Ha sucedido algo terrible.
Están mirándolo en la pantalla, después de cenar, con las tazas de café a su lado. Es Bosnia, o Somalia, o el terremoto que, como si fuera un perro, ha sacudido entre sus dientes apocalípticos una isla japonesa; uno cualquiera de los desastres de aquel momento. Cuando zumba el interfono, se miran el uno al otro con cordial reticencia; vas tú, te toca a ti. Forma parte del compromiso para vivir juntos. Hace poco que han tomado la decisión de dejar la casa y trasladarse a este conjunto residencial rodeado de cuidados jardines comunes, con la entrada vigilada por monitores de seguridad, y todavía no están acostumbrados o, para ser más precisos, tienden a olvidar momentáneamente que no es el ladrido de Robbie y el anticuado tintineo de la campanilla de la puerta principal lo que ahora los reclama. No se permiten animales de compañía en la urbanización pero, por suerte, el suyo ha podido ir a vivir con su hijo, que tiene una casita con jardín.
Él, ella; un atisbo de sonrisa, él se levantó con languidez dedicada a ella y fue a coger el auricular más cercano. Quién es, le oyó decir a medias mientras escuchaba a medias el comentario que acompañaba a las imágenes. Quién es. Podía ser alguien que deseara convertirlos a alguna secta religiosa, o la notificación oficial de una multa de aparcamiento, lo hacían trabajadores ocasionales, fuera de horas de trabajo. Él dijo algo más que ella no entendió, pero oyó el ronroneo del botón para abrir la puerta.
¿Sabes quién puede ser un tal Julián Nosequé? ¿Un amigo de Duncan?, dijo él entonces.
Él, ella: no lo sabían, ninguno de los dos. Nada raro, Duncan, de veintisiete años, tenía su propio círculo de amigos, igual que sus padres tenían el suyo, y la intersección entre ambos se producía en raras ocasiones, cuando sus intereses, que sus padres habían inculcado en él cuando era niño, coincidían.
¿Qué quiere?
Ha dicho que hablar con nosotros.
Los dos sintieron al mismo tiempo una descarga eléctrica de alarma. Qué hay que temer, definido en el contexto conocido de un individuo de veintisiete años en esta ciudad: un accidente de coche, un atraco callejero, un asalto a su casa. Los dos permanecieron de pie junto a la puerta, enfrentándose a todo eso, enfrentándose al rumor de los pasos que oían acercarse por su sendero particular pavimentado, bajo las espadas cruzadas de las hojas de ave del paraíso, a la señal del segundo zumbido y a ese chico, ¿enviado por?, ¿a causa de? Duncan. Miraban hacia el suelo cuando él entró, de modo que no pudieron leer en él. Se sentó sin decir una palabra.
Él, ella: a quién le toca.
¿Ha habido un accidente?
Ella es médico, ve lo que traen las ambulancias a cuidados intensivos. Si algo está roto, ella puede estimar si es posible unirlo de nuevo.
El tal Julián aprieta los labios sobre los dientes y mantiene la boca sellada, durante un momento.
Una especie de… ¡No, Duncan no! ¡No! Alguien ha recibido un disparo. Está detenido. Duncan.
Los dos se ponen de pie.
Por el amor de Dios; pero qué dices; qué es todo esto: cómo que detenido, detenido por qué…
El mensajero es atacado, adopta una actitud casi hosca, incapaz de soportar lo que tiene que decir. La abominable palabra le brota avergonzada. Asesinato.
Todo se ha detenido. Podría entenderse un accidente de coche, un atraco callejero, un asalto a su casa.
Él/ella. Él da una zancada y apaga el televisor. Y expulsa el aire con violencia. Mientras nadie se ha movido, nadie ha dicho nada, la palabra y el acto que ésta encierra no han podido entrar en la habitación. Ahora, al tocar el interruptor y exhalar el torrente de aire, se abre un nuevo calendario. El viejo gregoriano no puede registrar este día. No existe en él este tipo de medida.
El tal Julián les cuenta que han llamado al juez de guardia (da el detalle con el peso de su urgente gravedad) para formular la acusación en la comisaría y se le ha negado la libertad bajo fianza. Éste es el objetivo concreto de su visita: Duncan dice, Duncan dice, el mensaje de Duncan es que no vale la pena que vayan, no vale la pena que intenten la libertad bajo fianza, comparecerá ante el tribunal el lunes por la mañana. Tiene su propio abogado.
Él/ella. Ella ha escrito la fecha en las recetas de los pacientes una docena de veces desde la mañana, pero busca una pregunta que dé algún tipo de respuesta a esa palabra pronunciada por el mensajero. Grita.
¿Qué día es hoy?
Viernes.
Fue un viernes.
Tal vez ninguno de los Lindgard había estado nunca ante un tribunal. Durante las cuarenta y ocho horas del fin de semana de espera, examinaron todas y cada una de la posibles explicaciones, dado que no podían hablar con él, su hijo, él. Debido a lo absurdo de la acusación, tenían la sensación de que debían respetar la orden de no visitarlo; seguramente, eso indicaba que todo aquello era ridículo, eso es, horriblemente ridículo, un asunto personal y ridículo que pronto se resolvería, mejor no confirmarlo con la visita alarmada de mamá y papá que llegan a una cárcel acompañados de su abogado, situaciones de gran emoción, etcétera. Así es como se convencieron de que debían interpretar su orden; como una mezcla de consideración hacia ellos -no era necesario mezclarlos en el asunto- y de la independencia propia de la juventud, independencia dada y declarada por mutuo acuerdo desde que era adolescente.
Sin embargo, el temor acompaña a lo desconocido. El temor les llegó como una droga, aunque no procedente del botiquín de ella; caminaron con calma sin nada que decirse por los pasillos de los juzgados, Harald dejó pasar a Claudia con la cortesía de un desconocido cuando encontraron la puerta, entraron y avanzaron de lado torpemente para sentarse en los bancos.
Incluso el olor del lugar era como el de un país extranjero al que hubieran sido deportados. El olor a barreras de madera pulidas y suelo encerado. Las ventanas coronaban la pared hasta el techo, como reflectores inclinados. Los uniformes los llevaban unos hombres con la impersonalidad de los miembros de un culto, todos ellos intercambiables. Había unas pocas figuras sentadas ahí cerca, el mismo tipo de gente que mira desde los bancos de los parques o se tiende boca abajo en los jardines públicos. El pensamiento huye de lo que tiene delante, como hace un pájaro que ha entrado volando en un espacio cerrado, debe de haber algún agujero por donde salir. Harald se dio de bruces con la presencia del colegio, demasiado lejano para recordarlo de modo consciente; el olor institucional y la madera dura bajo las nalgas. Incluso topó con el nombre de un maestro; nada del pasado podía ser más remoto que este presente. Desvió la atención y observó que Claudia salía de su inmovilidad para desconectar el mensáfono que la mantenía en contacto con su consulta. Ella advirtió su distracción y volvió la cabeza para leer su mirada tangencial: nada. Le dirigió la sonrisa rígida con la que uno saluda a alguien que no está muy seguro de conocer.
Sale de la caja de una escalera entre dos policías. Duncan. ¿Es posible que sea él? Deben reconocerlo en un personaje que no le pertenece, tal como lo conocen, como siempre lo han conocido, ¿y quién podría identificarlo mejor? Lleva unos tejanos negros y una camiseta negra de algodón. El tipo de ropa que acostumbra a llevar, pero el pulcro cuello de una camisa blanca asoma doblado bajo el cuello de la camiseta. Los dos se dan cuenta, un foco de atención tácito; ése es el detalle, muestra de sumisión a los convencionalismos esperados por un tribunal, lo que establece el vínculo de realidad entre el que conocían, él, y ese otro, flanqueado por policías.
Un estallido de calor invadió a Harald, una confusión similar a la ansiedad o la rabia, pero no era ninguna de las dos cosas. Un tipo de reacción que nunca había tenido ocasión de aparecer hasta ese momento.
Duncan, sí. Los miró, reconociéndose. Claudia le sonrió alzando la cabeza, para que todos lo vieran. Y él contestó con un gesto de asentimiento. Pero no volvió a mirar a sus padres directamente durante los trámites que siguieron, excepto cuando su mirada, controlada, casi pensativa, se deslizó por encima de ellos al recorrer la galería del público situada más allá de los dos jóvenes negros con las piernas extendidas cómodamente ante sí, el anciano blanco sentado e inclinado hacia delante, con la cabeza entre las manos, y el grupo familiar que, probablemente, se había metido ahí, despistado, a la espera de que llegara el caso que le concernía, y hablaba en susurros sobre sus asuntos.
El juez entró en escena, todos se pusieron en pie de un brinco y se dejaron caer de nuevo. Era alto o bajo, calvo o no: qué más daba. Sacudió los hombros bajo la voluminosa toga, encorvado sobre los papeles que le entregaban, hizo unos breves comentarios con tono de interrogación al estrado, donde daban la espalda a la galería quienes, seguramente, serían el fiscal y el abogado defensor.
Bajo las inclinadas escaleras de luz, unos policías entraron y salieron llevando recados y deliberando entre sí con roncos susurros, y terminó la rutina de los trámites. Se dictó auto de procesamiento contra Duncan Peter Lindgard por asesinato. Se rechazó la segunda petición de libertad bajo fianza.
Se acabó. En realidad, empezaba. Los padres se acercaron a la barrera situada entre la galería y el estrado de la sala, y no se les impidió establecer contacto con su hijo. Los dos lo abrazaron mientras él mantenía el rostro vuelto hacia un lado.
¿Necesitas algo?
Esto todavía no ha empezado a juzgarse, estaba diciendo el joven abogado, voy a presentar una protesta por la denegación, ahora mismo, Duncan. No dejaré que el fiscal se salga con la suya. No te preocupes.
Esto último lo dijo dirigiéndose a ella, la doctora, en el mismo tono tranquilizador que ella utilizaba para dirigirse a un paciente cuando no estaba segura de su diagnóstico.
El hijo tenía un aire de impaciencia, la mirada huidiza propia del que desea que se marchen los bienintencionados; una necesidad urgente de atender alguna preocupación, un asunto propio. Podían interpretarlo como señal de confianza; en su inocencia, por supuesto; o podía ser una máscara ante el terror, similar al terror que ellos habían sentido, para ocultar su terror por orgullo, para que no se uniera al suyo. Ahora estaba acusado oficialmente, aparecía registrado como tal. El acusado tiene derecho a sentir terror, ¡quién lo duda!
¿Nada?
Yo me encargaré de todo lo que Duncan necesite; el abogado apretó el hombro de su cliente mientras mecía su maletín y se marchó.
Si no había nada, entonces…
Nada. ¿No podían preguntar nada, qué está pasando aquí, qué hiciste, qué se supone que has hecho?
Su padre se armó de valor: ¿De verdad es buen abogado? Podríamos encontrar otro. Cualquiera que haga falta.
Un buen amigo.
Me pondré en contacto con él más tarde, averiguaré qué ha pasado con el fiscal.
El hijo sabe que su padre se refiere al dinero, estará dispuesto a proporcionar la garantía para la contingencia que -imposible creerlo- ha surgido entre ellos, el dinero para la fianza.
El se aparta -el preso, eso es lo que ahora es- antes de que los policías se muevan para ordenárselo, no quiere que lo toquen, tiene voluntad propia, y la mano de su madre apenas puede asir el extremo de sus dedos cuando él se aleja…
Ven cómo lo llevan escaleras abajo en dirección a lo que haya bajo el juzgado. Cuando se disponen a salir de la sala B17, se dan cuenta de que el otro amigo, Julián, el mensajero, ha permanecido de pie tras ellos, deseoso de tranquilizar a Duncan con su presencia, pero sin querer intervenir en la conversación con quienes tienen los más íntimos derechos. Lo saludan y salen juntos, pero no hablan. Él se siente culpable por su misión, aquella noche, y se escabulle.
Cuando la pareja emerge al vestíbulo de los juzgados, vasta y elevada catedral en la que resuenan los susurros de los diversos suplicantes congregados, Claudia se aparta repentinamente y desaparece siguiendo la señal que indica la dirección de los aseos. Harald la espera entre esas pacientes personas que pasan por un momento difícil, no pueden hacer otra cosa, él es uno de ellos, las mujeres, mandos, padres, novios, hijos de falsificadores, ladrones y asesinos. Mira su reloj. Todo el proceso ha durado exactamente una hora y siete minutos.
Ella vuelve y se marchan de ese lugar.
Tomemos un café por ahí.
Oh… hay pacientes en la consulta, esperándome.
Que esperen.
No tuvo tiempo de llegar al retrete y vomitó en el lavabo. Sin previo aviso; cuando salía en tropel con todas aquellas personas que pasaban por un momento difícil, formando parte de los inquietos y aturdidos andares, de repente sintió una presión en la barriga y supo lo que iba a suceder. No se lo dijo, cuando volvió junto a él, y debió de dar por hecho que había ido a aquel lugar con el objetivo habitual. Desde un punto de vista médico, había una explicación para un vómito repentino sin náuseas. La tensión extrema podía desencadenar la tensión de los músculos. «Echó los hígados»: era la expresión que utilizaban algunos de sus pacientes cuando describían el síntoma. Siempre lo había escuchado con frialdad, como algo tremendamente inexacto.
Que esperen.
Él le estaba diciendo que se fueran al infierno, los pacientes, ¿cómo pueden compararse sus dolores, molestias y embarazos con esto? Todo se detuvo, aquella noche; todo se ha detenido. En la cafetería, un camarero andrógino con largo cabello rizado atado en una coleta y bíceps de tenista canturreaba su contento acompañando el hilo musical. En el depósito de cadáveres, yacía el cuerpo de un hombre. Pidieron un café filtrado (Harald) y un cappuccino (Claudia). El del hombre que recibió un disparo en la cabeza, que encontraron muerto. ¿Por qué iba a resultar sorprendente que fuera un hombre? ¿No era ya un modo de admitirlo todo, de dar crédito a que pudiera haber sucedido? Asumir que el cadáver fuera el de una mujer -lo más común, un crimen pasional sacado de las páginas de sucesos de los periódicos del domingo- era aceptar la posibilidad de que se hubiera cometido, introducirlo en el contexto de una vida. La de él. La violencia fortuita de las calles nocturnas que habían esperado leer en el rostro desconocido del mensajero formaba parte de los riesgos posibles en aquel lugar, junto con otros más generales, como el de contraer una enfermedad, no realizar una ambición, perder el amor. Aquellos que son responsables de una existencia admiten que la exponen a todo esto. Matar a una mujer en un arrebato de pasión celosa; el mero hecho de que se les ocurriera -con vergüenza, aceptando su banalidad periodística- suponía permitir incluso que la misma naturaleza de esos actos pudiera romper los límites de ese contexto vital.
Seguimos sin saber nada.
Ella no contestó. Sus cejas se alzaron cuando estiró el brazo para coger los sobres de azúcar. La mano le temblaba ligeramente, privadamente, tras la reciente convulsión violenta de su cuerpo. Si él se dio cuenta, no comentó nada.
Ahora entendían lo que habían esperado de él: una sensación de ultraje ante aquello, ante aquella acusación absurda contra él. Ante su presencia allí, entre dos policías, delante de un juez. Esperaban que se abalanzara al verlos -eso era para lo que estaban preparados- para decirles ¿qué cosa? Lo que pudiera, dentro de los límites impuestos por aquella sala con los policías merodeando, los funcionarios reuniendo papeles y los curiosos perdiendo el tiempo. Que era un disparate que estuviera allí, que tenían que sacarlo de ahí inmediatamente, los oficiales inoportunos protestarían, ¿de qué? Díselo, díselo. Alguna explicación. Cómo podía nadie pensar que aquella situación era posible. Un buen amigo.
El abogado, un buen amigo. Y eso era todo. Su espalda cuando bajaba por las escaleras, un policía a cada lado. Ahora, mientras Harald estiraba una pierna para poder coger las monedas del bolsillo, él estaba en una reclusión que ellos no habían visto nunca, en una celda. El cuerpo de un hombre estaba en un depósito de cadáveres. Harald dejó una propina para el joven que canturreaba. Los mezquinos rituales de la vida forman una aturdida continuidad sobre lo que se ha detenido.
Esta tarde insistiré en llegar al fondo de todo esto.
Anduvieron hacia su coche a través de la monótona extensión de la ciudad, separados y unidos de nuevo por la acera que se ensanchaba y estrechaba en función de otras personas que vivían su vida, de las mercancías esparcidas de los vendedores, apiladas en pequeñas pirámides de verdura, chicles, gafas de sol y ropa de segunda mano, los fogones de gas en que se freían salchichas como fragmentos curvos de tripas humanas.
Por la tarde, no pudo dejar que esperaran. Era el día de la visita mensual a un hospital. Se suponía que los médicos como ella, dedicados a la medicina privada, tenían que hacer frente a las necesidades de algunos barrios de la ciudad, en lo que habían sido zonas residenciales de blancos donde, en los años recientes, se había producido un flujo, un gran incremento en número y variedad de la población. Había desempeñado esta obligación regularmente; ahora, la conciencia la aguijoneó e hizo que pasara por encima de lo que había detenido; se dirigió al hospital en lugar de acompañar a Harald al abogado. ¿Tal vez también lo hacía para convencerse de que lo que había sucedido no podía haber pasado? No era día para analizar motivos; sólo para seguir los pasos fijados en la agenda. Se puso la bata blanca (es funcionaría, como el juez, encorvado bajo la toga) y entró en el dominio institucional que le era familiar, el esterilizador humeante, con su batería de instrumentos de precisión para cada uso, la coreografía de la eficiencia de la joven enfermera, con su cofia de muñeca, blanca y almidonada, sujeta sobre su peinado rasta. Algunos de los pacientes no tenían palabras, en inglés, para expresar qué desarreglo sentían en su interior. La enfermera traducía cuando era necesario, transmitiendo las preguntas de la doctora, cambiando con facilidad de una lengua materna a otra que compartía con aquellos pacientes, y transmitiendo sus respuestas.
La procesión de carne se expuso ante la doctora. Era el medio en que trabajaba, los abundantes muslos negros separados reticentemente con pudor (la enfermera bromeaba con las mujeres, mama, la doctora es una mujer como tú), los pechos con vello blanco de los ancianos que auscultaba. Las tiernas barrigas de los niños que se deslizaban bajo la palma de su mano, lágrimas de terrible reproche sobresalían de los infantiles ojos cuando tenía que introducir la aguja en la suave almohadilla de su brazo, donde el músculo todavía no se había desarrollado. Lo hacía de la misma manera que cualquier otra actividad necesaria, con toda su habilidad para evitar el dolor.
¿No era ése el objetivo?
Hay muchos dolores que surgen de dentro; esta mujer con un tumor que le crece en el cuello, fácil de palpar para unos dedos experimentados, y la habitual procesión de pensionistas trabados por la artritis.
Pero el dolor viene de fuera: la violación de la carne, un niño quemado por una olla de agua hirviendo que se ha vertido, o una navaja clavada. Una bala. Este atravesar la carne, la fuerza, el émbolo de una bala que ha entrado muy hondo, una aleación de acero que rompe el hueso como si destrozara una taza de té; ella no es cirujano, pero en esta violenta ciudad ha visto cavar en busca de esas pepitas y levantarlas con una palanca en las mesas de operaciones; conservan la forma aerodinámica de la velocidad misma, no hay elemento en el cuerpo humano que pueda resistir, ni siquiera mellar, una bala, y los que sobreviven recuerdan el dolor de modo diverso, pero todos coinciden: un asalto. El dolor que es producto del cuerpo mismo, de su mal funcionamiento, forma parte de uno; de alguna manera, un misterio que la ciencia médica no puede explicar, el cuerpo es responsable. Pero esto… La bala: el asalto puro del dolor.
El objetivo de la vida de un médico es defender la vida frente a la violencia del dolor.
Ella está al otro lado de la línea divisoria que la separa de los que lo causan. La línea divisoria definitiva, entre la muerte y la vida.
El cuerpo cuyo interior está explorando con una mano enguantada en goma -como si fuera un zahori que, instintivamente, es conducido a una fuente escondida- tiene un feto, tres meses de vida dentro de él.
Se lo digo de verdad. Con los otros, nunca estuve tan mala. Todas las mañanas, mareada como un pato.
Echar los hígados por la boca.
¿Cree que eso significa que es niño, doctora? La paciente adopta la timidez burlona que las mujeres emplean muchas veces ante un médico, la consulta es su escenario y ofrece la rara oportunidad de una pequeña actuación. Bueeeno, mi marido se pondría como loco de contento. Pero yo le digo, si esta vez no viene, no sé tú, pero yo lo dejo.
La doctora ríe con ella cortésmente.
Podríamos hacer una prueba sencilla si quiere conocer el sexo de la criatura.
Oh, no. Es la voluntad de Dios.
Después pasa una sucesión de las habituales dolencias de corazón e infecciones bronquiales. La vida avanza con dificultad movida por los cansados bramidos de los pulmones de los viejos y palpita suavemente de modo visible entre las costillas de un niño esquelético. Algunos de los que aparecen esta semana, como todas las semanas, tienen los ojos achicados por el grueso tejido de su rostro y otros siguen presentando las infecciones cutáneas características de la desnutrición. Comen demasiado o tienen demasiado poco para comer. Es relativamente fácil recetar a los primeros, porque tienen el remedio en sí mismos. Para los segundos, lo que se les receta se lo niegan circunstancias ajenas a su control. Verduras y fruta fresca: son demasiado pobres para permitirse el lujo de estos remedios, lo que han ido a buscar a la consulta es un frasco de medicinas. La doctora lo sabe, pero tiene preparado un montón de hojas que proponen platos hechos con diversas legumbres como sustitutos de lo que deberían poder comer. Le tiende una hoja con gesto alentador a la mujer que ha traído a sus dos nietos al médico. Las piernas grisáceas y llenas de cicatrices de los niños están desnudas, pero, a pesar del calor, miran a la doctora desde debajo de gruesas gorras de lana que cubren las llagas de la cabeza y les llegan hasta las cejas.
La mujer no necesita que la enfermera haga de intérprete, sabe leer el papel y lo estudia lentamente, sujetándolo con el brazo extendido, tal como hacen las personas mayores que empiezan a perder vista de cerca. Lo dobla con cuidado. Su tiempo ha terminado. Conduce a los niños hasta la puerta. Da las gracias a la doctora. No sé qué podré conseguir de todo esto. Quizá pueda intentar comprar algunas de estas cosas. El padre sigue en la cárcel. Mi hijo.
Lista de los acusados. Acta de acusación. Harald se mantenía algo distante con una fría atención para separar lo que eran pruebas de la interpretación de esas pruebas. Indiciarias: ese día, esa tarde, viernes, 19 de enero de 1996, un hombre fue encontrado muerto en una casa que compartía con otros dos hombres. David Baker y Nkululeko Dladla, Khulu. Estos llegaron a casa a las siete y cuarto de la tarde y encontraron el cadáver de su amigo Cari Jespersen en el cuarto de estar. Tenía una herida de bala en la cabeza. Estaba tendido parcialmente sobre el sofá, como si (interpretación) le hubieran disparado por sorpresa y hubiera intentado levantarse. Llevaba sandalias de las que sujetan el dedo gordo con una tira, una de las cuales estaba retorcida y colgaba del pie, y bajo el albornoz estaba desnudo. Había unos vasos sobre un tambor africano junto al sofá. Uno de ellos contenía los restos de lo que parecía haber sido una mezcla conocida con el nombre de Bloody Mary: una lata vacía de zumo de tomate y una botella de vodka estaban sobre el televisor. Los otros vasos, por lo que parecía, no habían sido utilizados; había una botella de whisky cerrada y un cubo de hielo medio fundido sobre una bandeja situada en el suelo, junto al tambor. (Pruebas mezcladas con interpretaciones.) La habitación no se encontraba en un estado de desorden fuera de lo común; es una vivienda informal de soltero. (Interpretación.) La habitación estaba a oscuras, con la única excepción de la luz del equipo reproductor de discos compactos, que nadie había apagado después de que se acabara el disco. La puerta principal de la casa estaba cerrada, pero las cristaleras que comunicaban el cuarto de estar con el jardín permanecían abiertas, como lo estaban en verano, incluso cuando había ya oscurecido.
En el jardín -al que se hace referencia- hay una casita. Ésta está ocupada por Duncan Lindgard, un amigo mutuo del fallecido y de los dos hombres que lo descubrieron, y éstos corrieron a buscarlo tras descubrir el cadáver de Jespersen. El perro de Lindgard estaba dormido fuera de la casita y, aparentemente, no había nadie en ella. La policía llegó veinte minutos más tarde. Un hombre, un ayudante de fontanero llamado Petrus Ntuli, que ocupaba una edificación anexa a la propiedad a cambio de su trabajo en el jardín, fue interrogado y dijo que había visto a Lindgard salir a la terraza de la casa y dejar caer algo mientras cruzaba el jardín en dirección a la casita. Ntuli pensó en devolver aquello, fuera lo que fuere, pero no encontró nada. Llamó a Lindgard, pero éste había entrado en la casita. Ntuli no tenía reloj. No podía decir qué hora era, pero el sol estaba bajo. La policía registró el jardín y encontró un arma en un macizo de helechos. Baker y Dladla la identificaron de inmediato como el arma que guardaban en la casa como protección ante los ladrones; ninguno pudo recordar a cuál de los tres nombres estaba la licencia. La policía se dirigió a la casita. No hubo respuesta cuando llamaron a la puerta, pero Ntuli insistió en que Lindgard estaba dentro. La policía forzó la puerta de la cocina y se encontró con que Lindgard estaba en el dormitorio. Parecía aturdido. Dijo que había estado durmiendo. Preguntado si sabía que su amigo Cari Jespersen había sido atacado, palideció (interpretación) y preguntó: ¿está muerto?
A continuación protestó por la invasión de la casita por parte de la policía e insistió en que se le permitiera hacer varias llamadas telefónicas, una de las cuales dirigió a su abogado. El abogado, evidentemente, le aconsejó que no se resistiera a la detención y se reunió con él en la comisaría, donde las pruebas de las huellas dactilares no permitieron llegar a ninguna conclusión porque el macizo de helechos había sido regado recientemente y las huellas del arma estaban casi borradas por el barro.
Esto no es una historia de detectives.
Harald tiene que creer que el tipo de acontecimientos que ese género describe es real.
Ésta es la secuencia de actos a través de la cual ha llegado una acusación de asesinato. Cuando le cuenta a Claudia lo que le ha dicho el abogado, ella mueve la cabeza de un lado a otro a cada nuevo nivel de detalle y no le interrumpe. Él tiene la sensación de que espera a que termine para hacer algún comentario; sin embargo, al final, no dice nada. Del silencio de ella, él deduce que no ha dicho nada; no ha traído nada que pueda explicar lo ocurrido. Duncan salió de la casa de aquel hombre y dejó caer algo en el jardín en el camino de regreso a la casita. Se encontró un arma. Duncan dijo que estaba durmiendo y no había oído a sus amigos ni a la policía cuando llamaron a la puerta. Nada de esto revela nada más, da más explicación que la que obtuvieron cuando se vieron cara a cara en la barrera de la sala. Su breve abrazo mientras tenía el rostro vuelto hacia otro lado. Su respuesta a cualquier necesidad: nada. Harald ve, informado por la presencia de Claudia, que lo que ha contado, a él mismo y a ella también, es un simple acertijo: quién lo hizo.
La petición de libertad condicional hecha por el amigo abogado tan seguro de sí mismo había sido rechazada de nuevo.
Pero ¿por qué? ¿Por qué? Todo lo que se le ocurre a Claudia es el razonamiento, que por lo general se acepta sin cuestionar, que afirma que una persona que podría cometer otro crimen no puede quedar libre con la única garantía del dinero. ¡Duncan, un peligro para la sociedad! Por el amor de Dios, ¿por qué?
El fiscal ha recibido alguna información insinuando que podría desaparecer: escaparse.
¿Del país?
Ahora se encuentran en la categoría de los que consiguen escapar al castigo por dinero, porque pueden permitirse pagar la fianza y seguir libres. Él no sabía si ella entendía esta implicación de la negativa, para su hijo y para sí mismos.
¿De dónde venía esa idea?
La chica ha sido llamada para ser interrogada, parece que ha dicho que él estaba amenazándola con aceptar un trabajo que le han ofrecido en Singapur. No sé, para sacudírsela, parece. Ella dejó caer el comentario, tal vez intencionadamente. Quién puede adivinar qué estaba pasando entre ellos.
Si Claudia está insatisfecha con lo poco que Harald ha aclarado con esta explicación, ¿acaso ella habría podido conseguir algo más? Bueno, que lo intente entonces.
Un preso a la espera de juicio tiene derecho a recibir visitas. Es el turno de Claudia: me gustaría hablar con ese Julián Comosellame, antes de que vayamos.
Harald sabe que ambos sienten un rechazo irracional a establecer de nuevo contacto con el joven: no matéis al mensajero, la amenaza es el mensaje.
Claudia no es la única mujer con un hijo en la cárcel. Lo ha entendido esta tarde. Ya no es la que reparte el consuelo o sus placebos para los desastres de los demás, mientras ella está a salvo, intocable, en otra clase. Y no se trata de las justas leyes que han traído consigo esta forma de igualdad; es algo distinto. No hay nada sentimental en esto tampoco y, por ese motivo, no hablará de ello con nadie, ni siquiera con quien es el padre de un hijo que está en la cárcel; podría ser mal interpretado.
Claudia telefoneó al abogado para conseguir el número de teléfono del mensajero que se había presentado ante la puerta de seguridad del adosado y había entrado a la hora del café, después de la cena. Fue inflexible, Harald la oyó hablar cuando localizó al mensajero; le dijo que debía volver aquella tarde. Y no mañana. Ahora.
En esta ocasión, cuando abrió la puerta al mensajero, Harald le tendió la mano: Julián Verster. Claudia había apuntado el nombre.
¿Qué pensaba de ellos? La ocasión no tenía precedente al que atenerse; una ocasión social, una inquisición, una llamada: qué clase de hospitalidad es ésta, qué medidas son adecuadas, por ejemplo el té o las bebidas preparadas, la colocación de ceniceros y la disposición de una butaca cómoda marcan la naturaleza de otras ocasiones. Todo estaba en su lugar habitual en la habitación; lo que era, en sí mismo, inadecuado, incluso raro.
La actitud de ambos hacia él había cambiado, vencida por la necesidad. Veían en ese joven la posibilidad de obtener algunas respuestas, incluso podrían leer en su aspecto algo sobre el contexto en que pudo suceder lo sucedido. Todo el mundo lleva el uniforme de cómo se ve a sí mismo o de cómo se disfraza. Voluminosas zapatillas de deporte con complicados adornos, lengüetas altas y suelas gruesas, de las que llevan ahora tanto los ministros como los funcionarios y los estudiantes, y lleva también el propio Harald, en su tiempo libre; mejillas horadadas con las marcas tribales del acné adolescente, ojos separados, de un castaño perruno, oscurecidos por densas cejas que contradicen con autoridad las incertidumbres de una boca que inicia varios gestos antes de hablar. Un rostro que sugiere una personalidad sumisa y leal: el miembro ideal de una peña de amigos. En su trabajo, Harald está acostumbrado a observar estas cosas cuando se reúne con futuros socios.
– Siento haber interrumpido así tus planes para esta tarde, pero cuando viniste la otra noche nos quedamos… No sé… no pudimos decir gran cosa. Fue difícil asimilarlo todo. Como amigo de Duncan, supongo que te pasaría algo parecido: tuvo que ser duro para ti tener que venir a vernos. Nos damos cuenta.
El joven asiente con un gesto hacia abajo de la comisura de los labios que es, a su vez, su manera de tender una mano a Harald.
– Me sentí fatal por haberlo hecho tan mal: pero no se me ocurrió otra manera. Fatal. Y él me lo había pedido, me lo encargó.
Ahora estaban sentados formando un grupo cerrado. Claudia estaba vuelta hacia él, compartían el sofá, y Harald había acercado una butaca, para hablar.
– Por qué no nos llamó él.
Pero era una afirmación más que una pregunta.
– Harald…, es evidente.
– Estaba muy afectado, ya podéis imaginar.
– ¿Fue desde la comisaría?
– No, desde su casa; me localizó en el móvil y di media vuelta en mitad de la calle… él todavía estaba con la policía en la casita.
Las rodillas y las manos de Claudia se juntaron con fuerza, las manos sobre las rodillas.
– Fuiste a la casa.
– Sí. Lo vi. No podía creérmelo.
Para ellos, lo que vio fue el hombre del depósito de cadáveres (Claudia conoce el procedimiento de la autopsia: a veces guardan el cadáver durante días antes de que se realice el proceso). Pero -se ve en su rostro- para este tal Julián Verster, lo visto era su amigo Duncan, ya que Duncan es su amigo. El que se den cuenta de eso permite que empiecen a decirle qué quieren de él. Por un acuerdo instintivo, ninguno de los dos tiene más derecho que el otro, lo interrogan alternativamente; han encontrado una fórmula o, por lo menos, cierta estructura que han elaborado para sí sin que exista precedente.
