¿Por qué Duncan no aparece en la historia? Es un vórtice en torno al cual, despedidos, a su alrededor, se encuentran todos los demás: Harald, Claudia, Motsamai, Khulu, la chica y el hombre muerto.
Su acto lo ha convertido en un vacío; un vacío es la antítesis de la vida. Si ellos no pueden entender cómo llegó a hacer lo que hizo, él tampoco puede. Excepto la chica; ella podría, ella lo haría. Ella estaba dispuesta a matar; a matarse. Eso es lo más cerca que uno puede estar de ese acto hecho a otro. El acto mismo, no su significado. El no recuerda el acto mismo; el abogado le cree o quiere creerle, necesita creerle, pero el fiscal, el juez y los asesores del tribunal no le creerán, ninguno de ellos. En las palabras de la pregunta del abogado, él no «premeditó» lo que hizo. Fue hecho tan deprisa, como un clímax que, en cuanto te das cuenta, ya ha pasado, la insoportable emoción es inaprensible, desaparece de inmediato. Puede recordar que vio el arma, pero eso fue la noche anterior, algún idiota hablaba de comprar una y había pedido que le enseñaran a usarla. El arma doméstica. Estaba siempre por ahí, carecía de sentido tenerla para protegerse si, llegado el momento, nadie podía recordar dónde estaba escondida. La ve en la mesa, olvidada entre las botellas y los vasos, la noche antes. Y cuando ellos -Jespersen, Natalie, los dos- lavaron los platos, recogieron, hicieron el amor en el sofá, la dejaron allí. Llegó el momento. La dejaron allí para que la encontrara él.
Cuando repasa cómo los encontró, no ve el arma. Está claro en cada detalle cómo los encontró. Los dos están vestidos (así es como a ella le gusta), sólo se ofrecen entre sí sus genitales, su falda está fruncida, apartada, y el trasero de él está todavía medio cubierto por los pantalones, mientras él está dentro de ella. Se incitan con sonidos que, no puede evitar oírlos, le resultan familiares en ambos y, en el mismo momento en que se dan cuenta de que alguien los ha encontrado, se apodera de ellos aquello que no puede detenerse, sucede delante de él, le parece que así es siempre, si uno pudiera verse, una contorsión, un ataque epiléptico. Huyó de allí. Le pareció oírla reír y llorar. Se sentó en la oscuridad de la casita, esperando que ella entrara a tientas y dijera: ¡eso es todo! Pero, en esa ocasión, no era todo.
Cuántas noches, en las horas terribles que pasaban tras los buenos momentos, en medio de la noche, ella lo vigilaba mientras sacudía la cabeza de cabello ondeante, como una Furia (sí, claro, ponme sobre una columna o algo de tu arquitectura clásica griega y posposmoderna), riendo y llorando -para ella es lo mismo-, inclinándose sobre él como si fuera sordo: «¡Maricón!¡Por qué no vuelves con uno de tus chicos! Vamos, vete a la casa si no te sirvo, quieres cambiar mi manera de ser, señor Todopoderoso.» Ella, a quien todo le estaba permitido, no dudaba en insultarlo por lo que, en el fondo, no le parecía importante. Confiando en la libertad de experiencia, de emociones, que ella profesaba y practicaba, él hizo algo que nunca debiera haber hecho: contarle su incidente; no, para ser sincero, fue más que eso: el tiempo que pasó con Jespersen. Le dio un arma para que la blandiera sobre su cabeza, la apoyara contra su garganta y, cuando ella vio en él la reacción que quería ver, le quitó toda importancia, como si fuera todo una broma.
El terrible torrente de sus diatribas volvía para torturarlo en la celda donde ella lo había acorralado. Nunca había conocido a nadie que se expresara tan bien como ella, era una especie de maldición. Tiraste de mí me hiciste vomitar la muerte de los pulmones me hiciste revivir después del manicomio de médicos psicópatas planeas planeaste salvarme en la postura del misionero no sólo sobre mi espalda casasteis a vuestros hijos con buen gusto porque yo di el mío como la perra que se come al cachorro que ha parido desarrollas «carreras» que inventas para mí porque eso es lo que la mujer que has salvado debe tener me quitaste la muerte por eso porque tú decidiste que viviría dijiste que debía dejar de castigarme pero te diré que si me he quedado contigo es porque yo he escogido el peor castigo que puedo encontrar para mí misma me deleito en ello no sé si lo sabes
No termina allí. Fluye de todas las noches en que hablaron hasta las tres de la mañana, mientras se drogaban con lo que ella decía, apenas necesitaban nada más. Y mientras ella se enfurecía y lo destrozaba, él oía de nuevo lo que le había dicho él, en lugar de darle una bofetada en la boca, un gesto de violencia contra otro: debería haberte dejado morir. Me gustaría haberte dejado morir. En la intensa pena de los versos que ella le había escrito en uno de sus poemas, «Soy la llama de una vela que oscila en corrientes de aire que no puedes ver. Tienes que ser tú quien me aquiete para arder». Se daba cuenta de que no lo había hecho; no era él el indicado.
Debería haberte dejado morir.
¿Significa eso que quisiera matarla? Mirar hacia atrás a su Eurídice que había traído de las Sombras, para que ella no pueda seguirlo por más tiempo. Librarse de ella y quererla tanto; escogiéndola con tan poca fortuna como ella dijo que lo había escogido a él.
Eso habría sido premeditado. Cuántas veces se había sujetado la mano que iba a golpearla en la boca. Ella tenía razón cuando se burlaba de su formación burguesa; qué es eso, sino docilidad, decía riéndose. Tus padres son un par de mojigatos convencidos de su superioridad moral. Tu padre te llevaba a la iglesia, es cristiano practicante, pero los verdaderos cristianos son rebeldes que han ido a la cárcel por lo que consideran injusto, en lugar de dedicarse a llevar sus insignificantes pecadillos al sacerdote que se esconde detrás de la cortina, pretendiendo sustituir al Dios del cielo. Tu mamá es una buena liberal, lo que significa que lamentaba, claro que sí, lo que sucedía en este país en los viejos tiempos y dejaba que fueran otros quienes se arriesgaran a cambiarlo.
Y tú (le había dicho él) te crees anarquista, y la anarquía no tiene forma: tú eres el caos y por ese caos he dejado mi mesa de dibujo.
Todo el día en la casita, esperando a que volviera, y ella no volvió. Otras veces que había tenido algún lío, había desaparecido varios días por ahí y había reaparecido con el pequeño bolso de viaje en donde había lo suficiente para pasar un fin de semana con un amante, no se había disculpado (ella era un ser libre) pero estaba tranquila, obviamente contenta de verlo. En una ocasión, incluso le trajo un recuerdo que había encontrado, un fragmento de fósil. Era capaz de salirse con la suya con gestos semejantes. Durante la noche siguiente, estuvieron hablando. El la deseaba intensamente, pero no quería estar tan pronto donde había estado otro hombre. Después de un día o dos, hicieron de nuevo el amor y para ella fue como si no hubiera pasado nada. Eso era todo.
Al final, a última hora de la tarde, él se levantó de la cama que compartían y en la que había permanecido echado durante todo el día y se dirigió a la casa. Pero, primero, ejecutó una serie de extraños movimientos cotidianos, abrió una lata de comida para perro, la puso en un cuenco junto a la puerta mientras el perro hacía cabriolas y saltaba al verlo, la simple alegría del apetito, de la existencia. Se dirigió a la casa. No quería hablar con nadie, pero se oía a sí mismo en un monólogo silencioso y, en esa ocasión, las palabras no tenían lugar en medio de la noche ni tampoco con ella. No sabía qué decía, qué iba a decir. Sentía la ofensa en la garganta, atascada. Si algún propósito tenía era el de saber qué diría quien escuchara su silencio. Fue Jespersen. Jespersen estaba echado en el mismo sofá.
De manera que se encontró con él.
El hombre levantó la cabeza y sonrió, abriendo los ojos mientras alzaba las cejas y apuntaba hacia abajo con la comisura de los labios, una manera familiar y atractiva de representar la culpabilidad, tal como lo haría un mimo consumado. Lo que dijo fue: Oh, vaya. Lo siento, bra. Esta forma de dirigirse a él, tomada de los visitantes negros que pasaban por la casa comunal le sirvió para afirmar que, entre ellos, había una hermandad capaz de absorber cualquier transgresión.
Eran los mismos gestos, las mismas palabras con las que le había anunciado el final de los meses que habían vivido como amantes.
El desconcierto estalló; él no había tenido en la cabeza nada más que a ella, ella lo llenaba hasta el lugar de donde brotaban sus palabras, era ella el objeto de sus acusaciones, el cadáver de sus emociones. Con esas palabras, ese gesto del rostro, volvió el aturdimiento del golpe primero, sintió de nuevo -viéndolo ahí tendido, relajado, con una de esas batas japonesas de algodón que él recordaba, flexionando los dedos de un pie musculoso calzado con sus sandalias favoritas- el rasgado dolor de aquel rechazo en el que, durante mucho tiempo, había pensado como si se tratara de una fase olvidada en la evolución que la vida implica, como las pasiones y frustraciones de la adolescencia se van reduciendo hasta adquirir proporciones menores. Era Jespersen quien se había perdido; perdido en el cuerpo de la chica. Jespersen era también el cadáver de la vida. Aquel hombre lo había destruido todo, todo, el significado de él mismo y el significado de la chica, en las contorsiones, el espantoso ataque epiléptico de su apareamiento.
Hablaba. Jespersen, con su inglés con sonsonete noruego, argüía razones obvias. No somos niños. No nos pertenecemos unos a otros. Queremos vivir en libertad, ¿verdad? No deberíamos reprimir los impulsos que unen a la gente, ya impliquen sexo, ya dar un largo paseo, qué más da, ¿eh? El paseo ha terminado, el sexo ha terminado, lo hemos pasado bien, eso es todo. Sólo es de lamentar que fuéramos demasiado impulsivos. Vamos, que es una chica que por lo general se lo monta de manera un poco más discreta, ¿no? Todos lo sabemos… tú lo sabes, bra. Las otras veces no ha cambiado nada entre vosotros. ¿Sabes?, no deberías ir siguiendo a la gente por ahí, nunca, eso es un error, eso es para la gente que convierte sus sentimientos en una cárcel y encierra a alguien dentro. Si las cosas no hubieran sido como tú hiciste que fueran -es una gran chica, la tuya-, ella nunca habría vuelto a pensar en ello y yo tampoco, yo no tengo nada que decir, sólo forma parte de una buena noche, las bebidas y las risas mientras recogíamos. ¿Por qué no te sirves algo para beber?
Hablaba.
Mientras él hablaba, Duncan oía otro balbuceo en su interior, como si el botón sintonizador de un transistor corriera de una frecuencia a otra, fragmentos y ráfagas atronadoras del pasado, de la noche, otras noches, desesperación, odio hacia sí mismo, una ternura indescriptible, vivo disgusto, rabia insoportable, incontrolable. Las comunicaciones con el cerebro se habían interrumpido. No podía saber qué pensó, qué sintió bajo aquella manera de hablar, hablar, hablar. Fue el enorme apocalipsis de todo lo que habían hablado durante todas las noches hasta las tres de la mañana. Era eso con lo que tenía que haber terminado cuando cogió el arma doméstica que habían dejado en lo que ahora ocupaba su visión periférica y disparó a su amante, el de ella y el de él, en la cabeza.
Eso era todo.
Claro que nunca haría nada semejante. Por ese motivo no hay nada que explicar a esa pobre pareja cuando viene a sentarse con él en la sala de visitas. El no sabía lo que había, hay, dentro de sí mismo, y ellos, desde luego, tampoco podían saberlo. El hábil abogado debe inventar alguna explicación. Ahora estamos en tus manos, bra. Fue el abogado quien le contó que la autopsia confirmaba que Cari, Cari Jespersen, había muerto de un disparo en la cabeza. Así fue como llegó a creérselo. No vio sangrar a Cari. No había esperado a ver la consecuencia del gesto de coger el arma. Huyó, como había huido al jardín cuando tiró y rompió una lámpara en el dormitorio de su madre, cuando era pequeño. Si la pena de muerte tiene que cumplirse, quizá su cerebro deba destinarse a la investigación; quizá en él se encuentre alguna explicación que pueda ser útil. A la sociedad. Todo lo que puede hacer para los dos de la sala de visitas es confiar en que la sociedad no los someta a demasiada publicidad cuando empiece el juicio. Él tiene una posición destacada en el mundo de los negocios que lo convierte en objetivo interesante para determinados periodistas, ella tiene una posición que la convierte en objetivo en el sector de buenas obras para la humanidad; a la gente le gustará ver lo que los fotógrafos de prensa pueden mostrar de unas personas de buena posición cuyo hijo ha hecho lo que él nunca podría hacer. Aunque quizá el proceso pase inadvertido, qué es un asesinato de interior (en el terreno familiar de las zonas residenciales), o una oscura pelea de enamorados, qué son unos celos domésticos, o algo así, entre homosexuales, en comparación con la espectacular violencia pública gracias a la cual se pueden filmar o fotografiar personas muertas en las calles por el fuego cruzado de los nuevos comandos, contratados por taxistas y traficantes que han aprendido su táctica de los comandos estatales del antiguo régimen, con toda su gama de métodos para «eliminar de modo permanente» a sus adversarios políticos, que van desde hacerlos volar con su coche y un paquete bomba hasta acuchillar sus cuerpos una y otra vez para asegurarse de modo cruento de que las balas han hecho su trabajo.
Tal vez pudiera encontrarse algo en los lóbulos del cerebro que explicara cómo todos, todos ellos, él mismo, podían hacer esas cosas; seguir hiriendo, atacando y, como logro final, matar. Un arma doméstica. Si no hubiera estado allí, cómo podría defenderse uno, en esta ciudad, para no perder su equipo de música, su televisor y su ordenador, su reloj y sus anillos, para defenderse de ser amordazado, violado, acuchillado. Si no hubiera estado allí, el hombre del sofá no estaría bajo la tierra de la ciudad.
Era un niño feliz, ¿verdad? Claudia no tuvo que plantear a Harald esta pregunta. Claro que lo era. ¿Qué tenían que recordar, según había dicho el abogado, «de aquellas cosas que daban por concluidas y liquidadas»? Como si tuviera que haber algo escondido; de él; de ellos. Qué quiso Duncan de ellos. Qué necesitó de ellos.
¿Todavía tienes la carta?
En uno de esos archivadores del viejo armario que trajimos cuando nos mudamos. Pero sólo está la primera página.
Sí, él se acordaba; habían pensado en ello, era inevitable, en toda su confusión tras aquel viernes por la tarde. «Ha sucedido algo terrible», escribió el niño. Habían discutido a cuál de los dos correspondía decir a su hijo «estaremos siempre contigo. Siempre».
Estaba pensando que podría interesarle a Hamilton. Pero supongo que no. La carta no traslucía ningún tipo de impresión especial, el chico parecía haber hecho frente bastante bien a lo que pudiera suponer para él la historia de ese niño que se había colgado. Fuimos nosotros quienes nos sentimos tan inquietos.
Que no lo escribiera claramente no quiere decir que no lo sintiera. Que no estuviera alterado, asustado.
Pero no pudo escribírnoslo. Sí. Por qué.
Los niños no dicen las cosas abiertamente. Ofrecen una versión u otra que los mayores deben interpretar. Lo veo cuando intento diagnosticar a un niño.
Él alzó la cabeza y su mirada vagó por la habitación, negando, buscando. Uno de ellos -Claudia, él, qué tonta discusión habían tenido por intentar justificarse-, los dos, habían establecido un compromiso con el chico. No hay nada que no puedas decirnos. Nada. Pero no había sido capaz de contarles nada de lo que lo condujo hacia ese viernes por la tarde, cuando le sucedió algo terrible. No les había contado que quería a un hombre, o que, por lo menos, lo deseaba, que estaba explorando esa emoción, aunque le habían enseñado a expresar sus emociones, qué tontería eso de que los niños no lloran. No les había contado que había sacado a una chica del agua, que vivía con ella en conflicto con su deseo de morir. Les presentaba mujeres jóvenes y tomaban una copa en la terraza del adosado; una hora de charla sobre los acontecimientos públicos de la ciudad, las vacaciones, tal vez la política, un intercambio de anécdotas y risas, de opiniones sobre un libro que él y su padre habían leído, y no siempre volvían a ver a la mujer. Esta, con la que parecía tener una relación permanente, no la habían visto mucho; él iba a verlos solo, uno está siempre en casa para su hijo, y se quedaba a comer con ellos. Entonces se daba una vieja forma de intimidad, lo que podría llamarse un reconocimiento entre los tres; hablaban, en esta intimidad, de asuntos de familia, de sus experiencias en los distintos mundos de sus trabajos, él decía a su madre que le preocupaba que trabajara hasta tan tarde, y discutía con su padre la posibilidad de escindirse de la empresa para la que trabajaba y empezar a ejercer su carrera de modo más acorde con sus criterios estéticos. En una ocasión, Harald le preguntó: Estás enamorado de esa chica, y él pareció aceptar la afirmación procedente del exterior.
– Creo que sí.
Pero admitir eso era decir que el amor era un asunto complicado; había dificultades. Harald, Claudia, tenían que haberse dado cuenta. Pero ahí estaba la libertad, su derecho a su propia intimidad: su forma de amor por él.
El compromiso no tenía ningún valor.
Había sido el compromiso más importante de su vida. Sin él, todas las personas cuya vejez Claudia aliviaba, y los hombres, mujeres y niños cuyas heridas de diverso tipo cuidaba, no eran nada, y sin él, todo el amor a Dios de Harald no era nada. Y si él hubiera podido -no, hubiera querido- acudir a ellos, ¿habrían sido capaces de detener a tiempo lo que había sucedido? ¿En qué momento, en el desorden que estaba apoderándose de su vida, habría sido posible? ¿Cuando, cuál fue el punto a partir del cual ya no había retorno posible? Cuando la chica fue resucitada -la forma básica de decir «salvada»-, ¿podría haber sido prevenido, protegido, de su deseo de «salvarla» en el sentido último, reconciliarla con la vida, si resultaba obvio que la autodestrucción era la dinamo de ella, la energía misma que lo atraía hacia ella?
O había un punto anterior a la chica. Pensaron -todo esto iba saliendo a la superficie y hablaban de ello con frecuencia- en el episodio homosexual. Si es que era eso: un episodio. ¿Se trataba de algo que podía haber sido detenido? ¿Podía verse, diagnosticarse, como el principio de una desintegración de la personalidad? ¡Y acaso no era el suyo un juicio típicamente heterosexual, que consideraba la homosexualidad como una «desintegración»! Si les hubiera hablado de esa atracción, quién sabe si habría sido lo correcto aconsejarle en un tono mundano, sugerirle que sólo estaba bajo la influencia del ambiente de aquella casa, de una moda, de la seducción de un vínculo afectivo entre hombres en un período -su acceso a la edad adulta- y en un lugar donde los grupos sociales se encontraban en transición. En esa casa, como decía el dicho, no había problemas entre blancos y negros: en la cama todos somos hermanos.
Pudo ser eso.
Sin embargo, más tarde, Harald pensó en todo eso solo, por la noche, y volvió a la cama, donde la encontró despierta. Quizá si hubiéramos tenido una oportunidad, si hubiera podido acudir a nosotros en ese momento, habría sido un error ver el asunto con Jespersen como un episodio. Quizá, para él, suponía estabilidad.
Te refieres a la vida en la casa. De aquella manera.
Sí. Exceptuando a la chica: eso fue un intento para convertirse en algo que no es. Una persona como nosotros. No sé qué se siente cuando uno desea hacer el amor con un hombre. No sé si habría deseado huir de mí mismo. Cuando uno procede de un medio como el nuestro. Quizá debería haberse quedado con los hombres. Si eso era lo suyo. Si no con Jespersen, podría haber alguien más, y habrían tenido en la casita una vida juntos mejor que el lío sórdido en el que se metió con una mujer.
Ella se incorporó y se levantó de la cama de ambos.
¿Qué haces?
En la ventana, apartó las cortinas, la noche era negra y brillante, como carbón húmedo, y un avión de camino al aeropuerto llevaba consigo su propia constelación de luces de aterrizaje entre las estrellas. El mundo era testigo. ¿Crees que eso es lo que habría querido de nosotros?
Vuelve a la cama.
Lo que descubrían en el otro los había acercado, uniéndolos como no lo estaban desde que se conocieron, cuando eran jóvenes y se adentraban en la novedad de la peligrosa intimidad humana.
El Tribunal Constitucional está deliberando sobre el veredicto y Harald y Claudia no tienen información sobre cuánto tiempo puede durar eso.
Para ellos, su hijo ya ha sido sometido a juicio -ese juicio en un tribunal distinto de aquel ante el que tendrá que comparecer- y está esperando un Juicio Final por encima de cualquier otro que pueda estar dentro de la jurisdicción que se impondrá cuando se vea su propio caso. Motsamai se muestra comprensivo y condescendiente, y les reitera su seguridad.
– Ya sé que no me creéis. Ejeee… Ya sé lo que pensáis: ¿qué puedo saber yo si la cuestión ha sido discutida ante la más alta autoridad que tenemos, si exceptuamos al presidente del país y a Dios mismo, y si los jueces no han sido capaces de llegar a una conclusión? Pero pueden tardar semanas. Mi preocupación por mi cliente no abarca ningún temor sobre el resultado. La conclusión supondrá el fin de la pena de muerte. Me preocupa demostrar sin ninguna duda que este joven se vio arrastrado por las circunstancias a actuar de modo totalmente contrario a su naturaleza. ¡Esa mujer y el individuo que, en otra ocasión, fue algo más que amigo suyo, lo traicionaron hasta volverlo loco!
Había más gente en un momento difícil esperando ser recibida por él. Los acompañó hasta la puerta del bufete.
– Bien, quiero que conozcáis a mi mujer y a mi hijo: hemos pedido plaza para él en la facultad de medicina, no sé si vale para eso, ¿podrías darnos algún consejo, Claudia? ¿Qué os parece este viernes por la noche? Espero que la cena sea buena. Yo vendré del Tribunal de Apelación de Bloemfontein, así que podemos quedar hacia las ocho y media, más o menos.
El aplomo quitaba importancia con amabilidad a lo delicado de su situación; él sabía por lo que estaban pasando; seguramente, cada vez veían menos a sus amigos, cuyos rostros comprensivos sólo servían para alejarlos de aquello en lo que se basaba la vieja amistad, ahora que ya no compartían circunstancias. No siempre era necesario o deseable mantener la relación con los clientes en un plano de formalidad. Ocuparse de un caso implica afirmar la confianza en los sentimientos humanos, una especie de toma y daca con la familia de la vida que hay que defender, incluso mientras se mantiene la objetividad profesional. Aquella pareja blanca no tenía la resistencia que los negros han adquirido durante generaciones padeciendo dificultades por la naturaleza de su piel. Sabe cómo manejar a esos dos: tendrán la sensación de que pueden hacer algo por él porque les ha pedido consejo para la carrera de un hijo ambicioso.
Cuando están en la sala de visitas, ninguno de los dos deja traslucir su preocupación por las desconocidas deliberaciones del Tribunal Constitucional. No es la primera vez que tienen que actuar con tacto; hay tantos temas y reacciones que resulta inadecuado exhibir ante alguien que vive de modo inimaginable, a quien ves sólo durante media hora entre dos vigilantes. El preso es un desconocido al que no debe enfrentarse con lo que sólo puede tratarse desde la familiaridad de la libertad. Sin duda, Duncan sabe cuál es el tema que trata el Tribunal Constitucional en su primera sesión; tiene acceso a los periódicos, pero -también por tacto, todos han de poner de su parte si quieren hacer posibles esas visitas- tampoco habla de ello. O quizá es porque ni siquiera pueden empezar a comprender lo que deben de haber significado para él las actuaciones de ese Tribunal mientras seguía las noticias. Un hombre que se declara culpable, ¿está declarándose dispuesto a morir? ¿O se ve ya, como sólo él puede hacerlo, en las celdas de los condenados a muerte, junto con Makwanyane y Mchunu, afirmando su derecho a la vida, al margen de lo que haya hecho?
En lugar de hablar de esto, le preguntan si puede trabajar en los planos que está dibujando, y dice que sí, que sí, el trabajo va bastante bien.
– Es impresionante que lo hagas. -Harald está admirado; ésta es una forma de estímulo admisible.
– El único problema es que no puedo comentar las dificultades que surgen. Con los del estudio, como hacemos normalmente. De manera que el trabajo será sólo mío… a lo mejor de un modo un poco excéntrico, quién sabe.
– Quizá alguien de la empresa podría venir para comentarlo contigo. Por qué no. -Harald está dispuesto a pedir a los jefes que lo hagan (si su joven colega, Verster, hubiera sido la persona adecuada, seguramente Duncan lo habría mencionado); la cárcel no es una enfermedad, no hay nada infeccioso que uno deba evitar en esa sala de visitas.
– No merece la pena. Cuando termine el plano de borrador, Motsamai se lo llevará y alguien lo mirará.
Lo que dice, en realidad, es que entiende que si el Juicio Final va a decantarse a su favor y a garantizar que su vida no termina ahora, todavía tiene que soportarla: volver al tablero de dibujo. Pero lo que significa para él, que sacrificó una vida ordenada para entregarse al caos, no puede expresarse.
Cuando se retiran por los pasillos tras las nalgas del vigilante habitual, Claudia -y tal vez también Harald- siente envidia de una mujer que sigue su mismo camino y que, humildemente, intenta esconder el rostro en una bufanda mientras rebuzna, como una bestia de carga, entre lágrimas.
Claudia consideró que no podían rechazar la invitación. Esos días preferían estar en casa juntos. Estaban mejor así.
Hacía poco, Harald había comprado entradas para un concierto de música de cámara, con César Frank en el programa, su compositor favorito, pero los senderos que toma la música son tan vitales, a diferencia de las percepciones que entretienen en una película o en una obra de teatro, que ésta contribuyó a aislarlos todavía más.
Motsamai lo hace con buena intención. Harald estaba familiarizado con la combinación de interés profesional y cierto aprecio personal que inspiraba este tipo de invitaciones.
Harald y Claudia no habían estado nunca en la casa de un negro. Este tipo de gesto -por ambas partes: la invitación del hombre negro, la aceptación del blanco- era propio de los círculos de izquierdas a los que ellos no habían pertenecido durante el antiguo régimen, y de los círculos formados a toda prisa de nuevos liberales, sobre cuya conversión eran escépticos. Si, en el pasado, no habían tenido valor para actuar contra los horrores diarios, como hacía la izquierda yendo más allá de las invitaciones a cenar, arriesgando sus profesiones y sus vidas, por lo menos no disimulaban esta carencia (de agallas: Harald lo reconoció, igual que ahora reconocía otras tibias opciones morales que había tomado) cenando y bebiendo. Compañeros negros en la junta directiva; bueno, ya no se contentaban con ser nombres en un membrete; ahora planteaban temas e influían en las decisiones, ¿tenía alguna importancia que lo reconociera? Y Claudia -ella tenía un conocimiento muy distinto al suyo, una familiaridad con el contacto y el roce con la carne de los negros, la conciencia de que era como la suya, lo había sabido siempre- constituía una acusación por todo lo que ella no había llegado a hacer, en otro tiempo, aunque ahora representaba una baza a su favor; Claudia no necesitaba el gesto de pasar la sal sobre la mesa.
La dirección que aparecía en la tarjeta que les dio la secretaria de Motsamai se encontraba en una zona residencial de las afueras construida en los años treinta y cuarenta por hombres de negocios blancos pertenecientes a la segunda generación con dinero. Sus padres habían inmigrado en los años en que la minería del oro estaba pasando de los cedazos de los aventureros a convertirse en una industria que producía beneficios a sus accionistas y creaba una ciudad de consumidores; había vendedores ambulantes y tenderos -que se convirtieron en procesadores de maíz, sin el cual no podían subsistir los millones de negros que habían perdido las tierras donde cultivaban su alimento-, fabricantes de materiales de construcción, ropa, muebles, importadores de tabaco, radios, joyas, alfombras. Sus educados hijos contaron con los medios que les facilitaba el éxito de sus padres para permitirse la construcción de casas que consideraron capaces de expresar la distinción de la riqueza rancia: moradas como las que sus padres tal vez vieron desde sus cottages e isbas en otros países: las mansiones de los condes, las casas solariegas de los caballeros. Los arquitectos que contrataron interpretaron estas ideas de acuerdo con su propio concepto del prestigio y la fortuna, con las columnas de las casas de las plantaciones del Sur de Estados Unidos y los sólidos balcones adornados desde los que los fascistas italianos de la época lanzaban sus discursos. En los jardines, lo habitual eran las piscinas y pistas de tenis.
Algunas de las fortunas habían declinado, de modo que parte de las tierras se habían vendido, algunos de los hijos habían emigrado, a su vez, a Canadá o a Australia. Algunos nietos habían reaccionado contra el materialismo, tal como pueden permitirse los miembros de la tercera generación, y habían abandonado las zonas residenciales para vivir y trabajar de acuerdo con una conciencia social. Se produjo un intervalo durante el cual las casas resultaron inadecuadas para el gusto de los tiempos; se consideraban reliquias del nuevo rico, mientras que el dinero fresco se mostraba partidario de las fincas en el campo con establos, fuera de la ciudad; las casas se demolerían y la zona se convertiría en el emplazamiento de los complejos de las compañías multinacionales.
