Capítulo Once

– Buenas noches, hijo -dijo Sofía con sonrisa gélida.

Se la veía mayor, más delgada y dura. Su rostro estaba un poco más arrugado y mucho más agrio. Cuando Franco fue a su lado, ella lo abrazó con gesto posesivo.

Él la saludó con afecto, y Sofía dio la impresión de devolver el cariño, pero los ojos que tenía clavados en Joanne eran fríos como piedras. A ella la abrazó con formalidad.

– Es agradable verte de nuevo, después de tanto tiempo -dijo-.Y al pequeño y querido Nico. Deja en el suelo a ese perro sucio y dale un abrazo a tu abuela.

Pegó a su pecho al niño renuente. Nico la abrazó con obediencia, pero sin entusiasmo, y cuando lo soltó se escabulló, recogiendo al cachorro mientras se iba.

– Me encargaré de deshacer la maleta de Nico -le dijo Joanne a Franco.

– No hace falta -Sofía la frenó con una mano imperiosa en el brazo-. No es tarea de una invitada ocuparse de las cosas de mi nieto.

– Joanne quiere mostrarse amable -intervino Franco-. Sabe que tú y yo deseamos estar solos. ¿Cómo te encuentras, mamá?

Él le abrió otra vez los brazos, pero Sofía esquivó su abrazo.

– Un momento -llegó junto a Nico antes de que pudiera subir las escaleras y le quitó a los cachorros-. No permitimos que haya perros arriba. De hecho, han de quedarse fuera -llevó a Pepe y a Zaza a la puerta y los empujó al exterior.

– Papá me deja tenerlos dentro -se quejó Nico, indignado.

– Ahora no, Nico -dijo Franco-.Ve arriba.

El pequeño sacó el labio inferior en gesto rebelde, pero Joanne lo calmó apoyando la mano en su hombro. A Sofía no le pasó desapercibida la sonrisa que le dedicó, y sus ojos, si ello era posible, se endurecieron más.

– No me gusta -musitó Nico mientras abrían su maleta.

– Shhh, Nico, no deberías decir cosas así.

– Pero a ella no le gustaba mamá. No le gusta nadie.

Joanne no tardó en descubrir que Sofía había llegado dos horas antes para revolucionar la casa. La cena que Celia había preparado con todo su cariño para su regreso había sido declarada inapropiada y sustituida por un nuevo menú.

– ¿Por qué ha venido ahora? -preguntó ella.

– Telefoneó ayer, y al enterarse de que el Signor Franco se había ido al lago con usted, dijo: «Comprendo», de un modo especial que indicaba que estaba furiosa.

– Recuerdo cómo solía decirlo -musitó Joanne con inquietud-. Hacía que todo el mundo temblara.

– Sí, temblores -acordó Celia, aunque entonces se alegró-. Pero, después de todo, si el Signor Franco y usted… bueno, ¿qué puede hacer ella?

– Ojala lo supiera -su incomodidad aumentaba por momentos.

La cena fue tensa. Celia se había esforzado al máximo para cambiar todo según las órdenes de Sofía, pero había sido una modificación de última hora. Sofía alabó cada plato con voz metálica, siempre con una insinuación de mejora que convertía el halago en culpa.

Franco intentó que los pensamientos de su madre se tornaran más alegres, y le preguntó por su marido y sus hijos políticos.

– Todos están bien, hijo mío. Por eso me pareció el momento adecuado para visitar a mi verdadera familia.

– Eso es muy cariñoso de tu parte, mamá, pero no hace falta que te preocupes por Nico o por mí.

– Eso, quizá, sea una cuestión de opinión. Pero podemos hablar del tema más tarde. Signorina, ¿disfrutaste de tu estancia en el lago Garda?

– Mamá -protestó Franco-, no puedes llamar de repente a Joanne signorina. La conoces desde hace años, y forma parte de la familia.

– Oh, claro, desde luego. Perdóname, signorina, pero hace tanto que no nos vemos que había olvidado que, de forma lejana, estás emparentada con nosotros. De hecho, llevas tanto tiempo ausente que me pregunto para qué has vuelto ahora.

– En ocasiones mi profesión me ha llevado a la otra punta del mundo -repuso Joanne con diplomacia.

– Ah, sí, tu profesión. Recuerdo lo decidida que estabas a convertirte en una gran artista. En estos tiempos una mujer ha de decidir qué es más importante para ella, su carrera o una familia.

– No siempre ha de realizar una elección -indicó Joanne, negándose a caer en su provocación.