– ¿Podrías darnos alguna idea de cómo Duncan puede haberse visto metido en todo esto? ¿En qué medida su… cómo podría decirlo… su posición como algo así como inquilino, su relación con los hombres de la casa, esos amigos, podría haberle llevado a las pruebas indiciarías que parece haber contra él? Hoy he ido al abogado. Tú formas parte de ese grupo de amigos, ¿verdad? En realidad, no conocemos a ninguno…
Claudia se volvió hacia Harald, pero intervino con ojos bajos y distantes.
– Excepto a la chica, su novia, la ha traído una vez o dos. Pero, por lo que parece, el viernes no estaba allí. No la han mencionado.
– ¿Podrías decirnos algo sobre esa amistad? Más o menos comparten la finca, debían de llevarse bien, si decidieron eso, vivir tan cerca, ¿qué pudo llevar a que Duncan haya sido acusado de semejante horror? Como verás, mi mujer y yo, padres e hijo, hemos vivido como tres adultos independientes, tenemos una relación estrecha, pero no pretendemos meter la nariz en todo lo que hace. Relaciones distintas. Nosotros tenemos una relación con él, él tiene la suya con otros. Hasta ahora todo ha ido bien. Pero cuando algo como esto te cae encima, te das cuenta de lo que este… llamémoslo respeto mutuo puede implicar. No sabemos nada de lo que necesitamos saber. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué tenía que ver Duncan con él? ¡Seguro que lo sabes! No podemos ir a ver a Duncan mañana y preguntárselo, ¿no? ¿En la sala de visitas de una cárcel? Con vigilantes y demás…
– Hace bastante tiempo que somos todos amigos. Dave, desde luego; estudió arquitectura con Duncan, y yo también: trabajo con Duncan en la misma empresa. Pero no me uní a ellos cuando alquilaron juntos la casa y la casita. Khulu es periodista, creo que Duncan lo conoció a él primero, cuando Khulu quería trasladarse a la ciudad desde Tembisa. Cari, Cari Jespersen -es difícil hablar de él, oír hablar de él, en el tono en que se da una información anodina, un hombre tendido en el depósito de cadáveres-, Jespersen llegó hace unos dos años, con un equipo danés de filmación, o a lo mejor noruego, y, no sé por qué, no volvió. Trabaja, trabajaba, en una agencia de publicidad. Los tres alquilaron la casa principal y Duncan se quedó con la casita. Pero más o menos lo llevan todo juntos. Quiero decir que yo voy por ahí muchas veces, es una casa abierta, hemos pasado muy buenos ratos.
Hay que superar sus inhibiciones; su lealtad, la preciosa confidencialidad depositada en el mensajero, gracias al privilegio de la amistad con una persona que él admira o que, tal vez, profesionalmente es más hábil que él. Lo que emerge es un dato marginal: la naturaleza de su relación con su hijo. Es difícil no impacientarse.
– Así que todos se llevaban bien, estupendo. ¿No sabías nada sobre, alguna tensión? Tenían que ser muy graves, si tenemos que creer que Duncan, ¡Duncan…! ¡Da lo mismo el arma, da lo mismo lo que diga que vio el hombre del jardín! ¿No hay nadie más que tenga lo que considere un motivo para atacar a Jespersen? ¿Por qué iba a hacerlo Duncan? ¿Conoces a alguien…?
La línea de pensamiento de Harald se cruzaba con la de ella.
– Y la chica. ¿Dónde estaba el viernes? ¿Se ha terminado la relación, ya no eran amantes?
El joven ha de hacer un esfuerzo para comunicarse con un padre que no necesita el eufemismo «novia», tal como acostumbra a ser necesario en la comunicación con los padres.
– Siguen juntos. Si ya lo sabéis… estaba allí. El día antes, el jueves por la noche. Cenamos todos en la casa. Cari y David prepararon la comida para todos.
¿No había nada más que decir? ¿Nada más que extraerle? Él es el mensajero, no debe saber nada más que el texto que se le ha confiado. Claudia deja caer las manos a los lados; los dedos se agitan.
– Por favor, cuéntanoslo.
Harald se levanta.
El joven los miró alternativamente, como pidiendo clemencia, y empezó de la única manera que pudo, con el tono monótono y apagado de quien narra las circunstancias de un accidente de tráfico en el que nadie resultó herido: el tono prosaico que defiende a la emoción acorralada.
– El año pasado, en junio, Cari encontró trabajo para ella en la agencia de publicidad y empezaron a ir al trabajo en el coche de ella todos los días. O, algunas veces, en el de él. No sé qué acuerdo tenían. De manera que muchas veces comían juntos también. Pero todo iba bien.
– ¿Qué quieres decir? -Harald lo mira desde arriba.
– A Duncan no le importaba. No tenía motivo para preocuparse.
– ¿No le importaba que su amante pasara todo el día con otro hombre?
– Bueno, Cari y David eran pareja. Los tres de la casa son homosexuales, Khulu también. Los homosexuales muchas veces son muy buenos amigos de las mujeres y no suponen una amenaza para los novios de éstas, claro está. Cari, Duncan y Natalie son grandes amigos. Amigos muy especiales, dentro del grupo que pulula por la casa. Lo eran…
– Entiendo.
Pero Harald, consciente de que su reacción es la habitual en un hombre heterosexual, no entiende cómo a Duncan no le molestaba que su mujer pasara el día entero con otro varón, al margen de cuál fuera el sexo que resultara atractivo a ese varón. Su breve respuesta abre el camino, tanto para él como para Claudia, para que regrese el terror, el terror que vino cuando se pronunció el primer mensaje, esa noche; ese viernes.
– Por favor, cuéntanoslo.
Las palabras de Claudia son un toque de difuntos.
– El jueves, nos quedamos todos en la casa hasta bastante tarde. Había más gente, una pareja de amigos de Khulu. Cuando nos fuimos, Khulu se había ido ya con sus amigos, y volví con Duncan a la casita. Natalie se había ofrecido a ayudar a Cari a fregar los platos, David había bebido un poco de más y se fue a la cama. Pero, cuando parecía que todo estaba recogido en la cocina, Natalie no fue a la casita. Duncan se despertó hacia las dos y vio que no estaba allí con él. Se asustó, pensando que podía haberle pasado algo al cruzar el jardín a oscuras, y se dirigió a la casa. Sí. Cari estaba haciendo el amor con ella en el cuarto de estar. Duncan no fue a trabajar el viernes por la mañana y me llamó al estudio. Me lo contó. Dijo que los había encontrado en el sofá: ese sofá, ya sabéis. En fin: no era la primera vez que Natalie tenía algún lío con otro. Todos le conocemos un lío, por lo menos. Ella es así, pero creo que lo quiere, a Duncan. A su manera. Y él… él le es absolutamente fiel, completamente posesivo, las otras mujeres no existen para Duncan. Recriminaciones y lágrimas, lo de siempre, y ella vuelve con él. Pero esta vez… fue Cari. Un hombre al que no le gustan las mujeres, pero se siente atraído por Natalie. Para decirlo crudamente. Natalie es para él una excepción, deja a su amante dormido en la habitación y hace el amor a Natalie en ese sofá. Duncan estaba… no puedo describirlo, destrozado. Ella no volvió a la casita, supongo que tenía miedo de él. Se marchó. Subió a su coche, se marchó en plena noche y tampoco volvió el viernes. No estaba allí cuando sucedió lo que sucedió. Esto es todo lo que sé y no estoy diciendo con esto que Duncan haya hecho lo que se supone que ha hecho, no estoy implicando nada, no quiero que penséis que lo que os he contado es definitivo, yo no estaba allí, no lo vi; aunque conozco bien a Duncan, vuestro hijo, no sé qué pasó dentro de él…
Ahora están los tres de pie como si, de nuevo, fuera a suceder algo para lo que no existe preparación posible. De la misma manera que la ansiedad puede hacer que el cuerpo rompa a sudar, ellos reproducen la presión atmosférica de aquella casa en la que Duncan entra -el otro hombre está solo en aquel sofá bebiendo un Bloody Mary- y ésta los abruma. Pero no pueden admitirlo; deben transformarla en algo comprensible, controlable. El mensajero se dispone a hacer que su corcel gire en redondo y partir: eso es. No puede soportar más su necesidad, ya tiene bastante.
– No te vayas -le pide Claudia, aunque él no se ha movido. De modo que queda aceptado; lo que iba a suceder era que él iba a abandonarlos. Ella abre las manos señalando el lugar donde estaban sentados y vuelve a ocupar su sitio.
Para retenerlo con ellos, pasan a discutir temas prácticos. La posibilidad de pedir una vez más la libertad bajo fianza cuando el caso comparezca en una primera vista; las condiciones en las que se encuentra un preso a la espera de juicio. Podrían seguir preguntado muchas cosas, él y ellos lo saben, y él podría seguir contando sobre aquella casa con sofá, sobre la casita y la vida que su hijo llevaba allí, pero les parece evidente que el joven se encuentra en un conflicto entre lo que es una obligación para con ellos y la traición a los códigos de la amistad. Lo más cerca que pueden llegar de esa zona es preguntándole si, últimamente, Duncan parecía tener algún problema, pongamos, en el trabajo (que no es un contexto íntimo). ¿Lo habían notado? Eso era lo máximo que Harald podía acercarse a cualquier estado mental enloquecido que hubiera podido darse en la casita.
– Duncan es una persona fuerte.
Esto podría satisfacer a Harald, pero Claudia apartó la vista de los dos hombres con un gesto brusco.
– Trabajas con él en el mismo despacho, ¿quieres decir que, sencillamente, oculta su estado de ánimo, sus sentimientos? ¿Incluso a ti? Te llamó, habló contigo, el viernes.
– Si nos apetece hablar de algo, lo hacemos; si uno de nosotros no quiere, no lo hacemos. Lo dejamos correr.
– Siempre ha sido una persona reservada. Tal vez habría sido mejor si hubiera hablado antes.
– ¿Reservado? Cómo puedes decir eso, Harald: siempre ha sido abierto y afectuoso; no ibas a esperar que hablara de sus asuntos amorosos contigo.
Hablaban de su hijo, el amigo de Julián Verster, como si estuviera muerto. Estar en la cárcel es estar muerto a la conexión con la conciencia exterior, existir en ella sólo en pasado. Un silencio horrorizado los interrumpió. Harald miró a Claudia con la expresión que, según los signos familiares entre ellos, sugería que deberían ofrecer una bebida al joven. Ella parecía atónita, inabordable. Harald cogió unos vasos y botellas, latas de soda y zumo de frutas, el hábito usual de la hospitalidad. Los vasos llenos les dieron algo que hacer con las manos; si no podían hablar, por lo menos podían tragar.
– No recuerdo haberlo visto beber nunca whisky.
Siguieron el razonamiento de Claudia: hasta la botella de whisky, el vaso sin usar y el cubo de hielo junto a ese sofá.
Antes de irse, pareció prudente preguntarle si, como amigo (íntimo, como resulta evidente) Julián Verster podía sugerir algo en concreto para llevarle a la visita del día siguiente.
Nada, claro. Nada.
Por la noche, insomnes, ponen en escena lo que podría suceder. En el lugar de los paisajes oníricos, la oscuridad da forma a la cárcel, las rejas de acero, las llaves (quizás ahora haya un sistema de segundad controlado electrónicamente, como los ojos verdes o rojos que autorizan o impiden entrar o salir por las puertas de un banco). Si nunca han estado ante un tribunal, menos aún dentro de una cárcel. La estructura procede de la perspectiva de pasillos cada vez más estrechos sacada de escenas de películas de la televisión, ojos a través de las mirillas, con una banda sonora de ecos pesados, puesto que de todo el murmullo de la vida ordinaria, la conversación de los pájaros, los humanos, el tráfico, sólo quedan los gritos y el estallido de las botas contra los suelos de hormigón. No es necesario soñar a los portadores de las botas; los han encontrado ya en la sala B17; jóvenes con rostros curtidos por la intemperie que permanecen de pie con imperturbable falta de atención y aire de estar satisfechos con su vida privada mientras se decreta el crimen y el castigo. La celda… Pero los visitantes de la cárcel no verán las celdas, habrá una sala de visitas, las celdas serán como todo aquello a lo que se ha enfrentado el preso bajo el estrado de la sala: desconocido. No hay intimidad más inviolable que la del preso. Visualizar la celda donde él está pensando, llegar a lo que sólo él sabe; es un hueco en la oscuridad.
Tú tampoco puedes dormir.
Junto a ella, él no contesta. Pero ella sabe por su respiración -no tiene el ritmo familiar- que Harald no está dormido. En la oscuridad, su atención está demasiado concentrada para responder. Eso es todo. Él, también, tiene una intimidad inviolable: está rezando. Harald es lo que se conoce como un gran lector, lo que significa que busca algo ambiciosamente llamado la verdad; él sería el primero en admitir, divertido, la precariedad de ambos conceptos. A lo largo de los años ha intentado, a través de las distintas formulaciones que ha ido encontrando, explicarle a Claudia lo que es rezar de modo que fuera comprensible para alguien sin fe religiosa, y lo más cerca que ha llegado ha sido gracias a la definición de Simone Weil de la plegaria como forma elevada de concentración inteligente. Cuando ella puso en cuestión la condición de «inteligente» -¿de qué otro modo podría ser la concentración?-, él satisfizo su incertidumbre señalando que existe la posibilidad de una concentración pasmada en algo banal, que no implica inteligencia en el sentido religioso y filosófico. La oración como una forma de concentración inteligente queda secularizada de manera tal que Claudia ha tenido que aceptarla. Lo ha hecho separando la concentración inteligente de aquel o aquello a lo que va dirigido; entonces no es una comunicación con un Dios supuestamente existente, sino un modo elevado de comunicarse con los propios recursos para buscar algo que nos guíe a través de los miedos, fracasos y penas.
Harald está rezando. Su oración introduce la puesta en escena de lo que tendrá lugar mañana. Ella está acostada a su lado en la oscuridad. ¿Por qué reza? ¿Reza para que su hijo no haya hecho aquello de que lo acusan? Si Harald necesita rezar por eso, ¿significa que cree en lo que no puede decir? ¿Que su hijo ha matado a un hombre?
Se levantaron más temprano de lo que lo habrían hecho rutinariamente en un día laborable. Les sobró tiempo antes de que se iniciara el horario de visitas. Pasaron las páginas del periódico hacia delante y hacia atrás, leyendo la continuación de las crisis cuyos primeros episodios estaban mirando cuando llegó el mensajero. Para él, la fotografía de un niño agarrándose al cuerpo de su madre muerta y el reportaje sobre una noche de fuego de mortero que enviaba a personas anónimas, al azar, al refugio de paredes destrozadas y los sótanos que se hundían, pasó a ser de repente parte de su propia vida, ya no como algo externo, sino dentro de los parámetros del desastre. La noticia era su noticia. Para ella, aquellos acontecimientos quedaban más lejos, incluso más alejados de lo que lo habían estado por la distancia, más distantes de lo que lo habían estado en relación con su vida, debido al mensaje que los había interrumpido: el desastre personal aleja del resto del mundo.
Él salió y dio vueltas por el pequeño jardín que les correspondía, vallado y mantenido, dentro de la ajardinada urbanización; el sendero de intrincado pavimento situado bajo las aves del paraíso se recorría en unos pocos pasos, adelante y atrás. No había adonde ir. Allí donde se detuvo, el rayo tangencial del sol encendía las flores, colgadas como pájaros, en llamaradas naranjas y azules. Ella estaba en la cocina, entreteniéndose con algo. Cuando llegó el momento, apareció con un cuenco de plástico tapado con papel de aluminio que depositó a los pies del asiento delantero. Mientras él conducía, ella sostenía el cuenco entre sus pies calzados con sandalias.
Supongo que nos dejarán pasar esto.
Él meneó la cabeza con gesto de duda. Estaban a la espera de juicio, a lo mejor sí.
Es sólo una ensalada y un poco de queso.
Claro. Las mujeres, y sólo las mujeres, tienen este tipo de recursos. Piensan en cómo mejorar las cosas. De manera subliminal, advirtió cierta ternura mezclada con burla; no hacia ella, sino hacia todas ellas, pobrecillas; dignas de envidia.
En aquel lugar, la cárcel, al que se dirigieron de manera inevitable, fueron recibidos con esa clase de cortesía que se aprende en los cursillos de relaciones públicas para las nuevas fuerzas policiales, destinados a borrar la tradición de autoritarismo racista y brutal de otros tiempos pasados. De todos modos, el funcionario encargado es un afrikáner, hombre de mediana edad con todo lo que eso implica de hijos adultos, cargas parentales, sentimientos familiares, etc., que tendrá en común con una pareja blanca. Adelante, señala el cuenco con comida.
– Pero no se preocupen, tiene una buena dieta, de todo. Y pueden llevarse su ropa sucia y todo eso, neee.
La cárcel es un lugar normal. Eso es lo que ellos no saben; el funcionario tiene un ordenador y varios tipos de teléfonos, normales y móviles, sobre su escritorio, y hay un cesto lleno de plantas de flor de interior con su puñado de cintas de plástico que, sin duda, jalonó un aniversario u otra celebración. Los pasillos llenos de ecos de la oscuridad de la noche están ahí, pero no pasarán por ese camino; son conducidos por las fuertes nalgas de un joven policía negro hasta una sala cercana. Es cierto que no hay nada que distinga a esa habitación; si lo hay, no lo ven. Es el espacio, alejado de todo lo que resulta reconocible en la vida, donde se sientan en dos sillas situadas ante una mesa, al otro lado de la cual está su hijo. Duncan. Es Duncan, procedente de los pasillos llenos de ecos, procedente de la celda, procedente de lo que contempla en sí mismo, allí. Sus manos abiertas golpean la mesa cuando ellos entran, como si tocara acordes en un piano, y sonríe con un gesto de advertencia, nada de sentimentalismos. Las señales vuelan como murciélagos por la habitación. No me preguntéis. Sólo queremos saber qué hacer. Necesito veros. Si no nos cuentas. No quiero veros. En cualquier caso: hay que saber. No podéis saber. Por lo menos cómo fue. No tenéis que mezclaros. No puedes mantenernos al margen. No preguntéis lo que no podréis aceptar. Venid. Quiero veros. No vengáis.
Incluso allí -ese lugar que no puede existir para los tres- debe haber una premisa sobre la que pueda producirse la comunicación oral. Hay que hacer que los murciélagos vuelvan a la oscuridad de la que proceden, la celda, la noche insomne. Sólo puede haber una premisa, sentada por los padres: él no lo hizo. Él es inocente, según el vocabulario de la ley, aunque están preparados para creer, ahora deben saber, no es inocente en relación con el contexto del terrible suceso, la clase de medio en el que pudo suceder. Porque el mero hecho de que haya sucedido implica que tienen que poner orden en la vida de esa casa y esa casita de jóvenes amigos, tal como ellos la han descrito, ordenar los muebles de las relaciones humanas, Duncan con amigos compatibles, alejado sólo por un pequeño trozo de agradable jardín, viviendo con una chica en lo que podría convertirse o no en una relación permanente.
Duncan no es inocente, pero no puede ser culpable. Así pues, la cuestión crucial es el abogado; debe ser el mejor abogado. No están dispuestos a dejarle a él esta decisión, serán inflexibles con esto, madre y padre.
El abogado, el buen amigo, lo conocieron en la sala B17, ha remitido los datos a un abogado importante, alguien, dice, de la categoría de Bizos y Chaskalson: Hamilton Motsamai.
Eso es todo lo que dice su hijo, no los tranquiliza; sólo les asegura que lo defenderá quien ellos querían, el individuo más capaz que puedan encontrar. No les dice otra cosa; no les dice que estará a salvo porque no es culpable de la muerte del hombre del sofá. Este se ha convertido en un asunto delicado que no puede salir a la luz, como si fuera una pregunta indiscreta sobre la vida sexual de un hijo. Y, en realidad, lo es, en lo que respecta a la chica; claro que el tema de la chica no puede mencionarse, aunque seguro que ella podría dar un testimonio valioso en algún sentido, debe de saber que no merece la pena que maten por ella; ese tipo de acto no forma parte de la gama basada en el control emocional sobre la que se formó el carácter de su hijo, o de la ética contemporánea que afirma que los hombres no son dueños de las mujeres.
Sin embargo, no puede haber sucedido. Un arma en el barro. Alguien la tira allí. Un jardinero piensa que Duncan ha tirado algo, quizá fuera una colilla, y la policía encuentra un arma. Lo que arden en deseos de preguntar a su hijo es: ¿sabe él por qué motivo fue asesinado aquel hombre? Pero no pueden preguntárselo, eso tampoco, por distintos motivos: el vigilante, el policía, está allí, igual que las tres sillas y la mesa, pero hay que recordar que el vigilante oye aunque su rostro mantenga el hosco distanciamiento de la incomprensión: cualquier respuesta podría utilizarse como prueba en contra; la naturaleza de algún círculo -cómo pueden saberlo- en el que se mueve el hijo. Cualquier cosa se convierte en sospechosa en cuanto rodea un acto de violencia.
Por lo menos, como médico, ella tiene algo que decir.
– ¿Cuánto ejercicio haces? ¿Consigues dormir bien?
Sea para dejarlos satisfechos o para desafiarlos, se toma el asunto a la ligera.
– Bueno, no es precisamente el hotel de cinco estrellas que yo recomendaría -dice, echándose a reír.
Esta sala no está acostumbrada a la risa; las paredes la devuelven como un grito.
– Hay una especie de patio por el que ando dos veces al día. Ah, el perro. Supongo que Khulu o alguien le estará dando de comer, pero…
– Porque podría hablar con el funcionario médico y recetarte una pastilla suave para dormir. Y más facilidades para hacer ejercicio.
– No lo hagas. No hace falta. ¿Te ocuparás del perro?
Esto va dirigido a su padre; estos padres piden cosas que hacer.
– Encontraré una solución; me lo llevaré. ¿Y libros?
– Philip me ha traído unos cuantos y puedo comprar los periódicos. Pero podríais traerme alguno de los míos. De la casita. Y ropa.
– ¿Y la llave?
– Khulu.
El tiempo debe de estar a punto de acabarse, eso hace que los tres vuelvan a sentirse muy incómodos: el terror ante su regreso por los pasillos de hormigón y acero, y ante su partida dejándolo allí abandonado; y la vergonzosa impaciencia por que se termine la visita.
El vigilante hace una señal. Los padres no saben si demorarse un poco o partir enseguida; cuál es el protocolo en este tipo de despedida, qué es lo que la hace soportable. Lo abrazan y su padre siente cómo una mano le aprieta tres veces el omoplato. Mientras se llevan a su hijo, se produce un aparte que retrasa durante un momento al vigilante que lo acompaña.
– No me traigáis nada que estuviera leyendo.
¡Qué debe de pensar de nosotros!
¿Pensar de nosotros?
Bueno, ¿qué le hemos dicho? Tan frío todo, tan práctico.
Él echó un vistazo, apartando la vista de la carretera que tenía delante, y la vio con las manos en el regazo, la uña de un pulgar giraba bajo las cortas uñas de la otra mano.
¿Qué podía decirse?
Con el vigilante ahí de pie. Tendremos que averiguar si podremos verlo a solas con el abogado, los abogados tienen el privilegio de reunirse en privado con la persona a la que representan.
No es eso.
La cápsula en la que estaban contenidos mientras se desplazaban entre lo irreconciliable, la cárcel y la vida, de repente se llenó con sus voces, que se expresaban libremente.
Lo cierto es que no sabemos de qué deberíamos haber hablado. No sabemos lo involucrado que está en este terrible… asunto: no nos da ninguna pista. Dice que va a defenderlo un abogado de primera, pero no tenemos ni idea de qué información va a darle a éste; qué línea de defensa podrá seguir el abogado, qué va a probar, cuando lo defienda.
Y qué pasa con el abogado.
Lo han oído al mismo tiempo, sobresaltados por su nombre; ha escogido un negro. Ella no es uno de esos médicos que, en su trabajo, tocan la piel negra igual que la blanca pero conservan prejuicios liberales contra la capacidad intelectual de los negros. No obstante, ahora sí se lo plantea, y él también; en el lodo en que ahora se ahogan, donde se ha cometido el crimen, los viejos prejuicios todavía reptan hacia la superficie. Considerando desde este punto de vista la elección de alguien llamado Motsamai, Harald puede encontrar una respuesta.
Tal vez suponga una ventaja. Si en el estrado se encuentra uno de los jueces negros.
El tono de voz de Harald es seco: por pensar así. Avergonzado. Y por qué tendría que ocurrírsele semejante cálculo: un juez negro predispuesto a favor de un acusado porque ha escogido a un abogado negro, cuando no estamos hablando aquí de que quien aparece ante él sea un criminal, un asesino. ¡De dónde viene semejante idea, por el amor de Dios!
¿Pero sabes algo de él? Quizá sea sólo otro buen amigo.
Podemos enterarnos. Hablaré con uno de los abogados más importantes del país, lo he visto algunas veces, supongo que lo entenderá, aunque imagino que no es frecuente esperar que un abogado opine sobre otro.
Y qué más da lo que es frecuente. Intento pensar. ¿Qué más podríamos hacer, Harald? Quedarnos sentados, charlando. Charlando. Por lo menos, podrías haberle asegurado que pagaríamos los abogados, lo que fuera necesario. ¿Cómo podemos saber si la minuta ha intervenido en su elección? Estos abogados de prestigio cobran una fortuna diaria. Si cree que tendrá que encontrar el dinero por su cuenta, eso puede ser grave.
Él sabe que no es una cuestión de dinero. Sabe que puede depender de nosotros. No era momento ni lugar para hacer una especie de anuncio magnánimo.
Pensé que dirías… su padre… bueno, vale, no sobre el dinero, sino algo…
Y a ti lo único que se te ocurrió fue recetarle una pastilla para dormir.
Ya lo sé. Bueno, por lo menos era una especie de mensaje diciéndole que si no lo trataban bien, me encargaría de hacer valer cierta influencia con quien sea el funcionario médico. Por lo menos, hacer algo.
Eres tú quien me dice lo que tendríamos que haberle dicho.
Ella se da un golpe en los muslos con los puños.
Que le creemos.
¿Cuando dice qué cosa? No ha dicho nada. No sabemos nada. He leído el expediente de las pruebas indiciarias. El hombre está muerto. Un arma en el barro. ¿Qué quiere decir esto?
Mientras él habla, ella repite mentalmente sus palabras, como un martilleo. ¡Que creemos en él!¡Que creemos en él! ¡Que no existe la posibilidad, jamás, en este mundo, de que no lo hagamos! Eso es lo que ahí no apareció, lo que no se dijo…
Él se detuvo, obedeciendo a un semáforo. Su mano bajó para poner punto muerto y ella se movió ligeramente para evitar el contacto con la mano. El esperó, con la luz roja, y después habló.
¿Creer?
Ya sabes.
No hubo respuesta.
Que creemos que no ha podido hacer nada semejante y tenemos razón en ello.
El fue arrastrado por el tráfico, como si el coche anduviera solo. Su mente se agitaba, casi serpenteaba, envuelta en un conflicto que no podía compartir, una reticencia intolerable.
Claudia… sabía que debía añadir a su nombre algún calificativo íntimo, pero los viejos epítetos, los diminutivos y las palabras cariñosas quedaban fuera de lugar ante lo que había que decir, tan difícil. Vuelta a empezar.
Ni siquiera sabemos si acepta que creamos en él.
¿Aceptar? ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Y eso qué tiene que ver?
Él no puede permitir que se haga real pronunciándolo, la voz del padre enunciándolo a la madre, pero está ahí, oculto en el coche entre ellos, mientras él llega a las puertas de seguridad de la urbanización: porque sabe que él hizo aquello. Ése es el motivo de que no se dijera nada durante la media hora de visita en la cárcel; la premisa en la que se basaba nuestra presencia ahí no existe. Eso es lo que nuestro hijo nos ocultaba. Eso es lo que hay que creer.
El pulsa el adminículo electrónico que les permite entrar en su casa pero no les da refugio.
La dirección de su empresa cuenta con un importante despacho de asesores jurídicos, uno de los cuales forma parte de ésta. Harald le consulta su opinión en todas las cuestiones legales.
En circunstancias normales. Pero ahora puede hacer lo que no le parecería adecuado en circunstancias normales. Puede recurrir a su contacto superficial en cenas públicas para importunar a una figura prestigiosa en la abogacía y pedirle su opinión confidencial sobre la competencia, reputación y consideración del abogado Motsamai. No tiene escrúpulos en ser atrevido. Qué importan ahora los convencionalismos habituales en su vida.
Naturalmente, el hombre conoce la historia, todo el mundo la conoce, ha sido un regalo para los periódicos del domingo. Pero en qué estará pensando mientras escucha la reiteración de los hechos: mi hijo está acusado de asesinato, se ha tomado la decisión de poner el caso en manos del abogado Hamilton Motsamai. Mi esposa y yo no conocemos a esta persona, no tenemos nada a favor o en contra de él, lo único que nos preocupa es si se trata del mejor profesional posible para defender a nuestro hijo.
¿Interpreta, bajo uno de los familiares silencios de los abogados, traduce el idioma privado de lo que no se ha dicho: ese abogado es negro? ¿Es así?
Aunque, por el momento, el tema no debe plantearse entre ellos. En primer lugar, para proteger al hablante de observaciones contrarias a la ética profesional, debe hacerse una rectificación:
– Habría toda una serie de abogados que podríamos considerar «los mejores posibles», supongo que lo entiendes. No me atrevería a colocar a ninguno por encima de los demás. Pero Motsamai es conocido como alguien muy capaz. Y con mucha experiencia. En los cuatro años transcurridos desde que regresó al país ha intervenido con éxito en una serie de casos difíciles. Políticos, sí, pero también de otras clases. Tiene el tipo de talante agresivo, aunque controlado, por supuesto, por una gran inteligencia, que da muy buen resultado en el interrogatorio de los testigos de la parte contraria. Muy hábil; algunos dirían que excepcional.
Harald no necesita la opinión general, que puede darse sin faltar a la imparcialidad; debe saber lo que piensa de veras este hombre. No hay tiempo, no hay espacio entre los muros de una celda para las peligrosas reservas de hablar con «toda imparcialidad».
– ¿Y tú? ¿Tú qué piensas?
Debe de ser imposible encontrarse ante Harald Lindgard en este momento y no sobresaltarse -y el sobresalto está siempre a un paso del miedo- ante lo que puede suceder a un hombre como él; como uno mismo. ¡La última vez que se habían visto estaban con una bebida en la mano, discutiendo con el viceministro de Finanzas sobre los pros y los contras de eliminar los controles de cambio de moneda extranjera! Aunque aquel hombre no conocía a Lindgard más íntimamente, tuvo que poner a un lado su profesionalidad como si se quitara la toga negra que llevaba en el tribunal.
– Mira, no soy muy dado a los calificativos exagerados, pero puedo asegurarte que el individuo es fuera de serie. ¿No sabes nada de él? No recuerdo en qué zona del país se crió: es la historia de siempre, un muchacho pobre, hijo de padres sin instrucción, que consiguió llegar a la universidad de Fort Haré y licenciarse en derecho a finales de los sesenta. Después se mezcló en la actividad política del Youth Group, fue detenido. Cuando lo pusieron en libertad, se marchó a Inglaterra y de alguna manera, con becas, siguió estudiando ahí derecho. Antes de que volviera en los años noventa, había sido aceptado en Gray's Inn y trabajó como defensor en el Old Bailey. De modo que difícilmente podrían haberse puesto objeciones a su admisión en el colegio de abogados de aquí. Francamente, ya puedes imaginar, después de tantos años en que la capacidad intelectual de los negros no gozaba de consideración alguna entre los abogados, ahora existe un deseo ferviente de mostrarles aprecio cuando se lo ganan. En realidad, Motsamai es una figura providencial… hacía falta una estrella y apareció en nuestra constelación… Es lo que la prensa popular llamaría un personaje muy solicitado.
Afortunadamente, no es sólo una muestra de acción afirmativa. No, no…
Ésta podía ser la frase final que llevarse en el recuerdo; pero Harald siente un peso que le impide marcharse.
– No acabas de ver claro que la defensa de tu hijo la lleve un hombre negro.
Ahí está. Ante ellos, ante Harald y su distinguido abogado. Pero se ha presentado como era de esperar, como una, simple regresión, eructada tras las cenas que compartieron en el pasado.
– No tenemos por qué atribuir esta duda a los prejuicios raciales, porque es un hecho, un hecho incontrovertible, que, debido a los prejuicios raciales de los viejos regímenes, los abogados negros han tenido mucha menos experiencia que los blancos, y la experiencia es lo que cuenta. Han tenido menos oportunidades para ponerse a prueba; ésa es su desventaja, y no estarías dando muestras de tener prejuicios raciales al considerar esta desventaja como propia si confiaras tu defensa a la mayoría de ellos. Si me dijeras que, a pesar de todo, preferirías tener un abogado blanco, eso ya sería una cosa distinta. No tendría nada que comentar. Tú eres quien lleva la carga. Sólo puedo decir: con Motsamai estás en buenas manos. Si puedo hacer algo más… Harald se siente como algunas veces cuando sale a la calle, al mundo, después de comulgar; una calma meditabunda, una especie de certeza, por lo menos, antes de hacer aquello para lo que ésta es necesaria.
