Capítulo Tres

Joanne salió al exterior. El intenso calor del día se había mitigado y soplaba una suave brisa. En el pasado esos eran los momentos de mayor relajación y satisfacción en Isola Magia, pero en ese momento podía sentir la creciente tensión. Aun así, la belleza de la tierra seguía siendo la misma.

Allí estaba la terraza y el lugar exacto donde Franco estuvo a punto de besarla aquella aciaga noche. Aún crecían los geranios. Bajo la ventana del cuarto de invitados se alzaba el manzano. Joanne había visto a Franco allí la noche anterior a su boda, mirando hacia la ventana de Rosemary. Su prometida había salido y lo había contemplado con el corazón en los ojos, y ninguno se movió en mucho rato. Ella se había ido en silencio, pensando que era un sacrilegio espiar.

Intentó no prestarle atención a las miradas que recibía. Fue un alivio cuando Nico y Franco salieron de la casa y le indicaron a todo el mundo que se agrupara en torno a la mesa.

El pequeño tomó la mano de ella.

– ¿Puedo llamarte Zia? -preguntó con timidez, empleando el vocablo italiano para «Tía».

– Me encantaría. ¿Dónde me siento?

La llevó a la mesa y la presentó a todos como «Zia Joanne». Umberto, el capataz, estaba allí con su esposa y sus tres hijos. La familia la saludó con cortesía, pero con la expresión asombrada que ya empezaba a reconocer. Franco ocupó la cabecera, y Nico la situó entre su padre y él. Franco le sirvió una copa de vino con actitud atenta, aunque sin mirarla.

Como había dicho, Celia había preparado un banquete en un tiempo sorprendentemente corto. Crema de aceitunas negras, espinacas y ñoquis, y un plato delicioso preparado con trufas blancas, una especialidad local. Acompañaron todo con el vino de la zona.

Elise, la esposa de Umberto, trabajaba en los viñedos cuando Joanne estuvo allí ocho años atrás, y la recordaba. Le formuló unas preguntas educadas, y Joanne habló de su carrera y su trabajo en la casa de Vito. Franco le habló con cortesía, aunque le dio la impresión de que con esfuerzo. Nico intervino poco, pero cuando lo miraba lo veía sonriendo.

Fue como flotar en un sueño. Todo lo que sucedía era irreal. Conocía cada centímetro de ese lugar, pero resultaba como si nunca hubiera estado allí. Conocía a Franco, pero era un desconocido que no la miraba a los ojos.

Pero en un momento que alzó la vista descubrió que la había estado observando sin que ella se percatara. Había algo en sus ojos que no era frío ni desolador. Había desesperación y tristeza; reproche y miedo; pero también ira. Durante un momento él había perdido el férreo control y Joanne vio que estaba poseído por una furia amarga.

¿Furia contra qué? ¿El destino que se había llevado a la mujer que amaba? ¿Contra ella, por presentarse para agitar sus recuerdos?

De pronto se sintió embriagada. Sintió calor y se vio transportada a la última vez que se había sentado a esa mesa, tratando de ocultar los sentimientos que le inspiraba un hombre que no la amaba. Notó como si el mundo diera vueltas.

De repente todo se detuvo y volvió a su sitio correcto. Franco hablaba con otra persona. Quizá nunca hubiera pasado. Pero los latidos de su corazón le indicaron que él ya no era el fiero desconocido que quería aparentar, sino un hombre al borde de su resistencia.

Cuando al fin Umberto y su familia se marcharon, el sol se había hundido en el horizonte, dejando una tenue línea carmesí sobre las nubes.

Celia apareció con una bandeja pequeña en la que había una botella de prosecco, un vino blanco muy ligero y seco. Los italianos lo bebían de manera constante, y Joanne incluso recordó cuando le ofrecieron una copa mientras esperaba en una carnicería.

La casera plantó la botella y las copas en la mesa y añadió una bandeja pequeña con pastas, que dejó cerca de Joanne con aire de contenido triunfo. Mientras Franco servía el vino, ella probó una y la dejó.

– ¿Sucede algo? -inquirió él.

– Lo siento, pero no puedo comerlas. Soy alérgica a las almendras.

Franco probó una pasta y frunció el ceño al estudiar la capa de azúcar. Para sorpresa de Joanne su rostro se enturbió.

– ¡Celia!

La mujer mayor apareció a toda velocidad. Franco le formuló una pregunta en piamontés y Celia respondió con expresión de desconcertada inocencia. Al siguiente instante retrocedió, alejándose de su descarga de furia y se llevó las pastas de la mesa.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Joanne.