– ¿En serio? Estaba segura de que siempre había que elegir, de un modo u otro. Nadie consigue todo en este mundo, ¿verdad?

– No, signora, así es -contestó ella con cierta impaciencia. Las palabras quizá no significaran nada, pero la mirada que le lanzó a Sofía contenía un desafío, y el destello en los ojos de la mujer mayor le indicó que ésta lo había entendido. Había sido un día largo, y a Nico empezaban a cerrársele los ojos. En cuanto concluyó la cena, Joanne dijo-: Ven, querido. A la cama.

– No se puede permitir que una invitada se tome tantas molestias -Sofía se levantó al instante.

– Deja que lo haga Joanne, mamá -dijo Franco-. Ha estado cuidando de Nico en el lago.

– Pero ahora su abuela está aquí -indicó Sofía con una sonrisa que era como si trazara las líneas de combate. Su mano parecida a una garra se clavó en el hombro de Nico.

– Deja que lo lleve Joanne -dijo Franco con firmeza-. Nos vemos tan poco, mamá, que no quiero perder un momento contigo -le tomó la mano en un gesto de afecto que, no obstante, impidió que interfiriera con ellos.

Después de acostar a Nico, Joanne regresó abajo el tiempo suficiente para despedirse.

– Creo que iré a acostarme. Deseáis estar a solas. Buenas noches.

Se marchó antes de que Franco tuviera la oportunidad de besarla, sabiendo que eso sólo empeoraría las cosas con Sofía. Pero le dedicó una sonrisa en la que expresaba que comprendía su situación, y supo que también Sofía lo había visto.

Aunque fue una noche inquieta, intentó convencerse de que se preocupaba por nada. Sofía podía tener todas las pataletas que quisiera, que Franco ya se había enfrentado a ellas con anterioridad y sabía cómo capear el temporal.

Pero en esa ocasión había algo distinto, y empezaba a temer que sabía qué era.

A primeras horas de la mañana salió en silencio, atravesó el jardín y avanzó por el sendero entre los árboles. Arrancó algunas flores silvestres hasta tener un ramo bonito en la mano.

A esa hora la tumba de Rosemary parecía apacible. Se apoyó en una rodilla, apartó algo de hierba con la mano y depositó las flores. Habló con Rosemary desde su corazón, en silencio.

«Lo amo, cariño. Él me ama, y sé que puedo hacerlo feliz. Lo que pasa… no te importa, ¿verdad?».

Oyó unos pasos a su espalda y se volvió para ver a Sofía que la observaba con frialdad.

– Te seguí hasta aquí -indicó la mujer mayor-, para averiguar lo tonta que eres. Quería ver cómo le ofrecías flores a la mujer que te lo quitó… oh, sí, sabía que lo amabas.

– Ella no me lo quitó. Franco siempre fue de ella, desde el momento en que se conocieron.

– Y todavía lo es -afirmó Sofía con amargura-. Lo será siempre. Jamás hubo algo tan fuerte como la forma en que apresó su corazón. Incluso lo volvió contra su madre.

– Rosemary jamás haría eso.

– ¿No? Te diré que me echó de su casa para complacerla a ella. ¡A su propia madre! -se acercó con ojos brillantes-. No quieras engañarte pensando que te ama. Para él sólo eres una imitación, nada más. Su corazón aún sigue ahí -señaló la tumba-. Ella lo hechizó, y Franco jamás será libre.

– No te creo -musitó Joanne-.Yo conocía a Rosemary. Era una mujer maravillosa y generosa que se entregó por completo.

– Era una mujer que lo tomó todo, porque era imposible satisfacerla. Y aún lo quiere todo. No puedes luchar contra ella. Nunca te lo entregará -con labios apretados, Joanne se volvió para irse-. Eso es, huye de la verdad -se burló Sofía.

– No huyo, pero no me quedaré para discutir contigo, Sofía. Franco me ama, y yo lo amo a él. Y no pienso convertirme en la víctima de tu odio -se marchó sin mirar atrás. Erguía la cabeza con orgullo, pero por dentro temblaba.


– No me lo creo -le dijo a Franco aquel mismo día-.Tu madre me reveló que Rosemary hizo que la echaras, pero eso no puede ser verdad.

– Claro que no es verdad -repuso Franco con hastío-. Mamá era la única persona a quien no le gustaba Rosemary. Creo que estaba celosa porque la amaba mucho. Y entonces… dos mujeres en la misma cocina… la misma historia de siempre.