Pudieron pasar los primeros días con la atención fija en algo muy concreto: la cita para conocer al prestigioso abogado contratado, Hamilton Motsamai.
Llegaron por separado a Advocates Chambers; ella, de su consulta; él, zafándose de una reunión de la dirección de la compañía de seguros de la que era uno de los directores. Se saludaron con aire ausente; sólo cuando se sentaron juntos, al otro lado de la larga y ancha extensión de la imponente mesa de despacho del abogado, se convirtieron en la pareja, la madre y el padre, el vínculo ominoso. Motsamai era como su bufete: un individuo bien equipado. Mostraba una enorme confianza en sí mismo a través del modo en que combinaba los signos del éxito en una profesión prestigiosa: la indicación dada a su secretaria por el intercomunicador para que no le pasara llamadas, las fotografías de grupo con distinguidos colegas de Gray's Inn en Londres, la biblioteca de libros de leyes con trocitos de papel que sobresalían de entre sus hojas, señalando las consultas frecuentes, la placa de regalo situada en la bandeja de los accesorios del despacho; por no hablar del mechón de pelillos en el extremo de la barbilla, siguiendo un estilo africano tradicional específico, otro tipo de dignidad y distinción. Su inglés fluido y entrecortado tenía un fuente acento, conservaba las vocales abiertas y largas de los idiomas africanos, y afirmaba el derecho a los reverberantes murmullos de bajo habituales en el discurso de éstos, frente a las conjunciones mudas, los «hums» y los «ahs» de los hablantes blancos. Una nueva forma de sofisticación nacional. En su elegante traje gris, aparece como un hombre que lo ha dominado todo, todas las contradicciones que el pasado le impuso. Mientras hojea los papeles (aparentemente, las notas que ha tomado sobre el caso que ha aceptado) mira de vez en cuando al hombre y la mujer que tiene delante; el blanco de sus ojos (incluso se quita las gafas un momento y las balancea) destaca con nitidez en su pequeño rostro caoba, como los ojos de cristal que se colocaban en las estatuas antiguas. Es un rostro hecho por la disciplina de la mente, los rasgos están unidos por la concentración, incluso la boca, que se mueve ligeramente mientras atiende mentalmente al texto, ha reducido en cierto modo su generosidad. Lo estudian; ambos dependen de lo que están viendo como ninguno de los dos ha dependido de nadie.
La atención intermitente que les había prestado era una especie de ensayo sobre cómo abordar lo que tenía que decirles. El buen amigo Philip le había informado -no sólo como abogado- sobre esos clientes, de modo que sabía que no eran unos don nadie: uno de los directores de una gran compañía de seguros, con una política pragmática y sin prejuicios hacia los negros, y la esposa, evidentemente, médico. Personas instruidas a las que podía hablar con claridad para que entendieran su posición: es decir, la limitación de sus posibilidades en el caso.
– He hablado con su hijo. Naturalmente, lo veré de nuevo, en varias ocasiones. Ejeee… No es un joven fácil de entender. Pero estoy seguro de que eso ya lo saben.
El padre estaba a punto de hablar, pero la madre se adelantó.
– No. Siempre hemos tenido una buena relación.
– ¿Se refiere usted a ahora? ¿A que no es fácil de entender ahora?
El abogado asentía con la cabeza, tamborileaba con la yema de los dedos extendidos produciendo un pequeño repiqueteo para mostrar su acuerdo con el padre.
– Exactamente, a eso me refiero. Pero es sólo el principio. Con frecuencia… siempre hay dificultades cuando un individuo está en un momento difícil, se encuentra en estado de shock. ¿Sabe? (dice, dirigiéndose a ella), es como cuando alguien va a verla tras un accidente, con un trauma: es igual.
– Que te digan que tu amigo ha muerto y te acusen de ello. Sí.
El abogado sabe que la madre del acusado lo está acusando a él: de ser demasiado comedido. Está acostumbrado a este tipo de reacción, a que el miedo se convierta en resentimiento. En el caso de ella, exacerbado sin duda por el hecho de que está acostumbrada, tal como él le ha recordado, a ser el asesor profesional y no la víctima. Él aparta la vista, aleja con un gesto rápido la sombra inoportuna.
– Por desgracia… por desgracia, tengo que decirles que cuando él -gesto amplio- se abre, cuando empieza a cooperar conmigo, en ese momento concreto se muestra en cierto modo hostil, ¿saben? Cuando él y yo tenemos que tratar la cuestión fundamental… -Hizo una pausa para calibrar si estaban preparados-. Tengo que decirles que las pruebas son abrumadoras. Definitivas. Con la excepción única del arma, por la cuestión de la suciedad, ¿saben?, el barro: las huellas dactilares. Pero el informe final todavía tiene que emitirse y hay procedimientos capaces de encontrar las pruebas adecuadas. Es zurdo, ¿verdad? Si se encuentran huellas y encajan, la cosa se pondrá muy seria. Muy, muy seria. ¿Entienden? Dejará listo el caso de la acusación. Tenemos que actuar dando por hecho que eso es lo que va a suceder. Su hostilidad no es una buena señal. Según nuestra experiencia, significa que hay algo, todo, que esconder. La persona no quiere cooperar con el abogado porque no cree que el abogado pueda hacer nada por ella.
– Es culpable.
El abogado recibió la intervención del padre con el gesto de aprobación de un instructor ante un discípulo.
– La persona cree o sabe que es culpable, eso es.
Este hombre tiene tendencia a utilizar palabras grandilocuentes y vacías: «en ese momento concreto» cuando quiere decir «entonces», evasivas generalizadas; Harald no acepta la versión impersonal de sus palabras: «la persona» es su hijo.
– Es culpable. Duncan. Eso es lo que usted está diciendo, señor Motsamai.
– Espere un momento, caballero. Eso no es en absoluto lo que estoy pensando. Corresponde al tribunal decidir si un acusado es culpable o no, no a sus abogados, ni siquiera a sus padres. Lo que les pido que entiendan es que yo, nosotros, el otro abogado y yo, tenemos que preparar nuestra defensa para tal contingencia.
»Desde esta óptica, todas las circunstancias, el pasado, incluso la infancia, el temperamento, el carácter del joven, son de una importancia vital. Cualquier detalle puede ser útil para nosotros; por eso, si pueden franquear, con calma, la barrera de hostilidad que muestra hacia mí… Es decir, estoy seguro de que no la emplea con ustedes; si pueden influir en él para que diga a sus abogados todo lo que sabe sobre sí mismo, sus amigos, todo ello… Es esencial. Debe entender que no hay nada que no pueda contarnos.
– Hostilidad… No sé si podría decirse que no da muestras de hostilidad hacia nosotros. En realidad, lo que muestra… Pero cómo podemos acercarnos a él, su padre o yo, como siempre, como antes, como si nada hubiera ido mal, cuando lo vemos en una sala con un vigilante que oirá todo lo que digamos. Ni siquiera dijo nada de la locura que era todo aquello. Del hecho de estar allí. No protestó. Sólo hizo una especie de broma, poco menos, sobre el lugar donde está encerrado. Nos quedamos sentados como si nos hubieran cortado la lengua. No había posibilidad alguna de que dijera qué había pasado. No se me ocurre cómo podemos hacer lo que nos pide si lo vemos en estas circunstancias.
Comprendo perfectamente, entiendo perfectamente, repitió el abogado en distintas fórmulas, desarrollando lo que los abogados denominan sus alegatos. Ejeee… Pero no podían hablar con su hijo en privado; ésa era la norma. Sin embargo, de ninguna manera perjudicaría a nadie que le indicaran, abiertamente, en presencia de los vigilantes, que estaban convencidos, en su interés en aquel momento concreto, que debía confiar en sus abogados por completo, que contara a sus abogados todo lo que había que contar. La mirada de cristal y mármol destelló de nuevo, como si no fuera casi necesario pronunciar lo obvio.
– De todos modos, el vigilante difícilmente entenderá lo que digan. La mayoría de esos tipos todavía son un residuo de otros tiempos. Trabajo seguro para los hijos retrasados de los bóers.
Lanza un comentario poco prudente porque sabe que no resultará inadecuado con esa gente.
– Nuestro gobierno considera que no se puede cambiar el sistema penitenciario de la noche a la mañana: ni siquiera en varias noches. Ejeee…
Durante esos primeros días, parecen repetir un ritual inevitable de separación del mismo encuentro forzoso que los deja a ambos esperando que el otro hable. Y ambos recelan del tipo de interpretación que podría revelar el otro; que podría situar el encuentro en un lugar alto o bajo en una escala de utilidad, de esperanza, para ellos. Mientras dura el silencio, en esta ocasión, no tienen que enfrentarse en el otro con lo que el abogado, el asesor jurídico Motsamai, había dicho que tenían que afrontar. Es mejor romper el silencio de modo oblicuo, del modo más suave que, dentro de la devastación general, son capaces.
¿Qué piensas de él?
Ella deja caer la mandíbula hacia el pecho un momento; levanta la cabeza para hablar bajo la avalancha todavía persistente de la reunión. Pagado de sí mismo. Algo arrogante. Se supone que debe sacarnos del lío en que estamos. No sé.
Probablemente, lo que parece arrogancia es la presencia imponente que impresiona en un tribunal. Los propios jueces tienen fama de tener este tipo de presencia. A mí tampoco me ha gustado mucho. Pero tengo claro que eso no tiene importancia, no está aquí para caernos bien, sino para hacer su trabajo.
Y él ha decidido cuál es.
Para eso ha sido contratado. Por su pericia.
Y ha decidido que Duncan mató. No puedo, no puedo ni siquiera oírme decirlo. No puedo decirme Duncan mató, Duncan ejecutó un acto patológico. Duncan no es un psicópata, reconocerás que sé lo suficiente sobre estados patológicos como para decirlo. Y no estoy involucrándonos en esto, no baso mi incredulidad en ninguna idea orgullosa de que eso no puede ser porque es nuestro hijo, no es eso lo que un hijo nuestro haría. Hablo de Duncan, no de nuestro hijo. Debe de haber alguna explicación de cómo se produjeron estas «pruebas indiciarias». Ese hombre no lo sabe, pero ¿qué es lo que está preparando? Prepara su defensa basándose en que esta «prueba indiciaria» indica que Duncan mató. Duncan mató porque esa putilla con la que se había juntado, que se iba con cualquiera, cosa que él toleraba, se dio un revolcón en un sofá con uno de sus amigos. Estoy segura de que no fue la primera chica en la vida de Duncan, acuérdate de las otras: Alyse o como se llamara, una estudiante de medicina que me ayudaba hace dos años, fue la favorita durante una temporada.
Por qué Duncan no habla.
No puedo decírtelo. No lo sé. Quizá porque los abogados lo agobian con la «prueba indiciaria», de modo que no tiene fe en que prevalezca la verdad, no se puede ganar contra las pruebas indiciarias, un jardinero te ve cruzar el césped y más tarde la policía recoge un arma. Un hombre que ni siquiera tiene reloj, ni siquiera puede decir qué hora era. Si no puedes demostrar tu inocencia, eres culpable, ¿no es eso a lo que ha llegado Duncan?
Por qué no habla.
Bueno, ésa es la única cosa positiva que dijo el hombre, me parece a mí. Tenemos que intentar que confíe en el abogado, aunque no quiera hacerlo en ti o en mí. Y no me preguntes por qué no quiere.
Ella y él.
¿Y qué le van a hacer si, en ese conflicto, él no los necesita? Él, Harald, tiene que mantener los ojos fijos en la carretera, alejados de ella, porque de repente están inundados de lágrimas, como si un esfínter hubiera sido presionado hasta reventar. Esos trayectos. Esos trayectos, de regreso del desastre.
Harald estaba en la casita. Había ido, de entrada, al alojamiento situado al final del jardín donde vivía el ayudante de fontanero y jardinero a tiempo parcial. Un candado en una puerta de cuadra; la finca era antigua, el hombre ocupaba lo que en otros tiempos debió de alojar un caballo.
Harald había evitado la casa con la intención de enviar al hombre a buscar la llave de la casita, aunque había un coche en el camino de entrada, indicando que había alguien en casa. Cuando llamó con los nudillos, un rostro vagamente familiar apareció en la ventana y Khulu Dladla se dirigió a la puerta. Había visto a Dladla varias veces; de vez en cuando, Duncan invitaba a sus padres a tomar unas copas en el jardín -no esperaban de él que se molestara en darles de comer- y normalmente alguno de sus amigos de la finca se les sumaba. Harald consiguió la llave de Khulu; el voluminoso joven salió caminando descalzo con pesados pasos para ir a buscarla; el procesador de textos que utilizaba cuando fue interrumpido brillaba como un ojo verde ácido en aquel cuarto de estar; aquel sofá. Dejó a Harald sólo con el mueble. Los sentimientos del joven, mientras le tendía la llave de la casita, dieron a sus rasgos el doloroso ceño de quien está apretando un tornillo.
– Puedo ir contigo, si quieres.
No. Harald se sintió conmovido por la torpe amabilidad que, de repente, hizo que se sintiera más cerca de aquel hombre, pero no debía haber testigos de lo que implicaba la ausencia de Duncan de la casita.
Harald estuvo en la habitación donde dormía Duncan. Y la chica. Había un frasco de crema facial entre los paquetes de cigarrillos, en la mesilla de noche de la izquierda. No quiso mirar, por respeto, el aspecto de la habitación; cogió camisas, calzoncillos y calcetines de un armario sin fijarse en nada más de lo que se guardaba allí, no era asunto suyo.
No me traigas nada de lo que estaba leyendo.
Los libros aplastaban una desvencijada mesa de bambú situada a la derecha de la cama; pero él se inclinó, los cogió, leyó los títulos, que le resultaban familiares o desconocidos, con la conciencia de ser observado por la habitación vacía. La mesa tenía un estante inferior lleno de revistas de arquitectura y periódicos que se desparramaban por el suelo. Le pareció como si las hubieran dejado caer allí, ese día, cuando el ocupante de la cama estaba echado escuchando cómo golpeaban su puerta. Puso una rodilla en tierra y las colocó bien, pero el estante se combó y se esparcieron de nuevo, y entre ellas había un cuaderno de esos baratos que utilizan los colegiales. Lo puso en equilibrio sobre la pila. ¿Para qué?, ¿Para que Duncan pudiera cogerlo cómodamente cuando volviera a dormir en esa cama? Como si él se engañara pensando que iba a hacerlo pronto.
Cogió el cuaderno y lo abrió. A medida que pasaba las páginas, iba sintiendo cómo se apoderaba de su nuca la mezquindad de lo que estaba haciendo, la traición a lo que el padre había enseñado al hijo, debes respetar la intimidad de los demás, no se leen las cartas ajenas, no se debe leer nada personal que no esté destinado a ti. Todo era normal, inofensivo: la fecha en que el coche había pasado la revisión por última vez, cálculos de dinero con una finalidad u otra, una dirección escrita en diagonal, la anotación de un número atrasado de alguna publicación sobre arquitectura; no era un diario, sino un cuaderno de notas para inquietudes que le pasaban por la cabeza de vez en cuando. No obstante, garabateado en la última página escrita, había un pasaje copiado de algún lugar; Harald le había transmitido su amor a la lectura cuando era todavía pequeño. Le bastaron las primeras palabras para reconocerlo.
Dostoievski, sí, cuando Rogozhin habla de Nastasia Filipovna. «Se habría ahogado hace mucho tiempo si no me hubiera tenido; ésa es la verdad. Tal vez no lo hizo porque yo soy más terrible que las aguas.»
Mientras se está a la espera de juicio, en un caso de asesinato no hay actuaciones con las que los periódicos puedan suministrar algo sensacional a sus lectores. Cuando se publicaron los primeros reportajes contando que el hijo de Lindgard había sido acusado de matar a un hombre, en el momento de la llegada del miembro de la dirección a su despacho se produjo un silencio tácito. Dieron la vuelta a los periódicos para que no se vieran los titulares o se apartaron del lugar donde los ojos de Lindgard y los de los demás podrían cruzarse. El presidente no sabía si, en la intimidad de la sala de juntas, debería manifestarse una expresión formal de comprensión y preocupación hacia un colega tenido en alta estima y hacia su esposa, que estaban pasando por un momento difícil -ésa era la expresión que habría utilizado-, o si era más útil y discreto eludir toda atención oficial, tratarlo como algo que se tendría presente pero no aparecería en las actas de la reunión, lo que sería una especie de condena e iría contra Lindgard, como padre, por lo menos en sentido biológico, de un crimen. Se decidió que la dirección no haría ninguna declaración. Los miembros encontraron, a título individual, un momento adecuado para mostrar su condolencia brevemente, para reducir a dos interlocutores la tensión del momento. La actitud general que había que adoptar era la de mostrarle que, naturalmente, todo aquello era absurdo, un error espantoso. Él les dio las gracias, sin asentir; ellos lo tomaron como que, simplemente, no quería hablar de aquel error espantoso. La mayoría de ellos tenían hijos e hijas para los que un acto semejante sería igualmente imposible.
El período de prisión preventiva fue enfocado según el único modelo que Lindgard y sus colegas conocían: como una remisión en una enfermedad sobre cuyo diagnóstico es mejor no preguntar.
Un día, en el aseo de hombres, un colega con el que trabajaba desde joven, más preocupado por la franqueza en los sentimientos humanos que por mantener convencionalismos sobre la dignidad, le dijo mientras orinaban, como si se aliviara doblemente:
– Si hay algo que yo pueda hacer… No tengo ni idea de qué podría ser… pero no lo dudes ni un momento, bajo ningún concepto. Debes de estar pasando por un infierno. Nunca sé si hablar de ello o no, Harald; si te molestará. Sea cual sea ese montaje, debe de ser una tortura hacerle frente, sabiendo que no puede ser, que está fuera de toda duda.
Lindgard se había lavado las manos. Estaba tirando meticulosamente de la toalla enrollada para obtener un trozo seco. Y habló en aquel enclave alicatado, destinado a las humildes funciones humanas.
– No está fuera de toda duda.
Su colega se enderezó, pasmado. Ahí no se había dicho nada. Uno no debe oír algunas cosas, y quien las diga lamentará de inmediato haberlo hecho.
Se dirigió rápidamente hacia la puerta, se dio la vuelta, volvió junto a él y le puso la palma de la mano sobre el omoplato, exactamente en el mismo lugar donde el hijo la posó, en un único gesto de comunicación, la primera vez que fueron a la sala de visitas.
Pocos de los pacientes de la doctora la relacionaron con uno de los casos de violencia sobre los que tal vez habían leído algo. Había tantos; en una región del país donde la ambición política de un líder había llevado a asesinatos que, a su vez, se habían convertido en vendettas fomentadas por él, el total diario de muertes formaba parte de la rutina, al mismo nivel que el parte meteorológico. En cualquier sitio, los taxistas se pegaban tiros por los clientes; en las peleas de las discotecas, las armas decían la última palabra. La violencia del Estado bajo el antiguo régimen, el anterior, había acostumbrado a sus víctimas a ella. La gente había olvidado que hubiera otra manera de resolver los problemas.
Ella no trabajaba dentro de un grupo, con colegas que tuvieran que adoptar una actitud hacia la situación que la distanciaba de los demás. Sólo estaba Queen, la alegre belleza preocupada por su propia autoridad como enfermera jefe en el hospital, y, en la consulta privada, la señora February -cuyos antepasados habían recibido como apellido el nombre del mes en que fueron comprados en el mercado de esclavos- permanecía sentada ante el escritorio de la recepción con los ojos lúgubres propios de la actitud tradicional y digna de quien pasa por una situación difícil, representando el papel que correspondía a la doctora. Era una delicada expresión de empatía que no necesitaba intercambio de torpes palabras. En el hospital y en sus horas de consulta, la doctora se encontraba dentro de una parcela inalterada de su vida, en un lugar seguro; las personas rodeadas por un peligro invasor pueden protegerse precariamente, durante un tiempo, en zonas definidas por quienes son ajenos a la amenaza, agentes de la misericordia. Sin embargo, le costaba sostener un interés personal por la vida de los pacientes, cosa que siempre había considerado esencial para la práctica de la curación. La identificación primera con otra persona cuyo hijo estaba en la cárcel pronto desapareció en la multitud de los desafortunados; en cuanto uno es empujado, se convierte en uno más entre ellos, aparece la sensación de que si yo he tenido que escuchar tu problema, tú tendrás que escuchar el mío.
Empaquetó, junto con comida, la ropa que Harald había llevado a casa, volviéndola a doblar.
¿Por qué no has traído un pijama?
Los hombres jóvenes no llevan, ¿no te acuerdas? No había. ¿No te acuerdas de cuando todavía vivía en casa?
¿Cómo iba a saber yo con qué dormía?
¿No lo viste nunca circulando en calzoncillos? En verano muchas veces desayunaba así.
Claro, y ella también ordenaba la ropa limpia, arreglaba los armarios de los hombres de la familia, como esposa y madre servicial que se esperaba que fuera, también, la doctora.
No dedicaba todo mi tiempo a los calzoncillos.
Me parece que debe de haber muchas cosas. Muchas que no recordábamos. Que no recordamos.
Me gustaría que dijeras claramente lo que quieres decir.
Es ya bastante difícil… hablar, saber lo que estamos diciendo. Tengo la sensación de que, en cierto modo, recelas de mí. Estás intentando pillarme, hacer que yo te lo explique, porque yo soy su madre, yo debería saberlo, debería saber por qué. ¡Y yo soy su padre! ¡Debería saberlo!
Se acostaron tan tarde como pudieron para acortar la noche anterior a la visita en la cárcel. Al azar, él puso una cinta de vídeo de una película de Woody Allen. Cuando el lúgubre rostro apareció, Claudia comentó que la cinta se la había dejado Duncan y no se la habían devuelto. Quizá fuera un intento, patético o irónico, de afirmar que recordaba algo, un cabo suelto, entre ellos y su hijo. Se oyeron mutuamente reír en diversos fragmentos de la película; hasta que se terminó, la luz de la pantalla se encogió sobre sí misma, se desvaneció en el súcubo de la oscuridad. En la cama, permanecieron acostados en esa misma oscuridad. Harald le rodeó la cintura con un brazo, pero no le tomó los pechos con la mano; ésta quedó ahí, abierta. Harald y Claudia no habían hecho el amor desde la noche en que llegó el mensajero. No podían. Tal vez habría sido bueno, tal vez habría ayudado -al fin y al cabo, habían sido capaces de reír-, pero un testigo, desde la celda de una cárcel, cerraba el cuerpo de Claudia, hacía impotente a Harald.
Él pensó, al amparo de la oscuridad, que podría contarle lo que había leído en la última página del cuaderno. Al amparo de la oscuridad: el lugar adecuado para entender, para que entendieran lo que Dostoievski había revelado sobre su hijo, y a su hijo sobre sí mismo. Claudia leía revistas médicas, probablemente nunca había leído a Dostoievski, él no se lo reprochaba, en su interior; ella curaba mientras que él podía garantizar -asegurar- sólo dinero como compensación ante el dolor y el desastre; pero cómo podía esperar que ella fuera capaz de interpretar un fragmento de las profundidades de una mente con cuyo funcionamiento no estaba en absoluto familiarizada.
En la oscuridad, Harald pudo disfrazar la idea que le rondaba conviniéndola en una cuestión práctica, necesaria; la única acción posible para ellos consistía en encontrar lo que debían hacer a continuación.
Tenemos derecho a esperar que ella venga a vernos. Tenemos que ver a la chica.
Harald se había quedado con la llave que Khulu le diera, volvió a la casita y cogió, en el silencio del dormitorio abandonado, el cuaderno. Leyó de nuevo el fragmento que su hijo había encontrado -¿qué?- tan devastador, un juicio inapelable; aunque también podía hacer suyo el texto como una confirmación del ego, de poder, alardear de él, vivir de acuerdo con él. Guiarse por él.
Harald hojeó de nuevo las páginas. Había unas pocas líneas que se le habían pasado por alto la primera vez, entre anotaciones banales. Otras citas, pero nada que él pudiera identificar. Garabateadas con una escritura amplia y superpuesta, producto de un recuerdo escrito a tientas, a oscuras, adormilado. «Soy la llama de una vela que oscila en corrientes de aire que no puedes ver. Tienes que ser quien me aquiete para arder.» Había un guión, la inicial «N». Una muestra de dramatización adolescente, probablemente dividida en las líneas rotas del verso libre en el original, lejos de la categoría digna de ser apreciada junto con Dostoievski. Se llevó el cuaderno al despacho y lo guardó bajo llave en un cajón de su escritorio; era confidencial, entre él y su hijo, en su calidad de amantes de la literatura de la familia, conscientes de que el terrible genio de la literatura autoriza a algunas cosas. Su hijo no sabía nada sobre esta confidencialidad. No sabía que su padre se había metido a hurtadillas en su intimidad de adulto y había robado sus crípticas notas con la intención de descifrarlo a él.
Hamilton Motsamai estaba ya en contacto con la chica, naturalmente. Se estiró, detrás de su escritorio, y convirtió un reluciente bostezo en sonrisa, en un gesto tolerante ante el hecho de que los legos ignoraran que los abogados deben pensar un paso por delante de ellos.
– No conocemos a esta señorita. ¿La han visto en varias ocasiones? No se ha puesto en muy buen lugar, dada su actitud aquella noche. Habrá cierta reticencia, imagino, en… ejeee… -aleteó en el aire con las manos abiertas- llevar su pequeña actuación en el sofá ante un tribunal, somos conscientes. Así que no me molesta en absoluto que el fiscal la haya puesto en la lista de testigos de la acusación. Eso significa que yo podré hacerle preguntas después que él. ¿Me siguen? No podría hacerlo si la citara yo como testigo de la defensa. Pero también he hecho una petición al fiscal que no ha sido rechazada. Va a permitirme tener acceso a ella, para que venga aquí a hablar. Por el momento, él no sabe si va a utilizarla o no, pero estoy seguro de que, al final, lo hará. Seguro. De manera que volverá a pedir permiso después de que yo la vea, pero no pasa nada, está bien. Ella, para cubrir su jugada, podría intentar algunas alegaciones dañinas contra el modo de ser de Duncan que podrían ser útiles a la acusación. Aunque espero conseguir de ella todo lo que quiero cuando la tenga en el estrado de los testigos. Es muy importante su actitud hacia su hijo. ¿Todavía siente algo por él? O tal vez tenga resentimiento hacia él, de manera que intentará parecer libre de toda culpa en la provocación que lo condujo a ese acto, pasando por alto el sofá. Qué sabemos de su carácter. Lo único que conocemos es su nombre, Natalie James, ha trabajado en un instituto de estudios de mercado, ha sido azafata en un barco de crucero por las islas griegas, fue secretaria de un catedrático de universidad por ahí y ahora se describe como trabajadora free lance. No sé en qué. En qué campo. También escribe poemas. Le he dicho que ustedes quieren verla. Dice que sólo les verá aquí, conmigo, pero no en su casa…
Claudia está sentada de lado mientras habla Motsamai, de la misma manera que podría cerrar los ojos para concentrarse mejor en lo que está diciendo.
– ¿Le ha hablado a Duncan sobre ella?
– Él dice que vivían juntos, pero que «cada uno vivía su propia vida», textualmente.
Fijaron un día y una hora para encontrarse con la chica en el bufete del abogado. Esa mañana, Claudia telefoneó a Harald al despacho desde su consulta. Estaba con él un representante de la Comisión de Vivienda del Gobierno; estaban discutiendo un acuerdo de préstamos a bajo interés que diera pared y techo a miles de pobres; se produjo una larga negociación sobre si debían llegar a una conclusión o arriesgarse a verlo retrasado una vez más.
Harald, no voy a ir. No hace falta que la veamos si el abogado ya está tratando con ella. No quiero verla. Deberíamos dejárselo a él.
Como si lo hubieran sacudido y lo hubieran arrastrado de la cama en plena noche; durante un momento, Harald no reconoció qué era lo que le estaba recordando, su capacidad de comprensión estaba dividida en dos. El hombre de la Comisión recogió sus papeles para demostrar que no estaba escuchando. Harald se sintió ferozmente irritado con ella, Claudia, con su intromisión, el que le recordara la intromisión en su vida que había desplazado monstruosamente a todo lo demás, sus cincuenta años, que había eclipsado el sol y aislado el aire de todo lo que había aprendido, la comprensión que creía haber alcanzado en el conocimiento de los seres humanos y las costumbres que había analizado, la satisfacción en el trabajo y los placeres de las emociones aceptadas, el amor entre hombre y mujer, entre padres e hijo, la tranquilidad de la amistad; una irritación que se fue hinchando y alcanzó incluso a su hijo, Duncan, que había ido a parar a la cárcel. ¡Sí! Unas fuerzas vociferantes luchaban para apoderarse de sus entrañas, fuerzas que si se dejaban salir al exterior libremente podían llegar a ser violentas. No podía hablar, ni siquiera pronunciar una respuesta de rechazo indirecta, frases tranquilizadoras para ella que, sin embargo, tuvieran relación con una situación totalmente remota para el otro hombre que estaba en la habitación, alejado, inocente. Le colgó el teléfono en mitad de la frase.
Natalie-Nastasia. Motsamai dijo que ya había llegado, estaba en el cuarto de baño de señoras.
Cuando entró, fue recibida por los ojos de un padre: encajaba con la joven que Duncan había llevado a la casa una o dos veces. Era ella, de acuerdo. Estaba cerrando la puerta con una mano curvada con gracia a su espalda, Motsamai le agradeció el detalle con una sonrisa. Así pues, Motsamai, él también, sentía la atracción que, por lo que parecía, ejercía sobre algunos -muchos- hombres.
Los mismos hombros caídos de una modelo de Modigliani (y había una reproducción de un desnudo de Modigliani, inadvertido hasta aquel momento, en el dormitorio que había saqueado). Harald no era de los que se fijaban mucho en la ropa de las mujeres, sólo en el efecto que producía, pero le pareció que llevaba el mismo tipo de ropa que en otras ocasiones, piernas perfiladas por algo parecido a las mallas de una bailarina y una camisa ancha desabrochada sobre la gran uve de una garganta moteada por el sol. El cabello era algo distinto -tal vez antes fuera de otro color, pero ahora era negro como el betún-, pero los ojos, la mirada que le dirigió, eran reconocibles, sin duda. Quizá había un lugar en la memoria donde existiera un álbum de fotos barato con todas las novias de Duncan, aunque nunca lo hubiera abierto. Ésa fue la impresión que le produjo: ojos oscuros con destellos amarillos (los colores del pisapapeles de ojo de tigre del escritorio de Motsamai), secretos tras unas pestañas muy espesas, arriba y abajo, que se enmarañaban en los extremos externos. Y estos extremos de los ojos caían ligeramente, fuera debido a sus músculos faciales o por la expresión que adoptaba permanentemente; los ojos eran una afirmación legible, según quien la recibiera: podían ser perezosamente, vulnerablemente atractivos o calculadores, vigilantes.
Cuando Duncan llevaba chicas -sus mujeres- al adosado del conjunto residencial, no era (en el fondo) como si las trajera «a casa», ellos dejaron su «casa» cuando él creció, «casa» era el edificio que vendieron, que abandonaron porque se había convertido en una carga que ya no era necesaria. Que apareciera por ahí a comer o a cenar acompañado de una chica no significaba que la presentara a sus padres como si tuviera con ella un compromiso serio, pero tampoco quería decir que fuera un pasatiempo pasajero; si éstos existían, no justificaban el grado de intimidad que implicaba ser admitido, aunque fuera de modo informal, en la zona de su vida que compartía, comprometido por el pasado, con Harald y Claudia. La habría llevado, aunque sólo fuera por eso, porque consideraba que tenía una personalidad interesante; en realidad, eso era lo que él, Harald, pensaba del criterio que seguía un hijo cuando presentaba una amante a sus padres.
¿Y qué pensaba Claudia de todo aquello? Se había referido a la chica como «esa putilla que se había juntado con Duncan». Cómo podía haberse formado esa opinión en las pocas veces que Duncan había traído a la chica al adosado; ah, más una ocasión en que Duncan compró entradas para el teatro y los cuatro fueron a ver una obra juntos, ocasión en que escucharon y miraron, y no hablaron demasiado. Las mujeres se ven mutuamente unos rasgos que uno no puede atribuirles si no pertenece a su sexo, sean o no justas dichas atribuciones. Fuera lo que fuere esa chica, Claudia la había juzgado la causa de las terribles consecuencias que había acarreado el que Duncan se hubiera mezclado en su vida.
Pero cómo creer, Claudia, al mismo tiempo, que Duncan no podía haber cometido aquel acto, el acto final de todos los actos humanos, el irreparable, el irreversible, y, a la vez, que aquella chica, aquella putilla, fuera lo bastante importante para él como para que la conducta de ella lo convirtiera en sospechoso de haber cometido ese acto. La inquietud torturadora que aquella idea causaba a Harald estaba fuera de lugar en aquel momento y situación: había dejado de prestar atención a lo que estaba sucediendo mientras los tres, él, la chica, Motsamai, estaban sentados juntos en el bufete del abogado. ¿Qué acababa de decir Motsamai? Como es obvio, el señor Lindgard y su esposa están interesados en conocer su versión de lo que sucedió aquel jueves por la noche.
Manos finas entrelazadas, dedos con las puntas respingonas, apoyadas con calma sobre sus muslos.