Sin embargo, parecía como si fuera a salvarla la inesperada solución ofrecida por el fin de la segregación racial. Llegó una nueva generación de dinero todavía más fresco, y ésos no eran inmigrantes de otro país. Eran los que siempre habían estado allí, pero se limitaban a mirar las columnas y balcones desde las casuchas y los distritos segregados en los que estaban confinados. Motsamai había comprado una de esas casas. Admirara o no esa arquitectura (los padres no tenían el criterio de sus hijos para juzgar el gusto de la gente), proporcionaba un espacio confortable para un hombre de éxito y su familia, y contaba ahora con el equipamiento habitual: portones controlados eléctricamente para defender su seguridad contra los que seguían viviendo en barrios segregados y campamentos ocupados.
La charla entusiasta del televisor formaba parte de la compañía, sus niveles de brillo cambiantes eran otro rostro entre los suyos. Estaban reunidos en una zona, como reacción natural a las enormes dimensiones del salón donde se agrupaban islas de sillones y frágiles mesillas. Hamilton Motsamai se había quitado la americana, de la misma manera que se había despojado del personaje desempeñado durante todo el día, yendo y viniendo de defender a alguien en el Tribunal de Apelación en Bloemfontein.
– ¡Estás en tu casa, Harald!
Un mueble bar, que debía de formar parte del equipo original de la casa, estaba lleno de las mejores marcas; un hombre joven, que parecía menudo en comparación con la firme vivacidad de su padre, fue animado a ofrecer bebidas, entre una presentación y otra a los distintos invitados: un cuñado, la hermana de alguien, el amigo de otro; no estaba claro si todos ellos eran invitados o más o menos vivían en la casa. Motsamai pasó a su lengua materna para regañar, con tono de enfado, a varios jóvenes que estaban tendidos boca abajo sobre la alfombra, agitando las piernas con regocijo ante el grupo de pop que actuaba en la televisión, y no se habían levantado para saludar a los invitados.
La esposa y una hija -tantas presentaciones simultáneas- habían entrado con cuencos llenos de patatas fritas y cacahuetes. La esposa de Motsamai era una mujer de una belleza pasada de moda, de pecho amplio y cabello estirado y vuelto a rizar siguiendo la costumbre de las matronas europeas, pero la hija era alta y esbelta y, en ella, el antiguo y obligado énfasis que la naturaleza ponía en la fuente de alimentación, los pechos, se había atenuado conviniéndolos en algo insignificante bajo ropas anchas; llevaba los largos cabellos a lo rasta, recogidos como un perfil de Nefertiti, los sabios ojos de su padre emergían en una afirmación almendrada bajo unos párpados maquillados, y la delicada prominencia de la mandíbula señalaba rechazo a todo lo que habría determinado su vida en otros tiempos.
La mujer de Motsamai -Lenali, eso es- estaba molesta por la conducta de los niños.
– No importa, están divirtiéndose, no los interrumpamos.
¿No tenía ella, Claudia -oh, hacía tanto tiempo-, la misma reacción parental cuando su propio hijo hacía caso omiso de las aburridas convenciones del mundo adulto?
– Estos niños son tremendos, te lo aseguro. No sé qué aprenden en el colegio. No respetan nada. Si has tenido un chico, seguro que ya sabes lo que es: la madre no puede hacer nada con ellos y el padre… bueno, tiene cosas importantes en que pensar, ¿verdad? ¡Siempre es así! ¡Hamilton se limita a quejarse! ¡No sé si también a ti te trastornaba!
Esta mujer no sabe lo que le ha pasado al chico que «trastornaba a Claudia»; o, tal vez, si sabe algo (seguro que Hamilton le ha contado algo sobre la historia de los clientes que ha traído a casa), no llama la atención sobre sus dificultades al fingir que su hijo no existe, que lo que dice que ha hecho ha anulado todo lo que fue, tal como los viejos amigos se sienten obligados a hacer. Esa noche, allí, Duncan no es un tema tabú.
– Yo pensaba que era así porque el nuestro es hijo único y estaba demasiado con gente mayor: lo demostraba de la única manera que podía, haciendo caso omiso de ellos. No quería besar a las tías que le daban palmaditas en la cabeza y le preguntaban qué quería ser cuando fuera mayor… desaparecía en su habitación.
– ¡Oh!, yo encuentro que la adolescencia es la fase peor. En nuestra cultura, por ejemplo, no hay que dar besos a las tías, pero debes saludarlas de la manera adecuada, como se ha hecho siempre.
Harald hablaba con otros y lo oyó: Claudia reía mientras hablaba de Duncan.
– ¿También te dedicas a esto del derecho, con Hamilton? -Dicho por el cuñado, o quizá por otro pariente.
– No, no, a los seguros.
– También es buena cosa. Uno paga, paga durante toda su vida y, si vives mucho tiempo antes de morirte, los del seguro reciben más dinero tuyo del que te van a dar, a que sí.
Gran carcajada, cabeza echada hacia atrás.
– Ésa es la ley del rendimiento decreciente.
En la vida social que Harald había conocido hasta la fecha no era posible que esa diversidad de niveles de educación y sofisticación convivieran cómodamente en una reunión; en ella, si uno tenía un cuñado embalador de carne en un carnicero mayorista (fue el primero en anunciar su profesión), no lo invitaba cuando esperaba conseguir un buen ambiente con un cliente que era directivo de una empresa y un catedrático de universidad, presentado como el profesor Seakhoa, que había corregido con ironía y sequedad una broma ingenua. Hamilton colocó una mano en cada hombro, el de Harald y el del embalador de carne.
– Beki, mi amigo no va de puerta en puerta vendiendo pólizas de entierro, es un directivo que se sienta en el piso decimoquinto de una de esas empresas donde se negocian bonos para industrias y viviendas situadas a ras de suelo, grandes urbanizaciones.
– Bueno, ése debe de ser un oficio todavía mejor, neee… Más pasta. Porque el Gobierno tiene que pagar.
Nuevos rostros aparecieron en la habitación debido al movimiento de entrada y salida. Varios jóvenes amigos de los adolescentes, cuyas voces estaban en el registro más agudo. El profesor, cuya barriga se bamboleaba en señal de aprecio ante su propio ingenio, se volvió para tomarles el pelo. Claudia -dónde estaba Claudia-, Harald tenía las antenas extendidas para buscarla: estaba hablando con el hijo, sin duda, sobre las posibilidades de dedicarse a la medicina, el chico había sido capturado por su padre y entregado a ella. Entrevió el rostro de su esposa, quien se distraía un momento ante el ofrecimiento de samoosas: la expresión de Claudia, con su generoso ceño lleno de energía; probablemente, dispuesta a sugerir al chico que fuera a su consulta, se pusiera una bata blanca, le echara una mano cuando fuera necesario y comprobara por sí mismo lo que podía significar la práctica de la medicina al servicio de la gente y del país. Ella se rió de nuevo, aparentemente como muestra de aliento ante algo que decía el muchacho.
Un anciano diminuto, de piel más clara, que ya había olfateado unos alimentos sustanciosos, estaba sentado con un plato colmado sobre sus rodillas, comiendo un muslo de pollo con la cautela de un gato que lo ha robado de la mesa. Todos se encaminaron paseando, hablando, chocando amigablemente, hacia la otra habitación, casi tan grande como la que habían dejado, donde habían dispuesto carne, pollo y patatas, putu y ensaladas, tazones de postre decorados con volutas de nata batida. Harald se dirigió hacia ella.
– No esperábamos una fiesta.
Ella se limitó a sonreír, como si todavía estuviera hablando con otro invitado.
– ¡Oh!, tampoco es eso. Así se reúne la familia durante el fin de semana.
Harald tenía la curiosa sensación de que ella quería alejarse de él, mezclarse con otros que escogían su comida, con aquellos individuos que a ella le eran ajenos, no sólo aquella noche, sino también durante toda su vida, al margen de los encuentros profesionales en los que diseccionaba la esencia de ellos en fragmentos del cuerpo humano. Allí, entre vidas estrechamente mezcladas que no tenían relación con la de ella ni con la de él -incluso la conexión establecida con Hamilton en su bufete se había cortado al entrar en su vida privada-, si ella se perdía entre los demás, se escapaba de lo que los mantenía atados más estrechamente que el amor, que el matrimonio: una bolsa atada sobre sus cabezas que les impedía respirar otro aire que no fuera el de algo terrible que sucedió un viernes por la tarde. Se oía el siseo de las latas de cerveza al abrirse, pero Hamilton, que había llenado varias veces los vasos de sus clientes con gin tonic, sacó vino. Vaso en mano, daba vueltas ofreciendo una botella tras otra; Harald no se negó a mezclar bebidas, como hacía habitualmente: cualquier cosa que mantuviera el nivel de ecuanimidad alcanzado le servía. Un hombre, sosteniendo su plato de comida en cuidadoso equilibrio ante él, se le acercó bailando con un intricado juego de piernas, como si fuera un regalo; no la comida, sino su tácita invitación a compartir: la velada, la compañía, los consuelos a corto plazo. Un hombre que había oído por casualidad que Harald tenía relación profesional con la concesión de créditos, buscaba la oportunidad de acorralarlo en busca de consejo, sin interrupciones molestas de los demás.
– No hay nada que hacer; sin una garantía, no puedes conseguir la cantidad de dinero con la que sueñas. Pregúntaselo. Pregúntaselo. ¿Tengo razón? Si quieres construirte una casita en algún sitio, eso es distinto, entonces vas a una de las oficinas del Gobierno, crédito vivienda a comosellame, y te dan un dinerito para ladrillos y ventanas.
– ¡Un casino! Y de dónde sacarás el permiso para eso…
– ¡Oh!, el permiso no es nada. ¿No conoces las leyes que van a salir sobre el juego? Lo conseguirá. Pero si encuentra la finca, el trozo de tierra, donde quizá haya alguna construcción que quiera reformar, o quizá esté vacía, entonces empiezan los problemas. Espera, muchacho. Trabas. Trabas de la gente del vecindario, solicitudes al ayuntamiento de la ciudad: no sabes qué es lo que te pasa, pero puede alargarse interminablemente durante meses. Y no hay nada que hacer. Lo sé, lo sé. Libertad. Libertad para objetar, para poner trabas.
– Los blancos lo ven así: vive donde quieras, pero no a mi lado.
– Deja que él conteste, Matsepa.
– No tenemos capital. ¿Y que es eso de la «garantía», sino capital? Durante generaciones, no hemos tenido nunca la oportunidad de crear capital. Hoy es viernes: todos los viernes, la gente ha cogido su paga y de eso come hasta el siguiente día de paga. Se termina. Ni una moneda. La garantía es la propiedad, la buena posición, no sólo un trabajo. No pudimos tenerla, ni nuestros abuelos, ni tampoco nuestros padres, ¡y ahora se supone que, después de dos años de nuestro Gobierno, tenemos que tener esta garantía! ¡En dos años!
– Pero deja que Matsepa le pregunte, muchacho.
– ¿De dónde saca la gente la garantía para los créditos que da su compañía?
– Mire, el camino que hay que seguir es el consorcio. Así es como se hace. Si se trata de proyectos importantes que requieren fondos para el desarrollo, claro está. -Harald oye su vocabulario de sala de juntas en su propia voz, que surge como si hubieran tocado accidentalmente un control remoto: ¿quién habla tan pomposamente?-. Lo importante es el individuo que tiene la visión… la idea… proyecto… encontrar otros que participen… hay que estudiarlo… el proyecto exige… criterios establecidos por nuestra cooperación con el Consejo Nacional para el Desarrollo… Viable económicamente… beneficio a la población… empleo… producción de bienes… El hombre de grandes ideas que tiene los bolsillos vacíos ha de unirse con gentes cuya posición sea digna de confianza…
Le escuchaba un hombre joven, un hijo que, acostado en una celda, miraba una ventana con barrotes.
– Entonces, ¿debo buscar a otro doctor Motlana o Don Ncube?
– Muchacho, ellos tienen ya todas las ideas, no te necesitan, Matsepa.
– De todos modos, pasaré a verle, señor… Lindgard, ¿de acuerdo? Me pondré en contacto con su secretaria, que me llame ella cuando usted tenga un momento libre: me muevo mucho pero, por lo menos, tengo un teléfono móvil, ésa es mi garantía.
Hamilton se acercó.
– Señores, nada de consultas gratis. Estamos aquí para descansar. Así es mi gente, Harald… En la ciudad, no puedo bajar del coche sin que alguien me corte el paso y quiera saber qué debe hacer en relación con cierta tienda que les ha embargado los muebles o con su mujer que se ha escapado con los ahorros.
El vecino de Harald le habló al oído, debido al volumen de las risas y la música.
– Pero no sabe cómo se ocupa de los problemas de todos, no los olvida. Le digo la verdad. Aunque ahora sea un hombre importante. Ayuda a muchos que no le pagan. Nos criamos juntos en Alex.
El catedrático sostenía el codo de la bella hija de Motsamai.
– ¿Conoce usted a esta sobrina mía llamada Motshiditsi?
Ella se rió como con resignada indulgencia.
– Ntate, quién puede pronunciar este trabalenguas. Me llamo Tshidi, con eso basta. Pero el señor Lindgard y yo ya nos conocemos.
– Es mi protegida. Vi sus posibilidades cuando era así de pequeña y planteaba preguntas que nosotros, los distinguidos sabios de la familia, no podíamos responder.
Harald dice lo que se espera de él.
– Y ella ha cumplido sus expectativas.
– Bien, le diré que empezó inteligentemente al nacer en el momento adecuado y crecer en el momento oportuno. ¡Éste es el factor aleatorio que más cuenta para nosotros! Su padre y yo pertenecemos a la generación que se educó en la escuela de misioneros de St. Peter, ni más ni menos… y en la universidad de Fort Haré. De manera que estuvimos preparados, incluso por delante de nuestro tiempo, para ocupar nuestro lugar llegado el momento en la nueva Sudáfrica que nos necesita. Después llegó la generación sometida al sistema que eufemísticamente se llamó «educación bantú». Fueron preparados para ser recaderos, limpiadores y niñeras. La generación de ella fue la siguiente: algunos de ellos han podido ser admitidos en escuelas privadas, universidades, han estudiado en ultramar; terminaron una auténtica carrera en el momento adecuado para empezar a planear, administrar nuestro país. Ésa es la historia. Va a eclipsar a su propio padre.
– Eres también abogado.
– Soy economista agrónomo del Land Bank.
– Oh, qué interesante… hay unas cuantas cosas que no tengo claras en el proceso de concesión de créditos para la vivienda, aunque nosotros trabajamos en temas urbanos, claro, pero, en principio, deben de plantearse los mismos problemas en la transformación que supongo que se estará produciendo en el banco.
Esa joven está demasiado segura de sí misma como para sentir la necesidad de que él reconozca más abiertamente su competencia para contestar; Harald ha pasado la prueba, se ha colocado en el lugar del receptor en su diálogo.
– En principio, sí. Pero el sector agrícola no sólo estaba integrado en el sistema financiero a través de las estructuras de comercialización del apartheid, la Compañía del Maíz y otras (de hecho, en muchos sentidos podía permitirse ser independiente de él); también estaba allí el Land Bank, esencialmente como un recurso político para financiar a los campesinos blancos. El Gobierno, a través del banco, proporcionaba préstamos que no confiaba en recobrar. Se esperaba que la comunidad agrícola, blanca por definición (porque los negros no tenían acceso a la propiedad de la tierra, ni siquiera aparecían en los datos estadísticos), pagara en forma de lealtad política en lo que era un importante distrito electoral.
– Y ahora todo esto está cambiando.
– ¡Cambiando!
– ¿Qué te parece que va a pasar?
Durante un momento, sólo le dedica parte de su atención: su mirada se ha cruzado con la de alguien, en el otro extremo de la habitación, y le hace una señal discreta con una mano de uñas rojas, graciosa como un ala.
– Está en marcha. Nuevos criterios para conseguir préstamos. Pequeñas subvenciones para ampliar la base del sector en lugar de enormes subvenciones a unos pocos: a los que no tienen que preocuparse si sus cosechas crecen o no. El Land Bank puede sacar de apuros a todo el mundo.
– ¿No habrá más compensaciones automáticas si la cosecha se pierde?
– ¿Se pierde? Eso quiere decir que se ha hecho mal.
– ¿Y los desastres naturales? ¿Inundaciones, sequías?
– Ah, las pérdidas pueden compensarse, no recompensarse. -Se ríe con él de su propia brusquedad.
– Perdone, alguien me llama. Tenemos que hablar en otra ocasión de estas cosas, señor Lindgard. En relación con el tema de la vivienda…
Tiene la misma seductora capacidad de su padre de transmitir calor en un instante: la copita de coñac.
Los hijos de Motsamai: por fin también tienen profesiones; economistas, futuros médicos, abogados y arquitectos, Dios sabe qué cosas, hay otros hijos suyos en la habitación. El que sus abuelos y sus padres hayan sobrevivido a tantas cosas, ¿significa que están a salvo? Ésos no se meterán en situaciones terribles.
¿Dónde estaba Claudia?
Claudia estaba bailando. Alguien había sustituido el rock y el rap de los chicos por música de los años sesenta, con lo que el ritmo de la habitación había cambiado, y Harald seguía los olvidados giros y pausas familiares del cuerpo de Claudia, los diestros ángulos de sus pies en respuesta a los de su compañero, como si los brazos, caderas y pies del hombre fueran los de Harald. Dónde está el pasado. Borrado por el presente; puede borrar el presente. ¿Qué era lo que había llevado a Claudia a sumarse a los bailarines? ¿Era aquella mujer pesada, abatida, que había estado sentada sola y ahora bailaba sin compañía, serena, pisando fuerte, con las piernas hinchadas, para deshacerse del peso de sus penas? ¿O era la música, que era el pulso del metrónomo de sus días de estudiante, cuando, con excitación y fanfarronería, alardeaba ante sus amigas de estar embarazada, cuando hacían el amor felices e inconscientes, eludiendo toda precaución que una joven y sabihonda estudiante de medicina debía conocer? O serían las libaciones ofrecidas por Hamilton. O todo a la vez. Claudia bailaba con un hombre cuyas experiencias en la vida eran totalmente distintas excepto en un aspecto: la música de los sesenta, la expresión de ésta a través del cuerpo y los pies; no importaba si él había ejecutado sus rituales en bares y patios ilegales mientras ella los seguía en los bailes de estudiantes: asumían la forma de afirmación de la vida que escondía cada uno. En aquella espontánea dispersión, los bailarines zigzagueaban con la inconsciente volición de los átomos; ella desaparecía y reaparecía con su pareja -o era otro hombre- y, cuando pasó cerca de él, levantó la mano en un pequeño revoloteo a modo de saludo. Cuando volvían a casa en el coche, él no dijo por qué no has bailado conmigo, aunque interiormente se lo preguntaba. Sólo habría tenido que acercarse y cogerle la mano; el cuerpo de Harald también conocía aquella música que -a diferencia de César Frank- no incidía en lugares inoportunos. Entre ellos surgían esporádicas observaciones -las conexiones de la familia de Hamilton: ¿quién era aquél?-, impresiones sobre la casa, a quién habría pertenecido originalmente; rieron al imaginar lo que pensarían los primeros propietarios al ver cómo había ido a parar fuera de su dinastía. En casa, se despojaron de la ropa y se durmieron en mitad de una frase.
Por la mañana, Claudia se plantó, vestida, en el umbral.
– Sabes que anoche me emborraché.
– Ya me di cuenta. Dios bendiga a Hamilton.
Lo que, dicho por Harald, debía interpretarse de modo literal.
Después de que, en dos ocasiones, la chica no se presentara en el día fijado, el abogado Motsamai hizo que su secretaria llamara para establecer una tercera cita, cogió el teléfono y dejó claro a la señorita Natalie James que era esperada sin falta. En esta ocasión acudió y se sentó en una de las butacas situadas delante del amplio y profundo foso del escritorio sin esperar a la formalidad de que él la invitara a hacerlo. Él leyó el mensaje: ella controlaba la situación. De acuerdo con sus gustos, no era guapa, pero entendía que sus modales rebeldes, que distanciaban y atraían al mismo tiempo -los ojos oscuros con vetas amarillas y la mirada precisa de las criaturas de presa, que clavan la vista en ti sin dignarse a verte-, resultaran muy seductores; la reacción masculina ante ellos era decir: «aquí estoy».
Ella estaba allí; en cambio, era él quien controlaba la situación en el bufete. Tenía sus notas delante de él. Volvió a tratar con ella los acontecimientos de la noche de un jueves de enero. Ella tenía la habilidad, infrecuente en su experiencia con los testigos, de repetir exactamente, palabra por palabra, las respuestas que había dado antes. No había intersticios que él pudiera aprovechar en el texto del testimonio que ella misma se había redactado. Ella y Duncan no se habían peleado: ese día no, aunque lo hacían con frecuencia.
– ¿Así que no hubo una provocación especial que pudiera conducir a que usted tuviera ese tipo de conducta esa noche?
Ella hizo una pausa; los ligeros movimientos de la cabeza y el leve temblor de los labios componían un gesto de inocencia desconcertada. Sus reacciones, calculadas o no, contradecían de modo inexplicable sus palabras, como si hablara otra persona en su lugar.
– No hago lo que hago porque alguien me provoque.
Mientras continuaban así, durante el intercambio de las preguntas de él y las respuestas de ella, que él soportaba con la paciencia inquebrantable de su profesionalidad, seguro de que, al final, ella titubearía ante su ventaja, ella se limitó a cambiar de tema de conversación e hizo un comentario, como si se acordara de algo que quizás a él no le interesara.
– Por cierto, estoy embarazada.
Si esperaba alguna reacción repentina, se equivocaba. El abogado oculta toda la irritación y la rabia en los tribunales: una disciplina que le sirve para controlar la recepción de cualquier afirmación imprevista. Lo importante es la rapidez en decidir cómo usarla. Apoyó ligeramente la espalda en el respaldo de su butaca. Ejeee… Y se limitó a hacer otra pregunta.
– ¿El niño es de Duncan?
Ella sonrió ante la acusación que implicaba la pregunta.
– Da lo mismo.
– Natalie… ¿por qué da lo mismo? -Intenta una aproximación paternal.
– Porque no podrán reclamarlo. Podría ser de esa noche. No me lo reclamarán.
– ¿Qué quiere decir con eso de que no lo reclamarán?
– Podrían querer algo de él. Si le sucede algo terrible.
– La pena de muerte va a ser abolida, hija. Duncan irá a la cárcel y saldrá de ella. Seguro que a usted le importa de quién es el hijo que va a tener. Usted tiene que saberlo, ¿no? Usted lo sabe.
– Hicimos el amor, con Duncan, esa mañana, antes de ir al trabajo, en las mismas veinticuatro horas. Así que quién puede saberlo. No importa.
– ¿No? ¿No le importa?
Oh, ahora es ella quien controla la situación, ella controla.
– Sí me importa; será mi hijo. Está claro de quién es: mío.
Fue tarea del abogado -todo era tarea suya, no era sorprendente que su esposa se lamentara de que prestaba poca atención en casa, en la bonita vivienda que les había dado- contar a su cliente y a los padres de éste lo que podría ser un nuevo elemento en su vida de personas que pasaban por un momento difícil.
Durante la siguiente media hora que los tres pasaron en la sala de visitas, Harald se refirió a ello como un hecho, sin mencionar las circunstancias contadas por la chica.
– Hamilton nos ha dicho que Natalie James está esperando un niño.
Duncan los miró amablemente, como si mirara algo desde muy lejos.
– Eso es bueno para ella.
La quieres.
Creo que sí.
Y ahora.
Cambia de tema.
Claudia está hablando con él de otras cosas, le está contando lo estupendo que es Sechaba Motsamai y tenerlo de ayudante en el hospital los miércoles. En esos últimos días antes del juicio, Claudia es capaz de sentirse cerca de su hijo, desea que llegue el momento de acudir a la sala de visitas, ahora han encontrado que la comunicación está allí, siempre ha estado allí, basta con que se vean mutuamente entre las barreras de lo indescriptible.
Harald oye sus voces y no sigue la conversación.
Creo que sí.
Él y Claudia nunca sabrán qué fue lo que sucedió. Qué le sucedió a su hijo.
Claudia quería ir a la sala de visitas el día antes de que empezara el juicio. Durante la mañana, Harald sale bruscamente de su despacho, pasa ante la minuciosa concentración de su secretaria frente al ordenador (lo sabe, lo sabe, la gente emana algo especial cuando va a ocuparse de sus problemas); en el ascensor de bajada, unos empleados cuyos nombres no recuerda, y ellos lo saben, saludan al miembro ejecutivo de la dirección como señal de lealtad hacia la empresa que les da de comer; en el aparcamiento del sótano del edificio, le saluda el vigilante de seguridad vestido con uniforme paramilitar, y llega sin ser anunciado al bufete. Hamilton Motsamai está reunido con otro cliente, pero cuando su secretaria -lo sabe, sabe que el juicio empieza mañana- le informa a través del intercomunicador, se excusa ante el cliente y sale a ver a Harald. Nadie lo necesita tanto como Harald; la mano de Motsamai está tendida; su boca, todavía abierta con las palabras que decía al salir de su despacho; el cambio de atención de un grupo a otro de personas en un momento difícil se ve en su cara, como un proyector que retira una diapositiva y deja caer otra. La cara de Motsamai se ha formado con esta sucesión; no importa el motivo por el que le paguen sus clientes, no importa a cuánto asciendan sus honorarios: todos dejan, como iniciales grabadas en la corteza viva de un árbol, su angustia tallada en la superficie de su expresión facial. La fuerza, la confianza y el orgullo de Motsamai llevan inscrita esa angustia como si fuera un palimpsesto. Él y Harald se dirigen a una antesala llena de archivadores y cajas. La lengua de Motsamai se mueve a lo largo de los dientes de su mandíbula inferior, haciendo sobresalir la membrana del labio, su pizca de barba se levanta mientras escucha a Harald: no, no.
– Será mucho mejor que os mantengáis alejados. Voy a verlo, estaré con él esta tarde. Está preparado, nada debe alterarlo. Su madre, no… sólo puede hacer que se ponga a pensar en cómo va a enfrentarse a vosotros mañana en el banquillo, otra vez. Estará bien. Está bien, está tranquilo.
Harald permanece sentado en el coche. La llave está en el contacto. Un mendigo despatarrado delante de una tienda pellizca media hogaza de pan y se mete el trozo en la boca. Los tenderos llaman a gritos a las dientas y discuten entre pirámides de tomates y cebollas. Unas hojas de col a la deriva se pudren en la alcantarilla; la vida pulula aquí y allá. La gente cruza el parabrisas al igual que la oscuridad gana terreno a la luz. ¿Tiene miedo Duncan, el día anterior al juicio?
Duncan no tiene miedo. Nada puede asustarlo más que aquel viernes por la tarde.
Hay una cara en la ventanilla. Es el rostro familiar, el rostro urbano de un chico de la calle: cuando ha llegado, Harald se ha olvidado de darle una limosna por haber silbado y gesticulado para indicarle que había una plaza de aparcamiento disponible. Baja la ventanilla. El chico tiene su botella de plástico para inhalar pegamento medio metida bajo el cuello de la chaqueta, su piel negra está amarillenta, como una planta enferma. Lo que le queda de su inteligencia se precipita sobre la moneda, su supervivencia estriba en distinguir de un vistazo si será suficiente.
Se me ha negado la exaltación de expresarlo todo con el rostro.
Me la han negado esos dos, unidos como perros en celo en el sofá. La exaltación, en eso consiste la violencia, la violencia callejera. La conozco, ahora formo parte de ella. Sé cómo viene a ti porque no te queda nada más.
Vuelve a mí durante las horas pasadas con los dos psiquiatras con sus cuidadosas expresiones de paciencia: qué difícil es para nosotros, los seres humanos, adoptar una expresión de la que esté ausente todo juicio de valor: es muestra de imbecilidad, o de arrogancia, algo sobrehumano: pero no podrán sacármelo. Comprender. Tampoco Motsamai. Ni el tribunal. Nadie.
Esa expresión. La expresión de él. Bra.
Sólo ella sabe por qué pude hacerlo. Ella lo hizo posible en mí.
La sala es un presente tan intenso que se convierte en eternidad; todo lo que ha pasado desde aquel viernes por la tarde se ha hecho uno, en ella; no hay nada concebible tras ella.
Hay muchos testigos. No en el estrado vacío de la sala, sino alrededor de Harald y Claudia. Un juicio por asesinato, fuera de la clase criminal habitual, con un hijo privilegiado de profesionales liberales acusado de asesinato, ha proporcionado a los periódicos del domingo una historia de «triángulo amoroso» que no sólo apela a la concupiscencia de los lectores, sino también a algunos prejuicios poco enterrados: el medio en que se movían es descrito como «una comuna», una casa donde negros y blancos, «homosexuales y normales», viven juntos, y han publicado fotografías conseguidas no se sabe cómo: unas grandes de Natalie James y la reproducción de otra, de grupo, tomada en un club nocturno por un fotógrafo ambulante, en la que aparece Cari Jespersen con Khulu. A su alrededor: los curiosos, capaces o no de identificar a los padres. Entre los susurros, roces y crujidos, no destacan entre los desconocidos; y, en cuanto a ellos mismos, comparten una única identidad, como nunca lo han hecho en años de matrimonio. Sólo existe esa sala, ese momento, esa existencia, madre/padre.
No todos los ocupantes de los asientos del público son voyeurs. Están los amigos de Duncan. Algunos amigos inesperados que no conocían; qué persona tan reservada era, con ellos, con sus padres. Una madre y una hija, ambas con mucho cabello, que parecen dos versiones distintas de la misma mujer con algunos años de diferencia. Judías, probablemente. Duncan tenía amigos judíos y negros, cosa que Harald y Claudia no tuvieron; había ido más lejos que ellos. Las dos mujeres se acercaron y se presentaron. La versión más joven decía: Para mí, es como si todo esto le estuviera sucediendo a mi hermano; pero la voz de la mayor se impuso sobre la suya, hablando en francés: Nous sommes tous créatures mélées d'amour et du mal. Tous.
