ese Garza. No fuiste capaz de hacerlo. Tuve que ir yo en vuestra busca y arreglarlo. Y todavía te quejas. Para cuando di con ellos, Mrs Manoia ya tenía la mejilla marcada. Si yo no me hubiera ocupado, la cosa habría sido peor, no conoces al marido, yo sí. No podía limitarme a hacer que expulsaran al español de mierda. -Pensé que se olvidaba a veces de que yo también lo era, español, tal vez de mierda. Con una señal, con una herida en la cara de Flavia, eso a él no le habría bastado. Se habría ido por tu amigo y le habría arrancado un brazo con suerte, si es que no la cabeza. Me reprochas estupideces sin la menor importancia, vives en un mundo minúsculo que apenas existe, a resguardo de la violencia que ha sido la norma en todo tiempo y lo es en casi todas partes, es como tomar un interludio por la función entera, no tenéis ni idea, los que nunca salís de esta época ni de estos países nuestros en los que hasta anteayer mandó también la violencia. Lo que hice no fue nada. El mal menor. Y por tu culpa.

El mal menor. Así que Tupra pertenecía a esos hombres inconfundibles que siempre han existido y que también conozco en mi tiempo, son siempre tantos. A los que se justifican diciendo: 'Fue necesario y evité así un mal mayor, o eso creía; otros se habrían encargado de hacer lo mismo, sólo que con mucha más crueldad y más daño. Maté a uno para que no mataran a diez, y a diez para que no mataran a cien, no me corresponde el castigo, sino que merezco un premio'. O bien a los que responden: 'Fue necesario, defendía a mi Dios, a mi Rey, mi patria, mi cultura, mi raza; mi bandera, mi leyenda, mi lengua, mi clase, mi espacio; mi honor, a los míos, mi caja fuerte, mi monedero y mis calcetines. Y en resumen, tuve miedo'. El miedo, que exculpa tanto como el amor, del que es tan fácil decir y creer 'Es más fuerte que yo, no está en mi mano evitarlo', o que permite recurrir a la frase 'Es que yo te quiero tanto', como explicación de los actos, como coartada o disculpa o atenuante. Quizá pertenecía incluso a los que aducirían: 'Ah no, fue la época, quien no la haya vivido no puede entenderlo. Ah no, fue el lugar, era malsano, era oprimente, quien no haya estado allí no puede ni figurarse nuestra enajenación y su hechizo'. No sería, en cambio, al menos, de los que escurrirían todo el bulto, él nunca pronunciaría estas otras palabras: 'Oh no, yo no quería, yo fui ajeno, ocurrió sin mi voluntad, como en las humaredas tortuosas del sueño, eso fue cosa de mi vida teórica o entre paréntesis, de la que en realidad no cuenta, no pasó más que a medias y sin mi consentimiento pleno'. No, Tupra no llegaría a esa bajeza a la que yo sí he llegado a vecces , para contarme algunos pasos. Pero entonces preferí no adentrarme en estos aspectos, sino que contesté a lo último que me había dicho:

– Yo trabajo para ti, Bertram, pero en lo que trabajo. No me pidas más. Yo estoy para interpretar y dar informes, no para reducir a gañanes borrachos. Ni siquiera para entretener a señoras declinantes, y clavármelas hasta el esternón en el pecho.

Tupra no podía evitar que le hiciera gracia lo que se la hacía. Hasta ahora no nos habíamos dado ocasión de comentar el suplicio, menos aún de reírnos, o él de mí, por mi mala suerte y mi estoicismo imperfecto.

– Picos duros, ¿eh? -Y soltó una carcajada sincera-. Ni loco habría aceptado yo su invitación al baile, con esos bastiones. -Dijo 'bulwarks’ quizá sería más ceñida su traducción por 'baluartes'.

Lo había logrado otra vez. También a mí me hace gracia lo que me la hace. No pude reprimir la risa, el enfado se deshizo momentáneamente, o se aplazó cuando ya no tocaba. Durante unos segundos reímos los dos a la vez, juntos, sin dilación ni adelanto, con la risa que une a los hombres desinteresadamente entre sí y que suspende o disuelve sus diferencias. Lo cual significaba que, pese a mi cabreo y a mi aprensión en aumento -o era ya malestar, aversión, repugnancia-, yo no le había retirado la mía del todo. Quizá llevaba camino de racionársela, pero no me había sustraído aún a ella ni se la había negado. No del todo, aún, la risa.


Tendríamos eso en común, habernos acostado con la joven Pérez Nuix ambos, estaba casi seguro aunque no se me había ocurrido preguntárselo, a él ni aún menos a ella, y eso que compartir una cama despiertos marca arbitrariamente la frontera entre la discreción y la confianza, entre el secreto y las revelaciones, entre el deferente silencio y las preguntas con sus respuestas o con sus evasivas a veces, como si entrar en el cuerpo de otro con brevedad suprimiera, además de las físicas, otras barreras de paso: biográficas, sentimentales, sin duda las del disimulo o la precaución o reserva, es algo absurdo que dos personas, tras enlazarse, se sientan más facultadas o impunes para indagar en la vida y los pensamientos del que estuvo encima o debajo, o en pie de espaldas o de frente si la cama no hizo falta, o para relatarlos prolijamente, verbosos y hasta abstraídos, hay quienes follan con alguien sólo para rajar luego a destajo, como si se hubieran ganado una patente en el entrecruzamiento. Eso me ha molestado a menudo en mis aventuras ocasionales, de una sola noche o mañana o tarde, y todas son así en primera instancia, mientras la repetición no se aparece, todas son así cuando se inauguran y no se sabe si se clausurarán acto seguido, o lo sabe una de las partes, al instante lo sabe y se lo calla educadamente y da lugar al malentendido (la educación es un veneno, nos pierde); finge que eso no va a interrumpirse en seguida, sino que en efecto algo se ha abierto que no tiene por qué cerrarse, y entonces a lo que da pie es a un gran engorro. Y a veces lo sabe uno antes incluso de la entrada en el nuevo cuerpo, sabe que quiere probar sólo esa vez, cerciorarse, quizá jactarse para sus adentros o escandalizarse de sí mismo, y hasta puede que anotar el dato con vistas a rememorarlo o es más bien a recordarlo; o aún más tenue, a tener constancia: 'Esto ha ocurrido en mi vida', podrá decirse uno ya siempre, sobre todo en la vejez o en la edad madura, cuando el pasado invade mucho el presente y éste, desinteresado o escéptico, mira rara vez ya hacia adelante.

Sí, me ha fastidiado a menudo que luego me hayan expuesto sus características e interioridades, que me hayan dibujado un retrato de sus personalidades, desviado inevitablemente, o que hayan intentado singularizarme ('Nunca me había pasado esto con ningún hombre'), en parte para halagarme y en parte para salvar su reputación que nadie había puesto en entredicho. Me ha irritado que a partir de ese momento se hayan movido por mi casa, si en ella estábamos, con excesiva familiaridad o soltura y actitud apropiativa ('¿Dónde tienes el café?', por ejemplo, dando por sentado que yo guardaba café y que podían hacérselo ellas directamente; o bien 'Voy al cuarto de baño', en vez de preguntar si pueden ir a él, como habrían hecho un rato antes, aún vestidas o sin todavía ensartarse; una exageración, este verbo). Me ha sublevado que se hayan dispuesto a dormir una noche entera en mi cama sin ni siquiera consultármelo, dando por descontado que quedaban invitadas a demorarse en sus sábanas por haber yacido sobre su colcha un rato o haber apoyado las manos en ella para procurarse equilibrio mientras permanecían de pie, inclinadas, de espaldas a mí, more ferarum, subida la falda, los tacones firmes de los zapatos puestos. Me ha airado que uno o dos días después se presentaran sin avisar en mi casa, para saludar cariñosa y espontáneamente, pero en realidad para repetir con premeditación y asentarse, con la seguridad infundada de que les franquearía el paso y les dedicaría tiempo a cualquier hora y en cualquier circunstancia, estuviese o no atareado, acompañado o no de otras visitas, contento o arrepentido (pero más probablemente olvidado) de haberles permitido poner pie ayer en mi territorio. Deseoso de estar solo o echando de menos a Luisa. Y me ha reventado que me llamaran por teléfono más tarde diciendo 'Hola, soy yo', como si el trato carnal ya pretérito confiriera exclusividad o unicidad, o acentuara la identidad, o garantizara un alto grado de ocupación de mis pensamientos, o me obligara a reconocer una voz de la que acaso -eso con suerte- brotó sólo un gemido, o unos cuantos educadamente.

Pero lo que más me ha enfurecido, a veces, ha sido sentirme en deuda (absurdamente, en estos tiempos) por haberme acostado con ellas. Sin duda un vestigio de mi época de infancia, cuando aún se consideraba que el interés y la insistencia venían del varón siempre y que la mujer cedía, o aún es más, concedía u otorgaba, y era ella la que hacía un regalo valioso o un favor grande. No siempre, pero con demasiada frecuencia, me he juzgado artífice o responsable último de lo habido entre ellas y yo, aunque yo no lo hubiera buscado ni anticipado -si es que no lo he visto venir en la mayoría de las ocasiones, no me lo he maliciado-, y he supuesto que lo lamentarían nada más concluirlo y yo retirarme o hacerme a un lado, o mientras se volvían a vestir o se alisaban la ropa y se la enderezaban (hubo una casada que me solicitó una plancha: hecha un acordeón su ceñida falda, marchaba directamente a una cena de matrimonios muy finos sin poder pasar antes por casa; le presté mi buena plancha y salió muy ufana, su prenda silenciosa y sin huella de sus avatares), o si no más adelante, cuando se quedaran a solas y meditabundas, o rememorativas, mirando la misma luna a la que yo no haría caso, desde sus ventanas sentidas como nupciales de pronto, en la duermevela de la madrugada.

Y así he tenido a menudo el impulso de compensarlas en el instante, mostrándome delicado, paciente o propenso a escucharlas; atendiendo suavemente a sus cuitas o sosteniéndoles su cháchara; velando su desconocido sueño o haciéndoles caricias que no venían a cuento y que a mí no me salían, pero que me sacaba; fraguando enrevesadas excusas para irme de sus casas antes del amanecer, como un vampiro, o para salir de la mía en plena noche y darles así a entender que no podían pernoctar en ella y que debían vestirse y acompañarme abajo y conducir sus coches o coger un taxi (y he pagado de antemano al chófer), en lugar de confesarles que ahora ya no quería seguir viéndolas más, ni oyéndolas, ni respirar adormecido a su lado. Y alguna vez el impulso ha sido de recompensarlas, simbólica y ridículamente, y entonces les he improvisado un regalo o les he preparado un buen desayuno si la hora llegaba y nos encontraba aún juntos, o he accedido a un deseo que estuviera a mi alcance cumplirles y que hubieran expresado no a mí sino al aire, o a una petición sí a mí, pero implícita o no formulada, o lo bastante distanciada en el tiempo para no resultar asociable, o sólo si uno se empeñaba en vincular verbo con carne. No, en cambio, si la petición era explícita y cercana, porque en esos casos no he logrado sustraerme a una desagradable sensación de transacción o de cambalache, que falsificaba el conjunto y lo tornaba sórdido, o de hecho lo suprimía, como si no hubiera sucedido.

Quizá por eso Pérez Nuix me pidió su favor mucho antes, cuando aún no había pasado por mi cabeza que aquella noche pudiéramos acabarla tan cerca, y aun alcanzar la mañana sin habernos desprendido del todo, uno de otro. O bueno, sí había cruzado mi pensamiento, pero no como posibilidad posible sino como improbabilidad hipotética (ocurrencias en la recámara, saber que uno aceptaría lo que en modo alguno va a darse), y la primera vez había sido mientras ella bajaba y subía las cremalleras de sus botas y se secaba con mi toalla, y se le soltaba el punto de una media que degeneró en carrera ancha y larga, y sus muslos se mostraban sin preocuparse y al hacerlo no me excluían. 'Ella no me descarta, no es más que eso', había pensado. 'Nada más, eso es todo, soy yo quien se fija y lo tiene en cuenta. En realidad no es nada.' Y también: 'Y todavía medía un abismo entre el deseo y el no rechazo, entre la afirmación y la incógnita, entre la voluntariedad y la pura ausencia de planteamiento, entre un "Sí" y un "Puede", entre un "Ya" y un "Veremos" o es menos que eso, es un "En fin" o un "Ah bueno" o es ni siquiera pensarlo, un limbo, un hueco, un vacío, no me lo planteo ni se me ocurre ni tan siquiera ha cruzado mi mente'. Para ella yo era aún invisible cuando me pidió el favor, o lo fui toda la noche, y aun por la mañana. Excepto quizá el breve rato de noche en que me puso sobre las mejillas las palmas bien abiertas de sus manos como si me profesara afecto, los dos tumbados y metidos ya en mi cama para dormirnos, las palmas suaves; en que me miró a los ojos y me sonrió y se rió y con delicadeza me cogió la cara, como a veces hacía Luisa cuando su cama era aún la mía y no teníamos todavía sueño, o no el bastante para darnos las buenas noches y la espalda hasta la mañana.

Pero aquel rato vino más tarde. Y, como ocurre casi siempre cuando uno hace más de una pregunta sin pausa, la joven Pérez Nuix empezó por contestar la última. 'Aún no me has pedido el favor del todo, todavía ignoro en qué consiste, exactamente. Y qué particulares son esos, qué particulares particulares', habían sido mis dos preguntas, repitiendo esa expresión de ella, 'particulares particulares'.

– Por extraño que hoy nos resulte, Jaime, con los nervios siempre de punta y el permanente pánico al terrorismo -dijo-, ha habido unos cuantos años, y además recientes aunque nos parezcan lejanos, en los que al MI5 y al MI6, digamos que les faltó trabajo. Desde la caída del Muro de Berlín sus funciones disminuyeron tanto como sus preocupaciones, y los presupuestos de que disponían se derrumbaron, ahora se ha visto que fue una gran imprudencia. Se pasó, por ejemplo, de casi novecientos millones de libras para el MI5 en 1994 a menos de setecientos en el 98. Luego fueron subiendo otra vez, tímidamente y poco a poco, pero hasta los atentados de las Torres Gemelas en 2001, que hicieron dispararse las alarmas, trajeron golpes de pecho y destituciones de cargos intermedios, hubo un periodo de siete u ocho años en el que buena parte de los Servicios de Inteligencia del mundo, y desde luego de los nuestros, se sintió casi inútil y superflua, cómo decir, desocupada, prescindible, ociosa, y lo peor, aburrida. Mucha de la gente dedicada durante décadas a estudiar a la Unión Soviética se encontró, si no en el paro, casi sobrante, con la sensación de haber perdido no sólo el tiempo, sino una gran porción de su vida, que de repente concluía. Con la abrupta sensación de ser pasado. Quienes sabían alemán, búlgaro, húngaro, polaco, checo, dejaron de ser llamados con la frecuencia habitual, y hasta los expertos en ruso perdieron protagonismo y tareas. De pronto había una especie de excedente no reconocido, de pronto personas fundamentales ya no servían, o sólo para asuntos menores. Fue tan deprimente que hasta los jefes se dieron cuenta de lo desmoralizador de la situación, y te aseguro que son siempre los más ciegos, como en todos los trabajos y en todas partes, para advertir los problemas de sus subordinados. Bueno, la verdad es que se percataron los últimos, con increíble tardanza, y tan sólo unos días antes del 11 de septiembre, si mal no recuerdo, la prensa, The Independent creo, sacó la noticia de que el MI5, a través del entonces Director General Sir Stephen Lander, se aprestaba a ofrecer sus servicios de espionaje a las grandes empresas del país, como British Telecom, Allied Domecq, Cadbury Schweppes y otras, a las que podía proporcionar información muy útil sobre sus competidores extranjeros. Al parecer fue la agencia la que se ofreció a las compañías, y no a la inversa, en el curso de un seminario celebrado en su sede ahí en Millbank, al que fueron invitados, por primera vez en la historia si no me equivoco, representantes de la industria y de las finanzas, tanto del sector público como sobre todo del privado. La coartada era que resultaba tan patriótico y vital ayudar a la economía británica y hacerla más competitiva en el mundo, así como resguardar a nuestras grandes firmas de los espías ajenos que sin duda existen, como proteger a la nación de los peligros y amenazas contra su seguridad, interiores y exteriores, políticos, bélicos y terroristas. La idea era, de hecho, comercializar las actividades del SIS -recordé las siglas, se las había oído a Tupra o a Wheeler: Secret Intelligence Service, a ella le salieron en inglés aunque habláramos en español, s, i, s, o es, ai, es, a nuestros oídos- y conseguir lucrativos contratos que equivalían a privatizar parcialmente la agencia, obtener de inmediato grandes beneficios y rescatar del hastío a buen número de ociosos y de deprimidos, destinándolos al servicio más o menos directo de las empresas. Y eso, claro está, implicaba el riesgo seguro de repartir sus fidelidades. Lander lo negó todo tajantemente a través de un portavoz, quien aseguró que ofrecerse a espiar para compañías privadas a cambio de remuneraciones excedía las competencias del MI5 y que semejante propuesta sería ilegal. Admitió que el MI5 ya montaba, desde hacía tiempo, operaciones con vistas a descubrir la presencia de espías extranjeros en nuestras compañías, y que asesoraba, gratuita y principalmente, a las industrias de defensa y nuevas tecnologías cuando se disponían a firmar contratos importantes o ante sospechas de fraude informático. Pero aseveró que la controvertida ponencia de Lander durante aquel seminario, cuyo tema había sido Trabajo secreto en una sociedad abierta, había versado tan sólo sobre la amenaza creciente de los hackers, y que, sin cargo alguno, habían aconsejado a las empresas públicas y privadas acerca de los mejores métodos para precaverse de ellos y combatir el pirateo informático. Varios de los invitados, sin embargo, reconocieron bajo anonimato que la iniciativa de Lander había sido otra, y que les había prometido beneficiarlos en sus negocios con información privilegiada y constante sobre compañías e individuos, si ellos se lo 'pedían'.

La joven Pérez Nuix hizo un alto y ahora sí me aceptó alguna bebida, se le estaría secando la boca con su parlamento, boca de atractivos labios firmes y encarnados, labios de Sigrid o de tebeo, uno mira siempre los de quien le habla seguido, los alumnos los de los profesores, los oyentes los de los conferenciantes, los auditorios los de los intérpretes, los espectadores los de los locutores y los políticos (éstos salen tan mal parados). Me levanté, fui a la cocina, y desde allí (no mucha distancia, era mediano mi apartamento) le voceé lo que había en casa, solamente Coca-Cola, cerveza, vino y agua, un mal anfitrión porque en Londres no tenía apenas costumbre de serlo, casi todas las personas que venían a verme, muy pocas, venían nada más que a eso, a estar brevemente ocupadas conmigo. También le ofrecí café y leche, o café con leche si le apetecía algo caliente, me contestó que vino si lo había blanco y estaba frío. Recordé que también guardaba seis botellas intactas de Sangre y Trabajadero, que me había enviado un antiguo y amable amigo de Cádiz, pero me daba pereza ponerme a abrir a aquellas horas una caja claveteada.

– Aquí tienes. Para mi gusto está frío, no sé para el tuyo -le dije, depositando ante sus rodillas, sobre sendos posavasos (soy un hombre de limpieza) la botella de un Ruländer que descorché allí mismo (entiendo poco de vinos) y una copa no del todo adecuada, que me permitió llenarle hasta casi el borde. 'Como lo beba por sed, pronto va a emborracharse', pensé al ver que nunca alzaba en horizontal la mano, para interrumpirme. La carrera de la media le crecía siempre, cada vez que hacía un movimiento, por pequeño o delicado que fuese, o cruzaba las piernas, y las cruzaba y descruzaba a menudo, con el consiguiente retroceso de la falda, mínimo en cada cruce pero más subida paulatinamente la falda (hasta que de un tirón se la bajase). Seguía sin percatarse del estropicio en marcha, cuando tal vez ya le tocaba. Dentro de lo que son las carreras, no le sentaba mal a su pierna, aunque parecía destinada a convertirle en andrajos las medias si nuestra conversación duraba lo bastante, y ella ya había olvidado enteramente su anuncio de 'un momentito', y quizá yo también, en parte. Me di cuenta de que, tras la estrañeza y el sentimiento de provisionalidad iniciales, me agradaba tener visita larga, y además con perro a los pies, si se están quietos hacen que uno se sienta más apacible, y aun acomodado. El animal, en apariencia ya mucho más seco, seguía adormilándose con un ojo abierto, echado cerca de su dueña. ('Sleep with one eye open, when you slumber', canturreo y cito a veces para mis adentros.) Se lo veía bondadoso e ingenuo y recto, lo contrario de un chistoso y de un vivales.

– ¿Tú no te sirves? -me preguntó Pérez Nuix-. No me digas que no me acompañas. Qué bochorno, beber yo sola. -Y lo superó al instante, porque dejó vacía la copa de un solo trago como si fuera Lord Rymer la Frasca en sus momentos más ávidos. Tenía sed, sin duda, era normal tras la caminata bajo la lluvia, lo raro era que no me hubiera pedido algo antes. Volví a llenársela, no tan alta.

– Luego, dentro de unos minutos me sirvo -le contesté-. Continúa. -Y para que aquello no sonara a orden, me incliné y acaricié otra vez al perro en la cabeza y el lomo, huesos menudos. Ahora ya ni siquiera irguió el cuello, se habría acostumbrado a mi presencia y no me hizo maldito el caso, era muy digno aquel pointer. Pero todo el mundo cree suavizarse si muestra afecto a los animales, y con mi maniobra yo busqué ese efecto. (Si hay algo que no soporto es a esos escritores, hay cientos, que se fotografían con sus perros o gatos para dar una imagen afable, cuando solamente la dan afectada y cursi.) Aproveché mi inclinación amistosa para mirarle a la joven Pérez Nuix los muslos a su altura y con detenimiento, no negaré que me iban llamando. Supongo que ella fingió no darse cuenta, no se los cubrió ni los apartó un milímetro. Ahora sí me sentí tan pueril como De la Garza, pero la admiración sexual previa al sexo es pueril siempre, qué puede hacerse.

– Esas medidas no sé en qué quedaron, posiblemente fueron adelante, pero bajo cuerda y con menos énfasis del previsto -prosiguió entonces ella, tras soplarse también, sin pausa, la mitad del vino de la copa segunda: esperaba que no se le pusiera la lengua gorda-. Porque poco después vino el 11 de septiembre y a partir de aquel día nadie volvió a ser enteramente superfluo. Pero esas medidas, sobre todo, si eran ciertas, llegaban demasiado tarde y no eran originales, sino la oficialización de lo que ya venía ocurriendo desde hacía años sin intervención ni casi conocimiento de los altos mandos, o bueno, conocimiento lo había a medias, pero acompañado de pasividad, vista gorda, algo de curiosidad y manga ancha. Los agentes más desocupados, una vez superado el prolongado periodo de desconcierto tras la caída del Muro, se habían ido procurando sus clientes externos, ocasionales o no, cada uno dentro de sus respectivos ámbitos y posibilidades. Unos pocos arrumbados incluso renunciaron, los que pudieron se dieron de baja (según la responsabilidad adquirida eso aquí no es fácil, a veces ni es factible). Pero la mayoría no lo logró o simplemente no lo quiso, y sin embargo empezaron a trabajar aquí y allá desde dentro, y a servir, por tanto, a diferentes amos. Ofrecieron sus habilidades al mejor postor o aceptaron los encargos mejor pagados. ¿Y qué clase de personas o de entidades particulares tenían o tienen interés en contratar a agentes? Sí, a algunos les cayeron tareas propias de detectives, comprobar una infidelidad, investigar desfalcos o malversaciones, cobrar deudas a morosos; o de guardaespaldas, proteger a figuras del espectáculo o a potentados en actos públicos, cosas así. Otros echaron una mano o las dos a aquellos de sus excompañeros convertidos en mercenarios, de éstos ha habido unos cuantos, no les falta actividad en África. Pero el círculo de encargos se fue ampliando, con el tiempo los agentes de campo rasos se los propusieron y luego se los proporcionaron a los cargos intermedios, y me imagino que para el 2001 éstos habían convencido a los altos mandos de las ventajas de trabajar no sólo para el Estado. Lo cierto es que durante esos siete u ocho años, durante aquel largo intervalo sin principal enemigo, se creó una red paralela de clientes diversos, de todo tipo. Más de una vez, seguramente, miembros del MI5 y del MI6, ignorándolo o sabiéndolo, o no queriéndolo saber pero intuyéndolo, habrán prestado servicios a delincuentes, o incluso al crimen organizado, o quizá a Gobiernos extranjeros al final de la cadena, en la remota sombra. Puede ser, nadie lo sabe ni va a averiguarlo, a estas alturas nada es muy nítido y todo está muy mezclado. Uno se acostumbra a no preguntar a quienes lo recompensan, y además casi todo se tramita y se ventila a través de intermediarios y de testaferros. Si uno tuviera que llevar a cabo una investigación previa para saber quién está detrás de cada encomienda, no se acabaría ni se empezaría nunca, y el negocio no valdría la pena.

La joven Pérez Nuix se detuvo y dio cuenta de la segunda mitad de su copa segunda. Dudé, pero por cortesía hice un ademán mínimo de volver a llenársela, sin llegar a tocar la botella. Hasta ahora no le había notado ningún titubeo ni dificultad en el habla, pero si continuaba a aquel ritmo podrían aparecerle en cualquier instante, o la incoherencia, o la somnolencia, y yo ya quería oírlo todo. De nada de eso había indicios, debía de estar habituada al vino. Hasta su vocabulario era escogido y preciso, de persona leída, no se me había escapado su utilización de vocablos no demasiado frecuentes, 'arrumbados', 'encomienda', 'rasos'. Tal vez era, pese a su ascendencia paterna, como esos ingleses que han aprendido mi lengua más en los libros que hablándola, y su español resulta libresco. Así que me levanté y le anuncié, antes de que ella pudiera decir 'Sí' o 'No' a mi amago de gesto interrogativo:

– Voy por una copa para mí, ahora ya sí me apetece. -Y a continuación me permití la advertencia, o la reserva-: No sé si a ti te convendría una tercera, en tan poco tiempo. Eso sería beber como una inglesa, no como una española. Traeré algo de picar, en todo caso.

Cuando regresé con mi copa y unas aceitunas y unas patatas fritas de bolsa en sendos cuencos, la pillé inspeccionándose la carrera. Desde el pasillo, antes de entrar, casi oculto a ella-me detuve y la espié unos segundos: uno, dos, tres; y cuatro-, la vi mirándosela y pasándole un índice con cuidado (acaso un índice ensalivado, o acaso con una gota de esmalte de uñas, como se ponían antiguamente las mujeres en el punto suelto para frenar el corrimiento, a ver si la media les aguantaba aparente al menos hasta volver a casa; aunque para frenar nada era ya tarde). Cuando volvió a tenerme delante, cruzada ella de brazos y también de piernas, no hizo referencia alguna al desperfecto indumentario, lo cual era extraño: habría sido el momento para sorprenderse, lamentarse y hasta disculparse si hubiera querido, por el aspecto teóricamente tirado que la raya le confería, a mí no me desagradaba ni me producía mal efecto, y aun me entretenía, observar con discreción su avance. Me pregunté cuánto más tiempo mantendría la ficción de no haberse enterado, y por qué la mantenía, aquello era ya indisimulable. Y entonces me vino por primera vez aquella noche -y por primera vez nunca- la idea de que no era sólo que no me descartase, sino que, sin palabras y sin rozarme, sin ni siquiera mirarme -o me miraba sólo de frente al hablarme, como si allí no hubiera más mirar que el del habla explicativa y neutra-, me estaba diciendo que podía suceder lo que sucedió finalmente, bastante más tarde y cuando no era de esperar, pese a la cercanía insistente de los dos en mi cama, que no era tan amplia: la abertura de la seda o nylon como símil y como promesa o anuncio, sus progresivas longitud y ensanchamiento, el no suprimirla ni ponerle remedio yendo al cuarto de baño a quitarse la prenda o incluso a cambiársela (conozco a mujeres que llevan siempre en el bolso un par de repuesto, y Luisa es una de ellas), el dejar la carrera ir creciendo e ir desnudando mayor superficie de muslo y pronto, posiblemente, alguna de la parte anterior de la pantorrilla, que nunca he sabido cómo se llama o si tiene nombre, quizá es garrón, quizá canilla, no le sienta bien ninguno; aunque esa zona la cubrían las botas, que sin embargo también se habían abierto fugazmente antes, por sus cremalleras, nada más llegar su dueña empapada y sentarse; sí, la carrera en la media como cremallera sin dientes, incivilizada y autónoma e incontrolable, con el elemento salvaje de lo que en realidad se rasga, sólo que este era un rasgado en el que no intervenía mi mano ni la de nadie, la tela se separaba sola y aun así quedaba pegada a la pierna, cubriendo y descubriendo al tiempo y marcando el contraste, avanzando en ambas direcciones la carne sin velo, hacia abajo y hacia arriba, hacia la rodilla suave y hacia el muslo alto, y casi todos los varones sabemos lo que se encierra o se abre al final de un muslo femenino alto. (Yo lo distinguiría sin querer más adelante -un pico oscuro- en el lavabo de mujeres de una discoteca, donde se me diría con desparpajo: 'You come and see' o 'Ven tú a verlo'.)

Me sentí algo avergonzado, casi violento, al darme cuenta de que se me estaban ocurriendo estos pensamientos, al pensar en ellos. Eran del todo inadecuados, me habían asaltado por relativa sorpresa, y lo malo es que una vez que una idea nos entra en la mente es imposible no haberla tenido y resulta muy arduo expulsarla o borrarla, lo mismo da cuál sea: quien concibe una venganza es muy probable que intente cumplirla, y si no puede por pusilanimidad, o por su vasallaje, o ha de esperar largo tiempo por las circunstancias, entonces lo más seguro es que viva ya con ella y que le amargue las duermevelas con su latido nocturno; si aparece una animadversión contra alguien, será extraño que no se traduzca en maquinaciones y difamaciones y actos de mala fe, de los que procuran daño, o que se queden ahí acechantes, en la retaguardia, exhalando inquina para el dilatado mañana; si surge la tentación de una conquista amorosa, lo normal será que el conquistador se ponga manos a la obra, con infinitas paciencia y urdimbre si le hacen falta, o que, si no se atreve, tampoco pueda desechar el proyecto hasta el lejano día en que se aburra de las inconcreciones y de su actividad sólo teórica o futuriza, es decir, imaginaria, y se le disipe la condensación que oprime sus despertares brumosos; si lo que se abre camino es la posibilidad de matar a alguien -o de mandarlo matar, es más frecuente-, será fácil que uno acabe averiguando al menos las tarifas de los sicarios, y se diga que estarán siempre ahí, y si no sus hijos, para recurrir a ellos cuando se venzan las vacilaciones y el anticipado remordimiento; y si se trata de un deseo sexual repentino, tan inesperado como los de los sueños, tan involuntario acaso, será difícil no sentirlo ya a cada instante, mientras no se satisfaga y quien lo enciende aún se nos muestre, aunque no se esté dispuesto a dar ningún paso para lograrlo ni lo vea uno factible en hora alguna de su existencia, la que nos queda por delante. La que nos queda por detrás ya no cuenta, para los anhelos ni las fantasías, y ni siquiera para la codicia. Ni para el lamento. Sí en cambio para las especulaciones.

Al recordar esto en casa de Tupra, en su confortable salón que invitaba a una confianza rayana en el apaciguamiento, me pregunté si no habría espiado la carrera y los muslos de Pérez Nuix aquella noche con los mismos ojos aprensivos y descontrolados de Sofía Loren hacia el busto blanco de Jayne Mansfield flotando sobre el mantel de un restaurante, sólo que con admiración y deseo en vez de con envidia y suspicacia. En ese caso ella lo habría notado, y además desde muy pronto (miradas así alertan al observado). Me serví mi copa y la joven me arrimó un poco la suya, no podía no llenársela sin resultar por ello paternalista o tacaño en vino, y cuan feas ambas cosas; así que dio comienzo a su tercera en seguida, sólo un sorbo moderado, al menos se comió un par de aceitunas y una patata. Juzgué que mi pensamiento había sido vanidoso e idiota, pero tuve el convencimiento de que había sido asimismo acertado, a veces también se acierta con lo idiota. 'Puede ser', pensé, 'puede que deje extenderse libremente su roto para señalarme un camino de improvisada lujuria y guiarme, pero cuidado: va a pedirme un favor, aún no lo ha hecho en detalle, seguimos en la fase en que no le es dado contrariarme y en la que ofrecerme algo le parecerá aconsejable, quién sabe si aun entregármelo aunque no haya habido exigencia mía al respecto ni insinuación tampoco, y que durará como mínimo hasta que yo responda "Sí" o "No", o incluso "Veré qué puedo hacer, veré de hacerlo", o "Esto otro querré a cambio". Y sería natural que esta fase se prolongara aún más tiempo, durante varios días, hasta que yo hubiera cumplido de veras, con irreversibles palabras o hechos, más allá de la promesa o anuncio o de la posibilidad entreabierta de un "Déjame reflexionar" o un "Ya veremos" o un "Depende". Pero ella no me ha formulado su petición todavía, no del todo, y a mí, por lo tanto, no me ha llegado el turno de pronunciarme, de conceder ni negar, de dar largas, de hacerme de rogar ni de mostrarme ambiguo.'