– Ya se lo he dicho a usted. Puede darles esa información.
Respondía al abogado, pero se había dirigido al padre de Duncan; bajo los mechones del flequillo que se movían sobre su frente, aquellos ojos lo miraban sin apartar la vista. Si tenía que haber una maldición, vendría de ella. Rechazó aquel contexto rápidamente.
– No nos interesa tu conducta aquella noche. Sólo tus observaciones. Sobre el estado de ánimo de Duncan. Hasta aquella noche, ¿cómo estaba últimamente? Tú vivías con él, ¿qué clase de relación era ésa?
Y su rostro desnudo ante su mirada decía, entre ellos dos: ¿qué eres tú, qué le hiciste?
– Fue él quien me pidió que me fuera a vivir con él. Fue él quien lo decidió.
– Eso no basta. ¿Por qué fuiste?
– No lo sé. Él parecía ser una solución. Estoy segura de que no quieren oír la historia de mi vida.
Aunque allí la acusada era ella, no el que estaba en una celda, dijo esto último con un tono encantador que sedujo a los dos hombres, sus interrogadores.
– Sólo en la medida en que pueda ayudar al señor Motsamai en la defensa de Duncan. No sé si sabes que Duncan corre un grave peligro, ¡estamos hablando aquí como si tú fueras una desconocida para él, pero estabas viviendo con él, acostándote en la misma cama! ¡Por el amor de Dios! Para ser francos, tu vida es tuya, es cierto, pero lo que hiciste esa noche no pudo suceder porque sí. Algo habría en vuestra relación, alguna cosa habría, lo que hiciste tuvo que ser consecuencia de algo. ¿Estabais peleados? ¿Fue una crisis o sólo un incidente más que ambos habíais aceptado en otras ocasiones? ¿No te das cuenta de que esto es importante?
Escuchaba atentamente, pensativa, como si se tratara de una voz confusa en otra longitud de onda.
– Duncan se apodera de los demás. Los fuerza. No puede dejarlos en paz. Le gusta manipular, no puede evitarlo. Y se pone muy desagradable cuando te resistes, y considera que resistes cuando lo que él hace, lo que te ofrece, no es lo que tú quieres. Y cuanto más fracasa, peor se pone. Creo que no sabe cómo es. -Escenificó un estremecimiento.
– Pero te quedaste con él. Te quedaste con él hasta que te subiste a tu coche, te marchaste y lo dejaste solo esa noche, y no volviste.
Ella seguía mirándolo en plena cara, con las manos todavía entrelazadas con calma.
Cerró los ojos un momento. Las negras pestañas presionaron sus mejillas.
– Yo era libre.
– Así que tenías miedo de mi hijo.
– Él me tenía miedo.
Después de que se fuera, Harald permaneció sentado en el bufete de Motsamai, mirando los estantes llenos de libros jurídicos con sus papelitos indicando las páginas importantes que podrían determinar un resultado, aunque no sería la justicia; ya no podía pensar en la justicia como antes. La ley como juego de pistas cuyas cláusulas subsidiarias podrían conducir a través del bosque. Motsamai pidió café a través del intercomunicador y, a continuación, sin dar una explicación a su cliente, anuló la orden. Salió de detrás de su escritorio y se dirigió a un armario con tiradores de latón. En él había hileras de archivos y, en un compartimiento interior, unas copas colgaban de la base por una ranura, como en un bar elegante. Levantó en una mano una botella de whisky y, en la otra, una de coñac, ¿preguntando? Harald hizo un gesto con la cabeza señalando la de coñac. Motsamai sirvió a ambos un buen trago. Era una pequeña muestra de tacto, amable, silenciosa, inesperada en aquel hombre. Harald fue capaz de decirle:
– Así que ella cree que Duncan mató al hombre que vio follársela en el sofá.
– Ella sabe qué clase de mujer es. Nos toca a nosotros ir más allá.
Motsamai encogió la lengua para saborear el coñac; hete aquí un hombre que disfruta con la boca, ha conseguido mantener la avidez con la que el recién nacido ataca el primer alimento en el pecho.
– ¿sí?
– A ver: ella lo provocó más allá de lo soportable, lo sacó de quicio, no sólo esa noche, con su exhibición, sino durante el año o los dos años anteriores. Que culminaron en esto.
– Eso no es lo que ella dice. Dice que era él. Que era él quien… cómo ha dicho… quien se ponía muy desagradable.
– Ah, pero usted lo ha dicho: ella se quedó. Y lo ha oído: él me tenía miedo. Esa ha sido su respuesta cuando usted ha preguntado, después de todas sus quejas, de sus acusaciones contra él, si tenía miedo de su hijo. Ella se quedó, ¡se quedó!
Porque él era más terrible que las aguas, distinguido abogado. Pero ese juicio del acusado sobre sí mismo no estaba destinado al oído de los abogados; todavía no, si es que alguna vez llegaba a estarlo. Cuando se prepara un caso se produce un proceso de criba del que un lego debía aprender; Harald tenía cierta experiencia en atrapar matices en un contexto muy distinto, en las reuniones de la dirección a las que asistía y que, en algunas ocasiones, presidía. Algunos hechos serían útiles para el abogado, otros irían en contra de su argumentación, ¿cómo actuar?
Motsamai se deslizó entre su majestuosa butaca tapizada en cuero castaño y su escritorio para sentarse de nuevo. Lo que tenía que decir debía ser dicho desde ahí y no desde la informal postura de una copa compartida.
– Mira, Harald: va a dar lo mismo que se descubran o no huellas dactilares bajo la suciedad del arma. Me lo ha dicho mi cliente.
– Duncan lo ha dicho.
– Sí, Duncan me lo ha dicho.
– Te lo ha dicho. Y te ha dicho que nos lo digas.
– Sí. Ejeee…
Ese sonido procedente del pecho puede ser, es cualquier cosa: un reconocimiento, un lamento. Al oír que aquel hombre lo tuteaba y lo llamaba por su nombre de pila, por primera vez, Harald entendió lo que se expresaba en ese momento en un sonido más antiguo que las palabras, situado más allá de éstas.
– Entonces, esto es el final.
– No, esto no es el final. Aquí empieza nuestro trabajo.
– El tuyo y el del buen amigo, el abogado ayudante.
Un hormigueo le recorre todo el cuerpo, la droga de una emoción desconocida inyectada en esta sala bien arreglada donde se ha anunciado una condena; una sala cuyo significado sustituye ahora el de cualquier otra morada en esta tierra, en esta vida.
– ¿Un abogado está obligado a encargarse del caso de una persona que ha dicho que es culpable? ¿Que ya se ha juzgado a sí misma? ¿Qué puede defender?
– ¡Claro que un abogado puede encargarse de un caso así! El individuo tiene derecho a ser juzgado de acuerdo con muchos factores en relación con el acto confeso. Las circunstancias pueden afectar de manera vital el peso de las pruebas indiciarias. El acusado puede juzgarse, pero no puede sentenciarse. Sólo puede hacerlo el juez. Sólo según el veredicto del tribunal.
»En relación con el tipo de sentencia que es probable que se le imponga, esto sólo es el principio del caso, ¡vamos! El que nos centremos en un aspecto u otro garantizará que la sentencia no sea ni un día más larga, ni un grado más severa de lo que permitan los atenuantes. Se ha abierto, Harald: ahora tu hijo me habla, hay aspectos del caso que la defensa debe seguir, ¡todavía hay defensa!
La visita en la cárcel a un asesino.
Cuando regresó del bufete del abogado y se lo contó a Claudia, el rostro de ésta se fragmentó en parches de color escarlata, como si sufriera una feroz alergia, era raro verlo. Como algo indecoroso. Deseó con angustia que llorara para poder abrazarla.
Repasaron lo que había dicho el abogado sobre su caso, su tarea. Se había desmoronado el principio legal, inocente hasta que se demuestre la culpabilidad, que ellos respaldaban, junto con todos los que creen que sus transgresiones nunca irán más allá de la infracción de tráfico. En la polvareda que levanta, el desconcierto aisla; ambos hablaron en primera persona, sin conseguir llegar al otro.
Seguro que otra mujer habría llorado, habría emitido un lamento fúnebre por su hijo, y él habría sabido qué hacer, la habría abrazado y se habría sumado a ella.
Harald dijo vacilante, hablando de sí mismo: Sabemos menos que antes. Motsamai no le preguntó la única cosa que importa. A mí. A nosotros. No se trata de por qué, eso es lo único que a Motsamai le preocupa, en eso se basa la defensa. También se trata del cómo. Cómo pudo hacerlo. Duncan pudo llegar a hacerlo, coger un arma y matar. El es tú y yo, ¿no es cierto?, y nosotros no podemos saberlo. No porque Duncan no se lo vaya a contar a Motsamai ni a nosotros ni a nadie, sino porque es algo que no se puede «contar». Tiene que estar en uno. En él.
Claudia fue a la cocina a buscar comida porque aquélla debía de ser más o menos la hora en que acostumbraban a comer. Él no prestaba atención a las cosas de la casa. La siguió, movido por una especie de cortesía que, en su situación, era lo único que les quedaba. No había nada más que decir; tal vez había dicho ya demasiado. Lo que Claudia estuvo pensando, lo que estuvo forjándose en el silencio de madriguera de la cocina, apareció al día siguiente cuando caminaban juntos por el sendero en dirección al garaje, de camino a la cárcel. Una de las hojas rígidas y espatuladas del ave del paraíso quedó atrapada en su cabello, ella se echó a un lado, interrumpiendo su avance inevitable, y él se volvió para ver qué era lo que la retenía. Una sonrisa transformó rápidamente el rostro de ella y desapareció con igual rapidez. Aquella noche creíste que podía haberlo hecho. ¿Verdad? Lo decidiste. No necesitabas esperar ninguna confesión hecha a un abogado.
Al principio, al otro lado de la mesa de la sala de visitas de la cárcel, se encontraba el personaje de un preso; aquel día se encontraba el personaje de un asesino, acusado por sí mismo, definido por sí mismo como tal. Duncan. Claudia, su madre, administró la media hora recurriendo al formato de su profesión, una seguridad que ninguna calamidad podía arrebatarle; la confesión de culpa como un diagnóstico.
De nuevo se planteó la cuestión del abogado. ¿El paciente estaba completamente satisfecho con la competencia del encargado de su caso, estaba lo bastante impresionado con Motsamai, ahora que había hablado con él? ¿Desearía pedir otra opinión? Había muchos abogados con experiencia, ¿no merecería la pena? La naturaleza del diagnóstico mismo, esa terrible malignidad declarada, no está en discusión. Su padre confirma:
– Yo también he podido hablar con Motsamai. Creo que es un hombre hábil. Y él sabe que vas a necesitar a un hombre hábil. Creo que deberíamos dejar que él decida si quiere consultar con alguien. Si hay alguien cuya experiencia particular en algún tipo de caso quiera utilizar.
El hijo de ambos -en su nuevo personaje- está ahí, vestido con una de las camisas que su padre cogió de la casita; su hijo, que ha matado a un hombre. Ya no está observándolos atentamente como hizo durante las visitas anteriores, cuando podían representar para él la fantasía que su presencia postulaba de que no había hecho lo que había hecho, encontrarían a alguien que hubiera lanzado el arma a un macizo de helechos.
Está distraído, ojos y manos inquietos. Ella incluso le pregunta si tiene fiebre, es todo lo que sabe, pobre madre abnegada, pobrecilla.
Qué podría recetar para una fiebre como ésa.
– Motsamai es un gilipollas pedante, pero está bien. Me entiendo con él. Así que habéis estado con él. Sabéis lo que hay que saber.
– No. No sabemos lo que hay que saber. Sólo tu decisión. Y que él la acepta. No hay alternativa. Duncan.
Bruscamente, Duncan extiende una mano, la mano de un hombre que se ahoga, haciendo un gesto desde las profundidades, y coge la de su padre a través de la mesa. Su mirada oscila entre Harald y Claudia.
– Si no hubierais vuelto, lo habría entendido.
Eso es lo más cerca que llega Duncan de admitir lo que les ha hecho.
El hombre del sofá no es la única víctima. Ahora, Harald y Claudia albergan, cada uno de ellos, en su interior, un resentimiento maligno contra su hijo que parecería tan imposible en ellos como la capacidad para matar en él. El resentimiento es vergonzoso. Lo que es vergonzoso no puede compartirse. Lo que es vergonzoso separa. Pero la manera de hacer frente al resentimiento llegará, tiene que llegar, de manera individual para ambos. El resentimiento es vergonzoso: porque ¿qué le han hecho ellos a él? ¿Es ahí donde hay que encontrar -¿por qué?, ¿por qué?- la respuesta? Harald se inspira en los jesuitas; Claudia, en Freud.
Es necesario concebir el hijo otra vez, volver a gestarlo.
Se divirtieron mucho haciéndolo, Harald lo sabe bien. Es difícil recordar la emocionante frescura de la transformación de la personalidad en el primer amor sexual: no sólo se rompe el himen, también se abre la crisálida para liberar las alas plegadas de la emoción y la identificación con todas las criaturas vivas. Harald fue el primer amante de Claudia, cuando ella era la estudiante de medicina más joven de su clase, y él se encontraba indeciso sobre si cambiar los estudios de ingeniería por los de económicas. La arrogante confianza de estar enamorado le dio valor para decepcionar a su padre y abandonar la tradición de una línea de ingenieros que se remontaba hasta el bisabuelo que emigró de Noruega.
El padre de Claudia era cardiólogo y los juegos de ésta durante su infancia consistían en jugar a que era médico con un viejo estetoscopio; no decepcionó a nadie, puesto que su madre era una maestra de escuela cuyo incipiente feminismo deseaba una carrera más ambiciosa para su hija.
Harald y su chica, Claudia y su chico (así es cómo sus padres pensaban de ellos en la década de los sesenta) fueron amantes cuando eran demasiado jóvenes para casarse, pero se casaron cuando ella quedó embarazada. Se divirtieron al hacerlo. A medida que una pareja se conoce a lo largo de los años no sólo cambia la perspectiva sobre lo cautivador del primer apareamiento, la atracción compulsiva por el compañero; ese comienzo también revela algo más, algo que estaba ya allí pero nadie vio. Claudia, tan joven, ya entonces estaba convencida de que sanar el cuerpo era lo que le satisfacía, no sólo personalmente, sino también con respecto a sus posibles obligaciones humanas: era un destino, si se quería utilizar un término pomposo y pasado de moda. Harald, incapaz de comprometerse con ninguna definición similar de sí mismo, escogió una ocupación que le interesó por la influencia que ejercía sobre su propia existencia, dedicado ya a extraer distintos sentidos a la vida como si fueran capas de pintura vieja. Ninguno de los dos se sintió atraído por los hippies de la época. Hacer el amor…, hacer el amor era algo exclusivo y serio: es imposible entender ahora lo que significaba entonces para ellos. Cómo podían, al mismo tiempo, ser conscientes de la singularidad que los separaba, incluso cuando sus cuerpos se unían en gozosa revelación. Y habían superado, también -no, dominado- estas incompatibilidades a través de las distintas etapas, en el matrimonio, en el amor que se tenían, como algo diferente de estar enamorado; incompatibilidades ignoradas en el momento de la concepción: pero presentes. El hijo nació de todo ello.
El movimiento reptante del espermatozoide y su recepción por el óvulo, lo que se une en la concepción es lo que los padres son y lo que son sus dos series de antepasados. Pero uno podría remontarse hasta Adán y Eva buscando indicios de ello. Hamilton Motsamai, a quien se le ha confiado la vida de su hijo -y la suya-, sin duda puede repasar sus antepasados a través de la lengua hablada, la leyenda oral, canciones y ceremonias vividas en la misma tierra natal. Para aquellos cuyos antepasados salieron de la suya para conquistar, o la dejaron debido a la persecución y la pobreza, su linaje empieza con los abuelos que emigraron. Hay un País Viejo y un País Nuevo; la herencia de quien es concebido aquí empieza con el País Nuevo, con los diversos mestizajes que se han producido. El abuelo noruego era protestante, pero el padre de Harald, Peter, se casó con una católica de origen irlandés, por ello Harald tiene nombre escandinavo pero fue educado -era deber de su madre hacerlo, según su fe- en la religión católica. Los padres de Claudia fueron a Escocia sólo una vez en su vida, en unas vacaciones que pasaron en Europa, pero su padre, el médico del que era discípula, recibió su nombre de un abuelo escocés, llamado Duncan, que emigró en fecha olvidada, y por ello el hijo de Claudia ha recibido el nombre codificado genéticamente de Duncan Peter Lindgard.
Un anzuelo en el dedo.
Cuando algunas cosas entran, se abren paso hasta lo heredado, ¿no pueden ser extraídas?
Duncan hizo más cosas con su padre, compartió más actividades. Ella supone que es natural, cuando el hijo es varón. Así pues, el padre tiene una responsabilidad particular. Su padre se lo llevó consigo, a pescar, y el anzuelo se clavó en la suave almohadilla del anular, tal vez tendría unos seis años. O menos. Fue llevado a casa, a su madre médico, para que le quitara el anzuelo suavemente, como ella sabía, haciéndole el menor daño posible, un ejemplo temprano para él. El cuerpo humano no debe lastimarse deliberadamente.
Cuando era niño, poseía el equilibrio perfecto de un pájaro en la más alta fronda de un árbol.
La imagen acudió a Harald procedente de la época en que lo llevaba a observar a los pájaros. Ella ponía excusas para no ir, era demasiado lento para ella, la larga espera para que se posara algo, mientras barrían el cielo vacío en pos de una silueta recortada que cruzara los gemelos; entre tanto, el chico buscaba la ilustración pertinente en el manual de ornitología con aire de importancia, incluso cuando era demasiado pequeño para leer el texto.
Procedente del tiempo, se le acercó una imagen, como las lentes de los gemelos hacen con lo distante: la luz del sol tocaba con sus dedos el bosque larguirucho (dónde, qué año) y rayaba su figura, como si fuera un pequeño animal, mientras se movía con cuidado, para no molestar a ninguna criatura de la naturaleza; qué respeto por la vida.
Cuando hubo que sacrificar al perro -sola, claro, cómo podía no volver a analizarlo- fue ella quien tuvo que hacerlo porque él le rogó que no dejara que lo hiciera el veterinario. El tenía diez u once años, quería que lo hiciera su madre médico porque confiaba en que lo haría sin dolor, que «hiciera dormir» (lo protegieron del asesinato con ese eufemismo) al animal que, mientras él era cada vez más alto y fuerte, se había vuelto demasiado viejo para andar. Ella lo hizo sin demora porque él dudaba, con una indecisión casi adulta, sobre si debía quitar la vida al viejo animal; y, después, en su rostro abatido, se reflejaba lo que decía su conciencia por haberlo hecho, su reproche hacia ella por haber sido su cómplice; los adultos deberían saber cómo hacer que las criaturas vivieran para siempre, abolir la muerte.
Cada uno de ellos, Harald y Claudia, observa con recelo en el otro esta búsqueda sentimental en el pasado de lo que era Duncan; no porque busquen la debilidad del consuelo en el otro, sino porque podría revelarse algo vulnerable que incriminara a uno de los dos. Debe de haber alguien a quien culpar. Si Duncan dice que es culpable. A veces, a uno de ellos se le escapa algo que indica la existencia de esa búsqueda: mientras sacan el perro a pasear (han decidido desafiar la norma que impide tener animales en el conjunto residencial, es lo mínimo que pueden hacer: por su hijo), ella hace una repentina observación sobre el modo en que se expresaba el niño, especialmente cuando estaba intrigado por lo que acababa de aprender. «El papel es árboles, la lluvia es el agua que viene de la tierra cuando el sol la calienta. Entonces todo es otra cosa. ¿Y las lágrimas, cuando lloro?, ¿qué son?»
No recuerdo que tuviera nunca muchos motivos para llorar. Un niño feliz. Nunca recibió lo que podría llamarse un castigo.
Ella recordó su rostro, cuando era pequeño, alterado por un paroxismo escarlata, el contorno de la boca completamente blanco.
Porque eso me lo dejabas a mí.
Así que tú provocabas las lágrimas.
Contestar a eso equivalía a entrar en combate. Dejó que el perro, atado con la correa, tirara de ella hacia delante. Tanto el padre como la madre estaban preocupados por la conservación de la vida. Incluso él, en cierto modo, asegurando (con beneficio para él, sí; pero también le pagaban a ella por la mayoría de sus servicios) que la gente recibiera una compensación por las desgracias que pudieran acontecerle y, últimamente, aportando dinero para que las personas sin techo tuvieran casa. El ejército: el ejército. Sin duda, ahí fue donde la ética de la vida que el hijo había absorbido de sus padres cambió por completo. Cuando hizo el servicio militar le enseñaron a matar; ya fuera bajo capa de un desfile, de unas maniobras, de unas prácticas de tiro (el calibre del arma encontrada en el macizo de helechos se ha averiguado ya), lo que le dieron fue la licencia para provocar la muerte. Le dijeron que hay circunstancias en las que está justificado por la ley, tanto la del hombre como la de Dios, aunque la supuesta sanción de Dios tal vez no hubiera llegado hasta él, hasta Duncan, porque, aunque Harald había hecho de él un lector, ¿había conseguido hacer de él un creyente?
La guerra, el derecho a arrebatar la vida: una perogrullada.
Si Harald saca el tema, es también él quien lo entierra bajo sus pies.
¿Llegó a ver alguna acción bélica? Sabemos que no, damos gracias a Dios de que así fuera.
Tú le dijiste que el ejército sería una experiencia embrutecedora.
De acuerdo. ¿Qué alternativa podíamos haber tomado? No querías que lo enviáramos fuera, ¿no? Fuera del país. Una experiencia embrutecedora, una confusión moral: pero millones de individuos la han resuelto. El sólo disparaba al blanco.
Nos dijo que tenía forma humana.
Ha sucedido algo terrible.
Queridos mamá y papá:
Ha sucedido algo terrible. Fue el domingo, estábamos jugando al fútbol, jugaba el segundo equipo, el mío. Un niño de la escuela de los pequeños entró en el gimnasio a coger algo y de repente lo oímos gritar, oímos los gritos hasta en el campo. Vio a alguien que colgaba de la viga en la que se cuelga el saco de arena. Era Robertse, de la clase 5. Estaba colgado del cuello. El viejo McLeod y los otros maestros entraron, pero a nosotros nos echaron. Pero los vimos sacar algo en una manta. Vino una ambulancia y la policía. Pero nos dijeron que debíamos quedarnos en nuestra habitación o en la sala común.
La segunda página de la carta se ha perdido, aunque Claudia debió de guardar la carta como algo cuya importancia trascendería la época del colegio, la infancia. Estaba entre la documentación de la protección que los padres dan a un hijo, los compromisos que asumen por él. Las sucesivas dosis de la vacuna de la polio, la ficha del tratamiento de ortodoncia, el resguardo de la vacuna antitetánica y contra la hepatitis, como precauciones que tomaron cuando fue a un campamento del colegio en Zimbabue. Claudia se acordó de la carta y la buscó entre otros trozos de papel que, tal vez, no había motivo para conservar.
Cuando Harald y Claudia recibieron esa carta, se sintieron extrañamente inquietos; Claudia veía ahora que ésa era la otra vez que había olvidado, la primera vez que fueron invadidos por un acontecimiento que no tenía cabida en el tipo de vida que llevaban, el tipo de vida que creían haber garantizado a su hijo. (Una educación liberal: de un liberalismo que no abarcaba a los negros, como Motsamai, ahora se daban cuenta.) ¿Qué pudo ser lo que llevó a un colegial, a un compañero de su propio hijo, protegido en el mismo ambiente, con la propia experiencia cuidadosamente limitada, las mismas costumbres y convenciones selectivas y civilizadas -no habrían llevado a Duncan a ningún colegio partidario de los castigos corporales-, qué pudo ser lo que llevó a un chico a ponerse una soga alrededor del cuello? Reflexionar sobre ello producía horror. La incomodidad que sintieron procedía de la súbita conciencia de que hay peligros, inherentes, en los jóvenes mismos; peligros procedentes de la misma existencia. No hay segregación posible de ellos. Y nadie puede conocer, a través de la experiencia ajena, aunque sea la del propio hijo, qué son estas desesperaciones e impulsos primarios, destructivos. Harald y Claudia: podrían haber sido los padres del chico, eran los clones de éstos, pagaban las mismas facturas escolares, aprobaban la filosofía educativa progresista del mundano equipo docente, habían escogido un colegio mixto para que un muchacho varón sin hermanas se mezclara de modo natural con el otro sexo. Lo que los asaltó fue el miedo: miedo de que amenazara a su hijo algo que desconocieran, contra lo que nada pudieran hacer. Le escribieron -¿escribió ella?- o fueron a verlo. Claudia se oyó decir: Harald, quiero que digas a Duncan que, le pase lo que le pase, haga lo que haga, no importa lo que sea, puede acudir a nosotros. No hay nada que no puedas decirnos. Nada. Estaremos siempre contigo. Siempre. Y así sintieron que Duncan estaba seguro. Ellos lo habían colocado en un lugar seguro.
Te acuerdas de aquella vez, cuando pasó lo del chico llamado Robertse, lo que le dijiste a Duncan.
Recuerdo que fuiste tú quien se lo dijo, nos dieron permiso para llevárnoslo a comer. Estábamos en un restaurante con jardín por ahí: no había otro sitio adonde ir. No era el lugar más adecuado. Qué más da.
No, no, lo habíamos pensado detenidamente, decidimos que teníamos que decirle algo que no olvidara nunca, y fuiste tú.
¿Por qué iba a ser yo? Fue su madre, eso sería lo más obvio.
Porque tú eres el hombre y él era el niño. Quizá por la idea de que compartíais -yo qué sé- algún tipo de experiencia masculina, algún tipo de expectativa que yo no tenía.
Qué importaba quién pronunciara el ruego; lo hicimos los dos. Ese fue el documento que sacó cuando dijo en la sala de visitas de la cárcel: si no hubierais vuelto, lo habría entendido.
Cuando a uno le toca una desgracia que parece sobrepasar toda medida, ¿no hay que recitarla en voz alta?
La dependencia de Harald de los libros se convirtió en eso exactamente, en el sentido patológico: la sustancia de las explicaciones literarias de los escritores sobre el misterio humano hacía posible que él, tras leer hasta altas horas de la noche, se levantara por la mañana y se presentara en la sala de juntas. Volvió a los viejos libros para releerlos; la mise en scéne en otra situación lo sacaba de un presente en el que su hijo estaba a la espera de juicio por asesinato. Pero, igual que su hijo, encontraba sus propios fragmentos que serían omnipresentes en él, aunque no los copiara junto con otros en el cuaderno guardado bajo llave en su despacho: «… El hombre es como desea ser y como, hasta su último aliento, no ha cesado nunca de desear ser. Se ha recreado en dar la muerte y no lo paga demasiado caro si muere. Que muera, pues, porque ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.
»-¿El deseo más profundo?
»-El deseo más profundo.
»-Es absurdo que el asesino sobreviva al asesinado. Los dos, juntos y solos, juntos como sólo lo están en otra relación humana mientras uno actúa y el otro lo sufre, comparten un secreto que los une para siempre. Se pertenecen.»
El Naphta de Thomas Mann hablaba con Harald en los silencios que lo acompañaban a todas partes: los silencios acusatorios, protectoramente hostiles, entre él y su esposa; los silencios que él ocupaba, incluso cuando Harald llamaba la atención sobre anomalías en decisiones examinadas en reuniones de negocios o comentaba el efecto de las nuevas políticas fiscales en la financiación de los títulos hipotecarios; susurros en el cerebro como si tuviera un zumbido en el oído. Los bruscos modales de la chica, en el bufete del abogado, cuando Harald dijo: Tenías miedo de él, y después -en lo que era casi una fanfarronada-, ella contestó: Él me tenía miedo. ¿Miedo uno del otro? En una situación que da miedo, sin duda siempre hay alguien que amenaza y alguien que tiene miedo. ¿Cómo puede igualarse una amenaza? Con el empate; y así será, a muerte; de manera que, si su hijo hubiera matado a Natalie/Nastasia, habría habido una respuesta: se pertenecen. El lado opuesto de la concepción del amor sexual definido románticamente como el gozoso estado de unión al que la hermosa y anticuada ceremonia del matrimonio da la bendición de Dios como una sola carne. Pero él no le había hecho daño a ella; fue el hombre quien quedó tendido, con un tiro en la cabeza, en el sofá, y los amigos, el abogado, aparentemente todo el mudo sabía que no era el primer hombre ni el único por el que ella se había acostado en el sofá, cualquiera de ellos podría haber servido de víctima al amante al que ella pertenecía en la intimidad de la amenaza. En algunas ocasiones, Harald sentía el impulso de buscar otra vez a la chica, pero Motsamai, que sabía dónde encontrarla, le quitó la idea.
– No puedo permitir que se mosquee, Harald, ya me entiendes; ella piensa que tú y tu mujer le echáis la culpa.
– Cómo podríamos echarle la culpa a ella. Él hizo lo que hizo.
– Porque a alguien hay que echársela. Tu hijo está en una situación difícil. Así es la naturaleza humana, ¿neee…? ¡Porque también yo tengo que echar la culpa a alguien! El abogado de Duncan tiene que demostrar circunstancias causales que repartan la culpa para que la carga recaiga sobre otros que nunca comparecerán ante el juez.
En la oleada de silencio que lo acompaña, allí, en la habitación familiar donde la inocencia y la culpa aparecen anotadas en tiritas de papel dentro de los tomos -ese despacho y la sala de visitas de la cárcel son ahora extensiones de su adosado-, Harald lo sabe: nosotros. Sobre nosotros. Harald y Claudia, que lo hicieron: los pájaros y las abejas no roban juguetes de otro, no leen nunca las cartas de los demás, no matarás.
– Tengo una política muy especial para con ella, por supuesto. Ejeee… -Los labios de Motsamai combaten contra algo parecido a la diversión y la satisfacción-. Con las mujeres, ya sabes lo que pasa: son muy astutas. Y ella empieza a chorrear encanto como si fuera un grifo cuando se siente acorralada. Tengo que dirigirla con paciencia, sin que se dé cuenta, para que se condene mientras cree que está hablándome de él. Hay que saber tratar a estas mujeres. Tan pronto son pobrecitas víctimas como se ponen a presumir de cómo pueden dominar a cualquiera en cualquier situación. El sexo débil nos da muchos problemas a los abogados, te lo aseguro.
Harald debe rechazar el desagrado que le produce el que suponga que, como si fuera un aparte confidencial entre varones, va a compartir una generalización condescendiente sobre las mujeres. Ahora no importa lo que ese hombre piense sobre cualquier cosa que no sea el caso que dice defender. Los prejuicios parecen carecer de importancia. A Duncan le enseñaron a no tener prejuicios contra los negros, judíos, indios, afrikáners, creyentes, no creyentes, todos los pecados fáciles presentes en el país donde nació.
– Qué te ha dicho.
– No te tomes muy en serio lo que dice. Dice que es un crío mimado. Ésas son sus palabras: un crío mimado. También utiliza palabras grandilocuentes, neee: «sobreprotegido», así que no está acostumbrado a ningún tipo de oposición, a nada que amenace su voluntad, el modo en que piensa que deberían ser las cosas. Sus normas son las válidas. Lo puse en duda: sugerí que el tipo de esquema que tiene esta gente joven es que no hay normas excepto las más básicas, ya sabes, quién tiene derecho a coger la cerveza de la nevera… y, naturalmente, tenían a aquel hombre negro, Petrus Ntuh, para que les hiciera el trabajo sucio. No, dice ella, sus normas eran para sí mismo, eso no quiere decir que fueran la clase de normas convencionales que podría pensar alguien como yo, un abogado. Entonces, ¿en qué consistían? Bien, pues eran sobre quién iba con quién y así. Relaciones sexuales, deduzco; pero ella insistió en que también hacían referencia a la amistad, el grupo que vivía en esa finca parecía tener amistades, lo que llamaríamos lealtades, complicadas. Él «estaba de acuerdo» con el modo en que todos vivían en la finca, pensaba que coincidía con sus ideas, sus normas, si prefieres, pero, al mismo tiempo, él era el «niño mimado» que no podía consentir que este estilo, inventado por él mismo, claro, entrara en conflicto con las otras normas de las que él se había liberado. Procedentes de la generación anterior. La vuestra. Ella dice que estas normas seguían vigentes en él, aunque él creía que no. Dijo algo más: ahora él está en la cárcel, pero nunca ha sido libre. Y, naturalmente, implica que ella sí es libre, claro.
– Eso no nos dice mucho sobre lo que sucedió entre ellos. De lo que me dices, se deduciría que ella no tiene nada que ver con la pareja que estaba en el sofá.
– ¡Eso es! ¡Eso es! De un modo u otro, se distancia. Ejeec.Y no parece sentir nada, por así decirlo, por el hombre que murió como consecuencia de su acto con él esa noche. No da muestra de sentir ninguna pena… por algo tan terrible. Lo que, naturalmente, es muy bueno para mi caso, excelente.