Claudia les dio las gracias por acudir; siempre existe una fórmula adecuada para cada situación, se te ocurre de modo espontáneo.
Qué era eso.
Claudia buscó afanosamente en el francés aprendido en el colegio. Algo así como que somos una mezcla de amor y de mal, todos nosotros. No sé muy bien qué quería decir.
Pero Harald sí.
Otros se acercaban, estrechaban las manos de los padres, pero ninguno sabía qué decir, al contrario que la mujer extranjera, fuera quien fuera: una mensajera. Y el otro mensajero también estaba allí. Estaba de pie, afligido, sintiéndose culpable para siempre por haber sido quien llevó la noticia, una maldición que no podía tirar como si fuera un arma, por el camino, el anuncio de que aquel viernes por la tarde había sucedido algo terrible.
Ahora empezaba a representarse aquello para lo que Hamilton los había preparado. Duncan estaba en el estrado de la sala vestido con una camisa de rayas anchas, una corbata roja, pantalones grises y una de esas grandes americanas de lino que los jóvenes llevan ahora: lo más parecido al elegante traje de Motsamai que el abogado había conseguido que se pusiera; probablemente, Duncan no tenía traje. Un aspecto en consonancia con el mundo moral que ocupaban el juez y los asesores que éste había escogido, la madre y el padre del acusado prestaban mucha atención al traje y a lo que éste implicaba acerca del adusto hombre sentado en su trono. Un juez urbano, había dicho Hamilton en un tono que insinuaba satisfacción. Allá arriba, el único rasgo distintivo del hombre vestido con una toga carmesí eran las orejas redondas despegadas de su cráneo en señal de alerta. ¿El tipo de vestimenta que Duncan había adoptado era aceptable para un juez mundano que no asociara los criterios morales con un traje? ¿Importaba lo que llevaba puesto un hombre cuando, al margen de lo que pudieran decir sus ropas sobre él, había matado? La voz de un funcionario -el ayudante del juez- confirma la identidad de Duncan en ese lugar y por ese motivo concreto.
– ¿Es usted Duncan Peter Lindgard?
– Está usted acusado de haber cometido el asesinato de Cari Jespersen el 19 de enero de 1996. ¿Cómo se declara?
Igual que aquel viernes por la noche en el adosado, cuando el mensajero hizo su declaración, todo se ha detenido; sostenido por el perfil de Duncan, su presencia. Pero Hamilton Motsamai, abogado de la defensa, rompe el momento. Se ha levantado rápidamente.
– Señoría, en vista de la naturaleza de la defensa del acusado, ¿me permite declarar en nombre de mi cliente? Se declara no culpable. La naturaleza de la defensa, señoría, será evidente cuando proceda a interrogar al primer testigo de la acusación, cuya identidad mi distinguido colega en representación del Estado me ha comunicado.
El juez ha asentido con la cabeza.
Entre tanto, la gente se deslizaba sobre los bancos para que pudieran sentarse otros; si bien ahora todos han identificado a la pareja constituida por los padres del acusado y nadie los empuja en la hilera donde están sentados.
Aparece la chica; ella. Era la que estaba en el sofá con las bragas bajadas, la que podía ser vista: el otro está fuera de la vista de cualquiera, bajo tierra junto con todos los demás acuchillados, estrangulados o asesinados a tiros en la violencia de la ciudad, el camino de la muerte. Esa misma mañana, habían asesinado a tres más en una riña entre propietarios de taxis minibús en una parada situada a la vuelta de la esquina. Pero Duncan, cuando estaba a la espera de juicio, se había equivocado al pensar que lo que le había sucedido se perdería entre la violencia fortuita y no despertaría el interés del público. Son los asesinatos callejeros los que no interesan, ya son hechos cotidianos.
Allí está ella. Ella. Hay mujeres que tienen días malos y días buenos. Puede tener algo que ver con una serie de cosas: digestión, fase del ciclo biológico y el modo en que desean presentarse. Ella tenía un día bueno. Claudia no se sintió sorprendida ante el aspecto que presentaba; sabía, por su práctica médica, cómo las personalidades neuróticas disfrutan con la audiencia, cualquier audiencia, incluso aquella que puede imaginársela abierta de piernas en un sofá. Harald la vio por primera vez tal como Duncan debía de haberla visto siempre, en una imagen definitiva para él, incluso en sus días malos. La piel suave y bonita, tallada, en un giro de cincel sobre una estatua, hasta la curvatura del labio a cada lado de la boca. La frente rosada y alta bajo mechones de flequillo. Las perezosas, intensas pupilas de unos ojos cuyos extremos algo caídos, donde las densas pestañas se unían, adoptaban un disfraz de rechazo infantil. Las ropas que escondían e insinuaban su cuerpo, una recatada falda larga y suelta que se deslizó de un lado a otro sobre la división de sus nalgas cuando se dirigió al estrado de los testigos, una blusa de cosaco cuya amplitud sedosa caía de sus hombros de Modigliani hasta tocar las puntas de sus magros senos. No es una belleza pero maneja la belleza a su antojo. Y mirarla es ver que el diseño de su rostro puede transformarse en algo amenazador. En los días malos. Cuando entró en el estrado de la sala, resultó difícil saber si deseaba evitar el encuentro con Duncan; de repente -Harald lo vio -, desde el estrado, miró directamente a Duncan, quieta y concentrada; y Harald se preguntó si Duncan contestaría del modo previsto: Aquí estoy. Harald no podía verlo, no podía ver los ojos de Duncan y, tremendamente agitado, apenas supo cómo contener esa -supuesta- empatía masculina con su hijo.
Sintió animadversión hacia el fiscal en el mismo momento en que el hombre se puso en pie. Fue una sensación física que le recorrió la piel. El fiscal tenía las lúgubres cejas arqueadas y la boca amplia y elíptica de un cómico cuya cara también pudiera convertirse en el deslumbrante rostro de un samurai. Adoptando la versión atractiva de sus rasgos, dirigió el testimonio a su voluntad.
– ¿Vivía usted en pareja con Duncan Lindgard?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo hacía que duraba esa relación?
– Alrededor de un año y medio.
– ¿Eran felices?
Ella sonrió, frunció los labios e hizo un gesto extraño, única muestra de nerviosismo en ella: deslizó los dedos arqueados sobre su garganta, como si quisiera clavarse una garra.
– No mucho. Bueno, a veces. Unas veces sí y muchas otras no.
– ¿Por qué la relación que ambos habían escogido no era feliz?
– Escoger… Yo no la escogí.
– ¿Cómo es eso?
– Él era dueño de mi vida porque me llevó a un hospital.
– ¿Podría usted explicar al tribunal lo que quiere decir con eso?
– Me habría ahogado y me habría muerto si no llega a ser por él.
– ¿Fue a nadar y tuvo algún problema?
– Me metí en el mar.
– Con intención de ahogarse.
– Exactamente.
El público está electrizado ante esta lacónica y magnífica indiferencia hacia la preciosa posesión de la vida. Harald y Claudia advierten que la gente que los rodea se ha enamorado de esa chica, sus rostros, vueltos hacia ella, están capitulando: Aquí estoy.
– ¿No se alegró de estar viva, después de todo?
– El quiso que yo lo estuviera. Eso era agradable.
– Entonces, ¿por qué usted no era feliz? ¿No estaba agradecida?
– Él quería que me alegrara a su manera, que olvidara el motivo por el que había tomado una decisión, todo aquello a lo que no había podido hacer frente, como si hubiera desaparecido. Como si hubiera salido de mis pulmones junto con el agua de mar, basta, una nueva Natalie. De acuerdo con un plan previsto. El es arquitecto, eso es lo único que sabe hacer: trazar planos, planear la vida de los demás de acuerdo con sus propias especificaciones. No las mías. Encontraba carreras profesionales para mí, incluso actitudes que debía tener. Nada era mío.
– ¿Cuál fue su reacción?
– Quería distanciarme de él y volver a ser yo misma.
– Él la salvó y, a continuación, minó su personalidad, ¿no es así? ¿Minó su capacidad para volver a tener confianza en sí misma? ¿Por qué siguió conviviendo con él en la casita?
Cómo puede ser una mujer vulnerable, criatura de carne suave con esos ojos cuya forma no ha cambiado con el resto y han mantenido la inocencia de la infancia, y, al mismo tiempo, decir las cosas que dice.
– Yo pensaba… estaba fascinada… que si pudiera seguir viviendo así con él, eso sería lo peor que podría nunca sucederme. Lo probaría y, si podía sobrevivir… bueno, era como una especie de apuesta. He tenido tantos fracasos…
– De modo que estaba desesperada. Había intentado ya suicidarse y, una vez más, estaba desesperada.
– Supongo que podría decirse así.
– ¿Él entendía su desesperación?
– Sí, claro. Por eso siempre estaba tratando de encontrar su solución para mí. Lo que nunca entendió, lo que no quiere entender es que yo no puedo utilizar las soluciones de otro, que me atan por el cuello como si fuera una cadena. Él sólo podía estrangularme.
– En este aspecto, que algunos podrían interpretar como bien intencionado, ¿diría usted que era posesivo? ¿Celoso?
– Posesivo… cada pensamiento mío, cada acto, por pequeño que fuera, lo analizaba minuciosamente, lo desmenuzaba.
– ¿Estaba celoso de otros hombres? ¿Del interés que sentían por usted?
– Estaba celoso del aire que respiraba.
– ¿Cómo eran sus relaciones con los hombres de la casa?
– Eran amigos de él y acabaron siéndolo también míos. Gracias a Dios que estaban ellos, porque no se tomaban la vida muy en serio, no eran como él y como yo, podíamos soltarnos el pelo y divertirnos juntos. Él me mantenía alejada de los amigos que pudiera tener yo por mi cuenta. Siempre eran personas poco adecuadas para mí, decía él. No valía la pena pelearse por eso, al final.
– ¿Sabía usted que había tenido una relación homosexual con uno de los hombres de la casa?
– ¡Oh, sí!, me lo había contado todo sobre sí mismo. Pero todo el mundo lo había olvidado.
– La noche del 18 de enero, ¿tuvo usted relaciones sexuales con uno de los hombres? ¿Con Cari Jespersen?
– Sí. Así fue.
– ¿Cómo sucedió?
– Cari era una de esas personas con las que se puede hablar de todo. Y él sabía cómo era Duncan. Yo acostumbraba a acudir a él cuando Duncan y yo nos habíamos peleado, y él tenía capacidad para… bueno, ver las cosas con cierta perspectiva, explicar que aquello no era el fin del mundo.
– ¿Había tenido usted alguna relación íntima con Cari Jespersen antes de esa noche?
– Dios mío, no. Él era homosexual; él y David estaban juntos. Me encontró un empleo donde él trabajaba y a Duncan sí le pareció bien para mí esa solución. Duncan se tranquilizó al pensar que Cari me vigilaría para que no tuviera relaciones con otros hombres del trabajo. Duncan siempre tenía miedo de que me fuera. Le había sucedido antes; cierra la mano con tanta fuerza sobre lo que quiere que lo mata.
El fiscal hizo una pausa para dejar que lo que era una mera figura retórica despertara resonancias en la acusación: asesinato.
– ¿De manera que el acusado no tenía motivos para estar celoso de Cari Jespersen?
– No, no tenía motivos. Pero, es decir… él tiene celos de todo, da vueltas y vueltas a todo lo que está relacionado conmigo, incluso cuando él mismo ha escogido la solución. Cari y yo nos llevábamos bien, trabajábamos juntos todos los días, a lo mejor se le metió alguna idea en la cabeza a pesar de que era Cari quien suavizaba las cosas entre él, Duncan y yo. Era él quien nos reconciliaba. Me refiero a que nos reconciliaba con lo que es Duncan, con lo que Duncan estaba haciéndome.
– ¿Por qué su relación de amistad con Cari Jespersen cambió esa noche?
– Hubo una fiesta en la casa y me divertía. Pero Duncan, una vez más, no quería tolerarlo, estaba seguro de que no me levantaría a tiempo para ir a trabajar a la mañana siguiente. En realidad, yo tampoco sabía si lo mío era trabajar en una agencia de publicidad, pero a Duncan siempre le preocupaba que no me lo tomara en serio. Quería que volviera a la casita con él. Discutió y me suplicó delante de los demás, humillándome. Ese día yo ya estaba harta.
– ¿Qué había ocurrido para que usted estuviera dolida?
– Habíamos pasado la mitad de la noche anterior hablando; cuando nos levantamos por la mañana, volvimos a empezar, terminó como de costumbre, nos peleamos. Estaba harta.
– ¿Por ese motivo usted no volvió a la casita con el acusado cuando terminó la fiesta?
– Sí.
– ¿Temía usted que la hostilidad del acusado tuviera como resultado otra noche de insultos?
– Me quedé para ayudar a Cari a recoger y desahogarme un poco hablando con él. No podía soportar volver a la casita para que volviera a llenarme de reproches por mi bien. Habría debido coger el coche y marcharme, en ese mismo momento, a cualquier sitio, como había hecho muchas otras veces.
– ¿Intervenía la violencia en los reproches que le hacía el acusado? ¿Le pegaba?
– No, eso no.
– ¿Pero la amenazaba?
– Lo noté con frecuencia. No en lo que decía. Sino en el modo en que estaba; el modo en que miraba. Quería matarme. Algunas veces, salía de él como una luz.
– Usted estaba segura de que era capaz de cometer actos violentos. ¿Tenía usted miedo?
– Yo sabía que él no podía matarme, porque me había salvado del agua.
– ¿Pero usted tuvo que protegerse de él esa noche?
– Necesitaba algo sin cadenas. Cari me hacía reír en lugar de llorar y me consolaba. Lo que hicimos fue natural, lógico. Duncan nunca ha sido un consuelo. No sé para qué me salvó la vida.
Una vez más, ¿por qué Duncan no aparece en la historia?
Él es el vórtice en torno al cual, despedida, girando a su alrededor, se encuentra la sala. Si él no puede entender por qué hizo lo que hizo, los demás darán sus explicaciones. Versiones. Y ahí está esa versión de lo que él vio desde la puerta; la primera vez, eso es. Están juzgándola a ella, no a él. Así eran las cosas para ella; algo natural. Es sólo una parte. Una danza de apareamiento para tres, primero él con uno y otra, después ellos dos juntos. Ella estaba «divirtiéndose», con el desenfreno que él conocía tan bien, ésa era la manera de ella de hacer estallar una parte de sí misma que la atormentaba, que terminaba en el agua, o con las pastillas que era capaz de conseguir con zalamerías de médicos y farmacéuticos. Cuando ella dijo, él me llevó a un hospital, no dijo cuántas veces. Se divertía, y él tenía que hacer otra vez de equipo de salvamento, tenía que llevarla de vuelta a la casita y darle amor, ser cariñoso con ella, no importa lo que hubiera hecho (qué otro consuelo hay, si no). No estaba bebida, no. No necesita el alcohol para estimularse, el único estimulante que necesita es atacar con palabras, eso puede mantenerla excitada durante noches enteras. Así que, en esa ocasión, no quiere ser «salvada», como declara, de antemano. Ahora le toca a él ser la víctima.
Si él pudiera liberarse (sus compañeros los policías están a su lado) y cruzar el estrado de la sala en dirección a ella, ¿qué desearía decirle?
¿Cómo pudo ocurrírsete algo tan exquisitamente (adverbio de Motsamai) adecuado para destruirme? Vosotros dos, tan listos, que me conocíais tan bien.
Se lo has contado a todo el mundo a tu manera: no les has dicho que estaba en ti, estaba en tu cabeza, fuiste tú quien lo puso en mí, así que eso fue lo que viste en mí: me lo dijiste más de una vez a las tres, las cuatro de la mañana -los pájaros empezaban a cantar en el jardín donde tiré esa cosa-, dijiste: Un día querrás matarme, eso es lo que quieres más que ninguna otra cosa, matarme para conseguir lo que quieres, salvarme y salvarte.
Pero ella se ha salvado a sí misma. Se metió en su coche y se alejó de nosotros, Cari y yo. El muerto y el acusado. Allí está ella, en ese estrado, y nunca volveremos a hablar hasta que oigamos a los pájaros, otra vez.
– Señorita James, ¿está usted embarazada?
El juez detiene inmediatamente a Motsamai; pero el floreo con que Motsamai ha iniciado su interrogatorio a la testigo de la acusación se ha abierto paso por el aire de la sala.
– Señor Motsamai, ¿qué relación guarda con el caso esta intromisión en la vida privada de la testigo? Le ordeno que retire la pregunta.
– Con todo el respeto, señoría, debo decir que es totalmente pertinente a la relación de la testigo con el acusado y las consecuencias trágicas de esa relación. ¿Cuento con su permiso para seguir?
– Espero que su alegación de pertinencia sea correcta, señor Motsamai, y pueda demostrarla de inmediato.
Los dos se entienden; los dos sabían que el juez tenía que poner esa objeción, los dos sabían que la retiraría. El abogado no plantea preguntas sólo para llamar la atención, aunque el efecto inmediato de ésa, en la temperatura del público, haya sido así. Hay agitación y exclamaciones sofocadas. Qué vergüenza. No por su postura grotesca en el sofá, que esperan con ansia poder repasar, sino qué vergüenza, pobre chica guapa, que el desagradable fisgoneo de un abogado saque a relucir delante de todos una de esas cosas que les pasan a las mujeres y, además -regresa una de esas reacciones antiguas, oficialmente proscritas-, que una chica blanca sea tratada así por ese hombre negro cuyo rostro han vuelto tenso y exigente los años en que su raza no habría podido plantearle ninguna pregunta, a ella, a una blanca.
En el momento en que se le hizo la pregunta a ella, a toda la sala, al público, el desconcierto de la joven se convirtió rápidamente en un reconocimiento reticente, irónico, de ese enemigo astuto: ¡nunca debió habérselo contado, al desgaire, por así decir, para hacer más dramático su papel en el bufete!
Motsamai repite la pregunta en voz baja; ella la ha oído a la primera.
– Sí.
Al mirarla, Harald se dio cuenta de que la chica no había dado al fiscal esa información cuando éste la estaba preparando como testigo de la acusación. Y Hamilton debía de haber intuido con astucia que sería así; ella querría estar a la altura del clima moral del fiscal, que, como ella sabía, exigía que él pudiera pensar lo mejor de ella.
– ¿Duncan Lindgard es el padre del hijo que espera?
Ella contestó, no había necesidad de susurrar.
– No lo sé.
– ¿Podría ser hijo de Cari Jespersen?
– Posiblemente.
– ¿No tomó precauciones ante tal eventualidad, esa noche tras la fiesta, cuando se dejó llevar por su impulsividad?
– Así fue.
– ¿Por ese motivo no sabe si el hijo es de Duncan Lindgard, el hombre con el cual usted cohabitaba, o de Cari Jespersen, el hombre con el cual tuvo usted relaciones íntimas esa noche?
– Sí.
– ¿Y la fecha de la concepción, que debe de conocer aproximadamente, desde el momento en que el médico le ha confirmado su embarazo, no descarta a uno de los dos hombres como padre?
– No.
– ¿Cómo es eso?
– Usted lo sabe. Se lo dije cuando me lo preguntó en su despacho. Duncan me hizo el amor por la mañana temprano, el mismo día, así era como terminaban las malas noches.
– ¿Y no le preocupa, no le inquieta no saber quién es el padre del hijo que va a tener?
Natalie aparta el rostro, primero mira hacia un lado, luego hacia otro, lejos de todos, se escapa de la sala arrastrada por la voluntad del público: qué vergüenza. Regresa para contestar a todos.
– Es mi hijo.
Duncan desea empujar a los policías contra las paredes y correr para sostener su pobre frente, su rostro, que pronunciaba palabras groseras contra él, hacerla callar contra su pecho, meciéndola para consolarla del niño que abandonó, Natalie/Nastasia, fue a buscar la muerte y se le escapó; pero no es posible frenar a Motsamai, no se puede detener el proceso. Desde el mismo momento en que él, Duncan, se paró en la puerta, algo se puso en marcha que no puede detenerse.
– ¿No le inquieta pensar en el dolor que esta noticia causará en el acusado, el cual le ha dado su amor y su apoyo fiel, que usted aceptó durante varios años, a pesar de todas sus acusaciones contra él?
– Eso sólo es asunto mío.
– ¿Ésta es su respuesta a la pregunta sobre el efecto que puede tener en él esta noticia, por doloroso que sea?
Es como si, para ella, Motsamai y su acoso no existieran. Repite:
– Eso sólo es asunto mío.
– No le importa. Muy bien. Señorita James, me parece que usted es aficionada a escribir, poemas y cosas así, está familiarizada con distintas expresiones. ¿Entiende el significado de in flagrante delicio}
– No necesito que me lo explique.
– No necesita que se lo explique. ¿Fue usted encontrada in flagrante delicio con Cari Jespersen en el sofá del cuarto de estar donde se había celebrado la fiesta, con las luces encendidas y las puertas abiertas, de modo que podría haber entrado cualquiera, la noche del jueves 18 de enero? ¿Fue el acusado, el hombre que le había salvado la vida y con el que había convivido, quien entró y los encontró allí?
– Sí. -Y el monosílabo se expande a través de la intensa receptividad del público: sí sí sí.
– Admite usted que realizó ante sus ojos el acto sexual con su íntimo amigo. ¿No ha pensado en la angustia que esta última noticia va a producirle, que se sumará al dolor y el sobresalto que le provocó usted cuando la encontró con Jespersen esa noche? Admite que tuvo relaciones con los dos hombres en el período de veinticuatro horas. El hijo es suyo. ¿Qué significa esto? No hay hijo sin padre. ¿Está usted proclamando un milagro, señorita James? ¿Se trata de la inmaculada concepción?
Objeción del fiscal, confirmada; Motsamai retira la pregunta y sigue adelante con un gesto de la mano.
– Tiene dos padres putativos para su hijo. No le importa. Señoría, desearía que el tribunal tuviera esto en cuenta: esta actitud insensible, despreocupada, incluso indiferente, resulta abominable para cualquier persona responsable que sienta debida preocupación por los sentimientos de otra. ¿Cómo se supone que el acusado va a aceptar que a la mujer que ama no le importa si el hijo que va a tener es suyo o no? Este cínico colofón, ¿no es el epílogo final, cruel, a la danza que le hizo bailar a él y que los testimonios que expondremos a este tribunal describen como una vida infernal? Por último, tuvo lugar la provocación extrema, insoportable, a la que lo sometió la noche del 18 de enero, de manera que la actitud del acusado ante la exhibición del acto sexual, cuando al día siguiente encontró al hombre repantigado en ese mismo sofá en el que se había cometido, culminó en un estado tal que su mente se quedó en blanco y, en ese estado, cometió un acto trágico. La parte de responsabilidad de la testigo en esta tragedia acaba de ser confirmada por ella misma. La han confirmado, de una vez para siempre, los sentimientos que ha expresado abiertamente y con total indiferencia ante los malos tratos que, una vez más, inflige al acusado, en esta ocasión al no tener en cuenta sus sentimientos al oír que podría estar esperando un hijo suyo.
– ¿Ha terminado, señor Motsamai?
Sí, como un cantante de ópera que se detiene en la nota culminante, sabe en qué tono debe parar. El público es voluble, se deja guiar por quien tenga capacidad para influir en él, o tal vez está compuesto por una comunidad tal de mirones que incluso se han formado facciones. El juez hace una pausa para tomar el té y, mientras Harald y Claudia salen con la gente, alguien se las apaña para acercarse y dice, reclamando una siseante intimidad: Es ella quien debería estar ahí. Khulu ha llegado hasta ellos e inclina sus anchos hombros para protegerlos abriéndoles paso.
El psiquiatra de la acusación es una mujer, mientras que la defensa ha escogido a un hombre. Por algún motivo, el abogado de la defensa está satisfecho con eso; Hamilton lo explica: es fácil que una mujer, incluso en la postura moral de un juez urbano, sea considerada blanda frente a la integridad de la mujer implicada en el caso, en especial con respecto al tema de la provocación; en cambio, es probable que se considere que un hombre es más objetivo en su profesión. Claudia sonríe tras el puño que tapa su boca.
– Así son las cosas, querida doctora.
Hamilton les hace un breve resumen en los pasillos llenos de ecos, justo antes de que vuelva a iniciarse la sesión. Las voces, los diálogos de otras personas en un momento difícil, rebotan en el vacío de los altos techos, pero Harald y Claudia sólo oyen la conversación con el hombre que los tiene en sus manos. Su confianza es como la copita de coñac que ofrece en el bufete, un calor que pronto desaparece de la sangre. El fiscal sigue con su caso, llamando a la psiquiatra. La mujer irradia competencia desde la piel pecosa de los pechos que asoman tras el escote, como muslos fuertemente unidos, mientras testifica que la capacidad intelectual del acusado es alta y que éste está en pleno uso de sus facultades mentales.
– En su opinión, ¿ese nivel de inteligencia y esas facultades mentales lo hacen responsable de sus actos, incluso en situaciones de tensión?
– Sí. Al acusado no le pilló por sorpresa totalmente lo que vio esa noche después de la fiesta. Creo, a partir de nuestras conversaciones, que él abrigaba sospechas sobre la situación antes de que se encontrara con la pareja en pleno acto sexual. Se había erigido en custodio de la moral de su pareja, lo que era una fuente constante de peleas y de conflicto entre ellos. Hay presente una profunda animosidad subconsciente en su apasionada posesividad hacia ella. No quería hacer frente a la realidad de la personalidad de ella, aunque ella era franca con él y él se enorgullece de ser defensor de la libertad personal, incluida la libertad sexual. Abrigaba siempre sospechas de que ella le era infiel, estuvieran justificadas o no. Tenía un apego hacia ella obsesivo, evangélico, que se manifestaba en su deseo de dirigir de modo racional y práctico cada aspecto de su vida.
– El día de inacción que transcurrió después del descubrimiento de la pareja, ¿encaja con esta racionalidad?
– En mi opinión, sí.
– Un día de inacción, contemplación, seguido de acción, ¿encaja también con una conducta deliberada?
– Sí. Tiende a dar muchas vueltas a las cosas. No actúa de manera impulsiva. Planifica. Planificaba toda la vida de esa mujer sin su deseo ni consentimiento.
– Así pues, ¿cree que pudo haber disparado a Jespersen «siguiendo un impulso», veinticuatro horas después de que hubiera descubierto a la pareja en situación comprometida?
– No. Si hubiera actuado en un estado irracional, incapaz de valorar lo erróneo de su conducta, habría atacado a Jespersen de inmediato, tras el shock que sufrió el ver que sus sospechas se hacían realidad ante sus ojos.
– ¿En qué estado mental, entonces, diría usted, con qué intenciones, diría usted, se dirigió a la casa al día siguiente?
– Se dirigió a la casa con las intenciones conscientes inspiradas por los celos durante su soledad.
– ¿En un estado mental racional?
– Sí.
– ¿Se dirigió a la casa para matar a Jespersen?
La psiquiatra no podía asegurar hasta qué extremo sus intenciones pudieron llevarlo. Pero no estaba convencida de la amnesia del acusado en relación con lo que sucedió en la casa después de que Jespersen le sugiriera que se sirviera una bebida.
– El hecho es que, después de madurar esas intenciones durante las horas que había pasado en la casita, asesinó a Jespersen. ¿Era plenamente consciente de lo que hacía?
– Se trata de un individuo cuyo autocontrol ha sido establecido con fuerza desde la infancia. Es un axioma de sus orígenes de clase media. No se deja llevar por las emociones para actuar según sus impulsos, es deliberado en cada decisión que toma, cualquiera que ésta sea.
El gesto del fiscal era de completa satisfacción con el testimonio de su experta: no eran necesarias más preguntas.
Motsamai se puso en pie adelantando los brazos, con las palmas de las manos hacia arriba, como si quisiera coger algo que le ofrecieran.
– Doctora, ¿qué es un estado de shock?
– Es un fenómeno mental que afecta de manera diferente a las distintas personas: algunas lloran, otras se ponen furiosas, otras salen corriendo.
– Pero, en general, en lo que afecta a la capacidad de cognición, no a la diversidad de reacciones, ¿se produce un repentino desorden de los procesos mentales?
– Se produce, como efecto, confusión mental. Sí. Y, tal como he explicado, se manifiesta de distintas maneras.
– ¿Incluido el impulso de huir y esconderse?
– Sí.
– Según su experiencia, doctora, ¿un shock profundo pasa enseguida y el individuo afectado recupera el equilibrio emocional, con el control de sí mismo que esto implica, en un abrir y cerrar de ojos? Sin duda, entre sus pacientes algunos habrá para los que un shock profundo ha tenido consecuencias a muy largo plazo; por lo que sé, su duración es tal que para recuperar el equilibrio emocional deben buscar su ayuda experta…
Harald advierte un movimiento de desaprobación bajo la toga del juez, pero éste deja pasar la pulla sin objeciones.
– ¿No es posible que cuando el acusado huyó en estado de shock de la exhibición sexual de la señorita James y Jespersen, y se escondió en la casita, las horas que pasara allí no condujeran a una recuperación instantánea de su racionalidad y de su capacidad de tener intenciones deliberadas, sino al estado de confusión mental que usted ha identificado como consecuencia de un shock nervioso?
– Es posible.
– ¿Estaría usted de acuerdo en que el suyo fue un shock profundo?
– Sí.
– En el caso de un shock profundo, ¿diría usted que la confusión mental y emocional, en lugar de decrecer, podrían aumentar durante el proceso que usted denomina «dar vueltas a las cosas», tendencia que usted ha diagnosticado en el acusado? ¿No es cierto que el impacto de lo que ha provocado el shock va ganando fuerza a medida que todas las implicaciones de la dolorosa situación crecen, hasta alcanzar una confusión emocional y mental cada vez mayor? De manera que el individuo no puede, tal como decimos, pensar correctamente; no puede pensar en absoluto.