– Sea como sea -continuó entonces la joven, en la mano otro de mis cigarrillos Karelias del Peloponeso-, una vez ampliado un campo es muy difícil volver a acotarlo, sobre todo si no existe verdadera voluntad de hacerlo. Qué me quieres que diga. -Sí, Pérez Nuix hablaba muy bien las dos lenguas ('acotar' no es tan frecuente), pero de tarde en tarde se le escapaban anglicismos raros al utilizar la mía, o la de ambos-. Uno abre una rendija, y si fuera hay un vendaval, luego no hay manera de cerrarla. Lo que crece no está dispuesto a disminuir, sino a expandirse, y casi nadie renuncia a los ingresos que está en su mano ganar, aun menos si ya ha probado a ganarlos y está acostumbrado a ellos. Los agentes de campo fueron pioneros en aceptar encargos externos durante la etapa de vacío de actividades, llamémosla así aunque no es muy exacto, y no te creas que ni siquiera ahora, cuando todo ha vuelto al rendimiento pleno, se los recompensa con salarios muy altos, la mayoría no cobra más que tú o que yo, y eso es poco, o así lo sienten, para los riesgos que corren a veces y el tiempo que emplean en averiguar un dato nimio. Muchos tienen familias, muchos contraen deudas, se pasan largas temporadas de viaje y no todo es a cuenta ajena. Se les pide que justifiquen sus gastos, y hay ocasiones en que no es posible: cómo va a firmarte un recibo alguien a quien sobornas, o a quien pagas por un soplo, los delatores, los confidentes, los topos, o a quien te hace cualquier chapuza o te cubre o te esconde, no digamos los matones que se contratan sobre la marcha para salir de un aprieto o quitar obstáculos de en medio, o aquel a quien compras para que te perdone la vida, el único medio puede ser superar la cantidad ofrecida por el que le encargó matarte, una especie de subasta. Cómo te van a presentar facturas. La burocracia financiera es irracional, contraproducente, absurda, no ayuda nada, es un fardo, y entre esos agentes cunde siempre el descontento, tienen la sensación de que hacen más de lo que se les reconoce, de que se ensucian las manos y a menudo llevan una vida perra por proteger a una sociedad que ignora no sólo sus sacrificios y sus valentías y sus salvajadas ocasionales, sino, por definición o principio, hasta sus nombres. Los ignora hasta cuando mueren en acto de servicio, está prohibido revelarlos, ya sabes, así lleven décadas criando malvas. Es gente que se deprime y que se pregunta a diario por qué está metida en esto. No son individuos abnegados o meramente patrióticos, a los que les basta saber que hacen el máximo por su país sin que se entere nadie, ni sus amistades ni sus vecinos ni siquiera sus familias, las más de las veces. Eso es de otra época, o de las edades ingenuas que se dejan atrás pronto. Quizá algunos fueron así al comienzo, cuando se enrolaron; pero te aseguro que esa satisfacción íntima no dura, llega un día en que todo el mundo ansia prosperar y necesita el agradecimiento, la palmada en la espalda, el halago, ver mencionados su nombre y sus méritos, sólo sea en un comunicado interno de la empresa para la que trabaja. Y ya que eso no lo hay, quieren dinero al menos, holgura, algún lujo, vivir bien cuando libran, dar lo mejor a sus hijos, hacer buenos regalos a sus mujeres o a sus maridos, costearse amantes y lograr que no los abandonen, si uno no está muy disponible ha de poder compensarlo y las compensaciones cuestan pasta, divertirse es caro, complacer es caro, presumir es caro, gustar es caro. Quieren lo que todo el mundo en un mundo en el que ya no hay disciplina, y así no miran demasiado de quiénes vienen las tareas extra. Y como los jefes tampoco desean que se les pongan en contra esos agentes de los que dependen, pasan por alto estas misiones ajenas, cuando llegan a su conocimiento, y luego algunos acaban por transitar la misma senda. ¿Por qué crees que tú y yo cobramos tanto, comparativamente? Es poco para un agente de campo, que puede estar ausente largo tiempo, sufrir ciertas penalidades o incluso jugarse el cuello, y que a lo mejor, en un caso extremo, ha de decidir si se lo rebana a otro hombre. Pero es mucho para lo que hacemos y para dónde y cómo lo hacemos, con horarios no muy rígidos y sin ningún peligro, con comodidad considerable, un cristal por medio y sin deslomarnos. -Volví a pensar que su léxico era abundante para lo que se gasta en España, sin duda de persona leída de literatura elevada, no como la rebajada de ahora, cualquier ignorante publica una novela y se la ensalzan: mis actuales compatriotas apenas si sabrían utilizar 'cundir', 'holgura', 'transitar', 'deslomarse'. Nunca había oído a Pérez Nuix hablar tanto ni tan seguido, era como si estuviera conociéndola de nuevo, una segunda impresión tan novedosa como la primera. Se detuvo un instante, bebió otro sorbo parco y concluyó-: ¿Cómo te figuras que vive tan bien Bertie y que tiene tanto? Claro que trabajamos todos para particulares particulares, de vez en cuando, sabiéndolo o no sabiéndolo, puede que con más frecuencia de la que creemos, ya te he dicho que en realidad no nos incumbe, cuando recibimos órdenes. Y además, ¿por qué no habríamos de hacerlo, por qué no aprovechar nuestras habilidades? Da lo mismo, Jaime, viene sucediendo a todos los niveles desde hace años y no importa gran cosa. No te quepa duda de que nada esencial cambia por ello, ni aumenta la inseguridad de los ciudadanos. Al contrario. Quizá al contrario. Cuantas más teclas toquemos, en más terrenos tendremos mano, en más los protegeremos.

Me quedé callado un momento, no pude evitar echar un vistazo más, subrepticio, lorenesco, hacia la carrera que seguía su curso. No faltaba mucho para que las medias no se sujetaran, me pareció, y entonces tendría que quitárselas, qué pasaría.

– James Bond se supone que es un agente de campo, ¿no? -dije inesperadamente, para ella al menos, porque se rió sin querer, con sorpresa, y contestó en medio de la risa breve:

– Sí, claro. ¿Y eso a qué viene?

– No sé, pero gasta un huevo, y nunca me ha parecido que le planteen problemas de presupuesto.


La joven Pérez Nuix volvió a reírse, y quizá no sólo por cortesía, sino porque mi broma fácil le había hecho auténtica gracia. Fuera por el vino o por sus crecientes comodidad y confianza, las carcajadas, noté, le brotaban sin afectación y sin escatimarlas, asimismo como a Luisa cuando estaba de buen humor o desprevenida. No era una faceta para mí del todo nueva, se la había visto en el edificio sin nombre y en alguna salida nocturna con Tupra y los otros, pero en el trabajo los rasgos o características se aparecen amortiguados: se contienen los enfados y se aplazan las diversiones, allí carecen de margen y se les da poco tiempo. La risa también contribuía al destrozo de la prenda herida.

– Ten en cuenta -me respondió- que los agentes de la vida real nunca han contado con la fortuna de Fleming ni con el respaldo de los Broccoli. Sin ellos todo es más arduo, más tacaño y más prosaico.

Lo dijo como si yo debiera saber quiénes eran estos últimos, de nombre algo chistoso si es que era un nombre ('broccoli, en italiano, significa lo que parece, es decir, 'brécoles', y la cosa no mejora en sentido figurado, el equivalente más exacto sería tal vez 'tarugos'). Y lo cierto es que lo ignoraba.

– No sé quiénes son esos -confesé sin hacerme el listo. Serían conocidos en Inglaterra, pese al evidente origen, pero yo no tenía ni idea.

– Durante décadas Albert Broccoli fue el productor de las películas de Bond, junto con otro tipo llamado Saltzman. En las más recientes aparecen en su lugar una tal Barbara Broccoli y un tal Tom Pevsner. Supongo que ella será la hija y que él habrá muerto, me suena haber visto un obituario hace unos años. Esa familia debió de amasar gran dinero, las películas existen desde 1962, qué te parece, y todavía se hacen, creo, desde luego yo procuro verlas si me entero.

'Tengo que preguntarle a Peter', pensé, 'antes de que se me muera', y me extrañó que se me representase ese temor y se me ocurriera esa idea: pese a su edad provecta nunca me imaginaba el mundo sin él, o a él sin el mundo. No era de esos viejos que llevan su desaparición ya pintada en el rostro, o en la dicción, o en los andares. Al contrario. El joven que había sido, y el hombre adulto, seguían tan presentes en él que parecía imposible que dejaran de existir a la vez todos, tan sólo por una cuestión de absurdo tiempo acumulado, no tiene el menor sentido que sea el tiempo el que determine y dicte, más fuerte que las voluntades. O acaso, como había dicho su hermano Toby Rylands hacía muchísimos años, 'Cuando uno está enfermo, como cuando uno es viejo o está perturbado, se hacen las cosas a partes iguales con voluntad propia y con voluntad ajena. Lo que no siempre se sabe es a quién pertenece la parte de la voluntad que ya no es nuestra. ¿A la enfermedad, a los médicos, a los medicamentos, a la perturbación, a los años, a los tiempos pasados? ¿Al que ya no somos… que se la llevó consigo?'. 'A nuestro rostro ayer', podía haber añadido; 'ese lo tendremos siempre mientras se nos recuerde o algún curioso se detenga ante nuestras fotografías, y en cambio llegará un mañana en el que todo rostro será calavera o cenizas, y entonces resultarán indiferentes y nos pareceremos todos, nosotros y nuestros enemigos, los más queridos y los más odiados.' Sí, tenía que preguntarle a Wheeler por aquellas dedicatorias del afortunado y desventurado Ian Fleming, que había tenido gran éxito pero escasos años para disfrutarlo, por qué se habían conocido y hasta qué punto, '… who may know better. Salud!’, en 1957 le había puesto eso Fleming en su ejemplar. Desde que había empezado a trabajar con Tupra disponía de menos tiempo para ir a Oxford a verlo, o quizá era que antes me sobraba, y me pesaba más el ánimo, y llenaba el uno y levantaba algo el otro así, con mis visitas. No dejábamos pasar dos semanas, con todo, sin hablar por teléfono un rato. El me preguntaba cómo me iba con mi nuevo jefe y mis compañeros y en mi nuevo e impreciso oficio, pero sin exigirme detalles ni indagar en los actuales asuntos del grupo, esto es, en las traducciones de personas ni en las interpretaciones de vidas. Tal vez sabía mejor que nadie lo fundamental que era mi reserva, o quizá no necesitaba inquirir, mantenía hilo directo con Tupra y estaba al cabo de la calle de mis principales actividades, de mis progresos o mis retrocesos. A veces creía percibir en él, sin embargo, cierta voluntad de no inmiscuirse, de no sonsacarme y hasta de no oírme si iniciaba yo algún relato relacionado con mis tareas, como si no quisiera saber, o estar fuera le diera envidia -era posible, mientras alguien como yo estaba dentro, un extranjero al fin, un advenedizo-, o se sintiera algo dolido por haber perdido mi frecuentación en parte y haber propiciado él esa pérdida con sus oficios de intermediario, sus intrigas y sus influencias. No llegaba nunca a notarle un dejo de despecho, ni de sarcasmo hacia sí mismo, ni de resquemor por mi alejamiento, pero sí algo parecido a la mezcla de pesar y orgullo, o de arrepentimiento amordazado y satisfacción ahogada, que asalta a ratos a los protectores cuando se les emancipan los protegidos, o a los maestros cuando se ven desbordados por los discípulos en audacia, talento o fama, aunque unos y otros finjan que eso jamás ha ocurrido ni va a ocurrir mientras vivan.

Por quien más se interesaba era por Pérez Nuix, dentro de su general distanciamiento de aquel grupo al que él había pertenecido en otros tiempos, tan remotos y tan distintos. No estaba seguro de si por lo mucho que le había oído hablar a Tupra de sus cualidades ('Esa chica medio española tan competente que tiene', así se había referido a ella Wheeler cuando yo aún no la conocía, 'nunca logro recordar cómo se llama, dice que será la mejor de todos si se las apaña para retenerla.' Y había añadido como si se acordara de otra: 'Esa es una de las dificultades, la mayoría se harta y abandona pronto') o porque en algún momento pensaba que yo podría vincularme a la joven y así salir de mi aturdimiento sentimental y de mis ocasionales tumbos sexuales, mucho más infrecuentes de lo que él suponía, los ancianos tienden a creer promiscuos -quiero decir con éxito, efectivos- a cuantos ellos juzgan en la edad viril y por lo tanto todavía jóvenes. Wheeler veía que pasaban los meses y que la situación con Luisa no se arreglaba, como él habría preferido -ni siquiera había coletazos; ni un vaivén, aunque fuera de los que dejan las puertas más cerradas que antes; pero al menos hay una leve zozobra, mientras se entreabren-, de modo que desde su distancia, a tientas si es que no a ciegas, con un poco de ingenuidad y respetuoso paternalismo, ejercía de casamentero, tenuemente, cuando un nombre femenino aparecía en nuestras conversaciones, y el de Patricia Pérez Nuix era por fuerza el más persistente y duradero.

'¿Qué tal te llevas personalmente con ella? ¿Hay algo de compañerismo entre vosotros?', me preguntó en una ocasión. 'En contra de lo que se cree, lo mejor que puede tenerse con el otro sexo es compañerismo, es lo más eficaz para las conquistas y también lo que lleva más lejos.' En otra indagó sobre sus aptitudes: '¿Te interesa su charla, su visión de las cosas, los elementos en que se fija? ¿Es tan buena como asegura Tupra? ¿Te lo pasas bien con ella?'. Y en una tercera fue aún más directo o más curioso: '¿Es guapa esa chica? Más allá de su juventud, me refiero. ¿A ti te atrae?'.

Y yo le había contestado cada vez, sin alacridad pero con deferencia: 'Sí lo hay, incipiente, quiero decir que podría haberlo. Pero aún es pronto para eso, no nos hemos encontrado en situación inequívoca de ayudarnos, de sacarnos el uno al otro de un apuro o de un dilema, son esas cosas las que crean el compañerismo. O la mucha costumbre, el tiempo que ya no se advierte'. Y luego: 'Sí es buena, ve mucho y afina; matiza, aunque sin fiorituras, no se recrea ni exhibe; sí resulta entretenida, cuando me toca interpretar junto a ella no suelo irritarme ni aburrirme, siempre la escucho de buen grado y sin esforzarme'. Y más adelante: 'Sí, es bastante guapa, sin exagerar. Pero tiene humor, es carnal y no se guarda la risa, lo más atrayente de las mujeres, tantas veces. Más que atraerme hasta el punto de tomarme molestias que ya no suelo tomarme, de dar un paso por ese rumbo, digamos que no le haría ningún asco si se me presentara la oportunidad de balde'. Recuerdo que recurrí al español para toda esta frase, no hay rival para 'no hacer ascos' en otras lenguas, y añadí: 'No es más que una hipótesis: no se me ocurre, ni me lo planteo. Estaría fuera de lugar, es mucho más joven que yo. En teoría yo no podría aspirar a ella'.

Wheeler me respondió con sincera extrañeza:

'¿Ah no? ¿Desde cuándo te pones límites? ¿Desde cuándo trabas? Si no me equivoco, eres más joven que Tupra, y, por lo que yo sé, él aún no se los pone, ni en ese ni en ningún otro campo.'

Podía estar hablando en general o haciendo una referencia concreta a la liaison entre él y Pérez Nuix de cuya pasada existencia tenía yo tantas sospechas. Fue un dato más a favor de ellas.

'No todos somos iguales, Peter', le contesté. 'Y cuanto más mayores los hombres, más nos diferenciamos, ¿no? Usted debería saberlo. Tupra y yo somos muy distintos. Seguramente lo fuimos siempre, desde nuestras respectivas infancias.'

Pero él no me hizo caso, o se lo tomó a broma.

'Oh vamos vamos. No lograrás hacerme creer que te has vuelto tímido a estas alturas, Jacobo. O que te ha entrado complejo de edad y has desarrollado esa clase de escrúpulos. ¿Qué importan diez años más, o veinte? Cuando la gente es adulta, lo es ya para siempre, y se iguala todo muy rápido a partir de entonces. Es algo sin vuelta atrás, por fortuna, aunque haya algunas personas que nunca llegan a serlo, ni en el aspecto vital ni en el intelectual, cada vez hay más de esas y son una peste, yo no las aguanto, están llenas las tiendas, los hoteles y las oficinas, y hasta los hospitales y los bancos. Es algo deliberado, provocado por nuestras sociedades. Aunque no entiendo por qué, les va bien crear irresponsables. No sé cómo te lo explicas. Es como si les conviniera crear inválidos. ¿Cuántos años tiene esa chica tan lista?'

'No más de veintisiete, supongo. Tampoco muchos menos.'

'Bah. Es una mujer hecha y derecha, habrá ya cruzado lo que Joseph Conrad llamaba la línea de sombra, o estará a punto de hacerlo. Ya sabes, la edad en que la vida se encarga de uno, si es que no se ha hecho cargo de ella uno antes. La línea que separa lo cerrado de lo abierto, la página escrita de la página en blanco: allí donde empiezan a agotarse las posibilidades, porque las que uno descarta se van volviendo irrecuperables, y están más perdidas cada día que uno cumple. Cada fecha de penumbra; o de memoria, que es lo mismo.'

'Eso sería en tiempos de Conrad, Peter. Ahora, a los veintisiete, la mayoría de la gente se sigue sintiendo sin estrenar, cómo decir, con todas las puertas de par en par y la vida de verdad aún no iniciada, esperando eternamente. Se sale a edad más tardía, de esa escuela de los irresponsables. Y como acaba usted de decir: cuando se sale.'

'Sea como sea. La tuya le será indiferente a esa muchacha, si le interesas o te ve la gracia. Si tiene tanto ojo como decís, no se habrá dormido en la pubertad ni en la infancia, no se habrá enquistado, sino que estará plenamente incorporada al mundo, en su momento se subiría a él con prisa, quizá obligada por sus circunstancias. Y no será de las que se divierten con hombres muy jóvenes, si tanto acierta. Le resultarán transparentes, en exceso descifrables, con las tapas cerradas se conocerá ya todo el cuento.' Wheeler hizo una pausa larga, de las que anunciaban su cansancio de hablar, por teléfono se fatigaba pronto, a la mano del viejo le pesa hasta el auricular, a su brazo le cuesta mantenerlo en alto. Antes de despedirse añadió: Tupra y tú no sois tan distintos, Jacobo. Lo sois. Pero no tanto como tú te crees, o como quisieras. Y deberías estar menos solo ahí en Londres, te lo tengo dicho, aunque ahora estés más distraído y más ocupado. No es lo mismo'.

Allí la tenía yo ahora, a la chica tan lista, y guapa sin exagerar, en mi casa, de noche, en mi sofá, con su perro, su media abierta, para pedirme un favor, bebiendo demasiado vino, y fuera se veía la lluvia aposentada, cómoda, tan sostenida y fuerte que parecía iluminar ella sola la noche con sus hileras continuas como varas flexibles metálicas o como lanzas interminables, era como si excluyera para siempre el raso y descartara todo otro tiempo futuro en el cielo y no permitiera ni concebir su ausencia, al igual que los abrazos cuando se dan con sentimiento y ganas y la repugnancia cuando es repugnancia lo único que ya existe entre los mismos dos que se abrazaron antes; lo uno antes y después lo otro, casi siempre van las cosas en ese orden, no en el inverso. Allí estaba la joven Pérez Nuix hablándome, probablemente ya la mejor sin aguardar a que pasara más tiempo, la que más afinaba y la más dotada de nuestro grupo en el edificio sin nombre, la que más arriesgaba y quien más profundo veía de nosotros cinco, más que Tupra y más que yo y mucho más que Mulryan y Rendel, me pregunté si adivinaría o sabría cuáles iban a ser mis reacciones y mi respuesta cuando por fin me pidiera a las claras lo que había venido a pedirme tras su caminata, mojada bajo el paraguas. Y pensé que sin duda habría hecho sus mediciones, sus cálculos y sus pronósticos, y que seguramente sabría lo que yo aún ignoraba sobre mí mismo -quizá tenía su presciencia-; yo debía ir con pies de plomo y apartarme de sus previsiones, o a propósito contravenirlas, pero eso era difícil, porque también era capaz de prever cuándo y en qué yo me apartaría, intencionada y previsoramente, de sus previsiones por mí previstas. Así podíamos acabar anulándonos el uno al otro y nuestra conversación no tendría verdad ni sentido, como nada de lo que hiciéramos. Cuando las fuerzas están parejas, es entonces cuando se deponen las armas: cuando la lanza se arroja a un lado y se baja el escudo para tumbarlo en la hierba, la espada se hinca en la tierra y sobre su empuñadura cuelga el yelmo. Era mejor que descansara y no intentara anticiparme, menos aún ir en mi contra; mejor no ser artificial y beber más de mi copa, sin cuidado, tranquilamente, sabiendo que al fin y al cabo estaba en mi mano contestar 'Sí' o 'No', y todavía guiar la charla.

– Broccoli, Saltzman, Pevsner, todos nombres extranjeros, quiero decir no británicos. Resulta llamativo, ¿no?, un poco raro, que los productores de Bond sean de origen alemán o italiano. -Eso respondí a la vez que daba un trago, cediendo a mis curiosidades onomástico-geográficas y sin urgiría a entrar en materia. Debían de ser otros ingleses postizos, los miembros de aquellas adineradas familias. Entre unas y otras razones, en verdad había unos cuantos-. Aunque tengan la nacionalidad o hayan nacido aquí. Suenan a británicos falsos.

– Bueno, eso es de lo más normal, no sé qué quieres decir con falsos. Se tiene la idea equivocada de que aquí no hay demasiada mezcla o de que la presencia extranjera es muy reciente, con ese Abramovich que se ha adueñado del Chelsea y ese Al Fayed y otros árabes millonarios. Hace siglos que Gran Bretaña está llena de apellidos no ingleses. Mira a Tupra, mírame a mí, mira a Rendel y mírate a ti. El único de nosotros cuyo nombre no viene de fuera es Mulryan, y hasta cierto punto, tiene toda la pinta de ser irlandés.

– Pero yo no soy inglés, yo no cuento -le dije-. A todos los efectos soy español, y estoy aquí sólo temporalmente. Bueno, eso creo, así me siento, aunque vete a saber si no acabaré por quedarme. Y tú no lo eres más que a medias, ¿no?, quiero decir británica. Tu padre es español, Nuix es catalán, supongo. -Lo pronuncié como sería debido, no a la castellana, sino como si se escribiera 'Nush'. Los ingleses, en cambio, había observado que la llamaban 'Niux', esto es, como si para ellos se escribiera 'Nukes.'

– Él sí fue español, dejó de serlo -contestó la joven Nukes-. Pero yo ya no soy medio nada, sino sólo inglesa. Tanto como lo pueda ser Michael Portillo, el político, ya sabes, estuvo a punto de ser candidato tory a Primer Ministro, su padre era un exiliado de la Guerra Civil. Y luego fue candidato ese Howard, que se cambió el apellido pero es rumano de procedencia. Y en Irlanda ya hubo hace muchos años aquel Presidente de nombre inequívocamente español, De Valera, tan nacionalista como cualquier O'Reilly, imagínate que surgió del Sinn Féin. Tienes a los Korda, que dominaron durante décadas la industria cinematográfica del país, y al pintor Freud, y a aquel músico, Finzi, y al director de orquesta Sir John Barbirolli, y a ese cineasta que hizo la película Full Monty, no recuerdo si es Cattaneo o Cataldi. Tienes a Cyril Tourneur, el contemporáneo de Shakespeare, y a los poetas Dante y Christina Rossetti, y a aquel amigo lúgubre de Byron, el Doctor John Polidori, y a Joseph Conrad con su prosa, se llamaba Korzeniowski. Gielgud era apellido lituano o polaco, y nadie recitó mejor inglés en un escenario; Bogarde era holandés, y también estaba el viejo actor Robert Donat, que interpretó a Mr Chips, el suyo era abreviatura de Donatello, creo. Estaban editores de prestigio como Chatto y Victor Gollancz, y el librero Rota. Tienes a Lord Mountbatten, que era Battenberg al principio, y hasta a los Rothschild. Por no hablar de los Hanover, que reinaron aquí durante siglos y aún siguen, por mucho que disimulen ahora llamando a su dinastía Windsor, hicieron el cambio hace nada, con Jorge V. No sé, hay montones desde hace mucho, y la mayoría son o fueron tan británicos como Churchill, o como Blair o Thatcher, O como Disraeli, for that matter, Primer Ministro bajo la Reina Victoria y ya me dirás cuánto de inglés tiene ese nombre. -Se detuvo un momento. Era más enterada y culta de lo que yo había creído, seguramente habría estudiado también en Oxford, como tantos funcionarios; o bien, por ser su apellido extranjero, se tenía los precedentes bien aprendidos y se identificaba con ellos. Se sentía inglesa del todo, era interesante saberlo, nunca padecería conflictos de lealtades; me pareció que su reacción denotaba incluso cierto patriotismo, eso resultaba ya preocupante, como el de cualquiera. Se bebió su tercera copa hasta el fondo; encendió otro de mis cigarrillos del Peloponeso y le dio dos caladas seguidas, como si estuviera por fin decidida a abordar su asunto y estos fueran los preparativos últimos, el equivalente de la carrerilla mental que a menudo tomaba en el trabajo cuando me iba a dirigir la palabra más allá del saludo o de la pregunta o respuesta aisladas: beber, fumar, marcar oralmente un punto y aparte. Con la leve agitación, supongo (había gesticulado mientras se proclamaba británica y me aclaraba que no era medio compatriota mía, en contra de mi creencia, o más bien de mis sensaciones), la carrera de la media le avanzó más hacia abajo, se le iba acercando a la bota; por arriba le había alcanzado el borde de la falda, luego ya no se la vería crecer a menos que se le subiera ésta un poco o se la subiera ella, y por qué habría de hacer eso, no era descartable que distraídamente lo hiciera, o acaso era mi deseo. Pero fue punto y seguido-: Lo que te quiero pedir -dijo en otro tono, más dubitativo y modoso- tiene que ver justamente con ingleses de apellido extranjero, y también con una hija y un padre, la hija soy yo y el padre es el mío, por eso es un favor grande. No somos tan ricos como lo serán los Broccoli, desde luego, y parte del problema es ese. -Se paró, como si no estuviera segura de si le convenía deslizar o no pequeñas bromas, dudaba entre la solemnidad y la ligereza, casi todos los que piden algo acaban incurriendo en lo primero, o temen que su solicitud no tenga fuerza, Y la exageración es obligada, ha de rebajar la gravedad el que les presta oído. Y si la mentira o la fabulación no lo son tanto, más vale contar con su probabilidad, la credulidad absoluta ante el relato de un drama o peligro dejará vendido a quien los atienda. Así, no me preparé para suspenderla, pero sí para combatirla y minarla, porque yo soy crédulo por naturaleza, hasta que oigo la nota falsa.

– Dime de qué se trata, Dime y veré qué puedo hacer, o si puedo hacer algo. Qué le pasa a Mr Pérez Nuix, los dos apellidos son suyos, ¿no? -Tampoco yo logré evitar que me saliera la condescendencia del que está en disposición de escuchar, sopesar, pensárselo, ser un momentáneo enigma, tener en vilo y conceder o negar o mostrarse ambiguo. Uno se siente siempre un poquito importante, sabe que encontrará placer en el 'Sí' y en el 'No' y en el 'Puede' ('Qué bien me porto', se dirá; o 'Qué duro soy, qué inconmovible, yo no me chupo el dedo ni me toma el pelo nadie'; o 'Si todavía no me pronuncio, seré dueño de la incertidumbre'), e invita a hablar con magnanimidad y paciencia: 'Tú dirás', o 'Dime', o 'Explícate'; o con intimidación y apremio: 'Desembucha', o 'Tienes dos minutos, aprovéchalos y ve al grano' (o 'Make the story shorts' si se está hablando en inglés, 'Abrevia'), yo le estaba dando a la joven todo el tiempo del mundo de aquella noche, la lluvia fuera nos quitaba prisa.

– Sí, mi madre se llamaba Waller de soltera. Él les pone guión, Pérez-Nuix -contestó, y dibujó ese guión en el aire-, yo no. Yo, como Conan Doyle. -Sonrió, pensé que sería la última vez en un buen rato, el que le llevara exponer su caso-. Mi padre es un hombre mayor, a mí me tuvo tardíamente, de su segundo matrimonio, tengo por ahí una medio hermana y un medio hermano que me llevan un montón de años, nunca he tenido mucho trato con ellos. Aunque era considerablemente más joven que él, mi madre murió hace seis años, un cáncer galopante. El ya estaba jubilado por entonces; bueno, hasta donde puede jubilarse quien ha hecho demasiadas cosas, la mayoría improductivas y vagas y sin abandonarlas del todo nunca. Siempre fue un mujeriego, aún lo es en la medida de sus posibilidades, pero se quedó desamparado entonces, o quizá desconcertado: incluso perdió el interés por las demás mujeres. Claro que eso fue pasajero, unos cuantos meses de repentino viudo envejecido, rejuveneció en seguida. Lo había pasado muy mal de niño en España, durante la Guerra y después, hasta que su padre consiguió sacarlo y traerlo a Inglaterra, mi abuelo había salido en el 39 y no pudo mandar por él hasta el 45, cuando acabó la guerra aquí contra Alemania; mi padre vino ya con quince años y siempre estuvo a caballo de los dos países, había dejado hermanos mayores que él en Barcelona, que ya no quisieron cambiar de país cuando les fue posible. Tampoco lo tuvo fácil al principio en Londres, hasta que se abrió paso. Se casó bien, las dos veces; no le costó en exceso, era un hombre encantador y guapo. Un enorme error y una injusticia, según sus palabras, que le tocara pasar dificultades al comienzo de su vida, pero desde luego las olvidó y se resarció muy pronto. Eso lo decía riéndose, de todas formas. El siempre sostenía, ha sostenido, que al mundo se viene para correrse una juerga, y el que no lo entienda así se ha equivocado de sitio, eso dice. Tenía muy buen humor, lo tiene, es de esas personas que huyen de la gente triste y que se aburren en el sufrimiento; aunque tengan motivos para él acaban por sacudírselo, les parece un sinsentido y una pérdida de tiempo, como un periodo de tedio involuntario, impuesto, que interrumpe la permanente fiesta e incluso puede arruinarla. El sintió muchísimo la muerte de mi madre, yo lo vi, su dolor fue muy sincero, rozó la desesperación algunos días, andaba como trastornado, encerrado en casa, lo cual era en él insólito, se.ha pasado la vida yendo a sitios sociales y procurándose diversiones. Pero era incapaz de quedarse anclado en la pena más allá de unos meses. El lamento lo tolera sólo como coquetería breve, el ajeno y el propio, como un juego en busca de ánimos o de cumplidos, y demorarse en él le habría parecido desaprovechar la existencia, un desperdicio.

Esa era la palabra que había utilizado Wheeler, y también mi padre, para referirse a otra cosa muy distinta, a los muertos de las guerras, sobre todo una vez que las contiendas han concluido y se ve que en realidad todo sigue en su sitio, más o menos, como seguramente habría seguido, más o menos, ahorrándonos la carnicería. Así se sienten las guerras, con excepciones, cuando las aleja el transcurrir de los años y la gente ignora hasta las batallas cruciales que permitieron su nacimiento. Según el padre de la joven Nuix, también era un desperdicio dedicarle tiempo al desconsuelo, al duelo. Y me pasó por la cabeza que quizá su idea no era tan diferente de la de mis dos ancianos, aunque sí más tajante: no sólo eran un desperdicio los muertos, bélicos o pacíficos, sino también que nos ensombrecieran y nos arrastraran con ellos, sin permitirnos recuperarnos ni volver a alegrarnos. Nos hincaran la rodilla en el pecho y pesaran sobre nuestra alma.

– ¿Cómo se llamaba tu padre de nombre, cómo se llama? -le pregunté, me corregí en seguida. Me había contagiado de sus oscilaciones temporales, 'Sostenía, ha sostenido', 'Decía, eso dice', 'Tenía, lo tiene', supuse que se le escapaban los inadecuados tiempos verbales porque el padre ya era mayor, y le costaría más cada día ver en él al de su infancia; nos ocurre a los hijos, que tomamos a los padres y madres de cuando éramos niños por los más verdaderos, los esenciales y casi los únicos, y más adelante, aun reconociéndolos y respetándolos, aun sosteniéndolos, los vemos un poco como impostores. Quizá nos vean ellos a su vez así, a nosotros, de jóvenes y de adultos. (Yo me estaba ausentando de la niñez de mis hijos, quién sabía por cuánto más tiempo; la única ventaja sería, si se prolongaba mucho el extrañamiento, que luego no nos veríamos como impostores, ni ellos a mí ni yo a ellos. Más bien como tío y sobrinos, algo así, algo raro.)

– Alberto. Albert. Bueno, Albert. -La segunda forma la había dicho a la catalana, esto es, con el acento agudo, y la tercera a la inglesa, con el acento llano. Deduje que era de esta última manera como habría acabado llamándose el padre en su país de adopción: como lo llamarían sus conocidos y amigos, y su segunda mujer en casa, y como la niña Pérez-Nuix lo oiría, antes de renunciar a su guión pretencioso-. ¿Por qué?

– Por nada. Si se me habla de alguien a quien no conozco, me hago mejor idea si sé su nombre de pila. Esos nombres condicionan bastante, a veces. Por ejemplo, no resulta indiferente que Tupra se llame Bertram. -Y me aproveché, con la siguiente frase, de mi pasajera posición de mando, fue una tentativa de crearle inseguridad a la joven, o de meterle una prisa que ya no existía, estaba acomodado a la situación y a su presencia agradable, definitivamente mi salón era más acogedor con ella dentro, y más entretenido-. Todavía no sé por qué me estás contando todo esto de tu padre. No es que no me interese, cuidado. Me gusta saber de ti, además eso.