Cuando me toque a mí hacerle preguntas. Pudo haber muerto ella, ¿por qué no? Ni siquiera se lo plantea ¿Por qué no? Si no quieren dos… Sin embargo, no siente remordimientos por haber sido, por lo menos, la mitad de la causa de la muerte del hombre, si damos por hecho que él era consciente de que estaba con la novia de su amigo. Es difícil entender su distanciamiento. Como si estuviera convencida de que no habría podido ser ella la víctima. Me doy cuenta de que hay cosas que no le podré sacar, seguramente, ni siquiera con mis medios.
Suelta una breve carcajada, como un fogonazo, celebrando su habilidad y de inmediato regresa a la seriedad en la que el rostro del padre, clavado en el suyo, puede confiar.
Contar lo sucedido en una reunión como ésa con el abogado significa que Harald, que informa, y Claudia, que escucha, deben empezar diciéndose de nuevo, como muchas otras veces, cada día, que Duncan ha matado a alguien. Aceptarlo. El hombre estuvo en el depósito de cadáveres, se realizó una autopsia que confirmó que la muerte la provocó una bala en la cabeza y fue enterrado en un funeral dispuesto por los amigos con los que compartía la casa. Su cadáver no se ha enviado de regreso a Noruega; el hombre al que Duncan ha matado todavía está allí, bajo la tierra natal de Duncan.
Harald encontró a Claudia hablando por teléfono, haciendo preguntas y comentarios preocupados sobre la vida de otra persona; uno de los amigos cariñosos que se dedicaban a llamar regularmente a los Lindgard para demostrarles que seguían formando parte de la sociedad, aunque algo terrible los hubiera colocado fuera de sus límites. Ella lo mira fijamente mientras sigue hablando y sonriendo como si el amigo pudiera verla, sin ser consciente de lo que dice; quiere algo que él no tiene, que no puede dar. La contradicción entre la sonrisa y la mirada refleja una angustia tal que Harald debe endurecerse para observarla. Va a la cocina y mira cómo el agua desborda el vaso que sostiene como medida del tiempo. Cuando regresa, ella está en la terracita, esperándolo.
¿Hasta dónde ha llegado?
Qué sentido tiene la agresión de ella; como si él fuera responsable, con el abogado, de la petición de retraso del juicio para preparar las pruebas.
Hemos hablado de la chica casi todo el rato. El encuentra que tiene un carácter complicado. Ella no dice ni una palabra buena sobre Duncan -es un «crío mimado»-, pero Motsamai parece pensar que eso supone una ventaja. Para nosotros, es difícil seguir este tipo de razonamiento legalista. Él cree que va a conseguir que ella se condene con sus propias palabras, o algo parecido.
¡Condenarse, si no es ella a quien se juzga! Motsamai quiere demostrar lo hábil que es. ¿Y te has quedado tan contento con esto? ¡Eso es todo lo que hace!
Lo único que pasa es que la considera un testigo clave para la acusación. Tenemos que confiar en él, citó un montón de precedentes para el tipo de caso que está preparando. Ni tú ni yo sabemos nada sobre estas cosas. No tenemos ninguna experiencia, como mucho, hemos podido leer algo en los periódicos o hacer como si no existieran… De todos modos, está de acuerdo contigo, aunque no lo dice igual. Es una zorra. Cuanto más la induce a hablar, más claras están las «circunstancias atenuantes». Dice que se muestra totalmente fría en relación con el hombre que ha muerto, no tiene conciencia, ni siquiera la sensación de que habría podido ser ella. Parece tan segura de sí misma, de que no le pasaría nada hiciera lo que hiciera. Dios sabrá por qué.
Porque Duncan estaba enamorado de ella.
Ante lo que ella acaba de decir, Harald siente una oleada de desagrado, una tristeza que no puede reprimir.
Así pues, crees que existe este tipo de amor, ¡ella folla con otro y su amante lo mata! Prueba de amor. Pensaba que tenías mejor opinión de tu propio sexo, las mujeres sois responsables de vuestros actos, igual que los hombres. Y llamas a eso amor. ¡De dónde sacaría él ese amor!
Sólo intento entenderlo, Harald. ¿No has estado enamorado?
Qué pregunta más imbécil. Y tú me lo preguntas. He estado enamorado de ti. Pensaba que podría morir por ti, aunque supongo que eso era una fantasía juvenil, consciente de que no era fácil que fuera necesario. Pero de ahí a imaginar que podría haber matado a alguien… O a mí mismo… No. El amor es vida, es procreador, no puede matar. Si lo hace, no es amor. No soy capaz, no soy capaz de imaginarme lo que sentía por esa mujer.
Entonces, quizá la odia. La castigó por hacerlo con quien le daba la gana. Si la matas, le ahorras sufrimiento.
No estamos hablando de un debate médico acerca de la eutanasia. Como si él no supiera que si ella pierde un hombre, encontrará otro.
Estábamos enamorados, estabas enamorado de mí, con locura, decías, ¿y si me hubieras encontrado como la encontró a ella?
Claudia. Cómo voy a saberlo. No puedo sentir ahora lo que habría sentido entonces. Me habría alejado de ti, no habríamos estado aquí, no habría Duncan: esto es lo que te puedo decir ahora.
O quizá te habría reclamado y te habría follado yo, cómo puedo saber lo que habría hecho, enamorado. Crío mimado o no, ese tipo de amor no lo ha heredado de mí. No le habría quitado la vida a nadie.
Puedes decir esto porque ahora sabemos que uno tiene que sobrevivir a cualquier desastre.
¿Podrías haberlo hecho tú? Hay mujeres que dicen que han matado «por amor». Pero qué cosas te pregunto, a ti, que pasas la vida manteniendo viva a la gente. Qué insulto, preguntártelo.
Pero parecía una burla.
Hay mujeres que, cuando tienen algo que decir que nunca debiera decirse, alzan la voz, lanzan las palabras, y hay otras mujeres que la bajan, como si se comunicaran consigo mismas y los demás las oyeran sin querer. Claudia es una de éstas.
Ahora me doy cuenta de que nunca he estado enamorada así. Locamente, como tu dirías. Nunca.
Aunque se paren los relojes y se cierren las puertas, en cada noche de verano se repite el arrebol que antes salían a contemplar cuando llenaba el cielo con la luz de la hoguera del día. Otro día; esperando. Todavía salen. Esperando el juicio. Se ceden el periódico como individuos que no se conocen lo bastante para hablarse, pero sí para reconocer la presencia del otro. Allí están, no hay remedio. Cuando se producían las habituales decepciones y contratiempos de la vida -pequeños, pequeños, reducidos a lo trivial- iban a casa y hundían la cabeza en el otro, en la cama. Él bebe su ración de alcohol nocturna mientras los pájaros (tejedores de cara negra, propios de la región) charlan como extranjeros en un bar.
Crío mimado.
Ella levantó la vista al oírle repetir la frase.
Oh, eso es sacudirse la responsabilidad de adulto por lo que uno hace. El síndrome de aprendizaje del uso del retrete. Nunca habría tolerado que un hijo mío fuera mimado.
«Mimado.» Consentido. Chocolate y juguetes. Pero la palabra tiene otro sentido en inglés: estropear algo para siempre. Como una quemadura en la alfombra.
Tú lo sabes todo, lo has leído todo, ¿la gente comete crímenes por odio hacia uno mismo? ¿Es cierto? ¿No es otra de las explicaciones que da la gente? ¿Por qué iba a odiarse? ¿Qué había hecho que lo hiciera capaz de hacer lo que hizo?
Él le pasó otra sección del periódico y regresó a las páginas que tenía. Pensar -pensaba- en cosas a las que antes dedicaba una pizca de atención: una persona inteligente lee de forma selectiva, no tiene verdadero interés en seguir las aventuras sexuales de las estrellas del pop o los crímenes morbosos que deben de haber cometido individuos trastornados. Pero ahora, ahí estaba esa mujer que ató a sus hijos pequeños en los asientos de segundad del coche, salió y dejó que cayera por un embarcadero hasta el agua, ahogándolos.
¡Otras personas! ¡Otras personas! Esas cosas horribles les suceden a otras personas.
Qué más da de quién fueran estos pensamientos, de Harald o de Claudia; estaban en el aire vespertino de la terraza, estaban en las habitaciones del adosado como el olor perenne del humo del cigarrillo queda en las cortinas y la tapicería.
Él se daba cuenta de que él y ella pensaban en esas cosas como algo que sucede al autor del crimen, no a la víctima: como si el motivo, la voluntad, viniera del exterior. Pero venía de dentro. «El hombre es como desea ser, ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.»
Claudia fue sola a la cárcel. Harald asistía como delegado a una conferencia de banqueros y agentes de seguros convocada por el Ministro de Desarrollo Económico; no podía seguir subordinando su agenda a los susurros de su mente: sin el desempeño de las ocupaciones normales, la vida no podía mantenerse, ni siquiera materialmente. El abogado Hamilton Motsamai, el desconocido al que estaba unido en los procesos de la ley, costaría seis mil rands diarios cuando estuviera ante el tribunal y la mitad durante el tiempo que trabajara en el caso en su bufete.
Claudia dudaba sobre qué debía ponerse; como si, sin Harald, se produjera una concentración en su presencia por la que sus ropas revelaran una actitud -hacia su hijo-, su actitud. En invierno, llevaba pantalones, blusa y jersey bajo la bata blanca de los días laborables; en verano, una falda de algodón con lo que estuviera en las tiendas ese año, le gustaba seguir la moda, en tanto que su profesión era tan vieja como la historia humana. La persona dedicada a curar no tiene por qué carecer de estilo; los antiguos, como los sangomas y los chamanes de ahora, llevaban cuentas y plumas. Si iba a la cárcel en ropa de trabajo, en cierto sentido sería un disfraz; esa mañana no estaría en la consulta. Si se ponía el tipo de traje que llevaba cuando asistía a algún congreso (igual que Harald llevaba un traje negro para su conferencia) o iba a un restaurante con Harald, invitados por alguno de los colegas de éste, parecería dar muestras de un excesivo respeto hacia la autoridad del lúgubre lugar que retenía a su hijo. Si llevaba los téjanos de sus fines de semana de descanso (un eufemismo, su busca de médico podía hacer que los pacientes la reclamaran a cualquier hora del día o la noche), podría parecer un torpe recordatorio de que fuera de allí, más allá de los muros y puestos de vigilancia con vigilantes armados, la gente caminaba sobre la hierba y bajo los árboles, las aves del paraíso en flor colgaban sobre la terraza del adosado donde sus padres se sentaban en verano, el hombre llamado Petrus Ntuli estaba regando el macizo de helechos. Al final, se vistió sin darle mayor importancia, sólo para gustarle. Para ser el tipo de madre que él querría; sin representar los convencionalismos sentenciosos de la generación de sus padres ni intentando proyectarse en la suya, llegar hasta él intentando parecer más joven, ya que ella sabía que, en ocasiones, se aprovechaba de modo poco prudente del hecho de no aparentar los cuarenta y siete años que tenía para escoger ropa destinada a mujeres más jóvenes. Lo que llevaba debía confirmar: suceda lo que suceda, hagas lo que hagas, siempre puedes venir a mí.
Duncan no hizo ningún comentario sobre la ausencia de Harald; como si la esperara a ella. Claudia fue quien mencionó la circunstancia de que su padre se había visto obligado a asistir a la invitación de un ministerio. Te envía un abrazo. Era la línea garrapateada en último momento al final de una carta, aunque nadie hubiera pedido que se enviara el supuesto mensaje.
Él dijo que había oído algo sobre la conferencia, por la radio. Esta tenue conexión le pareció un poco desconcertante, como si alguien encerrado en una nave espacial recibiera una débil voz procedente de la tierra. No podía imaginarse cómo alguien podría estar sentado -no, no habría ninguna silla en una celda-, tendido sobre un colchón en el suelo y escuchar a los vivos en su rutina diaria. Fuera.
No se había dado cuenta, en las visitas previas a la cárcel, que Duncan abría y cerraba los párpados, lentamente, mientras los demás -ella y Harald- le hablaban. No era exactamente un parpadeo. Era un movimiento de abanico paciente, distante, estoico. Nos escucha atentamente, hasta el final. Claudia lo observaba con mayor atención y claridad que en las ocasiones precedentes. Cuando Harald estaba allí, ella y Harald tenían unos sensores invisibles extendidos entre ambos, como los pelos tiesos de algunos animales para captar los impulsos de otros hacia ellos, y eso hacía que no observaran a su hijo. Estaban tensos ante las posibles reacciones del otro hacia Duncan; había interferencias en la recepción de las señales procedentes del hijo.
Harald no estaba allí; tras varias visitas, como Motsamai había dicho, la presencia del vigilante era como la de la madera de la mesa marcada con cicatrices. Sobre ésta, Claudia, de repente, fue capaz de coger las manos de Duncan entre las suyas. Siempre había admirado sus manos, tan distintas de las suyas, con sus nudillos prominentes y la piel lavada de los médicos y las lavanderas; cuando él era un niño pequeño, ella le separaba los dedos, los largos pulgares, y se los enseñaba a Harald, mira, tiene tus manos (y reía orgullosa), me aseguré de que no tuviera las mías. Claudia les dio la vuelta, la palma hacia arriba, con el mismo gesto que antes, pero él las apartó y cerró los puños sobre la mesa, echando la cabeza hacia atrás.
Claudia se horrorizó ante la posibilidad de que él hubiera pensado que aquel gesto estaba destinado a recordarle lo que había hecho con aquellas manos. Allí, en ese lugar, no podía explicarle que era uno de esos recuerdos femeninos, sentimentales, indulgentes, que la progenie adulta considera, con razón, una atadura inoportuna y un fastidio. Era el momento de levantarse y salir de una habitación. Pero aquella habitación no era como las otras. Si salías, no podías volver a entrar. No podías volver hasta el siguiente día de visita. Esto no es casa, donde más tarde puedes encontrar alguna explicación para un malentendido.
Lo irreparable hizo que se comportara de modo temerario.
– Le has dicho que eres culpable. Al abogado. No puedo creerte.
– Ya sé que no puedes. -Mueve la cabeza de un lado a otro, un lado a otro, midiendo las cuatro paredes, encerrándose en las paredes de la sala de visitas de los presos. Ella no ha visto nunca la celda donde está preso, pero él lleva sus dimensiones consigo.
– ¿Quieres que te crea?
– Algunas veces. Pero sé que es imposible. Otras veces no pienso en ello, porque lo aceptes o no…
Algo terrible ocurrió. No puede recordarle la carta que él escribió hace tanto tiempo y la promesa que ella -¿su padre?-, que ellos le hicieron.
– ¿No sería mejor que intentaras contarme algo ahora, en lugar de que Harald y yo lo oigamos, oigamos cosas, cuando tengas que contestar ante el tribunal? -Él sigue moviendo la cabeza y Claudia no lo puede soportar-. Ahora puedo decirte, te lo digo ahora, que no importa lo que haya sucedido, lo que hayas hecho, puedes acudir a nosotros.
Él la miró fijamente y una profunda tristeza inundó su semblante cambiando su expresión ante los ojos de Claudia, la nariz se afiló entre los surcos que cortaban las mejillas a ambos lados, hasta la boca. Mejor no me pidas nada, madre mía.
Duncan no necesitaba decirlo.
Despacio, con cuidado, ella le cogió de nuevo una de las manos.
– Recuérdalo, mientras estés encerrado aquí. Constantemente.
Él no retiró la mano.
– Puedes imaginar todo lo que queremos preguntarte. Harald y yo. -Evitó referirse a él como «tu padre»; cualquier recuerdo de esa identidad, con sus connotaciones autoritarias, llenas de juicios morales (Harald con Nuestro Padre que estás en los cielos) podía destruir aquel frágil contacto-. ¿Puedo decir algo sobre la chica?
– Natalie.
Más que apuntarle el nombre, lo afirmó. Como si dijera: ése es el nombre que la representa; y qué tiene que ver eso con lo que es.
– No tuve la sensación de que tu relación con ella fuera especialmente seria, me refiero a las pocas veces en que la vi contigo. Y puedo decirte que no me cayó muy bien. Pero, probablemente, ya lo viste. Mamá siendo cuidadosamente amable cuando, en realidad, no le gusta nada. Naturalmente. -Una leve sonrisa indica que la tensión entre ambos se relaja-. Me parecía que la otra, la anterior, se acercaba más al tipo de mujer adecuado para vivir contigo. Esta, la observé sin que lo notara y me di cuenta de que tenía los modales infantiloides de muchas mujeres promiscuas. Son cazadoras, ¿cómo lo diría? Depredadoras que parecen presas. Veo a muchas de ésas en mi trabajo, negras y blancas, todas tienen los mismos modales. No la desapruebo por lo de la promiscuidad, ya lo sabes. Mi única objeción se basaría en lo que ésta puede provocar en los cuerpos que tengo que tratar. Siempre he supuesto que has tenido muchas experiencias. Cuando Harald y yo éramos jóvenes, sólo había enfermedades que podían curarse con unas pocas inyecciones. Ahora existe una que no puedo curar con nada. Me traen crios a la consulta del hospital que han empezado a morir de ella en el mismo momento en que han nacido. Pero pensaba… bueno, supongo que todas las personas de clase media como Harald y yo tenemos esta idea clasista… Pensaba que te mezclarías con mujeres tan…, bueno, tan escrupulosas como tú. Cuidadosas con sus parejas. No fue la promiscuidad lo que me cayó mal, sino los modales, el disfraz, el aire infantil. Según mi experiencia, debajo hay algo muy distinto. Y debo decirte algo más. Harald la vio en el bufete de Motsamai y su personalidad salió a la luz. Y no era nada infantil.
– Qué quieres saber de ella.
– Cualquier cosa que me digas.
– Natalie tuvo un crío, no mío, y lo dio en adopción en cuanto nació; cuando intentó recuperarlo, fracasó y tuvo una crisis nerviosa. Entonces fue cuando yo la conocí. Se recuperó, estaba llena de alegría de vivir, de regreso a la vida. Vino a vivir conmigo a la casita. Tiene una energía que no puede contener, ni siquiera querría intentarlo.
– ¿Lo sabías?
– Supongo que sí. Lo sabía y no lo sabía. Pero si preguntas sobre ella, también tendrás que preguntar sobre mí.
El vigilante se movió como un perro guardián dormido. Nerviosa, alzó la mano para mirar la hora. ¿Había tiempo? ¿Había habido tiempo alguna vez para esto? Los años habían pasado y los habían separado, la sangre no cuenta para nada.
– Le dijiste al abogado que eras culpable.
– ¿Podrías traerme más libros? Pídeselos a Harald. No hace falta que esperéis a la semana que viene, podéis dejarlos en la oficina del comisario.
Pero la abrazó, a través de la mesa, ella se llevó en su mejilla el roce de lo que debía de ser la barba de varios días; encerrado allí, hacía lo que hacen los hombres para cambiar la imagen de sí mismos: se dejaba crecer la barba. No habría espejos en una cárcel, los fragmentos de cristal son un arma, pero podía alzar la mano y palpar la imagen.
Mientras conducía de regreso al conjunto residencial, se sentía atormentada por lo que no había conseguido preguntarle. Por haber perdido una oportunidad que probablemente no se repetiría, no volvería a estar sola con él; una conexión que se había roto, pero que había llegado a establecerse brevemente, de manera irresistible, de eso no cabía duda. ¿Pensó él -no pensó- en las consecuencias? ¿Cómo podía no saber que estaría donde estaba ahora?
Quizá había tenido la intención de matarse, después de lo que había hecho. Nadie lo había pensado. Se tendió en la cama en la casita y esperó a que vinieran a buscarlo. La única resistencia era dormir o parecer dormido, como si no los hubiera oído cuando golpearon la puerta. ¿No pensó en lo que le sucedería a él? A ella. A Harald.
A la espera del juicio. Se ha retrasado la fecha.
Cuando Harald dice a su secretaria que no irá a trabajar esa tarde, en la compañía todo el mundo sabe que debe de ser el día de visita en la cárcel. Si su ausencia debe comentarse entre sus iguales -entre las formalidades rutinarias de las reuniones de la dirección está la lectura de las disculpas de los ausentes-, los rostros adoptan un aire solemne, como si observaran un respetuoso momento de silencio; las secretarias ante los ordenadores y los empleados ante los archivadores comentan que es una pena: nadie hace comentarios ofensivos sobre el señor Lindgard por el acto criminal de su hijo; expresan una mezcla de pesar y lamento contra lo injusto de que estas cosas puedan suceder a tan agradable caballero, a un mandarrias como él.
Harald y Claudia tenían amigos íntimos, antes. Aunque éstos están ansiosos por ser útiles, por prestar apoyo, no pueden hacerlo. Harald y Claudia saben que ahora tienen poco en común con ellos. Ella soporta con paciencia las llamadas telefónicas; sin necesidad de haberse puesto de acuerdo, ambos evitan las invitaciones, hechas con sincero cariño: esos pocos buenos amigos, sorprendidos y sinceramente preocupados por lo que ha sucedido, sienten que los excluyen de su responsabilidad en la vulnerabilidad humana, del instinto de agruparse para defenderse apiñándose en una especie de refugio construido entre todos, un sótano para otro tipo de guerra, contra las bombas de la existencia.
La única persona con la que tienen algo en común es el abogado Motsamai; Hamilton. Sin molestarse en pedirles permiso, ha empezado a tutearlos. En realidad, bastaba con que quisiera hacerlo: él tiene la autoridad, tiene autoridad sobre todo lo que incluye su situación. Motsamai, el desconocido procedente del otro lado de un pasado dividido. Están en la rosada palma de sus negras manos.
Los Lindgard no eran racistas, si por ello se entiende sentir repugnancia por la piel de otro color, creer o querer creer que cualquiera que no sea de tu mismo color, religión o nacionalidad es intelectual y moralmente inferior. Sin duda, Claudia encontraba pruebas de que la carne, la sangre y el sufrimiento son los mismos, bajo cualquier piel. Sin duda, Harald encontraba en la fe la prueba de que todos los seres humanos son criaturas de Dios, hechas a imagen de Cristo, sin que unas estén por encima de otras. Sin embargo, ninguno de los dos había formado parte de movimientos, había protestado, se había manifestado abiertamente, había alzado la voz en defensa de estas convicciones. Pensaban que no eran de esa clase de personas; como si se tratara de una determinación inmutable, como el grupo sanguíneo, y no de simple falta de valor.
El no arriesgó su posición en la empresa. Claudia trabajó en la consulta del hospital para restañar las heridas que abría el racismo; ella no arriesgó la piel con el contacto, fuera del íntimo trato profesional, con los hombres y mujeres negros que trataba, ni siquiera ofreciéndoles asilo cuando había deducido que eran activistas que huían de la policía, ni actuando como conducto entre revolucionarios, cosa que sus idas y venidas entre distintas comunidades habría hecho posible. Reconocía la necesidad de lo que esa gente llamaba la lucha, reconocía su coraje cuando leía en los periódicos noticias sobre sus acciones; pero se mantenía lejos de ellos fuera del hospital y las horas de consulta. Estaba centrada en su propia lucha contra la enfermedad y contra el daño que causaban otras personas; sin embargo, eran esas otras personas las que lanzaban gases lacrimógenos y echaban a los perros sobre los negros, los desalojaban de sus casas y los arrojaban a casuchas desde las que le traían ancianos muriendo de neumonía y niños que no crecían debido a la desnutrición. También se había mantenido alejada de estos otros.
Los domingos por la mañana, Harald la dejaba durmiendo y se iba a la catedral a comulgar. Estaba situada en el extremo oriental de la ciudad, ahí donde la zona comercial se mezclaba con los clubes de puertas cerradas donde se vendía droga y los hoteles de aire viciado que alquilaban habitaciones por horas. En la congregación no había nadie que lo pudiera reconocer con las comprensivas sonrisas de saludo que habría tenido que recibir en la iglesia de la parroquia de su zona residencial. Estaba solo con su Dios. No era asunto de Claudia. No era culpa de nadie, sino sólo suya, que no se diera cuenta, cuando se casaron, de que ella no podría cambiar nunca, de que era ignorante, con un analfabetismo congénito en esa dimensión de la vida en la que ahora podrían estar juntos ante una catástrofe imprevista. La congregación anónima contenía toda la gradación de color y rasgos. Señoras ancianas, blancas como el papel, venidas de hogares de jubilados; chicas adolescentes con ojos negros como la cáscara del mejillón y mejillas tersas y oscuras como bellotas; delgados hombres negros, perdidos dentro de ropas procedentes de centros de caridad; mujeres de pesados pechos vestidas de negro para ir a la iglesia; hombres jóvenes de la calle con cabezas afro como representaciones medievales del sol. Febo enmarcado por enmarañadas aureolas de cabello y barba. Se puso en la fila tras un hombre de la edad de su hijo cuyo aliento olía a la bebida de la noche anterior y que se rascaba el cuero cabelludo cubierto con fieltro. Cogió la hostia humedecida en vino, igual que ese otro hombre al que la creación había dado lo que, hasta hacía poco, era una desgracia, cuando la ley maldecía la mezcla de ambas pieles, el sufrimiento del negro y la apostasía del blanco.
La religión de Harald lo protegía del pecado de la discriminación. Era cierto que nunca había hecho nada para cuestionar a los que discriminaban; por lo menos, hasta que la ley cambió la sociedad haciendo que eso fuera seguro y legal para él. Había dedicado todos esos años, tal como dice la frase de encomio de la empresa privada, «a ascender en la escala profesional», había aceptado sin preguntas que no podían concederse créditos hipotecarios a los negros; no podían hacer frente a los pagos. Un riesgo excesivo. Así eran las cosas. El gobierno del momento debía darles casa: de modo que votó contra ese gobierno porque no cumplía con su obligación. Hasta ahí llegaba su responsabilidad. Ahora, las nuevas leyes estaban corrigiendo muchos de los factores que habían hecho de la pobreza la condición de los negros, de la misma manera que lo era el color de su piel. Él se contaba entre los que no iniciaron el proceso, pero pudo reaccionar; era un personaje destacado entre los miembros de las compañías de seguros y las financieras que trabajaban con bancos; éstos se encontraban bajo una obligación similar de aceptar el riesgo de poner un techo sobre las cabezas de unas personas cuya única garantía era la necesidad. Le producía cierta satisfacción pensar que podía ser útil para mejorar la vida de su prójimo, aunque no hubiera sido capaz de seguir las enseñanzas de Cristo en lo que respecta a la destrucción de los templos de su sufrimiento. Formaba parte de una comisión integrada por representantes del nuevo Gobierno y del mundo de las finanzas. Entre sus miembros había negros y blancos, naturalmente; ahora compartían el riesgo. Por lo menos, en el caso de que nada más los uniera, coincidían en su filosofía de los negocios.
En cambio, con Motsamai es muy diferente. Hamilton.
Los amos llamaban a los criados por su nombre de pila y, ahora, todo el mundo sabe que era algo intrínsecamente despectivo. No obstante, esta utilización del nombre de pila de un hombre negro no es un signo de igualdad, eso no basta, sino señal de aceptación, de que él te da permiso para que accedas a su poder sin sentirte intimidado. Una vez comprendido el vocabulario adecuado y las referencias comunes, han dado por hecho la igualdad entre ellos y la relación ha llegado a un equilibrio cómodo, pero todavía es sensible a los ecos del pasado: les asusta saber que están en sus manos. Hamilton. Todo lo que existe, en los silencios entre Harald y Claudia, es el hecho de la vida de su hijo. Cualquier otra circunstancia de la existencia es mecánica (excepto en lo que respecta a las oraciones de Harald; al resentimiento escéptico que siente Claudia cuando advierte que está rezando). Debido a los viejos condicionamientos, al fantasma que surge de algún lado, tienen la sensación de que la posición que se estableció en los primeros días de su existencia se ha invertido: uno de esos marginados desconocidos procedentes del Otro Lado ha pasado al suyo y dependen de él. El hombre negro actuará, hablará en su lugar. Y son ellos quienes se han convertido en los que no pueden hablar, actuar por sí mismos.
La relación entre el abogado y sus clientes no se parece a ninguna relación profesional que Harald haya conocido, si bien el mejor abogado disponible está muy bien pagado por sus servicios. Claudia debería entenderlo mejor; ha de ser parecida a la que existe entre un paciente y un médico cuando a aquél lo amenaza algún tipo de invalidez. En cambio, se quedó consternada ante la sugerencia del abogado de que Harald y ella fueran a su casa: para hablar con tranquilidad, le repitió Harald.
No podía contarle lo que le había dicho Hamilton.
– Me parece que la doctora Lindgard, Claudia, y yo, todavía no nos llevamos del todo bien. Mira, no veo que confíe en lo que estamos haciendo los abogados. Ejeee… Sí. Quiero que me conozca fuera de aquí, esta habitación le recuerda lo que le está sucediendo a Duncan, este sitio huele a tribunal, ¿verdad? ¿Neee…? Quiero hablar con ella relajadamente, conseguir que me diga el tipo de cosas que las mujeres saben sobre sus hijos y que nosotros no sabemos, amigo mío… Lo veo con mis chicos. Corren hacia su madre. Nosotros, los hombres, nos llevamos el trabajo a casa en la cabeza, incluso cuando no lo llevamos en la cartera; no parecemos tan comprensivos, ya me entiendes. Cualquier trauma infantil me es útil en este tipo de defensa, en la que no se trata de demostrar la inocencia en un crimen, no tenemos opción, sino de demostrar por qué el acusado fue empujado más allá de lo que podía soportar. Sí. Hasta cometer un acto contrario a su naturaleza. Ejeee… Cualquier cosa. Cualquier cosa que recuerde la madre que pueda respaldar, por decirlo así, que el acusado posee un carácter afectuoso y leal. Cualquier cosa que demuestre hasta qué punto le ha hecho daño esa mujer llamada Natalie. Cómo ella traicionó estos atributos y destruyó deliberadamente los controles naturales de su conducta: ¡piensa en la escena del sofá! ¡Pero bueno, es que ni siquiera se fueron a una habitación! Ella sabía que podía entrar cualquiera y ver lo que era capaz de hacer; sabía, estoy convencido, que él podía volver a buscarla ¡y encontrarse con aquello!
Un breve adelanto de la elocuencia que Motsamai desplegaría en el juicio en representación de sus clientes.
Harald tuvo que admitirlo con un gesto.
– Claudia pasaba con él tanto tiempo, o tan poco tiempo, como yo. Un médico también trae preocupaciones a casa y ni siquiera tiene un horario regular. Y él estaba en un internado… No creo que sepa nada sobre Duncan que yo no sepa.
– Lo siento, pero me parece que tengo razón. Estoy trabajando sobre Natalie, estoy satisfecho con eso, y lo que busco en la madre de Duncan es la otra cara de la historia, lo que era el muchacho antes de que esa muchacha lo pillara.
Harald ha aprendido que cuando Motsamai tiene algo que decir que es probable que suscite emoción y desaliento, utiliza como táctica desarrollar el tema deprisa para que no se produzca ninguna pausa de advertencia en la que se pueda especular con aprensión sobre lo que podría venir más adelante. Y ahora lo hace sin cambiar el tono ni la intensidad de la voz.
– He pedido que Duncan sea sometido a observación psiquiátrica. La verdad, ése es el motivo de que no haya discutido el retraso. Entre otros motivos… Necesito tiempo, necesito un informe psicológico completo para mi alegato. Es absolutamente esencial. Tengo que saberlo todo sobre Duncan. Como te he dicho: que me contestes tú, Claudia. Y necesito saber lo que ninguno de los dos sabéis y lo que no le sacaré nunca a él. Habrá un psiquiatra por parte de la acusación y otro que nombraremos nosotros. He contratado a uno de primera, tu mujer habrá oído hablar de él. Duncan irá a Sterkfontem; sí, es un psiquiátrico estatal. Ejeee… No te alarmes. Sé que no os gusta la idea. Estará allí unas pocas semanas: bueno, cuatro semanas. Y es mejor que no vayáis de visita. No os preocupéis. Es un procedimiento rutinario en un caso como éste. ¡Tu hijo no está loco, claro que no! ¡No es eso lo que digo en mi alegato!, ¡por supuesto! Es otra cosa: lo que impulsó al acusado a actuar como lo hizo.
Duncan, Duncan. Una vez más, desciende el hierro de marcar.
– Es culpable. En su sano juicio.
– No, no, Harald. Se declara «no culpable». Ése es el procedimiento. Aunque admitimos que hay hechos materiales que demuestran la culpa, alegamos una pérdida momentánea de capacidad para distinguir entre el bien y el mal.
Vuestro hijo no está loco.
– Sólo pasará allí unas pocas semanas. Y eso nos favorece, desde el punto de vista de los plazos. El juicio… Sí… Ejeee… Tengo mis fuentes.
El blanco brillante de sus ojos indica una rápida sonrisa, para sí mismo, no dirigida al hombre que pasa por un momento difícil.
– Sería útil averiguar qué jueces formarán los tribunales durante ese período. Los abogados seguimos una vieja norma, bueno, llamémoslo dicho, que dice que debes enfrentarte al juez en un clima moral que le es propio. Quiero un juez cuyo clima moral sea el que espero encontrar en este caso excepcional.
Tu hijo no está loco, ha dicho. Ella, Claudia, lo entiende. Lo esperaba, dice ella.
Qué clase de lugar es ése.
Bastante desagradable, dice ella.
Eso es todo lo que dice.