– Un shock puede tener efectos de confusión mental duraderos. Insisto en que eso depende de la personalidad del individuo. En mi opinión, el señor Lindgard es un individuo que ha vivido sometido largo tiempo al estrés emocional y eso lo ha preparado para recuperar el equilibrio mental y la racionalidad rápidamente, de acuerdo con su naturaleza.
– Así pues, usted confirma que el acusado tuvo una larga experiencia de estrés emocional con Natalie James.
– Sí. Él lo provocaba.
– ¿Es cierto que tanto usted como su distinguido colega, el doctor Basil Reed, psiquiatra con veintitrés años de experiencia en su campo, han tenido la oportunidad de valorar la personalidad y el estado mental del acusado durante un período de veintiocho días?
– Sí.
– ¿Cuántos años hace que se dedica usted a la psiquiatría, doctora Albrecht?
– Siete años.
– La opinión de su veterano colega, el doctor Reed, tal como la establece en su informe al tribunal, es que el largo período de estrés emocional sufrido por el acusado, que usted misma confirma, es de naturaleza tal que, en lugar de resolverse en pensamiento e intención racionales, culminó en un estrés emocional insoportable en el cual el acusado se vio precipitado a un estado de disociación entre la razón y la realidad. ¿Es cierto que semejante estado, como resultado de un estrés prologado sumado a un shock profundo, es un estado reconocido por su profesión?
– Sí. Como una de las posibles reacciones ante un trauma.
– Así pues, es un estado reconocido. -Las palmas de Motsamai se unen lenta, mesuradamente-. No hay más preguntas, señoría.
Su gesto indica que el caso de la acusación está terminado, aunque todavía debe declararlo el fiscal. Harald y Claudia miran fijamente al fiscal y oyen sus palabras sin interpretar su significado; dónde está su hijo, qué le ha sucedido, en esas declaraciones que lo tratan como si fuera un pelele: es esto; no, eso otro. Motsamai poseerá la hermenéutica necesaria para el clima moral legal; él se lo explicará.
El fiscal ha adoptado la boca de samurai, con las comisuras hacia abajo, y sus cejas están plegadas y juntas; no necesita más vehemencia y no tiene el registro de Motsamai; un fiscal sabe que no es la estrella que la constelación de la abogacía necesitaba, su diamante negro.
– La suma de las pruebas indica que el acusado es un hombre muy inteligente, en plena posesión de la facultad de la conciencia, que asesinó de un disparo, a sangre fría, a un hombre indefenso tendido en un sofá. La cuestión que se expone ante el tribunal está clara: es la de la capacidad del acusado; si el acusado tenía o no capacidad para cometer un delito conscientemente. Aunque los expertos puedan discrepar en algunas opiniones, queda claro que no actuó cuando podría ser natural, incluso excusable, que lo hiciera. No se enfrentó al fallecido de inmediato, cuando encontró a aquel hombre ocupando su lugar, teniendo relaciones íntimas con la persona que él creía poseer en cuerpo y alma. Si lo hubiera hecho entonces, no habría sido necesario consultar a los expertos para saber que pudo haber realizado ese ataque cuando estaba fuera de sí, por así decir, vencido por la emoción. Pero no; dio la espalda a la escena, se marchó para pasar un día entero examinando sus sentimientos y las opciones que se le ofrecían para satisfacerlos; su derrota sexual, su orgullo masculino, el orgullo de un macho totalmente dominante (puesto que, tal como hemos oído en el testimonio, así era su lamentable naturaleza). Podría haber echado a la chica de la casita, haber cortado su relación con ella como ingrata creación suya, no olvidemos que había hecho que volviera a la vida. Pudo decidir no volver a tener ningún trato con ella, con Jespersen y con la casa donde semejantes cosas podían suceder. Había varias opciones. Pero, en plena posesión de sus facultades mentales, tras tiempo más que suficiente para considerar qué rumbo tomar, se dirigió a la casa, sabiendo que Jespersen estaría allí a esa hora de la tarde, y utilizó el arma que sabía que se guardaba en la casa, para matar a Jespersen. Éstos son hechos irrefutables. El acusado era capaz de cometer conscientemente el delito de asesinato que cometió, y sugiero, señoría, que el tribunal actúe teniendo en cuenta estos datos, si queremos hacer justicia a su víctima y al código moral de nuestra sociedad, que dicta: No matarás.
Por algún motivo que no se explica, durante la que tendría que haber sido la pausa de la comida se anuncia que el tribunal no se reunirá por la tarde; el caso continuará a la mañana siguiente a las nueve.
El juez no está obligado a rendir cuentas de lo que puede ser algún compromiso urgente en otro lugar; o tal vez le duele una muela, de modo que la visita al dentista se convierte en algo prioritario para él. La gente alega estas enfermedades comunes ante asuntos de vida o muerte. Que se vayan al infierno. Pero uno no puede pensar que un juez actúe así, ni Harald ni ninguna otra persona.
La tensión que Hamilton Motsamai encuentra en sus rostros, concentrada en él, seguramente debe de irritarlo. No, es impermeable pero no indiferente; tiene ya preparada su interpretación sobre lo que ha transcurrido del proceso. Todo va según lo previsto, dice. No hay sorpresas. No hay que preocuparse.
¿Y mañana?
No se le puede preguntar sobre mañana. Mañana tendrá a Duncan en el estrado de los testigos.
No va a revelar su estrategia ni siquiera a Harald y a Claudia; para saber cómo llevará su caso mañana, uno sólo puede intentar deducir alguna idea a partir de la línea que ha seguido hoy con los testigos de la acusación; Duncan está en esas manos.
Tienen razón. Todos. Así es: él y ella no pueden distinguir qué Duncan se ajusta más a la verdad, el descrito por el fiscal, la psiquiatra, Motsamai. Quizás él, de regreso a su celda, lo sepa. Quizá lo sepan ellos, mañana.
– Aunque Natalie James, con la cual usted cohabitaba, trabajaba en la misma agencia de publicidad que Cari Jespersen, donde él había encontrado un puesto para ella, e iba y volvía del trabajo con él, pasaba con él las horas de la comida a diario, ¿no le inquietó la idea de que pudiera estar formándose un vínculo entre ellos?
Por fin Duncan va a hablar. A hablar por sí mismo.
– No.
– ¿Por qué?
La pregunta de Motsamai es el pie de un diálogo que, como todo el mundo sabe, ha escrito él mismo y está ensayado. Pero las respuestas de Duncan no son líneas aprendidas. Harald y Claudia oyen su voz, que les llega como si hablara consigo mismo. Para ellos, es como si oyeran hablar a su hijo sin que él se diera cuenta.
– Porque a Cari no le interesaban las mujeres, sólo como amigas.
– ¿Por qué estaba usted seguro?
– Él era gay. Homosexual.
– ¿Cómo lo sabía usted?
Ah, pero la pregunta banal tiene un objetivo concreto, Motsamai sabe construir cuidadosamente la escena para su cliente.
– Vivía como homosexual. Todos los que compartían la casa eran homosexuales.
– Usted vivía en la misma finca. ¿Compartía usted esta inclinación?
– Tiempo atrás, tuve una relación… con un hombre.
– ¿Uno de los hombres de la casa?
– Sí.
– ¿Con cuál?
– Con Cari.
– Con Cari Jespersen. Así que fue esta experiencia lo que le llevó a creer que no podía haber nada entre Natalie James y Jespersen. ¿Estaba usted enamorado de Natalie James?
La pregunta incide sobre las terminaciones nerviosas de Duncan, y Harald y Claudia se encogen, junto con él.
– Estábamos muy unidos.
– ¿Era una relación amorosa, una relación sexual entre un hombre y una mujer?
– Sí.
– Ejeee… Si usted pudo tener una relación homosexual y después enamorarse de una mujer y tener una relación heterosexual, ¿cómo podía estar seguro de que Cari Jespersen no tendría propósitos sexuales con su amante, Natalie?
Resulta difícil confiar en Hamilton tal como se muestra ahora. Harald ve que Motsamai está disfrutando, la vida de Duncan es el material de una actuación profesional. El hombre que trae del Otro Lado la comprensión hacia las personas que pasan por un momento difícil, el hombre en cuyas manos se encuentra la auxiliadora copa de coñac, ha quedado atrás, en el bufete.
– Porque no se sentía atraído por las mujeres. Sexualmente. Desde un punto de vista anatómico. Me lo decía con frecuencia, las encontraba repulsivas. No puedo repetir con detalle algunas de las cosas que le gustaba decir. Sólo puedo decir que le desagradaban las mujeres, sus genitales.
– ¿Le decía estas cosas en un intento de disuadirle a usted de tener una relación heterosexual?
– Supongo que sí. Tiempo atrás.
– ¿De manera que usted estaba totalmente seguro de que no tendría intenciones eróticas hacia la mujer que era su amante?
– Sí, seguro.
– Aunque usted había tenido una relación homosexual con él y después se había enamorado y había iniciado una estrecha relación con una mujer, ¿no se le ocurrió que él podría ser capaz de tener los mismos instintos?
– No. Estaba fuera de duda. Yo no soy homosexual; soy como cualquier ser humano adulto con cierta ambivalencia erótica que puede aflorar o no en determinadas circunstancias. Sólo tuve esa relación. Él era activamente homosexual, lo había sido, me lo dijo muchas veces, desde los doce años.
– ¿De manera que usted no tenía la menor idea de que él estaba teniendo una relación… de que Natalie estaba teniendo una relación con Jespersen?
Al otro lado del estrado, absorto, lascivo silencio de la sala; de la diana en que se había convertido el estrado de los testigos, llegó nítidamente el sonido seco de la lengua de Duncan al presionarla brevemente contra el paladar. El aire de los espectadores se estremeció; habían estado esperando delante de una jaula para que la criatura gritara.
– No había ninguna relación.
– ¿Está usted completamente convencido de ello?
– Lo sé. Cari era el amante de David, Cari estaba muy unido a él.
– ¿Puede describir lo que sucedió la noche del 18 de enero? ¿Se celebró una fiesta en la casa?
– No fue exactamente una fiesta. La casa es un lugar por el que aparece mucha gente. Con frecuencia Natalie y yo nos sumábamos a los hombres de la casa y cenábamos juntos. Supongo que éramos una especie de familia. Mejor que una familia nuclear, había mucha amistad y confianza entre nosotros.
– Esa noche cenaron juntos.
– Vinieron otros amigos de David y de Khulu a tomar unas copas y, como se hizo tarde, se quedaron a cenar con nosotros. De manera que podría decirse que se convirtió en una especie de fiesta espontánea. David había bebido bastante y se fue a dormir cuando se marcharon los demás. Khulu se fue con uno de ellos, había quedado. Natalie había estado animando la cena con anécdotas sobre su experiencia como azafata de un crucero, es una gran imitadora, y no había ayudado gran cosa en la cocina, de manera que se ofreció a quedarse y recoger con Cari. Es propio de ella hacer este tipo de gestos. Cuando ha estado especialmente exuberante. Sólo porque lo odia: nunca hace las tareas domésticas. Yo sé que es necesario para el concepto que tiene de sí misma, de manera que la dejé y me fui a la casita, a la cama.
El juez levantó la cabeza, como si por fin hubiera encontrado algo que le intrigaba.
– Natalie James, en su testimonio de ayer, dio una versión bastante distinta de los hechos. ¿Hubo alguna pelea entre ustedes, no intentó hacer que volviera a la casita con usted?
– No es posible convencer a Natalie cuando se encuentra en ese estado.
– ¿Está usted diciendo que no se produjo ningún altercado con ella delante de los presentes?
– Ella estaba en vena. De manera que si no quería venir a casa y descansar un poco, era mejor que me marchara.
La mirada del juez da a Motsamai la señal para continuar.
– ¿Qué hora era?
– Hacia la una.
– ¿Esperaba usted que ella le siguiera?
– Naturalmente.
– ¿Lo hizo?
– No.
Motsamai es paciente ante la resistencia; Harald, Claudia, tienen la sensación de que Duncan huye, huye de la celda que ha ocupado, de la institución cerrada para los incapacitados mentales, fuera de la sala, fuera de la tribuna de rostros en cuya presa se ha convertido, fuera de sí mismo.
Motsamai va tras él.
– ¿Qué sucedió entonces?
– Me desperté. Ella no estaba. Vi que eran las dos y media. Estaba preocupado porque tuviera que cruzar el jardín tan tarde a oscuras, hay intrusos por toda la zona.
– ¿Y entonces?
Ahora lo cuenta de memoria; es algo que le han contado que le sucedió. Otro yo; el abogado se convierte en el otro yo del acusado una vez que ha absorbido, que se ha apropiado de los hechos.
– Salí, crucé el jardín hasta la casa. Las luces estaban encendidas y la puerta de la terraza estaba abierta. Entré en el cuarto de estar y ella estaba debajo de él en el sofá. Cari.
– ¿Estaban haciendo el amor?
– Estaban terminando. No podían parar. Así que lo vi todo.
En la mente y en los recuerdos de todos, desconocidos, cuerpos situados uno junto a otro en una reunión pública, aparece el momento compartido antes del orgasmo. Es un colectivo de la carne. Lo saben. ¿El juez también lo comparte, recuerda, también conoce ese momento, hizo el amor la noche anterior, de modo que entiende plenamente qué es aquello que el acusado no pudo evitar ver, lo que nadie pudo detener? Ni siquiera el que estaba de pie en la puerta.
Qué hicieron, los dos descubiertos, y qué hizo él, está preguntando Motsamai. La respuesta es que Duncan no lo sabe, dejó lo que había visto cuando Natalie se dio cuenta, de repente, de su presencia, y la cara de Cari apareció un momento mientras subían y bajaban los cuerpos, y él regresó a la oscuridad.
Duncan huyó, entonces era posible huir; en cambio, ahora no es posible.
Porque Motsamai está desarrollando la parte de la progresión que resulta fácilmente comprensible: lo que hizo Natalie James fue marcharse en coche, no volvió a la casita esa noche ni al día siguiente. Duncan no durmió durante el resto de la noche. A la mañana siguiente, no fue a trabajar a su mesa de dibujo. Era viernes. Viernes, 19 de enero.
– ¿Qué hizo usted? ¿Pasó el día en la casita?
– No hice más que pensar.
– Pensaba en lo que podía hacer ante esa situación.
– No. No. Buscaba una explicación. Una razón. Intentaba averiguar el porqué.
– ¿Por qué había podido suceder algo así?
– Sí. Lo que había visto.
– ¿Pensaba usted en encararse con Natalie? ¿En ir a buscar a su amigo Cari, encararse con él?
– No quería verlos. Ya los había visto. Buscaba una explicación, en mí. Pensé en eso durante todo el día. Estoy acostumbrado a enfrentarme a crisis de un tipo u otro con ella; puedo enfrentarme a ellas solo.
– ¿Lo ha hecho con éxito, es decir, sin consecuencias negativas, en alguna ocasión anterior?
– Muchas veces.
– ¿De modo que no tenía pensamientos de venganza de ningún tipo hacia ninguno de los dos?
– ¿Por qué venganza? No me pertenecen, son libres de hacer lo que quieran.
– ¿No tenía usted intención alguna de acusarlos, para no hablar de actuar contra ellos, por cómo le había afectado su manera de «hacer lo que quieran»? Por cómo había afectado su vida. Su relación amorosa con Natalie.
– No.
– ¿O su relación anterior con Cari Jespersen?
Sin duda, lo que contestó entonces no formaba parte del ensayado guión de Motsamai.
– No. Todo lo que podía recordar del momento en que los había visto así era una sensación de asco, una desintegración de todo, asco de mí mismo, de todos.
– ¿Sí? -El gesto de Motsamai es el de un director de orquesta desde su estrado.
– Eso era lo que estaba intentando explicarme para hacer que todo encajara otra vez, para entenderme.
– ¿Estuvo pensando sobre el futuro de su relación con Natalie? ¿Creía que podía continuar, después de lo que había visto: del uso tan especial que hacía de su libertad, la recompensa por el amor y cariño dedicados?
– Cómo iba a saberlo. Había continuado tras muchas ocasiones que podían haber terminado con todo.
– ¿Permaneció en la casita durante todo ese día, acostado en la cama? ¿Solo?
– Sí. Con el perro.
– ¿Qué hizo que se levantara?
– El perro, tenía hambre, estaba inquieto. Me vestí y le di su plato de comida.
Motsamai respiró hondo, la toga negra se alzó sobre su pecho, y se tomó tiempo, tanto para él como para Duncan.
– ¿Y entonces?
– Fuera. Come fuera de la casa. De manera que yo estaba en el jardín.
– ¿Qué hora era?
– No había mirado ningún reloj, sería la hora en que acostumbramos a darle de comer, hacia las seis y media o las siete.
– Estaba en el jardín, ¿regresó a la casita?
– No.
– ¿Por qué?
– Me limité a ir -esbozó un gesto; era la primera vez que utilizaba las manos, atributos de defensa que había entregado junto con la admisión de culpabilidad- a la casa.
– ¿Con qué objetivo?
– Me encontré en el jardín. En lugar de volver a la casita, seguí andando.
– ¿Esperaba ver a alguien en la casa, hablar con alguien? ¿Con uno de esos otros amigos?
– No quería hablar con nadie.
– Entonces, ¿pretende decir al tribunal que no tenía motivo alguno para ir allí?
No se sabía cuál de los asesores cuidadosamente escogidos, uno de ellos blanco, otro lo bastante oscuro como para pasar por negro, había hablado: ambos permanecían sentados a cada lado del juez, silenciosos secuaces. La voz era lenta y poco fluida. Harald tuvo la extraña sensación de que procedía de un médium a través de cuya boca hablaba el público, la gente que llenaba la sala.
– Me encontré en el jardín, creo que necesitaba estar otra vez en el mismo lugar, en la puerta donde me había detenido.
Motsamai no permite ni un momento de silencio y afirma:
– De manera que usted cruzó el jardín en dirección a la casa para detenerse otra vez en el mismo lugar donde había visto a la pareja, a su antiguo amante y a la mujer, su amante actual, copulando en el sofá. ¿Y qué pasó cuando llegó a esa puerta?
Claudia sentía el olor de su sudor, no hay cosmético que pueda suprimir la angustia que sólo el cuerpo, mudo primitivo, puede expresar; la higiene es un convencionalismo cortés que disfraza el poder animal en la vida de la clase media. Se pregunta si Harald estará rezando, si es ése el otro tipo de emanación que surge de él; que se mezclen, lo animal y lo espiritual, si juntos pueden producir la solidaridad prometida hace tanto tiempo en el pacto con su hijo.
Duncan vuelve a hablar de memoria. Como si se le hubiera desconectado algo, un interruptor en alguna parte del cerebro.
– Jespersen estaba echado en el sofá.
– ¿Cuál fue la reacción de él cuando le vio?
– Sonrió.
– Sonrió. ¿Habló?
– Cari dijo: «Vaya, lo siento, bra.»
El juez formula la pregunta como si pudiera ser contestada tanto por el acusado como por su abogado.
– ¿Bra? ¿Qué significa bra?
– Es un diminutivo fraternal que utilizamos entre nosotros los negros, señoría, y se ha extendido también a los blancos con los que ahora los negros comparten lazos fraternales en un país unido. Significa que consideras que la persona a la que te diriges es como si fuera tu hermano.
Motsamai pasó con soltura del juez al acusado:
– Así pues, él consideraba que usted todavía era un hermano.
– Sí.
– ¿Qué contestó usted?
– Entonces pensé que había ido a verlo a él.
– ¿Le pidió una explicación por su actitud?¿Le pareció suficiente el intrascendente «lo siento», el tipo de excusa que dice un hombre cuando choca con alguien en la calle?
– Él empezó a hablar: no somos niños, acaso no pensamos lo mismo, no nos pertenecemos unos a otros, queremos vivir en libertad, ¿verdad? Se trate de sexo o de dar un largo paseo. Qué más da, dijo, el paseo ha terminado, el sexo ha terminado, lo hemos pasado bien, eso es todo. ¿No había estado siempre muy claro entre él y yo? Había sido una lástima que él y Natalie hubieran sido tan impulsivos, era una chica que normalmente hacía las cosas de modo más discreto. Se reía con su risa afable. Me dijo: todos lo sabíamos, dijo que yo también lo sabía, y eso no había cambiado las cosas entre Natalie y yo en ocasiones anteriores. Me dijo, me explicó que no debería seguir nunca a la gente, ir a buscarla cuando vive su vida, eso es para la gente que construye una cárcel con sus sentimientos y encierra a alguien dentro. Dijo que era una gran chica y que ella no volvería a pensar en lo sucedido. Y, en cuanto a él, yo conocía sus gustos: nada de reproches, claro que no, había sido como una última copa algo loca, así lo llamó, parte de la agradable noche que habíamos pasado todos juntos, las copas y lo mucho que se habían reído juntos mientras recogían.
– ¿Qué le dijo usted?
– No lo sé. Hablaba, hablaba, hablaba, reía, como cuando nos contábamos las aventuras que habíamos tenido, era igual. No podía parar. Yo no podía pararlo.
– Y entonces, ¿qué sucedió?
– Quiso que bebiera con él, como hacíamos antes.
– ¿Y después?
Necesidad de encontrar la fórmula precisa.
– «Por qué no te sirves una copa.» Oí esas palabras entre un balbuceo que ya no podía seguir. Fue lo último que le oí decir. De repente, cogí el arma de la mesa. Y él se calló. El ruido cesó. Le había disparado.
La cabeza de Duncan ha ido cayendo hacia atrás. Los ojos cerrados para no ver a nadie, Motsamai, el juez, asesores, fiscal, funcionarios, el público, donde una mujer sofoca un sollozo teatral, madre y padre. Harald y Claudia no pueden estar allí para él, donde está él, solo con el hombre que ha muerto de un tiro en la cabeza, disparado con un arma que estaba al alcance de la mano.
Harald no tiene miedo, sino certeza. Ese hombre, el fiscal, está dispuesto a atrapar a su hijo, hacer que confiese que deseaba hacer daño a Cari Jespersen y se dirigió a la casa con esa intención. Y quizá, para detener las preguntas, detener el ruido, la voz que se dirigía sólo a él entre todo el estruendo que llenaba aquel espacio cerrado, Duncan podría decir sí, sí; ha confesado que ha matado, ¿qué más quieren de él? Y ese hombre, el fiscal, está sólo haciendo su trabajo, a él qué más le da que Jespersen esté muerto, que Duncan se haya destrozado a sí mismo; es su actuación. Para hacer su trabajo, debe conseguir la condena que quiere, eso es todo, como medida de su competencia, uno de los pasos diarios en el progreso de su carrera. Como ascender por la escalera profesional.
– Ese viernes 19 de enero, ¿lo pasó entero acostado, dando vueltas a lo sucedido la noche anterior?
– Pensando.
– Es lo mismo, ¿no? Dando vueltas una y otra vez al daño que le habían hecho. A lo que usted deseaba hacer en relación con todo eso. ¿No es así?
– No. Porque no se podía hacer nada.
– Sin embargo, al final del día se dirigió a la casa. ¿No era eso hacer algo? Entre las seis y las siete de la tarde, era muy probable que Jespersen hubiera vuelto a casa de su trabajo. Lo sabía ¿no?
– Me encontré en el jardín. No pensé en quién podría estar en la casa.
– «Se encontró en el jardín», y creo que fue entonces cuando también se dio cuenta de que había llegado el momento de que hiciera lo que había estado pensando, planeando, durante todo el día: buscar a Jespersen, vengarse por el daño que usted sentía que le había hecho, aunque no era el primer hombre con el que la mujer con quien usted convivía le había sido infiel. Creo que lo que estuvo pensando, durante todo el día, no fue más que un dar vueltas y vueltas a los celos, y que se dirigió a la casa en el consiguiente estado de agresividad con la intención de enfrentarse a Jespersen con violencia.
La tarea del fiscal consiste en convertir al acusado en mentiroso: así es como Harald y Claudia ven su proceso. Claudia se agita en su asiento, como si fuera incapaz de permanecer sentada allí por más tiempo, y él oprime los nudillos de ella, en un gesto de consuelo que surge de su propio resentimiento.
Pero si supieran… quizá lo saben en parte; Duncan no está seguro de lo que saben, de lo que están enterándose sobre él: es un mentiroso. Mentiroso por omisión. Porque el fiscal no puede saberlo, no se lo ha dicho, es imposible contarle el conflicto de sus sentimientos hacia Cari Jespersen, hacia Natalie, su confusión ante sus traiciones, su dolorida repugnancia; en eso pensaba en la casita. Venganza: si Natalie hubiera vuelto ese día, ¿habría pensado en matarla?
Pero ella -oh, Natalie- ha sufrido ya suficiente venganza por ser ella misma.
El arma está en la sala. Se ha convertido en la prueba principal. Un flujo de curiosidad hace que las demás personas del público se inclinen hacia delante para intentar echarle un vistazo.
No es más que un trozo de metal al que se le ha dado forma; Harald y Claudia no tienen necesidad de verlo. Las huellas dactilares de la mano izquierda del acusado, dice el fiscal, se descubrieron en ella mediante pruebas forenses, sus huellas dactilares, que sólo posee él en toda la humanidad, de la misma manera que es único para ellos, como único hijo.
– ¿Conoce usted esta arma?
– Sí.
– ¿Es suya?
– No.
– ¿De quién es?
– No sé a nombre de quién está la licencia. Era el arma que se guardaba en casa por si alguien era atacado o entraban intrusos, para que quien estuviera allí pudiera defenderse. Cualquiera de nosotros.
– ¿Sabía usted dónde se guardaba?
– Sí. Normalmente, en un cajón de la habitación de David y Cari.
– Usted vivía en la casita, no en la casa. ¿Cómo lo sabía?
– Lo sabíamos todos. Vivimos… vivíamos juntos en la misma finca. Si los otros estaban fuera y yo oía algo sospechoso, sería yo quien la necesitara.
– Usted sabía manejar un arma.
– Esa pistola sí. Es la única que he tocado en mi vida. En el ejército, los soldados se entrenan con rifles. David nos enseñó a hacerlo, cuando se la compró.
– La noche del 18 de enero, la pistola se llevó al cuarto de estar para mostrarla a uno de los invitados, que tenía intención de comprar una. ¿Le enseñó usted cómo manejarla?
– No. No recuerdo quién lo hizo; probablemente, David.
– ¿Se dio usted cuenta de que el arma no se había guardado otra vez en el cajón de otra habitación, ahí donde se guardaba habitualmente?
– No, me fui mientras los demás recogían.
– ¿Pero usted vio el arma antes de irse, en la mesa situada junto al sofá?
– No la vi.
– ¿Por qué?
– Estaba todo lleno de vasos y platos, supongo que estaba por ahí, entre todo aquello.
– De modo que, cuando usted entró en la habitación la tarde siguiente, ¿vio por primera vez que el arma había quedado ahí fuera, en la mesa?
– No la vi.
– ¿Por qué?
– No miré a ningún sitio, sólo vi a Cari.
– ¿Y en qué momento vio usted el arma?
– No podría decirlo.
– ¿Fue antes de que él dijera «Sírvete una copa», corno si fueran un par de amigos bebiendo juntos?
– Supongo, no lo sé.
– ¿Sabía si el arma estaba cargada?
– No lo sabía.
– ¿Pero no estaba usted presente cuando se enseñó al invitado cómo usar un arma?; Y no se le enseñó cómo cargarla?
– No lo vi. Supongo que sí. Estaba hablando con otras personas.
– De manera que cuando usted entró en el cuarto de estar la tarde siguiente, vio el arma sobre la mesa, sabía perfectamente que estaba cargada y tomó la decisión de aprovechar la oportunidad para amenazar a Cari Jespersen con ella, ¿no es cierto?
– No lo amenacé, no tomé ninguna decisión.
– ¿De modo que no le dio ninguna oportunidad? ¿No lo avisó?
– Estaba escuchándolo, no lo amenacé.
– No. Usted cogió el arma y le disparó un tiro en la cabeza, con un disparo que, usted lo sabía porque sabe manejar un arma, con toda probabilidad sería mortal. Así satisfacía los pensamientos de venganza con los que había estado ocupado durante todo el día y que lo habían llevado a la casa con intención de ejecutarlos, de un modo u otro. El arma al alcance de la mano era una oportunidad que se le presentaba, de modo que no tuvo que luchar con el hombre a puñetazos, no tuvo que planear otra manera de eliminarlo como rival en su vida, el deseo de hacerlo se realizó.
Motsamai hacía gestos; hay un procedimiento para todo en ese ritual: Señoría, protesto. Pero el juez es urbano y demócrata, deja que todo el mundo diga lo que tiene que decir. Protesta denegada.
La hilera se agitó, la gente dejó pasar a alguien; tras su aparición en el estrado de los testigos, se distinguía de los demás como si fuera una celebridad. Khulu Dladla se acercó y se sentó junto a ellos después de comparecer como testigo de la defensa.
Khulu; los traseros se movieron para dejarle sitio al lado de Claudia. Ella levantó la mano, la dejó caer sobre el regazo y volvió a levantarla, se extendió como un zarcillo, encontró su objetivo y presionó durante un momento el dorso grande y cálido de la mano de Khulu.
Sí, puedo decir que lo conozco bien, muy bien, dijo cuando Motsamai dirigió su testimonio. ¿Y a la joven? Sí, a Natalie también. Desde que vino a vivir con nosotros. Pero a Duncan, desde antes. En el estrado del tribunal, donde no se cruzan gestos de reconocimiento, Khulu sonrió directamente a Duncan, como si acabara de verlo en una habitación normal, en cualquier otro lugar. Hola, Duncan. Por eso Claudia quería tocarlo.