– No te preocupes, no me he ido por las ramas; o no del todo, ya voy a ello -me contestó algo apurada. Había surtido efecto mi frase, a veces es muy sencillo poner a alguien nervioso, incluso a los que así no se ponen. Ella era de esos, como Tupra y Mulryan y Rendel. También yo debía de serlo, si me habían admitido en su grupo, aunque no creyera poseer esa virtud o no tuviera conciencia de ella, a menudo me noto por dentro los nervios como alfileres. Luego acaso fingíamos todos, o manteníamos la calma en el trabajo, y no fuera tan eficazmente-. Bueno, desde la muerte de mi madre… Mi padre lleva seis años más desatado que nunca, más necesitado de actividad y de compañía. Y a partir de cierta edad, por sociable y encantador que uno sea, hacerse con ambas cosas puede costar dinero; él lo ha gastado a manos llenas, ya sin el control de mi madre.

– ¿Qué, se lo dejaba administrar por ella?

– No exactamente. Era sobre todo que venía de ella, ella era quien más tenía, de familia, y más o menos en orden y asegurado. No que fuera rica, no una fortuna, pero lo bastante para no padecer ahogos, digamos, durante una vida, o incluso vida y media de comodidades. Lo que él ganó siempre fue esporádico. Se metía con optimismo en negocios azarosos y varios, producción cinematográfica y televisiva, editoriales, bares de moda, incipientes casas de subastas que no despegaban. Alguno iba bien y le proporcionaba grandes beneficios un año o dos, pero nunca estables. Otros iban fatal, o se lo engañaba, y perdía lo invertido de golpe. En unas y en otras rachas, jamás cambió su estilo de vida, ni se privó de sus entretenimientos y festejos. Mi madre se encargaba de ponerle un poco de freno, de que no se le disparase el derroche hasta el punto de constituir un peligro para su economía. Eso se terminó hace seis años. Ahora, hará un mes, me he enterado de que ha contraído tremendas deudas de juego. Siempre fue un entusiasta de las carreras, y de las apuestas a sus queridos caballos; pero es que ahora apuesta a todo, a lo que sea, y además ha ampliado el campo a Internet, donde la variedad es ilimitada; frecuenta timbas y casinos, sitios en los que nunca le falla la presencia de gente excitada, lo que más lo ha atraído desde que yo tengo memoria, así que esos lugares se han convertido en su principal manera de continuar hoy con la juerga en que para él consiste el mundo; y para acceder a ellos no hace falta caer en gracia ni esperar a ser invitado, lo cual es una gran ventaja para un hombre ya entrado en años. Luego, desaparecía de casa durante temporadas, y yo no sabía nada de él hasta que se acordaba de avisarme una noche desde Bath o Brighton o París o Barcelona, o desde un hotel aquí en Londres, le daba por coger una habitación, date cuenta, en la propia ciudad en la que tenía su casa, y nada mala, para sentirse más partícipe de la animación y el trasiego, deambular por el vestíbulo y entablar conversación en los salones, normalmente con absurdos turistas americanos, los más deseosos de departir con nativos. También me he enterado de que, hasta hace sólo unos meses y desde hacía decenios, mantuvo en alquiler fijo una pequeña suite en un hotel con solera, el Basil Street, que no es de lujo y se ve un poco anticuado, pero imagínate el dispendio, e imagínate para qué la habrá tenido, y el agasajo es lo que sale más caro. Esa deuda, al menos, ya está saldada, los del hotel fueron comprensivos y llegué a un compromiso con ellos. No así las de juego, claro, que se le han hecho demasiado elevadas, como suele pasarles a los aficionados ingenuos y a quienes se esfuerzan por caer bien a sus nuevos conocidos, y a mi padre le encanta renovar su círculo de amistades. -La joven Pérez Nuix tomó aliento (pero sin aspaviento), descruzó y cruzó las piernas, inviniéndoles la posición (la de abajo arriba y la de arriba abajo, creí hasta oír el avance de la rasgadura, ojo no le perdía), y me acercó su copa por la base, una pulgada. Prefería que no bebiera tanto, aunque parecía tener buen aguante. No me di por enterado, esperaría a que insistiera, o a que la empujara en mi dirección más pulgadas-. Por fortuna no las tiene muy dispersas, las deudas, algo es algo. Dentro de todo, no carece de sensatez absolutamente, así que le fue pidiendo créditos a un banco; bueno, más bien a un banquero amigo, a título semipersonal, era amigo de mi madre en principio, suyo sólo por proximidad o consorcio. Este señor, sin embargo, Mr Vickers, delegó en un testaferro, para no involucrar a su banca ni de lejos, entiendo: un hombre de muy variados negocios, relacionado con loterías y apuestas entre otras mil cosas, y prestamista ocasional por tanto. Las sumas procedían del banquero siempre, en este caso, pero el testaferro quedó encargado de efectuar las entregas y también de recuperarlas, con sus intereses digamos bancarios. Y como, si no logra cobrarlas, deberá responder él ante Vickers y satisfacerle esas cantidades de su bolsillo, no sé si te vas haciendo ya una idea del apuro en que se encuentra mi padre.

– Bueno, no sé, lo denunciarían, ¿no? ¿O cómo va eso? ¿No puedes llegar a un arreglo con ese Vickers, si era amigo de tu madre?

– No, no va así la cosa, no me entiendes -dijo Pérez Nuix, y en las últimas tres palabras hubo un acento de desesperación cernida, el primero que le notaba-. El dinero es suyo en origen, sí, pero a todos los efectos prácticos es como si no lo fuera. Es sólo como si él hubiera dado la orden: 'Préstale a este caballero, hasta tal máximo, y que te lo devuelva con estos intereses y en tal plazo. O que no te lo devuelva, me da lo mismo; tú me lo traes'. Oficialmente él no lo toca, ni para darlo ni para recobrarlo. No es asunto suyo ocuparse de las transacciones, al cuidado del testaferro desde el primer hasta el último paso, y sobre las que el banquero no ejerce control alguno; se trata justamente de quitarse eso de encima; en consecuencia, renuncia a intervenir, ni querría. No querrá ni saber si lo que le llega en la fecha fijada viene del deudor o no; lo recibe de quien lo recibió antes de él, como debe ser. Eso es todo. El resto no es de su incumbencia. Así que el problema no lo tiene mi padre con Vickers, sino con este hombre, y no es de los que van a una comisaría a cursar denuncias inútiles. No estamos en tiempos de Dickens, cuando la gente iba a la cárcel por cualquier deuda ridícula. ¿Qué ganaría además con eso, con meter entre rejas a un hombre de setenta y cinco años? Eso en el supuesto de que le fuera posible.

– ¿No lo embargarían, a tu padre?

– Déjate de vías legales y lentas, Jaime, ese hombre no recurriría a ellas para saldar una cuenta pendiente, y supongo que por eso delegan en él Vickers y otros, para que nadie tenga que perder el tiempo y todo salga como estaba previsto.

– ¿No puede vender, tu padre? La casa, lo que le quede. -La mirada de la joven, un destello impaciente pese a su posición de inferioridad o desventaja (había empezado a pedirme), me hizo comprender que esa solución no contaba, bien porque ya hubiera vendido, bien porque ella no estuviera dispuesta a que su padre se quedase sin su techo de siempre, eso es lo único que consuela y calma a los viejos y a los enfermos cuando les toca pararse, por andariegos que hayan sido. No insistí, me desvié en seguida-. Bueno, si lo que me estás diciendo es que temes que le den una paliza o incluso un navajazo, tampoco veo qué sacarían en limpio de eso, ni el banquero ni su testaferro. El cadáver de un casi anciano en el río. -'Demasiadas películas antiguas', pensé al instante. 'Siempre me imagino el Támesis devolviendo sus cuerpos hinchados, cenicientos, mecidos.'

– Al primero le pagaría el segundo, olvídate de él, está fuera del juego; sólo lo ha desencadenado, y aunque el dinero provenga de él, ya no proviene. -'Según eso', pensé, 'las cosas no las desencadena el que pide, sino el que accede a la petición que le llega; más vale que me aplique el cuento'-. En cuanto al testaferro, en esta ocasión sufriría una pérdida, pero en otras habrá obtenido y seguirá obteniendo ganancias. Lo que no puede permitirse es un precedente, que alguien no cumpla y no le pase nada. Quiero decir, nada malo. ¿Lo entiendes? -Y aquí volvió a aparecer la nota, quizá era más de exasperación incipiente que de lo que he dicho antes-. No es que fueran a dañar, por fuerza, físicamente a mi padre, aunque tampoco es descartable, en absoluto. En todo caso lo perjudicarían gravemente, eso es seguro. Tal vez en mí misma, si no encontraran otro medio mejor para escarmentarlo, o, desde su punto de vista, para aplicar las reglas, penalizar un impago y hacer justicia. No podrían dejar sin su andanada a un navegante temerario, que se ha saltado el peaje. Con todo, no es lo que más me preocupa, lo que a mí pudiera ocurrirme, y no es muy probable que me convirtieran en su objetivo, saben que conozco a gente, que estoy blindada por algunos flancos, que sé defenderme; no de una paliza ni de un navajazo, claro, pero no irían por ahí conmigo, sino que intentarían desacreditarme, hacer que no volviera a trabajar en nada de lo que me interesa, echarme a perder el futuro, y lograr eso con alguien joven no es nada fácil, el mundo da tantas vueltas… que, no sé, se pone del revés muchas veces. Lo que sobre todo temo es lo que le hicieran a él, física o moralmente, o biográficamente. Va tan ufano por la vida que no comprendería lo que le estuviera pasando. Eso sería lo peor, su desconcierto, no levantaría cabeza. No sé, le arruinarían lo que le resta de vida, o se la acortarían. Eso en el caso de que no decidieran quitársela, toco madera y cruzo los dedos. -Y la tocó y los cruzó, ante mi vista-. A un hombre mayor sí que es fácil hundirlo del todo. No digamos matarlo, cruzo los dedos. -Y en efecto los cruzó de nuevo-. Se cae sólo con empujarlo.

Se calló un momento y se quedó mirando su copa vacía, pero esta vez no quería o no se acordó de acercármela. Acarició con los mismos dos dedos la base. Era como si viera en ella a su alegre y frivolo y frágil padre, bastaría con volcarla para que se rompiera en pedazos.

– ¿Y qué puedo hacer yo al respecto? ¿Cómo entro yo en todo esto?

Levantó en seguida la vista y me miró con sus ojos veloces y vivos, eran castaños y jóvenes y no estarían aún muy cargados de pegajosas visiones que no se marchan.

– Ese hombre al que te tocará interpretar pasado mañana o al otro, o como tarde la semana que viene -me contestó casi pisándome la segunda pregunta, como quien lleva largo tiempo esperando ver un faro en la niebla y por fin lo distingue y lo vocea-, es ese testaferro, nuestro problema, el problema. Y es otro inglés con apellido extranjero. Se llama Vanni Incompara.


Vanni o Vanny Incompara, así dijo que se lo conocía, aunque su nombre era John oficialmente, era inglés sin duda, no estaba segura de si por nacimiento -resultaba ser un hombre elusivo, ella estaba recopilando ahora datos sobre su pasado, con inesperadas tinieblas en el rastreo- o por haber adquirido con rapidez la ciudadanía, valiéndose de influyentes contactos o mediante algún subterfugio discreto y raro, y así no le constaba si era un inmigrante de primera generación o de segunda, como lo eran Tupra y ella, esto último, nacidos ambos ya en Londres, ignoraba si Bertram lo era en realidad de tercera o cuarta o enésima, tal vez su familia llevaba siglos aposentada en la isla. Nunca le había preguntado por eso, tampoco por el origen de su extraño apellido, no sabía si era finlandés, ruso, checo, armenio o turco, como yo le sugerí y a mí me había sugerido Wheeler la primera vez que me habló de quien se convertiría en mi jefe, burlándose de su nombre un poco, cuando yo aún no lo conocía, ni si era indio, apuntó ella de pronto, la verdad era que no tenía ni idea, a ver si un día se acordaba de averiguarlo, él nunca mencionaba sus raíces, ni a parientes vivos ni muertos ni remotos ni cercanos, esto es, a consanguíneos -debió de pensar en Beryl al puntualizar, desde luego yo pensé en ella-, como si hubiera surgido en el mundo por generación espontanea; también era cierto que no tenía por qué hacerlo, en Inglaterra se tendía a ser reservado si no opaco en lo personal, hablaba de sí mismo y de lo que había vivido a veces, pero siempre con vaguedad, sin jamás situar ni fechar con precisión las andanzas que evocaba, cada una aislada de las otras y sin apenas contexto, como si nos mostrara tan sólo pequeños fragmentos de lápidas destrozadas.

Era posible que este John Incompara hubiese llegado a Inglaterra hacía no demasiados años, eso explicaría que aún le gustara ser llamado por el diminutivo de su nombre italiano, Vanni lo era de Giovanni, me explicó didáctica y amablemente, por si yo no había caído en la cuenta. Se había empezado a tener noticia de sus actividades, en todo caso, en tiempos bastante recientes, y a buen seguro era un individuo hábil: había hecho con celeridad dinero -o acaso ya lo traía- y amistades de relativa importancia, y si delinquía, como era probable, se cuidaba de disfrazar o maquillar las ilegalidades con los asuntos de guante blanco y de no dejar pruebas ni indicios en sus sospechadas acciones más drásticas, o más brutales. Contra él no había nada, o ella no tenía nada efectivo con lo que intentar negociar, por ejemplo, la directa condonación de la deuda paterna, sin más rodeos. Lo único de que disponía ahora era de mí. Vanni Incompara iba a ser examinado, estudiado, interpretado por el grupo y a mí me iba a tocar trabajar con Tupra en ello. En la medida de su conocimiento, se trataba de un encargo de terceros, de algún particular particular que seguramente estuviera pensándose si hacer negocios con él y quisiera precaverse y saber más, hasta qué punto era de fiar y hasta qué punto engañaba, hasta cuál era constante y hasta qué otros rencoroso, o paciente, o peligroso, o resuelto, cosas así, las habituales. De paso, Incompara quería probar, si su previsible encuentro con Tupra le daba oportunidad de ello, a establecer un inicio de trato o aun de confianza con él, al que sabía excelentemente relacionado en casi todos los ámbitos, una fecunda vía de acceso a mucha gente adinerada y a celebridades. Lo que me pedía Pérez Nuix no era gran cosa, bien mirado, dijo. Un inmenso favor para ella, para mí no tanto esfuerzo, se reafirmó pese a mis anteriores protestas, ahora que me lo estaba explicando. Sólo que ayudase a Incompara, en la medida de mis posibilidades y de mi prudencia, a salir del escrutinio con un notable o un aprobado; que emitiera una opinión favorable en lo relativo a su fiabilidad, a su falta de peligrosidad y rencor hacia sus socios y sus aliados, a su capacidad para resolver problemas y vencer dificultades, a su valor personal; que tampoco exagerara la nota, y no me apartara en exceso de lo que en él viera Tupra, o yo creyese que Tupra advertía (no solía pronunciarse mucho en nuestra presencia, sino que nos preguntaba, nos apretaba, y así intuíamos hacia dónde nos dirigía y se encaminaba); que introdujera matices y sombras, lo cual me sería fácil, para que nuestro jefe no se encontrara con un cuadro de una sola luz y un color, del que se inclinara a desconfiar por principio y por demasiado nítido; que en ningún caso lo perjudicara. Y que, si por ventura notaba la más leve corriente de afinidad o simpatía entre los dos hombres, la fomentara y la celebrara luego, asimismo sin insistir, con discreción y aun con indiferencia; sólo un eco quedo, un rumor, un murmullo. 'Un murmullo sosegado y paciente o desganado y lánguido’, pensé, 'de palabras que se van deslizando suave o desmayadamente, sin el obstáculo de la alerta ni de la vehemencia, y que así se absorben pasivamente o como un regalo y parecen algo que no computa ni cuesta ni trae provecho. Como los que llevan y desprenden los ríos en mitad de la noche de fiebre, una vez apaciguada; y ese es uno de los tiempos en que todo puede ser creído, hasta lo más inverosímil y descabellado y hasta una mancha de sangre que borramos aunque no existiera, como se cree a los libros que le hablan a uno entonces, a su fatiga, a su sonambulismo, a la fiebre, a sus sueños, aunque esté o se crea muy despierto, y nos convencen de lo que quieran, incluso de ser un hilo de continuidad entre vivos y muertos, ellos en nosotros y nosotros en ellos, y de entendernos.' Y a continuación me vinieron a la memoria las aproximadas palabras de Tupra en la cena fría de Sir Peter Wheeler junto al río Cherwell de Oxford: 'A veces dura días tan sólo, el efecto de ese tiempo, y a veces dura ya siempre'.

– Pero si ese individuo no perdona una deuda a un hombre mayor e indefenso -le dije a Pérez Nuix tras quedarnos callados ambos durante unos segundos, yo había apoyado la mejilla derecha en el puño mientras la escuchaba, y así aún la mantenía; y me di cuenta de que ella había hecho lo mismo mientras me hablaba, los dos con la postura idéntica como un matrimonio estable que se contagia los gestos-; si lo ves capaz de acciones brutales y es lo que más temes de él con tu padre; y si además no es tipo que engañe, como me dijiste hace ya rato ('yo lo sé, yo lo conozco', has dicho); entonces no veo de qué modo podría persuadir yo a Tupra de no percibir lo que le será manifiesto. Quizá me atribuyes dotes que no poseo, o demasiada influencia, o tienes a Bertram por un despistado y un pardillo, lo cual no creo. El es mucho más veterano que yo, y más ducho, y más agudo. Y también que tú, seguramente. Me refiero a veterano. -Hice esa puntualización innecesaria pensando en la opinión del propio Tupra sobre sus capacidades, según Wheeler, y porque tampoco quería rebajarla. Pero ella no recogió el cumplido indirecto.

– No, no me has entendido del todo, Jaime -me contestó con su nota de desesperación o exasperación de nuevo, pero la reprimió en el acto-. No he llegado a explicarme, cuando te he dicho eso. Yo he estado con Incompara, sí, me he reunido con él ya un par de veces, a ver qué podía sacarle, qué se podía hacer por mi padre, a intentar calmarlo y ganar tiempo, ver qué cosas le interesan y si tenía en mi mano alguna moneda de cambio que yo ignorase, y resulta que la tengo. Si tú me ayudas. No es tipo que engañe mucho, en efecto. Quiero decir que uno advierte en seguida que no tendrá escrúpulos si ha de dejarlos de lado o le es muy conveniente. Y su brutalidad probable. No tanto personal (no me lo imagino pegando palizas) cuanto en las órdenes que dé y en las decisiones que tome. Se advierte su dureza en los pactos, su obcecado apego a los cumplimientos, una especie de reglamentista, aunque esto podría ser una escenificación para justificar ante mí su intransigencia en mi asunto. Apego a los cumplimientos ajenos, claro está, no a los propios. Un rasgo, por lo demás, hoy tan común a tanta gente, nunca estuvieron los ojos tan satisfechos de llevar sus beams bien visibles. -No le salió ahí la palabra española, 'vigas'; eso le pasaba muy rara vez, pero alguna; era inglesa al fin y al cabo, eso decía-. Pero todo eso no es malo, no es negativo ni disuasorio a la hora de valorar la eficacia de alguien con quien se va a contar como socio. Al contrario, y por eso recurren a él y lo utilizan personas como Mr Vickers, un hombre honrado que simplemente no quiere ocuparse ni saber nada de los detalles confusos o desagradables. Bertie distinguirá todo eso en Incompara, desde luego, y en ello tú no vas a contradecirle, porque lo observarás también y porque sería inútil discutirle algo palmario. Claro que Incompara es de cuidado (si no mi situación no sería tan grave), y en esos aspectos no es ya que no engañe, sino que le resultaría muy difícil hacerlo. No te estoy pidiendo que mientas en casi nada, Jaime, sobre todo allí donde no serviría. Ninguna mentira sirve si no es creíble. Bueno, si no es creída. Perdona que insista en esto, pero lo que te pido es poco, y mucho lo que yo ganaría.

– ¿Qué ganarías, exactamente?

– Vanni Ineompara estaría dispuesto a perdonarle la deuda a mi padre, a cambio de esto. Íntegra.

– ¿A cambio de qué, exactamente? -Volví a emplear el mismo adverbio-. ¿Con qué quedaría contento ese individuo? ¿Cuál habría de ser la consecuencia, en qué se concretaría tu parte? Y tú le crees.

Sí, le creo en esto. Él no dudaría en escarmentar a mi padre o a cualquiera que no le cumpliese, pero estoy segura de que siempre prefiere ahorrárselo. No le importará no cobrar el dinero si se le compensa con algo que valga, de dinero ya anda largo. Él sabe que se ha pedido asesoramiento sobre él, a nuestro grupo. Bueno, a Bertie, que es quien recibe las instrucciones de arriba y la mayoría de los encargos privados. Los de enjundia. Yo no sé quiénes han solicitado su informe, Incompara no me lo ha dicho, pero eso a nosotros nos da lo mismo, ¿no? Lo ignoramos casi siempre, de todas formas. Sean quienes sean, para él es importante que le den el visto bueno y lo acepten, o llegar a acuerdos con ellos, o entablar negocios, o participar de sus proyectos. Me daría por pagada la deuda si al final eso se produce, es decir, si esa gente que lo va a someter a examen no lo rechaza, eso le basta. Lo achacaría a mi intervención, a mi colaboración, al menos en parte, suficientemente, eso dice, no las tendrá todas consigo, conocerá sus puntos flacos y los creerá detectables para un ojo entrenado, como nos pasa a todos cuando nos sabemos bajo la lupa. Eso tardaríamos en saberlo unos días, el resultado, quizá alguna semana, pero mientras tanto… En el peor de los casos, contaríamos con un aplazamiento para mi padre.

– Sí, su español era decididamente libresco: no le salía ‘vigas' pero sí 'escarmentar', 'entablar' o 'enjundia'. Había hecho suya la cuestión, querría dejar al padre lo más a un lado posible, librarlo hasta de los trámites, había asumido ella su deuda y por eso decía 'Me la daría por pagada', o 'mi situación', o 'mi asunto'. Ni siquiera 'Nos' y 'nuestro'.

– ¿Por qué estás tan segura de que me va a tocar a mí, interpretar a ese Incompara? ¿No podría tocarte a ti, y así no tendrías problemas, ni que pedirle el favor a nadie?

– Llevo ya unos cuantos años con Bertie -me contestó-. Suelo saber a quién va a asignar cada sujeto, cuando no es trabajo rutinario y estoy enterada de antemano. Cuando hay dinero grande por medio o se requiere un tacto especial por la razón que sea. No sé, sí hubiera que realizar un estudio de la actual novia del Príncipe, por ejemplo (y eso ya caerá, antes o después nos caerá eso), recurriría a mí para la tarea. Para ayudarlo, vamos, como segunda opinión, como contraste, porque ahí no delegaría en nadie. Él sigue, además, un alambicado sistema de turnos, dentro de nuestras características. No es muy rígido, pero según ese turno y mis cálculos, también te toca. Qué más quisiera yo que ser elegida para Incompara, ojalá. Si me equivoco y así sucede, no te quepa duda de que me alegraré la primera, más que tú y más que él, más que nadie. Me facilitaría las cosas, preferiría no depender de ti. No importunarte con esto, no mezclarte. He dudado mucho antes de pedirte nada. Lo he dudado estos días atrás, y ahora mismo durante la caminata, más de una vez he estado a punto de dar media vuelta y marcharme a casa. Lo que yo no puedo hacer es ofrecerme, ni mostrar predisposición a encargarme de alguien, porque Bertie se preguntaría el porqué al instante, y me lo preguntaría, y se le despertarían sospechas, él no las rehuye ni las duerme nunca, no descarta tenerlas de nadie. Ni de su madre, si le queda madre, nunca le he oído hablar de alguien suyo, ya te he dicho. Y hay aquí otro elemento: por lo que yo sé, Incompara debe de andar ya metido en demasiados sitios. Bertie considerará, entre otros factores, que tú eres el menos expuesto, digamos, a contaminaciones azarosas previas, por no llevar aquí mucho tiempo en Londres.

Me quedé mirándola y le serví la copa que antes le había escatimado, la cuarta. La vi cansada, o quizá empezaba a acusar el esfuerzo de convencer y pedir, eso cuesta, y tensa, y eso agota, y hay un momento en que, por mucho empuje con que se acometiera el asalto, se duda de la concesión y del éxito. Se piensa que todo es en balde, que la gente es capaz de negar o se complace en negar y niega, y siempre encuentra para ello excusas inapelables: 'Ahora ando mal de dinero', 'No me quiero ver envuelto', 'Me pides demasiado, compréndelo', 'No saldría bien, se me da fatal eso', 'Tengo mis lealtades', 'No puedo asumir tanto riesgo', 'Si por mí fuera lo haría, pero hay otros involucrados'; o bien aún más claro, 'Qué gano yo a cambio'. Quizá la joven Pérez Nuix se iba ya preguntando, perdida la fe de pronto, por cuál de estas fórmulas me inclinaría. Sí, qué ganaba yo a cambio. No veía el beneficio y ella sabría que me era imposible verlo porque para mí no lo había. Ni siquiera había tirado por esa senda, hasta ahora, ni siquiera había intentado inventárselo. Le miré la carrera de nuevo -le miré las piernas cada vez más descubiertas- en aquellos instantes de distracción suya, casi de abandono. Esperaba que reaccionara antes de que le estallaran las medias (eso sería un susto), o de que se le quedaran flojas, colgando (eso es repugnante), o se le cayeran de golpe al suelo (eso es embarazoso), ninguna de esas tres posibilidades me hacía gracia, romperían todo el encanto de la tela rasgada pero aún tirante. Así que señalé hacia sus muslos con la barbilla alzada y le dije (se me escapó, mi voluntad no intervino o aparentó no hacerlo):

– Vaya carrera que se te ha hecho en la media, no sé si te has dado cuenta. Habrá sido durante la caminata. O el perro.

– Sí -contestó con naturalidad, sin sobresalto-, hace un ratito que me la he visto, pero no quería interrumpirte. Voy al cuarto de baño un momento, será mejor que me las quite. Qué vergüenza. -Se levantó (adiós visión) y cogió el bolso, el perro se irguió, se dispuso a seguirla, ella lo frenó en inglés con dos palabras (era un perro autóctono, naturalmente), lo convenció de permanecer echado, desapareció. 'Qué vergüenza', lo dijo ya desde el pasillo, fuera de mi campo visual. Pero no se la noté, no la sentía. 'No está tan cansada ni tan desalentada ni tan abatida', pensé. '¿Interrumpirme a mí? No ha podido ser una confusión ni un despiste. Ni por el vino. Es ella quien está hablando, quien está contando, quien ha venido hasta aquí y está rogando, aunque todavía no haya hecho esto último propiamente, ni con el tono ni con el vocabulario ni con la pesadez ni con la insistencia. Pero aun así está rogando, sólo que sin arriesgarse a provocar rechazo y resultar contraproducente. Pide sin patetismo y sin humillarse, casi como si no pidiera. Tampoco lo hace con soberbia. Como si expusiera.' Cuando regresó no calzaba ya medias, luego no era de esas precavidas mujeres que llevan unas de repuesto; o sí, pero había decidido no ponérselas, las botas sobre la piel, no hacía frío en la casa. Cruzó las piernas como si nada hubiera pasado (volvió la visión, mejor en parte), cogió dos aceitunas, cogió una patata, bebió un tímido trago, tal vez controlaba lo que bebía más de lo que yo había creído-. Tú me dirás, Jaime, qué me respondes. ¿Puedo contar con tu ayuda? Es un favor grande.

Llevaba demasiado rato sentado. Me levanté y me acerqué a la ventana, la subí, la abrí unos segundos, asomé la cabeza y miré al cielo, a la calle, me mojé las mejillas levemente, la nuca, no pararía la lluvia en varios días y varias noches, tenía toda la pinta de ir a quedarse sobre la ciudad algún tiempo, o sobre el país que para ella era 'country' y acaso era también 'patria’ el peligroso y hueco concepto y la peligrosa e inflamadora palabra, la que permite decir a una madre para justificar al hijo: 'La patria es la patria, y las mentiras ya no son las mentiras cuando se trata de ella’. Pobre y cautiva madre, la del traidor no a esa patria, sino al amigo antiguo, siempre es más seguro jugársela a un solo individuo, por próximo que sea, que a la idea abstracta y vaga de la que cualquiera puede erigirse en representante y así a cada paso podría uno encontrarse con acusaciones de desconocidos, de abanderados a los que nunca ha visto, que se sentirán traicionados por nuestras acciones o pasividades; es lo malo de las ideas, que les salen representantes de bajo las piedras, en todas partes, y todos pueden adherirse a ellas de acuerdo con su orfandad o conveniencia, y proclamar que las defienden con lo que sea, bayoneta y delación, persecución y tanque, mortero y difamación, o saña y daga, todo vale. Quizá a mí me era más fácil que a Pérez Nuix intentar jugársela a Tupra. Para mí era un solo individuo y sólo eso, mientras que tal vez para ella representaba a su patria, en alguna medida, o al menos encarnaba una idea. El engaño vendría de ella, pero por la persona interpuesta que yo sería, y esas personas ayudan indeciblemente a difuminar la culpa, parece que uno no tenga tanto que ver o tras el cumplimiento apenas nada, por supuesto ante los demás pero también ante uno mismo, y por eso se recurre tanto a ellas, a testaferros, sicarios, soldados, a matones, hombres de paja, asesinos a sueldo y a la policía; e incluso a la justicia, que a menudo hace las veces; de brazo ejecutor de nuestras pasiones, sí lograrnos primero enredarla y convencerla luego. Cuesta menos acabar con alguien o buscarle la ruina si uno sólo da la orden o activa las maquinaciones, o paga la suma o va a quien debe con el chivatazo o urde la trama, o si pone la denuncia y conspira y son otros los que conducen a nuestra víctima hasta el calabozo, no digamos si la ajustician tras pasar por incontables intermediarios, legales todos, que se van repartiendo la culpa por el largo camino hasta que a nosotros nos devuelven sólo las enfriadas sobras, migajas de poco peso, y lo único que recibimos al final del proceso que originamos es una frase escueta, un mero comunicado, a veces un sobreentendido: 'Se ha dictado sentencia', o 'Se ha cumplido', o 'Problema resuelto', o 'Ya no tienes de qué preocuparte', o 'Acabado el tormento', o 'Puedes dormir tranquilo'. O bien 'He hecho el hecho' o 'He cometido el acto (lo que una vez fue ‘I have done the deed’ en boca de un escocés antiguo). Sería menos siniestro en mi caso, se trataría de llamar a Patricia un día o ni siquiera eso: de susurrarle en la oficina, cuando nos cruzáramos y nos rozáramos: 'Se lo ha tragado'. El nombre principal de la traición, Del Real ese nombre, también había actuado por personas interpuestas contra mi padre: primero reclutó al segundo nombre, aquel profesor Santa Olalla que prestó su firma para reforzar una denuncia contra quien no conocía, y luego… No habían ido por él ellos dos, por Juan Deza, el día de San Isidro del 39, sino que habían enviado a la policía de Franco para detenerlo y meterlo en la cárcel, y después habían intervenido testigos, fiscal, abogado y juez de farsa, casi nada es nunca directo ni cara a cara, ni vemos el rostro de quien nos pierde, casi siempre hay alguien en medio, entre tú y yo, o yo y el muerto, entre él y ella.

– ¿Por qué no se lo has pedido a Tupra directamente? ¿No crees que se mostraría comprensivo, que te haría el favor si le explicaras lo mismo que a mí, lo de tu padre? Haría una excepción, seguramente. A él lo conoces mucho más que a mí, me da la impresión de que os tenéis confianza y hasta algo de afecto irónico, por así llamarlo, como si os hubierais tratado también fuera de la oficina. -No quise continuar por ahí, no quise insinuar lo que me sospechaba que habría existido entre ellos; lo que no creía era que aún se diera, lo imaginaba más como cosa pasada, y puede que pasajera en su día, o sólo a medias voluntaria. Ahora le hablaba a más distancia que antes, con la espalda contra la ventana abierta, notaba el aire atravesar mi camisa, por fortuna no llovía oblicuó, tendría que volver a bajar la guillotina en cuanto se hubiera despejado el humo-. De hecho a mí me conoces muy poco. ¿Qué te ha llevado a pensar que yo sea más accesible que él, más propenso a conceder lo que pides, más útil? No sé, él te guardará algo de agradecimiento, aunque sólo sea por los años de colaboración y buen trabajo. Yo, en cambio -dudé un momento, hice recapitulación fugaz, no hallé nada-, aún no tengo por qué tenértelo, que yo sepa o que recuerde.