Con la distancia del teléfono, Harald dijo al abogado que Claudia estaba estresada y quería descansar durante todo el fin de semana. Motsamai no pareció ofendido, pero le pidió a Harald que fuera a su bufete cuando pudiera, esa misma tarde.
Por parte de Harald, seguía siendo necesario demostrar que no pretendían ofenderlo: al fin y al cabo, el hombre había ofrecido su hospitalidad, aunque fuera por un motivo profesional.
– Claudia se ha vuelto inabordable.
Pero Motsamai entendió que Harald no sabía lo que decía, no sabía que su frase era una enfadada petición de ayuda en lugar de una advertencia al abogado de que no tendría éxito con su esposa. Motsamai estaba acostumbrado a las actitudes erráticas de los clientes -personas que pasaban por un momento difícil-, que oscilaban entre las confidencias y la desconfianza, la dependencia y el resentimiento.
– La persona que está en tu misma barca no es siempre aquella con la que puedes hablar. No sé por qué. Pero es así, lo veo con frecuencia. No te preocupes si no quiere comunicarse contigo. No te inquietes, Harald.
Ejeee… En el silencio resonó su tranquilizador cuasi suspiro; algunas veces parecía un ronroneo humano; otras, un gruñido que uno no podía expresar.
Y, de inmediato, Harald sintió otra rabia nueva; contra sí mismo, por haber revelado su intimidad. Demasiado tarde para recordar la imagen que debería haber quedado entre él y su esposa, para rechazar lo que acababa de admitir (por una vez, la urbanidad se expresaba con torpeza) esta tercera parte para la que nada debía ser privado porque podría ser útil. No había intimidad para nadie, en lo que había sucedido, en lo que estaba sucediendo.
Pronto los médicos romperían la completa intimidad del aislamiento del preso. Los ojos entrometidos descubrían notas nocturnas en la mesilla de noche.
– De todos modos, quiero tener una buena charla con ella. Fijaremos una cita para un día en que tú estés ocupado por ahí. Quizá debería dejarme caer en su consulta, al final del día.
– Que tengas suerte.
Él no sabía que aquél era el día en que el abogado había decidido visitarla. Claudia no tenía hora fija de vuelta por la tarde, las llamadas de urgencia del busca podían retrasarla en cualquier momento; entró arrastrando una bolsa del supermercado de la que asomaba el erizado tocado de una piña. El inició el ademán de levantarse para ayudarla, pero Claudia estaba entrando ya en la cocina.
Harald le sirvió un gin tonic, recuerdo de aquellas tardes en que les gustaba sentarse en la terraza, contemplando desvanecerse en el cielo los colores de la mezcla de vapor y contaminación, y escuchando la ronca queja de los ibis de plumaje tornasolado, posados, inseguros, en las copas del recinto ajardinado.
¿Lo quieres aquí?
Ella entró en la habitación con la piña en la mano y le hizo un gesto con la cabeza para que dejara el vaso en una mesa. Más que no hacerle caso, estaba preocupada; dudó, dejó la piña en el hueco que había hecho en un cuenco con manzanas, después la cogió de nuevo y regresó lentamente a la cocina.
Una de las manzanas desplazadas cayó y rodó hasta el suelo; se detuvo a sus pies, ahí donde estaba sentado de nuevo.
¿Qué iba a hacer Claudia con la maldita piña? ¿Decidir que no debían comerla? Él se veía privado de todo lo que comían, bebían, de todo lo que hacían, del aire que respiraban; ellos tenían todo aquello mientras él se quedaba sin, se lo quitaban porque se permitían esas cosas mientras él, su hijo, Duncan, iba a ser encerrado entre esquizofrénicos y paranoicos. Ella haría que Motsamai entregara la piña en esa otra clase de cárcel, quizá le permitieran aceptarla. Quizá la examinarían para ver si había, escondido en su interior, un cuchillo adecuado para suicidarse o una lima para escapar; estos trucos de detective barato para crear tensión, en realidad, están destinados a nosotros. Si no es una piña, es una ensalada que hay que envolver en plástico, un racimo de uva, un queso de cabra ¿sabe ella lo irritante que resultan estos intentos fútiles de llevar nuestro tipo de vida a la de él?
Dios mío, dame paciencia con ella. Esa noche, mientras ella esté acostada a su lado, con su ignorancia.
¿Le dijiste a Motsamai que viniera a verme?
Claudia ha vuelto y ha cogido su bebida. Hace repiquetear el hielo en el vaso y su mirada vaga por la habitación.
¿Por qué iba a hacerlo? No.
Sobre Duncan.
Fue idea suya, quería hacerlo. No podía decirle en tu nombre que no lo hiciera, ¿no? Te correspondía a ti decir si querías verlo o no. Me limité a decirle que no te apetecía ir a su casa el fin de semana, dije algo cortés y verosímil.
¿Por qué conmigo? ¿Cuál es la diferencia entre hablar a solas conmigo y hacerlo juntos?
Pero si ha hablado conmigo solo, ¿no? Las veces que tú no has ido. Y no me dijiste que os habíais puesto de acuerdo en que viniera a verme hoy a la consulta. No sé por qué no me lo dijiste, algún motivo tendrías.
Está mirando fijamente a Harald con gran concentración, como si esperara detectar algún movimiento en él.
No te entiendo, Claudia.
Quiere saberlo todo, la infancia de Duncan, su adolescencia: que yo se lo cuente todo. Como si lo hubiera tenido yo por partenogénesis. Yo sola.
Tonterías. No es eso. Sabes el motivo por el que nos tiene que hacer preguntas a los dos, todo lo que recordemos, todo lo que sepamos… Es nuestro hijo, ¡quién va a saberlo! Así podrá demostrar qué terribles presiones tuvieron como resultado que hiciera lo que hizo. Contra su naturaleza, contra su formación. Lo que nuestro hijo dice que hizo. Aunque Motsamai tiene cierta actitud condescendiente hacia las mujeres, de manera que tú…
No me ha parecido condescendiente.
Entonces, ¿cuál es el problema?
Que si cuando era pequeño era feliz en el colegio; que, si en casa, fue agresivo alguna vez, si confiaba en mí. ¡Claro que era feliz! Qué otra cosa podía ser, dado que lo queríamos. Esta pregunta sólo puede plantearla alguien cuyos hijos reciben palos.
Claudia busca las palabras adecuadas. Él intenta encontrárselas.
Tiene la idea de que las mujeres son más accesibles que los hombres, los niños se vuelven hacia la madre: evidentemente, eso viene de cómo son las cosas en su casa. Seguro que es toda una autoridad en su casa. Es el estilo de la gente como él.
Claudia ha dado con algo.
Si el chico tuvo una educación religiosa. Si iba a la iglesia.
Harald sonrió. Y qué le has dicho.
Que tú eras católico y lo llevabas contigo pero que, por lo que yo sabía, dejó de ir cuando fue lo bastante mayor para decidir por sí mismo. No intenté influir en él en ningún sentido.
Bueno, dejemos esa cuestión para otro momento.
Y que si cree en el bien y el mal. Si cree en Dios.
¿Cree en Dios?
Sabes que este tipo de tema no se planteaba entre Duncan y yo.
Harald levanta las manos rígidas y se coloca las palmas ahuecadas sobre la nariz, los labios, la barbilla; siente la respiración regular y cálida en la yema de los dedos.
Ninguno de los dos sabe si el hombre, Duncan, cree en un ser supremo, cuyo juicio está por encima del juicio del tribunal, que lo juzgará al final.
Aparta la barrera de las manos.
Quizá Motsamai esté jugando a ponernos uno en contra del otro. Tal vez tenga que hacerlo. De manera que lo que no recuerda uno (Harald se censura rápidamente y no dice «aquel que no quiere recordar») lo saca del otro. Eso es todo.
El adosado es un tribunal, un lugar donde sólo hay acusadores y acusados. Ella se recuesta en la butaca, con los brazos extendidos sobre los de ésta, preparándose, blindándose.
¿Qué le he hecho yo a Duncan que tú no hicieras?
Naturalmente, lo que el abogado persigue, lo que quiere, es poder convencer al juez de que el asesino confeso es un individuo al que, debido a su formación como católico devoto, su propio crimen resulta abominable. Sin duda, la confesión misma es un punto fuerte; confiesa su pecado, a través de la más alta ley secular del país, a la ley de Dios. Se pone a merced de la misericordia de Dios. Jesucristo murió por los demás, matar a otro es una aberración contra la ética cristiana en la que el chico fue educado y que sigue viva en él.
Y quizá si ella -sentada al otro lado de la habitación, paseando al perro por la calle, colgando la ropa delante de la cama, acostada a su lado con el busca a mano (que se vayan al infierno)-, si ella hubiera podido ir más allá de la capacidad de comprensión del microscopio y de los hallazgos del patólogo y comprender que hay muchas cosas que existen pero no pueden conocerse ni demostrarse en un tubo de ensayo o mediante la comparación con otros resultados con placebo… Si ella no se hubiera atrofiado en esta dimensión de la existencia, el chico podría haber sido un hombre que, a los veintisiete años, fuera incapaz de matar, de haberse convertido en alguien más terrible que las aguas. «No intenté influir en él en ningún sentido.» Pero ¿no era esta afirmación su auténtica postura? Ahí radicaba el poder de su actitud. Mamá podía ser perfectamente una madre cariñosa, cuidar y hacer el bien a los demás curando a los enfermos. Podía cuidar de sí misma. Resultaba evidente que no necesitaba rendir cuentas a nadie para controlar ninguna tentación; todos los niños y adolescentes las conocen: la de mentir, hacer trampas, agredir para conseguir lo que uno quiere. «Se vuelven hacia la madre.» De manera que lo que encontraba en ella era una autosuficiencia materialista -y eso incluye su labor de médico, la preocupación experta por la carne- que, si era suficiente para ella, no lo era para él. Si es que se conformó con eso cuando dejó de ir a la iglesia.
Dejó de ir; bueno, eso no significa necesariamente que dejara de creer, que perdiera a Dios. Eso es algo que este padre no sabe, como tampoco lo sabe su madre. A pesar de que -mientras recibe la comunión no sólo con Dios, sino con los desconocidos que lo rodean en la catedral, en el extremo malo de la ciudad, una comunión con la vida que lo protege contra la posibilidad de hacer daño a nadie, a ninguno de ellos, al margen de lo que sean- sabe que hay hombres y mujeres que permanecen cerca de Dios sin compartir el ritual delante de un cura. Tal vez su hijo todavía crea, a pesar de ella; mi hijo.
También hay otra capacidad de comprensión especial: la del abogado, el mejor que se puede conseguir. Él sí sabe lo que quiere, lo que será útil. Podría ser que quisiera presentar, no una, sino dos influencias morales; la fe religiosa del padre, el humanismo secular de la madre. Dos esquemas de preceptos morales en los que todo el mundo confía -qué otra cosa hay- para mantener a raya nuestro instinto tendente a la violencia, a poner bombas, a prender fuego, a imponer la voluntad de uno sobre la de otro en todo tipo de violación, no sólo la de la vagina y el ano, sino de la mente y las emociones, a coger un arma y matar a un amigo, con el que convives, de un tiro en la cabeza. En qué poderoso argumento para la defensa podría convertir todo esto un dramaturgo como Motsamai: cuánta debía ser la fuerza de perversión y de mal de la mujer llamada Natalie para llevar a este acusado a tirar en un macizo de helechos los sólidos principios de los que estaba imbuido; uno, el sagrado mandamiento: no matarás; dos, el código secular: la vida es el más alto valor que hay que respetar.
Una visita antes de que vaya de un destino a otro que también se ha ganado; de la cárcel al manicomio.
La dócil caminata por los pasillos, donde siempre hay algún preso negro arrodillado puliendo, puliendo; el lugar donde se tiene en cuarentena a toda la suciedad y corrupción de la vida debe mantenerse obsesivamente limpio. Como si los desinfectantes lavaran el dolor, el de las víctimas y el de sus criminales, allí retenidos. ¿En qué está pensando Claudia? ¿Que él no pudo hacerlo? ¿Todavía se aferra a esa idea? Muy útil. Nos servirá de mucho.
En una casa, en el despacho de un director ejecutivo, en una consulta, cuando uno vuelve a entrar, nada está igual que el día anterior. Una flor en un jarro ha dejado caer algunos pétalos. El fragmento del día de ayer que contenían las papeleras ha sido vaciado, un cenicero ha sido sustituido. Han entregado los informes del patólogo.
La sala de visitas, la mesa, las dos sillas y las paredes vigilantes son siempre exactamente iguales. Los dos vigilantes, uno a cada lado del acusado, son los mismos individuos anónimos; sólo Duncan es el elemento que está fuera de sitio, no pertenece a ese lugar. Duncan es Duncan, su rostro, el timbre de su voz, el mismo ángulo de sus orejas. La atención del visitante lo rodea con un nimbo, la realidad de su presencia en otro lugar, como debe ser si hay alguna continuidad en estar vivo, en los lugares de la ciudad que lo conocen, en el adosado, al que iba a comer algún domingo; en esa casita. Ellos traen consigo al propio Duncan; dado que nunca han conocido la cárcel, no saben qué es lo que un preso recibe de las visitas.
Está bien, sí; están bien, sí. Su madre le pasa la mano ligeramente por la mejilla, indicando la presencia de la barba que ha crecido fuerte y rojiza, como los filamentos de una bombilla. Superado el preámbulo.
No se menciona el lugar al que Motsamai lo envía para que lo observen y valoren en relación con su capacidad para saber lo que ha aprendido de ellos, para distinguir el bien del mal. Se refieren a ese sitio con rodeos, de modo tangencial.
– El abogado ha venido a verme a la consulta. Todo un interrogatorio. Me ha preguntado todo sobre cómo eras, de pequeño y de mayor.
– Sí.
Harald hace un gesto, como si fuera a hablar. Madre e hijo hacen caso omiso de ese intento de interrupción.
– Duncan, ¿tú crees que he tenido alguna influencia concreta sobre ti? ¿Lo tuvo algo que hice?
– Eres mi madre, claro. Los dos habéis tenido influencia en mi vida, no podría ser de otro modo. No se trata de eso. Todo lo que habéis hecho. Y los motivos por los que lo habéis hecho. ¿Qué quieres que te diga? Me habéis querido. Ya lo sabéis. Yo lo sé.
Este tipo de afirmación nunca se haría en otro lugar, sólo en esta trastornada sala de espera de su vida.
Él los mira a los dos y los ve esperar una acusación o un juicio procedente de él.
– La carta.
Es lo único que dice Duncan. Pero es como si, con su habilidad para trazar líneas arquitectónicas, hubiera dibujado las que confinan a los tres en un triángulo.
– Así que te acuerdas de cuando tu padre y yo fuimos a verte al colegio después de lo que sucedió.
– Pero primero escribisteis una carta. Incluso es posible que todavía la tenga en algún sitio.
– ¿Te acuerdas de quién la firmó?
– Papá… hace tanto tiempo.
– Pero te acordabas de la carta.
De repente, se mostró cariñoso con su madre.
– El otro día, cuando viniste, ¿no te acuerdas?, me repetiste lo que decía la carta.
– El abogado… nos ha preguntado si creías en Dios. -Claudia aborda el tema.
Pero él sonríe (es siempre inquietante y extraordinario que sonría en ese lugar, una indiscreción ante las dos figuras ajenas de los vigilantes) y ella puede sonreír con él.
– Sí. Nada es irrelevante para Motsamai. Es un hombre muy meticuloso.
– Tuve la sensación de que estaba buscando algo concreto. Esperaba encontrarlo, conmigo. Bueno, hace ya tiempo que eres adulto.
Como otras veces, él se dirigió a su padre para decirle que estaba quedándose sin libros, fue su forma de despedirse también en esa ocasión.
– Los necesitaré, en ese sitio.
– Por lo que parece, nos piden que no te visitemos, aunque, como médico, no pueden prohibírmelo. Acuérdate de eso. Si cualquier cosa va mal, cualquier cosa, insiste en tu derecho a llamarnos.
– ¿Has leído a Thomas Mann? Te traeré La montaña mágica.
En el coche, Harald dice:
No te ha contestado.
¿A qué pregunta?
Pero él sabe que ella lo sabe.
Fe. Dios.
Ha quedado muy claro. Si «nada es irrelevante» para Motsamai, esta llamémosla cuestión sí lo es para Duncan, no existe en su vida.
Así es como tú quieres entender el que haya soslayado la pregunta que le has soltado de repente, sin avisar. La pregunta más personal que se puede hacer. Lo has puesto en tu banquillo de acusados.
Pero Harald tampoco ha contestado la que ella le ha hecho, en otro momento. Eso debe de significar que él cree que ella tiene mayor responsabilidad que él en lo que le ha sucedido a Duncan, en lo que se ha convertido Duncan. Ella sigue este razonamiento en voz alta: en lo que se ha convertido Duncan, sea lo que sea, ninguno de nosotros quiere admitir lo que podría ser. Quiero decir que cómo puede nadie, cómo puede esperarse que nosotros…
Él, gran lector, corrige su imprecisión con su vocabulario superior.
Demasiado ingenuos en nuestra seguridad.
Claudia resiste el impulso de decir muchas gracias; la falta de aprecio por uno mismo es mala para la salud, que le aproveche.
Durante toda su vida, deben de haber considerado -definido- la moral como aquello que domina las pasiones. Lo que las controla. Tanto si esta creencia inconsciente viniera de las enseñanzas de la palabra de Dios o de un principio de contención que el racionalista se impone a sí mismo. Y esto puede seguir así, sin que se ponga en cuestión en absoluto, hasta que sucede algo en el límite de la transgresión, de la rebelión: la catástrofe que se encuentra en el destrozado límite de toda moralidad, la indescriptible pasión que quita la vida. Las cosas que han puesto a prueba su moral -cada uno de ellos conoce las del otro- son ridículas: si Harald debía permitir que su contable desgravara los gastos de representación, si el médico debía dar una carta certificando una ausencia del trabajo por enfermedad cuando el paciente había cedido ante la tentación de un día de vacaciones. Pero ¿dónde deja de ser trivial lo que se halla en un extremo de la escala? No han necesitado pensar en ello, durante toda su vida, ninguno de los dos, porque este dominio nunca ha tenido que ser puesto a prueba. ¡No, Dios mío (el Dios de él), claro que no! ¿Dónde empiezan de veras los tabúes? ¿A partir de qué punto su hijo atravesó los límites de sus padres para ir más allá de lo que ellos pudieran nunca prever? ¡Oh!, ahora sienten que son dueños de él, como si fuera de nuevo el niño pequeño que formaban mediante el precepto y el ejemplo, mediante lo que ellos mismos eran. Padres. Puesto que estuvieron juntos en esta conspiración adulta, ninguno de los dos puede absolverse de que su hijo haya ido más allá de sus límites, como tampoco pueden absolverse de las acusaciones que se hacen a sí mismos. Por separado, han perdido todo interés y concentración en sus actividades, y están atados por grilletes, aunque se sienten solos, en una proximidad inevitable que les produce rozaduras. Se sienten atacados por observaciones fuera de lugar en conversaciones con otras personas que afectan, naturalmente, al mundo normal en el que se mueven sin derecho. Heridos, llevan esos ataques a casa, al adosado, y desde el silencio, por encima del ruido de la cubertería, sobre los platos o la voz del locutor declamando en la pantalla del televisor, lanzan afirmaciones fuera de contexto.
Tienes un importante paquete de acciones de empresas tabacaleras ¿verdad? Y conoces gente que ha muerto de cáncer de pulmón. Y en vuestras oficinas no hay señales de que nadie fume. Pero los dividendos están muy bien.
Hay un contexto; están en él. Él nunca habría creído que ella pudiera llegar a ser una mujer rencorosa. Se prepara, aunque no está seguro del tema exacto, debe de pertenecer al único tema que tienen.
Harald se ríe. Cansado y desanimado. Estamos comiendo un pollo que has comprado tú. Supongo que será uno de esos criados en granjas en crueles condiciones. Enjaulados.
La última palabra pone el dedo en la llaga. Qué importan los pollos cuando tienes que hablar con tu hijo dentro de las cuatro paredes de una cárcel.
Me gustaría saber, resulta que me interesa, si matar es el único pecado que admitimos.
Es el máximo, ¿no? Eso es lo que quieres decir.
No, no es eso.
Mentira, robo, falso testimonio, traición…
Sigue: adulterio, blasfemia, tú crees que existe el pecado. Me parece que yo no. Sólo creo en el daño; no hagas daño a los demás. Eso fue lo que se le enseñó, eso es lo que sabe, lo que sabía. Así pues, ¿quitar la vida es el único pecado que admite la gente como yo? Los no creyentes. No como tú.
Claro que no. He dicho: es el máximo. No hay nada más terrible.
Ante Dios. Ella lo empuja.
Ante Dios y ante el hombre.
Creía que para los creyentes existía la salida de la confesión, el arrepentimiento, el perdón de allá arriba.
Para mí, no.
¡Ah! ¿Y por qué? Claudia no quiere dejarlo escapar.
Porque no hay recompensa para la persona a la que le han arrebatado la vida. No tiene nada. El único que recibe la gracia es el que mató.
En este mundo. ¿Y qué pasa con el otro? Harald, no aceptas tu fe.
No, en este tema, no.
De manera que pecas con tus dudas. ¿Sólo en este caso? La mirada de Claudia es explícita.
No, siempre. Tú no lo sabes porque nunca ha sido posible hablar contigo de estas cosas.
Lo siento mucho, lo único que he podido hacer ha sido respetar tu necesidad de este tipo de creencias. No podía seguir una argumentación sobre algo que estoy convencida de que no existe. De todos modos, tú te has permitido la misma libertad que yo tengo para decidir lo que importa y lo que no. Incluso con tu Dios detrás.
¡Oh, déjame en paz! Soy un asesino porque ves gente que muere de cáncer de pulmón.
¿En qué punto esta permisividad se convierte en algo serio, Harald?
Si Dios te permite perdonarte tantas cosas, ¿cómo convences, a quien no quiere seguir el ejemplo, de que tú no tienes que seguir las normas porque la gente que te ha enseñado a seguirlas tampoco lo hacía? Claro está, saben cuándo detenerse. Porque nada en su vida va más lejos. Están seguros. Hacen dinero con cigarrillos, eso no es pecado para un buen cristiano.
Claudia no lo mira mientras habla. Tiene la cabeza vuelta hacia otro lado. Si fuera para controlar las lágrimas, rompería la tensión que es, al mismo tiempo, hostil y excitante; el corazón de Harald brota como un geiser en su pecho, contra ella. Ella no ofrece lágrimas; no quiere mirarlo. Lo sucedido ha traído al orden del adosado algo que no estaba previsto que contuviera; ella tiene razón en esto: la vida que llevaban juntos no estaba preparada para llegar tan lejos, hasta este límite. La gente ambiciona que sus hijos lleguen más lejos de lo que ellos han llegado; el suyo ha hecho de este propósito un horror.
Claudia ha dicho en una ocasión, ¿qué le he hecho yo que tú no hicieras? Ahora, Harald quería decir, con la mesurada voz que podía utilizar con la fuerza de un grito: ¿Y qué es lo que yo no he hecho por él que tú tampoco has hecho? ¿Por qué me lo preguntas a mí? Porque yo soy el hombre. Ese repentino recurso a una táctica femenina. Te pones la piel de cordero de la debilidad cuando te conviene. Yo soy el hombre y por lo tanto soy responsable, compro acciones cuyos beneficios tú gastas, dinero que mata, hice de él un asesino, un pollo muerto y un hombre con la cabeza atravesada por una bala, ¡al infierno!
La hostilidad ha succionado toda comunicación hacia su vacío. Si él hubiera abierto la boca, Dios sabe lo que habría salido de ahí.
De manera que Harald es capaz de creer que su hijo lo hizo y que debe ser castigado. No es posible cambiar la confesión (ya hecha), el arrepentimiento, por perdón. Menuda compasión la del Dios de Harald y su Único Hijo, concebido, no mediante la penetración y el esperma (porque eso es humano y sucio), sino por quien asumió todo pecado humano para limpiar a todos los demás que pecan. Menuda fe religiosa que había seguido el padre, en su superioridad moral, yendo a rezar y a confesarse (¿de qué?) cada semana, llevándose al niño con él a fin de darle una guía para su vida, el amor fraterno y la compasión decretadas desde arriba mientras la madre daba una vuelta en la cama y seguía durmiendo. Ella llevó dentro de sí la maldita apostasía del padre como había llevado el feto que él le había implantado cuando ella tenía diecinueve años.
El gran ojo del sol estaba empañado tras una catarata de nubes: el resplandor difuso confundía los planos del rostro, de manera que, durante unos instantes, Harald y Claudia no estuvieron seguros de cuál era aquella cara negra. Estaban en el aparcamiento, entre camionetas de la policía; Harald había cerrado el coche con el mando electrónico, por rutina, y miraban hacia la fortaleza. La expresión de reconocimiento les dio la bienvenida; ellos y el hombre se acercaron a través del espacio, que siempre parecía tan largo, comprendido entre el punto de llegada y las puertas de entrada. Khulu. Dladla. De la finca en donde estaba la casita. De la casa, el sofá. Se marchaba después de hacer una visita a Duncan. Duncan volvía a estar en una celda, después de ir al manicomio. Ellos iban a ver a Duncan. Un arrebol cálido y extraño acompañó a su coincidencia. Harald no lo había visto desde que esperó en la casa, contemplado por aquel otro ojo, el ordenador; Claudia probablemente no lo había vuelto a ver desde que alguna vez lo invitara su hijo a la casa, en un tiempo anterior a lo que había sucedido. Ella no había encontrado ningún motivo, nada que aprender del enfrentamiento con el lugar, sería como si la obligaran a mirar la tumba donde, tras una autopsia debidamente hecha, se hubiera metido a un hombre para relegarlo al olvido. La víctima desaparece, el perpetrador permanece. Tras lo que había presenciado, aquel lugar sólo podía suscitar su revulsión y no podía arriesgarse a sentir tal revulsión contra quien afirmaba haber cometido aquel acto.
Nkululeko Dladla, Khulu. Él también había llevado a la cárcel lo que faltaba, al propio Duncan, que existía en algún lugar del exterior. Cualquier evocación de la casa que llevara consigo se había evaporado en el resplandor de la gravilla de la cárcel; sentían hacia él cierta gratitud. No tenían a nadie más; sólo a Hamilton.
En la abertura de una camisa desabrochada, sobre el amplio pecho, el diente curvo de algún felino, engarzado en oro, se enmarañaba con una adornada cruz etíope. Junto con la sofisticación del brillo de los gemelos y un anillo con una piedra roja, aparecía el convencionalismo antimaterialista de los tejanos raídos y las zapatillas de deporte: era la normalidad, una forma de cotidianidad contemporánea, de libertad, que aparecía en la esterilidad de ese espacio ante los muros ciegos, como una margarita abriéndose paso entre las piedras.
– Qué va, está bien. Claro que sí. De verdad. Habría venido antes, pero no sabía si le gustaría. Verme y tal. Está bien.
Él era uno de los dos amigos que habían encontrado a su otro amigo con la sandalia colgando del pie por la correa, muerto por una bala procedente de un arma que, sin que eso tuviera mayor importancia, pertenecía a todos los que utilizaban la casa, compartida fraternalmente, como los paquetes de cigarrillos que había por ahí y las bebidas de la cocina. Él era uno de los dos amigos que corrió a la casita para decir a su otro amigo que había sucedido algo terrible.
Y, de repente, mientras estaban de pie tan juntos, protegidos, delante de la cárcel de la que él acababa de salir y en la que ellos estaban a punto de entrar, su rostro, muy cerca de ellos, luchó para evitar un cambio de tensión en los músculos, y sus ojos, horrorizados por lo que le sucedía, se abrieron, llenos hasta el borde. Sorbió las lágrimas por la nariz sin vergüenza alguna, como un niño.
Claudia le puso una mano en el brazo.
Pero un hombre no puede ser tratado con condescendencia ni humillado por el silencio de otro hombre: también Harald había quedado cegado de esa manera un día, cuando volvía conduciendo de la cárcel, cuando empezó la espera del juicio.
– Estoy seguro de que se ha alegrado de verte. Has sido muy amable al venir. Gracias.
La actitud de Duncan impidió que sus labios expresaran su preocupación sobre cómo había transcurrido la dura prueba del escrutinio entre esquizofrénicos y locos. Y no les dijo que había pasado un visitante antes que ellos. Tenía una lista preparada de cosas que quería que hicieran, y el tiempo se le echaba encima; ya sabían tan bien como él lo pronto que los vigilantes cambiaban el peso de un pie al otro: de vuelta a la celda. Su forma de expresión tenía un carácter práctico que resultaba distante. Como si las pruebas de los médicos lo hubieran sacado de un estado de estupor, allí, en ese lugar donde se expone la mente humana en todas las alarmantes distorsiones de su complejidad. Tenían que ponerse en contacto con Julian Verster (¿sabrían cómo hacerlo? Si no estaba en casa, en el trabajo, el estudio de arquitectos) y pedirle que cogiera lo que todavía estaba en su mesa de dibujo, en la de Duncan. Planos. El trabajo que estaba haciendo.
– Puedo hacerlo aquí. No pueden impedírmelo. Motsamai lo ha arreglado. Y decidle a Julian que me traiga todo lo que necesito, todo, hasta el último lápiz. Motsamai ha arreglado lo de la mesa.
Harald anotó los pagos que había que hacer: el plazo había vencido. El tiempo debía de haberse destruido con todo lo demás en la vida de Duncan y ahora debían tener en cuenta otra vez el sentido de todo lo que había pasado, lo que se había detenido en seco en el momento de cometer el acto. El seguro del coche. Y habría que ponerlo sobre unos bloques. Para proteger los neumáticos. Desconectar la batería. A menos que ella quiera usarlo: durante un momento, el hijo se dio cuenta de su presencia, recordó, como si hubiera que tomar en serio el entusiasmo de su madre cuando intentó en una ocasión conducir el deportivo italiano de segunda mano; un vehículo para transportar la vida anterior de un hombre joven.
– La póliza debería de estar en un cajón. En el dormitorio. Un archivador con otras cosas.
Harald no necesita apuntarlo, ya ha estado allí, mirando lo que no estaba destinado a sus ojos.
Había cartas que echar al correo. Las autoridades de la cárcel permitían que se las entregara, cuando se está allí a la espera de juicio todavía quedan algunos derechos personales, y Harald puso los sobres bajo la solapa del bolsillo de su chaqueta sin mirarlos. Su hijo miró las cartas guardadas, como si fuera un barco que desapareciera de su horizonte; no hay horizonte dentro de las paredes de una cárcel. Y sabe que los dos mirarán a quien ha escrito las cartas, una vez que estén fuera de ese lugar. Y querrán saber, querrán saber desesperadamente qué hay dentro, qué tiene que decir alguien como él a esos nombres que reconocen o no. (Todo el mundo quiere saber qué hay dentro de él, todo el mundo.) Querrán saber porque lo que piensa es lo que escribirá y lo que piensa en la celda es lo que él es, el misterio que es él para ellos, mi pobre madre y mi pobre padre.
Prometieron a un niño de doce años que, hiciera lo que hiciera, cualquier cosa, fuera lo que fuere, siempre estarían con él. Y allí están, sentados delante de él en la sala de visitas de la cárcel.
Plano.
El plano que su hijo va a dibujar en la celda de una cárcel -un edificio de oficinas, un hotel, un hospital-, lo que sea, habla de algo que sucederá. Más adelante. Confianza. Acero, cemento y cristal, bajo esta forma; sin embargo, también es la asunción de un futuro.
Mensajeros.
La secretaria del asesor jurídico envió el mensaje por fax, y la secretaria de Harald Lindgard le llevó la misiva al despacho. Entró sin hacer ruido, como muestra de respeto, y lo dejó delante de él como habría hecho con una carta para que la firmara pero, naturalmente, sabía a qué hacían referencia esos mensajes. El señor Motsamai había dedicado a Harald y Claudia «las horas de la tarde», de las tres y media en adelante. Como de costumbre, el vigilante del garaje subterráneo del bufete les reservaba sitio para su coche si la secretaria del señor Lindgard llamaba para dar el número de la matrícula. Cualquiera que sea el augurio que lleven los mensajeros, no tienen ninguna responsabilidad, no pueden ayudar; todo lo que podía hacer ella era llamar al guarda con la información necesaria que, naturalmente, memorizaba como parte de su trabajo.
Harald recogió a Claudia en la consulta. Aunque el mensaje había llegado con poco tiempo: oyó a su recepcionista, oyó la pregunta de la señora February sobre qué debía hacer con las horas concertadas con los pacientes, cuándo estaría de vuelta la doctora, y cómo Claudia la despachaba con unas palabras. Esta vez fue Claudia: que se vayan al infierno. Aunque él, con imparcialidad, lo juzgó como un deterioro de su personalidad, porque sin la ética de su profesión ella no tenía dónde apoyarse.
¿De qué hablaron en el coche? Ninguno de los dos lo recordaría. Quizá no hablaron de nada, lo prefirieron así. Estaban ya sentados en la habitación cuando Motsamai -Hamilton- entró trayendo consigo la animación de una larga comida, como un actor se retira entre bastidores tras dejar a un público apreciativo.