– Antes de que Natalie se sumara al grupo de amigos, ¿cómo eran las relaciones entre los que vivían en la casa?
– Muy buenas. Nos llevábamos bien, por eso estábamos juntos, ¿neee…?
– Usted, David Baker, Cari Jespersen y Duncan Lindgard, ¿eran todos homosexuales?
– En realidad, no lo sé exactamente en el caso de Duncan. No vivía en la casa. De todas maneras, trajo una mujer… Pero los demás, sí, somos todos hombres. Homosexuales.
– ¿Algunos de ustedes eran amigos íntimos?
– Sí.
– ¿Sabían que Duncan había tenido una relación de este tipo?
– Sí.
– ¿Con quién?
– Con Jespersen. Cari era de ese tipo de personas que, cuando se encaprichan con alguien, no hay quien se le pueda resistir. Parecía encantado de estar con Duncan, y no creo que Duncan hubiera tenido nunca antes una experiencia similar: me refiero a que no creo que nunca le hubiera ocurrido que un hombre sintiera algo así por él, y Jespersen sabía ser encantador. Era capaz de hacerte sentir que te perdías algo importante en esta vida si no le hacías caso. Era extranjero y todo eso, se creía algo especial. Como si fuera una bebida o una comida exótica. Algo que no habíamos probado nunca.
– De manera que usted observó que Jespersen tenía una relación con Duncan. No le sorprendería, dado el modo de vida de la casa, ¿no?
– No, sí me sorprendió. Porque Duncan no era homosexual, lo sabíamos. Tenemos muchos amigos heterosexuales. Alquiló la casita y más o menos compartía la casa, pero no porque fuera uno de nosotros, un gay, sino porque nos llevábamos bien en otros aspectos. Es un tipo interesante, diría que es un verdadero artista en lo que respecta a sus diseños de edificios. Se sacan ideas nuevas hablando con él de política, de arte, de música, de Dios: de todo.
– ¿Fue Natalie James la causa de la ruptura de la relación?
– No, para nada. Sucedió antes de que ella apareciera en escena. Jespersen se cansó. Rápidamente. Le pasaba igual con todo. Por eso había vivido en tantos países. Rompió con Duncan.
– ¿Cuál fue la reacción de Duncan? ¿Tuvo la misma actitud despreocupada?
– No, en absoluto. Se sintió desilusionado. No podía entender por qué se había comprometido tanto emocionalmente para terminar rechazado.
– ¿Cómo supo usted todo esto? ¿Sólo observando?
Khulu miraba a Duncan otra vez, como si éste fuera a confirmar lo que decía.
– Habló conmigo. Yo no sabía cómo hacerle entender… estaba pasándolo mal… algunas de sus ideas eran distintas de las nuestras y, sin duda, distintas de las de Cari.
– ¿Consiguió usted consolarlo?
– Creo que conseguí que entendiera que su reacción era… cómo lo diría… un poco inapropiada; que hacer un drama, un alboroto, suponía estropear las cosas buenas que tanto le gustaban del tipo de vida que llevábamos en la finca.
– De manera que, a su parecer, ¿el incidente estaba superado?
– Bueno, se calmó.
– ¿Él y Cari Jespersen siguieron viviendo en el grupo como amigos?
– Sí. Y más tarde trajo a la chica y la instaló con él en la casita, parecía ir bien, ser lo adecuado para él. Al principio.
– ¿Por qué «al principio»? ¿Qué sucedió después? ¿A los hombres de la casa no les gustó ella?
– Todos nos llevábamos bien con Natalie, aunque Cari, cuando estaba de mal humor, soltaba siempre lo mismo sobre las mujeres: se burlaba de Duncan a sus espaldas, algunas veces, sobre lo que según él sucedía en la casita entre Duncan y ella: pensamientos sobre las mujeres en general, pero, al mismo tiempo, él, ella y Duncan, bueno, se llevaban bien, eran buenos amigos. Lo cierto es que olvidamos por completo la historia entre Duncan y él. Fue él quien encontró trabajo para ella en su empresa de publicidad, y Duncan estuvo contento de que, por fin, tuviera un trabajo que pudiera interesarle, algo adecuado; ella escribe.
– Entonces, ¿cómo es que la cosa se estropeó para Duncan?
– Ella es una persona extraña. Bueno, él ya lo sabía: ella había intentado suicidarse, está la historia esa del niño. Era capaz de ser el alma de la fiesta y de ser muy cariñosa con él y, al minuto siguiente, empezar a meterse con él, atacarlo porque, según ella, él «quería que fuera así».
– ¿Ser cómo, exactamente?
– Feliz. «Representar su vida para él»: eso es exactamente lo que ella decía siempre, por eso me acuerdo.
– ¿Se lo contó él o formaba parte del tipo de escenas que tenía lugar en la casa, delante de los demás?
– Bueno, estábamos todos allí, por allí, de manera que podíamos verlo, oírlo.
– ¿Cuál era la reacción de Duncan cuando ella lo hostigaba delante de sus amigos?
– Tenía una enorme paciencia. Como si ella fuera una persona enferma. Aunque la vida con ella era un verdadero infierno. Saltaba a la vista, un infierno. Al día siguiente, él se quedaba muy deprimido. Pero no hablaba conmigo ni con ninguno de nosotros sobre ello, como lo había hecho en relación con el asunto con Jespersen, por ejemplo.
– ¿De manera que la relación entre Natalie James y Duncan no era feliz?
– Ella lo torturaba. De verdad. Incluso intentó suicidarse otra vez, con pastillas, y él parecía creer que era culpa suya. Pero los demás veíamos que él hacía esfuerzos continuos para que ella estuviera bien. No se entendía cómo podía seguir adelante.
– ¿La quería?
El testigo miró al juez, insensible a los ojos que se fijaban en él. Khulu apeló al juez, a todos los que juzgan, divinos o humanos.
– Quién de nosotros puede decir qué significa querer.
Interpretando el personaje del samurai, cuando llegó su turno de interrogar a Dladla, el fiscal volvió su rostro al público, buscando su favor.
– «Quién puede decir qué significa querer.» Lo cierto es que podemos decir que es bien sabido qué significa ser celoso. La de los celos es la pasión que surge del amor, llega a ser más fuerte que el amor mismo y abandona despiadadamente todo respeto por el derecho a la vida de aquello que provoca los celos, el hombre que ha ocupado el lugar del amante en los brazos del ser querido. Usted ha descrito el modo en que el acusado se entregó al cuidado de Natalie James, protegiéndola en exceso hasta el punto que, tal como ella ha testificado, resultaba ofensivo para la dignidad de ella, usted ha contado la conducta y la dependencia servil de Duncan. ¿No cree que, con estos antecedentes en la relación, al encontrar a Cari Jespersen en pleno acto amoroso con la persona querida, su reacción tuvo que ser, inevitablemente, de celos? Unos celos violentos. El shock que él ha descrito, ¿no se debe al impacto extremo de los celos? Esa noche, cuando volvió a la casita, cuando esperó en vano a que ella regresara, cuando pasó el día solo, ¿no estaba dándole vueltas a una cuestión de celos?
– No lo sé.
– ¿No diría usted que era extremadamente posesivo en relación con ella, si consideramos su conducta general?
– Se sentía responsable de ella.
– Podría ser otra manera de decir lo mismo. ¿Por qué cree usted que su amigo mató a Cari Jespersen si no fue por una venganza premeditada, debida a los celos, por haber hecho el amor con Natalie James?
– Matar a una persona…
A su alrededor, el público aguarda en silencio, expectante. ¿Cómo seguirá? Excita a la audiencia, que ha entrado de balde, pensar que el samurai ha acorralado a su víctima.
– Conozco a Duncan; lo conozco bien. No tiene un arma. Nada. No estuvo ahí sentado planeando ir a matar a Jespersen. Matar es algo ajeno a su naturaleza. En absoluto. Lo juro por mi propia vida. Bajo ningún concepto pudo ir a buscar a Cari para matarlo. No sé cómo sucedió, pero no fue así. Dios sabe cómo fue. No entiendo el asesinato.
El hombre de Motsamai, el psiquiatra de la defensa -en la confusión provocada por el intento de advertir quién iba y venía en el estrado, sólo se hacía notar la aparición de cualquier irrelevancia- llevaba un aparatoso reloj como un arma, su mano levantada lanzaba destellos que llegaban hasta Harald y Claudia. Se dirigió directamente al juez, en lugar de hacerlo al abogado defensor. ¿Para poner énfasis en su objetividad? ¿O porque son iguales en autoridad: el juez decide quién es culpable, el psiquiatra decide quién está loco? Motsamai le preguntó su opinión sobre el estado mental del acusado en relación con los acontecimientos sucedidos en la casa el 18 y el 19 de enero.
– En psiquiatría, consideramos que los «acontecimientos de la vida» son los que precipitan la conducta anormal, pero también los vemos como algo que refleja de manera consciente o subconsciente cualquier distorsión de las normas sociales. En una sociedad donde la violencia es frecuente, los tabúes morales contra la violencia están devaluados. Donde, por una serie de razones históricas, la violencia se ha convertido en el modo habitual de enfocar la frustración, la desesperación o las ofensas, la aversión por ella está en suspenso. Todo el mundo se acostumbra a la violencia como solución, sea como víctima, agente u observador. Se vive con ella. Al considerar una conducta anormal, debemos tener en cuenta el clima general de conducta en el que ha tenido lugar.
El juez responde a esta conversación entre ambos.
– Muy interesante, doctor, pero lo que el tribunal espera oír es un informe sobre el estado mental del acusado y no sobre el de la ciudad.
– Con todo respeto, el acto que el acusado admite haber cometido no tuvo lugar en el vacío. Igual que existe un control inconsciente procedente del clima moral, también puede existir una autorización inconsciente de la violencia, en su uso general, en el recurso generalizado a ella. Esto puede superar las inhibiciones protectoras de la moralidad consciente del individuo para el que un acto semejante resultaría aborrecible. Es necesario tener presente este contexto, en el cual los acontecimientos que condujeron al acto, y el acto mismo, tuvieron lugar.
– ¿Propone usted, doctor, que los atracos y actos similares autorizan el asesinato como solución para un conflicto personal?
El sarcasmo del juez no altera al hombre; Motsamai no habría escogido a nadie capaz de ser desconcertado con modales corteses.
– No propongo nada tan inmoral como eso, señoría… Me limito a cumplir mi deber de informar al tribunal sobre la metodología seguida en los exámenes psiquiátricos.
La atención del público ha ido en aumento, incluso un policía cambia el peso de un pie al otro como un caballo de tiro. El público disfruta ante el diálogo entre dos hombres tan seguros de su superioridad. Este espectáculo gratuito mejora por momentos, es tan bueno como los programas de entrevistas presenciados en los estudios de televisión. Pero Harald y Claudia le prestan atención de un modo distinto, analizan al instante cada palabra. Ese hombre está de su parte, de parte de Duncan, están seguros. Lo que haya encontrado en su hijo sólo puede ser su salvación.
Lo que ha encontrado es que el acusado se había visto precipitado a un estado de disociación de sus actos la tarde del 19 de enero, fue incapaz de ejercer un control adecuado sobre lo que hacía, que culminó en la muerte de Cari Jespersen.
Motsamai reclama su atención.
– Doctor, ¿cuándo diría que empezó ese estado?
En opinión del doctor, era ésa la condición del acusado antes de salir de la casita y entrar en la casa. El examen psiquiátrico no había encontrado pruebas para poner en duda que el acusado dijera la verdad cuando afirmaba que había ido a la casa para detenerse en el mismo lugar que la noche anterior; su incredulidad ante lo que había visto desde allí formaría parte de un estado de disociación de la realidad. Tampoco aparecía ningún indicio de que faltara a la verdad cuando hablaba de confusión, ausencia de recuerdos sobre una secuencia detallada de sus actos cuando se encontró en la casa y Jespersen estaba tendido en el sofá. El acusado sufre de verdadera amnesia en relación con ciertos acontecimientos de aquella tarde.
El juez atrae la atención al mover los hombros. Cada vez que emite esta señal, la sala oscila entre lo que se ha dicho y lo que puede pronosticar el gesto. En esta ocasión, avanza la barbilla, ladea la cabeza y pregunta:
– El acusado hizo una narración detallada y coherente de lo que le dijo el difunto. ¿Cómo es que lo recuerda?
– Para la cabeza, un tremendo golpe emocional es tan fuerte como pueda serlo cualquier golpe externo. Cuando Jespersen dijo: «Sírvete una copa», la crueldad de esta actitud supuso para él otro golpe fortísimo. Estaba confuso antes; no puede recordar lo que dijo, si es que dijo algo, a Jespersen. Con el impacto de las últimas palabras que recuerda que Jespersen pronunciara, habría entrado en un estado de automatismo en el que se desintegraron las inhibiciones.
– ¿Y cómo pudo utilizar un arma? Si se encontraba en ese estado de disociación, de disminución de su capacidad cognoscitiva? Ha testificado que no podía saber si el arma estaba cargada. ¿No habría tenido que quitar el seguro, si estaba cargada, y lo estaba, y no habría sido ése un acto completamente consciente, un acto racional?
– Para cualquiera que ha manejado un arma, se habría tratado de una reacción automática, sin cognición. Como montar en bicicleta para cualquiera que sepa hacerlo.
Con permiso de su señoría, Motsamai tiene preguntas que hacer.
– Doctor, dada su experiencia sobre estados en los que se produce una perturbación parcial o total de las facultades de un individuo, ¿qué fue lo que causó, que fue lo que hizo que el acusado pudiera coger el arma y utilizarla?
– Una acumulación de provocaciones que alcanzó su punto culminante en una total pérdida de control del sujeto.
– ¿Podría explicar la morfología, la historia del caso, por así decir, de esta acumulación?
– Lindgard es un hombre de naturaleza bisexual. Eso, por sí mismo, es ya una fuente de conflicto de personalidad. Cuando siguió los instintos que lo llevaban a sentirse atraído por un hombre y tuvo una relación amorosa que su compañero, Jespersen, no se lo tomó en serio y rompió cuando se le antojó, sufrió un estado de angustia emocional. Superó la tristeza producida por el rechazo y se volvió hacia el otro lado de su naturaleza, probablemente dominante, con una alianza heterosexual que, otra vez, se tomó muy a pecho. Más aún, dado que esta alianza se produjo con una joven de personalidad evidentemente neurótica con complejas tendencias autodestructivas por las que, cuando se le llevaba la contraria en lo que ella consideraba su derecho a seguirlas, lo castigaba denigrándolo y con agresiones mentales. Cuando la vio realizando el acto sexual con su anterior amante, un varón, se sintió castrado por ambos.
Éste es el modelo elaborado a partir de su hijo, al igual que un ser humano puede estar comprendido en placas de rayos X y escáneres que se iluminan en una pantalla, mediante el método dialéctico de un tribunal y el conocimiento de expertos en el misterio de lo que siente, piensa y hace el modelo. Duncan, conducido fuera de la sala para que el juez haga su pausa de mediodía, es el Doppelgdnger. ¿Cómo pueden preguntarle: ése eres tú, hijo mío?
Cuando salieron del edificio de los juzgados, un hombre hacía cabriolas en cuclillas delante de ellos, un mono domesticado ante una cámara. La fotografía que apareció en un periódico de la tarde también los colocó juntos, a ambos, como parte de una colección de nociones: madre y padre de un asesino.
Las preguntas del fiscal al hombre de Motsamai, el hombre de todos ellos, el psiquiatra de la defensa, se convirtieron en un interrogatorio dirigido hacia ellos mismos. Los comentarios de él discurrían como la desesperada narración de los suyos. ¿El tribunal iba a creer que el día de inacción en la casita era un vacío? El acusado testifica que se limitó a «pensar». ¿Es posible pensar en nada? ¿No estaba claro que el día transcurrido en la casita sólo encajaba con una de las interpretaciones, la premeditación racional de la intención, movida por los celos, de enfrentarse a la víctima en venganza, una intención llevada a cabo de acuerdo con lo previsto? El acusado «se encontró en el jardín»; ¿no podía haber ido a la casa a mirar de nuevo el sofá, el escenario de los acontecimientos de la noche anterior, en cualquier otro momento del día? ¿Por qué, en lugar de ello, escogió una hora en que la víctima habría regresado del trabajo? Y, en relación con el uso del arma, el acusado decía en su declaración que no estaba familiarizado con las pistolas; era la única que había cogido nunca. ¿Entonces, cómo pudo usarla con tanta eficiencia, asegurarse de que estaba cargada y montada, si se encontraba en un estado de automatismo? ¿No tuvo que llevar a cabo acciones racionales, deliberadas, para aprovechar la proximidad de un arma que realizara su intención mortal?
¿Qué decía aquel hombre, qué decían ellos, qué iba a pensar el tribunal? ¿Que la defensa se había condenado a sí misma a través de las palabras de su propio psiquiatra?
No podían pedir a Motsamai una interpretación de lo que se deducía de sus palabras: una señal ominosa o una derrota disfrazada; estaba en su sitio, en el estrado de la sala, preparándose para terminar con su caso.
Claudia vio que Harald deslizaba una mano en el bolsillo de la americana y sacaba un cuaderno cuando Motsamai se levantó para dirigirse al tribunal. Era el típico cuaderno pequeño de tapa de cartón que utilizan los niños en el colegio, no el tipo de cuaderno de cuero repujado con bolígrafo dorado que se le presentaba abierto en las reuniones de la dirección. Pertenecía a la otra vida recortada, humilde, que él y ella vivían ahora, debía de haber ido a una papelería para comprarlo: el tipo de recado que le hacía su secretaria. Claudia tuvo la delicadeza de no ceder a la distracción de mirar a hurtadillas lo que estaba escribiendo mientras Motsamai hablaba; sintió una cálida sensación de empatía con él, como una suave marea que se fue retirando bajo el interés con que seguía cada una de las sílabas que pronunciaba Motsamai. No sólo le tocaba a Motsamai captar la atención; era, se había convertido en el centro de la sala. Su presencia afirmaba que la sala era suya, de ese hombre bajo con la cara llena de arrugas profundas como un guante oscuro y gastado que parecía contener con dificultad unos ojos duros como el cristal, brillantes sobre el color negro; tras todos los años que había estado encerrado al otro lado de la ley, reclamaba ahora el derecho a llevar su dignidad con arrogancia.
– Se dice que una persona es legalmente imputable, es decir, que tiene capacidad criminal, cuando puede apreciar lo erróneo de su acto en el momento de cometerlo. Para valorar esta capacidad criminal, es necesario tener pleno conocimiento de los acontecimientos y el estado mental de tal persona antes de que se cometiera el acto. ¿Cuáles fueron los acontecimientos y el estado mental en el caso de Duncan Lindgard?
»La noche anterior, hacia las primeras horas de la madrugada, se siente preocupado por la seguridad de la mujer que ama porque no ha regresado a la casita donde vive con él como pareja. Ahora me gustaría volver un poco a ciertos aspectos de esta relación porque es importante para el personaje: el carácter constantemente afectuoso, el sentido de responsabilidad humana de Lindgard. Natalie James intentó suicidarse, quitarse la vida, y Duncan Lindgard le salvó la vida. Gracias a sus desesperados esfuerzos, ella resucitó. En aquel momento, no había ningún vínculo afectivo ni relación sexual; apenas la conocía. Tras ello, se desarrolló una amistad y la alojó en su casa. Convivían en la casita, en la finca donde vivían tres amigos de Lindgard, y ocupaban la propiedad, tal como el acusado ha descrito al tribunal, como algo parecido a una familia, no constituida por madre, padre, hijos y demás, sino por adultos unidos por una amistad leal, en armonía, los tres miembros homosexuales y la pareja heterosexual. Lindgard no sólo hizo que Natalie James volviera a la vida físicamente; tal como ha testificado un miembro de esta supuesta familia, por amor a ella, hizo suya la pesada carga de reconciliarla con los problemas de su pasado tormentoso (el hijo que había tenido y dado en adopción, y otros problemas de personalidad) y se dedicó a intentar ayudarla para que desarrollara su lado positivo, el potencial que veía en ella constantemente amenazado por unas irresponsables tendencias autodestructivas. Durante los dos años, más o menos, que convivieron como amantes, no hay prueba de que él respondiera a su agresión mental ni a las diversas transgresiones que amenazaron la relación con otra cosa que paciencia y deseo de ayudarla. Ninguna de las provocaciones de ella lo llevaron nunca a actuar con violencia durante este período.
Motsamai lanzó una mirada al público durante unos segundos, reteniendo su atención, y regresó de nuevo al juez.
– Con el debido respeto, señoría, no pretendo denigrar la moralidad de esta joven, sólo deseo explicar el marco real de la preocupación del acusado por ella durante las horas de la madrugada, cuando ella no apareció.
Para Claudia, para Harald, que escribe protegiendo la página con el puño, es difícil ser consciente de la presencia del juez; está allí, aunque uno no se dé cuenta, tal como ella sabe que Harald cree que está Dios.
El recuento de Motsamai no ha perdido interés para el público.
– Duncan Lindgard cruza en dirección a la casa, inquieto por la posibilidad de que ella haya sido atacada por un intruso en el jardín oscuro. ¿Qué encuentra? Una puerta abierta, todas las luces encendidas y, sobre el sofá, Natalie James y Cari Jespersen en pleno acto sexual. Con el debido respeto, señoría, están tan lanzados que ni siquiera se separan de un salto ante la presencia de Lindgard. Ejeee… ¿Qué hace Lindgard? El golpe es tan terrible, tan increíble, que huye. Bien, ¿por qué resultó tan devastador lo que encontró? Para cualquier hombre, cualquier mujer, la visión de su pareja realizando el acto sexual con otra persona resulta un shock doloroso. No cabe duda. Pero Duncan Lindgard fue golpeado por una doble traición de carácter atroz. Porque lo que vio en el sofá no fue sólo la infidelidad de la mujer que amaba, sino el hecho de que el hombre que realizaba el acto sexual con ella era el mismo hombre con el que él había tenido una breve relación homosexual y que le había causado dolor, en otro tiempo, rompiendo bruscamente esa relación. Él sabía perfectamente que Jespersen no sentía deseo por las mujeres: ha contado al tribunal cómo Jespersen hablaba con desagrado, incluso con asco, sobre sus características sexuales, sus órganos genitales. Que Jespersen superara la revulsión que sentía específicamente para realizar el acto sexual con la mujer de Lindgard sólo podía significar dos cosas, igualmente horrorosas: o bien a Jespersen le gustaba la idea de humillar una vez más al hombre que ya había rechazado una vez, o le proporcionaba un especial placer la idea de ayudar a Natalie en un impulso, exquisitamente cruel, de humillar y herir al amante hacia el que ella sentía algún perverso resentimiento por deberle tanto: la vida. Lo que Duncan vio fue un acto de implicaciones tan nauseabundas que, tal como ha dicho en su testimonio sobre cómo pasó el día siguiente pensando en la casita, no se podía hacer nada. Ninguna acción sería adecuada para hacerle frente.
»Pasó el día siguiente solo en la casita, en un estado de shock en el que no cabía ninguna resolución de intenciones. Era incapaz de formular ningún sentimiento hacia Natalie James o Cari Jespersen. Según el informe de un psiquiatra de gran experiencia, se produjo en él una sensación de irrealidad amnésica en relación con ellos. No era capaz, en contra de lo que ha sugerido mi distinguido colega, de la menor intención de venganza. Y como el mismo acusado ha dicho en respuesta a la pregunta de mi ilustre colega, el fiscal: ¿venganza por qué? ¿Por la traición de ella? ¿Por la de Cari Jespersen? ¿La traición de James y Jespersen en connivencia?
«Permaneció acostado en la casita todo el día, incapacitado. Si el perro no hubiera hecho que se levantara porque tenía hambre, si él no hubiera realizado todos los gestos necesarios para dar de comer al perro en el jardín, ¿no habría permanecido en su aislamiento hasta que, quizá, alguien hubiera ido a buscarlo? ¿Se habría encontrado en el jardín que había cruzado corriendo la noche anterior, si no hubiera salido a dar de comer al perro? Se encontró en el jardín, sí; y ahí estaba la casa donde lo increíble había sucedido. Volvió allí para situarse en el mismo lugar donde lo había visto todo, para hacerlo creíble en su estado de confusión.
Las arrugas del rostro de Motsamai se convirtieron en profundas cuchilladas. Tomó aire y lo expulsó lentamente como pretexto para una pausa calculada. Parecía estar presenciando lo que estaba a punto de describir.
– ¿Y qué ve? Ese hombre, Cari Jespersen, está repantigado cómodamente en el sofá. Se ha preparado su bebida favorita. Sonríe. Saluda a Duncan Lindgard, el amigo, el antiguo amante a cuya mujer ha seducido delante de sus ojos, y lo saluda llamándolo bra, hermano. A continuación se lanza a un monólogo en tono de broma, de conversación sofisticada entre hombres. Da por hecho que ése es el contexto en que el «incidente», ese apareamiento imposible de detener que concluyó con descaro en presencia de Lindgard, debe ser recibido, compartido, por Lindgard. Sírvete una copa, dice. Sí, brindemos por ello, hermano. Todo lo sucedido la noche anterior no es nada. ¡Una broma grotesca!
»¿Este shock es menor que el del acoplamiento mismo?
»El espectáculo que ahora contempla Lindgard es la culminación de una tensión emocional total. Hay un arma sobre la mesa. Se le ofrece. No sabe si está cargada o no. La coge y dispara a la fuente de la diatriba contra él. Lo que ha descrito como "el ruido" se detiene. Así se da cuenta de que ha disparado a Cari Jespersen.
»Repito, señoría, con su permiso, la definición de responsabilidad criminal. Se dice que una persona es imputable desde un punto de vista penal, que tiene la capacidad criminal de realizar un acto, cuando es capaz de apreciar lo erróneo de su acto en el momento de cometerlo. La ausencia de capacidad criminal como resultado de causas distintas a la locura o la juventud está reconocida en nuestra ley, en principio, en relación, entre otras cosas, con la provocación (su señoría puede ver que en mi alegato cito el caso del Estado contra Campher, en 1987), y con un grave estrés emocional (remito al tribunal al caso del Estado contra Arnold, 1985).
»Respecto a los datos que tenemos sobre la conducta general del acusado como adulto, así como a su sentido de la responsabilidad moral, cristiana y humanística, inculcada desde la infancia por sus padres, todo está en contra de la realización de un acto violento. ¿Acaso no había sido provocado, más allá de lo que puede soportar un ser racional, cuando vio el arma y la cogió? En una palabra, ¿el acusado sabía lo que hacía? ¿Tenía capacidad criminal Duncan Lindgard?
»Señoría, yo sostengo que no, que no podía tenerla.
La voz del juez, un murmullo privado, tiene, sin embargo, la autoridad suficiente para detener a Motsamai, más que interrumpirlo.
– Señor Motsamai, ¿alega usted locura?
– No, señoría. No.
– ¿Trastorno mental transitorio?
– No. El acusado es un hombre cuerdo cuya capacidad se vio disminuida por un estado de confusión, debido al estrés emocional, durante el cual no pudo ser consciente de lo erróneo de sus actos porque no fue consciente de tener la menor intención de cometerlos.
– ¿Qué diferencia hay entre eso y el trastorno mental transitorio?
Vuestro hijo no está loco.
Pero, para Harald y Claudia, el juez podría tener razón; locura, quizá esa pena sea la explicación que nunca han obtenido de su hijo. Ni siquiera lo que ha dicho en el tribunal les ha dado lo que quieren: parece como si fuera una grabación que se repitiera de nuevo, como si la voz de Motsamai, con sus énfasis procedentes de los ritmos de su lengua africana, fuera una emisión: la presencia de Duncan interrumpe, no fue así, no fue exactamente así. Allí nadie lo sabe. Quizá se trata de una frecuencia procedente de donde está sentado, alejado de ellos en el estrado de la sala.
– La pérdida del control sobre los propios actos es una incapacidad para actuar con conciencia de lo erróneo, señoría, a diferencia de las ideas delirantes que confunden el bien y el mal. Ésa es la diferencia.
Harald sintió que la cabeza de Claudia alteraba el espacio entre ellos, agitándose con un gesto de rechazo; en efecto, la respuesta no parecía estar a la altura de Motsamai en sus mejores momentos. Y quizá estaba equivocado; ¿trastorno mental transitorio, algo en el cerebro de Duncan que hubiera estado allí siempre, el misterio que es siempre el otro, incluso aquel que has creado a partir de tu propia carne? Claudia hizo el gesto de ir a susurrar algo, pero Harald levantó la mano que sostenía el bolígrafo; la consternación era muda, era como si el calentamiento del aire en aquel espacio atestado lo generaran entre Harald, Claudia y su hijo, y de allí se extendiera a los demás.
– Duncan Lindgard no tuvo intención ninguna de matar a Jespersen. No hubo premeditación. No tenía, no tiene capacidad criminal para cometer conscientemente un acto semejante. Empujado por la provocación a un estado de grave estrés emocional, el acto fue realizado en ausencia de capacidad criminal. Su confesión, su historia, su testimonio son pruebas irrefutables de ello.
– ¿Ha concluido usted, señor Motsamai?
– Sí, señoría, gracias. Para la defensa, el caso está cerrado.
El juez se levantó, se levantó la sesión. El público volvió a la vida, como al final de un acto en cualquier teatro; volverían. En los pasillos, Motsamai convertido en Hamilton puso ambas manos sobre los antebrazos de Harald y de Claudia y los atrajo hacia sí. Tenía la abstracta animación que mostraba cuando regresaba al bufete después de comer. Ha ido bastante bien, dijo a sus confidentes, dejando a un lado a su abogado ayudante, Philip, el buen amigo, con los brazos cargados de documentos. No le preguntaron sobre lo de la locura, la cuestión de… ¿cómo podrían llamarlo?