– Tú eres español -me dijo-, y por lo tanto menos rígido en materia de principios. Acabas de llegar a esto, puede que te largues pronto y eres un asalariado. No es que Bertram tenga demasiados, ni que sean los más nobles, según el común entender de la gente; claro que es capaz de hacer excepciones, en este oficio no hay más remedio, como en la mayoría, por otra parte. Pero los que tiene sí los observa, y uno de ellos es no jugar con el trabajo. Si se produce un fallo, lo acepta, pero no quiere que se deba a negligencia ni que sea deliberado, es decir, falso. Sólo acepta los inevitables, cuando de verdad nos equivocamos, o nos engañan, o andamos mal de perspicacia, a todos nos sucede de vez en cuando, andar con los ojos bizcos y meter la pata hasta el fondo. No, no me haría este favor, no este precisamente. Me instaría a buscar otras soluciones, pensaría que ha de haberlas, yo sé que no, le he dado a la cuestión mil vueltas. Es más, si él estuviera al tanto, lo tomaría como un dato más sobre Incompara, lo aprovecharía para el informe y quién sabe si en su perjuicio, me arriesgaría a que por mi culpa saliese todo al revés de como necesito. Él tiene en mucho su prestigio, presume de su experiencia. No se considera infalible, pero está convencido de prestar grandes servicios, al Estado y a los clientes, los que acuden a él no son gente insignificante. También tiene en mucho su ojo para elegir colaboradores. Aquí no entra cualquiera, por si no te has dado cuenta. Tú empezaste como traductor de lenguas. Si has pasado a otras cosas es porque te ha visto capacitado y te has ganado su confianza. Has sido rápido. Lo último que esperaría es que uno de nosotros le tergiversara una interpretación a propósito, o le pidiera a él hacerlo. A ti creo que, en cambio, nada de esto te importa mucho. Me parece que estás aquí sólo esperando, y ganando dinero mientras, con algo que te cuesta poco y te divierte más que la radio. Esperando a saber qué hacer, a ver qué hacer, o a ser llamado desde Madrid, a que alguien te diga 'Vuelve'. No te lo tomes a mal, pero creo que no tienes el orgullo puesto en esto. Por eso te lo pido a ti y no a Bertie. Qué más te da. De verdad, es un favor grande.

'Ven, ven, estaba tan equivocada antes', pensé. 'Ocupa de nuevo este lugar a mi lado, no había sabido verte. Ven. Ven conmigo. Regresa. Y quédate aquí para siempre.' Seguían pasando las noches y yo no oía palabra alguna que se asemejara a estas, nada equivalente, ni un murmullo contradictorio o un falso eco. Quizá tenía razón Pérez Nuix, quizá estaba allí sólo a la espera, 'waiting without hope’ como dijo un poeta inglés al que luego han copiado tantos. Pero si la voz no llegaba nunca, por teléfono o por inesperada carta, o en persona cuando por fin visitar a a mis hijos, habría un día en que me despertaría con la sensación de ya no estar esperando ('Anoche todavía sí, pero, ¿y hoy? Soy una jornada más viejo, es la única diferencia y sin embargo mi existencia ha cambiado. Ya no aguardo'). Descubriría esa mañana que me había acostumbrado a Londres, a Tupra y a Pérez Nuix, a Mulryan y a Rendel, a la oficina sin nombre y a mi trabajo diario y a Wheeler de tarde en tarde, el cual había conocido a Luisa y se convertiría de pronto en el vínculo con mi olvido. Descubriría que me había acostumbrado del todo, quiero decir, hasta el punto de no extrañarme al abrir los ojos ni preguntarme más por ninguno de ellos. Serían mi cotidianidad y mi mundo, lo que es sin porqué y el aire, y a Luisa no la echaría de menos, ni a mis pasadas ciudad y vida. Sólo a los niños.

Bajé la ventana, empezaba a notar algo de fresco y sobre todo observé que lo notaba ella: no llevaba ya medias, la veía tentada de estirarse la falda para protegerse los muslos y así privarme de esa visión que me agradaba. Pero permanecí aún en el sitio, dando la espalda a la calle, al cielo, a la lluvia. Y también pensé: 'Esta mujer lleva camino de convencerme, como sin duda tenía previsto. Pero todavía está en mi mano responder "Sí" o "No", o "Puede"'.

– Antes has dicho que no tendría que mentir en casi nada -le contesté-. ¿Cuál sería exactamente ese 'casi'? ¿Qué debería decirle a Tupra que no veo o sí veo en Incompara y que sí veré o no veré, probablemente? Sea lo que sea, también él lo verá o no lo verá, ¿no te parece?

La joven Pérez Nuix ya no bebía apenas. O se le había pasado la sed furiosa o conocía perfectamente su aguante, y lo medía. Sí fumaba. Encendió otro cigarrillo Karelias, debía de haberle gustado el picor leve. Descruzó las piernas con el mechero en la mano y no las dejó demasiado juntas, y entonces, desde donde yo estaba, me pareció ver el fondo entre ambas, el pico de unas bragas blancas. Procuré que mis ojos no se quedaran fijos en ello, se habría dado cuenta en seguida. Tan sólo les permití fugaces pasadas.

– Algunas cosas fundamentales no es nada fácil advertirlas, en un encuentro, en una conversación o en un vídeo, no sé si habrá alguno de Incompara que te pueda enseñar Bertie. No es probable pero puede, él consigue de casi todo el mundo. No es sencillo advertir, por ejemplo, que una persona es cobarde, y que en el momento de mayor peligro va a dejarte en la estacada, sobre todo si es peligro físico, o qué sé yo, de cárcel. A mí me ha dado la impresión de que Incompara es así, el par de veces que lo he visto. Puedo estar equivocada, pero no convendría, en ningún caso, que el informe reflejara eso, le haría un daño irreparable. Quienes lo han encargado no querrían saber nada de él si se le atribuyera esa característica, seguro. Eso a nadie le gusta, eso lo hace sentirse a uno frágil, y en precario. De hecho es lo que más miedo da, tener el convencimiento de que si se tuerce un asunto o se pone feo, el que debería ayudarnos se va a largar, va a escaquearse y a dejarnos colgados, o aún peor, a cargarnos el muerto para salvarse. Si tú también percibes eso, no debes contárselo a Bertie, haría falta que ahí mintieses, o que te lo callases, vamos. Y si lo percibe él, debes intentar persuadirlo, con tiento, de que Incompara no es así, de que en él no hay ese rasgo. -Hizo un alto mínimo y se le abstrajo la mirada, como si en verdad estuviera pensando, o desentrañando, a la vez que hablaba, y eso no es frecuente en nadie-. Es de los más difíciles de apreciar, lo mismo que su contrario. Es en lo que más patinamos, y hasta cuando creemos saberlo nos queda siempre un resto de duda que no se disipa hasta que se nos presenta una ocasión de comprobarlo. No hay que esforzarse, por tanto, para sembrar esa duda. Lo que las personas anuncian o proclaman respecto a esa cuestión, respecto a su carácter valeroso o pusilánime, no sirve apenas. De hecho es lo que mejor esconden, y ni siquiera resulta muy apropiada esa palabra: la mayoría de las veces lo hacen tan bien porque en realidad lo ignoran, tanto como el novato al que todavía no ha llegado su bautismo de fuego. La gente se lo imagina, cómo responderá, de acuerdo con sus deseos o con sus temores; pero casi ninguno tenemos certeza de cómo reaccionaremos en una situación de riesgo. A lo sumo lo averiguamos cuando se nos pone a prueba, pero eso no ocurre a menudo en nuestras vidas normales y puede no ocurrir nunca, lo habitual es que atravesemos los días sin sobresaltos ni peligros grandes… Ni siquiera nos asegura nada descubrir que en una oportunidad concreta nos condujimos con valor o con cobardía, porque a la próxima podríamos comportarnos de muy distinta manera, incluso de la opuesta. Nunca tenemos garantizados el arrojo ni el pánico, y si uno mismo se desconoce en esa faceta, es un mérito enorme que un observador, un intérprete, logre distinguirlo con acierto en alguien, es decir, logre prever lo que hasta el interesado ignora, el interesado va medio ciego en ese campo. Por eso estás tú aquí, entre otras razones: tú tienes buen ojo para discernir ese rasgo, aún mejor que el de Réndela y no es que lo opine yo, se lo he oído comentar a Bertie y él los elogios con cuentagotas. Seguramente se fía de ti en ese terreno más que de ningún otro, incluido él mismo. Así que no te costaría mucho hacerlo vacilar ahí, no caería en saco roto lo que tú dijeras. Sí te resultaría más difícil en otros aspectos, por ejemplo en lo relativo a la falta de escrúpulos, a la dureza de Incompara hacia quienes tiene en el puño, a su brutalidad por delegación que te he mencionado. Pero en todas esas cosas no tendrías que mentir, ni que callar siquiera; no serían obstáculo, ya te he dicho, para que quienes lo investigan se asociaran con él o lo admitieran o lo que sea, sino más bien ventajas y virtudes. La cobardía no, en cambio, en ella no hay beneficio alguno. Eso es indeseable para todo el mundo. Me refiero a la del otro, claro, no a la propia. Con la propia todos llegamos a términos. -Tampoco aquí le salió la expresión española, y tradujo literalmente ‘to come to terms with’ que significa ‘adaptarse', o 'aceptar', o 'alcanzar un compromiso' o 'llegar a un acuerdo'. O quizá es 'habérselas'. Tal vez sí estaba algo cansada, o bebida sin denotarlo apenas. Es cuando más fallan las lenguas.

Era verdad, casi nadie lo sabe, ni una vez sometido a prueba. Si aquella noche me hubieran preguntado cómo reaccionaría ante un hombre que sacara una espada en un lavabo público y amenazara con cortarle a otro el cuello en presencia mía, no habría tenido la menor idea o me habría equivocado, de aventurarme. Me habría parecido tan improbable, tan anacrónico, tan inverosímil, que quizá me habría atrevido a responder, con el optimismo que traen las figuraciones de lo que no va a ocurrir, o lo que es sólo hipotético y por lo tanto imposible: 'Se lo impediría, le sujetaría el brazo y le pararía él golpe, lo obligaría a soltarla, lo desarmaría'. O bien, si la imagen se me hubiera aparecido vivida y le hubiera dado crédito o carta de realidad durante un instante, habría podido contestar: 'Qué dices, qué pesadilla, qué espanto. Me echaría a correr sin volver la vista, saldría por piernas, no fuera a caerme a mí un mandoble, no fuera á llevarme yo el tajo'. Eso había sucedido no mucho después de aquella noche de lluvia, y me había quedado a medio camino, por expresarlo de alguna manera. Ni me había enfrentado al hombre ni había huido. No me había movido ni había cerrado los ojos como los cerró De la Garza y los cerré yo más tarde en casa de Tupra, con menos peligro real o físico pero más peligro moral acaso, o para la conciencia; había permanecido allí atónito y aterrado y le había gritado, había recurrido a la palabra, que a veces detiene tanto como la mano y es más rápida y a veces no sirve de nada ni tan siquiera es oída, y también había mirado con impotencia, o fue quizá con prudencia, más preocupado por mi piel aún a salvó que por la de la víctima ya condenada, a la que no se podía librar de su sino. No sé si eso es natural o es cobardía. Sí, tenía razón Pérez Nuix: ni siquiera se sabe lo que es casi nunca, en qué consiste esa actitud. Para ella hay infinitos disfraces y máscaras, o jamás se presenta en estado puro. Las más de las veces ni se la reconoce, porque no hay modo de separarla de lo demás que nos configura, de desgajarla del núcleo de cada uno, ni de aislarla, ni de definirla. No se la reconoce en uno mismo y sí en los otros, sin embargo, ahí sí se la distingue, extrañamente, cuando se manifiesta. Yo no estaba nada seguro de lo que ella afirmaba y al parecer también Tupra, de que estuviera especialmente capacitado para percibirla en la gente antes de tiempo, para predecirla. De lo que estaba seguro era de que en mí yo no sabía verla, como el Valor tampoco, ni antes ni después áe manifestarse* Resulta oprimente ignorar eso y además saber que no va nunca a aprenderse, pero así vivimos.

– Creo que sobrestimas mi influencia -le contesté-, la que yo pueda ejercer sobre Tupra y sus opiniones, en ese terreno difícil o en cualquier otro. No creo que ninguna visión mía le hiciera abandonar o modificar una suya, quiero decir cuando la tenga, cuando haya captado algo, y él capta siempre muchas cosas. Desde la primera vez que lo vi su mirada me llamó la atención, de tan acogedora, de tan abarcadora y apreciativa. Esos ojos suyos halagadores y a la vez temibles, a los que nunca es indiferente lo que tienen delante, con una disposición tan activa que dan la impresión de ir a desentrañar en seguida lo que quiera que avisten, una persona, un objeto, un ademán, una escena. Como si absorbieran cada imagen que se pone ante ellos, y la capturaran. Mira, por escurridiza que sea la cobardía, algo así no se le pasaría por alto. Y si yo la notaré en tu amigo, según dices, él también, y se hará su idea. Yo no voy a movérsela, ni aunque me empeñe. Ni aunque lo emborrache.

La joven Pérez Nuix se echó a reír, una risa simpática, levemente maternal, sin burla o con no más de la que se le hace a un niño por una contestación o un enfado ingenuos, y aproveché su desprevención momentánea para dirigir mi vista hacia donde procuraba no fijarla, ella aún no había vuelto a cruzar las piernas.

– Disculpa -dijo-, es que me hace gracia comprobarlo también en ti, tan listo. Es increíble lo mal que nos vemos todos, a nosotros mismos, lo mal que nos calibramos y que calculamos nuestras fuerzas y debilidades. Hasta los más dotados y los más entrenados para ahondar en el prójimo y descifrarlo nos volvemos tuertos y tontos cuando nos miramos. La falta de perspectiva, eso será, y la imposibilidad de observarnos sin saber a la vez que nos estamos viendo. Cuando nos tenemos de espectadores es cuando más representamos y falseamos, y nos adecentamos. -Se detuvo y me miró con una mezcla de estupefacción jovial y piedad involuntaria. Me había llamado 'listo' y le había salido con espontaneidad; si era adulación, la había bien disimulado-. ¿Tú no te das cuenta, Jaime, de cuán en gracia le has caído a Bertie? ¿De que lo estimulas y lo diviertes? ¿De que ahora mismo te tiene tanta simpatía que hará un esfuerzo por aproximarse a lo que tú veas siempre que no sea disparatado, a lo que le digas que veas, aunque sólo sea para confirmarse a sí mismo que ha hecho una magnífica adquisición contigo, un gran fichaje? Ten en cuenta, además, que tú has venido recomendado no sólo por Wheeler, sino por Rylands desde la ultratumba, su maestro. No siempre será así, por supuesto; se cansará algún día, o te le harás rutinario; incluso te desaprobará a veces, te desdeñará, Bertie no es nada constante y de casi todo se aburre pronto, o le va y viene a rachas. Pero ahora eres la novedad, y además habéis congeniado, a vuestra manera varonil y sobria, o tácita, o lo que sea, yo sé a lo que me refiero. En estos momentos tú tienes sobre él mucho más ascendiente del que te imaginas, y me parece que ni te has enterado. Algo transitorio, si quieres, y moderado, Bertie no termina nunca de desconfiar de nadie y no hay forma de manipularlo, casi ni de conducirlo, ni de desviarlo. Pero sí de crearle dudas en unos pocos terrenos, y tú estás ahora en condiciones de hacerlo. Lo sé bien porque yo pasé por el proceso, y lo reconozco. Reconozco su complacencia y su agrado, cómo le divierte y lo estimula tu trato, más o menos como lo animaba mi compañía antes. Yo le hice mucha gracia, se la he hecho durante mucho tiempo. No de un modo varonil, precisamente. Y no es que ya no, no me quejo de la estima personal ni de la consideración profesional que me tiene. Pero ya no hay en mí el elemento de pequeña fiesta cotidiana que le supuse al principio y más allá, la verdad es que le duré bastante, no está bien que yo lo diga pero así fue, pregunta a Mulryan o a Rendel, o a Jane Treves, por ser mujer sintió más celos, ya la conocerás, se sentía postergada cuando coincidíamos ambas. Tú puedes persuadirlo ahora, Jaime. Seguramente no pasado mañana, ni tampoco hoy de cualquier cosa, pero sí de aquello en lo que él esté inseguro y a ti te crea sobresaliente. Es el caso del valor y de la cobardía, ya te he dicho, está convencido de tu competencia en eso. Como lo estoy yo, por otra parte, se te da muy bien verlo. Es lo que te pido, Jaime. Ese hombre cancelaría la deuda y mi padre quedaría a salvo. Ya lo ves: es un favor grande.

Había empleado esa misma fórmula varias veces, era una manera de decir 'por favor' sin decirlo directamente y con las preceptivas palabras, las que indican súplica o ruego, sobre todo cuando van repetidas, 'Por favor, por favor. Por favor, por favor'. Cruzó las piernas y dejé de ver, ya podía mirar sin impertinencia hacia cualquier lado, aún veía los muslos sin medias. Bebió de su copa, un trago corto, y se llevó otro Karelias a sus labios rojos -una remota viñeta de infancia-, sin encenderlo. El perro estaba completamente dormido, como si se hubiera hecho a la idea de quedarse allí toda la noche, y así, tan yacente, parecía aún más blanco. Miré por la ventana y me aparté de ella, no había cambios, seguían cayendo las varas flexibles o interminables lanzas, como si excluyeran para siempre el raso, cada vez más dominantes. Di unos pasos y volví a sentarme donde había estado. Tuve la sensación de que el silencio ya no era una pausa, sino que la exposición de Pérez Nuik había acabado; de que ahora daba su petición por hecha y por concluida, incluidos los halagos tímidos y las argumentaciones, y las persuasiones prudentes para convencerme. Sentí que me tocaba contestar de una vez, que ella no iba a añadir nada más. Contestar 'Sí' o 'No', o 'Puede', o 'Veremos'. O darle algo más de esperanza sin comprometerme a nada: 'Veré qué puedo hacer, veré de hacerlo'. Lo que no pondría fin a la conversación ni a la visita sería un 'Depende'. No estaba yo seguro de querer ese término, así que no le respondí todavía, sino que le hice otra pregunta:

– ¿De cuánto es esa deuda, exactamente?

Encendió el cigarrillo y creí verla sonrojarse un instante, era la lumbre, o el rubor sólo acechante, como cuando en la oficina un nombre hacía breve acopio de energía antes de dirigírseme para charlar un rato, es decir, más allá del saludo o de la consulta aislada, como si tomara impulso o carrerilla, y en eso yo notaba que ella no me descartaba, aunque sin saber que no, seguramente, ni haberse hecho el planteamiento. Pensé: 'Le da vergüenza confesarme la cifra. Por baja, y que yo sepa entonces que no puede pagarla, o por alta, y que así me entere de lo desmesurado que es, o de lo loco que está su padre, y quizá ella tambíén por tanto’.

– Cerca de doscientas mil libras -me respondió al cabo de unos segundos, y alzo las cejas en un gesto que no fue inglés desde luego, como si añadiera: 'Ya me dirás tú qué hago'. No fue muy distinto lo que añadió de hecho-. Qué te parece.

Hice un cálculo rápido. Eso era cerca de trescientos mil euros, o de cincuenta millones de las antiguas pesetas, no me había reacostumbrado del todo a la libra y quizá nunca me acostumbre del todo al euro, para las cantidades grandes que no se manejan cotidianamente.

– Que ese Incompara es muy generoso, dentro de sus defectos -le contesté-. O que para él vale mucho ese informe. -Y a continuación hice una pregunta más, tal vez la que yo menos esperaba y no sé si ella, dependía de cuánto me conociera, de cuánto supiera más de mí que yo mismo, de hasta qué punto o con qué hondura me hubiera traducido o interpretado durante aquellos meses de trato cercano, por mantener los términos que empleábamos a veces para nuestro vago trabajo. Se me ocurrió como una gracia y no vi motivo para resistirme. Así, además, la forzaría a poner algo sobre la mesa, a valorar mi participación, a pensar en mí y en mi riesgo, en mi posible perjuicio y en mi improbable beneficio. Pedir un favor es fácil y cómodo, lo difícil y desazonante es oír la petición y tener que decidir si acceder o negarse. Una transacción supone más tarea y más cuidado y cálculo para las dos partes. En el favor sólo dirime y calcula uno, el que va o no va a prestarse, porque nadie está obligado a devolverlos, ni siquiera a agradecerlos. Uno pide, aguarda, y recibe o no; luego, en ambos casos, puede marcharse tranquilamente, tras haber traspasado un problema o haber creado un conflicto. No, no atan los favores hechos, no hay en ellos contrato ni deuda, o sólo moral y eso no es nada, es aire, eso no es práctico. Así que lo que para mi sorpresa dije fue-: ¿Y qué gano yo a cambio?


Pero Pérez Nuix no había caído en la trampa, en mi improvisada y semiinconsciente trampa. No había pasado a ofrecerme algo al instante, una compensación, una suma, un porcentaje, un regalo, ni siquiera la promesa de su gratitud eterna. Sin duda sabía que esto último no significa nada tangible, ni simbólico tampoco, probablemente. La gente lo dice demasiado, 'Tendrás mi agradecimiento eterno', es una de las frases más vacuas que puedan oírse y sin embargo se oye a menudo, siempre con ese epíteto invariable, siempre el mismo e irresponsable 'eterno', un indicio más de su absoluta falta de concreción, de verdad y aun de significado, y hasta se agrega a veces: 'Cualquier cosa que yo pueda hacer por ti, ahora o más adelante, mientras yo exista, no tendrás más que pedírmela', cuando lo cierto es que casi nadie va y pide en el acto -parece entonces un do ut des, un aprovechamiento-, y si lo hace en el futuro la frase hueca está ya olvidada y además uno no apela a ella, es raro que alguien le recuerde a otro: 'Hace tiempo me dijiste…'; y si se atreve es posible que se encuentre con esta respuesta: '¿Eso te dije? No lo sé, es extraño, lo dudo, ya no me acuerdo', o bien 'Cualquier cosa excepto esa, esa no, es la única imposible, es la peor, no me pidas eso', o bien 'Cuánto lo siento, qué más quisiera yo, no está en mi mano, ojalá hubieras venido a mí hace unos años, ahora ya no es como antes'. De tal manera que quien sólo quiere su viejo favor devuelto acaba pidiendo uno de nuevas, como si no hubiera habido historia, y debiéndolo suplicar acaso ('Por favor, por favor. Por favor, por favor'). Ella era lo bastante lista para no prometerme quimeras, ni estrafalarias recompensas en especie, nada asible ni inasible, presente ni venidero.

– Nada -dijo-. De momento nada, Jaime. Es sólo un favor y puedes negármelo, no vas a sacar nada de ello, no hay contrapartida, aunque tampoco creo que te costase mucho ni que fueras a correr ningún riesgo. Siempre puedes haberte equivocado ante Bertie si la cosa sale mal y no cuela, nos sucede a todos, también a él mismo, él sabe perfectamente que ninguno es infalible. No lo era su admirado Rylands ni lo era Wheeler, y bien que le pesó a este último, según se dice. No lo eran siquiera Vivian ni Cowgill ni Sinclair ni Menzies, gente de otra época, algunos de los mejores o de los más reputados, en esto y en todo. -Sabía pronunciar el nombre como buena inglesa o como buena espía, también ella dijo 'Mingiss'-. No lo han sido los más poderosos de los tiempos recientes, ni Dearlove ni Scarlett ni Manningham-Buller ni Remington, todos han metido la pata en algún asunto, en algún aspecto. No lo fueron Ewen Montagu ni Duff Cooper ni Churchill. Por eso te he dicho antes que el favor era grande para mí y para ti no tanto. Te ha molestado; es la verdad, sin embargo. No, no creo que obtuvieras nada a cambio, ninguna ganancia. Pero tampoco desgracias ni pérdidas. Así que tú verás, tú dirás si sí o no, Jaime. Nada te obliga. No se me ocurre con qué podría tentarte.

– ¿Dearlove, has dicho? ¿Quién es? ¿Richard Dearlove? -Recordé que era uno de los nombres inverosímiles y para mí desconocidos que me habían surgido en los ficheros de uso restringido que yo había fisgado en la oficina un día. Me había parecido un nombre más propio de gran ídolo de masas que de alto cargo o de funcionario, y por eso se lo he atribuido al cantante-celebridad a quien aquí llamo Dick Dearlove para resguardar su identidad verdadera, vano empeño. Me pudo la curiosidad inmediata y con eso aplacé un poco más mi respuesta. Y aún tenía otra curiosidad por satisfacer, más mediata pero más firme.

– Sí -contestó-. Sir Richard Dearlove. Durante bastantes años, hasta hace no mucho, ha sido nuestro invisible jefe máximo, ¿no lo sabías? El jefe del MI6, 'C' o 'Mr C' -Esa inicial la pronunció a la inglesa, 'Mr Si’ digamos-. Nunca se ha publicado una fotografía contemporánea de él, está prohibido, nadie lo ha visto ni conoce su aspecto; ni siquiera ahora, cuando ya no ocupa el cargo. Así que ninguno sabemos cómo es, nadie lo reconocería si se lo cruzara en la calle. Eso es una gran ventaja, ¿no? Para mí la quisiera.

– ¿Y nunca le hemos hecho un informe? Quiero decir con vídeos, ya me imagino que no se lo habrá llevado hasta el despacho de Tupra para espiarlo a escondidas desde nuestro vagón de tren, desde nuestra cabina. -Me di cuenta en seguida de que me había salido decir le hemos hecho', como si me considerara ya parte del grupo, y desde antes de mi llegada. Estaba desarrollando un sentido de pertenencia raro, enteramente involuntario. Pero preferí no pararme en ello entonces.

– Quién sabe -dijo ella con desgana-. Pregúntaselo a Bertie, él tiene vídeos de todo el mundo, ya te lo he dicho. -Me dio la impresión de estarse impacientando con mi demora, o con mi remoloneo, yo aún no había oído aquella orden o especie de lema, 'Don't linger or delay’, 'No te entretengas ni esperes', y además nunca le he hecho caso, ni después ni antes. Debía de querer ya saber a qué atenerse y marcharse. Al menos si mi contestación final era 'No', marcharse entonces, no perder más tiempo nocturno conmigo, largarse con su perro manso y con una probable sensación de ridículo y un rencor instantáneo, o hasta con duradero agravio. Si era 'Sí', en cambio, quizá se quedara todavía un rato, para celebrar su alivio, pensé, o para darme nuevas instrucciones, con lo que había venido a buscar ya en el saco. Debía de irritarla que le preguntara ahora por Sir Dearlove, el auténtico, o por cualquier otra persona o asunto. Que a aquellas alturas abriera paréntesis o me inventara meandros. Pero tendría que aguantarse, aún era yo quien conducía la conversación y determinaba su curso, y ella no podía permitirse contrariarme, todavía. Es el único cálculo que ha de hacer quien pide, bien mirado, una vez que se ha lanzado y ha pedido (antes sí, antes más, debe dilucidar hasta qué punto le compensa, o le conviene descubrir sus carencias y sus incapacidades): ha de ser amable y paciente y aun untuoso, seguir los tiempos que le son marcados, medir sus pasos y sus palabras y su insistencia, hasta conseguir lo solicitado. Excepto si es alguien tan importante que hacerle un favor constituye ya un honor para el que se lo hace, un privilegio. Ese aquí no era el caso, así que cambió de tono y añadió-: No, no lo creo, pero todo es posible. Supongo que existir sí existen imágenes, hoy las hay de quien uno quiera; y si sólo unos pocos tienen acceso a las suyas, no sería nada extraño que Bertie fuera uno de ellos.

– ¿Por qué has dicho que Wheeler lamentó tanto no ser infalible? ¿Qué ocurrió, qué le ocurrió? ¿A qué te refieres? -Esa era mi curiosidad más firme, y más profunda.

Noté de nuevo su fastidio, sus destemplados nervios, su agotamiento oscilante que le iba y venía. Era fácil que la estuviera hartando o sacando de quicio. Pero otra vez se reprimió, o se sobrepuso, la voluntad no le flaqueaba.

– No sé qué le ocurrió, Jaime, fue hace mucho tiempo, durante la Segunda Guerra Mundial o a su término, y yo a él no lo conozco personalmente. Se cuenta, se dice que tuvo un fallo de apreciación que le salió muy caro. No previo algo que lo hizo sentirse fatal, o culpable, o un inútil, o muerto en vida, lo ignoro con exactitud. Lo he oído comentar alguna vez de pasada, como ejemplo de desdicha, pero no he preguntado o no me han contestado, la mayoría de nuestras actuaciones siguen siendo secretas al cabo de sesenta o más años, puede que lo sean para siempre, oficialmente al menos. Las filtraciones suelen proceder de fuera y a menudo son especulativas, no muy fiables. O de gente con resentimientos, que se dio de baja o fue expulsada, y distorsiona luego. Es difícil saber nada preciso de nuestro pasado, desde dentro sobre todo, los de dentro son o somos los más discretos y los menos curiosos, es como si no hubiéramos tenido historia. Los más conscientes de lo que no debe contarse, porque vivimos en ello. Así que lo siento, no sé decirte. Tendrías que preguntarle a él, a Wheeler. Tú sí lo conoces bien, fue tu valedor, tu introductor, fue tu padrino.

Ella sí que empleaba el 'nosotros' y el 'nuestro' sin reparar en ello, de forma natural y frecuente, estaba incorporada al grupo desde hacía mucho más tiempo y se sentía heredera del originario, del que habían creado contra los nazis aquellos Menzies o Ve-Ve Vivian o Cowgill o Hollis o incluso Philby o el mismísimo Churchilí, Wheeler suponía que habría sido este último el alumbrador de la idea, por ser el más listo y el más atrevido, y el que menos temía el ridículo.

– ¿A quién se lo has oído comentar? ¿A Tupra? ¿Recuerdas si lo que ocurrió tenía que ver con su mujer, la de Wheeler? Se llamaba Valerie, ¿te suena?

– No sé a quién se lo he oído, Jaime. Puede que a Bertie, es lo más probable, o a Rendel, o a Muiryan, o quizá a otra persona en otro sitio, no me acuerdo. Pero no sé más, nada más que eso, que algo grave pasó, que él falló en algo o así lo juzgó, y estuvo a punto de retirarse, creo, de abandonarlo todo. Fue hace mucho tiempo.

No supe si decía la verdad o si no se consideraba autorizada a contármelo o si quería zafarse de aquellas inacabables preguntas mías, no adentrarse -la noche avanzada- en un episodio lejano y ajeno y tal vez extenso, que en el mejor de los casos conocería de segunda mano y que no guardaba relación alguna con sus actuales problemas, los que la habían traído a mi casa tras mucho pensárselo y tras mucho andar bajo la lluvia: con su padre y aquel Vanni Incompara y el banquero Vickers y la saltarina deuda de doscientas mil libras, me admira la capacidad de alguna gente para acumular cantidades de las que no dispone, y en cierto modo me da envidia -es toda una habilidad, si no un don; una alegre mentalidad desde luego-, una envidia solamente teórica o de ficción, literaria y cinematográfica, la posición vicaria de Pérez Nuix no era en aquel momento envidiable. Me dio pena por primera vez (la pena siempre interviene), quizá porque su cansancio la estaba aniñando, o era la contenida zozobra que de vez en cuando le asomaba en los ojos fugaces y vivos y en las comisuras de los labios, que trataban de esbozar sonrisas leves y atemorizadas, para hacérseme agradables. Decidí que ya era hora de sacarla de dudas: había hecho suficiente esfuerzo, me había seguido largo rato empapándose por la ciudad semivacía, había rumiado, había expuesto su caso, me había dedicado indecisión y tiempo, y luego decisión y más tiempo.

– Está bien, Patricia -dije dando por concluido mi turno de interrogaciones y aplazamientos-. Voy a intentarlo, aunque sigo creyendo que Tupra verá cuanto haya que ver, y será más de lo que yo perciba. Pero veré qué puedo hacer, veré de hacerlo.

Ese era el grado de aceptación que menos me comprometía. Uno podía fallar y equivocarse y no estar a la altura de sus intenciones, ella misma lo había dicho y no podría reprocharme un fracaso. Ni siquiera decepcionarse, yo se lo había advertido. Yo quedaba así más libre que si mi respuesta hubiera sido 'Esto otro querré a cambio', más que nada por no correr el peligro de empezar a desear o a esperar lo que quisiera que le hubiera exigido, y así a temer por mi descalabro. Aún es más, si uno no teme, las posibilidades de éxito serán mayores sin duda, y siempre habrá tiempo para levantar más tarde la mano y reclamar un premio y decir: 'Quiero eso en recompensa'. Claro que ésta puede entonces negársenos sin miramientos ni explicaciones ni excusas: no hay ni obligación moral, entonces, no hay vínculo ni hay convenio, no expresos, y acaso no quede rastro siquiera, ya muy pronto, del inmenso favor que uno hizo, como de la mancha y el cerco de sangre una vez buscada su desaparición y limpiados y arañados a fondo, o de los infinitos crímenes y nobles actos que permanecieron desde su comisión ocultos, o que los lentos siglos se entretienen en diluir hasta borrarlos, tan lentamente, y en hacer que no hayan sido. Como si siempre cayera todo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, hasta lo que provoca estruendo y propaga incendios. (Y desde los hombros va al aire, o se derrite, o va al suelo. Y la nieve siempre para, luego.)