»Rosemary se esforzó al máximo, pero mamá no dejó de oponer resistencia, tratando de intimidarla, de pincharla. En una ocasión armó un gran escándalo por algo sin importancia. Intenté calmarla, pero demandó que me pusiera de su lado. No podía hacerlo. Rosemary era mi esposa y, además, tenía razón.

»Cuando no dije las palabras que mamá quería oír, declaró que como no había sitio para ella en el hogar de su hijo, lo cual no era verdad, iría a «buscar refugio» con su hermana en Nápoles.

– Puedo imaginarme el drama que debió poner en su representación -comentó Joanne con ironía.

– Le contesté que la visita a Nápoles podía ser una buena idea. Pensé que se quedaría algunas semanas hasta que se despejara la atmósfera, para luego volver y empezar de nuevo. Pero jamás regresó. En Nápoles conoció a Tonio y se casó con él. Ahora lo dirige a él, su casa, a sus hijos y a sus criados, ya que se trata de un hombre rico. Tonio se lo consiente y le da todo lo que pide. Pero siempre que busca un palo con el que golpearme, me convierto en el hijo desalmado que la echó de su propia casa.

– Supuse que podía ser algo parecido.

– Pero… me gustaría saber cómo funciona la mente de las mujeres. ¿Por qué te cuenta todo lo que amé a Rosemary, cuando a ella intentó convencerla de que no era así?

– Porque la usa para separarnos. Dirá cualquier cosa que considere que pueda funcionar, lo crea o no.

– No te preocupes -le rodeó la cintura con el brazo-, no se quedará mucho tiempo. Pero mientras esté aquí, será mejor dejar que haga lo que le apetezca. Luego tú y yo seremos libres para empezar nuestra vida juntos.

– ¿Le has dicho algo a Nico?

– No, quiero esperar hasta que esto termine. Aunque creo que lo ha adivinado y está encantado.

– Intentaré hacerlo feliz, Franco.

– ¿Y qué me dices de hacerme feliz a mí? -preguntó con una sonrisa-. No lo hago por Nico. Lo hago por mí.

– ¿Seguro?

– Si dudas de mí, tendré que pasarme la vida dejándotelo bien claro. Ven aquí, mi amor -la abrazó, y en la ternura de los besos ella logró desterrar sus miedos.

La tormenta no estalló hasta el día siguiente. Joanne salió a pasear en caballo con Nico y se quedó fuera con él todo lo posible, renuente a enfrentarse a la atmósfera que Sofía parecía llevar consigo. Cuando regresaron el pequeño salió corriendo a jugar con sus amigos. En el momento en que Joanne entró, oyó la voz enfadada de la anciana.

– Lo que te propones hacer es un escándalo. Todo el mundo está asombrado.

– No lo creo -Franco hablaba con la mesura que solía emplear para aplacarla-. Todo el mundo aquí está contento con la situación.

– ¿Le alegra que te comportes como un tonto con una chica que por casualidad se parece a tu esposa?

– No es su cara -repuso en el acto él-. Joanne es ella misma, y es a Joanne a quien amo. No intentes convencerla de lo contrario. Ella me conoce muy bien.

– ¿Y por qué se parece tanto a Rosemary? -espetó Sofía-. Porque es su prima. ¿Has pensado en lo que haces al casarte con otra de esa familia? ¿Supón que también ella tiene el corazón débil? Esas cosas pueden ser hereditarias.

– Es verdad -dijo Joanne, entrando en la sala-. Rosemary heredó su debilidad de su madre. Pero ella y yo estábamos emparentadas por nuestros padres, que eran hermanos. No tengo nada que ver con la rama de su madre. Y soy fuerte.

– Lo bastante fuerte como para ponerte los zapatos de una mujer muerta, para lo que no tienes ningún derecho -se mofó Sofía.

– Eso debe decidirlo Franco.

– Exhibes mucha seguridad. Puede que no te mostraras tan segura si lo hubieras visto cuando ella murió. Por dentro él también quedó muerto. Me dijo que todo había acabado para él. Juró que nunca más volvería a amar, que no tenía derecho a amar otra vez. Sigue sin tenerlo. Y él sabe por qué -se volvió hacia Franco-. ¿Cómo puedes olvidar tan pronto a tu esposa, cuando fuiste tú quien la mató?

– Yo no la maté -repuso con la cara pálida.

– Como si lo hubieras hecho. Eras tú quien quería más hijos, eras tú a quien ella trataba de complacer.

– Pongo a Dios por testigo -juró con aspereza- de que si hubiera sabido que tenía el corazón débil jamás habría pedido otro hijo. Ella lo era todo para mí. ¿De haberlo sabido habría puesto en peligro su vida?