– No es nada -fue la seca respuesta.

– Pero no debes enfadarte con la pobre Celia porque yo no pueda comer las pastas.

– No ha sido por eso. Déjalo.

De momento ambos habían olvidado a Nico, que los miraba con ojos que veían demasiado para un niño. Se acercó a Joanne y susurró:

– Eran las favoritas de mamá.

– Sí -Franco hizo una mueca-. No sé en qué pensaba Celia. No se han servido en esta casa… en más de un año.

– Debió pensar que como soy la prima de Rosemary, tal vez me gustarían las mismas cosas -indicó con calma Joanne, aunque distaba mucho de sentirse relajada. Sospechaba lo que había imaginado Celia, y eso resultaba mucho más sobrecogedor.

– Sin duda ha sido eso -Franco se recuperó-. Nico, es hora de irse a la cama.

Pero en el acto el pequeño se arrimó más a Joanne con una sonrisa en los labios. De forma instintiva le abrió los brazos para dejar que se subiera a su regazo.

– Deja que se quede -le suplicó a Franco-. Solíamos acurrucamos así cuando Rosemary lo llevó a visitarme.

– Entonces era un bebé -indicó con el ceño fruncido.

– Ahora no es mucho mayor. Es demasiado joven para que no lo abracen.

– Tienes razón -suspiró él.

Nico se había quedado dormido en cuanto se acomodó sobre ella. Joanne pensó con tristeza en Rosemary, quien ya nunca vería crecer a su hijo.

– Ya se ha quedado dormido -musitó.

– Confía en ti, lo cual es notable. Desde que murió su madre no confía en nadie, excepto en mí.

– Pobrecito. ¿No hay nadie por aquí que pueda ser como una madre para él?

– Los criados lo miman, pero nadie podrá ocupar el sitio de su madre. Jamás.

Joanne acercó la mejilla a su pelo y lo abrazó con más fuerza. Nada salía tal como ella había esperado. No había contado con el modo en que el pequeño se introduciría en su corazón.

– Es hora de que esté en la cama -indicó Franco.

– Sí -aceptó en voz baja, incorporándose con Nico en brazos. La cabeza del niño se apoyó en su hombro mientras se dirigía hacia las escaleras.

Celia se hallaba arriba, y se acercó en cuanto vio que abría la puerta del dormitorio de Nico. Juntas lo desvistieron y lo metieron entre las sábanas. El pequeño volvió a rodear el cuello de Joanne y ella lo abrazó.

– ¿Me cantas? -susurró él.

– ¿Qué quieres?

– La canción del conejo.

Por un momento tuvo la mente en blanco. Luego recordó que Rosemary había escrito un verso ligero que le había cantado a su hijo. Poco a poco recordó las palabras y comenzó a cantar con voz ronca.


Mira al conejo que corre a casa.

Mira cómo mueve, mueve, mueve el rabo al correr.

Es tarde y quiere cenar.

Luego se acurrucará y se dormirá.

Y. por supuesto, roncará y roncará.


– Cántala otra vez -suplicó Nico con una risita.

Joanne obedeció y entonó el verso una segunda vez, luego una tercera.

– De nuevo -musitó él.

Por el rabillo del ojo Joanne pudo ver a Franco de pie en la puerta, sin moverse para no perturbar su sueño. Fue un alivio que no pudiera ver su expresión. Era la de un hombre sumido en un dolor inimaginable.

Cantó el verso otras dos veces. Nico no volvió a pedírselo, aunque se acurrucó contra ella con un suspiro de satisfacción. Pensando sólo en su bien, le susurró: «Buona notte, caro Nicolo», tal como había hecho Rosemary.

Buona notte, Mama -contestó sin abrir los ojos.

– No, yo… -empezó ella, pero guardó silencio, confusa-. Buona notte, piccino -añadió tras un momento.

No recibió respuesta. Con mucha suavidad lo depositó de nuevo sobre la almohada y le besó la frente.

Luego se volvió hacia Franco. Pero éste se había marchado. No supo cuánto tiempo habría permanecido allí de pie antes de irse.

Cerró la puerta con cuidado y bajó. No vio señal de él, y salió a la terraza.

El aire estaba impregnado con la fragancia de las flores, como aquel verano tan distante. Franco apareció en la terraza y la observó unos momentos junto a los geranios.