Casi no quedó rastro de lo que vino después, o queda un vestigio titubeante en mi más lánguida memoria y tal vez también en la de ella, pero nunca lo comprobaremos, quiero decir entre nosotros, frente a frente, con nuestras palabras cruzadas. Sucedió como si ya en el mismo momento de suceder ambos quisiéramos fingir que no ocurría, o no darnos por enterados, no registrarlo y que no contara, o silenciarlo hasta el extremo de poder negarlo más tarde, el uno al otro, y ante los demás si uno se iba de la lengua o el otro hablaba y presumía, e incluso cada uno a sí mismo, como si los dos supiéramos que no acaba de existir aquello de lo que no hay constancia ni reconocimiento explícito, o que jamás es mencionado; aquello que, por así decir, se comete a escondidas o a espaldas de sus autores, o sin su consentimiento pleno, o con su sesteante conciencia: lo que hacemos diciéndonos que no estamos haciéndolo, lo que acontece mientras nos persuadimos de que no está aconteciendo, no es tan raro como suena o parece, es más, eso pasa todo el tiempo y apenas si nos causa alarma ni nos hace dudar de nuestro juicio. Nos convencemos de no haber tenido tal pensamiento indigno ni tal otro maligno, de no haber deseado a esa mujer o esa muerte -la muerte de ningún enemigo ni de ningún marido ni de ningún amigo-, de no haber sentido momentáneo desprecio o animadversión hacia quien más reverenciábamos o mayor gratitud debíamos, ni envidia de nuestros fastidiosos hijos que van a seguir viviendo cuando ya no estemos y se apropiarán de todo y ocuparán con prisa nuestro puesto; de no haber intrigado ni traicionado ni urdido, ni haber procurado la perdición de nadie cuando sí buscamos la de varios con verdadero ahínco, ni habernos visto tentados a nada que nos avergüence; de no haber obrado de mala fe al contarle algo dañino a alguien para que se defendiese -nos argüimos eso y ya somos virtuosos, caritativos-, y para que saliera así de su inocencia y supiera con quién estaba gastándoselas; pero también, y aún es más extraordinario porque afecta a los hechos y no sólo a la engañadiza mente, de no haber huido cuando sí salimos corriendo y dejamos atrás todo lamento, de no haber empujado o aplastado a un niño para hacernos hueco en el bote cuando el barco se estaba hundiendo, de no habernos parapetado detrás de otro en el peor instante, para que los golpes o las cuchilladas o las balas cayeran sobre ese otro de al lado que esperaba nuestra protección acaso: quién sabe si nuestro ser más querido, aquel por quien declamamos mil veces que daríamos sin vacilar la vida, y resulta que si vacilamos y no la damos ni la hemos dado, ni la daríamos tampoco si una segunda oportunidad se nos ofreciese; de no haber echado nuestra culpa a nadie ni haber acusado en falso para salvarnos, ni haber actuado nunca con egoísmo y por miedo horrendos. Nos creemos que no hemos nacido cuando y donde vinimos al mundo, que somos más jóvenes y de otro sitio más noble o menos oscuro, que nuestros padres no son los que fueron ni tenían tan vulgar apellido; que conseguimos por méritos propios lo que hurtamos o nos regalaron, que heredamos en justicia cualquier cetro o trono o mera vara o mera silla sin utilizar malas artes y sin usurparlos, que alumbramos ocurrencias e ideas leídas o escuchadas a otros más sabios o más pensativos, cuyo temido nombre silenciamos siempre y a los que detestamos por habérsenos adelantado, aunque en el fondo sepamos, en algún recodo raro de la conciencia a salvo, que no hay tal adelantamiento y que sin su precedencia esas ideas tan suyas serían aún menos nuestras o ni siquiera podrían serlo, en absoluto; creemos ser quien más admiramos, y tratamos de aniquilarlo para que así eso se cumpla, creemos poder suplantarlo del todo y hacerlo olvidar con nuestros logros que le debemos enteros y expulsarlo del inestable recuerdo del mundo, y nos tranquilizamos diciéndonos que fue sólo un pionero al que ya hemos superado y al que abarcamos, y así lo hacemos prescindible; nos persuadimos de que no nos pesa el pasado porque jamás lo atravesamos (cNo fui yo, no me pasó, no lo viví, nada he visto, yo no he sido, es una figuración, un recuerdo ajeno que extrañamente se me ha trasplantado o contagiado'), y de que nunca dijimos lo que sí dijimos ni robamos lo que sí robamos, de que nunca vitoreamos al dictador ni delatamos a nuestro mejor amigo que tan intolerablemente fue mejor desde el primer hasta el último día ('Fue él quien se lo buscó, yo no tuve que ver, yo callé, fue un imprudente, él se forjó su ventura, destacó en lo que no convenía y no cambió a tiempo de bando, ni siquiera quiso pasarse'); y hasta de no llamarnos por nuestro verdadero nombre, sino solamente por el falso o por los que se van sucediendo o añadiendo y van variando, sean Rylands o Wheeler, o Ure o Reresby o Tupra o Dundas, o Jacques el fatalista o Jacobo o Jaime.

La gente cree lo que quiere creer, y por eso es tan lógico y fácil que todo tenga su tiempo para ser creído. A pie juntillas: hasta lo manifiestamente falso y lo contrario de lo que estamos viendo, también eso es creído en su tiempo de credulidad, cada suceso en el suyo y todos en el tiempo ido. Todo el mundo está dispuesto a volver la vista y a distraerse, a negar lo que está delante y a no oír nada de lo que se grita, y a sostener que no hay alaridos sino un inmenso y apacible silencio; a modificar cuanto haga falta, de los hechos y de lo acontecido -el cojo a sentir su pierna y el manco a sentir su brazo y el decapitado a dar tres pasos como sí aún no hubiera perdido la voluntad ni la conciencia-, pero sobre todo de su pensamiento, de sus sentidos, de su memoria y de su anticipación del futuro, que se toma a veces por presciencia. 'Esto no fue así. Esto que va a ocurrir no ocurrirá o no habrá ocurrido. Esto no pasa', es la constante letanía que tergiversa el pasado, el porvenir y el presente, y así nunca nada está fijo ni a salvo, ni es seguro ni tampoco es cierto. Todo lo que existe no existe o lleva en sí su no existencia, la pasada y la venidera, no perdura y no se sostiene, y hasta los acontecimientos más graves están en precario y acabarán por visitar y recorrer el tuerto olvido, que tampoco es firme ni estabiliza ni pone nada a resguardo. Por eso todas las cosas parecen decir 'Soy aún, luego es seguro que he sido', mientras todavía colean y se dilatan y no han cesado. Tal vez es su derrotada forma de agarrarse al presente, su resistencia a desaparecer que también oponen los objetos y lo inanimado, no las personas tan sólo, que se aferran y se desesperan y casi jamás se rinden ('Pero es aún no, aún no’ mascullan con pánico, con sus escasas fuerzas), tal vez es la tentativa de dejar su huella de las cosas todas, de hacer más difícil su negación o su difuminación o su olvido, es su manera de decir 'Yo he sido’ y de impedir que los demás digamos 'No, esto no ha sido, nadie lo ha visto ni lo recuerda ni jamás lo ha tocado, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'.

No fue un acontecimiento grave, sino leve para nuestro tiempo y placentero, lo que sucedió sin que sucediera entre la joven Pérez Nuix y yo aquella noche bien entrada, quizá en la hora que los romanos llamaban el conticinio y que en realidad ya no existe en nuestras ciudades, pues no hay en ellas hora alguna en que todo esté quieto en silencio. Ella respiró con satisfacción o alivio y me dio las gracias por mi promesa que no lo era, es decir, por mi anuncio de que vería de hacerlo, eso no es gran compromiso. De pronto pareció muy fatigada, pero le duró sólo un momento, en seguida se puso en pie con energía, fue hasta la ventana y miró más de cerca la lluvia que no se cansa. Se estiró con discreción -sólo los puños, no los brazos; y los muslos, sin ponerse de puntillas ni de talones-, y entonces me pidió quedarse. Le daba mucha pereza irse ahora, tan tarde, dijo, y no debía preocuparme, se levantaría muy temprano para sacar al perro, saldría con tiempo para regresar a su casa y ducharse y cambiarse ('Y calzarse medias nuevas', pensé al vuelo), y no tendríamos que ir juntos hasta el edificio sin nombre, como un extraño matrimonio que no se separara al marchar al trabajo. Nadie allí se imaginaría que nos habíamos encontrado fuera para conspirar ni que nos habíamos despedido tan poco antes. Yo accedí, cómo podía negarme a cosa tan nimia tras haber concedido la principal (bueno, su intento), aunque fueran de naturaleza distinta; la noche estaba asquerosa para echarse otra vez a la calle y quién sabía cuánto le llevaría aparecer a un taxi, y primero habría que llamarlo, si los teléfonos contestaban. También prefería, por delicadeza escénica, que no se marchara nada más obtener lo que buscaba (o su anuncio), eso habría convertido la visita en exclusivamente utilitaria. Lo era y los dos lo sabíamos, pero no podía gustarnos que se subrayara, ni tampoco era conveniente para cuanto nos quedaba aún por hacer en los siguientes días, sobre todo a mí, que debía interpretar y quizá ver a Incompara. Me ofrecí a dormir en el sofá y cederle la cama; ella no consintió, era la intrusa y la inesperada, no iba a privarme de mi colchón y mis sábanas.

– El sofá para mí -dijo. Pero al mirarlo con otros ojos y verlo incómodo, y tal vez aún algo mojado por ella misma y la lluvia que había traído, propuso lo que le tocaba, por edad y por desenvoltura-: Tampoco creo que nos pase nada si dormimos los dos en la cama, siempre que a ti no te importe. A mí no, desde luego. ¿Es ancha?

Claro que no me importaba, mi juventud había transcurrido en la época en que se acostaba uno en cualquier cama y junto a recién conocidos, donde lo pillara la noche brava o de inducido éxtasis o de supuesta espiritualidad o de farra, los años setenta tan esforzadamente espontáneos y tan poco aseados si es que no sucios a veces, y parte de los ochenta, que aun se les parecieron. Y claro que me importaba, ya no era aquel joven ni solía dormir más que en mi propia cama, y llevaba demasiados años acostumbrado a hacerlo sólo al lado de Luisa, ni siquiera al de mi breve y estúpida amante que echó a perder mucho de lo que había, o de lo atesorado, aunque Luisa nunca supiera de ella a ciencia cierta; y después, en Londres, sólo al lado de algunas esporádicas mujeres -tres hasta entonces, exactamente- con las que el desaseo, o la suciedad si se quiere, se habían producido ya antes y a las que por tanto no había peligro de querer tantear por vez primera en sueños o en la duermevela, ni de procurar su roce con la respiración contenida y fingiendo azares, ni de observar a oscuras pero con los sentidos despiertos y los ojos bien abiertos, e intensos inútilmente.

Así es como me vi metido en la cama con la joven Pérez Nuix, tan alerta ante su calor, su presencia, que a duras penas conseguía dormirme, y aún me dejaba menos conciliar el sueño la incógnita que me rondaba de si a ella le ocurriría lo mismo, si estaría aguardando o temiendo una mayor cercanía mía, una aproximación paulatina, sigilosa, inicialmente tan insensible como para dudar que existiera, igual que las de los tocones de autobús o de tranvía o metro que, so pretexto de las apreturas y de los vaivenes, acababan restregándose y aun aplastándose contra el sufrido busto de la mujer elegida, siempre sin utilizar las manos -luego la palabra 'tocones' no es del todo la adecuada- y por tanto con la coartada de la involuntariedad de sus frotamientos, en toda ocasión atríbuibles a la avasalladora presión del gentío y a las curvas y los traqueteos. Si hablo de ello en pasado es porque hace tiempo que no asisto a ese espectáculo sonrojante en ningún transporte público, e ignoro si se dan todavía en estos tiempos, que son más respetuosos únicamente en ese campo; en mi infancia y en mi adolescencia sí los veía a menudo, e incluso no descarto haber participado en alguno tímido a mis trece o catorce años, cuando todo es sexo imaginario o frustrado en las mentes de los incipientes hombres. Y por asociar tales escenas a ese pasado remoto, supongo, me ha salido hablar de tranvías, que son fantasmas desde hace décadas, lo mismo que los agradables autobuses madrileños de dos pisos, idénticos a los de Londres hasta que retiraron éstos hace poco, sólo que de color azul en vez de rojo, y con la entrada sin puerta -sólo una barra vertical a la que agarrarse, y desde la que tomar impulso- a la derecha y no a la izquierda, de acuerdo con el lado por el que circulaba en mi país el tráfico.

También los sexos son entradas sin puertas, quiero decir que si están desembarazados de ropa ya no hay que abrirlos para penetrar en ellos, los sexos de mujer, se entiende. Yo dejé que ella se metiera en la cama antes, a solas, esperé en el salón un rato para que se preparara y se cambiara a su aire, de modo que cuando aparecí al fin en la alcoba, al cabo de esos minutos, la joven Pérez Nuix se encontraba ya bajo las sábanas y yo no tenía manera visual de saber de cuáles ni de cuántas prendas se había despojado para acostarse. Le había prestado una camiseta limpia, de manga corta, porque eso es lo que yo me pongo para dormir cuando preveo frío, pijamas propiamente no tengo. 'Eso me vale, gracias', había dicho, luego lo más probable era que llevara eso sólo y no se cubriera las piernas con nada, aunque también era casi seguro que habría conservado por pudor las bragas, o por consideración, o por pulcritud y para no manchar lienzo ajeno, como yo conservé mis calzoncillos en forma de pantaloncitos y me puse otra camiseta, no tanto porque sintiera frío aquella noche cuanto para evitarle a ella algún roce casual, piel con piel, carne con carne, eso podría darse tan sólo a la altura de nuestras piernas, las mías con pelo y las suyas bien lisas, era española pura en su depilación tan cuidada. Pero antes de apagar la luz que ella había dejado encendida para que yo no entrara a ciegas -la de la mesilla-, pretexté poner algo de orden entre mi ropa y la suya, que habíamos depositado ambos sobre la misma butaca, y entonces pude ver y contar las prendas que se había quitado, y no sólo conté el sostén, como me imaginaba, sino su demás lencería, como en modo alguno me imaginaba, allí estaban sus blancas bragas dobladas, un solo pliegue, eran exiguas, es decir normales, y pensé en seguida: 'Los faldones de la camiseta le serán lo bastante largos, yo soy más alto, le habrá bastado con ellos para sentirse tapada'. Pero no me sirvió ese pensamiento, y a partir del instante en que quedó a oscuras el cuarto y me introduje entre las sábanas, me di cuenta de que en toda la noche no iba a olvidar el dato extraño e inesperado y de que me sería casi imposible así dormirme, dándole vueltas y buscándole un significado: qué sentido tenía que se las hubiera quitado y que su sexo estuviera -como quien dice- al descubierto, tan cerca de mí y del mío, sólo nos separaban unos pocos centímetros y dos telas finas o ni siquiera, la de mis pantaloncitos con abertura a propósito y la de su camiseta prestada, si es que no se le habían subido los faldones al meterse en la cama y no se había preocupado de estirárselos, era posible que ahora su culo -se había echado hacia el lado contrario al que yo ocupaba, luego me daba la espalda- estuviera desnudo y muy próximo a mi miembro sin remedio desperezado, un desastre, no pegaría ojo por culpa de la alerta física y de la actividad mental repetitiva, pensando y pensando en el dato, en el miembro, en las nalgas y más abajo, en la vecindad de todo y en la ausencia de puertas y hasta de barra y de hilo, dudando si acercarme disimuladamente y posarme con tiento, haciendo ver que era inconsciente, que era en sueños, algo meramente instintivo, involuntario, animalesco casi, a la tensa y despejada espera, sin embargo, de ver si se escabullía en el acto, si se apartaba al primer contacto o toleraba y no se movía ni rehuía, no cedía ni me dejaba caer en el aire, en el vacío, en hueco; a tanto como a esperar presión o estímulo no me atrevía, todo esto era sólo con el pensamiento que en seguida se hace obsesivo en esta clase de circunstancias, es el tipo de duda o idea que una vez alumbradas no se disuelven ni se retiran, aún menos si la sangre se ha concentrado e impide todo amaine o respiro, todo aplacamiento o distracción o tregua, y la tentación se vuelve fija. Al cabo de un rato de acechar su respiración -no me parecía la de una persona dormida- y de refrenar, casi aguantar la mía, se me ocurrió levantarme e irme al sofá con una manta, pero en realidad no quería salir de allí ni perder la inverosímil proximidad alcanzada, era una especie de promesa que en sí misma satisfacía y que me permitía mantener la ignorancia mortificadora y esperanzadora, fantasear con lo que podría pasar en cualquier instante si se producía el roce y ninguno de los dos lo esquivaba ni se sobresaltaba, había tan pocos centímetros de distancia y todo es cuestión de tiempo y espacio y de coincidir en ellos, el tiempo ya lo teníamos y casi también el espacio, sólo faltaba un deslizamiento leve para tenerlo a nuestro favor completamente, un desplazamiento mínimo, era tan fácil que parecía imposible que no fuera a darse, quizá un tanteo leve previo y en seguida mi miembro se habría colado en su sexo y ambos estarían en el mismo sitio, el uno en el interior del otro como sin darnos cuenta, hasta podríamos fingir no dárnosla y continuar dormidos aunque estuviéramos los dos bien despiertos, lo sabía de mí y lo creía de ella; firmemente pero sin certeza, claro, y ese era el freno o uno de ellos.

Aquella situación de inminencia sexual callada no me era nueva, esto es, lo era con la joven Pérez Nuix pero no en mi vida, más de una vez había ocurrido así con Luisa, al principio en silencio y apaciguadamente, se habían producido ese leve tanteo previo y el mínimo desplazamiento que nos había hecho coincidir en el espacio y en el tiempo, eso es lo que determina y cuenta en los hechos importantes, y por eso es tan vital a veces not to linger or delay, no esperar ni entretenerse, aunque eso pueda ser también lo que nos salve, nunca sabemos qué nos convendrá y qué es lo bueno, nadie muere si no coinciden en los mismos lugar e instante la bala y su frente, o la navaja y su pecho, o el filo de la espada y su cuello, y por esa razón aún vivía De la Garza, porque su cuello y la lansquenete de Reresby, o su Katzbalger, no habían coincidido exactamente, pese a haber estado a punto varias veces. Pero en aquellas ocasiones con Luisa la aquiescencia era segura o casi, y sí podían esperarse la presión y el estímulo, al fin y al cabo todas las noches nos metíamos en la misma cama, ella más pronto y yo más tarde, como si me acercara a visitarla en sus sueños o yo fuera su fantasma, y el resto entraba dentro de lo previsible y probable, o al menos de lo posible. Y si se daba una negativa, de ella o incluso mía, era un rechazo circunstancial, razonado y momentáneo ('Hoy estoy agotada', u 'Hoy estoy muy preocupado, con la cabeza en otra parte', o aún más intrascendente, 'Mañana he de madrugar muchísimo'), no esencial ni a la totalidad ni al propio acto, como sí podría ser el de la joven Nuix con inequívocas y aplastantes palabras: 'Pero, ¿qué diablos haces, qué te has creído?', o bien más suaves y diplomáticas, 'No sigas por ahí, no te lo aconsejo, no vas a llegar a ningún lado', u otras más humillantes, 'Vaya, te creía con mayor control, más maduro, menos español salido, no tan español de antes'.

No hubo esas palabras hirientes ni las hubo de ninguna otra índole cuando por fin me atreví al roce y apoyé levemente mi miembro en sus nalgas y noté al instante no los faldones de la camiseta sino la firmeza y el calor de su carne, era una de esas mujeres seguramente frioleras que despiden el calor que no sienten, son como estufas para el que está cerca y las toca, aunque ellas estén quizá pasando frío, como las personas con fiebre. No hubo palabra ni reacción alguna, de acercamiento ni de alejamiento, de disuasión ni de aliento, era como si en verdad estuviera profundamente dormida, me pregunté si era posible que lo estuviera tanto como para no reparar en el contacto, de piel a piel sin mediación alguna, pensé que no y que tenía que estar fingiendo, pero uno nunca tiene la absoluta seguridad de nada, de casi nada relativo a los otros, y puede que ni a uno mismo. Me arrimé un poco más, presioné un poco más, tan poco aún que ni siquiera tuve la certeza de haberlo hecho, a veces uno cree haberse desplazado o movido, o haber empujado o acariciado, pero la aproximación es tan tímida y aterrorizada que puede engañarse, y no resultar para el otro perceptible el avance, tal vez ni el tacto. Y en eso estaba, en un sí y un no, en un deseo irresistible y en un freno último temeroso o civilizado, en una presión tan milimétrica que quizá ni lo era, cuando me acordé de pronto, ridiculamente: 'Un condón', pensé. 'No puedo atreverme a intentarlo sin llevar un condón puesto, y para eso hace falta un mínimo de consentimiento expreso, de permiso, de acuerdo. Si ahora me levanto y lo busco y regreso con él luego a la cama, habré perdido mi posición tan cercana, tendría que empezar el tanteo de nuevo, ella podría alejarse y quizá no vuelva a estar tan a las puertas. Y con eso puesto ya no tendría coartada, ya no podría decirle, si me regañase y me detuviese en seco: "Ay, perdona, ha sido sin querer, estaba ya dormido y no me he dado cuenta de que te tocaba. No era mi intención, disculpa, me iré al otro extremo", porque la funda ridícula sería irrefutable prueba de que sí era mi intención, y además alevosa.'

Ese pensamiento me hizo apartarme un poco, inmediatamente, lo bastante para perder el contacto, y al perderlo me reafirmé en mi insegura idea de que lo había habido, y con la fantasmal presión por mi parte que no había sido esquivada ni rechazada; y al cabo de unos segundos abandoné mi postura ('Un maldito condón', pensaba, 'en mi juventud los despreciábamos, ni se me ocurría comprarlos, y ahora en cambio los necesitamos siempre') y ya no quedé detrás de ella, en lugar privilegiado, sino tumbado boca arriba, preguntándome qué hacer o cómo hacer o si desistir pese a mis ilusiones crecidas y procurar dormirme y no hacer nada. Metí un brazo bajo la almohada para mejor apoyar la cabeza, un involuntario ademán cavilatorio, y con ese mismo gesto me destapé el pecho, casi hasta la cintura, y le destapé a ella los hombros. Y eso fue suficiente -o fue pretexto- para que la joven Pérez Nuix se despertara o simulara que se despertaba. Y fue entonces cuando por primera y única vez en toda aquella noche que pasamos juntos no fui para ella invisible, pese a estar a oscuras: se dio la vuelta y me puso sobre las mejillas las palmas bien abiertas de sus manos como si me profesara afecto, las palmas suaves; me miró a los ojos durante unos cuantos segundos (uno, dos, tres, cuatro; y cinco; o seis, siete, ocho; y nueve; o diez, once, doce; y trece) y me sonrió y se rió mientras con delicadeza me cogía o me sujetaba la cara, como a veces hacía Luisa cuando su cama era aún la mía y no teníamos todavía sueño, o no el bastante para darnos las buenas noches y la espalda hasta la mañana, o cuando yo la visitaba tarde como un espectro al que se ha dado cita y se espera, y me acogía. Sólo entonces no fui invisible para Pérez Nuix, justo cuando luz no había. Mis ojos estaban acostumbrados a ver en la penumbra de mi alcoba sin persianas ni contraventanas, como casi todas las de aquella isla grande que se adormece con un ojo abierto; pero no los ojos de ella, que no conocían el espacio. Aun así me miró y sonrió y se rió, fue breve. Luego se dio de nuevo media vuelta y me ofreció la espalda, adoptó la misma postura que antes como si no hubiera ocurrido ese mirarse en penumbra y se dispusiera a seguir durmiendo. Pero sí había ocurrido, y esa fue para mí la señal del consentimiento, del permiso, el acuerdo, y me hizo salir de la cama un momento y buscar como un rayo un preservativo y ponérmelo, y regresar con mucha más seguridad y aplomo a mi propia posición de antes, y al roce y al tanteo y al ligero empuje, ahora ya no contra las nalgas sino un poco más abajo, hacia la humedad y el pasaje, hacia el pasadizo, more ferarum, a la manera de las fieras, así se llama con latinajo. Ella no se movió, o no al principio de mi deslizamiento ahora fácil ('Me la estoy follando', pensé al adentrarme, y no pude evitarlo), se dejó hacer, no participó si es que eso puede decirse o es posible, en todo caso no hablamos, no hubo más señales por parte de ninguno de que estuviera sucediendo lo que sucedía, cómo expresarlo, fingimos fingir estar dormidos y no enterarnos, no reconocérnoslo, como si aquello se produjera en ausencia nuestra o sin nuestro conocimiento, aunque en algunos instantes se le escaparon a ella sonidos y quizá a mí también a mi término, los reprimí a conciencia, según mi criterio me limité tan sólo a respirar más hondo, a suspirar a lo sumo, pero quién sabe, uno se oye poco a sí mismo, en todo caso los sonidos y aun los gemidos son admisibles dentro del sueño, hay quien incluso lanza parlamentos enteros dormido y no por ello es acusado de estar consciente. No se oía, tampoco se veía casi nada, yo sólo veía su nuca en la oscuridad y demasiado cerca, y sin duda por eso se me representaron visiones, las que acababa de contemplar durante largo rato en el salón ('Será breve, un momentito', me había anunciado desde la calle, hasta qué punto habría sabido lo falso de eso), las cremalleras de sus botas bajando y subiendo, la carrera de sus medias que le avanzaba por todas partes pero sobre todo muslos arriba, como si indicara así el camino; y también otra visión más antigua, la de su pecho descubierto, una falda estrecha, en la mano una toalla y un brazo alzado que añadía un suplemento de desnudez a la imagen al mostrar sin pudor la axila limpia y tersa y recién lavada y por supuesto afeitada, aquella mañana temprano en el edificio sin nombre, aquella vez en que el rubor no la asaltó y a mí me dio por pensar que la joven Nuix no me descartaba, o no me excluía enteramente aunque tampoco se sintiera atraída, tras verse vista por mí y decidir no taparse, o tal vez no había habido ni decisión por medio. Fue todo silencioso y tímido, en verdad fue fantasmal y no hubo apenas más cambios, sólo al cabo de un rato noté también el empuje suyo, ya no era sólo el mío y ninguno era ya disimulado ni leve, era como si nos abrazáramos con fuerza sin utilizar los brazos, ella apretaba hacia mí y yo hacia ella, pero nada más con una parte del cuerpo, la misma en ambos como si sólo fuéramos esa o sólo en ella consistiéramos, parecía que nos tuviéramos prohibido enlazarnos de ninguna otra forma, ni con los brazos ni con las piernas ni por la cintura ni con los besos. Creo que ni siquiera nos cogimos la mano.


Sí, eso tendríamos casi seguro en común, Tupra y yo, o Ure o Reresby o Dundas, o quién sabía cuántos más nombres que habría empleado en otros países y que quizá ya nunca usaba en esta época suya más sedentaria, bastante asentado en Londres, era posible que se aburriese allí un poco, aunque viajase de vez en cuando en desplazamientos breves, o tal vez no y estaba ya muy cansado de sus correrías antiguas, y de sus brotes de cólera esparcidos, y de malaria, y peste, y de sus incendios en tierras lejanas. Su casa no era la de un hombre provisional ni apresurado, la de quien sale y entra y echa un vistazo y se va y vuelve y fuma un pitillo y nunca dura en ningún sitio. Posiblemente era un común muy escaso, sin embargo, el que tendríamos: yo me había acostado con Pérez Nuix de aquella manera demasiado tácita y clandestina, no sólo respecto a los demás, sino a nosotros mismos. Él, en cambio (nada más era sospecha, pero muy fuerte), la habría frecuentado íntimamente durante un periodo tal vez dilatado o por lo menos no desdeñable, acaso cuando ella le fue novedad y quien más lo estimulaba y lo divertía y le suponía un elementó de pequeña fiesta cotidiana, o grande. En todo caso se habrían visto las caras mientras se acostaban, habrían hablado después, se habrían contado algo de sus vidas y de sus opiniones (aunque Tupra contase sólo a su fragmentario modo, es decir, poco), y al encontrarse en un cuarto habrían tenido la certeza de que sucedía lo que sucedía, a diferencia de mí, que no la tuve siquiera -o la tuve aún menos, puesto que se iniciaba justo entonces el pasado de lo sucedido- cuando me retiré del pasaje que jamás se atraviesa y salí con el mismo cuidado y tiento de mis tanteos y de mi entrada; cuando me aparté unos centímetros y me volví hacia mi lado y por primera vez le di a la joven la espalda que ella me había ofrecido casi todo el rato -excepto cuando me miró y me cogió la cara-, y puse un brazo bajo la almohada ya no para pensar ni para maldecir, sino para llamar al sueño.

Quizá lo único que tendríamos en común Tupra y yo era un vago y pálido parentesco que suelen ignorar los hombres y que las lenguas no recogen, pero sí el sentimiento y en ocasiones los celos y en ocasiones la camaradería; excepto la lengua anglosajona según leí una vez en un libro, no de un inglés sino de un compatriota mío, y no un ensayo ni una obra lingüística sino una ficción, una novela, cuyo narrador recordaba la existencia de una palabra en ese idioma pretérito que designaba el parentesco o la relación adquiridos por dos o más hombres que se hubieran acostado o hubieran yacido con la misma mujer, aunque fuera en diferentes épocas y con los diferentes rostros de esa mujer en su vida, su rostro de ayer u hoy o mañana. Se me quedó en la memoria esa noción curiosa, aunque aquel narrador no estaba seguro de si se trataba de un verbo, cuyo inexistente equivalente moderno sería ‘conocer’ (o ‘follar’ en grosero y contemporáneo), o de un sustantivo, que consecuentemente denominaría a los 'conyacentes' (o 'cofolladorés'), o la acción en sí misma (la 'cofornicación', digamos). Uno de los posibles vocablos, no sé cuál, era 'ge-bryd-guma’, lo había retenido sin procurarlo ni hacer esfuerzo, y a veces me acudía a la punta de la lengua, o del pensamiento: 'Santo cielo ahora soy, ahora se me ha convertido en "guebrídguma" de ese, qué degradación, qué horror, qué abaratamiento, qué espanto', si veía o me enteraba de que una antigua amante o novia mía se emparejaba o tonteaba de más con alguien despreciable u odioso, con un imbécil o con un infrahombre, ocurre con gran frecuencia o así nos parece, y además siempre estamos expuestos y no podemos oponernos. (Había decidido que la pronunciación sería esa, 'guebrídguma', aunque no tuviera ni idea, naturalmente.)

Al principio de conocer a Tupra había pensado o había temido adquirir con él ese parentesco a través de Luisa, de alguna manera irreal y rocambolesca -o más bien me había alegrado de que ella estuviera en Madrid y de que nunca fueran a encontrarse y eso así no pudiera darse-, cuando había visto con claridad que casi ninguna mujer se le resistiría y que yo llevaría las de perder si competía con él en ese campo algún día, llegara en primer lugar o a la vez o en segundo. Y ahora resultaba que probablemente lo había adquirido por otro conducto inesperado y más ligero, y que me hacía ser el que viene luego y no el que estaba ya antes o había estado: aquél tiene cierta posición de ventaja, porque puede oír y averiguar cosas de éste, pero también es el que se arriesga al contagio, de haber alguna enfermedad por medio, y en realidad es eso, la enfermedad si la hubiera, la única manifestación tangible de ese extraño y débil vínculo con el que nadie cuenta conscientemente hoy en día, aunque de hecho exista sin ser nombrado y sobrevuele desatendido las relaciones entre los hombres y entre las mujeres, y entre los hombres y las mujeres. Esa lengua medieval ya no hay quien la hable ni apenas quien la conozca. Y bien mirado, hay algo más que en algunos casos se transmite por la persona interpuesta, desde el que estuvo antes con ella hasta el que estuvo luego, pero que no es tangible ni visible: la influencia. A lo largo de la conversación de aquella noche con la joven Pérez Nuix había tenido a ratos la impresión de oírla hablar por boca de Tupra, pero eso podía deberse también a sus varios años de trabajo en común y de continuo contacto, no por fuerza a su condición de examantes. Lo cierto es que nunca sabemos de quién proceden en origen las ideas y las convicciones que nos van conformando, las que calan en nosotros y adoptamos como una guía, las que retenemos sin proponérnoslo y hacemos nuestras. ¿De un bisabuelo, un abuelo, un padre, no necesariamente los nuestros? ¿De un maestro lejano al que nunca escuchamos y que educó al que sí tuvimos? ¿De una madre, de un aya que la cuidó a ella de niña? ¿Del exmarido de nuestro amor, de un 'guebrídguma' al que jamas hemos visto? ¿De unos libros que no hemos leído y de una época que no vivimos? Sí, es increíble lo que la gente habla, lo que dice y cuenta y deja escrito, este es un fatigoso mundo de transmisión incesante, y así nacemos con la obra bien avanzada pero condenados a que nunca nada se acabe del todo, y llevamos acumuladas -retumban en nuestras cabezas, indistintas- las voces agotadoras de los incontables siglos, creyéndonos ilusamente que algunos pensamientos e historias son nuevos, jamás oídos ni leídos, cómo podría ser, si la gente no ha parado de contar irremediablemente desde que tuvo el habla y todo lo suelta más pronto o más tarde, lo interesante y lo fútil, lo privado y lo publico, lo íntimo y lo superfluo, lo que debería permanecer oculto y lo que ha de ser difundido, la pena y las alegrías y el resentimiento, las certezas y las conjeturas, lo imaginario y lo acontecido, las persuasiones y las sospechas, los agravios y la adoración y los planes para la venganza, las proezas y las humillaciones, lo que nos enorgullece y lo que nos avergüenza, lo que parecía un secreto y lo que pedía serlo, lo consabido y lo inconfesable y lo horroroso y lo manifiesto, lo sustancial -el enamoramiento- y lo insignificante -el enamoramiento-. Sin pensárselo dos veces, va y lo cuenta.

– Tampoco a mí se me habría ocurrido, no te jode, de haber tenido elección -le contesté a Tupra cuando dejamos de reír juntos desinteresadamente, a pesar mío, respecto a los 'bulwarks' o baluartes contra los que él me había arrojado-. Pero tú me has obligado, como a todo lo demás de esta noche, incluido estar aquí todavía a las mil y gallo. -Bueno, 'at an unearthlyh hour’ fue lo que dije, con mi inglés a veces libresco; ‘a una hora no terrenal', literalmente-. No sé si te das cuenta, pero hace como un día entero que tan sólo me das órdenes, la mayoría fuera de horarios. Va siendo hora de que me marche. Quiero dormir, estoy cansado. -Así pasé de nuevo de la risa traicionera y breve a la seriedad más duradera, si es que no al enfado. E hice un ademán de ir pensando en levantarme, no más que ir pensando, porque aún no me lo permitiría: quería hablarme de Constantinopla y de Tánger en pasados siglos, siempre más voces agotadoras e historias que no conocemos. Pero no lo hacía y seguramente no iba a hacerlo, son esas cosas que se anuncian para no volver luego a ellas, se siembran para abandonarlas, como señuelos verbales; y pretendía mostrarme sus cintas privadas, o serían discos. Tampoco llegaba eso-. Si no me cuentas muy rápido lo de Tánger y Constantinopla, yo me largo, Bertram. Estoy harto, estoy que me caigo. Y no tengo humor para seguir charlando.