– ¡Me han entretenido!
Dejó caer una gabardina, alzó y separó las manos con una sonrisa que parecía acompañar las últimas bromas y ocurrencias cruzadas a la puerta de un restaurante. Quizá también había algo de vino.
Era como si hubiera olvidado por qué motivo los había llamado. Se relajó mientras actuaba como si no existieran, hojeando papeles que habían llegado a su mesa en su ausencia. Y, de repente, fue verdaderamente consciente de su presencia; se dio la vuelta y estrechó la mano de Harald, con las dos manos, tapando el puño, y saludó a Claudia poniéndose firme ante ella.
– Té. Quizá os apetezca un té. ¿O mejor un zumo de fruta?
Se trajo la bandeja y se siguió el ritual obligatorio como preparación ¿de qué? «Las horas de la tarde.» Parte considerable de su tiempo dedicado a lo que tuviera que decirles.
– Habéis visto a vuestro hijo esta semana, ¿no? Tengo la sensación de que aguanta bien.
– Vete a saber lo que significa eso.
Ella tal vez no lo sepa, pero él, Harald, impaciente, sí lo sabe: ¡por qué fingir!
– Está decidido a terminar el plano en que estaba trabajando, deduzco que lo has arreglado todo. No sé qué pensará la empresa.
– Bueno, todavía está en nómina. ¡Eso espero, caramba! Se meterían en un lío si le prohibieran ejercer su profesión antes de ser juzgado. Os aseguro que yo no lo permitiría.
– Si el hombre en cuestión no espera a ser juzgado y considerado culpable.
– Vamos, Harald. Te he dicho una y otra vez que ése no es el principio correcto. El tribunal todavía tiene que examinar los hechos, verificarlos. Debéis tener en cuenta que hay casos en los que un acusado puede cargar con la culpa de otro, por mucho dinero o, incluso, sobre todo cuando se trata de un caso de pena capital, un asunto amoroso, en el que una parte haría cualquier cosa para proteger a la otra.
– Tú no crees que ése sea el caso, ¿no?
Claudia no pregunta, se adelanta con dureza para no hacerse ilusiones sin fundamento.
– No, no creo. No. Reitero, desde otro punto de vista, que sabemos que nuestro caso descansa sobre… circunstancias. Circunstancias que se revelarán en el juicio. Tal como ya lo he hablado con vosotros. Tal como he estado estudiando en el informe psiquiátrico. Tal como he ido siguiendo en las charlas que he mantenido con la gente que hice venir la semana pasada. Verster. David Baker y demás. La gente de la casa y los que la frecuentaban. Lo que debemos y lo que no deberíamos esperar del interrogatorio por ambas partes. Si creo necesario llamar a éste o a aquél como testigos.
– Sólo está el hombre ese, el jardinero. Si se puede decir que lo que dice que vio y no encontró es un testimonio.
Harald contrajo las pantorrillas contra la butaca para controlar su irritación contra Claudia. El abogado estaba preparándolos para decirles algo, fuera lo que fuera; lo indicaba el modo en que se echó hacia atrás y después adelantó el cuerpo, por encima del escritorio que lo mantenía a una distancia profesional de ellos, su gente, que pasaba por un momento difícil; una intimidad que, al mismo tiempo que inspira la confianza de ellos dos, debe permitir que su mente despejada quede por encima de ellos. Podría habérselo resumido así: la definición del mejor abogado disponible es aquel que piensa por los que no saben qué pensar.
– Los he tenido a todos en esta habitación, uno por uno. Con la excepción de Baker, el amante de Jespersen, no parecen sentir nada especialmente violento contra Duncan, y debo admitir que eso me ha sorprendido. Aunque creyeran que me lo estaban ocultando, soy capaz de ver a través de las expresiones que adopta la gente. Después de todo, uno de ellos ha muerto, se podría esperar que rechazaran absolutamente a Duncan, que no quisieran volver a verlo nunca. Ejeee…
– Uno de ellos ha ido a ver a Duncan. Nos tropezamos con él fuera.
Motsamai inclinó la cabeza hacia Claudia confirmándolo; debió de enviarlo él allí.
– Ejeee. Era necesario que fuera alguien. De la casa, los dos hombres que quedan del grupito que vivía en la finca. Algo así como una familia. No importa lo que haya podido suceder en la casa.
– No nos habló de Dladla, que acababa de estar con él.
– Supongo que fue una sorpresa. Pero también le dará valor, ya me entendéis. Más tarde. Cuando consiga pensar en ello, allí dentro. Uno tiene tanto tiempo, tantas horas, cuando está allí dentro… Bueno. Dladla estuvo conmigo la semana pasada y también ayer. Hemos hablado. Largas charlas. Me ha contado lo que Duncan no me contó y lo que no conseguí sacar a la chica. La señorita Natalie James no me contó los detalles de su relación con Duncan. Dladla dice que ella intentó matarse después de dar a luz. No sé exactamente qué hizo, si fueron pastillas, si se metió en el mar. Fue en Durban, dice, pero Duncan la encontró y la llevó al hospital. La devolvió a la vida. Literalmente. Le debe la vida a Duncan; o quizá se lo reprocha. Depende de cómo ella lo considere. Por la impresión que me ha causado, diría que podría castigarlo por ello. A eso pudo deberse la exhibición sexual del sofá. Claro. En una mujer como ella, de demostrado carácter inestable. Ya lo he dicho antes: sospecho que quería que él la descubriera. Y ahora resulta que existe otro motivo por el que podría escoger ese modo concreto para atacarlo.
El discurso va haciéndose más lento. Como si los tres estuvieran juntos en un vehículo temerario y éste fuera frenando a medida que se acerca al final de una cuesta peligrosa tras la cual tendría que producirse un nuevo movimiento.
– Bueno. Dladla, ayer. Sí. Estábamos hablando. En inglés y también, ayer, en nuestra lengua, cuando hay cosas difíciles de decir es mejor utilizar las palabras más cercanas.
Motsamai se dio una palmada en el pecho.
– Me contó muchas cosas. Yo creía que lo tenía todo claro tras las sesiones con Duncan, pero este hombre me contó más cosas. Me contó algo más. Creo que vosotros no lo sabéis, me lo habríais dicho, os habríais dado cuenta de que yo necesitaba saberlo.
Los mira a los dos con la compasión condescendiente de un adulto que sospecha que un niño no ha sido totalmente sincero. Tiene la cabeza inclinada hacia delante, pero el brillo de sus ojos bajo la frente arrugada refulge hacia ellos.
No sabían nada. Nada. ¡Eso era, así era! Era una acusación; no del abogado, sino del uno al otro, Harald, Claudia, otro asesinato, una vida normal atravesada por una lanza, derribada: tú, un padre que no sabía nada sobre su hijo, dejas que comparta un arma como si fuera un paquete de seis cervezas; tú, madre que no sabía nada sobre su hijo, dejas que la dispare.
Pero Hamilton, su Hamilton Motsamai, no participaba en estos feroces fogonazos de animosidad entre ellos aunque, en tanto que diagnosticador-sacerdote-confesor, podría haberlo captado, haber traído del Otro Lado este tipo especial de presciencia a modo de lengua materna.
– Khulu sabe algo más. -Los lanza, a los tres, por la empinada pendiente, no puede detenerlos. Que nadie hable-. Natalie no era la única pareja de Duncan que estaba en el sofá. Khulu dice que Duncan y Cari Jespersen habían sido amantes. Fue Jespersen quien rompió la relación, no Duncan. Khulu dice que Duncan lo pasó muy mal. No se fue de la casita, aunque el otro, Jespersen, que había vivido allí con él, volvió a vivir a la casa. Pero estaba dolido, Khulu dice que él se dio cuenta. Deprimido. Aunque quería demostrar que no era menos libre que los demás: «nosotros consideramos que la gente puede cambiar de pareja, sin problemas, seguir siendo amigos», así lo dice este individuo. En el fondo, Duncan no tenía la misma facilidad, la misma actitud. Y entonces sucedió que fue a la costa y encontró a la chica y la salvó. Se salvó a sí mismo. Khulu sugiere eso. No sabe si Duncan la conocía de antes, cree que es posible, en algún sitio, cuando ella estaba todavía con el otro hombre, el padre del crío que tuvo. De manera que volvió enamorado de una mujer y la llevó a aquel tinglado. A nadie le importó, no tenían prejuicios, era libre de hacer lo que quisiera, y todo va bien, la señorita Natalie James encaja muy bien. La pareja heterosexual vive en la casita del jardín, y el trío homosexual, en la casa. David Baker y Cari Jespersen son amantes, el lío de Jespersen con Duncan pertenece al pasado, tanto para Duncan como para los demás.
Y entonces… entonces… Jespersen es, precisamente, quien hace el amor con la mujer. La mujer de Duncan. Una esposa, diría yo, que vive allí, en la casita, como una pareja normal. ¡Ah!, nos dicen que ella tuvo otras aventurillas. Pero ésta es con Cari Jespersen. Quien primero rechaza al hombre y después hace el amor con la mujer de éste. ¡Ahí lo encuentra, encima de ella (disculpa, Claudia), en el sofá de la habitación donde son tan buenos amigos!
Motsamai oye los aplausos, la animación le agita los hombros bajo las hombreras de la americana que lo mantienen tan elegantemente anguloso. Una generación antes, de acuerdo con lo que la ley decretaba como su Lado, no habría tenido más recurso para su espíritu que el pulpito. Los ha dirigido de modo tan completo que ni siquiera han podido interrumpirlo; ahora espera que digan algo. Pero todo lo que hay en esa sala, familiarizada con las muchas emociones de las personas que pasan por situaciones difíciles, es su retórica; y el distanciamiento de sus clientes, que tampoco desean admitir ninguna reacción ante el otro.
Al final, fue Harald quien habló. Las palabras eran como piedras que caían una a una.
– Y qué importancia tiene a cuál de sus dos amantes disparara.
En la atención absoluta que prestaban, que magnificaba cada detalle de su actitud, ambos vieron cómo los músculos de Motsamai se relajaban bajo la americana, el cuello de la camisa y el nudo de la corbata.
– ¡Ah!, me alegro de que os lo toméis así. Harald, Claudia. -Los llamó a los dos, formalmente-. Así debe ser. Estoy impresionado. Eso es lo que necesitamos si tengo que actuar de acuerdo con el interés de mi cliente, eficazmente, sin tonterías. Debo tomar decisiones difíciles. ¡Porque sí tiene importancia! ¡Podría tener una importancia crucial, este factor! El fiscal no tiene por qué llamar a los amigos: ¿como testigos de qué? Para él, el caso se basa en la confesión. Eso es suficiente. Es decisión de la defensa colocar a Dladla en el estrado para que haga de testigo. Dladla no recibirá preguntas sobre este aspecto a menos que la defensa decida sacarlo a la luz. Lo que importa es la decisión mía y de mis colegas. Así es como hay que mirar lo que acabamos de oír. Eso es lo que importa. Sois sensatos, os lo aseguro. Muy sensatos.
Harald se puso de pie como si alguien le hubiera hecho una seña, de manera que Claudia se volvió hacia la puerta. Por dónde, por dónde.
Claudia se levantó. Motsamai -Hamilton- se acercó amablemente para acompañarlos.
– No habléis de esto con nadie.
Claudia se apartó un mechón de pelo de la frente y lo colocó detrás de la oreja mientras miraba al abogado.
– Si llamas a Dladla a testificar, qué efecto va a causar en el juez. Cómo puedes saber su actitud ante este tipo de complicación.
– ¡Oh!, como la vuestra y la mía, todo el mundo es consciente de la clase de tinglado que, por lo que parece, había en esa casa. Hombres con hombres. Nada especial, nada vergonzoso ni condenado, actualmente: la nueva Constitución reconoce su derecho a escoger. Así es. Eso dice la ley.
Se hundían.
Mientras se hundían en el ascensor, estaban solos. Encerrados juntos.
Qué lío.
Iban pensando en ello, como si aquello hubiera sucedido, por azar, en la vida de otra persona.
¿Lo decías en serio eso de que no importa a cuál de sus dos amantes disparara?
La tela de su manga y la de él se tocaban.
Lo decía en serio. ¿Por qué se embarcó en un tipo de vida, en un tipo de emociones a las que no es capaz de hacer frente? ¿Quién se creía que era?
Harald puede decir lo que piensa, a Claudia.
Claudia se encogió de hombros; estuvo a punto de soltar una tonta risita que le habría avergonzado. Hamilton creía que nos preocuparía más la homosexualidad que lo sucedido.
Quizá para él la sodomía sea un acto criminal.
La caja cubierta de espejos que atrapaba sus imágenes privadas desde todos los ángulos, con una cámara que los identificaba, se detuvo con un estremecimiento y Harald dio un paso atrás en un exagerado gesto de cortesía convencional para que ella lo precediera.
En el coche, él accionó el cierre contra los ladrones; se ataron el cinturón de seguridad. Eso es lo que pregunté sobre el juez.
Estaba pensando en la vieja guardia, en los buenos cristianos de la Iglesia Reformada Holandesa, seguro que algunos de ellos siguen en la judicatura. De todos modos, un juez negro sería casi lo mismo, llegado el caso.
Un lío es aquello ante lo cual uno no sabe por dónde empezar: a qué dar la vuelta, qué coger primero, sólo para dejar el fragmento de nuevo, tal vez en un lugar que no le corresponde. Este «descubrimiento» de Hamilton no podía hacer daño donde el golpe de aquel viernes había dado ya con puño de hierro; después de eso, todo lo demás no son más que secuelas. Como lo fue la visión de Duncan llegando a la sala del tribunal entre dos policías, como lo fue la primera visita. Qué más puede suceder después de que haya sucedido algo terrible; qué puede compararse con ese hecho. Por la noche, hablaron con voz queda, aunque no había nadie que pudiera oírlos en el adosado; la cara construcción de las paredes estaba a prueba de la curiosidad de los vecinos. Acostados en la oscuridad, roto el aislamiento. Buscaban orden en un lío. Uno no puede hacer eso solo.
Eso es lo que andaba buscando Motsamai cuando vino a verme a la consulta.
No lo creo. Entonces no lo sabía. Era antes de que hubiera visto a Dladla. Aunque a lo mejor le rondaba la idea, después de todas las veces que ha estado sondeando a Duncan. Sabe cómo sonsacar a los demás cosas que ni siquiera saben que están revelando. Eso dice. Alardea de ello, pero hay algo de verdad, es como el ojo clínico que tienen unos médicos y otros no.
Podían retomar el tema ahí donde lo habían dejado; durante el fin de semana; cualquier noche. En el cuarto de estar, Harald dio vueltas, puso la alarma antirrobo antes de irse a la cama, se detuvo delante de un cuadro, se plantó ante el armario donde guardaban los licores y empezó a mover las botellas, golpeándolas entre sí. Encontró una relegada al fondo, en la que quedaba un dedo de algún licor. Vertió el líquido incoloro en un vaso del tamaño de un dosificador de medicamento y lo olfateó. El resto -puso la botella al revés para vaciarla hasta la última gota- fue a parar a otro vaso; se lo tendió a ella, pero Claudia lo rechazó con un movimiento de la cabeza.
Pudo haberlo probado en el colegio. En los colegios de chicos es difícil resistirse. Pero yo habría pensado… -¡claro que lo pensamos!- que, en un colegio como aquél, las primeras experiencias serían con chicas. Había bastantes chicas disponibles… Educación sexual. Las chicas ya tomarían la píldora en aquel tiempo, ¿no?
Se acercó a ella con el vaso y ella lo cogió. Bebieron e hicieron una mueca ante la potencia de una destilación procedente del helado Norte de sus antepasados. Ahora, el único vínculo con el Norte era la identidad del individuo muerto de un tiro en el sofá.
¿Tú crees que era un experimento? ¿Era eso?
Bueno, siempre se ha sentido atraído por las mujeres, ¿no? Si juzgamos por los enamoramientos que presenciamos cuando sólo tenía quince o dieciséis años, las horas colgado del teléfono, cómo se arrullaban, él y aquellas rubitas con las que me encontraba si entraba en su habitación inoportunamente.
Claudia buscó a tientas el vaso situado a su lado, en la mesa, y bebió el licor a sorbos. «Arrullarse» pertenecía al vocabulario de su juventud, la suya y la de Harald; procedente del modo en que se comunican algunos pájaros durante el juego amoroso, de esas danzas de apareamiento que Harald tuvo la paciencia de enseñar a admirar a su hijo a través de los gemelos.
Eso es lo que vimos. Eso es lo que quisimos ver, pero pudo haber algo más. Quizá él quería tener un secreto. Cuando uno crece -me acuerdo bien-, parte del proceso lleva consigo tener una zona de tu vida en la que nadie puede mirar, aunque sólo fuera para decir, asumiéndolo: «Está bien si así eres feliz, hijo mío».
Pero estaba locamente enamorado de una mujer. Esa mujer. Es indiscutible. Verster nos contó lo suficiente. Un compromiso serio. Toleraba sus juegos, nadie sabe qué más. Por lo que parece, estaba colado por ella. En el terreno sexual, debía de haber algo muy fuerte entre ellos, incluso destructor, tal como imagino que debe de ser si… Ese asunto con un hombre, antes que ella. ¿No se debería a que estaba fascinado por el grupo que vivía en la casa? Ha sido casi una moda, en esta generación, la idea de que la homosexualidad es la verdadera liberación, la sugerencia de que te coloca en un nivel de superioridad sobre la vulgar rutina. ¿Por qué decidió vivir con esos hombres? Resulta que no se quedó con la casita por la chica. Se fue con ellos a la finca porque su libertad pretende ir más allá de las viejas ataduras entre hombres y mujeres, matrimonios y divorcios, niños llorones.
No tuvo que aguantar ningún ejemplo de divorcio ni de niño llorón con nosotros.
Quería ser uno de los chicos. De esos chicos. Emancipado. Superior. Libre.
O quería probarlo todo. Quién sabe. Tengo pacientes que son así. Se sienten atraídos por las drogas. No es que tiendan a la adicción por naturaleza, por alguna predisposición fisiológica o genética, sino que se atreven a todo por deseo de tener esa experiencia. Y, después, menudo lío.
Una lasitud, como una droga benigna, se había apoderado de ellos, tanto en la cama como cuando se movían por el adosado, como si fuera un paréntesis. Se veían a sí mismos, Harald, Claudia, Duncan, con apatía, desde lejos. Ella iba a su hospital, él iba a su sala de juntas. Duncan estaba en la cárcel. Descubrir algo no supone el final. Sólo es un nuevo misterio.
Cuando se sentaban en la sala de visitas, ya no tenían la angustia de que no les contara nada, aunque existía aquel compromiso, siempre podría acudir a ellos… excepto en caso de asesinato; qué importaba aquella relación sexual. Sin embargo, al sentarse delante de él y los vigilantes, sintieron verdadera repulsión hacia él, como la persona que había cometido semejante acto: había matado. El resentimiento fugaz del momento de confusión inicial volvió, corroyendo lo que se conoce como sentimientos naturales.
Otro descubrimiento. Ambos lo sentían en el otro, como una conspiración; no debía ser revelado al abogado que creía poseer todas sus confidencias. Su pecado era el rechazo que les inspiraba su propio hijo, y lo habían cometido los dos. Los sellos de los silencios que había habido entre ellos estaban rotos; se encerraron en el adosado y hablaron; fueron en coche al campo y caminaron con el perro mientras, acompasadamente, añadían las dudas de uno a las del otro en relación con las tendencias observadas que no comentaron en su momento, en el niño, el adolescente, el adulto. El encanto que el niño había utilizado para dominar a sus amigos: todos los juegos tenían que ser los suyos, escogidos e impuestos por él, tendencia que no terminó allí; la falta de valor físico escondida tras la bravuconería: ¿en la vida de adulto, el único escape para aquellos que tienen miedo ha de ser estallar una sola vez, en un ataque de violencia? Su indecisión, ya como joven adulto, en el momento de escoger una carrera: ¿qué quería ser? ¿Qué quieres ser? Así que optó por la arquitectura, una carrera con ideas de gran magnitud (que su madre médico acogió como rasgo heredado de su cultivado padre, un directivo fuera de lo común), y, afortunadamente, del mismo modo que había resultado encantador, resultó poseer talento, ser más hábil que el colega del estudio que se convertiría en su mensajero, Verster. Qué quería ser. Era un error interpretarlo, como se hacía generalmente, como algo referido tan sólo a una carrera profesional.
Aparentemente, no sabía qué quería ser. Entendía Claudia que esta observación cómplice se refería a la sexualidad de su hijo. Ni siquiera en esa extraña nueva intimidad que había sustituido a la otra (revitalizada de un modo que no debía analizarse), él podía decirle qué era lo que estaba pensando: «… el hombre es como desea ser y como, hasta su último aliento, no ha cesado nunca de desear ser. Se ha recreado en darla muerte».
Las afirmaciones que parecen haber sido vaciadas de todo significado tras innumerables repeticiones son las más ciertas. La sabiduría convencional es la más demostrable: la vida sigue. No se detuvo aquel viernes por la tarde; eso no era posible, nunca lo es. Harald tuvo que aceptar esa imposibilidad, si no como voluntad de Dios en su sabiduría, por lo menos como el destino del hombre; también Claudia, desde su experiencia racional, que decía que bajo algunas condiciones que parecen terminales persiste cierta apariencia de vida. Hamilton dijo que estaba satisfecho con la preparación de los puntos del alegato y que, de camino a su casa, podía pasar por la de sus clientes y ponerlos al día, por qué no, no era ninguna molestia. De manera que sacaron una bandeja con vasos, hielo, soda y botellas. A Hamilton le gusta tomar una copita de coñac. Unos días antes, mientras esperaba en un semáforo, Claudia hizo un gesto mecánico a un hombre que brincaba sosteniendo un candelabro de lirios rojos y compró flores otra vez, como acostumbraba a hacer de regreso de la consulta. Las lámparas con pantalla iluminaban la habitación. Hamilton entró en aquella puesta en escena que ilustraba el fluir de la vida como lo hacía en la igualmente bien amueblada sala de su bufete; como si cualquier lugar estuviera dispuesto para su presencia. Agradeció algo para beber; probó el coñac, chasqueó la lengua y se levantó de la butaca que había escogido para servirse un chorro de soda.
– La noticia que traigo es que se ha fijado la fecha. Será dentro de un mes justo.
– ¿No podía ser antes?
– Ya sé que parece mucho, pero Duncan lo entiende. Y el juez es el que yo esperaba. Así que…
– ¿Qué es lo que Duncan entiende, Hamilton? -Harald no quería que lo engatusara y lo convenciera de las ventajas del retraso-. No hemos conseguido sacarle casi nada. Pero ya lo sabes, lo hemos comentado muchas veces. ¿Comprende Duncan que confías en que la chica deje claro que fue ella quien lo llevó hasta el límite de la locura y que eso hizo posible que hiciera lo que hizo? ¿Lo dirá ella, con sus propias palabras? Quiero decir que si él lo cree así: que fue ella. Que él, en cierta medida, estaba poseído. No veo cómo esta manera de utilizarla podría ayudar a Duncan si él no quiere aceptar esta maniobra de…, no sé cómo llamarla…, justificación.
– No, no; no me refiero al acto en sí, sino al estado mental, el estado mental, Harald. No fue algo premeditado. Él estaba en una situación límite y fue ella quien lo puso allí, ¡fue ella! ¡En el sofá con Jespersen! ¡Fue ella!
Motsamai estaba sentado con los muslos muy separados, inclinado hacia ellos, movido por el énfasis de su cuerpo, tal como lo hacía desde detrás de la mesa en su bufete; el brillo de los esfuerzos del día relucía en la obsidiana de su rostro, su negrura tenía el sello de la autoridad en la habitación.
– El dice que es culpable. Eso es todo. Voy a demostrar por qué. Voy a demostrar quién es también culpable. Cómo es posible.
– Así que, ahora, la odia. Esté dispuesto o no a echarle la culpa por lo que hizo. La odia por lo que él vio. -Claudia miró a Harald.
Motsamai contestó dirigiéndose a ambos, pero reflexionó primero.
– No habla sobre ella. No quiere pensar en ella, ésa es la impresión que tengo. En esta dirección no he tenido éxito con él. Así que deduzco que lo deja en mis manos. Sabe que yo también la interrogaré.
– La odia. O la quiere.
La lacónica disyuntiva que plantea Claudia carece de importancia para Motsamai.
– Naturalmente, sabe también que citaré a Khulu Dladla. Ejeee…
– Para lo de la aventura con Jespersen.
– Oh, claro. Claro que lo haré, Harald. Jespersen tiene… tuvo también influencia en el estado mental, naturalmente. Mu-chí-si-ma influencia. El, y también la chica. Una combinación fatal. ¿No hay motivos para pensar que, no contento con dejar plantado a su amante, buscó un placer suplementario al acostarse con la mujer de su ex amante? Quizá fue por desprecio o algún tipo de venganza: el amante ha abandonado al grupo de la casa y, por así decir, ha cambiado de bando sexual. ¡Preferir a las mujeres! Quién puede seguir estas variaciones bisexuales. Los dos eran amantes de Duncan. Quizá los dos tenían algún resentimiento contra él, ya sabéis cómo son estas cosas, incluso en las cuestiones amorosas corrientes. Dios mío, si conocierais algunos de los motivos con los que tropiezo en mis casos. ¡Pero bueno! Esa pareja de sinvergüenzas pudo haber actuado por resentimiento, para divertirse con ello. Desde luego, no podía habérseles ocurrido mejor manera de herir, humillar y empujar a un hombre como él a la autodestrucción. Una confesión de culpabilidad puede ser una especie de suicidio. Eso es lo que veo en este caso y mi trabajo es salvar a mi cliente de ello. Por eso voy a interrogar yo también a la señorita Natalie James y voy a llamar como testigo al señor Nkululeko Dladla.
Suicidio. Pero no volvió el arma contra sí mismo en la casita, la tiró.
Claudia y Harald se encuentran de nuevo ante esa escena.
Suicidio. El Estado puede hacerlo por ti si eres declarado culpable de asesinato. Harald habla en nombre de los dos.
– No hemos hablado nunca de la sentencia. Qué pasa si los atenuantes son tenidos en cuenta. O si no lo son.
El rostro de Hamilton Motsamai y el ronco, tierno y grave, ejeee… mejee…, los envolvieron en un abrazo.
– Sé en qué estáis pensando. Pero la pena máxima hace tiempo que no se aplica, hay una moratoria, como sabréis, desde 1990, cuando se hizo inevitable descartar la vieja Constitución. Ahora depende del Tribunal Constitucional. En realidad, el primer caso que se verá allí es la cuestión de su ilegalidad bajo la Constitución provisional. La pena de muerte. Confío en que el Tribunal determine que es inconstitucional. Será abolida. Estará liquidada y despachada antes de que se dicte nuestra sentencia. Ejeee… Sigue en la legislación del país sólo temporalmente.
Cómo sabéis, ha dicho el asesor legal. Pero en qué medida se habían preocupado por ello, más allá de lo que lo hacía la gente civilizada -dudando en su interior que el crimen pudiera ser desterrado sin la disuasión del castigo máximo- apoyando concienzudamente los derechos humanos y las políticas sociales progresistas que habían sido violados en el pasado del país-. Hubo tanta crueldad en nombre del Estado en el que habían vivido, tantas palizas letales, interrogatorios mortales, un moribundo llevado mil kilómetros, desnudo, en una camioneta de la policía, presos comunes que habían pasado la noche cantando antes de que llegara la mañana de la ejecución, ahorcamientos en Pretoria mientras la segunda rebanada de pan saltaba del tostador… Pero la pena que cumplían los individuos desconocidos no era comparable con el crimen estatal. Nada de aquello tenía que ver con ellos. Asesinos, violadores y maltratadores de niños; si la doctora Lindgard había tenido, en una o dos ocasiones, contacto profesional con las víctimas y había contado a su esposo el daño hecho, ni él ni ella habían tenido en su órbita, ni siquiera remotamente, ninguna posibilidad de conocer a los autores de esos crímenes. (Y, tal vez, después de todo, ¿no sería mejor eliminarlos por el bien general?)
La pena de muerte. Incluso ahora, seguía pareciendo que no tenía nada que ver con ellos, con su hijo. Habían estado preocupados obsesivamente por el motivo por el cual hizo lo que hizo; cómo él, uno de ellos, su hijo, podía haber llevado a cabo un acto de horror: habían sido incapaces de reflexionar sobre nada más, sólo de manera abstracta, confusa, habían pensado rápidamente en qué tipo de castigo podría recibir. El castigo había parecido ser la celda de la cárcel que no habían visto, no podían ver, y la sala de visitas que era el único lugar donde, para ellos, Duncan tenía existencia material. Incluso Harald, que, en su fe religiosa, se preguntaba por el acto en relación con el perdón de Dios y cometía la herejía de negar que su gracia existiera para el que actúa de esta manera: «No va conmigo.» La pena de muerte: destilada en el fondo de la botella relegada al fondo del armario.
Hamilton Motsamai se ha ido. La puerta se ha cerrado tras él, los pasos se han hecho inaudibles, el coche debe de haberse alejado a través de las puertas de seguridad del conjunto residencial de adosados. El era lo que los separaba de la pena de muerte. No sólo había llegado él del Otro Lado; todo les había llegado del Otro Lado, la desnudez ante el desastre final: la impotencia, la indefensión ante la ley. La rara sensación que Harald había tenido mientras esperaba a Claudia en la catedral secular del vestíbulo de los juzgados, la de ser uno más entre los padres de ladrones y asesinos, se confirmaba ahora. La reacción de ir a la catedral para rendir culto entre la gente de la calle, que le había parecido una manera de evitar la amabilidad de sus acomodados congéneres, en realidad había sido el sistema para ocupar su lugar entre los resignados a la desgracia. Lo cierto de todo aquello era que él y su esposa pertenecían ahora a la otra cara del privilegio. Ni su blancura, ni la observancia de las enseñanzas del Padre y el Hijo, ni la piadosa respetabilidad del liberalismo, ni el dinero, que los habían mantenido en un lugar seguro -esa otra forma de segregación-, podrían cambiar su posición social. A su manera, la nueva situación era tan definitiva como los cambios forzosos del antiguo régimen; no era posible quedarse donde habían estado, sobrevivir tal como eran. Ni siquiera el dinero; que sólo podía pagarles el mejor abogado disponible. Podía pagar a Motsamai. Las circunstancias atenuantes de Motsamai se interponían entre ellos -Duncan, Harald, Claudia- y la decisión de otro tribunal, un tribunal que tomaría una decisión que no se basaría en las circunstancias atenuantes del acto de un individuo, sino en la moralidad colectiva de una nación, que es la sustancia de una Constitución: el derecho de un individuo a la vida, aunque ese individuo haya quitado la vida a otro, y aunque el Estado tenga derecho a convertirse en asesino, quitándole la vida a su víctima, colgándola del cuello a primeras horas de la mañana en Pretoria.
Pena de muerte.
Motsamai confía en que sea abolida. «Liquidada y despachada» (dado que es polígloto, probablemente lo que él tenía en la punta de la lengua era el expresivo giro utilizado en el slang inglés-afrikaans, «finished and klaar»). Sin embargo, mientras el hombre asesinado en ese sofá está bajo tierra, bajo los cimientos del adosado y de la cárcel, y Duncan está en una celda, aparece en la legislación del país, es el derecho de la ley, el derecho del Estado: el derecho a matar.
De la misma manera que Harald y Claudia se planteaban la amplia y abstracta cuestión de la moralidad de una nación civilizada, cuando ni se imaginaban que tuviera nunca una relación concreta con ellos ni con su propia moral, esa noche aquella vaga cuestión no tenía lugar en la cegadora inmediatez: Duncan en una celda, esperando a que se dictara sentencia. Eran dos criaturas atrapadas en los faros de una catástrofe. No había nada entre Duncan y el juez que dictaba la sentencia, excepto Motsamai y su confianza en sí mismo. El abrazo de su confianza ¿no era expresión del hombre, más que del abogado? Ahora, la compasión se encontraba en el otro lado -el lado interno- de su mando condescendiente, la cáscara del ego que había tenido que bruñir para llegar hasta donde había llegado, considerado el mejor abogado disponible para aquel caso, entre otros abogados blancos.
Ninguno de los dos podía dejar de pensar en la repulsión que habían sentido, sin poder rehuirla, al ver a Duncan, ante su situación entre dos vigilantes, en la última ocasión que lo vieron en la sala de visitas, esa sala despojada de todo lo que no fuera confrontación. En la cárcel, todo era confrontación, todo: el autor del crimen se enfrentaba al carcelero, se convertía en víctima de éste y no tardaba en traicionar el amor que sus padres le habían dado; los padres traicionaban el compromiso que habían adquirido con él. El desagrado que habían sentido repentinamente en aquella ocasión; no, en las últimas ocasiones, ante él, en la sala de visitas. Era el rechazo lo que los había unido. Rechazo contra su propio niño, su hijo, su hombre -no importa lo que haya hecho-, engendrado por una antigua, primera pasión de apareamiento. Les inspiraba pesar su vergonzosa degeneración; náuseas la conspiración de rechazo que había revitalizado el matrimonio hundido por la pena. Acostados, él la rodeó con los brazos, con la espalda y las piernas de Claudia contra las suyas, sus pies tocándose como manos, en lo que a ella le gustaba llamar posición de cuchara y tenedor, y permanecieron mudos. Imposible decirlo: sentenciado a muerte. Pasaron mucho rato acostados así. Al final, ella notó que él se había quedado dormido, la mano que tenía sobre ella se movía en una aflicción sumergida, como las patas del perro cuando soñaba que escapaba corriendo. Harald ya no reza. De repente, ella se dio cuenta; y fue terrible. Lloró, con cuidado para no despertarlo, con la boca abierta en un grito ahogado, las lágrimas rodando hacia ella.