En sus manos.
Nosotros no vamos a llamar a más testigos, les dijo, haciendo una pausa y encogiéndose de hombros con un gesto que indicaba: eso me conviene. ¿Nosotros? Tenía prisa para hablar con su ayudante. Cuando se alejó de ellos, lo vieron saludar a su oponente, el fiscal; los dos hombres con toga se detuvieron, el brazo de Motsamai descansó brevemente en el hombro del otro, menearon la cabeza a propósito de alguna cuestión, rieron juntos y se alejaron el uno del otro.
Así que, para ellos, todo aquello era una representación; para el juez, los asesores, el fiscal, incluso para Motsamai. La justicia es una representación teatral.
Mientras él y Claudia vagaban por los pasillos, Harald deslizó algo en el interior de su bolsillo. Era la libreta que había encontrado y había cogido de la mesilla de noche, en la casita.
Mañana se habrá terminado. Se emitirá el veredicto.
Nosotros. Motsamai y el fiscal: ambos han decidido no llamar a más testigos, ni de cargo ni de descargo. De común acuerdo; mientras toman una taza de té: a Harald no le costaría mucho creerlo. Debería reducir al mínimo ese tipo de pensamientos.
Ve allí otro tipo de testimonio: la falta de toda integridad, en los dos abogados enfrentados, en los ataques que han hecho a sus respectivos alegatos en el tribunal. A Claudia no le sorprende su camaradería profesional cuando no están ante la autoridad arbitral del juez; sabe que para hacer bien un trabajo, es necesario concentrarse en el proceso, al margen de los sentimientos personales. Acuden a un café con Khulu y, mientras él va a comprar un periódico, Claudia y Harald hablan sobre ello en voz baja, entre largas pausas.
Creo que al juez le irritaría un abogado que mostrara un vínculo emocional con un cliente. Tal vez incluso tendería a mostrarse escéptico ante los argumentos de alguien que podría ir más lejos en su defensa de lo que marca su compromiso profesional. Al fin y al cabo, tienen que defender a cualquiera. Todo el mundo tiene derecho a ser defendido, ¿no? Lo sabemos.
De manera que a Hamilton no le importa lo que suceda a Duncan, Al margen de lo que suponga para él ganar su caso. Mañana, él y el fiscal se darán la mano sobre la red, gane quien gane.
Ella llenó la taza de Harald; ellos también trataban la cuestión de la vida de Duncan mientras tomaban un té. Al cabo de un rato, al ver que Khulu se acercaba a ellos, Claudia habló rápidamente.
Le preocupa. A Hamilton le preocupa, bien. Tienes que creerlo, Harald. Lo ha demostrado. A nosotros. Pero el tribunal no es el lugar adecuado.
Khulu alzó el periódico, indicando su regreso. Ella lo miraba avanzar entre las hileras de mesas.
Y ahí está el otro que también se preocupa. Quién habría pensado que sería él quien sabría que necesitamos a alguien con nosotros todos los días, y resulta que sólo querríamos estar con él.
Claudia se recetó una pastilla para dormir y se fue a la cama.
Harald, solo en el cuarto de estar, cogió el cuaderno y añadió, mientras reflexionaba, detalles sobre el juicio. No sabía con qué propósito escribía esas notas. La pregunta surgió mientras su atención vagaba y regresaba para descansar en las flores muertas en un jarrón; la única respuesta estaba en las palabras del hombre, de Khulu: «No entiendo el asesinato.» Intentó buscar una finalidad práctica a las notas; si se iba a apelar contra la sentencia, querría ser capaz de hacer referencia a sus impresiones sobre cómo los testimonios que habían conducido a la sentencia (Duncan no ha esperado al juicio, se trata sólo del grado de culpabilidad, ese juego de palabras sobre la culpa en el que confía Hamilton Motsamai) habían sido recibidos por el juez lacónico, los asesores silenciosos, los abogados, incluso los funcionarios, las chicas indias y afrikáners introducidas en un mundo masculino, y esos maniquíes de la ley, los policías que permanecían a los lados sin emanar presencia humana alguna. Incluso los cuerpos apretados junto a Claudia y él: sus reacciones. Porque todos son expertos, están familiarizados con la manera en que se desarrollan los acontecimientos en un juicio y deben de conocer signos que a él y a Claudia se les escapan o no saben descifrar.
O tal vez lo que está apuntando tan sólo pertenece a lo que Duncan había escrito allí y que él, Harald, ha leído transgrediendo sus propios códigos de conducta. Probablemente, irá a parar a la caja del armario donde ha estado tanto tiempo la carta que escribió el niño desde el colegio.
La palabra «representación» sale una y otra vez. Ve que ha escrito, en el punto más bajo de la desolación: la justicia es una representación. Ha garrapateado lo descrito como la «representación» de Hamilton para promocionarse; y, a continuación, la cita de Khulu Dladla de las palabras de la chica: que Duncan quería que «representara su vida» para él. Puso la televisión para no irse a la cama, incapaz de dormir (rechaza la recomendación de Claudia de que se tome un tranquilizante o un somnífero, ella piensa -pero no lo dice- que él es uno de esos individuos, afortunadamente disciplinados, que tienen la intuición de que hay algo en ellos que los llevaría a la adicción), pero lo que le ofrecían era otra representación, un grupo de rock de protesta en una cadena y una telecomedia en un lenguaje que no entendía.
Permaneció sentado, el cuaderno bajo su mano, y se volvió hacia la radio. Dio con un programa de llamadas telefónicas sobre temas de interés general -desde el aborto a los precios de los supermercados, pasando por la matanza selectiva de elefantes- que constituyen los circos que proporciona la democracia para que aquellos que tienen pan pero se dan cuenta de que no es cierto que cualquiera pueda, siquiera en teoría, llegar a presidente, tengan por lo menos la oportunidad de oírse formular opiniones y frustraciones en voz alta ante el pueblo. Los que llaman, por mal que se expresen y por mucho que divaguen (normalmente, apaga el aparato al instante), algunas veces traen a la memoria profundos impulsos que se ocultan bajo la aparente conformidad con los valores y actitudes de su tiempo y lugar. La pena de muerte: ése era el tema que el programa de entretenimiento demócrata ofrecía a esos ciudadanos impacientes esa noche. ¡Si la pena de muerte va a ser abolida! Motsamai, siempre bien informado, está seguro de ello. Se demostrará que constituye una violación de la Constitución; no hay posibilidad alguna, ahora, de que Duncan… ¡Dios no lo quiera! ¿Podría dictarse sentencia de muerte contra él por lo que ha hecho, al margen de sus motivos?
Ahora, ése es un país civilizado y el Estado no asesina. Pero mientras Harald permanece sentado con la mirada fija en las flores que deberían haberse tirado a la basura, los oye, personas que llaman pidiendo la celda de condenados a muerte y la cuerda, amaneceres con el verdugo en Pretoria. Quieren, todavía quieren, están dispuestos a pedirlo en antena para que lo oigan todos, el presidente, el ministro de Justicia, el Tribunal Constitucional: quieren cadáver por cadáver, asesino por asesino. Y farfullan indignados lo que no puede negarse: la satisfacción que sienten, la única reconciliación que existe para ellos, y que reside en la muerte de aquel cuyo acto se llevó a uno de los suyos, o cuyo ejemplo amenaza otras vidas. Sus voces se transmitían por teléfono hasta el estudio, el presentador ponía un freno condescendiente a su verbosidad: para ellos, la pena de muerte no puede ser abolida. Ellos -la gente que clama fuera de la urbanización de adosados y de la cárcel donde Duncan espera el veredicto de su juicio- lo condenarán a muerte en su pensamiento, al margen de la sentencia que dicte el juez, al margen de cuantas garantías de atenuantes le dé Motsamai desde su conocimiento, su habilidad, su experiencia. En el ambiente del país flota la petición de un referéndum; ellos, no el Tribunal Constitucional, emitirán el Juicio Final sobre asesinos como Duncan. Y con referéndum o no, Harald lo oye y lo sabe, su hijo y la durmiente Claudia estarán rodeados de esa voluntad de que muera mientras viva. Recae sobre él una maldición, aunque ésta no aparezca en la ley.
No es una representación; eso es la realidad.
Claudia se agitó en sueños y la sensación de vacío a su lado la despertó; buscó el reloj a tientas. El mensaje luminoso: las dos y pico. Se levantó, tal como había hecho Duncan, y fue a buscar a la persona que faltaba. La puerta que daba al cuarto de baño, situada, según el folleto del conjunto residencial, en suite con el dormitorio, estaba entornada; no había nadie. El cuarto de estar estaba oscuro y callado. Avanzó con cuidado por el pasillo, como si creyera ir al encuentro de un intruso. En el segundo cuarto de baño, Harald estaba tendido, dormido en la bañera, con la cabeza apoyada en el borde, pero a Claudia le pareció que su cuerpo era el de un ahogado.
Motsamai también ha tranquilizado a su cliente, el acusado: mañana habrá terminado todo. Y ha salido de modo bastante esperanzador: tiene plena confianza. Los colegas que han estado siguiendo el caso dicen que diez años y, naturalmente, existe siempre la reducción de la condena. Pero él, Motsamai, piensa que lo ha hecho de manera tal que es muy posible que sólo sean siete. Y entonces, con la reducción… Sabe que la mejor manera de hablar con Duncan es hacerlo como si fuera un colega abogado y estuvieran examinando el caso de un tercero en el cual ambos estuvieran interesados. Se da cuenta de que ésa es la mejor manera de que ese joven, que pasa por un momento tan difícil, se imagine mejor a sí mismo; y no puede evitar repetir, como si fuera con un colega:
– Sumamente bien, especialmente en el interrogatorio de la chica.
Se han ido todos para esperar que llegue el día de mañana, cuando todo haya pasado: su madre, su padre y Khulu, el representante del hijo de ambos, al que Duncan ve sentado junto a ellos, donde él no puede estar, Motsamai, el juez, las funcionarias con el cabello caído sobre los brazos mientras teclean en sus procesadores de textos, los rostros de los espectadores de su vida; se han ido a casa. Solo. Sus padres,su amigo Khulu (no se había dado cuenta, hasta ahora, de hasta qué punto él era más amigo que los otros de la casa), lamentan dejarlo atrás, especialmente en ese momento; lo sabe, pero le alivia que se hayan marchado.
De manera que Motsamai, haciendo el papel de padre cuando el padre no puede hacerlo, lo ha salvado a costa de ella. Natalie/Nastasia. La ha abierto y ha expuesto su interior, ha diseccionado su útero con una criatura dentro, ha mostrado, para que todos los vieran, su mente, sus motivos y su cuerpo, cuya fuerza y contradicciones su amante conocía tan bien. Quién recompondrá a Natalie: nadie. Motsamai tiene plena confianza: en esta ocasión, ella lo ha salvado a él.
Durante la noche, no soñó en su celda, sino que vivió una fantasía despierto. Diez años, con remisión de pena, no importa cuánto tiempo ha pasado, sale parpadeando al sol, a la ciudad. Alguien señala hacia un niño. Es una niña, se parece a Natalie/Nastasia. No, es un niño, se parece a nosotros, Cari y Duncan.
Motsamai lleva un traje especialmente bien cortado y ha dado forma a la estera de su cabello; la corta perilla de jefe africano del siglo pasado está peinada para reafirmar su énfasis móvil cuando habla; es el mismo esmero con que los colegas de Harald cuidarían su aspecto en el día en que se ha fijado una importante reunión.
Motsamai los estaba esperando en los pasillos donde seguían atrapados los ecos de todo lo que habían oído en la sala los días pasados. Caminó con ellos con paso tranquilo entre funcionarios, mensajeros apresurados y personas que daban vueltas en busca de una sala u otra. Cuando encontró un pequeño espacio para ellos, se detuvo.
– ¿Estás bien, Claudia? Espero que hayas descansado toda la noche, Harald. ¿Yo? Oh, siempre duermo, cuando por fin me voy a la cama, si estoy preparándome… Ejeee… Hoy. Bueno, mirad, he conseguido que el fiscal acepte que podáis ver a Duncan durante la pausa de mediodía. Será después de que todo haya terminado esta mañana, no espero el veredicto y demás hasta la tarde. De manera que lo veréis. Antes de que se dicte sentencia.
Cuando uno se encuentra frente a frente ante la justicia -y no puede apartar la vista, no es posible evadirse mediante el privilegio, la clase o la fortuna-, uno lo entiende: los defensores y los acusadores llegan a acuerdos razonables sobre el precio de un asesinato. Para Harald, en eso consiste el acuerdo. El distinguido colega de Motsamai, en representación del Estado, está satisfecho porque ha conseguido todo lo que ha podido. Motsamai mismo hace ahora un gesto de equilibrio en el que ambas manos son las pesas: mejor no meterse.
– Los jueces son personas susceptibles. Ejeee… ¿sabéis? Se cansan, como nosotros, cuando insistes y ellos ya han tomado la decisión. Hay un momento en que… ¿Me seguís? El juez está sentado con sus asesores y el veredicto ya está allí. No le afectarán más testigos. Hemos causado ya una impresión concreta con nuestros testigos, con el interrogatorio a los testigos de la acusación. No quiero alterarla forzando la nota. En relación con la sentencia… eso ya es otra cosa. -Utiliza la frase como una de las expresiones con doble sentido propias de su sofistificación a la moda, implicando que no sólo es otro asunto, sino también algo excepcional-. La solicitaré esta tarde.
Durante las recapitulaciones, están sentados con Khulu. El fiscal y el abogado defensor revisan con convicción y fuerza sucintas lo que ya han presentado en sus pruebas, lo que han obtenido, cada uno de ellos según sus fines y habilidades, del acusado y los testigos durante ese proceso y los interrogatorios.
Duncan es un hombre fanáticamente posesivo que, movido por los celos, premeditó vengarse, atacar a Cari Jespersen, que había tenido relaciones sexuales con su amante, Natalie James, y, plenamente consciente de la situación, de manera deliberada, en plena posesión de sus facultades mentales, con capacidad criminal, aprovechó la disponibilidad de un arma y disparó deliberadamente al hombre en el lugar que sabía que sería mortal, en la cabeza.
Harald, Claudia y Khulu siguen y comprenden conjuntamente sólo los términos clave de lo que surge del rostro de samurai que lleva el fiscal: capacidad criminal, conducta deliberada, plena conciencia. Las combinaciones de frases se inflaman como arden las palabras de una columna de periódico encendido. Prestan atención como una sola persona, apenas oyen la secuencia que une las frases, el sentido del largo discurso del fiscal. Esos términos legales, fijados por los libros de referencia que tanto el defensor como el fiscal tienen sobre la mesa, son lo que pronunciará el veredicto sobre Duncan. Cuando le toca el turno a Hamilton Motsamai, la atención que prestan los tres vuelve a ser individual, y cada uno escucha -con un acompañamiento silencioso diferente, producto de las distintas ideas que tienen sobre Duncan- cada palabra, detalle, matiz de lo que dice Motsamai.
Duncan es un hombre que carece por completo de instintos violentos, tal como muestra su conducta y el cuidado que ha prestado a su pareja, de carácter agresivo. Como él bien sabía, no era posible que se diera una relación amorosa entre su anterior amante homosexual y la mujer a la que cuidaba con tanto cariño. Por lo tanto, no hubo premeditación violenta movida por los celos ni ningún otro tipo de acción contra aquel hombre. Duncan se enfrentó repentinamente, la noche del 18 de enero, con el desvergonzado espectáculo de un crudo exhibicionismo sexual realizado por esas dos personas. ¿Acaso un hombre violento no habría atacado a Jespersen allí mismo? Claro que sí. Duncan Lindgard no atacó a Jespersen en aquel momento y en aquel lugar, como cualquier instinto violento sin duda le habría llevado a hacer. Durante el día siguiente, el shock y el dolor lo dejaron incapacitado, no pudo ir a trabajar. Como le costaba creer lo que había visto, regresó a la casa sólo para mirar el lugar en donde todo había sucedido. La inesperada presencia de Jespersen en el mismo sofá donde había tenido lugar el degradante espectáculo, la increíble falta de vergüenza de Jespersen, el que diera por hecho que podían tomar una copa y olvidar algo que no tenía la menor importancia entre hombres que eran hermanos, que incluso habían sido amantes en otro tiempo, todo ello supuso un terrible shock que se sumó al primero. Con un efecto equiparable al de un golpe en la cabeza, el informe psiquiátrico lo confirma, ese shock tuvo como efecto que se quedara en blanco.
Se produce una interrupción procedente de una de las dos presencias, el coro griego de los olvidados asesores que rodean a la deidad del juez; el blanco pregunta: ¿Qué es eso? Ha utilizado usted esa expresión con anterioridad. ¿Quiere decir un estado de ofuscación?
– ¿Qué sucede cuando un individuo se queda en blanco? No es lo mismo que un estado de ofuscación. Cuando un individuo se queda en blanco, sufre una pérdida de la capacidad de autocontrol y durante ese rato es incapaz de actuar de acuerdo con la apreciación de lo erróneo, es un estado de inimputabilidad criminal. Fue en ese estado cuando, como resultado de la provocación y del severo estrés emocional, Duncan Lindgard cogió el arma que estaba allí e hizo callar a su torturador de un disparo.
Nadie: Harald, Claudia, Khulu -¿Duncan?, ¿qué estaría buscando Duncan en sí mismo?-; nadie podía tener la menor idea de las reacciones del juez a partir de su rostro inclinado ligeramente sobre los papeles que, aparentemente, ordenaban sus manos precisas. Tal vez (eso es lo que Harald cree), como Motsamai sugiere, ha decidido el veredicto hace mucho; o quizá se va con sus dos asesores, que corretean tras él para la pausa de la comida como perros amistosos, a fin de decidir con ellos qué fue lo que hizo realmente Duncan cuando disparó a un hombre en la cabeza. Porque, para los que presencian un juicio, está claro que no existe un acto como el sencillo acto de asesinar. Matar es sólo el acto definitivo que surge de muchos otros que lo rodean, actos de palabras desbordadas, suposiciones, unión sexual y, alrededor de todas estas cosas, asaltos en las calles.
Motsamai no expresa ninguna de las expertas observaciones que pueda haber hecho sobre el modo en que el juez ha acogido su resumen y el del fiscal, y Harald y Claudia no tienen la sensación de que sea correcto preguntárselo. Sería como preguntarle sobre su eficacia; hacer que sintiera, finalmente, el peso de ellos en sus manos. Su actitud, cuando, por fin, los dirige hacia lo que nunca han visto, una celda, es más la del abogado Motsamai que la de Hamilton. No es como la celda a la que conducían de regreso a Duncan cuando ellos se marchaban tras acudir a la sala de visitas, sino la celda situada bajo el estrado de la sala donde permanecen los presos en los intervalos que se producen durante su juicio.
Pasillos, escalones y puertas para las que los vigilantes tienen brazaletes llenos de llaves. Es un lugar parecido a un sótano y, en una esquina, tras una pared de medio metro de altura, hay un retrete. Algunas sillas de madera con números escritos con tiza. Hay un plato con comida en el asiento de una de ellas. Duncan, el hijo de ambos, está de pie con un vaso de agua en la mano, busca un lugar donde dejarlo y, al hacerlo, el vaso se tambalea contra el plato. Duncan abraza a su madre, con un abrazo como los de cuando iba a casa a comer, y estrecha a su padre contra sí, el roce de su barba contra la mejilla y la oreja de Harald es algo poco familiar para ambos.
Motsamai los ha dejado solos; hace tiempo que para ellos ya no cuenta la presencia de los vigilantes.
– Tiene plena confianza sobre lo de esta tarde.
Claudia es la primera en hablar. ¿Pero qué significa plena confianza? Suave sonrisa de Duncan: dice que no necesita que el juez le diga que hizo lo que hizo.
– Las circunstancias.
Harald no es capaz de referirse abiertamente a todo lo que se le ha hecho a Duncan y a todo lo que Duncan ha hecho, pero quiere conducirlos a la seguridad de que la justicia va a tener en cuenta las circunstancias atenuantes; la salvación ha llegado bajo la forma de ese compromiso práctico desde su lugar junto al Altísimo.
– Bueno. Me alegro de que todo esto termine pronto para vosotros. Estoy seguro de que tenéis que volver a vuestro trabajo. Seguir con vuestras cosas.
Harald no quiere que lo imagine sentado en una sala de juntas, está allí, para su hijo, en una celda.
– ¿Qué te ha parecido Motsamai, el modo en que lo ha llevado todo? ¿Era como tú esperabas? No he podido verte.
– Lo he dejado todo en sus manos. Excepto cuando he estado en el estrado. He dicho lo que tenía que decir, eso es todo. El resto es cosa suya, decisión suya.
– Está bien que confiaras en él. Hay muchas cosas que, a la gente como nosotros, le resulta difícil entender. Me refiero al proceso.
No puede preguntar a su hijo sobre el tema al que no dejan de dar vueltas, el interrogatorio al que Motsamai ha sometido a la chica. Podría ser crucial para el veredicto lo que Motsamai le ha hecho, ¿qué le parece que Motsamai haya utilizado de esa manera a Natalie, a la que él quería, o quiere? Ella se quedó con él porque él era «más terrible que las aguas», tal como dice el cuaderno; sólo Harald y su hijo lo saben. En algunas ocasiones, en el bufete de Motsamai, Harald ha pensado que debería enseñarle el cuaderno, pero, sin que su hijo sepa que lo ha robado, lo ha mantenido en secreto entre él y su hijo. Ahora el hijo ha tenido que permanecer en pie entre los vigilantes y contemplar cómo la destrozaba un abogado porque él, sí, ha hecho algo más terrible, mucho peor que la decisión de ella de ahogarse, ha quitado una vida que no es la suya. Debido a lo que sucedió en el sofá esa noche, ¿se ha alegrado al verla sometida a la táctica de Motsamai? Lo he dejado todo en sus manos. ¿Hay una nueva soledad, un nuevo sufrimiento que añadir a todos los demás que lo han asaltado? ¿Su amargura se dirige ahora contra el hombre que ha destruido a Natalie/Nastasia? ¿Se ha vuelto contra el hombre en cuyas manos está, aunque nadie más puede hacer nada por él, ni siquiera los padres que se comprometieron a estar siempre a su lado? En el interior de Harald, algo grita con rabia contra su Dios, ¿no va a terminar nunca lo que tiene que soportar mi hijo?
– ¿Motsamai te ha dicho algo sobre lo que podrías esperar? -Claudia dice esto porque no puede creer que esa tarde haya un veredicto y, a la mañana siguiente, una sentencia, el juez y sus asesores se instalarán en sus butacas y lo oirá.
– Sí, hemos hablado. Espero que también haya hablado con vosotros, con papá y contigo.
Harald contesta.
– Sí, ha hablado con nosotros. Pero, claro, eso es sólo lo que piensa él a partir de algún precedente. Durante todo el rato, no se ha visto la menor señal de lo que el juez pensaba sobre ninguna cosa, incluso cuando interrumpía, preguntaba algo o ponía alguna objeción; yo intentaba averiguar si estaba impresionado, incrédulo, lo que fuera. Pero son maestros consumados en el dominio del tono indiferente y el rostro inexpresivo.
– El mismo rostro inexpresivo de un duro negociador de esos a los que estás acostumbrado en la sala de juntas, papá.
Los obliga a sonreír.
– Khulu te envía saludos, un mensaje. ¿Lo tienes, Harald?
Harald ha escrito, dictado por Khulu, en una página arrancada del final del cuaderno: UNGEKE UDLIWE UMZ-WANGEDWA SISEKHONA. Da el trozo de papel a Duncan.
– ¿Lo entiendes?
– Lo esencial. Me ha enseñado un poco de zulú.
– ¿Qué quiere decir? Ya sabes que ha estado con nosotros casi todo el tiempo.
No contesta a su madre de inmediato, no porque dude de la traducción, sino porque lo que ésta dice resulta difícil decirlo en estos momentos, entre los tres.
– Algo así como: no estarás nunca solo porque, sin ti, estamos solos.
Lo ha dicho para ellos, los padres, no hay nada más que añadir. Se aferran al resto del precioso tiempo que les queda con su hijo, tejiendo al hablar una superficie hecha de asuntos sin sentido para los tres, capaz al menos de sostenerlos ante el vertiginoso abismo.
Cuando llegó la hora de que el juez convocara la sesión de la tarde, uno de los vigilantes, un joven afrikáner, los acompañó y se volvió a mirar a Duncan.
– Debería comer algo, señora. No es bueno ir con la tripa vacía. Tu madre quiere que comas algo, chaval.
No ha habido, no hay otro silencio como el de la sala de un tribunal cuando el juez levanta la cabeza para pronunciar la sentencia. Toda otra comunicación, dentro y fuera, se acalla; todo está terminado.
Ésa es la última palabra.
Ella está sentada con las manos atrapadas bajo los muslos, como si reconociera la irritación que él ha soportado durante los días pasados mientras veía cómo ella, a su lado, no paraba de mover la uña del pulgar bajo el extremo de cada una de las demás. Khulu está con ellos. Khulu se sienta al otro lado de Claudia.
Y la oscuridad cayó sobre la tierra.
Cada uno de los tres se encuentra en el estado de intensa concentración que, tal como él, su marido, intentó explicarle en una ocasión, era como definía Simone Weil la oración. Él no sabe si está rezando; duda de todo. De qué sirve ahora la costumbre de rezar: doce años sería el máximo; diez, probable; Hamilton dice siete; ocho es la indulgencia esperada -está implícito- como el triunfo de la defensa.
Él/ella. Ahora no miran a su hijo. No hay mirada capaz de llegar hasta él; el estrado de la sala no sólo es la distancia que los separa, en ese recinto donde también están las experiencias del mundo de todos ellos: de sus padres, amigos,
Verster el mensajero, la mujer que sabe que todos somos criaturas de amor y mal. Incluso Motsamai ha terminado con él; no importa cuál sea el vínculo que los unía, el socorro que nadie, nadie más puede dar, pronto eso pertenecerá al próximo cliente.
Un juez se toma su tiempo. No debe haber nada precipitado en relación con la ley. Doce años, si es que van a ser doce años: no hay prisa para decidir un veredicto sobre lo que tardará tanto tiempo en cumplirse.
¿Una sentencia empieza en el momento en que se pronuncia el veredicto, como las campanadas de un reloj que indica que empieza una nueva hora? ¡Dios mío! ¡Qué degradante ha sido que me contentara durante todo este tiempo con ser un ignorante, aparentemente inmune al contacto con los procesos seculares del crimen y el castigo! Sólo he entendido los pecados que podrían ser absueltos por uno de Tus servidores en las mañanas en que tocaba confesión. Con gran esfuerzo, toca el brazo de Claudia y la mano de ésta sale de la supresión, bajo el peso de su cuerpo, y él la coge. Ha sacado también la otra mano. Harald advierte la fugaz mirada de Khulu hacia él, hacia ella. Ve cómo la mano de Khulu coge esa otra mano.
El juez está buscando algo en los recovecos de su toga; era un pañuelo. El juez se suena, se hurga la nariz con el pañuelo, se seca las comisuras de los labios, vuelve a guardar el pañuelo.
El juez mira una vez por encima de la concurrencia, y empieza a hablar.
– Duncan Peter Lindgard ha sido acusado del delito de asesinato de Cari Jespersen, con el que convivía en una finca ocupada de modo comunitario. La declaración de inocencia del acusado se basa en el argumento de ausencia de capacidad criminal, definida como una incapacidad temporal no patológica.
Nuestro hijo no está loco.
– Cualquier acusado que alegue causas no patológicas para sostener una defensa basada en la inimputabilidad criminal debe sentar bases objetivas y suficientes para que el tribunal decida sobre la cuestión de la responsabilidad criminal del acusado en relación con sus acciones, teniendo en cuenta el testimonio de los expertos y todos los datos del caso, incluida la naturaleza de las acciones del acusado durante el período relevante en relación con el presunto crimen.
»La defensa se basa en que, debido a la provocación y al estrés extremo, el acusado fue incapaz de tener la intención necesaria para cometer el presunto crimen; incapaz de valorar lo erróneo de sus acciones o actuar de acuerdo con tal valoración, e incapaz de iniciar una conducta concreta encaminada a un fin.
Hay algo saludable, necesario, para Harald y Claudia, quizá incluso también para su propio hijo, en esa simple exposición de los hechos que, dentro de ellos, han quedado desbordados por la emoción y enmarañados por la angustia hasta resultar incomprensibles.
– Los principales hechos de la noche del jueves 18 de enero de 1996 han sido demostrados por pruebas que las partes no discuten. Se celebró una fiesta tras la llegada de unos amigos de los ocupantes de la casa principal de la finca, David Baker, Nkululeko Dladla, Cari Jespersen y los ocupantes de la casita de la finca, Natalie James y el acusado. El acusado y Natalie cohabitaban como pareja heterosexual, los tres hombres de la casa eran homosexuales, de entre los cuales Baker y Jespersen formaban pareja. Antes de la relación con Natalie, el acusado había mantenido una relación homosexual con Jespersen, pero eso no parece haber afectado la estrecha relación, el que los cinco compartieran lo que era prácticamente una sola vivienda.
Y, mientras pronuncia la frase siguiente, el juez levanta la vista, directamente hacia el público, alzando la cabeza por primera vez.
– Incluso poseían en común un arma y sabían utilizarla.
Es también el primer indicio de una actitud personal en relación con el caso. El contexto del caso. Se ha permitido hacer un breve comentario irónico para aquellos que, como el padre del acusado, son lo bastante sutiles para interpretarlo como un gesto de censura hacia aquella convivencia comunitaria que ha descrito desapasionadamente y sin prejuicios sobre sus costumbres sexuales.