Tupra soltó una especie de rugido leve, algo indeciso entre la carcajada seca y.la ahogada expresión de un desprecio. Se puso en pie y me dijo:

– No te impacientes, Jack, que aquí no cabe la prisa. Voy a enseñarte esos vídeos que te he dicho, aprenderás con ellos y te vendrá bien verlos. No en el momento, no son agradables y es muy posible que se te vaya el sueño, que te lo quiten para las próximas horas, ya te he dado permiso para no ir a trabajar mañana, o más bien hoy, no perdamos tiempo. -Miró el reloj muy velozmente, yo también: para Londres no era terrenal la hora, para Madrid sí lo era. Los niños ya estarían dormidos, pero quién sabía qué haría Luisa, aún podía estar despierta, con quién o con nadie-. Pero te vendrá bien más tarde, haberlos visto. Dentro de unos pocos días, y te servirán para siempre. Quizá ya no des importancia a lo que no la tiene, es lo primero que debería enseñarse a todo el mundo y en cambio nadie se ocupa de eso, al contrario: se educa para que cualquier idiota haga un drama de cualquier tontería. Se educa para sufrir sin verdadero motivo, y con sufrir por todo no se gana nada, o con atormentarse. Eso paraliza, eso abruma, eso impide moverse. Pero ya ves, la gente se da hoy golpes en el pecho hasta porque se dañe a una planta, no digamos si es a un animal, oh qué crimen, qué escándalo. Se vive en un mundo irreal, delicado, de mentira, blando. -'Cursi', pensé, 'al inglés le falta esa palabra tan útil, y tan amplia'-. El espíritu entre algodones, permanentemente. -Y volvió a rugir un poco, sonó esta vez como una tosecilla sarcástica-. Eso es en nuestros países. Y cuando en ellos irrumpe lo que es normal en otros sitios, lo que es su moneda diaria, nos encontramos desprotegidos y sin reflejos, bocados tiernos, y sólo al cabo de un tiempo reaccionamos, y entonces lo hacemos desmesurada y ciegamente, errando el blanco. Con excesivo miedo retrospectivo, como ha sucedido con los atentados, los de aquí, y los de tu ciudad, y de los de Nueva York y Washington ni hablemos.

– En Madrid nada ha cambiado mucho -le dije-. Es ya como si no hubieran ocurrido.

Pero él no me prestó atención, estaba a lo suyo. Su voz grave se había tornado aflictiva. Solía resultarlo casi siempre un poco, con su tonalidad de cuerda, como si surgiera del paso del arco sobre el violonchelo. Pero a veces esa cualidad se le acentuaba y producía en quien la oía un sentimiento suave, casi grato, debilitador de aflicción; en mí al menos lo producía.

– No es que no haya que tener miedo, entiéndeme. Es que debíamos haberlo tenido ya antes, haber contado con él como con el aire, y también haberlo infundido. Infundirlo y tenerlo, todo el tiempo, ese es el estilo invariable del mundo, que se nos ha olvidado. Es algo natural en otras partes, más alertadas. Pero aquí nadie se entera y nos adormecemos sin mantener un ojo abierto, nos pilla todo de improviso y entonces no damos crédito. El miedo retrospectivo no sirve de nada, todavía menos que el anticipado. No es que ese sirva de mucho, pero por lo menos pone a la espera, más que en guardia. Siempre es mejor infundirlo. Ven, vamos, te enseñaré esas escenas, no son largas. Algunas te las pasaré aceleradas.

Me sirvió de su oporto de garrafa sin consultarme -quizá pensó que lo necesitaría para enfrentarme con lo instructivo no agradable-, cogió su copa y yo la mía a instancias suyas -me hizo un doble gesto con la cabeza y un dedo-, y me condujo a una habitación más pequeña que abrió con una llave de su llavero. Me pregunté quién más viviría en la casa, para no querer Tupra que entrara allí sin su permiso o su acompañamiento, tal vez sólo fuera el servicio. Encendió un par de lámparas. Era una especie de estudio que al instante me recordó a su despacho en el edificio sin nombre, estaba lleno de libros tan costosos como los del salón o más -quizá sus joyas de bibliófilo-; no había en cambio ningún cuadro, sólo el dibujo enmarcado de un busto de militar con bigote levemente curvado, tal vez algún ídolo suyo del MI6 o como se llamara antiguamente, al primer golpe de vista me pareció de la Primera Guerra Mundial, o como tarde de los años veinte; no creía que fuera un antepasado, un Tupra, vestía uniforme británico de oficial, no supe distinguir el rango. Había una mesa y sobre ella un ordenador; una butaca con ruedecitas detrás de la mesa, allí se encerraría a trabajar Reresby en casa; dos poufs. Con un pie los colocó delante de un armarito de baja altura cuyas portezuelas de madera abrió para que apareciera una televisión dentro, estaba absurdamente camuflada, como las minineveras en algunos hoteles finos que se avergüenzan de tenerlas. Me indicó que me sentara en uno de los poufs y así lo hice. Fue hasta la mesa, la rodeó y sacó de un cajón, que también abrió con llave, un DVD, tras rebuscar durante unos segundos, luego guardaría allí unos cuantos, o más de uno y más de dos. Encendió la televisión, el reproductor de DVD que estaba debajo, e introdujo en éste el disco. Tomó asiento en el otro poufs a mi izquierda, casi a mi altura pero un poco más atrás, ligeramente a mi espalda, los dos muy cerca de la pantalla aún azul, yo más encima, cogió el mando, yo había de mirar de reojo para poder verlo, y para captar su expresión torcer el cuello. Cada uno sostenía su copa en la mano, él lo hizo todo con una sola, o con el pie, como he dicho.

– ¿Qué, qué vamos a ver, qué vas a ponerme? -le pregunté con una mezcla de impaciencia y desenfado-. No será una película, ¿verdad? No son horas.

Aún no sentía temor, me lo impedían la irritación y el cansancio, me parecía improbable que nada pudiera quitarme el sueño. Además, ya había visto bastantes cosas desagradables y difícilmente instructivas aquella noche, y no en un vídeo sino en la realidad palpable y respirable, a mi lado, todavía llevaba en el cuerpo, aunque ya amortiguado, el espanto de la espada cernida sobre el cuello del mameluco, y en mi cerebro aún resonaban los pensamientos inútiles que me habían asaltado: 'Lo va a matar, no, no puede ser, no va a hacerlo, sí, va a decapitarlo aquí mismo, a separarle la cabeza del tronco, este hombre de ira lleno, y yo ya no puedo evitarlo porque la hoja va a bajar y es de dos filos, es como un rayo sin trueno que despedaza callando, y va a segar en todo caso'. No creía que pudiera verlas peores, y cuanto pusiera Tupra ante mis ojos sería además ya pasado, algo ya sucedido, irremediable, filmado, en lo que mí intervención no contaría. No tendría vuelta de hoja, a cada visión se repetiría idéntico. Pero debí haberlo sentido, el temor, la aprensión, el encogimiento, el sobrecogimiento, desde el momento en que la voz de Tupra se había hecho más aflictiva que de costumbre y me había producido un amago de congoja sin motivo ni significado, como la de la música cuando es doliente y no hay razón objetiva -sí, violonchelo o violín o viola de gamba, son sólo notas, o un piano a veces-, como si él ya se hubiera adentrado en desastres retrospectivos que sin embargo pueden reproducirse y volver a hacerse presentes infinitas veces, al estar grabados o registrados, de los que yo no tenía conocimiento ni siquiera la menor sospecha.

– Esto que vas a ver es secreto. Nunca hables de ello ni lo menciones, ni siquiera conmigo más allá de esta noche, porque mañana ya no te lo habré enseñado. Son filmaciones que guardamos por si un día hacen falta. -'Por si acaso', pensé, ese es el lema de nuestro trabajo, así parece'-. En ellas hay hechos vergonzosos o embarazosos, también delitos que no han sido denunciados ni perseguidos, cometidos por individuos de cierto fuste contra los que no se han tomado medidas ni iniciado acciones porque no convenía o no conviene o porque aún no es el momento o porque se ganaría poco con eso. Trae mucha más cuenta tenerlas, guardarlas, previéndoles una utilidad futura, con algunas se podría obtener mucho a cambio. A cambio de que sigan aquí sepultadas y nunca vistas por nadie, se entiende, además de por nosotros. Con otras ya se ha obtenido, les hemos sacado ya buen provecho, y además nunca se agota su beneficio posible, porque el material jamás lo destruimos ni lo entregamos, solamente se lo mostramos en ocasiones a quienes en él aparecen, a los interesados, si es que no se fían o no se creen que existan grabaciones semejantes y quieren cerciorarse y verlas. No tienen que venir aquí, descuida (aquí han venido contadas personas), ahora se hacen copias fácilmente y se les enseñan hasta en el móvil, o se les mandan. Así que estos discos son un tesoro: pueden persuadir, disuadir, conseguir importantes sumas, hacer retirarse a un candidato insalubre, callar bocas, lograr concesiones y acuerdos, abortar maniobras y conspiraciones, aplazar o mitigar conflictos, provocar incendios, salvar vidas. No va a gustarte su contenido, pero no los desprecies ni los condenes. Ten presente lo que valen y para lo que valen. Y el servicio que rinden, el bien que hacen al país a veces. -Había utilizado esa misma expresión nada más conocernos, en la cena fría de Wheeler en Oxford, cuando yo le había preguntado por sus actividades y él había sido huidizo en su respuesta: 'Negociar ha sido siempre mi habilidad mejor, en diferentes campos y circunstancias. Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio y se vaya antes que nada tras el beneficio propio'. Ahora había vuelto a decir eso, 'el país', la palabra 'country' que también podía significar 'patria' en mi lengua, y en ella, dados nuestra historia y nuestros precedentes, se ha hecho un vocablo desagradable y peligroso que revela mucho, negativo todo, sobre quienes lo emplean; su equivalente inglés carece al menos de su emotividad y su pompa, un equivalente imperfecto. 'El país', el país, era curioso. A Tupra se le había olvidado de nuevo que el suyo y el mío no eran el mismo, que yo no era británico sino español, probablemente un español de mierda. Esa fue la vez que más cerca estuve de creer que me había ganado su confianza sin que se hubiera él percatado, es decir, sin que hubiera mediado su decisión de otorgármela: cuando perdió de vista, bien entrada aquella noche, en su casa a la que casi nadie iba, ante la pantalla aún en blanco, a punto de enseñarme sus imágenes reservadas, que yo le servía a él mientras le servía, y por un sueldo, pero no a su country. Ni tampoco al mío, desde luego. En cuanto a él, era imposible adivinar hasta qué punto le rendía servicios laterales o frontales al suyo o si iba siempre tras el beneficio propio. Quizá ya eran cosas indistinguibles, en su cabeza. Añadió-: Prepárate, vamos allá. Ni una palabra a nadie, ¿queda claro? Y apretó en el mando el botón de avance.

Lo que vi a continuación no debería contarse, y yo debo hacerlo tan sólo a ráfagas. En parte porque algunas escenas me las pasó aceleradas, como me había anunciado, y por suerte me enteré de ellas a medias, pero siempre lo suficiente y más de lo que yo habría querido; en parte porque en algunos instantes -uno, dos, tres, cuatro; y cinco- volví la cara o cerré los párpados, y en una o dos ocasiones me puse la mano a modo de visera sobre los ojos, a la altura de las cejas, con los dedos prestos, para poder ver o no ver lo que ya estaba viendo. Pero vi o entreví lo bastante de cada filmación o episodio, porque además Reresby me instaba a mantener la vista al frente ('No, no te vuelvas, aguanta, mira, no te pongo esto para que te apartes, no te escondas', me ordenaba cuando yo rehuía la visión de un modo u otro, y dime ahora si a lo que has asistido antes es tan terrible, dime si he exagerado, dime si tiene la menor importancia'; y por 'antes' se refería a lo que había ocurrido o él había hecho ocurrir en el lavabo de los tullidos, en mi presencia y ante mi impotencia, o ante mi pasividad y mi miedo, o mi cobardía simple). En parte, por último, porque no me atrevo a contarlo o no soy capaz de hacerlo, no cabalmente.

A medida que miraba y entreveía y veía, un veneno me fue entrando, y si utilizo esta palabra, veneno, no es del todo a la ligera ni sólo metafóricamente, sino porque se introdujo en mi conocimiento algo que nunca había estado allí antes y me provocó una sensación instantánea de estar enfermando gradualmente, algo ajeno a mi cuerpo y a mi vista y a mi conciencia, en verdad una inoculación, y este último vocablo es preciso etimológicamente, pues contiene el término latino 'oculus', del que de hecho procede, y por ahí penetraba mi inesperada y nueva dolencia, por los ojos que absorbían imágenes y las registraban y las retenían, y ya no podrían borrarlas como se borra la sangre del suelo, menos aún no haberlas visto. (Quizá sólo, cuando se hubieran curado, podría yo dudar de ellas: cuando hubiera pasado el tiempo que nivela y difumina y mezcla.) Así que entró en mí, como a través de una aguja lenta, lo que me era bien externo y desconocía completamente, lo que no había previsto ni concebido ni tan siquiera soñado, y tan de fuera venía todo que no me servía de nada haber leído en la prensa sobre casos parecidos, que allí siempre resultan remotos y exagerados, ni en las novelas, ni haberlos visto en el cine, del que jamás lo creemos todo porque en el fondo sabemos que es fingido, por mucho que nos desvivamos por los personajes o nos identifiquemos con ellos. Sin embargo las primeras escenas que me mostró Tupra en la pantalla tuvieron un engañoso elemento de comicidad relativa, por lo que aún no me costó bromear ni preguntarle al respecto (de haber empezado por las que siguieron, habría enmudecido desde el principio, seguramente):

– ¿Qué es esto? ¿Porno?

Y eso fue como darle a Reresby la venia para ilustrarme hasta donde él quería -siempre poco, concisamente- acerca de aquella grabación inicial y también de las otras o de la mayoría, pues sobre dos o tres escena guardó un extraño y total silencio -o acaso era significativo-, como si no cupiera decir nada de ellas.

– No en la intención. Ni en los resultados -me respondió muy frío, mi comentario no le había hecho gracia-. Esa mujer es una alto cargo del Partido Conservador, de su ala más rancia, a día de hoy con expectativas altas de ascenso, como contrapeso tranquilizador para los votantes más rígidos; y como suele lanzar soflamas contra la degradación de la moral y las costumbres, y el sexo desenfrenado y todo eso, es interesante ver lo que hace en esta cinta, y algún día podría ser útil pasársela. Ahí no está su marido.

La escena era sin prolegómenos, quiero decir que probablemente se había montado a partir de lo fundamental tan sólo, o del grano, lo cual lamenté bastante, pues me habría gustado saber de dónde habían salido, o qué le habían propuesto, o cómo habían llegado a eso, los dos maromos que -in medias res el episodio, insisto- ya le estaban practicando un sandwich, los tres enrevesados sobre una moqueta verde un poco descolorida o quizá era problema de la filmación, de regular calidad aunque lo bastante nítida para que yo reconociera a la alto cargo, esto es, me sonara de haberla visto con anterioridad en la televisión, en el Parlamento o en las noticias. Hasta recordaba su voz de viento o más bien como de secador eléctrico, una de esas personas que, aunque lo quieran, no pueden o no saben hablar quedamente ni hacer la más mínima pausa, para sus allegados un tormento. Por suerte esa grabación carecía de sonido, o de otro modo, a la vista de sus gestos de gran embeleso doble ante las embestidas simultáneas de los maromos posterior y anterior -o eran intermitentes, una sincronización defectuosa, y a ratos un mal encaje, se soltaban-, sus aullidos nos habrían parecido un vendaval o un serrucho. Aquellos dos sujetos tenían pinta de funcionarios en la medida en que su escasa ropa permitía hacer apuestas, y ninguno era muy joven ni muy esbelto, y uno de ellos -con el pantalón sólo abierto, un rasgo de pereza más que de urgencia- llevaba unos tirantes muy tirantes sobre la desnudez de su torso, que le conferían un aire incongruente, como si fuera una mezcla imposible de oficinista y carnicero. En cuanto a la mujer, rondaría los cuarenta años y conservaba a su vez la falda, convertida en un mero cinturón arrugado, y no era muy atractiva pese a su notable busto a la vista, sin operar ningún pecho. Podían estar en una habitación de hotel o en un despacho, el estrecho campo visual no ayudaba a aclararlo, la cámara centrada sólo en los personajes fornicantes, aquellos dos mendas sí que eran 'guebrídgumas' plenos, lo estaban siendo en el acto. Desde luego parecía una película porno, de presupuesto bajo o casera y con intérpretes suplentes. Quién y cómo habría rodado la escena era por supuesto una incógnita, pero hoy cualquiera es capaz de hacerlo, hasta con un teléfono móvil e incluso sin estar presente, a distancia, y así nadie está libre de ser captado en las situaciones más íntimas, o en las más desaforadas.

Tupra aceleró al cabo de un minuto o menos y se lo agradecí, no valía la pena contemplar tanto esfuerzo para un final sin sorpresas. Llegué a distinguir una expresión, en la alto cargo, de complacido desconcierto a la conclusión de su emparedado, como si se estuviera diciendo: 'Qué bárbara, cómo he sido capaz de tanto. Tendré que volver a probarlo, a ver si me ha parecido lo que creo', Quizá era su primera duplicidad, una osadía. Mi jefe recuperó la velocidad normal entonces, para pasar en seguida al segundo episodio, este sí con sonido, que mostraba a dos conocidos actores y a un tercer individuo, para mí anónimo, soltando sandeces entre descompuestas risas y esnifando cocaína en un salón, en un sofá, las rayas listas sobre la mesa baja, gruesas si es que no bestias, las hacían disminuir como quien da sorbos a un vaso.

– No sé quién es ese -dije señalando al de la derecha y dándole a entender a Tupra que había reconocido a los dos juveniles astros.

– Un miembro de la familia real. Muy lejano en la línea de sucesión, muy secundario. Nos habría venido de maravilla que hubiese sido uno más prominente, más próximo. -Y aceleró la imagen de nuevo, era monótona, consistía todo en las carcajadas lelas y en el festín de polvo.

Aquel comentario me dio que pensar fugazmente, me pregunté por qué les habría venido de perlas (tomaba aquel 'nos' más por el MI6, o por el conjunto de los Servicios Secretos, que por nuestro grupo) que le diera a la droga nadie, o que fuera adúltero, o corrupto, o que delinquiera. Deberían haberse alegrado de que los principales parientes de la Reina no se pusieran ciegos de coca, como aquel trío.

– No entiendo -expresé mi incomprensión-. ¿Por qué os habría convenido eso? -Y así tuve a bien no incluirme.

Tupra congeló la imagen para contestarme.

– Qué pregunta más ingenua, Jack, eres decepcionante a veces. A nosotros nos conviene eso siempre, con cualquiera que tenga importancia, peso, capacidad de decisión, nombre, influencia. Mejor para nosotros, cuantas más manchas y más altas. Como le conviene a todo el mundo, por otra parte, con los que tiene cerca. A ti te interesa que tu vecino esté en deuda contigo, o haberlo pillado en alguna falta y poderle hacer la faena de contarlo o el favor de callártelo. Si la gente no infringiera las leyes, si no burlara los códigos ni jamás cometiera bajezas ni errores, nosotros no conseguiríamos nada, nos sería muy difícil disponer de una moneda de cambio y casi imposible torcerle la voluntad, obligarla. Tendríamos que recurrir a la fuerza y a la amenaza física, y ese estilo está en desuso, se procura abandonarlo desde hace ya tiempo, nunca sabe uno si saldrá bien parado de eso o si te acabarán llevando a juicio y desgraciándote. Los individuos en verdad poderosos pueden hacerlo, complicarte la vida y lograr que te destituyan, tocar teclas y que te acaben sacrificando. Con la gente insignificante sí, como tu amigo Garza. Con esos el estilo sigue en uso y no hay otro más eficaz, te lo garantizo. Los que ni siquiera rechistarían. Pero con otros es siempre un riesgo. Con ellos tampoco vale el dinero, cuando ya poseen mucho. Pero en cambio casi todos son capaces de medir y hacer cálculos, de avenirse a razones, de ver lo que les compensa. Tú sabes hasta qué punto se ocultan cosas, nunca he conocido a nadie que no estuviera dispuesto a ceder, poco o mucho, por que se silenciara algo, por que no trascendiera, o al menos no llegara a conocimiento de alguien determinado. Cómo no va a convenirnos que la gente sea débil o vil o codiciosa o cobarde, que caiga en las tentaciones y meta la pata hasta el fondo, incluso que participe en crímenes o los cometa. Es la base de nuestro trabajo, es la sustancia. Aún es más: es el fundamento del Estado. El Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito, las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos (las heroicidades, en cambio, solamente con cuentagotas y de tarde en tarde, por el contraste). Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace. ¿Por qué crees que se crean cada vez más delitos nuevos? Lo que no lo era pasa a serlo, para que nadie esté nunca limpio. ¿Por qué crees que intervenimos en todo y lo regulamos todo, hasta lo ocioso y lo que no nos atañe? Nos hace falta la violación, el quebranto. De qué nos servirían las leyes si no las incumpliera nadie. Sin eso no iríamos a ninguna parte. No podríamos ni organizamos. El Estado precisa de las infracciones, lo saben hasta los niños, aunque sin saber que lo saben. Son los primeros en prestarse a ellas. Se nos educa para entrar en el juego y colaborar desde el principio, y en él seguimos hasta el último día, y aun después de muertos. Las cuentas jamás se saldan.

Yo torcía un poco el cuello para mirarlo de reojo de vez en cuando, pero lo cierto es que Tupra, retrasado respecto a mi posición en su pouf me hablaba sobre todo a la espalda. Su voz me llegaba muy cercana y muy suave, era casi un bisbiseo grave, no tenía por qué alzarla, no había alrededor más que silencio. Aquel 'nos' penúltimo (cnos atañe') había sido aún más amplio que el anterior, se sentía parte del Estado, representante suyo, quizá guardián, quizá servidor de la patria, pese a su tendencia a ir antes que nada tras el beneficio propio. Supuse que sería capaz de la traición él mismo, aunque sólo fuera por abastecer al país, por satisfacer sus necesidades.

– ¿El Estado necesita la traición? -le pregunté algo extrañado (lo justo tan sólo, empezaba a vislumbrar su sentido).

– Claro, Jack. Sobre todo en tiempo de asedio, de invasión o de guerra. Es lo que más se conmemora, lo que más une, lo que las naciones más recuerdan así pasen los siglos. Qué sería de nosotros sin ella.


Pensé que tal vez le había sido útil sin querer, entonces, en su calidad de hombre de Estado, cuando lo había traicionado con la interpretación de Incompara, pero eso no me ayudó a sentir mi deuda zanjada. Sin duda era por eso, en parte, por lo que tenía tanta tolerancia con él -siempre podía irme-, o tanto miramiento, o tan poca severidad o así yo lo creía, por aquel malestar duradero y por aquel fallo voluntario mío, aún no estaba seguro de que se hubiera dado cuenta de cuan deliberado había sido. Y también porque nos profesábamos simpatía, a mi pesar a veces, quién sabía si al suyo, la joven Pérez Nuix era demasiado optimista. Aquella noche Tupra había puesto la mía a prueba, y aún iba a seguir haciéndolo, con la sesión de cine.

Dejó de hablar y acto seguido volvió a apretar el botón de avance. La anterior escena terminó al instante y apareció una nueva en la pantalla, y con ella empezó a entrarme el veneno. Dos individuos en camiseta y con pantalón de camuflaje y botas cortas, soldados presumiblemente, tenían a un tercero, encapuchado, sentado en un taburete y encadenado de pies y manos. Había sonido, pero lo único que se oía era un jadeo exagerado, el del cautivo, como si acabara de correr quinientos metros o tuviera un ataque de ansiedad o pánico. Se hacía angustiosa aquella respiración fuerte y rápida y como inaplacable, era muy posible que la provocara el miedo, estar atado y no ver nada debe de hacer temer cada segundo futuro, y no hay tregua con los segundos. Había una luz cenital cuyo origen quedaba fuera de cuadro -a buen seguro una lámpara con pantalla colgada del techo- y que iluminaba a los tres hombres, o mejor dicho, a los dos camuflados no todo el rato, daban vueltas alrededor del tapado y en sus recorridos pisaban sombra. Fuera del haz de luz, al fondo de la imagen, había dos o tres personas más, sentadas en fila contra una pared y cruzadas de brazos, pero no se distinguían sus rostros ni apenas sus figuras, demasiado en penumbra. Los soldados cesaron en sus rodeos y con malos modos obligaron al prisionero a levantarse y a ponerse de pie sobre el taburete, lo guiaron para que subiera. Los vi manejar una soga, y aunque la cabeza del encapuchado salía ahora del encuadre -el plano era fijo, cámara estática-, todo hacía suponer que se la habían puesto alrededor del cuello y que estaría amarrada a una viga o a alguna barra horizontal y alta, porque uno de los encamisetados le dio un patadón al taburete y la víctima quedó colgando sin poder hacer pie, aunque muy cerca, aquello era un ahorcamiento.

Me sobresalté, quizá jadeé inesperadamente, me volví hacia Tupra y le dije con alarma:

– ¡Qué es esto!

En su desplome el cautivo debía de haber golpeado o más bien rozado la invisible lámpara, porque el haz de luz hizo durante unos instantes un vaivén o balanceo leve.

– No te vuelvas, sigue mirando, aún no ha acabado -me contestó Tupra con imperiosidad. Y me dio con las puntas de los dedos rígidos en el codo, como si yo fuera un niño desobediente.

Cuando fijé de nuevo los ojos en la televisión, aún vi cómo los pies del ahorcado pataleaban en busca de apoyo mientras su jadeo daba paso a una especie de gutural gruñido, pero era algo que no arrancaba, no podía, algo ahogado. Esos pies, sin embargo, encontraron en seguida apoyo: uno de los camuflados le abrazó las dos piernas con fuerza y se las elevó lo más posible, y el otro recogió el taburete y se lo colocó otra vez bajo las suelas. Una vez allí estabilizado, le quitaron la cuerda y lo hicieron descender al suelo. De un empellón lo sentaron y los dos soldados reiniciaron sus merodeos en torno al prisionero, que ahora tosía, tenía que estar congestionado. Las botas cortas hacían más ruido en esta ronda, como si sus dueños marcharan al unísono y pisaran a fondo con ese propósito, con el de hacer amenazante ruido, evocaban el redoble de tambores que anunciaba en el circo la inminencia de un creciente riesgo, o en las plazas la de la ejecución ansiada. Y al cabo de unos treinta segundos -o quizá fueron noventa- repitieron la operación, es decir, subieron al taburete al encapuchado y simularon que lo ahorcaban, o no es exacto, sino que de hecho empezaron a ahorcarlo -el patadón, el mismo método-, y al poco se detuvieron. En esta ocasión el cautivo perdió un zapato en su pataleo, quizá duró un poco más que el primero. Eran zapatos normales, viejos, de cordones pero sin los cordones. No llevaba calcetines. 'Esto es como Tupra en el lavabo', alcancé a pensar tumbadamente, 'cuando alzó y bajó la espada y volvió a alzarla y a bajarla. Cada vez yo ignoraba si le cortaría la cabeza al capullo, y ahora, aunque lo que me enseña ya haya ocurrido y además pueda pararse su acción en el vídeo, o hasta dejarse para otro día como si ya diera lo mismo (la escena seguirá ahí y no va a cambiar nunca), en este instante yo ignoro si estos tipos acabarán por ahorcar al pobre diablo en alguno de sus amagos, y ya quiero saberlo, aunque sea un desconocido y ni siquiera vea qué cara tiene. Él también lo ignoraría entonces, y entonces no era pasado. No sería un hombre joven, con esos zapatos marrones abarquillados.' Le calzaron el que se le había salido antes de volver a sentarlo, misterios de la pulcritud y el orden. Uno de los soldados levantó aire con una mano, agitándosela de arriba abajo delante de la nariz, como si le hubiera llegado un horrible olor repentino procedente del colgado. Seguían sin hablar, nadie hablaba, tampoco los espectadores oscuros, y eso debe de infundir aún más miedo a quien se encuentra a ciegas e inmovilizado, más que voces desabridas o insultos, a no ser que sean en una lengua desconocida, lo que da más pavor es no entender lo que se le dice a uno, yo creo, en una situación de vida o muerte.

Aún repitieron la operación una tercera vez, todo idéntico, la cabeza del cautivo fuera de cuadro y después reapareciendo junto con la cuerda ya tensada, el cuerpo cayendo a plomo en un trayecto muy corto para que nada fuera irremediable en la caída, el haz de luz oscilando unos instantes por efecto de algún roce o acaso de la sacudida, quizá la segunda y la tercera vez lo mantuvieron menos segundos ahorcándose, aunque me engañara mi angustia y a mí se me hicieran más largos. La víctima estaría más débil a cada broma, le habrían descoyuntado algo y el corazón desbocado. Obviamente no se le había partido la tráquea, habría sido definitivo, los camuflados no daban tiempo a eso, gente bien adiestrada, debían de saber a partir de qué momento se haría demasiado tarde, y tampoco sería muy grave, supuse, si se les iba la mano y el hombre se les quedaba tieso, quizá no había nadie en el mundo que estuviera al tanto de su suerte, ni siquiera de su paradero. Se los veía a todos relativamente tranquilos, a verdugos y a testigos, diligentes o atentos pero sin saña, como si llevaran a cabo o asistieran a un desagradable trámite, pero trámite al fin y al cabo.

Tupra congeló la imagen con el preso ya descolgado y con toses, las piernas muy flojas e irresponsables, y en esta ocasión no lo sentaron. La capucha negra siempre puesta, con su única abertura para boca y fosas nasales (pero en la boca cinta adhesiva), para los ojos no había. Parecían a punto de llevárselo, tal vez de regreso a una celda, tal vez a la enfermería. Poco a poco recuperaba el jadeo.

– Qué, ¿lo has visto? -me preguntó Tupra. Y en su tono percibí una excitación casi divertida, para mí inexplicable, yo notaba ya el veneno.

– Qué haces -le contesté-. Quiero ver cómo termina esto, si se cargan a ese desdichado.

– Aquí se acaba la escena, ya no hay más, se pasa a otra. Así, ¿lo has visto? -'Did you see him?’ fue lo que dijo, refiriéndose por tanto a alguien y además masculino, no a un objeto ni a un detalle ni al episodio en sí mismo, habría utilizado ‘it' en los tres casos.

– ¿A quién? -'Whom?', pregunté, quizá incurriendo en hipercorreccíón, con esa forma del dativo cuando aquello era acusativo, otro misterio del orden y la pulcritud excesiva, en medio de la conmoción que sentía.

Tupra chasqueó la lengua con desdén espontáneo.

– También en esto estás torpe, Jack. Vamos a ver, para qué tienes los ojos, el ojo es rápido y lo capta todo. Lo has hecho mejor otras veces, estás perdiendo facultades o será que estás cansado. -Entonces rebobinó las imágenes con el mando sobre el que mandaba, buscó un punto de la grabación y lo dejó congelado, lo hizo con celeridad y pericia, estaba acostumbrado a esos manejos. Era uno de los momentos en que el cautivo caía, la soga tensándose, el taburete a la mierda, y el haz de luz balanceándose muy breve y ligeramente, con poca fuerza y a cada vaivén con menos, también con menos recorrido. Dos, no más de tres mínimos vaivenes, pero en ese instante los tres sujetos del fondo aparecían iluminados por el haz desplazado, había sido una fracción de segundo, miré hacia ellos, no lograba distinguirlos del todo pero algo familiar había-. Qué, ¿lo ves ahora?

– Espera -contesté aún inseguro, guiñando los ojos para ver más nítido-. Espera.

Tupra no esperó, activó el zoom y amplió sus rostros en un recuadro, tenía un reproductor de DVD con prestaciones que yo desconocía en el de mi casa de Madrid, aún no me lo había comprado en Londres. Y entonces sí vi con claridad el conocido rostro cuadrado y surcado, conocido por media humanidad, la que ve televisión y lee prensa, con sus gafas inconfundibles y su aspecto de médico o químico alemán, o más bien de médico o químico o científico nazi, siempre que lo había visto en pantalla o en foto no me había costado nada imaginarlo con bata blanca en torno a la corbata, es más, su cara casi pedía a gritos, necesitaba esa bata blanca, era incongruente que no la llevara. Él, como todos los políticos y dirigentes democráticos mundiales, había negado públicamente cien veces tener que ver, haber dado órdenes, haber aprobado o consentido o estar enterado de prácticas como aquella y hasta de las menos brutales, las solamente vejatorias. Nadie en el mundo exterior sabía lo que yo sabía ahora: que, lejos de eso, había asistido, una vez al menos, al triple ahorcamiento a medias de un individuo encadenado de pies y manos, y que lo había hecho literalmente cruzado de brazos, impasible, sentado, y como máxima autoridad presente, como también lo habría sido en casi cualquier otro sitio en el que hubiera estado. Ya lo había dicho Tupra, aquellos vídeos no eran para que los viese cualquiera (un periodista se habría puesto a dar saltos). Y si los ateso raban como oro en paño era porque en todos ellos estaba fijado -reperible indefinidamente- alguien famoso, o poderoso, o adinerado, o con prestigio o con influencia. A las terceras de cambio yo ya lo había olvidado y había atendido tan sólo a la acción principal, cómo no iba a hacerlo. Quizá para Tupra, en cambio, lo único que contaba era el fondo oscuro, o su instante iluminado. Claro que él ya había visto antes la escena, no lo pillaba por sorpresa. Su actitud me confirmó, en todo caso, que no tenía en mucho la muerte posible y que tampoco era un sádico. Por lo menos no disfrutaba con el sufrimiento ajeno, aquellos amagos de ahorcamiento le traían sin cuidado, o eran sólo el necesario marco de lo que le interesaba.