– ¿En qué piensas? -preguntó.

– Recordaba estas flores de la noche del baile. Renata no pudo venir, así que nosotros fuimos juntos. Tú me esperabas justo aquí, y cuando bajé… hablamos -terminó. A él le brillaban los ojos y los labios esbozaban una sonrisa gentil.

– Lo recuerdo -dijo en voz baja-.Y mientras estábamos allí llegó Rosemary. Salió por esa puerta y yo la vi por primera vez.

Había olvidado la parte de Joanne en aquella noche. Todos sus recuerdos eran de su amada.

– Debería disculparme por la inconveniencia después de la cena -continuó él-. Celia sirvió esas pastas porque eran las preferidas de mi mujer, aunque llevaba un año sin hacerlo. Me enfadé con ella porque parecía creer que eras el fantasma de Rosemary. Pero me excedí en mi reacción y lo siento.

– No es conmigo con quien deberías disculparte -reprochó con suavidad.

– No te preocupes. He hecho las paces con Celia. Perdona mis estados de ánimo.

– Imagino que no te gusta hablar de Rosemary.

– Todo lo contrario. Me encanta hablar de ella, porque eso la mantiene viva. A veces Nico y yo lo hacemos, pero es un niño y no puedo sobrecargar sus hombros. Sin embargo, tú, Joanne… tú estuviste presente cuando la conocí, en el momento en que me enamoré de ella.

– Lo sé. Os observé a los dos miraros y fue como si el mundo se hubiera detenido.

– Es lo mismo que sentimos nosotros -repuso de inmediato-. Ella me lo comentó después… o quizá yo se lo dijera a ella, no recuerdo. Éramos un corazón, un alma… al menos es lo que yo creía -pronunció esas palabras con aliento contenido, luego alzó la vista rápidamente y vio la expresión desconcertada de ella. Antes de que pudiera interrogarlo, continuó-: Lo supimos todo desde el primer minuto. Y tú estuviste presente. Tú también lo supiste.

– Sí. Todo -coincidió con un toque de melancolía que supo que él no iba a captar. Estaba perdido en su propio mundo, que sólo habitaban su amada esposa y él. Carecía de realidad, y también sus sentimientos-. Vino con nosotros a la fiesta. Y los dos compartisteis todos los bailes. Otros hombres no dejaban de invitarla, pero tú los echabas.

– Sí -repuso con una sonrisa-. Ella me instó a cumplir con mi deber y a bailar con otras chicas, pero yo le dije que sólo lo haría con ella, y ella sólo conmigo, siempre.

– ¿Esa noche le pediste que se casara contigo? -inquirió Joanne.

– Nunca se lo pedí, y ella jamás dijo sí. Sencillamente sabíamos que iba a suceder. Algunas cosas son inevitables desde el principio. Mi madre no pudo entenderlo. Me pidió que esperara, que me casara con una chica como yo, una buena chica italiana. Pero Rosemary y yo compartíamos la misma alma y el mismo corazón. ¿Qué puede ser más afín que eso? -le sonrió con gesto reminiscente-. Tú lo viste. Es como si hubieras sido parte de nuestro amor.

Joanne reconoció que era una locura continuar con eso. Después de todos esos años aún le dolía saber que sólo la veía a través del filtro de Rosemary. Pero era dulce estar sentada, hablando con Franco, sintiendo que recurría a ella, aunque fuera por otros motivos.

– ¿Por qué volviste ahora? -preguntó él de repente.

– Yo… yo trabajaba cerca -tartamudeó, sorprendida-. No podía marcharme sin visitaros.

– Nos evitas ocho años y luego nos haces una breve visita. ¿Por qué, Joanne? ¿Qué hicimos para ofenderte?

– Nada, es que mi vida ha estado muy ocupada. Mi carrera…

– Sí, sí -cortó, y ella supo lo insignificante y deshonesta que había sido su justificación.

– Debería irme ya -indicó.

– Es demasiado tarde para que te vayas ahora.

– Sólo son cien kilómetros.

– ¿No puedes quedarte una noche? Nico cree que mañana estarás aquí.

– Pero no he traído ninguna muda, nada. No puedo… -bajó la vista al vestido inapropiado que llevaba.

– Ha sido una desconsideración por mi parte -afirmó Franco-. Celia quería que te prestara algo de Rosemary. Debí hacerlo, pero seguía confuso por verte.

– ¿Aún guardas su ropa?

– Ven conmigo.