El significado del arma que compartían («incluso») como símbolo de las relaciones intercambiables y compartidas entre los habitantes de la casa distrae a Harald y le hace pensar que tendría que haberlo analizado, habría deseado hacerlo antes, pero ahora no puede, no, no, porque cada frase que pronuncia ese hombre supone un avance selectivo en el discurso del juicio, hay que seguirlo de cerca, leer entre líneas (deducir su intención) al mismo tiempo que no hay que perderse ni una palabra. Harald quiere comunicar a Claudia y a Khulu la actitud que le parece que el juez ha dejado entrever deliberadamente, pero ni siquiera tiene tiempo de avisarlos con una mirada.
– Cuando la reunión se disolvió esa noche y los invitados se marcharon, acompañados por Nkululeko Dladla, David Baker se fue a la cama y el acusado se dirigió a la casita tras un altercado con Natalie, que se quedó en la casa, ayudando voluntariamente a Jespersen a recoger y lavar los platos.
Ha conseguido atrapar al público. Todos los que rodean a los padres y a su hijo sustituto, Khulu, presencian un drama dirigido directamente a ellos. Han visto en carne y hueso a algunos de los personajes; allá arriba, en el estrado de los testigos. Están invitados a compartir el derecho a la familiaridad que se ha arrogado el juez al referirse a uno de los principales personajes del asunto, no como hace con los hombres, por su apellido, sino simplemente como «Natalie», porque sólo es una mujer. Si Claudia escucha atentamente al hombre del estrado, hoy el tono condescendiente es, para ella, sólo una acotación sin importancia; o tal vez para ella esa putilla no merece más respeto.
– Unas dos horas más tarde, el acusado se despertó en la casita y se encontró con que Natalie no había vuelto. Preocupado por su seguridad, ya que ella tenía que cruzar el jardín tan tarde, se dirigió hacia la casa, donde encontró a Natalie y a Jespersen in flagrante delicto, en pleno acto sexual en el sofá del cuarto de estar. Advirtieron su presencia, pero él no se les enfrentó. Volvió a la casita. Natalie no regresó; cogió su propio coche y se marchó.
Con el audaz realismo de su relato, su atención se ha apartado de la audiencia. Tiene los ojos fijos en el texto; que contemplen la salaz escena que acaba de presentar.
– El acusado, arquitecto, no fue a trabajar el viernes 19 de enero. Permaneció en la casita, solo, durante todo el día. En algún momento comprendido entre las 18.30 y las 19.00 (no recuerda haber mirado el reloj, y el jardinero, el único testigo de su ida a la casa, puesto que lo vio regresar, no tiene reloj) el acusado salió de la casita, dio de comer a su perro y cruzó el jardín en dirección a la casa. Allí, con la puerta del jardín abierta, como la noche anterior, estaba Jespersen echado en el sofá tomando una copa. Comentó, restándole importancia, el incidente de la noche anterior, alegando el contexto de hermandad de las costumbres de la casa comunal, y sugirió al acusado que se sirviera también una bebida.
No, no dio de comer al perro de camino a la casa, tal como parece haber dicho, sino que salió de la casita para dar de comer al perro, no para ir a la casa. ¡No es un mero detalle! ¡Podría ser vital! El juez los ha defraudado, se ha apartado de la confianza que se le ha otorgado con cautela. Claudia y Khulu advierten la repentina agitación de Harald, pero ignoran su causa. Claudia se vuelve hacia Khulu, y él compone un gesto formado por planos de inquieta convicción: tal vez Harald se sienta momentáneamente desbordado por la totalidad del lugar donde están, por lo que está sucediendo en ese día. El arma, eso es lo que el juez está sacando ahora. Él, Khulu, ha sostenido esa arma, la ha examinado, una o dos veces, sí.
– El arma doméstica, que se había sacado para enseñarla a uno de los invitados de la noche anterior, quien tenía la intención de comprar una, había quedado sobre una mesa. Con ella, el acusado disparó a Jespersen en la cabeza en el lugar donde yacía. El disparo fue mortal. De regreso a la casita, el acusado dejó caer el arma en el jardín, donde fue observado por Petrus Ntuli, un ayudante de fontanero que trabajaba a tiempo parcial de jardinero en la finca a cambio de vivienda en una edificación anexa. David Baker y Nkululeko Dladla llegaron a casa después y encontraron el cadáver del fallecido. Corrieron a la casita para decírselo al acusado, pero no hubo respuesta a sus llamadas ni a los golpes en la puerta, de manera que dedujeron que no estaba allí. Llamaron a la policía, la cual, mientras registraba el jardín, encontró a Petrus Ntuli, quien les dijo que el acusado estaba en la casita y que él, Ntuli, había visto cómo tiraba algo de camino a ésta procedente de la casa. La policía encontró el arma, efectuó su entrada en la casita, detuvo al acusado y lo llevó a la comisaría para interrogarlo. Fue acusado de asesinato. El arma, prueba número uno, lleva sus huellas dactilares.
Éstos son los hechos, pero qué pasa con el motivo para que saliera de la casita, qué pasa con la intención. ¡El perro! ¡El perro!
– Ninguno de los hechos ha sido discutido por la defensa. Dado lo cual, lo que los asesores y yo tenemos que decidir al dictar sentencia es la validez de la declaración de inimputabilidad criminal temporal no patológica presentada por la defensa «en defensa» del acusado. Cito, de manera excepcional, «en defensa de» aunque resulta evidente que la defensa de todo abogado defensor se hace en favor del acusado, porque en este caso el acusado no ha aprovechado su derecho para defenderse ruidosamente.
»Niega que pasara el viernes dando vueltas a la idea de vengarse del fallecido. Dijo, en su testimonio: "Por qué venganza. No me pertenecen, son libres de hacer lo que quieran", defendiéndose así indirectamente de la premeditación de su crimen, aunque no pone énfasis en la responsabilidad de la pareja en la grave violación de sus sentimientos; describe sus reacciones esa noche como algo generado en su interior, por sí mismo, sin echarles la culpa. Como respuesta a si pensó en hacerles algún reproche vengativo, para no hablar de algún acto contra la pareja, dijo que: "Todo lo que podía recordar del momento en que los había visto así… era una desintegración de todo, asco de mí mismo, de todos…"
»De modo similar, no niega de modo rotundo, ni rechaza con energía, la sugerencia de que, cuando cruzó el jardín en dirección a la casa aquel viernes por la tarde, tuviera la intención de enfrentarse a Jespersen. Lo único que ha ofrecido al tribunal ha sido la declaración indirecta: "Me encontré en el jardín… no quería hablar con nadie. Creo que tenía que encontrarme otra vez en la puerta donde me había detenido." Se refiere a la noche anterior, cuando se encontró con la pareja. La defensa ha interpretado esta declaración como muestra de incredulidad, es decir, lo que vio en la casa esa noche no podía haber sucedido; tenía que volver, como para verificar la puesta en escena. Encontramos esta interpretación aceptable por unanimidad. La alegación del fiscal en relación con que el acusado pasó el viernes 19 de enero premeditando la venganza contra el fallecido no queda confirmada ni por el contenido del testimonio del acusado ni por su actitud, que, para quienes, como yo mismo y los asesores, estamos acostumbrados al tono y al timbre de la mentira, posee las características de la verdad.
Una nueva tensión -la esperanza- sostiene a los tres. Harald y Claudia se tensan, osadamente temerosos de desmoronarse, si se produce algún contacto. Es inesperada esta muestra de comprensión en quien está juzgando a Duncan: tiene todo el aspecto de ser sincero. Se preguntan si será frecuente que se exprese semejante empatía con un acusado durante el curso de un juicio.¿Cómo pueden saberlo? No pueden preguntar a quien sabría la respuesta: Motsamai, que está en el estrado junto a su cliente, fuera de su alcance. Harald oye la acelerada respiración de Claudia, provocada por un corazón que late con fuerza. Su hijo no está loco y no es mentiroso. Lo que dice (y su cuerpo no lo contradice) tiene todas las características de la verdad. ¿Motsamai, Hamilton, podría transmitir alguna respuesta? ¿Cuenta para algo la verdad? ¿La verdad puede salvar a alguien?
Y, mientras estas preguntas tomaban altura, ellos cayeron repentinamente en picado. ¿Qué está exponiendo ahora el juez? ¡Motsamai, Hamilton! ¿El juicio es un juego de un solo hombre en el que el jugador se desafía a sí mismo, disfruta cambiando las conclusiones para hacer que pesen primero en un lado y después en el otro de la famosa balanza?
– Sin embargo, la ausencia de premeditación no implica la posterior inimputabilidad penal en el momento concreto de perpetrar el crimen, la serie de acciones por las que se comete un crimen en un momento concreto. Si se acepta que el acusado se dirigió de la casita a la casa para convencerse de que lo que había visto en el sofá del cuarto de estar la noche anterior había sucedido de verdad, sólo para mirar el escenario una vez más… -El juez parece perder concentración durante un momento, preocupado, de modo tedioso, con algún asunto que emerge en él de su propia vida, pero quizá ha hecho una pausa efectista, es un profesional, todos son profesionales, sus asesores, sus equipos de defensa y acusación-. Lo que vio fue a ese hombre, Jespersen, en el mismo sofá. A continuación se produjo un profundo shock, confirmado por los psiquiatras de la defensa y de la acusación: la ofensa de la cruel actitud de Jespersen, que daba por hecho que lo sucedido la noche anterior ante los ojos del acusado era algo trivial que podían olvidar tomando una copa entre hombres.
Como el fiscal y el defensor, unidos por el brazo de uno sobre el hombro del otro, en los pasillos, pasando por alto la escena del tribunal donde uno ha estado condenando a un hombre y el otro defendiéndolo. Pero Harald sabe que debería ser el último en sentirse desilusionado por la ética profesional; en cuanto ha empezado la desilusión, esos días, en ese mismo sitio, ésta ha terminado haciendo que ponga en duda su propia ética.
– Para que en un momento como ése surja repentinamente la determinación consciente y racional de vengarse no es necesario que exista premeditación alguna. En circunstancias semejantes, lo más probable es que la venganza se ejecute por medio de alguna forma de ataque físico, con las manos desnudas o cualquier objeto que pueda utilizarse como arma. Lamentablemente, en aquel cuarto de estar se había aceptado la presencia fortuita, como un objeto más de la casa, de un arma mortífera, una pistola, y ésta estaba sobre la mesa.
Cómo seguir los giros y vueltas, los cambios en lo que está diciendo aquel hombre mientras retrocede y avanza, mira el texto, levanta la vista para hacerles otra confidencia; es desesperante intuir la dirección que está tomando su pensamiento para que, al momento siguiente, te lo arrebate como si hubieras perdido el hilo de modo desastroso durante unos segundos preciosos ¿Qué quiere decir eso, cuál es el orden de las palabras que constituyen las claves que hay que seguir para adivinar el veredicto? Cada uno de ellos se pierde y se impacienta, ansioso por saber si el otro ha entendido lo que se le ha escapado y, sin embargo, no puede arriesgarse a interrumpir su atención susurrando la pregunta.
– Pero el acusado podría haber escogido actuar con las manos desnudas; en lugar de ello, optó por coger el arma y disparó a Jespersen en la cabeza. Ha dicho en su declaración «El ruido cesó». Lo que no quería oír de Jespersen se silenció con la máxima venganza, quitando la vida a otro ser humano.
No es un asesino, sino un mentiroso.
Claudia ve que toda su vida ha ido avanzando hacia ese momento. Todas las ambiciones que, tan ingenuamente, había decidido realizar, cuando era niña, todas las intenciones de dedicarse a curar que ha tenido durante su vida adulta, se encaminaban a eso. El final es inimaginable; si lo hubiéramos sabido desde el principio, nunca habríamos empezado.
– El informe del médico forense afirma que el disparo se dirigió con precisión hacia una parte vital, la frente, lo que encaja con la idea de una acción deliberada. Si esto significa que fue necesario realizar una serie de acciones de modo consciente para apuntar y disparar, tal como alega el fiscal, o si, tal como alega la defensa, en manos de cualquiera que esté familiarizado con un arma la preparación necesaria para disparar surge de manera automática, sin volición consciente, es ahora el punto crucial respecto al cual hay que tener en cuenta la cuestión de la imputabilidad criminal, defendida por el fiscal, o la incapacidad criminal no patológica y transitoria, alegada por la defensa, examinando el testimonio de los expertos y todos los hechos del caso, incluidas no sólo la naturaleza de las acciones del acusado durante el período inmediato al crimen, sino también las circunstancias que las precedieron en la historia personal del acusado.
El grandilocuente laberinto de frases aturde. Aunque se le preste la máxima atención, como en una plegaria, aquello termina en un callejón sin salida, vuelve sobre premisas que parece acabar de abandonar. Durante párrafos como éste, las hileras de los espectadores crujen. No les interesan los pros y los contras, esperan que vuelva a empezar la narración, un juicio es un vestigio de la tradición oral en torno al fuego; están allí para que les cuenten una historia interesante.
Ahora sigue, qué bien, trata del joven que han podido examinar en el estrado de los testigos, su rostro, sus gestos (lo que el juez ha llamado su «actitud»). Trata de un asesino.
– Tanto el psiquiatra de la acusación como el de la defensa consideran que la capacidad intelectual del acusado es alta y se encuentra en su sano juicio. Es un joven profesional de buena familia, aparentemente con una carrera prometedora por delante. No hay base para cuestionar la afirmación de la defensa de que todo, en la conducta del acusado como adulto, ha sido contrario a la realización de cualquier acto violento. El testimonio de un miembro de la casa que todos compartían, Nkululeko Dladla, afirma que «matar es algo ajeno a su naturaleza».
Y ahí está, ese Dladla, sentado con los padres del asesino, allí mismo. La gente se da la vuelta para mirarlo: es como si hubiera hablado él, un hombre negro y corpulento que lleva como medallas de campaña la insignia de los homosexuales, anillos y collares. Harald y Claudia se sienten conmovidos por la cita que el juez ha hecho de las palabras de Khulu y se sienten honrados al ser identificados en el foco de atención que ha caído sobre Khulu, bajo el cual se frota la barbilla con el puño como hace con frecuencia, lo han advertido antes, cuando quiere dar énfasis a algo que ha dicho con sus modales tranquilos.
Ah, pero escucha esto, se dicen Harald y Claudia simultáneamente, sin palabras, el uno al otro, cuando la narración del juez toma otro giro inesperado. ¡Escucha esto!
– Es más, se puede demostrar que sí es propio de su carácter prestar socorro. El acusado conoció a Natalie cuando ella estaba intentando suicidarse y, tal como ella misma ha admitido, la devolvió a la vida. Después de que empezaran a vivir juntos como pareja, la salvó de nuevo del suicidio. Aunque estaba apasionadamente enamorado de ella, esa relación no era feliz, cosa confirmada no sólo por Natalie, sino por Dladla. Parece que ella no agradecía al acusado que le hubiera salvado la vida. Preguntada sobre el motivo por el cual la relación que ella y el acusado habían decidido mantener no era feliz, ella contestó en su testimonio: «Él era dueño de mi vida porque me llevó a un hospital.» Su actitud hacia él, tal como se reveló en el interrogatorio de la defensa, estaba llena de resentimiento, lo que da crédito a la declaración de Dladla sobre que, aunque el acusado «tenía paciencia con ella… como si fuera una persona enferma… Aunque la vida con ella era un verdadero infierno». Ella lo hostigaba delante de los otros habitantes de la casa común. La indiferencia, si no desafío, con la que ella declaró a este tribunal que el hijo que está esperando podría ser del fallecido o del acusado aparece como un ejemplo especialmente malintencionado de hostigamiento al hombre que la ama y que está siendo juzgado por un crimen pasional, del que los actos de ella son la mitad, si no la causa entera.
Un juez lo sabe todo. Es el vicario del dios de la justicia, como el sacerdote es el vicario de Dios, conoce lo que se ha dicho en el confesionario del tribunal, donde testigos, expertos y acusado cuentan lo que Harald y Claudia nunca habrían querido saber. Este conocimiento es la base de la justicia, ¿no? ¿Conocerlo todo es perdonarlo todo? No, eso es una falacia. El hombre está muerto, de un tiro en la cabeza. Está bajo la tierra de la ciudad en la que ese tribunal es la sede de la justicia. Pero saberlo todo: el juez no va a ser sensible a ninguna presión del airado castigo de la sociedad, representada ésta por el fiscal; el juez también está preocupado por el destino del individuo. Motsamai debe de estar pensando, ¿en qué? Esperanza: no es posible reprimirla. Duncan; pero tiene algo de intromisión preguntarse qué estará pensando, sintiendo. Como si la víctima expiatoria estuviera ungida en sus últimos momentos, alejada del contagio del contacto humano que ha buscado hasta la más formidable finalidad, arrebatar la vida de otro. Pero hay esperanza. Tal vez puedan hacérsela llegar a su hijo.
– Por desgracia, no figura entre las competencias de este tribunal remitir a un testigo a un examen psiquiátrico.
Ahora el juez se ha permitido un sarcasmo, de nuevo un aparte para quienes puedan apreciarlo.
Alguien sofoca una risa ronca. Es algo fuera de lugar, pero es probable que fuera lo que el juez esperaba obtener del público.
– Sin embargo, es difícil evaluar el argumento de la defensa que afirma que el grado de estrés que esta joven fue capaz de imponer a su paciente y abnegado amante fue tal que culminó en la consumación de un crimen en un estado de inimputabilidad criminal. Hay pruebas de que Natalie tuvo otras aventuras sexuales pasajeras durante el período en que cohabitó con el acusado, y que él las había perdonado o, por lo menos, tolerado. ¿Por qué no habría él perdonado, tolerado su traición una vez más si no fuera porque ella lo había reducido, finalmente, a un estado en el que ya no era responsable de sus actos?
«Debemos examinar ahora las especiales circunstancias de esta aventura sexual concreta. El tribunal ha conocido por el acusado mismo que cuando volvió después de la fiesta, no sólo estaba su amante, Natalie, en pleno acto sexual con otro hombre, sino que ese hombre era Cari Jespersen, un homosexual que había tomado al acusado como amante y después lo había rechazado, y que había declarado repetidas veces sentir aversión por la sexualidad femenina. El acusado no ha confiado al tribunal cuáles son sus sentimientos hacia su amante actual y el anterior, qué interpretación da al papel de Jespersen en ese espectáculo tan inconcebible que al parecer el acusado no podía creer que Jespersen se obligara a sí mismo a hacerlo. Según la opinión del psiquiatra de la defensa, "Cuando él (el acusado) la vio realizando el acto sexual con su anterior amante, un varón, se sintió castrado por ambos".
El silencio es una gran mano abierta sobre la sala.
De repente, las personas de los bancos del público dejan de ser desconocidos, su presencia es protectora hacia los padres de ese hombre.
– El tribunal puede aceptar que «matar es algo ajeno a su naturaleza».
»Pero lo que el acusado vio en ese acto y lo que encontró en la actitud del fallecido la tarde siguiente seguramente también era ajeno a la naturaleza de las relaciones humanas, incluso en el marco de las costumbre sexuales más libres. Dadas las excepcionales circunstancias de lo que, de otro modo, no habría sido más que otro lamentable incidente en una relación erizada de problemas, la psiquiatra de la acusación alega que, si el acusado hubiera actuado en un estado de capacidad disminuida, si fuera incapaz de apreciar lo erróneo de su conducta, habría atacado al fallecido en ese mismo momento, en la noche en que descubrió a la pareja. La opinión de la psiquiatra es que el acusado se dirigió a la casa la tarde siguiente con la intención consciente de efectuar una venganza por celos maquinada durante un día de premeditación solitaria en la casita. Preguntada si quería decir con ello que el acusado tenía intención de matar a Jespersen, la respuesta de la psiquiatra fue que no podía decir hasta qué extremo podía llevar al acusado su intención.
»Esto hace que el tribunal considere la cuestión del arma que se dejaba a mano en la casa: ¿el acusado tenía presente, como intención consciente, la disponibilidad del arma, que admite haber visto en el cuarto de estar la noche anterior?
El juez alza la vista, en un gesto propio de una conversación, pero su audiencia está paralizada.
– El psiquiatra llamado por la defensa consideró que cuando el acusado se encontró con Jespersen la tarde del 19 de enero se vio precipitado a un estado de disociación de lo que hacía. Sostiene que cuando el fallecido dijo: «Sírvete una copa», esta actitud supuso para él un golpe similar al recibido la noche anterior. Su opinión profesional fue que «un tremendo golpe emocional es tan fuerte como pueda serlo un golpe externo en la cabeza». Además, añade: «Con el impacto de las últimas palabras que él (el acusado) recuerda que Jespersen pronunciara, habría entrado en un estado de automatismo en el que se desintegraron las inhibiciones y la acumulación de provocaciones llegó a un punto culminante con la pérdida de control del sujeto.»
»Eso planteó de nuevo la cuestión de cuándo podemos considerar que la naturaleza y el grado de provocaciones acumuladas alcanzan los niveles extremos de estrés alegados por la defensa como justificación de una inimputabilidad criminal transitoria no patológica. El psiquiatra testificó que, cito textualmente, el acusado "es un hombre de naturaleza bisexual. Eso, por sí mismo, es ya una fuente de conflicto de personalidad. Cuando siguió los instintos que lo llevaban a sentirse atraído por un hombre y tuvo una relación amorosa que su compañero, Jespersen, no se tomó en serio y rompió cuando se le antojó, sufrió un estado de angustia emocional. Superó la tristeza producida por el rechazo y se volvió hacia el otro lado de su naturaleza, probablemente dominante, con una alianza heterosexual que, otra vez, se tomó muy a pecho. Más aún, dado que esta alianza se produjo con una personalidad evidentemente neurótica de complejas tendencias auto-destructivas debido a las que, cuando se le llevaba la contraria en lo que ella consideraba su derecho a seguirlas, lo castigaba denigrándolo y con agresiones mentales". La conclusión de esta afirmación, que he citado ya antes, fue que cuando el acusado la vio en pleno acto sexual con su antiguo amante, se sintió castrado por ambos.
Claudia siente que Khulu levanta los brazos y los deja caer. A su otro lado, el perfil de Harald es el de Duncan, el orden de los parecidos está invertido; la confusión la envuelve. Ve ante sí la cara de un paciente que ha enviado al cirujano y cuya operación debe hacerse hoy; es un fragmento del historial médico que es su vida y que cruza rápidamente por su pensamiento. Mis asesores y yo, qué dice la voz.
– Mis asesores y yo, naturalmente, tenemos que examinar el testimonio de los psiquiatras y sopesarlos debidamente. Sin embargo, tal como ha dicho el más alto tribunal del país, su ciencia no es absoluta, sino empírica. Los psiquiatras confían en lo que les ha contado el acusado, con frecuencia, sin analizar críticamente esas afirmaciones para determinar si han sido dichas de modo interesado. Mis asesores y yo también somos capaces de interpretar el testimonio como un todo, expuesto ante nosotros, para saber si hubo o no responsabilidad criminal. Si bien es cierto que el psiquiatra de la defensa opina que no hubo responsabilidad criminal, e incluso la psiquiatra de la acusación, aunque de modo reticente, ha hecho algunas concesiones, según dicta nuestra ley, estamos autorizados a llegar a nuestras propias conclusiones. Consideramos un hecho cierto que la historia personal de prolongado estrés emocional del acusado es auténtica, pero ¿es eso suficiente?
Controla su vida, la de Claudia y la suya, con tanta seguridad. Primero fueron cedidos a las manos de Motsamai; ahora, están en poder de ese hombre que pregunta, pero ¿es eso suficiente? La omnipotencia del poder. Sólo Duncan podría contestar.
– Hemos identificado los aspectos decisivos del caso. Uno: ¿La premeditación de la venganza ocupó al acusado durante el día que pasó solo en la casita y, como consecuencia, se dirigió a la casa con intención de buscar a Jespersen y causarle daño físico?
»Dos: Fuera o no premeditada la intención de causar daño, cuando el acusado cogió el arma y disparó a Jespersen, ¿se encontraba en un estado de automatismo en el que las inhibiciones se desintegraron y se produjo una pérdida total de control?
»En relación con la cuestión número uno, mi distinguido asesor, el señor Abrahamse, abogado, y yo consideramos que no hubo premeditación de causar daño en venganza, y nos basamos en la ausencia de disimulo en el testimonio del acusado y en el hecho de que, en primer lugar, se ha aceptado que no tenía arma de ningún tipo cuando salió de la casita; en segundo lugar, aunque el arma de la casa no estaba guardada en lugar seguro, sólo en un cajón de un dormitorio, era razonable suponer que cuando la habitación había sido recogida tras la reunión no habría quedado sobre la mesa. Mi distinguido asesor, el señor Conroy, experto y veterano magistrado, sostenía la opinión minoritaria de que hubo premeditación, basándose en la razonable asunción de que eso era lo que implicaba el solitario encarcelamiento en la casita.
»En relación con la cuestión número dos, el tribunal ha dedicado una cuidadosa deliberación a los elementos opuestos revelados por los únicos testimonios disponibles del crimen (el acusado mismo y el cadáver de la víctima) y las diversas interpretaciones de este acto, tal como se ha presentado ante el tribunal. El acusado ha testificado que no vio el arma cuando entró en el cuarto de estar y que no puede decir en qué momento la vio. Sin embargo, admite que la vio y la cogió. Dice que "no tomó ninguna decisión"; y, sin embargo, la disparó.
La mirada que se alza los acusa, a la madre, al padre y al amigo del asesino, aunque probablemente el juez ni siquiera sabe dónde están entre tantos rostros; aceptan la mirada como dirigida a ellos.
– Existen algunas dudas sobre si sabía o no que estaba cargada. Si no lo sabía, aunque es razonable suponer que lo sabía, puesto que en la fiesta pudo haber visto la demostración de que lo estaba, y tuvo que verificar si lo estaba o no abriendo la recámara, el difunto habría tenido sin duda aviso suficiente de las intenciones del acusado y podría haber hecho un movimiento, saltar para defenderse. Sigue siendo dudosa la validez del alegato de que una persona puede verificar que un arma está cargada o no, si está puesto o no el seguro, y, a continuación, apuntar cuidadosamente a la cabeza de la víctima, si uno no es un tirador experto y se encuentra en un estado de incapacidad para tener una conducta deliberada, que es una de las definiciones de ausencia de imputabilidad criminal. El acusado ha admitido que el arma, que sabía utilizar, era, sin embargo «la única que he tocado en mi vida». El uso de algo que no es habitual, por lo general exige una atención consciente para su manejo, por simple que sea el proceso.
La protección que los envolvía se ha alejado; las personas que les hacían compañía se han convertido de nuevo en público, impaciente y aburrido con todo este sí y no y tal vez y sin embargo legal. La importancia de la siguiente afirmación del juez, pronunciada con cuidado, sin ninguno de los ecos histriónicos que han advertido en algunas de sus otras manifestaciones, no satisface las expectativas.
– No obstante, la opinión de los asesores y la mía propia es que, aunque el crimen se cometió bajo una situación de estrés extremo, fue un acto consciente por el que el acusado tiene responsabilidad criminal.
Incluso Harald y Claudia, que han estado sopesando, intensamente concentrados, los síes y los noes del enrevesado discurso -u, ojalá uno se sintiera lo bastante distante, lo bastante seguro como para sentirse aburrido-, se sienten desconcertados durante un momento, antes de traducir la seca afirmación de una opinión razonada como el martillazo del veredicto. Por qué seguir, por qué sigue, ya ha cogido su arma y ha dado el martillazo, en pleno pecho. Imputabilidad criminal. Nuestro hijo no está loco. Duncan, ¿lo has oído?, ¿lo has entendido?
Pero el hombre sigue adelante. Los hostiga, no puede dejar solo lo que ha dicho, tiene que hacerlo otra vez. Manipula la esperanza.
– El tribunal tiene en consideración ciertos factores atenuantes, aunque el acusado no ha dado muestras de arrepentimiento por su crimen. En primer lugar, no llevó ningún arma cuando se dirigió a la casa. En segundo lugar, no podía saber que el fallecido estaría echado en el mismo sofá en que había tenido lugar el acto sexual la noche anterior ante sus ojos. En tercer lugar, el arma estaba allí por casualidad, sobre la mesa. Si no hubiera estado allí, tal vez el acusado habría insultado al fallecido, tal vez incluso le habría dado algún puñetazo, venganza habitual en un amante deshonrado… o bien ambas cosas.
En ese momento, parece abandonar su texto, acusar a la asamblea y a sí mismo, a las calles y zonas residenciales y campamentos con ocupantes ilegales situados fuera de los tribunales y los pasillos, a la muchedumbre de la que todos forman parte, apretándose contra el resquebrajado palacio de justicia.
– Pero ésta es la tragedia de nuestros tiempos, una tragedia que se repite todos los días, todas las noches, en esta ciudad, en nuestro país. Parte de los objetos domésticos, algo que se lleva en los bolsillos junto con las llaves del coche, incluso en las mochilas de los niños, constantemente a mano en situaciones que conducen a la tragedia: resulta que las armas están ahí.
Khulu mueve la cabeza con vehemencia a pesar de sus esfuerzos por controlarse, pero para Harald la judicatura ha soltado su pequeña homilía, en efecto. ¿Tiene eso algo que ver con lo que van a hacer con mi hijo que, como cualquier otro, respiró la violencia junto con el humo de los cigarrillos?
El juez se controla un poco.
– El arma estaba allí. El acusado tuvo la voluntad de usarla con propósito de matar. El veredicto unánime del tribunal es que Duncan Peter Lindgard es culpable, con atenuantes, del asesinato de Cari Jespersen.