– Sí, lo veo ahora -dije-. Pero, ¿por qué guardas esto? Él es americano, es aliado, es de los vuestros. -Y en seguida me percaté de que no había dicho 'de los nuestros', como acaso le habría parecido lógico a Tupra y lo habría sido a aquellas alturas, pensé que me había adentrado en un terreno fangoso sin apenas darme cuenta. Sí, estaba dentro y sabía, estaba de hecho en un bando, pese a no sentirme yo en ninguno. Y, lo que era aún más inesperado y habría resultado impensable un año antes o medio: había visto lo que estaba vedado a casi todos los demás ojos del mundo, o todavía no había acabado de verlo.

– Ya. Y qué importa. Nunca se sabe. -Bebió de su copa, a mí no me apetecía ya mucho la mía. Sacó y encendió un Rameses II. Sólo me ofreció después, con su cigarrillo ya humeante, y eso se lo cogí, tabaco-. Ni siquiera se sabe quién es de los nuestros, ni si lo será mañana, en eso más vale ni pararse. Tampoco lo sé yo de ti ni tú de mí. Sigamos.

Y continuó la sesión, la inyección de veneno, mientras su voz a mi lado, ligeramente a mi espalda, sonaba de tanto en tanto para hacer algún breve apunte o comentario, casi como cuando en las antiguas sesiones de fotos, con proyector y pantalla, tras un viaje infrecuente entonces -por ejemplo en mi infancia-, los viajeros, los que las enseñaban a los parientes o a las amistades, situaban cada diapositiva en su contexto y les explicaban: 'Aquí estamos arriba del todo en el Empire State, el rascacielos más alto del mundo', cuando todavía lo era; 'fijaos qué vértigo'. Y qué vértigo, sí, qué vértigo el que yo fui sintiendo a cada nueva escena. Algunas eran inocuas, más gente pillada en actos sexuales normales, pero que si se hacen públicos o son presenciados se transforman extrañamente en anómalos, sobre todo si los llevan a cabo personajes célebres, o muy serios, o de cierta edad, o respetables, siempre hay algo de afanoso y ridículo en el sexo objetivado, no se comprende cómo ahora hay tantas personas que se filman en ello por gusto, para recrearse luego en el parcial bochorno. También individuos ofreciendo y aceptando sobornos, alguno en metálico, alguno de rostro por mí conocido, alguno español o más bien española, qué rubia hipócrita, pero todas estas cosas Tupra las aceleraba y sólo volvía a la velocidad real cuando la escena era violenta e insólita. Insólita para mí, se entiende; no para él, desde luego; quién sabía si para Pérez Nuix y Mulryan y Rendel, era posible que ellos nunca hubieran visto imágenes como aquellas o que estuvieran al cabo de la calle y se conocieran al dedillo estas mismas; quién sabía si para Wheeler, o quizá él había contemplado equivalentes de sobra a lo largo de su vida joven, y no en pantalla. Pero yo no, yo nunca había visto una ejecución más que en las películas, o últimamente en las televisiones, que aunque den noticias resultan ya tan ficticias como el propio cine, tres hombres y una mujer a la orilla de un mar, esperando quietos de pie con las manos libres, estaban perdidos y para qué iban a atárselas, una luz de madrugada, me acordé al instante de ese cuadro apaisado que está en Madrid, Gisbert el pintor o me acudió ese nombre, el fusilamiento de Torrijos y sus compañeros liberales en Málaga, se veía arena y se veían olas, quizá algo de paisaje al fondo y nutrido el grupo de los condenados, y al buscarlo en Internet más tarde, ya de mañana, comprobé que eran dieciséis si se incluía a la mujer y al niño que uno de ellos tenía abrazados, pero seguramente esa familia se despedía tan sólo de su premuerto y no iba a correr la misma suerte que el marido y padre, en todo caso eran catorce y cuatro más en el suelo ya abatidos, con los ojos vendados y junto a una chistera que acaso un cadáver había conservado tenazmente puesta hasta el momento de empezar a serlo, irían por tandas al no dar abasto, allí cayeron cincuenta y tantos en 1831 ('Muy de noche lo mataron con toda su compañía', me acordé del romance del buen Lorca, cité para mis adentros), los seis mejor vestidos agrupados a la derecha, la tropa junta a la izquierda y el del gorro frigio despreciativo y sobrado (hasta en la muerte compartida hay clases), aún más que el de los lentes en el núcleo de los señores, Torrijos sería el rubio ('el general noble, de la frente limpia'), o no, sería el de las botas cortas que cogía de las manos a dos de sus camaradas ('Caballero entre los duques, corazón de plata fina'), traicionado al volver al país por el Gobernador de Málaga ('Lo atrajeron con engaños que él creyó, por su desdicha'), también había estado en Inglaterra huido durante varios años, regresar a España es peligroso siempre, donde de hoy a mañana tanto cambian los rostros, aunque se haya sido un héroe de la Guerra Peninsular o de la Independencia ('El Vizconde de La Barthe, que mandaba las milicias, debió cortarse la mano antes de tal villanía'), y allí estaban los frailes que jamás han faltado en nuestros acontecimientos sombríos (y si no eran curas y si no fueron monjas), uno leyendo o rezando y dos tapando miradas, los tres agoreros, el pelotón de ejecución más atrás, a la espera y difuminado ('Grandes nubes se levantan sobre la sierra de Mujas'), es posible que el que lo comandaba dejara caer el pañuelo blanco que sujeta en su mano izquierda, quizá desde la punta del sable, a la vez que gritaba '¡Fuego!' ('Entre el ruido de las olas sonó la fusilería,


y muerto quedó en la arena, sangrando por tres heridas… La muerte, con ser la muerte, no deshojó su sonrisa'); y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más de un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o 'Mancini': Duque de Sevilla su inoportuno título, el de quien sembró de cadáveres las orillas y el agua y los cuarteles y cárceles y los hoteles y las tapias, unos cuatro mil, se dijo, y aunque no fueran tantos; y enfrente de los ajusticiables dos tipos con metralletas o con armas que se les asemejaban, no entiendo yo de eso, dos tipos encorbatados y repeinados, seguro que llevaban peine en el bolsillo como yo, como meridionales, y al decir 'Dai' uno de ellos, ambos lanzaron interminables ráfagas, dispararon y dispararon derrochando balas como si debieran gastarlas, mientras se derrumbaban los cuerpos y también una vez caídos, la mujer y un hombre boca arriba y los otros dos de lado, se acercaron más, siguieron, buscaron la verticalidad de las armas, la arena daba saltos y parecía que los dieran la carne y las ropas modestas de los ya muertos muertísimos, sangrando por veinte heridas, a cada gratuito impacto. 'Esto es un ajuste de cuentas en alguna playa escondida del Golfo de Taranto, seguramente no lejos de Crotone, en Calabria, hace ya unos cuantos años', murmuraba Reresby acentuando bien el nombre esdrújulo, 'Taranto', y hablaba desde tan adentro que era como si la voz surgiera de un yelmo. 'Es interesante. Uno de los verdugos ha hecho carrera, primero en la construcción, luego en política, y ahora tiene un cargo bueno en el actual Gobierno. El otro ya no vive, en cambio, se lo cargaron en seguida, en la represalia por esto. Útil ahora, ¿no?, este vídeo.' Y en la pregunta se le notaba una especie de orgullo de coleccionista, tal vez tenía motivos para sentirlo.

Tampoco yo había visto, ni siquiera concebido, una violación inhumana inducida, con espectadores como en una tienta, un coso pequeño, casi un patio de corrala, hombres bien trajeados bajo unos toldos blancos, rojos, verdes, un sol dañino, bigotes poblados y sombreros texanos y no pocos habanos entre los dientes, sonaba una festiva charanga de fondo, voces de jaleo y aliento en español y en inglés, y en la arena una mujer, un caballo, unos mamporreros, unos desgarros, no lo soporté, cerré los ojos, '¡No los cierres!', así que desvié la mirada, '¡No la apartes!'. Pero la mantuve apartada excepto en algún instante, aquello sí que no pude aguantarlo porque además no daba crédito, nunca había imaginado algo así ni que fuera posible en el mundo y sólo para divertirse, y aquello sí que era mortal veneno, me entraron aquellas imágenes -lo que llegué a vislumbrar de ellas, muy pronto me salvaron los párpados, después el cuello girado- como si fueran un mal reptil, una serpiente, o tal vez una anguila o sanguijuelas bajo la piel, cómo decir, internas, se introdujeron como un cuerpo extraño que me causara un dolor inmediato y una opresión y un ahogo y la necesidad urgente de que me lo sacaran ('Pese esto sobre tu alma'), pero lo que entra por los ojos no hay manera de extirparlo, como lo que entra por los oídos tampoco, ahí se instala y no hay remedio, o hay que esperar algo de tiempo para poder persuadirse de que uno no vio u oyó lo que sí vio u oyó -y siempre queda una duda o su huella-, de que fueron imaginaciones o malentendidos o espejismos o perturbaciones o interpretaciones malintencionadas, ninguno estamos a salvo de ellas cuando nuestro pensamiento y nuestra percepción se tuercen y todo lo juzgamos a una luz sesgada y siniestra. 'Esto es Ciudad Juárez, en el Estado de Chihuahua, en México, ya sabes', murmuró Tupra con su voz cada vez más hundida y un tono nada indiferente, sino casi luctuoso, grave, a imitación no sonaba, 'y ahí tienes a una de las mil mujeres allí desaparecidas, de las que tanto ha hablado la prensa. Lo importante para nosotros no es eso, con serlo mucho, sino ese hombre de ahí, a la derecha en segunda fila, el que va todo de blanco con la corbata roja.' Eso me obligó a mirar un momento, de reojo y reaciamente -qué mal se vence la curiosidad por lo que nos señala un dedo-, distinguí al hombre entre el público, un gordo risueño de mediana edad y piel lustrosa y tupido pelo, pero no pude evitar ver también lo irracional y más desgarros y ya algo de sangre -como una espada o una lanza- y volví de nuevo la cabeza, hacia el lado de Reresby, sus ojos fijos en la pantalla pero ahora muy guiñados, como si necesitara gafas o bien se preparara a cerrarlos también en cualquier instante, tal vez aquel episodio, aunque lo hubiera visto más veces y supiera cómo terminaba, le producía gran dentera o angustia o incluso repugnancia ('Manchado de sangre y culpable, culpablemente despierto'), no hay nadie que lo soporte todo y ya he dicho que tampoco era un sádico. 'Entonces, hace de esto unos años, era un empresario muy rico, sin llegar a ser un magnate. Ahora ya lo es, y se presenta como candidato a una alcaldía de consideración, en otra zona, en otro Estado fronterizo con los Estados Unidos, Coahuila. Y además va a ganarla. Nos será ventajoso tenerlo aquí a la vista, disfrutando del espectáculo.' Pronunció mal este nombre, a la inglesa -no tan conocido como Chihuahua-, aproximadamente dijo 'Coujuaila'. Lo peor era que aquel coso no parecía algo excepcional, no hacía pensar que se había montado todo para una ocasión única, la charanga, los toldos, la bestia y sus experimentados guías, la convocatoria, seguramente por Internet y en clave, o por mensajes de móviles, seguramente en voz baja. Lo que entreví era muy probable que ocurriera más veces, acaso con ligeras variantes, otro animal quizá, no quise continuar por ahí y me arranqué toda figuración de cuajo.

– Es Coahuila -recurrí a corregirle o me fue imposible no hacerlo, más misterios del orden y de la precisión impertinente, a todo trance. Se lo dije aún mirándolo. Pero él no me miraba a mí, siguió con los ojos clavados en la televisión todavía unos segundos, entrecerrados casi, su expresión era de desprecio y asco por lo que contemplaba, desde luego no era el rostro de un hombre impasible ante la crueldad y el padecimiento ajenos, estaba juzgando severamente; después aceleró con el mando y al poco detuvo la imagen.

– Ya puedes mirar, estás a salvo. He parado ya en otra escena, en la siguiente. Pero Jack -añadió con irritación amortiguada, incluso comprensiva-, no te estoy enseñando todo esto para que no lo veas, sino para que lo veas. Si no qué sentido tiene.

– No quiero ver más, Bertie -le contesté-. Si todo es así no quiero ver nada. Creo que sé por dónde vas, y no me hace falta, y además: ¿cómo es que no utilizáis estas imágenes para poner remedio? Podrían servir para averiguar, a través de ese gordo al que tenéis tan identificado y al que tan bien le va, qué está sucediendo en ese sitio, y para pararlo. No entiendo vuestra pasividad. No os entiendo.

– ¿Qué crees, que una copia de esta escena no obra en poder de los mexicanos, de los americanos? Si ellos no toman cartas en el asunto, poco más podemos hacer desde aquí nosotros; y no siempre es fácil actuar, un vídeo así no sería admitido como prueba en algunos países, la manera de obtenerlo lo invalidaría. ¿Y de qué se acusaría al gordo, de asistir a un espectáculo ilegal? ¿De pasividad? ¿De negación de ayuda? Bah. También entiendo que lo guarden y lo archiven para mejor ocasión, por si acaso. Yo no puedo reprochárselo, nosotros hacemos lo mismo con la mayoría de los que nos conciernen, con los de nuestros territorios. Puede salvar más vidas obligar a algo a alguien señalado, más tarde, que entrar a saco en seguida con los subalternos. Y nosotros queremos salvar vidas siempre. Andamos siempre haciendo cálculos, sopesando si vale la pena dejar morir ahora a una persona para que luego vivan muchas otras por eso. En primer lugar vidas británicas, claro, la prioridad se comprende. Como en la guerra. A todo debemos sacarle el máximo rendimiento, aunque haya que esperar varios años. Igual que con el trabajo diario de la oficina, a veces hay que aguardar a que alguien esté en condiciones de llevar a cabo lo que le hemos previsto en sus capacidades. Lo que tú prevés incluido, Jack, lo que nos anuncias. Todo cuenta de lo que me dices, nada se pierde. Con esto es lo mismo. -Sí me había mirado durante las últimas frases, sus pestañas ya separadas, asomando el gris en la penumbra, sus ojos absorbentes ya abiertos, que lo hacían a uno, a cualquiera, sentirse digno de atención y de desciframiento; y me pareció que sus palabras ahora habían ido encaminadas a acentuarme ese sentimiento. Yo aún no me había vuelto hacia la pantalla de nuevo, pese a haberme él tranquilizado al respecto-. Anda, mira. Tendrás que ver una grabación más al menos. Avanzaré más rápido, me saltaré unas cuantas, ya que te afectan tanto. -No se ahorró aquí la sorna.

No me importaba. Levanté dos dedos para indicarle que aún no era el momento, que deseaba aclarar algo. Quizá necesitaba un minuto para recuperarme de lo ya visto y otro para hacerme a la idea de que aún me quedaba por ver algo más, sin duda ingrato, más veneno. Pero lo disimulé preguntándole, como si mi curiosidad tuviera urgencias:

– ¿De dónde salen? ¿Cuál es esa manera de obtenerlas? Lo que me has mostrado hasta ahora… Nada era para permitir que hubiera cámaras.

– De cualquier sitio, de todas partes y de mil maneras, hoy es inabarcable la oferta. Contamos con nuestros propios medios tradicionales, por un lado: con nuestros instaladores, y nuestros infiltrados y sobornados que filman. Pero también se venden imágenes, hay todo un mercado flotante y nosotros compramos lo que nos interesa, nos salen baratas cuando el que las ofrece ignora la identidad de quienes aparecen en ellas. Nosotros sí solemos saberlo o podemos averiguarlo, si se trata de meros mandados o de remotos sicarios o bien de gente de cierto peso. Es como en el arte: si el que compra conoce el valor y el que vende lo desconoce, el resultado es una ganga. Hoy cualquier imbécil posee y lleva una minicámara en el bolsillo o incorporada al móvil, y si un turista pilla por azar algo grave, incluso un crimen, es más probable que intente sacarle dinero antes que llevárselo a la policía. Ella no paga, nosotros sí y otros también, a través de intermediarios. Lo mismo que cuando captan a alguien famoso follando o desnudo, lo pondrán en el mercado de las revistas y televisiones sensacionalistas, conviene tener a alguien al tanto. Otras veces nos envían vídeos nuestros colegas de otros países, y nosotros les correspondemos con lo que puede servirles, los satélites consiguen bastante. Ahora es lo más fácil del mundo, que surjan grabaciones de cualquier cosa. La gente ya no tiene ni idea de dónde hay cámaras o todavía no se cree que existan tantas, lo más sensato es partir de la base de que las hay en todo lugar y tiempo, hasta en las habitaciones de hotel y en los prostíbulos y en las saunas y en los cuartos de baño públicos (no en los de los tullidos, por cierto, ahí no suelen ponerlas), y aun en las casas particulares. Nadie está hoy a salvo de ser filmado en cualquier actitud y en cualquier circunstancia, por tanto en plena comisión de un delito o de perversas faenas sexuales, eso es posible siempre. Aunque no tenemos tanta suerte, claro, y en conjunto es una mínima parte, lo que nos llega y vemos. Podemos hacer uso inmediato de muy poco, me refiero a uso legal. Pero no están mal nuestros archivos para el futuro o para lo hipotético, con vistas a acuerdos privados. A la ger\fe le importa sobremanera su imagen y está dispuesta a renuncias y a pactos. Te sorprendería cuánto le importa, aunque no sea famosa, aunque sean empresarios anónimos para la mayoría, por ejemplo, para quienes ven televisión y leen prensa, ellos saben que en seguida dejarían de serlo, anónimos. Está muy extendido ese pánico tuyo, el pánico narrativo, o esa repugnancia, así la llamaste, todo el mundo está convencido de poder tener una historia o de constituir su posible materia, basta con que alguien la cuente, con que decida contarla. Y en efecto, nada es tan simple como sacar del anonimato a una persona. Muchos individuos luchan y se desviven por salir de él ellos mismos, ya sabes, ofrecen su cotidianidad en Internet, veinticuatro horas, maquinan escándalos o estafas sonadas, intentan tirarse a una celebridad aunque sea la más fea, se inventan chismes disparatados para que los inviten a relatarlos en el más mísero y recóndito programa de madrugada, buscan el contagio indirecto de cualquier fama ajena aunque sea nefasta, o se pelean en el estudio de televisión y se insultan, y procuran hacerse estúpidas e inanes fotos en compañía de un actor, un futbolista, un cantante, un millonario, un político, un miembro de la realeza, una modelo. Hasta se cargan a un conocido o desconocido de manera truculenta o enrevesada, especialmente cruel o llamativa o escalofriante, el crío mata a un niño más pequeño, el adolescente a sus padres, la jovenzuela a una compañera más débil, el adulto monta una escabechina en un sitio público o manda en secreto a siete al otro barrio, uno tras otro, a la espera de ser por fin descubierto y provocar asombro. Porque eso está al alcance de cualquiera, matar a alguien, al alcance del mayor tonto. Y no saben que les bastaría con seguir con sus vidas y que alguien les encontrara la gracia y adoptara el punto de vista apropiado y entonces decidiese contarlas, o por lo menos interesarse y hacerles caso. Con que alguien viera en ellas un elemento vergonzoso u ocultable, una lacra o una anomalía. Y eso en el fondo no es tan difícil, Jack, porque todos encerramos alguna, sin ni siquiera saberlo a veces o sin saber señalarla. Dependemos del que nos mira. Y lo peor que puede pasarle a la gente es que no la mire nadie. La gente no lo soporta y languidece por eso. Hay gente que se muere de eso, o que por eso mata.

Y me dio tiempo a pensar: Tupra ha hecho suya mi teoría, o retazos de ella. Tiene la delicadeza de no utilizar exactamente mis mismas palabras, o bien de reconocerlo en las excepciones, "así lo llamaste", "según tus términos", dice citándome cuando me cita verbatim. Tiene el buen gusto de no apropiarse, en mi presencia al menos, de la idea de que la gente detesta ser omitida o pasada por alto y prefiere siempre ser vista y juzgada, para bien o para mal o aun para fatal, incluso lo necesita y lo ansia; de que no ha podido prescindir todavía del supuesto ojo de Dios que nos observó y vigiló durante tantos siglos, del acompañamiento que supone pensar que algún ser nos atiende en todo momento y lo sabe todo sobre nosotros y sigue nuestra trayectoria al detalle como quien sigue un relato del que somos el protagonista; de que lo que aguanta mal o no consiente es no ser contemplada por nadie ni ser aprobada ni desaprobada, premiada ni castigada ni amenazada, no contar con ningún espectador o testigo a su favor ni en su contra; y así busca o se inventa sustitutivos para ese ojo ya cerrado o herido, o fatigado o inerte, o aburrido o tuerto, o que ha apartado la vista como yo estoy haciendo; quizá por eso a la gente le importa hoy tan poco ser espiada y filmada, y aun tiende a propiciarlo a menudo, con exhibicionismo, aunque pueda perjudicarla y atraer sobre ella precisamente lo que la horroriza tanto, la conversión de su historia en un desastre. Es como una doble necesidad contradictoria: quiero que se sepa qué soy y qué he sido, y que se conozcan mis hechos, lo cual me causa pavor al mismo tiempo, porque puede arruinar para siempre el cuadro que me estoy pintando. De modo que cuando yo no esté delante, Tupra se apropiará, seguro, de todo sin miramientos, de cuanto le dije al hablar de Dick Dearlove y se me ocurrió otras veces, y creerá haberlo alumbrado (y en eso no se distinguirá de un vulgar jefe). Tal vez tuviera razón Pérez Nuix y yo le influya bastante más de lo que creo, lo estimule y lo divierta. Tal vez por eso sienta debilidad por mí, y me invite o me arrastre a su casa y me enseñe esta colección de horribles vídeos, y conmigo tenga tanta paciencia, y me pase tanto por alto, hasta que me cubra los ojos y aparte la vista de lo que me muestra generosamente, en un acto de gran confianza, y ante ello me deje tuerto'.


Y también pensé en seguida: 'Pero todo toca a su fin y los cheques se gastan hasta los números rojos, y yo no debo confiarme'. Y a continuación le dije:

– Está bien, pon ya lo que tengas que poner y acabemos. Es ya muy tarde y quiero volver a casa.

– Ah sí, es verdad -respondió él con ironía-. Tus luces encendidas. ¿Crees que ella te estará aún esperando? Si es así no te será fácil librarte más tarde, de su insistencia. -Miró el reloj y añadió-: Vaya plantón. ¿Le dirás de mi parte que lo lamento tanto?

Era el tipo de hombre al que le excita pensar en mujeres, en quienes sean, en la mera idea y más aún en las mujeres de amigos, y enviar mensajes a través de sus maridos o novios a las desconocidas. Piensa que así sabrán de él, que se enterarán de su existencia al menos y podrán sentir curiosidad y figurárselo, y así practica un coqueteo imaginario y sin objetivo.

– Ya te he dicho que nadie me espera ni tiene llaves mías, Bertram. -Me bebí mi copa de un trago, como para ir concluyendo algo-. Anda, dale ya, qué más quieres que vea. -Y señalé hacia la televisión con la barbilla.

El le dio de nuevo al botón de avance e inmediatamente al de aceleración, pero no puso ésta al máximo, sino en la segunda velocidad tan sólo, por lo que aún pude ver con relativa claridad las imágenes, aunque sin sonido, y eran todas desagradables en mayor o menor grado, con las peores siguió entrando el veneno, alguna aburrida o sórdida en el mejor de los casos, dos tipos de pelo canoso y piel rojiza tirados sobre una cama, esnifando cocaína en calzoncillos (cuánto material les daba la droga, quizá por eso ningún Gobierno quiere legalizarla, sería como disminuir los delitos), no tenían interés ni producían impresión alguna, me abstuve de preguntar quiénes eran, serían tipos conocidos o importantes, quién sabía si locales o del Canadá o de Australia, tal vez mandos de la policía, uno de ellos llevaba puesta una incongruente gorra de plato azul marino, ladeada; estuve a punto de jugar en mi contra, de ceder a una curiosidad jocosa cuando apareció en la pantalla un político español nacionalista al que todos vimos hasta el hartazgo (bueno, a lo de español él habría objetado), en el minucioso proceso de disfrazarse de señora ante un espejo de cuerpo entero, o más bien de anticuada puta, le costaba un mundo que le quedaran rectas las medias, se le torcían y arrugaban todo el rato y vuelta a quitárselas y a empezar de nuevo, rasgó dos pares y las tiró con lástima, también forcejeaba con una especie de faja, la visión era cómico-patética, en mi país habrían pagado una buena suma por ella, me tentó pero me refrené, y logré no pedirle a Tupra que me la pasara a su ritmo, quería terminar ya cuanto antes; cuatro individuos patibularios le pegaban una paliza en un salón de billares a un pobre hombre de edad avanzada y distinguido aspecto, lo arrojaban cuan largo era sobre el tapete verde y lo apaleaban con los tacos, empuñándolos por la parte más fina y vareándolo con la más gruesa, lo ponían boca arriba y a la primera le rompían las gafas, le seguían dando en la cara con los cristales saltando y a buen seguro incrustándosele a cada nuevo golpe, y después por todo el cuerpo, en las costillas y en las caderas y en las piernas y en los testículos, a veces iban a eso, con el taco en vertical se los buscaban, debieron de partirle las rótulas y las tibias, el hombre no sabía con qué cubrirse, debieron de quebrarle también las manos con las que trataba de protegerse en vano, cuatro son muchos palos que se alzan y bajan y se vuelven a alzar y siempre bajan, como las espadas. Aquí no pude reprimir un comentario:

– No me dirás que alguno de esos salvajes se ha hecho importante, que ahora tiene algún cargo. No me lo puedo creer, con esas pintas.

Tupra detuvo al instante la imagen, no iba a dejar pasar bestialidades sin que yo las viera, aunque fuera aceleradas. Quedó congelada en el pobre hombre cuando ya se habían retirado sus castigadores, inmóvil sobre la mesa, sangrando por la nariz y las cejas, quizá por los pómulos y por otras brechas, un amasijo con cortes e hinchado.

– No sería imposible, en absoluto. Pero no -contestó a mi espalda, esta vez yo no me había vuelto a mirarlo, y menos mal que fue así, pensé en seguida-. Aquí el importante es el viejo, a quien avergonzaría esta escena. Ten en cuenta que hay quien desea ocultar haber sido una víctima, tanto o más que haber sido un verdugo. Que hay gente dispuesta a mucho por que no se sepa lo que le ha pasado, lo que le han hecho tan humillante y bárbaro, y a más aún por que no se vea. Por que no lo vean ni se enteren sus seres queridos, por ejemplo, que sufrirían desconsolados y no podrían olvidarlo nunca, imagínate que este hombre fuese tu padre. Pero su importancia es distinta de la de los demás que has visto, es de otra índole. El no tiene apenas poder ni influencia, o no directos. Pero tú no sabes quién es, ¿sabes quién es? -Y sin dejarme contestar 'No' siquiera, me lo dijo-. Es Mr Pérez Nuix, el padre de nuestra Patricia. -Y pronunció el doble apellido a la inglesa, sonó como si hubiera dicho en su lengua 'Pears-Nukes', más o menos.

Fue entonces cuando pensé que era mejor que no estuviera viéndome el rostro. Sentí en él y en el cuello un calor repentino, abarcador, y a continuación por todo el cuerpo, como cuando lo pillaban a uno en el colegio con las manos en la masa, sin posibilidad de excusas ni de embustes. 'No lo engañé', pensé en el acto, 'y sabrá seguramente que lo intenté a conciencia. Que le mentí sobre Incompara, tal vez se dio cuenta desde el primer instante y así todo quedó sin efecto, de nada sirvió, él no picó e Incompara no obtuvo nada de lo que pretendía, y así la deuda no fue saldada, o al hombre se la cobraron con esa brutal paliza, por quién filmada, habrían citado al padre en aquellos billares para arreglar el asunto, una trampa, y lo más probable era que eso lo supiera de antemano Reresby, que supiera lo que en verdad lo aguardaba, mandara instalar allí una cámara oculta o pagara al encargado, o a un quinto patibulario que no aparecía en cuadro porque no participaba en la tunda y tan sólo la dirigía o la presenciaba para informar más tarde de su cumplimiento, y de paso la grabó con su móvil o su minicámara.' Los pensamientos se me agolparon y también una vergüenza intensa con ramificaciones diversas, o es que eran vergüenzas distintas, aunque simultáneas. Pero no podía descubrirme tan fácilmente, tras semejante revelación lo normal no era mi silencio, habría sido como reconocer que estaba al tanto de aquello, o de una parte, de algo.

– ¿Y eso? -le pregunté nervioso. No era sospechoso, los nervios podían deberse al encarnizamiento que acababa de contemplar, sin sonido por suerte-. ¿Por qué? ¿A qué se dedica, qué les había hecho a esos tipos?

– Tenía muchas deudas de juego, y ya sabes lo que pasa a veces con eso. Nunca te las perdonan, según con quiénes las contraigas.

'Está disimulando', pensé, 'me lo cuenta como si yo no supiera, cuando debe de suponer que sé bastante. Me está probando. Quiere ver si me derrumbo y confieso o si me hago de nuevas hasta el final, sin soltar prenda. Querrá ver cómo me comporto cuando se me coge en falta.'

– ¿De cuándo es este vídeo, cuándo fue esto?

– Relativamente reciente -contestó-. Hará un par de meses o menos.

– ¿Lo sabe Patricia? Quiero decir, ¿ha visto esto?

Ella no me había contado nada, quizá por el absoluto fracaso de mi favor o de mi fingimiento: para qué darme la mala noticia que al fin y al cabo no me atañía, o hacerme sentir responsable, para qué más mezclarme. Tampoco me había informado de lo contrario, es decir, de que todo hubiera salido bien y la deuda estuviera zanjada, gracias a mis oficios en parte. Pero nunca se me había ocurrido que tuviera que hacerlo, de haber sido ese el resultado, y yo no había vuelto a preguntarle, una vez es una vez y eso hay que respetarlo, la primera no da pie a una segunda, de lo que sea, en contra de lo que muchos creen.

Tupra rió de nuevo como con una tos seca, eso indicaba sarcasmo o incredulidad ante lo que oía.

– No, cómo va a haberlo visto, por quién me tomas. Ya tuvo bastante con lo que llegó a ver en el hospital. El padre se pasó allí una buena temporada, no sé si ha salido hace nada, y aún está por ver cómo se queda, ya lo ves, tiene sus años, de algo así no se recuperará del todo, lo batieron bien, al pobre diablo.

Sí, allí estaba el pobre padre de la joven Pérez Nuix, al que ella querría tanto, congelado ante mis ojos en su más triste momento, los suyos semicerrados, la poca expresión que tenían era de desengaño, como si nunca hubiera esperado del mundo algo tan feroz en su carne, él era un hombre liviano que se aburría en el sufrimiento, me sentía culpable de lo que le habían hecho y esa era una de mis vergüenzas varias, quizá no había sido convincente al opinar sobre Incompara, se hace difícil mentir cuando uno no presta a su mentira ni el menor asomo de crédito, debía haberme esforzado más, haberle insistido a Tupra y haber suscrito mis palabras con mi pensamiento para convertirlas así en veraces, o quizá no era fallo mío y él había visto lo que había visto, que además era evidente: que aquel Vanni Incompara no era de fiar en nada y encima era un despiadado, Pérez Nuix lo habría captado pero habría necesitado engañarse, es lo que necesitamos todos, hasta los que tenemos el don, los más dotados, cuando la visión nos afecta y nos resulta insoportable. Tal vez había sido una empresa imposible, la de persuadir de lo contrario a mi jefe, que ahora me pasaba este vídeo con qué propósito, o era pura coincidencia y no lo había, al fin y al cabo yo podía haberme callado mi comentario y entonces él no habría detenido la escena, la habría dejado correr sin referirse a ella y sin contarme quién era la víctima. 'Y en cambio parece que me esté diciendo: "Mira bien, no me engañaste, mira en qué paró tu tentativa, Iago, no fraguó tu acción taimada y no hice caso de tus insidias, no tragué a tu recomendado y así no le permití acercarse, él montó en mayor cólera por causa de tus expectativas falsas, más habría valido mil veces que no se las hubieras creado, puede que entonces hubiera sido más magnánimo con ese viejo alegre y distinguido, compatriota tuyo, que le hubiera mandado un esbirro tan sólo y no cuatro, o con cortas porras de goma y no con largos y duros tacos, o que hubiera zanjado el asunto de otra forma, sin ira ni violencia acaso. Metiste la pata y me subestimaste, creíste poder confundirme y para eso te falta mucho. Te falta la vida entera". También puede ser que no esté diciéndome nada.'

– ¿Y cómo no lo impediste, siendo el padre de Patricia? -Yo seguí haciéndome el loco, los caminos hay que andarlos hasta que los cortan mar, desierto, selva, precipicio o muro-. No irás a decirme que no estabas al tanto; que la cámara que rodó esto estaba allí por casualidad, que no tuviste nada que ver y compraste la grabación en el mercado. Mucha coincidencia, ¿no?, el padre de una compañera vapuleado.