Plano.
Duncan tiene una mesa, una regla para trazar paralelas, un cartabón ajustable, un escalímetro y una plantilla de círculos en la celda de la cárcel y, mientras espera el juicio y la sentencia que llegarán dentro de un mes justo, dibuja un plano. ¿Entiende que tal vez vaya a morir? ¿Supone eso un desafío -un plano, un futuro- precisamente porque lo entiende? O se debe a que tiene alguna idea enloquecida, una fe inexpresable y desesperada en que saldrá de ese lugar y volverá a su vida. Se liberará de lo que ha contado, aunque lo ha contado: que mató a un hombre. El tiempo se rebobinará, deslizándose como una de esas cintas de vídeo que él y la chica debían de ver desde la cama por la noche: estaban en la mesa de bambú junto con los periódicos y el cuaderno, y la diversión de ese jueves terminará de manera no muy distinta de otras veces.
Un muerto, tal como ha dicho Harald, no está presente para recibir perdón; un muerto no tiene ningún plano.
Todo está cambiado. De manera que a Harald no le parece extraño que haya cambiado de carácter ese viejo edificio que domina una de las crestas que discurren hacia el norte desde la meseta donde se asienta la ciudad, con su fachada rojiza, como el rostro de los padres imperialistas que lo hicieron construir con una amplia entrada y frisos de madera en las galerías. Mientras se acerca, contempla la fachada del viejo Hospital de Infecciosos, pero no es ya un lugar de aislamiento para los que podrían contagiar la enfermedad entre la población, sino la sede del Tribunal Constitucional. Albergará la antítesis de la confusión y la desorientación propias de la mente febril: formará parte de una ampliación del territorio de la justicia ponderada que existe en otros lugares, un tribunal al que cualquier ciudadano puede llevar cualquier ley que le afecte para que se examine en relación con los derechos individuales, tal como los consolida la nueva Constitución. El Tribunal Constitucional, el Juicio Final, será el árbitro postrero de la conducta humana en la ciudad, en todo el país. Su justicia se basará en la moralidad del Estado mismo, tierra y cobijo, libertad de expresión, de movimiento, de trabajo: sin duda, en esto se basarán algunos de los recursos presentados ante el Tribunal, pero son sólo componentes del derecho definitivo al que se consagra este tribunal como ningún otro puede estarlo: el derecho a la vida. El derecho a la vida: está grabado en el documento fundacional del Estado, es el valor nacional por excelencia; allí está, en la Constitución. Es el territorio de la salud y no de la enfermedad; de la vida, y no de la muerte.
La primera petición que verá el Tribunal, la primera vez que se convoque, es la de dos hombres que esperan su ejecución en sendas celdas de Pretoria. Existen gracias a la moratoria. No saben cuándo terminará ésta, ni siquiera si terminará nunca; la pena de muerte sigue vigente en las leyes del país. Ninguno de los dos ha cometido un crimen castigado con la pena de muerte por una causa más importante que él mismo, como medio para un objetivo político; ambos son lo que se conoce como un preso común, y este preso común ha sido condenado por asesinato en conformidad con el debido proceso en un tribunal. Él no dice que no sea culpable, sino que rechaza el derecho del Estado a asesinarlo a su vez. Su alegato se basará en que la pena de muerte contraviene la Constitución. El derecho a la vida.
Harald ha leído todo esto en los periódicos. Acude, como si se tratara de una cita clandestina, al viejo Hospital de Infecciosos. Es una cita para él; sube los escalones rápidamente y en el vestíbulo no sabe a qué zona enmoquetada debe acudir. El lugar debe de haber sido renovado por completo, tiene una elegancia gubernamental y no queda el menor tufillo a desinfectante: una hilera de ascensores tras un suelo con un rompecabezas de piedra de colores, palmeras en maceta. La atmósfera se parece menos a la del acceso a la sala B17 que a la de los seminarios de negocios en los centros de conferencias de los hoteles de grandes cadenas. Hombres y mujeres, funcionarios menores, cruzan y vuelven a cruzar el vestíbulo con esa mirada que no ve que cultivan los camareros que no quieren ser llamados. Pero alguien que es miembro de consejos de administración tiene una presencia física tan palpable como si fuera un traje del que no pudiera despojarse, aunque él mismo piense que no acaba de caerle bien; una mujer joven la percibe y consiente en prestarle atención suficiente para indicarle el piso y la sala correctos.
En el destino que ha encontrado, la gente se mueve de un lado a otro con aires de importancia; no cabe duda de que ha llegado pronto. Últimamente se dedican a enviarlo de un lugar desconocido a otro: éste es un submarino bien arreglado, con un techo bajo iluminado sobre un estrado elíptico donde unas vacías butacas oficiales de alto respaldo están dispuestas a cada lado de una imponente butaca presidencial. Tras la tarima, un telón parece disimular una entrada de uso restringido. Delante de todo esto, hay unos pulidos paneles y mesas con instrumentos de grabación para los escribas y, acordonadas por una barandilla simbólica de madera (ha aprendido ya que ésos son los muebles típicos de los edificios de la ley), hay hileras de asientos para el público que ha acudido allí a oír cómo se administra la justicia final; o, como él, por otros motivos.
Los asientos están vacíos, pero le piden que se vaya del que ha escogido, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de delante, porque alguien está colocando tarjetas de «reservado» en su fila. Debe evitar las columnas que sostienen el techo; duda antes de escoger otro sitio y tiene la misma sensación que si estuviera en una especie de teatro y tuviera que poder seguir la actuación sin obstáculos. Un funcionario trae jarras de agua a la mesa curva situada delante de las butacas oficiales; un micrófono sometido a prueba gargariza y chilla; los funcionarios se dan unos a otros órdenes amistosas en una mezcla de inglés y afrikaans… el pensamiento vaga… así que este nivel del funcionariado (y el de los vigilantes que permanecen de pie a cada lado del preso en la sala de visitas) todavía es el coto cerrado de estos hombres y mujeres blancos, en otros tiempos gentes escogidas, viejos que terminan sus días resollando como conserjes, los hombres y mujeres más jóvenes de la última generación a la que, cuando salía del colegio, el Estado garantizaba un empleo, una sinecura reservada a los blancos. Se apresuran de un lado a otro, delante y detrás de Harald; todas las mujeres jóvenes parecen llevar un uniforme por un acuerdo tácito, una especie de conjunto con algunas variaciones según la fantasía y el deseo de realzar el atractivo sexual de cada una. En blanco y negro, como las figuras de la sala de un tribunal en las reproducciones de las litografías de Daumier que él y Claudia encontraron en los puestos de libros callejeros de París; deberían dárselas a Hamilton, era justo lo que faltaba en los iconos de prestigio legal de aquella sala, con su brillante extensión -el escritorio- y el armarito resucitador del que saca el coñac que ofrece con amabilidad, en el momento adecuado, a un hombre que se ahoga en lo que acaba de revelarle. Harald recuerda su situación en aquel momento mientras mira el reloj. Y la gente está empezando a llegar y a ocupar asientos a su alrededor.
No conoce a nadie, aunque reconoce una o dos expresiones vistas en las fotografías de los periódicos o los debates de la televisión: se trata de un público que acude movido por sus principios, gente que pertenece a organizaciones defensoras de los derechos humanos o está comprometida políticamente en posturas a favor o en contra de temas como el que se va a abordar. Él y su esposa nunca han formado parte de los que convierten sus opiniones privadas en una expresión pública, en lo que él supone que es la transformación de opiniones en convicciones: ahora está allí, entre esos hombres y mujeres. A su derecha, surge repentinamente un aroma a linos, una mujer perfumada se acomoda con una mirada cortés a modo de saludo dirigida a un vecino que, sin duda, será un aliado de un tipo u otro: si no, ¿por qué otro motivo podría estar presente? La mujer tiene el cabello largo y rojizo, y es consciente de su abundancia, porque repite varias veces el gesto gracioso de levantárselo de la nuca mientras busca algo en una carpeta que tiene sobre las rodillas. Al otro lado, un hombre negro permanece sentado durante unos minutos, dirige la vista alternativamente hacia abajo, en dirección a sus brazos cruzados, y levanta la cabeza para mirar a izquierda y derecha, y, cuando se levanta, un anciano blanco ocupa su asiento y se desparrama en él con su obesidad y sus voluminosas ropas. Harald, ajeno al medio en donde semejante código de vestimenta es significativo, no puede saber si es pobre o si los tejanos grandes y desteñidos en las rodillas y en las zonas que sobresalen, la camisa a cuadros de obrero y el chaleco de piel ajada son su expresión de indiferencia por las cosas materiales. Sin embargo, se aparta un poco para no molestar al hombre. Así es como pasan los minutos; no pensar, no pensar por qué motivo, él, Harald, está allí. Se da cuenta de lo extraordinario de su presencia entre aquella gente por un motivo que ellos ignoran.
Está solo como nunca lo ha estado en su vida.
Y ahora empiezan a desfilar en dirección a las butacas oficiales situadas tras la brillante palestra, sonriendo y charlando en voz baja unos con otros mientras buscan el lugar que les corresponde: ahí están los hombres y mujeres que van a ser los jueces. No todos ellos son jueces en los tribunales ordinarios, pero todos ellos reciben ese título en este tribunal. Es imposible -debido al pasado y, todavía más, debido a los cambios del presente- no fijarse de entrada en el color de su piel. Una mujer negra con los pómulos altos y la boca firme de los de su raza que han conseguido triunfar pese a tenerlo todo en contra, un hombre negro con la pesada cabeza sobre anchos hombros de dignidad tradicional transformada en académica (sólo él -Hamilton- ha dejado de parecer en su retina interior, la de la mente, como negro; la dependencia de él ha hecho que su personalidad se imponga sobre su color). Hay una mujer blanca y enérgica, con un familiar apellido irlandés, que podría ser una de las ejecutivas feministas que empiezan a aparecer en la dirección de las empresas; un indio pálido con los ojos semientornados y la curva sardónica en los labios que se asocian con una mente crítica. Un anciano juez blanco emana distinción, un rostro paciente que ha oído todo lo que puede decir la gente que pasa por un momento difícil; otro de aire aniñado con las cejas levantadas en gesto de interrogación mientras coloca su micrófono y la jarra, aunque debe de ser de mediana edad, contemporáneo de Harald (pero Harald ahora no tiene contemporáneos). Otros toman asiento sin captar su atención, excepto uno, un hombre moreno (¿italiano o judío?) con una sonrisa entre cicatrices y unos ojos peculiares, uno oscuro y brillante, otro nublado y ciego, del que emana con descaro una vitalidad radiante, ya que gesticula con un muñón en el lugar de un brazo. Todos llevan togas verdes con fajines negros y cintas rojas y negras en las mangas, una especie de traje de judo con una pechera blanca con volantes que debió de estar diseñada para distinguir a este tribunal de cualquier otro. Por fin aparece el juez presidente por la división entre las cortinas y sólo él es una conexión con la vida pasada, alguien a quien Harald ha conocido -o, mejor dicho, le han presentado- entre la ecléctica lista de invitados de la recepción de un consulado extranjero. Es un hombre con uno de esos rostros que escasean -es fácil olvidar que existen- que no presentan ninguna proyección del ego para imponérsela a los demás, al mundo. Parece atractivo, aunque quizá no lo sea; es la calma sin solemnidad lo que da a sus rasgos la armonía que produce este efecto. Mira hacia el público, reconociendo que es uno de ellos. No sonríe, pero sus ojos, tras los cristales, tienen una expresión sonriente; más aún, compasiva; pero tal vez sea el distanciamiento de las gruesas gafas lo que le sugiere a Harald que ahí está ese sentimiento, y lo conmueve.
En cierto modo, es una vista extrañamente abstracta. Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu -ésos son los nombres de los asesinos- no están presentes. Están en las celdas de los condenados a muerte. Los abogados que los representan han hecho una solicitud junto con asociaciones llamadas Abogados por los Derechos Humanos, la Asociación para la Abolición de la Pena de Muerte, e incluso con el Gobierno mismo; un Gobierno que desafía las leyes del país, paradoja que se produce como consecuencia de los vestigios de la legislación del antiguo régimen. Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu ¿quiénes son? Eso no importa a este tribunal, quiénes son, qué hicieron, asesinos de cuatro seres humanos; son un caso de prueba para el principio moral más importante de la existencia humana.
Aquel antiguo mandato. No matarás.
En la concentración situada bajo el cercano techo, sólo hay un individuo presente para el cual estas medidas no se encuentran en el elevado plano de la justicia abstracta. Sin embargo, la elocuencia de los argumentos algunas veces arrastra a Harald al plano elevado, en una atmósfera de vivo debate, en la que los abogados de los abolicionistas basan su punto de vista en los fragmentos que citan de la declaración de derechos de la Constitución (en el aura de lirios, la joven de su derecha garrapatea lo que él lee de reojo: «Artículo 9 garantiza el derecho a la vida Artículo 10 protección de la dignidad humana Artículo 11 proscribe el trato o castigo cruel inhumano o degradante.» La espalda del abogado abolicionista, que es todo lo que puede verse de él desde la quinta fila mientras se dirige a los jueces, oscila convencida mientras da su interpretación del artículo 9: el primer principio es el derecho a no ser matado por el Estado. El abogado partidario de mantenerla interpreta el mismo artículo como la obligación del Estado de proteger la vida conservando la pena de muerte como medida eficaz contra el crimen violento que arrebata la vida. Apela a la emoción citando una carta de un miembro del público: «la única manera de limpiar nuestra tierra es con la pena capital». Los jueces interrumpen, hacen preguntas hábiles y exponen sus puntos de vista; el punto de vista a favor de la conservación de la pena de muerte parece llegar a un punto sin respuesta en el momento en que el juez que perdió un brazo y un ojo cuando un agente del régimen anterior intentó matarlo no respalda la ley del brazo por brazo, ojo por ojo; no expresa ningún deseo de ver al hombre colgado. Sólo el juez que preside se contiene, reflexivamente, presta total atención a todo lo que se dice y retoma la discusión cuando ésta adquiere un cariz demasiado discursivo. Existe cierta cláusula en el artículo 33 que permite la limitación de los derechos constitucionales, con lo que pone en cuestión el Juicio Final (ella garrapatea otra vez: «sólo en la medida en que sea razonable y en una sociedad democrática y abierta basada en la libertad y la igualdad». El abogado partidario de la abolición se abre camino por el discurso sobre las cláusulas discrecionales y argumenta que, aunque existiera una postura «mayoritaria» en favor de mantener la pena de muerte, eso no significaría necesariamente que fuera la postura correcta: recuerda al tribunal con acritud que la cuestión que debe debatir es si la pena de muerte es constitucional y no si está justificada por la demanda popular.
El tribunal se ha levantado para el descanso de mediodía. En cuanto el juez presidente se ha deslizado entre las cortinas, el ambiente se vuelve informal. Los grupos se reúnen y bloquean el paso entre las hileras de los asientos del público. Uno de los jueces vuelve del lugar en donde estén descansando para coger algún documento que le trae un mensajero, sonríe y levanta la mano en dirección a unos amigos, pero cuando éstos avanzan hacia él, mueve la cabeza y desaparece: no es adecuado que los jueces discutan el caso con nadie. El perfume a lirios se desplaza por la hilera con una apresurada disculpa, declarando ya por encima de Harald, en dirección a alguien que espera: ¡Pero qué gente sedienta de sangre…! La gente pregunta si hay algún lugar en el edificio donde se pueda tomar una taza de café, una mujer guapa de cabeza imperiosa, con mechones blancos, abre una bolsa y saca un tentempié de agua mineral y fruta para sus compañeros, y se muestra divertidamente grosera con el funcionario que le dice que está prohibido comer o beber en la sala. Todo esto se arremolina alrededor de Harald y se esfuma.
Han ido en busca del lugar donde satisfacer sus necesidades -aseos, comida, bebida-, como en cualquier otra interrupción. Sentado, solo entre las hileras vacías, ya no pasa inadvertido; es el centro de atención del brillante escenario, el vacío semicírculo de butacas oficiales se identifica ahora con las características de los hombres y mujeres a los que han sido asignadas. Se levanta, baja por las escaleras en lugar de coger el ascensor, sale a la irrealidad de la luz del sol y al contrapunto de voces de los hombres negros que trabajan en un agujero donde alguna instalación, de agua o electricidad, queda expuesta para ser reparada. Sol y mano de obra, eso es, han sido el clima de la ciudad, lo humano y temporal considerado eterno junto con lo eterno. Estarán siempre allí cavando y cantando. Durante unos pocos minutos, desconcertado por el sol, es fácil tener la ilusión de que no ha cambiado nada. Esos nombres, Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, dos criminales negros, están en las celdas; el joven arquitecto está en las oficinas de su empresa en algún lugar de la ciudad viva, dibujando planos.
La pena de muerte es un tema adecuado para discutir a la hora de cenar; para los demás, los que irán regresando a la sala cuando Harald lo haga. Su preocupación sobre si quieren que el Estado mate o quieren desterrar al Estado como asesino es objetiva, ambos lados la asumen como una responsabilidad y un deber hacia la sociedad. No es nada personal. La pena de muerte es un tema de debate; se decidirá en ese tribunal y otra constitución, en el futuro, decidirá lo contrario, bajo otro gobierno, Dios sabe, sólo Dios sabe cómo el hombre ha manipulado e interpretado, reinterpretado, su Palabra: no matarás. Los hombres y mujeres que regresan al edificio desde las cafeterías que han encontrado en las calles se preocupan por el tema, al que otorgan un valor desapasionado; él lo sabe, y también lo sabe el Dios ante el cual ha sido responsable durante toda su vida. Como en la de él, como en la de Claudia y él, es impensable que este tema entre nunca en la vida de estos hombres y mujeres, ¿quién hay, entre ellos, entre los suyos, tan incivilizado como para matar como solución ante la rabia, el dolor, los celos, la desesperación? Los partidarios de la pena de muerte temen morir en manos de otros; los partidarios de la abolición abominan del derecho a repetir el crimen asesinando al asesino; ninguno de ellos concibe que él mismo pudiera cometer un crimen.
Las únicas personas con las que podría tener una causa común serían los padres de estos Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, fueran quienes fueran; para ellos, el tema de esa erudita controversia no era un tema de debate, sino algo que convivía con ellos y entró a la fuerza de la mano de unos hijos que mataron a cuatro personas, y del hijo que metió una bala en la cabeza de un hombre en un sofá. No era probable que esos padres estuvieran entre la multitud de la sala, casi seguro que eran pobres y analfabetos, temían exponerse a la autoridad en un proceso incomprensible en otros términos que no fueran si su hijo sería colgado o no al alba en Pretoria.
Esperó un rato a que todo el mundo hubiera entrado de nuevo en el edificio. El destello de la luz del sol en el metal de los coches indicaba una actividad incesante en la ciudad, su coro se amortiguaba, convertido en los murmullos de lo que quedaba siempre a medio decir; llegaba a Harald en oleadas de impulsos. La muerte es el castigo de la vida. Cincuenta. El tiene cincuenta años; es fácil recordar el número, pero en ese momento, en ese lugar, siente lo que significa su edad. En veinte años habrá recorrido toda su vida. Lo acepta, en obediencia a su fe, aunque muchos consiguen una ampliación con fármacos e implantes, el terreno de Claudia. Mucho tiempo por delante, para él. Cincuenta, pero todavía se despierta con una erección todas las mañanas, vivo. Cincuenta. Que el castigo pueda cumplirse a los veintisiete: eso es lo que queda claro, argumento por argumento, bajo la apariencia de un tema de conversación. Regresa a la sala para oír lo que nadie más oye.
Al final del segundo día de la vista, el juicio se pospuso. Con una cuchilla, Harald recortó las crónicas de los periódicos sobre el proceso y las añadió a su propia versión para dárselo todo a Claudia. No era necesario que confesara su cita; desde que Hamilton admitiera con cuidadosa brusquedad lo que todavía formaba parte de la legislación del país, ambos aceptaron que tenían sus propios medios de enfrentarse a su preocupación; la conspiración enterró su vergüenza, transformada en otro fin: cómo hacerlo todo, cualquier cosa, emplear cualquier medio para que Duncan eludiera cualquier posibilidad de que se cumpliera lo que todavía estaba en la ley. Informarse. Un periódico publicó una selección de reportajes sobre las actividades de los jueces y los puntos de vista que éstos habían expresado en el pasado, deduciendo que habían llegado al Tribunal Constitucional decididos previamente en favor de la abolición; el veredicto era una conclusión decidida de antemano. Una especulación basada en el historial personal y en el rumor, que, sin duda, también sería la fuente de la apuesta de Hamilton, disfrazada de seguridad. Pero Harald había oído el apasionado testimonio citando la petición de la restauración de la pena de muerte cuyo número de firmantes seguía creciendo, incluso mientras el tribunal estaba reunido; leía todos los días sobre robos, violaciones, asaltos -asesinatos- que añadirían cada vez más nombres a tales peticiones: la cárcel no disuade, las cadenas perpetuas siempre son conmutadas, la «buena conducta» en la cárcel libera a criminales para que maten de nuevo: la única protección, la única justicia es cambiar una vida por otra. Se lo contó todo a Claudia. Se callaron. De repente:
¿Adonde va ahora la gente con enfermedades infecciosas?
Muy despacio, ella le dirigió una sonrisa. La mayoría de aquellas epidemias ya no existe. Así que ya no quedan hospitales para enfermedades infecciosas. Todo el mundo se vacuna de pequeño. Lo que ahora nos tiene que inquietar desde un punto de vista médico se transmite por contacto íntimo, como ya sabes; no sería correcto aislar de contactos normales a los portadores, impedirles que se movieran entre nosotros. Ésa es otra de las cosas que la gente teme.
Hay un laberinto de violencia que no va contra la ciudad, sino que es una forma de comunicación dentro de la ciudad misma. Ya no son inconscientes de ello, tras sus puertas de segundad. La violencia los reclama. Supone un terrible desafío tener que admitir que, por desesperadamente que luchen para rechazarlo, Duncan está contenido en este laberinto, junto con los hombres que robaron y acuchillaron a un hombre y lanzaron su cuerpo desde la ventana de un sexto piso: la noticia del día; mañana, como ayer, habrá otro, uno que ha estrangulado a su mujer o ha prendido fuego a una familia que dormía en una cabaña. Violencia; se podría hacer una lectura de la variación de su densidad si existiera un aparato capaz de registrarla diariamente, como los que miden la contaminación del aire. El contexto dentro del cual su propio contexto, el de Duncan, Harald y Claudia, encaja, es natural. Se encuentra en el aire viciado de un cuarto de estar a las tres de la mañana, con el olor a lana seca de una alfombra, el tufillo a poso de café y el crujido de la madera sometida a los cambios de la presión atmosférica. La diferencia entre Harald y Claudia, tal como eran antes, cuando miraban la puesta de sol, y tal como son ahora, reside en que se encuentran dentro del laberinto debido a un contacto íntimo con un portador de naturaleza distinta a la de los mencionados por Claudia. Harald, una vez más, encuentra su texto. Está allí, una noche que se ha levantado de la cama sin hacer ruido para no molestarla, ha cogido un libro que ha leído ya aunque no recuerda. «… La transición desde cualquier sistema de valores a uno nuevo debe pasar necesariamente a través de un punto cero de disolución atómica, debe abrirse paso a través de una generación desprovista de toda conexión con el sistema viejo o el nuevo, una generación cuyo mismo distanciamiento, cuya indiferencia casi insensata hacia el sufrimiento de los demás, cuyo estado de carencia de valores demuestre una justificación ética y, por lo tanto, histórica, del rechazo inflexible, en momentos revolucionarios, de todo lo que es humano… Y tal vez deba ser así, puesto que sólo semejante generación puede soportar la vista de lo Absoluto y del brillo naciente de la libertad, la luz que se ilumina sobre la más profunda oscuridad, y sólo sobre la más profunda oscuridad…»
Sin rechazar todo lo que es humano, en tiempos que acaban de convertirse en pasado, un ser humano no podría haber soportado la inhumanidad del asalto del antiguo régimen sobre el cuerpo y el alma, sus palizas e interrogatorios, mutilaciones y asesinatos, o su propia necesidad de colocar bombas en las ciudades y matar en emboscadas guerrilleras. ¿Es eso lo que este texto está diciéndole a Harald? ¿Qué pasa, después, con ese rechazo de todo lo humano que se ha aprendido con tanto dolor, con una desesperación tan lacerante y apasionada, con un cultivo deliberado de la insensibilidad cruel, la duda entre soportar los golpes infligidos o infligirlos a los demás? ¿Eso es lo que perdura más allá de su tiempo, vagando a tientas? No sólo los incendios en las cabañas y los asesinatos de los rivales políticos atávicos en una parte del país, sino también los asaltantes que arrebatan la vida al mismo tiempo que las llaves del vehículo, los taxistas que matan a sus rivales para controlar las tarifas, y lo que autoriza a un joven a coger un arma que está a mano y disparar a la cabeza de un amante (amante de una amante, en nombre de Dios, qué cosas); un joven que ni siquiera estaba sujeto a las necesidades de esa revolución, ni sufría los golpes infligidos sobre él, ni tampoco infligía sufrimiento a los demás, al igual que, con la connivencia de sus padres, nunca fue empujado al conflicto más allá de los campos de entrenamiento donde el blanco era un muñeco. La violencia profana la libertad, eso es lo que dice el texto. Eso es lo que el país está haciéndose a sí mismo; Harald se reconoce como parte de eso, no como afirmación de que lo que ha hecho su hijo blanco puede excusarse dentro de un fenómeno colectivo, una aberración contagiada por aquellos en los que eso mutó como resultado del sufrimiento, sino porque la violencia es el infierno común a todos los que están asociados a ella.
Conseguir que le den la bola.
Esta expresión tan vulgar procedente de la fraternidad criminal era la adecuada para la determinación con que estaban comprometidos: sí, como fuera, con las artimañas necesarias. Desde que Harald leía en voz alta a Claudia las noticias sobre juicios que nunca habían mirado, ya que no habían tenido nunca interés por experimentar sensaciones ajenas, eran conscientes de cómo los intersticios de la ley, las interpretaciones abstrusas del texto de la ley salvaban acusados que en todos los demás aspectos eran indudablemente culpables. Les daban la bola.
Mientras que antes Claudia acudía con desgana a las citas en el bufete del abogado, ahora ella y Harald acosaban a Hamilton Motsamai para que les dedicara un poco de tiempo. Lo que querían de él era astucia, un tipo especial de habilidad que un lego no podía tener y que la gente con prejuicios generalizadores que ambos acostumbraban a encontrar desagradables atribuía a los abogados que pertenecían a determinadas razas: judíos o indios, para ser exactos. ¿Un abogado negro podía tener los mismos recursos secretos? ¿Era una agudeza que se adquiría mediante la formación y la práctica legal? ¿O era algo que formaba parte de un estereotipo racial que tuvo su origen en la necesidad de estas razas concretas de encontrar medios para derrotar las leyes que los discriminaban? En ese caso, ¿por qué motivo no habría desarrollado Hamilton el instinto natural de una astucia y una habilidad salvadoras?, ¿quién mejor que él? ¿Por qué iba a suponerse que había renunciado a ello para siempre por la elevada rectitud profesional de un miembro ario de la abogacía que no había vivido nunca en el Otro Lado? ¿Estaba allí en su bufete, astutamente, bajo la mirada de las fotografías enmarcadas de su presencia entre los distinguidos colegas de Gray's Inn de Londres? Harald pensaba que sí; la manera en que había tratado a la chica, el modo en que había husmeado en sus motivaciones en la relación con su hijo le parecía una señal. Pero Claudia, en conflicto con la confianza que había entregado a aquel hombre, se preguntaba si uno de los otros, de aquellos de los que hablaban algunas personas con una admiración que era también menosprecio, no sería el abogado adecuado para utilizar cualquier medio, cualquiera, para defender a su hijo. Un judío, un indio. Aunque no lo decía, su marido lo entendía; muchas actitudes estereotipadas que rechazaban con facilidad en su vieja vida segura aparecían ahora que habían roto con los otros valores de esa época. Cuando se ha producido un asesinato, ¿qué otra cosa importa? Sólo lo que puede evitar otro. La ética de zona residencial de un médico o un ejecutivo es trivial.
Hamilton respondía con brío a la nueva actitud que percibía en ellos. Como si hubiera estado trabajándola desde el principio, ejeee… ejeee…, la honrada y decente pareja blanca procedente de un mundo ideal. No veía, o fingía no ver, que creían estar pidiéndole disimuladamente que hiciera algo, cualquier cosa poco ética (desde el punto de vista de ellos) para defender a su hijo. La ignorancia de la gente educada, tanto blanca como negra, sobre las convenciones de la ley no dejaba de sorprenderlo; probablemente, ella diría lo mismo sobre la gente y la práctica de la medicina. Todavía no entendían el ámbito que podía abarcar un destacado abogado en cuestión de tácticas de defensa. ¿De qué otro modo se podía representar a un asesino confeso?
– ¿No podrías utilizar a… cómo se llama… Julian, el que habló con nosotros, al que Duncan llamó en cuanto pudo aquella tarde? Tengo la sensación de que no le gusta la chica, ha estado presente en algunas escenas suyas que le han desagradado, cuando ella se comportaba, no sé, como una loca, provocando a Duncan de la manera que has dicho que sería importante.
– Sí, en eso baso mi argumentación. -Anima a Claudia.
– Puedes sacarle algo. Aunque me parece que es un poco reacio a hablar porque tiene una idea especial sobre el carácter confidencial de la amistad y todo eso. Lealtad a lo que sucedía en esa casa, quizá tiene miedo de que los demás se lo reprochen…
– ¡Oh!, tienes razón. He estado trabajando con él. Es un individuo retraído. Pero la cuestión está en lo que has dicho sobre la casa, sobre los que la frecuentaban o vivían allí; es cierto, le gusta llevarse bien con ellos, aunque está más ligado a Duncan, es Duncan quien le importa. Pero dudo que valga la pena citarlo como testigo.
Harald sigue pensando en el otro, Khulu.
– ¿No causa mejor impresión? Si yo fuera juez, le daría más importancia a lo que estuviera dispuesto a decir. Y es miembro de aquella casa, no es uno que trabaja con Duncan, un colega de fuera, un amigo que no estaba siempre por ahí para observar lo que pasaba, como Khulu.
– Y Khulu es homosexual. Ejeee… Conoce ese tipo de moral o como quieras llamarlo, lo que se hace y lo que no se hace, cómo viven su vida y arreglan las cosas entre ellos.
Quiero decir
Podría ser
Eso no
E]eee…
Quiero decir
Un momento
Pero si
Dejadme explicar
Se animan, es una consulta y, al mismo tiempo, un debate. Afortunadamente para estos clientes que pasan por un momento difícil, Duncan se ha convertido en un tema de discusión, ausente, presente entre ellos en la celda de su cárcel, como acostumbra suceder cuando sus padres están en el bufete.
El ayudante de fontanero y jardinero: ¿vale la pena citarlo?
¿Para qué? Puede llamarlo la acusación…
De repente, Motsamai resulta muy atractivo cuando ríe, algún personaje que guarda para otras ocasiones se escapa del protocolo, tal vez procedente de su casa, distinguido por el modo en que se recorta la breve barba, en un círculo propio de la antigua aristocracia, o tal vez resida en su dominio del otro, en la cordialidad fraternal entre colegas.
No utilizan la expresión coloquial: que le den la bola. Pero lo entienden todos, dentro de sus límites. Lo que le piden sus clientes es otra cosa; ellos y su abogado saben que no pueden hacer que Duncan salga libre; libre de lo que dice que ha hecho, libre de lo que lo contiene, tal como estuvo una vez contenido en el útero de su madre, oculto. Debe ser castigado, sea por la voluntad del Dios de su padre o por las leyes humanas de acuerdo con las que vive su madre. El término puede servir sólo como medio, y cualquier medio es válido para hacer que escape de lo que todavía está en la legislación del país. Su vida a cambio de una vida.
– Y voy a necesitar que me digáis más cosas. Ya lo sabéis. Ejeee… mucho más. En este sentido -un gesto amplio de la mano alzada en el aire-, todavía no hemos hablado bastante. Ni con mucho. Cómo era, de muchacho. De verdad. Cualquier problema que vierais entonces. Cualquier cosa que pudiera afectar más tarde a sus reacciones, conflictos y demás. Algunas de las cosas que habéis olvidado, que dabais por concluidas y liquidadas.
Era como si el acuerdo al que habían llegado en aquella habitación hubiera subido las persianas con ruido y una claridad sin sombras cayera sobre ellos.
Nunca hubo problemas.
Era un niño feliz.
Pero eso no se dijo.