Joanne lo siguió en el silencio de la casa hasta el cuarto que recordaba que habían ocupado los padres de él. Había cambiado poco. Aún tenía la cama enorme, con su cabecero de nogal barnizado. A ambos lados del ventanal se alzaban dos armarios.

Franco abrió la puerta de uno de ellos y en el interior Joanne vio una hilera de ropa protegida con plástico. Parte del armario tenía cajones que él abrió para que viera su contenido. Era la ropa interior de Rosemary, sus camisones, pañuelos, guantes.

– He regalado casi toda su ropa a la caridad. Quizá también debiera deshacerme de esto. Es lo que quiero, pero nunca parece ser el momento adecuado. Elige lo que quieras para ponerte esta noche.

Se marchó y la dejó para que escogiera. Todos los camisones eran tenues, delicados y escotados, lo que le dio una impresión del matrimonio que había tenido su prima. La mujer que había comprado esos artículos seductores sabía que su marido adoraba su cuerpo, y había querido presentárselo para complacerlo, tal como Joanne habría deseado hacer si…

Cortó ese pensamiento. Puede que Rosemary estuviera muerta, pero aún seguía presente.

Debería elegir algo sencillo y recatado, pero no había nada así. Al final se quedó con un camisón de seda blanco con una bata a juego. Se lo apoyó contra el cuerpo y se miró en el espejo. Ante sus ojos su cara parecía pálida y sosa, casi corriente. No tuvo dudas de que Rosemary había estado más hermosa con sus facciones iluminadas por la felicidad.

Se hallaba tan sumida en sus pensamientos que no oyó la puerta abrirse y a Franco entrar, ni tampoco cuando se quedó mirándola. Sólo al acercarse cobró conciencia de él.

– Me has sobresaltado -musitó.

– Lo siento. ¿Has elegido algo? Bien. ¿Por qué no te llevas esto también? -del armario sacó unos pantalones y una chaqueta de montar-. Quiero que te quedes mañana. Saldremos a pasear en caballo y te mostraré cómo está el lugar.

– Debería irme -repuso, indecisa entre la sensación de añoranza y de peligro-. Dije que regresaría esta noche.

– Llama a tus clientes y comunícales que te vas a quedar unos días -fue una orden, no una petición. Ella lo miró desvalida-. Por favor, Joanne -pidió con más gentileza-. Esta noche no has visto al verdadero Franco. Me sorprendiste y me mostré hosco. Deja que mañana sea un buen anfitrión. Y a Nico le encanta tu presencia.

Decidió quedarse por el pequeño. Era estupendo tener una causa con la que pudiera justificarse.

– De acuerdo -aceptó-. Me quedaré mañana.

– Gracias con todo mi corazón. Permite que te escolte a tu habitación -ante su puerta dijo con voz grave-: Buenas noches. Joanne. Hasta mañana.

Había un teléfono junto a la cama. Llamó a María y le explicó que no iba a regresar esa noche. Al colgar la quitó la ropa y se puso el hermoso camisón. Se situó delante del espejo y Rosemary la miró.

¿Cómo había pasado por alto que los años habían recalcado su parecido?

No tendría que haber vuelto. Ese lugar era demasiado hermoso y triste. Casi deseó no haber visto otra vez a Franco. En su corazón sólo quedaba dolor. También sabía que si era inteligente debería abandonar la casa lo antes posible.


Franco tardó en irse a la cama. Vagó por la casa silenciosa y se detuvo ante la puerta del dormitorio de su hijo para escuchar su respiración.

Cuando al fin se acostó, el sueño lo eludió. Su cabeza era un torbellino por los acontecimientos del día. Las imágenes iban y venían. Un rostro en particular lo torturaba. Intentó desterrarlo, pero no lo consiguió.

Al final se levantó con un gemido, se puso unos vaqueros y, descalzo, bajó por la escalera y salió al patio. Había luna llena y sus rayos brillantes caían directamente sobre la ventana de la habitación de invitados. Vio que estaba abierta, y por un instante pensó que percibía la silueta de una mujer con un largo camisón blanco. Pero se dio cuenta de que sólo se trataba de la cortina agitada por la brisa.

Se quedó mirando largo rato, pero no captó ningún movimiento. Se acercó a la fuente y se sentó sobre la piedra, para meter los brazos en el agua fría y salpicarse la cara con ella. Temblaba.

– ¡Qué Dios me perdone estos pensamientos! -musitó-. Dios misericordioso, perdóname.

Загрузка...