Pero Tupra no se inmutó, o eso supuse. Yo seguía dándole la espalda, prefería no ver su expresión a cambio de que él no viera la mía. Su voz sonó tranquila:

– Claro que no fue coincidencia. Precisamente por atañer a una compañera nos la trajeron, nos la ofrecieron. Pensaron que podría interesarnos, para saber de sus puntos flacos o para tomar represalias contra los agresores. No te creas que nos contamos mucho de nuestros problemas personales, en el grupo. Pat no cuenta casi nada. De no ser por esto, yo me habría enterado tan sólo a medias. Ella sólo me dijo que su padre había sufrido un accidente y estaba hospitalizado. No solemos mezclar, tú ya lo has visto.

– ¿Y no las habéis tomado, represalias? ¿Tampoco en este caso habéis tomado medidas? ¿Y por qué guardas la cinta?

– Aquí nada se tira, ya te lo he dicho, no se entrega ni se destruye nada, y esta paliza está aquí a buen recaudo, no es para que la vea nadie. Tal vez un día convenga enseñársela a Pat, eso sí, quién sabe, para convencerla de algo, de que se quede, de que no se nos vaya, nunca se sabe. Represalias, de momento no vale la pena, esos cuatro no son nadie, hacen esto como otras cien cosas para cien amos distintos, y ya caen solos de vez en cuando sin necesidad de ir por ellos, están hechos a la cárcel. En cuanto a los que están detrás, es mejor esperar, como tantas veces, a una mayor utilidad futura, ya te lo he explicado.

– ¿Era esto lo que querías que viera? -Sabía que no, de haberlo sido no lo habría pasado acelerado, arriesgándose a que yo no hablara nada y así no le diera oportunidad de ilustrarme. Aún le quedaba más veneno por inocularme, o más tormento al que someterme.

– No, no es esto. Venga, sigamos.

Y volvieron a aparecer más escenas veloces aunque no demasiado, mudas, seguía pudiendo ver lo principal de ellas, vi cómo un hombre le chillaba a otro metido en un coche, en un garaje, quiero decir uno particular, no un estacionamiento público, le chillaba de pie inclinado, con un codo sobre la ventanilla abierta que le impediría al otro subirla, las dos caras tan juntas que le debía de arrojar saliva, vi cómo sacaba una pistola de su chaqueta, un movimiento muy rápido, y apoyaba el cañón bajo el lóbulo de la oreja de su adversario o de su abroncado, vi cómo no tardaba ni tres segundos más en apretar el gatillo y dispararle allí bajo el lóbulo, a quemarropa. Me llevé la mano a los ojos, para verlo sólo entre los dedos, es una estupidez, vi saltar sangre y pequeños huesos, pero así cree uno ver menos o dejar de ver en cualquier instante, aunque no llegue ese instante porque los dedos no se cierran nunca del todo. La sangre salpicó al asesino, eso no pareció importarle, tendría una ducha cerca o en su coche otra camisa, otro traje, o acaso era aquel su garaje, el de su casa, se dio media vuelta y salió de cuadro volviéndose la pistola al bolsillo, fue una secuencia muy breve, por el tipo de pantalones -un poco cortos y estrechos, grises pero brillantosos- habría dicho que era americano, para que Tupra conservara el vídeo debía de ser de la CÍA o algo así, del Ejército, me abstuve de hacer preguntas, quizá estaba ahora en su cúpula, quién sabía nada, lo sabría Reresby.

Sin solución de continuidad vi una muerte a martillazos o deduje que era una muerte, una mujer empuñaba el arma, de treinta y tantos, llevaba falda y tacones y un collar de perlas colgándole sobre un ajustado jersey de pico, entonadas las tres prendas en verde, parecía salida de los años cincuenta o de los primeros sesenta, una secretaria o una ejecutiva o una empleada de banco, en todo caso una oficinista, derribaba a un hombre bastante más alto de un salvaje martillazo en la frente, era de mi edad o de la de Tupra pero más pesado y ancho que nosotros, en una habitación de hotel seguramente, el hombre fornido caía de espaldas y ella se montaba sobre él a horcajadas y seguía dándole con el martillo, machacándole el cráneo siempre, por eso di por descontada su muerte, cuánto pánico le tenía o cómo debía de odiarlo, el collar le bailaba, se le remangaron las faldas, extrañamente no llevaba medias pese al otoñal atuendo, quizá se las había quitado antes y quizá las bragas para follar vestida o las bragas no hace falta, o él a ella para violarla y habría querido tenerla así encima o debajo con las piernas abiertas, quién sería ella entonces, quién ahora y quién la víctima, continué sin decir palabra, esta grabación terminó abruptamente, la mujer con el martillo en alto como Tupra con su espada, aún no había puesto fin a sus golpes, no pude evitar acordarme de la rara actriz Constance Towers en aquella película antigua, The Naked Kiss era su título y en España Una luz en el hampa, algo ridículo, hacía algo parecido en la primera escena pero no con martillo sino con su zapato afilado o con un teléfono, y se le caía la cabellera en mitad de su crimen, resultaba ser una peluca rubia y se quedaba calva ante los espectadores, quizá era eso lo que más impresionaba, como en el falso caso de Jayne Mansfield, y también me cruzó el pensamiento la temida imagen de Luisa con la que había fantaseado en mis peores momentos o en los más alterados, atacada por aquel que me sustituyera, el hombre torcido que no la dejará respirar a sol ni a sombra y la aislará totalmente, y que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre su cuello mientras los niños -mis niños- miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse, ojalá tenga un martillo a mano para que no sea ella quien muera sino que muera el hombre torcido, el despótico y posesivo que no es así en los primeros pasos y encuentros, sino deferente, respetuoso y aun precavido, el que no se queda a dormir nunca ni aunque se lo imploren, como yo mismo, y se viste de arriba abajo de nuevo pese a la hora y el desmadejamiento y el frío, y al salir a la calle lleva otra vez sus guantes puestos, ese hombre tan parecido a Tupra.

Es posible que yo no dijera palabra también por mi abatimiento, a medida que se sucedían las escenas me sentía más encogido, disminuido, anquilosado ('Sigue, sigue soñando, con muerte y hechos sangrientos'), como si la faceta del mundo que se me estaba mostrando estuviera expulsando a las otras, a las habituales, no sólo a las risueñas y alegres sino también a las anodinas y neutras, a las indiferentes, a las rutinarias, que son -sobre todo éstas- nuestra salvación y esencia. Esa es la facultad del veneno, se infiltra y lo contamina todo. El abatimiento era por acumulación, sin embargo, porque a la vez me daba cuenta de que nada de lo que allí desfilaba me producía, a pesar de todo, tanto ni tan dañino efecto como lo que había tenido lugar ante mis ojos sin la mediación de una pantalla, en el lavabo de los minusválidos. No es lo mismo la violencia que está al lado y se respira y mancha que la que uno contempla proyectada, por mucho que la sepa real, no ficticia, la televisión no salpica, solamente nos asusta. Y de vez en cuando me volvía a la cabeza la pregunta de Tupra, la que me había hecho en el coche antes de ponernos en marcha y lo había llevado a decidir que nos trasladáramos a su casa, 'Por qué no se puede ir por ahí pegando, matando. Es lo que has dicho'. Semejante tontería, no hay nadie que no lo sepa, cualquiera puede contestarla. Pero a la luz de lo que él me enseñaba ('Pesen estas visiones sobre tu alma; caiga tu espada sin filo y ruede tu escudo; quítate el yelmo y suelta tu lanza'), yo seguía sin encontrar más respuestas que las tontas y pueriles, las heredadas y nunca alcanzadas, las consabidas y vacuas, las que ha aprendido todo el mundo y tiene listas para soltarlas sin haberles dedicado un pensamiento propio, ni el más mísero y distraído, ni habérselas cuestionado: porque no está bien, porque la moral lo condena, porque la ley lo prohíbe, porque se puede ir a la cárcel, o al patíbulo en otros sitios, porque no se debe hacer a nadie lo que no quiero que a mí me haga nadie, porque es un crimen, porque hay piedad, porque es pecado, porque es malo, porque la vida es sagrada, porque resulta irremediable y no tiene vuelta de hoja y lo hecho no se deshace. Pero era seguro que Tupra me había preguntado más allá de todo eso.

Vi más ráfagas, tal vez no debo contarlas, las vi peor, más confusas, encabalgadas casi, Reresby aumentó la aceleración, también él tenía que dormir, podía estarle entrando sueño aunque sonaba muy despierto, quizá se unía por fin a mis deseos de acabar ya cuanto antes, yo quería terminar con la fiebre, mi dolor, la palabra, el baile, la imagen, el veneno, el sueño, al menos por aquel día o por aquella larguísima noche, las cosas que comprometen o inculpan al final no son variadas, sexo singular, sexo violento, sexo adúltero o meramente irrisorio, palizas, consumo de drogas, algo de tortura, crueldad y sadismo, corrupciones, sobornos, estafas y delaciones y deudas, conspiraciones fallidas y traiciones descubiertas, homicidios improvisados y asesinatos previstos, poco más queda, casi todo se reduce a eso y también están las matanzas, vi otro ametrallamiento, este masivo, de civiles de un país africano, una veintena de mujeres y hombres y niños y ancianos, cayeron a cámara rápida como si fueran fichas de dominó y así no parecía tan grave ni tan siquiera cierto, ejecutado por soldados o tiradores negros pero ordenado por un oficial blanco de uniforme, no sé si reglamentario o de semifantasía, quizá era un mercenario entonces que más tarde se habría reincorporado a su Ejército, ha habido ingleses, sudafricanos y belgas que han hecho el viaje de ida y vuelta, y creo que también franceses. De ser así, a ese militar europeo lo tendría Tupra bien cogido, lo habría dejado ascender, hacer carrera, seguro que no lo había avisado de la existencia de la grabación ni lo había denunciado, estaría a la espera de verlo encumbrado, en su nación, en la OTAN, para entonces pedirle un favor inmenso, o más bien obligarlo a hacérselo, por la fuerza de la imagen.

Y por fin paró, quiero decir que recuperó la velocidad normal para una secuencia concreta y con ella el sonido, hubo de rebobinar un poco para pillarla desde el principio.

– Aquí está -dijo-. Esto es lo que quiero que aún veas antes de volver a casa. Fíjate bien, y cuando estés en la cama piensa en mí y piensa en ello.

Como todas las demás, fue una escena corta, en eso no había mentido aunque la visita se hubiera hecho eterna, casi todas estaban montadas en aquel DVD sin apenas preámbulos, interesaba la brutalidad, el delito o la farsa, no lo que hubiera antes ni lo que viniera luego, sino lo aprovechable tan sólo para chantajear al filmado. Había tres hombres en una especie de cobertizo, al fondo se vislumbraba alguna cola de animal fustigando, probablemente de vaca o de buey, en el suelo había paja esparcida, me imaginé el olor de allí dentro. Los dos hombres de pie tenían atado al tercero, sentado en una silla de enea, con las manos a la espalda y cada pie amarrado a una pata, naturalmente a las delanteras. Había puesta una cassette o una radio, se oía una melodía que reconocí parcialmente, mi memoria musical tan fiable: Comendador se había aficionado a las canciones locales durante su estancia en la prisión de Palermo tras ser detenido en aquella aduana por culpa de la gota de sangre que le asomó en mala hora o en buena por una de sus fosas nasales y levantó las sospechas de un carabinero con ojo crítico o deductivo, que le echó literalmente los perros que huelen la cocaína. Me había mandado un par de cedes de regalo, uno de Modugno y otro de un tal Zappulla, y estuve casi seguro de que era la voz de éste la que sonaba en la vaqueriza a volumen alto, entonando una canción que figuraba en mi disco, recordaba algunos tíulos, era ‘I puvireddi’ o 'Suspirannu’, o "Luntanu, o 'Bidduzza,, o 'Moro pe ttia’, bonitas, gratas, algo horteras en su melancolía, las había escuchado con insistencia y gusto durante un periodo mío melancólico y algo hortera, aquel cobertizo debía de estar en Sicilia, también me lo hizo pensar la lupara que uno de los centinelas llevaba colgada al hombro con una correa, la escopeta de cañones recortados con la que allí se ha cazado y quizá aún se caza, y se han ajustado cuentas y tal vez aún se ajustan, al otro individuo le asomaba un pistolón enfundado bajo la axila, la chaqueta echada sobre los hombros con garbo, las mangas vacías y las de la camisa arremangadas, en la muñeca un reloj grande cuadrado, apoyada una mano en el respaldo de la silla del prisionero, más grueso y mayor que ellos, que eran jóvenes y delgados, y los tres movían los labios siguiendo la letra del canto, se la sabían de memoria todos y la canturreaban a la vez que Zappulla, y aunque cada uno lo hacía por su cuenta, por así decir, absorto, aislado, como para dentro y no a coro, resultaba curiosa esa sintonía que les permitía compartir algo momentáneamente, como si no fueran dos guardianes y su cautivo o dos verdugos y su víctima y a ésta no la aguardara aígo malo, y las colas de los animales, al fondo, parecían moverse al mismo son, los seres vivos del lugar recóndito en extraña e incongruente armonía, el hombre de la lupara incluso se balanceaba levemente sin levantar los pies del suelo, sólo le bailaban las piernas y el torso con la escopeta de dos cañones, al cadencioso ritmo de 'I puvireddí’ o de "Moro pe ttia’, 'Los pobrecitos' o 'Muero por ti' en dialecto.

Esto duró pocos segundos, porque en seguida se abrió la puerta -se entrevió la hierba, un campo ameno- y entraron otros tres sujetos que tras de sí la cerraron, y el que iba al frente y mandaba era Arturo Manoia. Allí estaba con sus gafas de violador o de funcionario que se subía con el pulgar constantemente aunque no se le resbalasen, vi que también lo hacía estando así, de pie y activo, ocupado, con su mirada casi invisible a causa de los grandes cristales y de la excesiva movilidad de sus ojos mates de color café con leche, como si tuviera dificultades para fijarlos más allá de unos segundos, o aversión a que se los escrutaran. Lo reconocí al instante, acababa de verlo durante toda una velada inolvidable y ni siquiera aparentaba menos años, sería una grabación reciente o era un hombre sin edad y que a diferencia de su mujer no cambiaba, allí estaba con su mentón invasivo, con su barbilla demasiado larga que no llegaba a convertirlo en prognato pero tal vez sí en un bazzone. Con su disposición general para la represalia. Nada más conocerlo había pensado que la ejercería a la menor provocación o pretexto y aun sin necesidad de ellos, que sería un individuo irascible aunque con fama de ponderado, porque la cólera no la dejaría salir casi nunca. Pero también había pensado que las pocas veces que le aflorara debían de ser temibles, 'no para presenciarlas'. Y ahora, cuando ya me había despedido de él y lo había perdido de vista en persona, al final de la noche, inesperadamente, me tocaba asistir a una, a un ataque de ira suyo en pantalla. Lo sentí como una maldición y lo supe nada más verlo aparecer en el vídeo, con su traje y su corbata, por la puerta del cobertizo. Me preparé, me hice el propósito de no apartar la vista ni tapármela, pasara lo que pasara. Quería demostrarle a Tupra que a lo largo de su sesión ya me había endurecido, o había creado ya en mi interior el antídoto contra su veneno; o la resistencia al menos.

No se interrumpió la música cuando entraron los tres nuevos, ni siquiera se bajó el volumen, así que oí poco de lo que Manoia le decía al maniatado y todavía comprendí menos, me pareció que el acento meridional lo tenía exagerado o bien que mezclaba el dialecto con el italiano. Pero le hablaba con fiereza, con indignación, con desprecio, con su voz hiriente ahora elevada, agitando las manos y soltándole alguna torta que otra de pasada, como si formaran parte de la gesticulación tan sólo, subrayados de sus increpaciones, sopapos casi involuntarios o por él inadvertidos, eso sólo puede ocurrir cuando el abofeteado ya no vale nada y se lo ha cosificado. El otro contestaba lo que podía, él sin duda en dialecto porque no le entendía palabra, eran frases entrecortadas, abortadas por la catarata incesante y veloz de Manoia, no quise fijarme en el prisionero apenas, cuanto menos lo individualizara menos me importaría lo que acabase ocurriéndole, algo horrible iba a ocurrirle, era seguro, la situación lo pedía y además la escena figuraba en aquel DVD escogido y montado, de episodios ruborizantes o atroces sin paja, me fijé pese a todo, por la costumbre, era un hombre relleno, con boca de piñón en una cabeza grande, pelo muy corto pajizo y rizado, ojos saltones, piel curtida de pequeño hacendado que aún recorre a pie los campos, bien vestido en un estilo aldeano, no más de cuarenta años. Por fin Manoia paró la cascada -pero no la ira-, o hizo una pausa breve, y a continuación le entendí una cosa: 'Tappa-tegli la bocca', les ordenó a los secuaces, aunque sonó más bien como 'Dabbadegli la bogga', con sus consonantes sonoras donde debían ser sordas, y quizá lo entendí a posteriori por las imágenes, al ver cómo el del pistolón y el de la escopeta le metían dos paños en la boca al cautivo, uno tras otro, casi a presión, cómo cupieron, y le ponían encima una buena tira de cinta adhesiva, de oreja a oreja, sin dejarle toser libremente como necesitaba, se le enrojeció e inflamó el rostro, los ojos parecieron a punto de salírsele de las órbitas durante unos instantes, los carrillos hinchados como con flemones, los paños eran a cuadros rojos y blancos, quizá servilletas de una trattoria, por encima de la cinta asomaban puntas y por debajo, qué habría hecho tan garrafal o tan grave, delatar como Del Real, traicionar, acobardarse, fallar, huir, quedarse dormido, no parecía un mero enemigo, podía serlo, tal vez alguien había muerto por culpa suya, un agente del Sismi a quien aún no tocaba, si Manoia era del Sismi. Este se sacó entonces algún objeto del bolsillo de la chaqueta, no pude verlo, era corto, una navajita, una cucharilla, una lima puntiaguda y metálica, un lápiz. 'Adesso vedrai’ le dijo, 'Ahora verás', eso sí sonó claro pese a la canción que continuaba. La cabeza del hombre sentado le quedaba a la altura del pecho, de los brazos. Se aproximó más a él, sólo precisó un par de pasos, y con lo que quisiera que llevara en la mano efectuó dos movimientos rápidos sobre su cara, el ademán era de dentista antiguo que se dispone a arrancar una muela por las bravas, uno y dos, y se los arrancó, ya lo creo, de cuajo, no las muelas, se los hizo saltar como quien saca con el cuchillo de postre los huesos de dos melocotones partidos, o pepitas de una sandía, o unas nueces de sus cáscaras por fin abiertas tras el forcejeo, y yo hube de cerrarlos pese a mi propósito, qué remedio le queda a uno, procuré no tapármelos con la mano para que a Tupra le cupiera la duda de si los aguantaba abiertos, mientras Zappulla cantaba y yo captaba tan sólo un vocablo suelto de vez en cuando, ‘sfortúnate', 'mangiare', 'cerco', soffro', 'senza capire’, ‘'malate’, 'desdichadas', 'comer', 'busco', 'sufro', 'sin entender', 'enfermas', insuficientes para adquirir sentido aunque uno siempre puede dárselo a todo, desdichadas las cuencas de mis ojos vacías, me obligan a comer servilletas o paños, busco salvarme y sufro mutilaciones, sin entender la crueldad de estas bestias enfermas… 'E quando son le feste di Natale', eso no ayudaba en modo alguno pese a ser lo más largo que captaba mi oído, porque oír seguía oyendo, y también los inhumanos bufidos de incredulidad y desesperación y dolor, que no gritos, no podía haberlos con los incrustados paños a cuadros, y en cambio ya no veía, algo era algo, aunque intentara hacerle creer lo contrario a Reresby y quizá lo lograra.

Y en resumen, tuve miedo ('Ojalá pudiera olvidar lo que he sido o no recordar lo que debo ser ahora'). Miedo de Manoia y miedo de Tupra y también vagamente de mí mismo, que me mezclaba con ellos ('Sí, ojalá pudiera no recordarlo, lo que debo ser ahora'). Tupra detuvo la imagen, la congeló con el mando, ya me había inoculado hasta la última gota de su veneno y además por los ojos, como dicta la etimología. Supe que la había parado porque dejé de oír sonido. Los abrí, me atreví a mirar, por suerte el momento helado era uno en que la espalda de Manoia tapaba la cara del hombre ya ciego.

– Has visto bastante -dijo Tupra-, aunque la escena aún no termina: nuestro amigo insulta algo más a su víctima y a continuación la degüella, te ahorraré ver eso, es mucha sangre. Así que él podía haberse ahorrado a su vez lo que has visto, ¿por qué añadiría ese sufrimiento previo a quien iba a matar de todas formas, a los pocos segundos? -Esto lo dijo sinceramente intrigado y como deplorándolo, y como si a ese porqué le hubiera dado ya muchas vueltas sin jamás penetrarlo-. No lo comprendo, ¿y tú? Jack, ¿lo comprendes? Jack.

Me había quedado callado, durante unos momentos no quería articular palabra porque temía que si hablaba me desmoronaría y se me quebraría la voz, y hasta llorar podía, y eso no debía suceder bajo ningún concepto, me lo tenía prohibido allí y entonces. Apreté las mandíbulas, las seguí apretando, y al cabo me sentí con aplomo para contestarle con lo que quiso ser una imitación de sarcasmo:

– Habérselo preguntado. Has perdido tu oportunidad. Has tenido toda la noche para averiguarlo. -Me pareció que eso lo desconcertaba un poco, no debía de esperarse esta salida. Añadí-: Quizá aún no lo sabía, cuando le hizo lo otro, que iba a matarlo. Quizá no lo había decidido. A veces la furia no se va con el primer castigo, y hay que ir más allá para satisfacerla. Quizá ya no le quedaba sino matarlo. Hay a quienes ni siquiera eso les basta, e intentan matar dos veces, matar al muerto inútilmente. Mutilan el cadáver o profanan la tumba, y lamentan haber matado por no poder volver a hacerlo. Sucedió mucho en nuestra Guerra Civil. Sucede ahora con ETA, a la que una vez no satisface. -Y luego insistí en lo primero-: Pero a mí qué me cuentas, es amigo tuyo, habérselo preguntado.

Tupra encendió un cigarrillo nuevo, oí el sonido del mechero, todavía no lo miraba. Paró el DVD del todo, se levantó, sacó el disco, se quedó en pie ante mí, sosteniéndolo delicadamente entre los dedos, dijo:

– Oh no, Manoia no sabe que tengo esta grabación, no tiene ni idea. Bueno, supondrá que algo tengo relativo a él, pero no sabe qué. Ni se le ocurrirá que sea esto. En todo caso, ya ves, es probable que le haya salvado la vida a ese imbécil, a ese Garza. En vez de enfadarte conmigo, deberías dar gracias de que yo me haya encargado de su castigo, por seguir con tu palabra. No se habría ido sin uno, eso es seguro.


Hacía rato que sabía por dónde iba, 'Fue necesario y evité así un mal mayor, o eso creía; maté a uno para que no mataran a diez, a diez para que no cayeran cien, a cien para salvar a mil, y así hasta el infinito, la vieja excusa que tantos llevarían siglos preparando y elaborando en sus sepulturas cristianas y no cristianas, a la espera del Juicio que no llegaba, cuantos aún creían en ese Juicio en la hora de su partida, casi todos los asesinos de la larga historia, y los instigadores. Pero yo no quería hacerle ahora reproches, sino mantenerme entero, no lo estaba, cuánto no habría dado por mostrarme indiferente. Probé con una pregunta verdadera, es decir, con una que le querría haber hecho de todas formas, también cuando estuviera entero.

– Si él supone que tienes algo y además tienes nada menos que esto, ¿cómo es que te he visto con pies de plomo durante toda la velada? Parecía que quisieras agradarle tú a él, no exigirle. Por lo que me has explicado, estas grabaciones os sirven sobre todo para conseguir concesiones sin problemas ni resistencias y hacer chantajes, pero he tenido la impresión de que no te resultaba fácil convencerlo de lo que quisiera que fuese, o sacarle lo que intentaras sacarle.

Tupra me miró entre levemente divertido y levemente irritado. Yo aún no me había movido del pouf, así que me miró desde arriba.

– ¿Quién te ha dicho que él no tiene otra grabación de nosotros? La ventaja puede perderse, quedar anulada en esos casos. -Dijo 'de nosotros', no 'de mí', pensé que podía ser de Rendel o de Mulryan, aunque a éste lo veía muy cauto, era incapaz de imaginar a Pérez Nuix comportándose como Manoia en aquel establo. O de Tupra, por supuesto, o de alguien por encima de todos ellos o de todos nosotros, yo también ya era 'nosotros', O un vídeo comprometedor de otra índole, no equivalente, no equiparable, no tan atroz, ojalá no lo fuera. Lo que había visto en el de Sicilia era repugnante, también en los de Ciudad Juárez y otros sitios, se me haría imposible olvidarlo, o lo que habría sido más deseable, borrarlo: como si jamás hubiera existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, ni pasado ante mis ojos.

– Eso era en Sicilia, ¿no? -le pregunté entonces; empleé un tono técnico, es el que más ayuda cuando uno está a punto de derrumbarse.

– Muy bien, Jack, siempre mejorando -contestó él, e hizo amago de aplaudirme, no pudo con el disco entre unos dedos y el cigarrillo entre otros-. ¿Qué te lo ha dicho, la canción, la lengua o las dos cosas?

– Las tres. También el tipo con la lupara. No tiene mérito. -Supuse que conocería el término, aunque no supiera italiano. Me equivoqué, me extrañó.

– ¿La qué?

– La lupara. -Y se lo deletreé en inglés-. Así llaman allí a la escopeta de dos cañones.

– Vaya, sí que sabes. -Quizá sí le estaba molestando que lograra aparentar entereza; tras tanto taparme la vista, debía de haber estado seguro de que me vendría del todo abajo, al ver al hombre con quien había compartido cena y copas, cuya mano había estrechado, con cuya mujer había bailado, sacándole los ojos a alguien. Y claro que me había hundido, me sentía tembloroso por dentro y quería de una vez largarme, pero no le tocaba a Tupra contemplarlo, aquella noche ya me había atormentado bastante y no estaba dispuesto a darle más gusto. Flavia no tendría ni idea de la faceta cruel de su marido, es asombroso cómo los rostros más queridos no los conocemos hoy, ni ayer, y mañana ya no digamos.

– Lo que me gustaría saber es cómo había allí una cámara, en lo que imagino una vaqueriza remota, perdida en medio del campo, ¿no es muy raro? -Intenté mantener el tono técnico, no me iba mal con él, en mi esfuerzo por sobreponerme.

Tupra volvió a mirarme desde lo alto, ahora más divertido que irritado.

– Sí, habría sido muy raro, Jack, si el tipo con la lupara, mira cómo aprendo de ti -sonó como si hubiera dicho en inglés 'looparrah', no tenía muy buen oído-, no la hubiera puesto y escondido allí previamente. Podría haber terminado como el de la silla, si lo hubieran descubierto.

Lo que pregunté a continuación me traía en realidad sin cuidado; lo hice sólo para apuntalarme, a la espera de poder irme, en el mismo tono siempre.

– ¿No me dirás que es inglés, con esa pinta? No me dirás que es un agente nuestro. -Estuve a punto de decir ‘vuestro', pero me corregí o cambié a tiempo, acaso irónicamente, acaso por vaga conveniencia mía.

La respuesta era obvia, 'Para qué está el dinero', o 'Para qué están los contactos', o 'Para qué los chantajes', pero Tupra quiso hacerse el interesante a última hora. La verdad era que se lo había hecho intermitentemente a lo largo de la noche entera.

– Eso es mucho querer saber, Jack. -Se apartó de mí, volvió al cajón del que había sacado el disco, lo guardó cuidadosamente, cerró el cajón con llave, el de sus tesoros. Y entonces volvió a preguntármelo, desde el otro lado de la mesa, en penumbra. Dijo con su boca grande, con su boca mullida y carnosa, sobrada de extensión y carente de consistencia, a la vez que echaba humo-: Te lo habrás pensado ya bien todo este rato, contéstame ahora a lo que te pregunté en el coche. Ahora has visto cosas que no habías visto ni volverás a ver, eso espero. Dime ahora: ¿por qué no se puede ir por ahí pegando, matando? Según tú. Ya has visto cuánto se hace y con qué despreocupación a veces, en todas partes. Explícame entonces por qué no se puede.

Ninguna de las contestaciones clásicas me valía ante él, lo había sabido desde el primer momento. No había creído que Reresby volviera a ello, no sé por qué no, él nunca perdía el hilo ni olvidaba lo que estaba pendiente ni soltaba a su presa si no quería, al igual que yo, al igual que Wheeler. Miré a mi alrededor estúpidamente, como si en las paredes fuera a encontrar respuesta, la habitación medio en sombras, con las luces bajas. Me fijé unos instantes en la única imagen, quizá para descansar de las otras, de las de la televisión maldita y de la viva de Tupra: el retrato de un oficial británico con corbata y bigotes curvados y con su Military Cross, la condecoración así llamada, el pelo con pico de viuda, las cejas espesas y la mira da elegiaca, como seguramente era la mía, y era esa mirada doliente en la que vi reflejado mi abatimiento lo que me delataría ante Tupra, pese a mi tono impostado. Distinguí a duras penas la firma del dibujo, 'E Kennington. 17', decía, ese nombre lo había yo oído en boca de Wheeler al hablarme de la campaña de la careless talk, 1917, en plena Primera Guerra, la que él y mi padre habían alcanzado a vivir de niños, parecía increíble que no se hubieran borrado aún del mundo, que no estuvieran ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido como sí lo estaría el oficial del retrato a menos que Tupra conociera su identidad, en aquella contienda se había matado quizá peor que en ninguna otra, quiero decir de peor manera, con técnicas perfeccionadas pero también cuerpo a cuerpo y con bayoneta, y los que habían caído en los frentes eran incontables, o no se atrevió nadie a contarlos. Intenté una maniobra mínima de diversión, intenté ganar tiempo:

– ¿Quién es ese militar de ahí? -Y señalé el dibujo.

Lo que dijo Reresby fue contradictorio, como si sólo quisiera quitarse la pregunta de encima:

– No lo sé. Mi abuelo. Me gusta su cara. -Pero insistió en seguida-: Dime por qué no se puede.

No sabía qué contestar, aún estaba muy tocado, aún estaba consternado y conmocionado. Me salió una frase, sin embargo, casi sin querer, desde luego sin pensarla, como para no quedarme mudo:

– Porque no podría vivir nadie.


No pude comprobar su efecto ni si había alguno, me quedé sin saber si se habría o no reído, si se habría burlado, si me la habría rebatido o la habría dejado caer con desdén sin recogerla siquiera, porque entonces oí la voz de la mujer a mi espalda, nada más yo pronunciarla:

– Bertie, con quién estás, y qué haces, no me dejas dormir, sabes qué hora es, ¿no te acuestas?

Era un tono doméstico. Me volví. La mujer había encendido la luz del pasillo y su figura en sombra se recortaba a contraluz, en el umbral, había abierto la puerta y no se le veía la cara. Llevaba una bata transparente hasta los pies, de gasa o algo parecido, con cinturón o ceñida por la cintura y el resto era ligero vuelo, esa impresión daba, su silueta se aparecía nítida y como desnuda a través de la gasa, aunque posiblemente no lo estaba, si había oído mi voz, o voces; calzaba zapatillas de tacón alto y fino, como si fuera una modelo antigua de lencería o de camisones y saltos de cama, una pin-up girl de los años cincuenta o de los primeros sesenta, una mujer de mi infancia. Parecía una imagen de calendario. Olía bien, con un olor sexuado que desde la puerta penetró en el cuarto, creando la ilusión de disipar sus horrores. No tenía una figura de clepsidra ni de botella de Coca-Cola, pero casi, se le perfilaba perfecta y atractivamente contra la luz fuerte a su espalda; era alta y de piernas largas, un tobogán por el que deslizarse, luego cabía que fuera su exmujer, Beryl, que tanto había encendido y alterado a De la Garza. Me acordé de él, quizá estaba todavía tirado en el suelo del cuarto de baño de los minusválidos, ya no tan limpio, malherido y sin poder moverse. Me entró mala conciencia, pero no sería yo, aquella noche, quien fuera a buscarlo y a comprobarlo, me sentía estragado y rendido. Ya me interesaría por él otro día en la Embajada, seguro que antes o después alguien lo recogería y llamaría a una ambulancia. Los Manoia, en cambio, haría rato que dormirían en sus camas del Hotel Ritz, plácidamente y reconciliados, y Flavia estaría satisfecha y contenta de haber obtenido un triunfo nocturno y haber provocado un incidente, aunque también se habría preguntado, al cerrar los ojos: 'Esta noche todavía sí, pero, ¿y mañana? Seré una jornada más vieja'. Fuera quien fuese la mujer del umbral, su aparición me obligaba a marcharme, o por fin me lo permitía. No me pareció que Tupra estuviera por presentármela.

– Un poco de trabajo tardío con un colega. En seguida voy, querida -le dijo desde detrás de la mesa. De hecho la llamó 'my dear', 'querida mía'.

'Así que a él sí lo esperaba alguien y no vive solo, o al menos no le falta compañía querida algunas noches', pensé poniéndome en pie. 'Así que tiene un punto flaco, una persona a su lado. Y le gusta el viejo estilo, que no es precisamente lo que él llama el estilo del mundo. Quizá ese estaba en la pantalla, y en el lavabo de los tullidos, y con él acaba de envenenarme.'

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