– ¿Y por qué no lo sabías? ¿Por qué ella ocultó la verdad? Porque sabía que tú no querías oírla -aguardó su respuesta, pero Franco la miró con ojos que habían visto el infierno. Joanne contuvo un sollozo. Anheló ayudarlo, pero ni siquiera su amor era capaz de conquistar sus demonios por él-. Dio su vida para satisfacerte -continuó Sofía con voz triunfal-. ¿Cómo puedes hacer que su sacrificio no valga nada? Si hubieras muerto tú, ¿ella habría vuelto a amar en un año? ¿En diez? ¿Alguna vez? Sabes que no.

– ¡Por el amor de Dios! -susurró Franco-. ¿Qué intentas hacer?

– Que veas la verdad de tus actos, antes de que sea demasiado tarde.

– No -dijo él con voz más firme-. Quieres crear problemas entre nosotros, igual que lo intentaste durante mi matrimonio. Entiéndeme, mamá, no lo permitiré. No sé por qué crees que debes destrozarlo todo, pero no te dejaré hacerlo.

– ¿Crees que puedes ahogar la verdad de esa manera? -Sofía lo miró con pena.

– Quiero que te marches, madre -pidió con voz inamovible.

– Muy bien, hijo. Me iré de inmediato -repuso con una leve sonrisa, sin dejar de mirarlo.

Joanne quedó sorprendida por esa fácil capitulación, pero sólo durante un instante. Había vislumbrado el triunfo en la actitud de la anciana, y eso le reveló lo peor.

Sofía se marchaba porque ya no tenía más necesidad de quedarse.


Cuando Franco regresó de acompañar a su madre al aeropuerto, fue a buscar a Joanne, a quien encontró en su habitación. Lo que vio hizo que se detuviera en el umbral.

– ¿Qué diablos estás haciendo? -demandó, mirando las maletas abiertas.

– Me preparo para irme.

– Sí, claro -repuso tras un momento-. Debes volver a la casa de los Antonini para acabar tu obra antes de casarnos.

– No, me marcho para siempre -lo miró con el rostro desolado-. No podemos casarnos, Franco. Ahora no, ni tampoco durante largo tiempo. Quizá nunca.

– ¡Tonterías! -exclamó con vehemencia-. Por supuesto que vamos a casarnos. Pensé que tenías más cordura para no creer lo que dijo mi madre.

– Eres tú quien lo cree. Ella logró lo que pretendía. Te sientes culpable, tal como lo desea Sofía.

Él titubeó unos momentos, y cuando habló lo hizo con voz forzada.

– Eso es absurdo. Me oíste decirle que perdía el tiempo tratando de estropear nuestra relación.

– Sí, te oí decírselo. Y tienes razón. No puede estropear lo nuestro, porque yo siempre te amaré, y creo que tú siempre me amarás. Pero no podemos casarnos, porque sin importar lo que digas, sin importar lo que intentes creer, tu mente está atribulada por Rosemary. Lo he visto, en esos momentos en que tú pensabas que no me daba cuenta. Éramos felices, y de repente tú recordabas que su felicidad se había terminado para siempre. Entonces te decías que era por tu culpa, y te preguntabas qué derecho tenías a ser feliz.

– ¿Por qué hablas así? -la miró con desesperación-. ¿Por qué no me ayudas a combatirlo?

– Porque no estoy segura de que se pueda combatir. Tú no tienes la culpa de la muerte de Rosemary, pero el resto es verdad. Compartisteis un amor extraordinario. Os sentíais como dos mitades de una persona, lo que significa que si ella está muerta, tú también deberías estarlo. Pero no es así. Has regresado a la vida y te encuentras preparado para seguir adelante, salvo por esa parte de ti que no cree que tengas derecho a hacerlo. Sofía explotó eso. Pero el verdadero problema radica aquí -se llevó una mano al pecho.

Él giró, apoyó el brazo en la ventana y bajó la frente. Joanne se sintió desgarrada por el deseo de ayudarlo. Sería tan fácil ceder y casarse con él de inmediato. Pero jamás disfrutarían de un momento de paz.

– Es sólo un estado de ánimo -repuso él al fin-. Tarde o temprano aparecería, pero pasará. ¿Dudas de que te amo?

– No, sé que me amas. En cierto sentido, puede que ése sea el problema…

– Sí -corroboró, captando en el acto lo que pretendía decir Joanne-. Si te amara menos, tendría menos causa para sentirme culpable. Pero como mi amor por ti es tan total, tan abrumador, parece una traición -tuvo un escalofrío-. Es verdad que yo la maté -afirmó con agonía.

– No, no lo es.

– Murió intentando complacerme. No sabía que su salud era tan precaria, pero tendría que haberlo sabido. Muchas veces le pregunté cuándo íbamos a tener otro hijo.

– Y ella guardó su secreto. Ésa fue su decisión.

– Porque sólo pensaba en mí, en mis deseos. Quizá si no la hubiera presionado, habría podido decirme que era imposible. ¿Por qué consideró que no podía hacerlo? ¿En qué le fallé? La amaba tanto, pero le fallé. Y por ello está muerta. Tienes razón. Muchas veces me he preguntado cómo podía dejar atrás su sacrificio y encontrar una nueva vida. He yacido contigo a mi lado, escuchando tu respiración, y te he besado mientras dormías, anhelando que se me mostrara el camino, porque separarme de ti me partiría el corazón -pareció sacudirse de los brazos de un sueño desdichado-. Pero pasará -añadió con presteza.

– No lo creo. Creo que la amaste demasiado para que pase. Pero, mi amor, hay algo más. No es que tú sólo te sientas culpable, yo también. Te contaré una cosa que he guardado en secreto hasta ahora. Me enamoré de ti hace años, pero tú amabas a Rosemary y te casaste con ella. Cuando murió aún te amaba, pero entonces no fui capaz de venir. ¿No comprendes por qué?

– Creo que sí… -repuso, despacio.

– Me habría parecido mal venir corriendo aquí para intentar tomar lo que era de ella. Así pensaba en ti… como de ella. En cierto sentido, aún lo hago. Todos estos años he envidiado a Rosemary porque te tenía, y cuando yo pude tener… bueno, no pude. E incluso ahora… -suspiró-… me parece un robo. Sé que es una locura…

– Entonces ambos estamos locos -musitó él.

– Quizá cuando alguien recibe un don tan preciado, se trata de algo que sólo puede tener lugar una vez, y no debe pedirse más… -calló porque sintió que la voz se le ahogaba.

– ¿Y qué me dices de Nico? -demandó él de pronto-. ¿Cómo vamos a explicarle que te va a perder? Te dije que no me casaba por él, y era cierto. Pero ahora te pediré que te cases conmigo por el bien de Nico. Olvida todo lo que hemos hablado hoy y piensa en él.

– No sirve, mi amor -repuso, desesperada-. El problema seguiría presente, y terminaríamos por separarnos. Nico lo vería, y sufriría más que si me fuera ahora -no pudo soportar el dolor en el rostro de Franco; abrió los brazos y él se arrojó a ellos ciegamente. Durante unos momentos se quedaron abrazados, en silencio y quietos.

– No puedo dejar que te vayas -dijo él al fin-. No me pidas eso.

– Puede que no sea para siempre. Algún día…

– No recuperas un milagro cuando lo has dejado ir. Si nos separamos ahora, será para siempre. Lo siento así.

– Pero no hay salida. Lo que realmente pedimos es la bendición de Rosemary. Y ni siquiera ella puede hacer eso. Abrázame, mi amor. Abrázame y ámame… sólo una vez más.

Se amaron con una ternura superior a la pasión, guardando recuerdos para los largos años de separación. Cuando fueron uno, ella se dijo que siempre sería una con él, que siempre le pertenecería en cuerpo y alma, aunque no volviera a verlo más.

– Mi amor -susurró Franco-. Siempre… siempre…

Siempre, respondió el corazón de Joanne.

Nico se tomó su partida con calma, dando por hecho que volvería pronto, como había sucedido con anterioridad. En algún momento Franco tendría que revelarle que no regresaría jamás, aunque por ese entonces quizá el vínculo que tenía con ella se hubiera debilitado un poco.

Cuando se despedían, Nico le dio un dibujo que había hecho en el que se veía a un hombre, una mujer y un niño.

– Somos nosotros -explicó-. Para que no nos olvides.

– Nunca te olvidaré, cariño -prometió, intentando no desmoronarse.

Franco la llevó a la estación y esperó hasta que subió al tren. Joanne sentía como si se estuviera muriendo. Cuando el tren emprendió la marcha, la abrumó la sensación de que la despedida era para siempre.

– Franco… -alargó la mano con gesto desesperado.

– ¡Por el amor de Dios, vete! -pidió él con voz temblorosa-. Déjame solo con mis muertos.

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