La sentencia queda aplazada hasta el día siguiente a las diez.
La gente ha visto cómo se hace justicia. Ahora se avergüenzan de ser observadores curiosos de la pareja a la que ha sucedido algo terrible; se mantienen a distancia, se dan codazos para dejar pasar a Harald y a Claudia, y a ese marica negro, el testigo. Los ojos de Claudia se cruzan con los de un desconocido; éste baja la vista.
Un shock emocional tiene la fuerza de un golpe en la cabeza. Pero ese veredicto no es un shock; es la expresión oral de un temor que han conseguido mantener a raya -sólo eso- durante varias semanas y que durante los días que han pasado en ese lugar ha ido aproximándose lentamente hasta estar más cerca que los desconocidos que los rodean; esperando para caer sobre ellos, Harald y Claudia. En el movimiento de policía, abogados y funcionarios que recogen la documentación a través de la cual se ha hecho justicia, es difícil encontrar a Duncan. ¿No está allí? Duncan nunca ha estado allí, nunca. Nada de eso puede haber sucedido a su hijo.
A las diez de la mañana, la sala se pone en pie cuando entra el juez. Los papeles se deslizan, unos debajo de otros; la luz del sol que entra por las ventanas situadas al este brilla a través de la membrana de sus prominentes orejas. Es un icono destinado a desplazar a aquellos a los que Harald ha dirigido sus rezos con anterioridad.
Por lo que parece, es costumbre que el fiscal y el defensor discutan brevemente el tema de la sentencia, como si no estuviera ya determinada en los papeles situados bajo las manos del juez, como bocas abiertas dispuestas a decir lo que guardan sus labios sellados en las comisuras. El fiscal reitera con seriedad lo que ha obtenido del acusado durante su interrogatorio; no puede haber ambigüedad cuando los hechos del caso que se juzga proceden de la declaración del propio acusado.
– Tal como su señoría ha destacado en su sentencia, el acusado no da muestras de remordimiento; y, lo que es más, un hombre que no da muestras de remordimiento también demuestra que, ejecutara el acto del asesinato de modo consciente o no, éste era la realización de un acto que habría deseado cometer. No se arrepiente porque la muerte del hombre que lo rechazó como amante y después se convirtió en el amante de su mujer era lo que quería y se ha llevado a cabo.
El acusado que no se defiende es, por consiguiente, el individuo que acepta que su crimen es tal crimen, que nada puede aminorar su gravedad. Esperar que se produzca una atenuación de la sentencia que vaya más allá de la aceptación de las circunstancias atenuantes que el tribunal ha concedido ya supone poner en crisis el ejemplo, el mensaje que enviarán nuestros tribunales con semejante atenuación. Su señoría se ha referido al clima de violencia en nuestro país como tema de gran preocupación. Un crimen que surge de la cohabitación de personas como el acusado y sus compañeros de vivienda, sus amigos, en una casa donde no se mantenía ninguna de las normas comúnmente aceptadas acerca del orden, sea respecto a las relaciones sexuales o al cuidado adecuado de un arma; si semejante crimen va a ser considerado con lenidad, con indulgencia, ¿qué clase de peligrosa tolerancia iniciará esto frente a lo que está amenazando la seguridad y la decencia en las relaciones humanas sobre las que se basa la nueva administración de este país? Sí, el arma estaba allí; el crimen de venganza por celos que se cometió con ésta no puede excusarse, sino que forma parte de los secuestros, violaciones, asaltos que surgen del mal uso de la libertad cuando uno fabrica sus propias normas. Ahí es donde todo empieza, desafiando todas las normas morales y reclamando total permisividad, tal como el acusado y sus amigos han hecho, y conduce a permitir el asesinato de uno de ellos, uno de los compañeros de cama, por parte de otro, el acusado. No es necesario que recuerde al tribunal que, cuando se dicta una sentencia, debe hacerse justicia tanto a la sociedad como al individuo acusado, en proporción al daño causado al arrebatar la vida de un individuo y el daño causado también a la sociedad -por él, un joven altamente privilegiado, un profesional al que la sociedad ha dado todas las ventajas- al participar en ese libertinaje moral que abusa de nuestra sociedad y la amenaza.
Hamilton Motsamai sonríe cuando se levanta. Inclina el cuerpo ligeramente hacia delante en lo que podría ser un gesto de deferencia hacia el fiscal.
– Señoría, el acusado no comparece ante una comisión sobre moralidad pública, sino ante su tribunal, acusado de asesinato.
«Permítaseme decir que no se han formulado cargos contra él como representante de un sector de la sociedad.
»No se le pueden pedir cuentas por haber fomentado los robos, secuestros y violaciones que, lamentablemente, tan comunes son en este tiempo de transición tras los largos años de represión durante los que la brutalidad del Estado enseñó la violencia a nuestra gente, generaciones antes de que pudiera disponer de libertad para resolver los problemas de la vida. Ruego a su señoría que sea indulgente con esta última digresión…
»En efecto, el clima de violencia tiene una importante responsabilidad en el acto que cometió el acusado; debido a ese clima, el arma estaba allí. El arma estaba por ahí, en el cuarto de estar, como un gato doméstico; sobre una mesa, como un cenicero. Pero el acusado no es responsable de que impere la violencia; el tribunal ha aceptado el testimonio incuestionable de que el acusado no había mostrado nunca la menor tendencia a la violencia, y Dios sabe que hubo ocasiones, durante la convivencia con esa joven, en que pudo esperarse ese tipo de respuesta. Era, en efecto, un ciudadano que, apropiándome del término de mi distinguido colega, respetaba "las normas comúnmente aceptadas" del orden social. Su conducta no aprobaba el secuestro, el robo o la violación.
»De lo dicho por mi distinguido colega se desprende la conclusión de que está haciendo un juicio moral sobre las preferencias sexuales, la actividad sexual, específicamente, la actividad homosexual, cuando habla de que el acusado compartía "una casa donde no se mantenía ninguna de las normas comúnmente aceptadas respecto al orden". De esta manera, equipara las relaciones sexuales a la ausencia de un cuidado adecuado de un arma mortífera, peligrosa, como ejemplos equivalentes de transgresión de tales normas.
«Señoría, el acusado no ha aparecido ante este tribunal por mantener una relación sexual con un adulto capaz de decidir por sí mismo, ni eso podría constituir un delito bajo la nueva Constitución, en la que se reconocen estas relaciones como parte del derecho a la libertad individual. Las relaciones homosexuales, tal como existían en la casa que compartían, encajan dentro de las "normas comúnmente aceptadas" de nuestro país.
»E1 tribunal ha decidido por mayoría que el asesinato que ha reconocido el acusado no fue premeditado. Al examinar, con el docto escepticismo que es privilegio de su cargo, los testimonios encontrados de los psiquiatras, el tribunal ha llegado a su propia opinión de que, sin embargo, el crimen se cometió en un estado de imputabilidad criminal y ha declarado esta decisión en su sentencia. Sin embargo, debemos decir que en el curso del juicio se ha debatido intensamente este punto vital, y todo debate implica que flota cierto grado de duda, un interrogante. Este grado de duda merece ser tomado en serio para dar mayor valor a la consideración de las circunstancias atenuantes admitidas en la sentencia.
»Ejeee… Finalmente, cuando pedimos una sentencia acorde con el delito del individuo, el Estado necesita tener presente la filosofía del castigo como rehabilitación de un individuo, no como condena de un supuesto representante de los males actuales de la sociedad cuyo castigo, por lo tanto, debería ser tan duro como corresponde a una culpa colectiva. Nuestra justicia ha suspendido la pena de muerte; no debemos instaurar en su lugar unos prejuicios que supongan para cualquier acusado un castigo superior al que le corresponda por el delito cometido y las circunstancias en que se cometió. Las costumbres de nuestra sociedad aparecen expresadas en nuestra Constitución, y nuestra Constitución es la más alta ley del país. Mi distinguido colega representante del Estado habla con la voz del pasado.
A continuación, el juez pronuncia un preámbulo que nadie recordará porque su sentido queda ensordecido por la tensión que genera lo que dirá a continuación: la última palabra.
– He escuchado atentamente a los abogados de la defensa y de la acusación. Desde un principio, ambos abogados deberían haber tenido claro que la sentencia que este tribunal iba a dictar para este caso no dependía de la moral sexual o social de la persona acusada. Mi función es la de pronunciar una sentencia que sea justa tanto para la víctima como para el acusado. Se ha perdido una vida. Y, como expresión de mi desagrado ante el modo en que se guardaba el arma en cuestión, sin tener en cuenta la seguridad, declaro que el arma queda confiscada por el Estado.
«Aunque en este caso se dan circunstancias poco frecuentes y excepcionales, la sentencia debe tener un efecto disuasorio. Nuestra Constitución consagra, ante todo, el valor de la vida humana. La cuestión objeto de la sentencia es muy difícil; y ésta no sólo debe actuar como elemento disuasorio, sino también debe ser una muestra de gracia. Tras una consideración muy minuciosa, te sentencio, Duncan Peter Lindgard, a siete años de prisión.
»Se levanta la sesión.
La última palabra. Dictada al hijo, a sus padres, a los representantes de esos otros jueces, las gentes de la ciudad.
Se acabó.
Una descompresión, un colapso de los nervios, una profunda espiración, como la que dejó escapar el espíritu de Harald cuando el mensajero trajo la noticia de que ha sucedido algo terrible: pero ahora cierran el círculo y vuelven al punto de partida, por así decirlo, espirando el aire del alivio. Se acabó.
Incluso mientras estaban con su hijo, se producía esa extraña remisión; después, con Duncan, en ese lugar bajo la sala, cuando todos los que habían estado a su alrededor y que habían oído el fallo, la sentencia pronunciada, siete años, habían salido apresuradamente de la sala, habían pasado en fila a su lado respetuosamente; el mensajero Verster se detuvo un momento, como si fuera a hablar, pero no dijo nada; otro -una mujer- se inclinó rápidamente para decir: Gracias a Dios (alguien consciente de que podrían haber sido doce años). Los tres intercambiaron tímida y amablemente las banalidades que mostraban su preocupación mutua: Estás bien, madre, papá, por qué no te sientas.
Motsamai estaba allí, de nuevo en el personaje de Hamilton, guiando a los padres, qué habrían hecho sin él esta última vez. De camino por los largos pasillos, había hablado en voz baja y grave, tal como acostumbraba a abordar, expresar y superar los temas delicados.
– Tengo que deciros que hemos tenido mucha, mucha suerte. No podéis imaginaros cuánta. Es la sentencia más benévola posible. En toda mi experiencia, es el mínimo asignado a un caso como el de Duncan. Siete años. No podíamos haber salido mejor parados; siete años era mi cálculo más optimista, pero nunca se sabe, ni siquiera con el juez adecuado, quién sabe cómo son los asesores. ¡Algunas veces…! Ejeee… ¡Bueno! ¡Si coinciden en aspectos vitales contra el juez! Éste tiene que informarse bien… Bien, éstos eran cordentos, lo seguían sin apenas rechistar, neee…
Ahora tenía que hacer un esfuerzo para contener su estado de ánimo y mantenerse en el mismo nivel apagado que ellos, aunque estaba familiarizado con el modo en que los individuos aturdidos por la dura prueba de un juicio confunden su estado con una especie de paz que uno no quiere alterar. En ese estado de ánimo, ha visto como otros asesinos experimentan una conversión religiosa.
– Duncan no cumplirá toda la pena. Claro que no. Buena conducta, estudios y demás. Supongo que podrás sacar otro título en tu campo, Duncan; seguro que sí. Saldrá cuando tenga… ¿cuántos años tienes ahora, Duncan? ¿Veintisiete? Estará fuera a los treinta y dos. Todavía joven, ¿verdad? Podrá olvidarlo.
Hamilton también tiene planes. Ellos sólo han sentido alivio, Duncan ya no es el blanco distante en el banquillo, los desconocidos que se inmiscuyen en el suceso más privado de sus vidas ya no los empujan a su alrededor; sólo son conscientes de eso, en los veinte minutos, media hora tal vez que pasan con él, no perciben el límite de ese plazo ni lo que vendrá después.
El abogado conoce las emociones a las que están sujetos los familiares y el recién condenado cuando se encuentran por primera vez, en lo que es un tiempo nuevo, cuando todo se ha acabado. Hamilton debe controlar sus sentimientos de empatía, presentes junto con su satisfacción profesional en un caso muy dudoso, bien defendido por uno de los mejores abogados disponibles. Está allí para dar apoyo, para ayudarlos a aceptar en ellos mismos, y entre ellos y él, la expresión natural de las emociones. Entre su gente (él diría, en nuestra cultura), una madre estaría llorando. Y de qué manera. Por qué no. ¡Pero estas pobres gentes -en este caso, aquella putilla tenía razón-, estos blancos de clase media que consideran que sus códigos de comportamiento son progresistas y libres, son precisamente aquellos capaces de contenerse en cualquier situación y deben hacerlo así, por respeto a los demás! Su hijo, pobre chico, se metió en un lío que no estaba previsto. Y ellos no saben cómo reaccionar ante lo que les está sucediendo. No muestran ninguna emoción, sólo una amabilidad distante uno con otro.
Ningún llanto sale de esa madre. Es el padre -de manera inesperada- quien se levanta repentinamente de la silla que se le ha ofrecido amablemente y coge al hijo por los hombros. Sale de él un extraño ruido, algo entre una tos y un grito, como si estuviera atragantándose. Su mujer, la doctora, parece capaz de no mover un dedo. Hamilton lo deja solo en ese momento, que le pertenece. Sólo cuando se ha dado la vuelta, en su rostro un rictus sin lágrimas, Hamilton se acerca y lo rodea con el brazo.
Harald miró a Duncan, vestido con americana y anchos pantalones grises, de calculado aire informal, el convencionalismo de lo poco convencional que no había predispuesto en contra a un juez mundano, y se dio cuenta de que ésa era la última vez que llevaría esa ropa. En el futuro (y el futuro eran siete años) llevaría la ropa de la cárcel. Se acabó.
Acaba de empezar.
Khulu estaba esperándolos en las escaleras de los juzgados. Anduvo con ellos en silencio hacia el aparcamiento. Caminaban pesadamente, como presos; cada paso rechinaba. El trabajo de Motsamai, de Hamilton, había terminado con éxito; en adelante, sería el mensajero entre Duncan y las autoridades de la cárcel, pero no necesitaría buscar o recibir a los padres, un abogado de éxito es un hombre ocupado. Permanecieron de pie un momento, junto a su coche. Claudia, en nombre de los dos, dijo a Khulu: Tenemos que seguir viéndonos.
Una cárcel es la oscuridad. Dentro. Dentro de uno. Es una noche que no termina nunca, incluso bajo la irritante luz del fluorescente del techo de la celda. Oscuridad, incluso cuando, a través de la ventana con barrotes a la que se puede llegar desde la cama, la ciudad tiembla de luz. Expectativas. Eso es lo que ha desaparecido. Nada te llama, no esperas nada.
Soy un harapo en una alambrada. Deberías haberme dejado allí.
¿Una carta de Natalie?
Soy un harapo
en una alambrada
deberías
haberme dejado allí
No, no es una carta de ella; es algo que escribió en una ocasión. Uno de los papelitos que le dejaba por ahí para que los encontrara, en el salpicadero del coche, junto a la bañera del cuarto de baño. Una actitud afectada, un modo de comunicarse.
Podría haber sido escritora. Tenía talento. Podrían haber sido la escritora y el arquitecto, una pareja «creativa». Una familia de cuatro, qué estupendo: junto con la doctora y el suministrador de créditos hipotecarios para los que no tienen casa. Asequible: ésa es la palabra acuñada para nuestros tiempos, referida a lo que uno puede conseguir sin arriesgar demasiado, el camino escogido por el bueno de Khulu para ser aceptado: es asequible para los varones blancos, en sus camas.
Ella podría haber sido escritora. El haberla puesto a trabajar en una agencia de publicidad, inventando sonoras mentiras a la moda para lavar el cerebro a la gente, convencerla de que quiere comprar determinadas cosas, era una traición a esa posibilidad. Ella mostró desprecio por mi elección haciendo algo atroz, en lugar de utilizar las palabras contra mí, porque yo, al final, había envilecido las palabras, según ella. La había hecho callar.
No fue a ella, fue a él a quien hice callar, al final.
Siempre estaba intentando ganármela a base de reforzar su confianza en sí misma, creyendo que podría hacerlo con alabanzas, diciéndole lo inteligente que era.
Ella se reía: ¿Cómo mides la inteligencia de tu perro? ¡Por cómo obedece las órdenes!
El olor corporal de la ciudad, a orina y a flores de los puestos callejeros. Todavía no es invierno. Ni siquiera mediados de otoño, desde la alta ventana.
Un final irregular.
Qué es eso. No es de ella. No.
El final irregular de un continente.
L'Agulhas.
El estuvo allí con Cari. El mar brillaba en los bajíos cuando subía la marea; rocas (L'Agulhas, «las agujas», en portugués, explica él, el habitante del Norte que se divierte enseñando al del Sur lo que debería saber sobre su propio país). Las rocas ensangrentadas por los líquenes. Era divertido, los dos allí, con el peso y la extensión del continente a sus espaldas, sentados en el filo de la existencia. A escasa distancia de la furia oscilante de los dos océanos, en el punto donde chocan las corrientes opuestas, la del índico y la del Atlántico. Con ella… ah, fue en otro sitio, sólo el índico, del que la sacó a rastras para que respirara. En el Atlántico fue con él. Donde se encuentran los dos océanos se produce un punto fatal. Con Cari, llegó el final de todo. Entonces, alguien cogió el arma y le disparó en la cabeza. Un final irregular.
Los que quieren ojo por ojo, asesinato por asesinato; no querrán olvidarlo. Harald no sabe si, por esta convicción, que Claudia, probablemente, tiene la suerte de ignorar, debería sugerir: Quizá podría ir a ejercer su profesión en otro país.
¿De algo terrible surge algo nuevo y hay que vivir la vida con ello y de otro modo? Ése es el país para ellos, allí, ahora. Para Harald, implica una nueva relación con su Dios, el Dios de los que sufren al que antes no podía tener acceso. Claudia, en cambio… tuvo una salida que lo desorientó por completo sobre ella, sobre un aspecto que no había advertido nunca.
Quizá deberían intentar tener un hijo.
Que se permita refugiarse en una ilusión semejante, siendo médico, con cuarenta y siete años… qué esperanza podría haber de concebir, otro Duncan, en su cuerpo.
Todavía no soy menopáusica.
Él se sentía tumescente con el dolor de Claudia; con todo, le hizo el amor, por algo imposible. Era la primera vez que hacían el amor desde que entrara el mensajero en el adosado y nunca lo habían hecho así, como un ritual en el que no creían, ejecutado con desolada pasión.
Los primeros meses pasaron rozándolos. Entonces, las viejas rutinas empezaron a tirar de ellos, en un retorno: los viejos contactos de cada día, el contexto de las responsabilidades, rostros, documentos, decisiones que afectan a los demás, si hay que recetar este antídoto o ese otro para la clase de dolor que sufre alguien, si la subida de los tipos de interés podría contenerse sin elevar los pagos mensuales de los préstamos hipotecarios, decisiones en las que no tenían relevancia un hombre muerto en un sofá, un juicio, siete o cinco años. Nada más a ese respecto; nada más respecto a ellos. Sólo que, en lugar de sus habituales actividades de ocio, están las visitas, el viaje a otra ciudad, donde se cumplen las condenas largas.
Un colega invita a Harald a comer. El hombre acaba de recuperarse de la implantación de un doble bypass en un corazón obstruido por sangre espesa, y come los alimentos más fuertes del menú. Parece como si fuera una demostración; dice, sonriendo, a Harald:
– Uno tiene que morir.
Es una manera delicada de hacer referencia al desastre y ofrecer consuelo, todo el mundo sufre de un modo u otro, todos somos personas en un momento difícil.
Harald y Claudia vuelven a moverse en su propio círculo, no hay motivo para mantener contacto con la casa comunal; sin duda, en esa casita habrá ya nuevos inquilinos. Difícilmente podría esperarse que Baker, en cuyo dormitorio de la casa se suponía que estaba el arma bien guardada, quiera encontrarse frente a frente en aquel cuarto de estar con los padres del asesino de su amigo, suponiendo que éstos fueran capaces de acudir. Y Claudia no ha entrado en la casita después de que el mensajero dijera lo que tenía que decir. Una empresa ha llevado los objetos personales del anterior inquilino al adosado. Aparentemente, como muestra de consideración, los demás ocupantes de la urbanización no se han quejado a Harald y a Claudia de que la prolongada presencia del perro va contra las normas.
Ellos han perdido todo contacto con Khulu. Lamentablemente. Igual que uno pierde contacto con la persona que queda alejada de su vida, predeterminada tiempo atrás, también lo pierde con las circunstancias que rodearon el período de crisis en que la vida produjo sus propias intimidades extrañas, que no encajan con la necesidad de seguir la propia vida como uno sabe vivirla. No han vuelto a ver a Motsamai. Khulu visita a Duncan, según dice éste. O, para ser exactos, lo comenta de pasada, en la conversación que tiene lugar en un nivel tácito que evita determinadas referencias y preguntas a las que no se puede responder, entre él y sus padres cuando lo visitan. Intercambio de noticias personales; porque ahora Duncan tiene ese tipo de noticias, ha terminado el plano en el que estaba trabajando y ha tenido como respuesta (ventajas de las relaciones amistosas de Motsamai con el director de la cárcel) un informe detallado favorable de sus compañeros de proyecto. A la siguiente visita, puede decirles que tiene permiso para empezar a estudiar a fin de obtener un título superior de urbanismo. Y al mes siguiente les cuenta que -sí- está cuidando su salud haciendo gimnasia en su celda por la tarde y por la mañana. Les hace reír un poco la idea de su gimnasia improvisada.
Tiene buen aspecto.
Aunque algo diferente de la imagen que llevan consigo, como algunas personas llevan una fotografía en la cartera como identificación de un compromiso; sus rasgos son más toscos, más vigorosos, y los tendones que asoman por el cuello de la ropa de la cárcel corresponden a un hombre de más de veintisiete años. Igual que cuando estaba en el internado, había un rostro, un contorno en la mente que no se correspondía exactamente con el del chico al que visitaban en el colegio, que llevaban a comer fuera cuando había necesidad de hablar con él en serio sobre algo.
Se le ocurre a Harald que ahora, cuando salen de la cárcel, es igual que cuando lo dejaban en el colegio. El período de tiempo que tienen por delante, los impensables siete o cinco años, se reduce a algo más comprensible.
Él sabe que, cada vez que lo visitan, en su mirada está la pregunta pendiente; necesitan una respuesta. El juez lo afirmó como un hecho, no como una pregunta. «No ha dado muestras de arrepentimiento.» Cómo puede saber, ninguno de ellos, lo que sólo conocen de oídas. Cómo pueden saber qué es eso cuando piensan, cuando hablan. Harald y Claudia, mis pobres padres, ¿queréis que vuestro hijito se eche a llorar y diga que lo siente? ¿Se arreglará todo, como la ventana que he roto con una pelota? ¿Queréis que sea otra vez un ser humano civilizado, por lo primero, y Dios me perdonará y me dejará limpio, por lo segundo? Así creen que son los remordimientos.
Fue él quien me trajo un libro cuando yo estaba a la espera de juicio, creo que fue cuando él estaba tan enfadado, tan horrorizado que deseaba acusarme, castigarme, pero había algo en el libro que no sabía, no sabe, no puede saber nunca. El párrafo sobre quien lo hizo y sobre aquel al que se le hizo. «Es absurdo que el asesino sobreviva al asesinado. Los dos, juntos y solos -juntos como sólo lo están en otra relación humana mientras uno actúa y el otro sufre-, comparten un secreto que los une para siempre. Se pertenecen.»
Los escritores son peligrosos. ¿Cómo puede ser que un escritor sepa estas cosas? Aunque en este caso, somos tres, solos y unidos. En la «otra relación humana» -hacer el amor y todo lo demás- Cari actuaba, yo lo sufría, yo actuaba, Natalie me sufría, y esa noche en el sofá, ellos actuaron y yo los sufrí a los dos. Nos pertenecemos.
He copiado esta cita una y otra vez, no sé cuántas veces, en plena noche, la he escrito de memoria en un fragmento de papel, como ella acostumbraba a garrapatear un verso de un poema, me he detenido en medio de una sección cuando estaba concentrándome en el plano y he tenido que escribirla en algún sitio. Él está muerto, y él, ella y yo compartimos un secreto que nos une para siempre. No podría decirse mejor; él está muerto, no sé cómo cogí el arma y le disparé a la cabeza. Hay otro fragmento en ese libro; sobre el que lo hace. «Ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.» Cuando los encontré así, mi más profundo deseo ¿cuál fue? Daría lo que fuera por saber qué era lo que quería entonces, de lo que vi como su traición o la consumación de la unión entre nosotros tres, y por saber si, porque no pude obtener lo que quería -fuera eso lo que fuera-, mi más profundo deseo se vio satisfecho cuando disparé a mi amante y amante de ella. El está muerto, yo estoy vivo, me alegro con todos -mis padres, Motsamai- de que ya no haya pena de muerte. El asesino ha sobrevivido al asesinado. Intenta decirles esto a mis jueces, al del tribunal y a los del adosado. No puede contarse, sólo vivirse, en este espacio entre muros hecho para esto. Lo que está fuera, lo que puedo ver desde la ventana de Tántalo cuando me pongo de pie sobre la cama; estaré fuera, tras siete años (cinco, promete Motsamai); acaso se olvidará, acaso aquel que está muerto y yo ya no nos perteneceremos. Tendría que preguntárselo a algún preso veterano; los de la finca no nos movíamos en un medio de criminales. Hay tantas cosas que no sabíamos, que no deberíamos haber necesitado saber nunca. Los tres, Cari, muerto, Natalie y yo vivos, Nastasia mi víctima y, como dice Khulu, Natalie mi torturadora, esté donde esté, estamos unidos por lo que he hecho, lo sepa ella o no, sea o no un secreto lo que lleva en su vientre.
El reproductor de discos compactos está guardado en el adosado con otras cosas. No hay música en estas noches que separan estos días de mis siete años. El estrecho orificio de la ventana vigila mientras está cerrada la mirilla de la puerta; qué discípulo de la arquitectura funcional inventó las especificaciones para esta ventana en forma de rombo que se divide tan satisfactoriamente en segmentos hechos por barras verticales. La noche cortada en cinco trozos.
No hay equipo de música, pero oigo una y otra vez algunos fragmentos, el adagio de la Tempestad de Beethoven y el alegreto de un impromptu de Schubert. Él y yo acostumbrábamos ir a conciertos en esa época, la época de L'Agulhas. Con él había algo más que Brubeck y ese otro músico de jazz. El fallecido tenía una colección de discos, también de Penderecki y Stockhausen. Si escuchas la música que se forma en tu propia cabeza, que está allí sin ningún aparato reproductor -¿cómo?, ¿cómo?-, durante horas, empiezas a saber qué es la música. Es una de las maneras -sólo una entre muchas- de crear orden a partir del caos original. Cuando estaba con ella, escuchaba a Beethoven y Schubert solo, con cascos; ahora es algo parecido. Ella no quería oírla; no creo que fuera porque necesitara que yo le enseñara a apreciarla y demás. Era porque se rebelaba contra el principio del orden; en cualquier cosa, en todas las cosas, por eso nunca terminaba los poemas.
Tiene que haber alguna manera.
Naturalmente, si yo «confesara» todo esto a Motsamai, se movería, empujado por los remordimientos, y quizá incluso conseguiría -es un genio en su devoción a sus clientes- una remisión más temprana que la que me ha hecho creer que tendré. Pero entonces todo esto que vivo me sería arrebatado; no podría soportarlo, sin esto, este espacio hecho para ello.
El Juicio Final del Tribunal Constitucional ha declarado que la pena de muerte es inconstitucional. El tono firme y amable del juez presidente tiene la seguridad de un hombre que, mientras expresa la resolución a la que han llegado tras vanos meses de sopesar escrupulosamente las conclusiones de un tribunal de pensadores independientes, ha recibido él también la gracia. Hay cierta serenidad en la justicia.
Si la decisión hubiera sido que el Estado volvía a tener el derecho de quitar una vida a cambio de otra vida, habría sido demasiado tarde para decretar que Duncan debía ser colgado una mañana temprano en Pretoria. Su sentencia lo mantenía a salvo. Sin embargo, la noticia hace que ella tiemble visiblemente; él le coge las manos para calmarla; y calmarse a sí mismo. La sentencia extrema aplazada por una moratoria era la amenaza que todavía existía; en el conjunto de leyes del país, incluso Motsamai lo había dicho. Y mientras todavía existía, podría ser que se exigiera para el acto que su hijo había cometido un viernes por la tarde. De modo que una liberación, alivio, un curioso rastro, como de felicidad; qué extraño que sea posible sentir nada parecido. Duncan sigue donde está.
Harald y Claudia decidieron irse. De vacaciones. Resulta embarazoso admitirlo delante de Duncan, en la sala de visitas. Él dice ¡ya era hora de que os tomarais un descanso! ¿Cuánto tiempo?
Pero mejor no hablar de eso; las últimas vacaciones las cogieron antes, cuando existían unas sístoles y diástoles habituales entre trabajo y recompensa. Han pasado para él muchos meses, para él, ahí donde está, y para ellos, fuera.
Al Cabo.
– ¿No fuiste una vez a L'Agulhas? ¿Crees que nos gustaría?
– Es el fin del continente -dice él, como un homenaje.
– O quizá a Hermanus. Pero nos gustaría probar algo nuevo.
No importa adonde fueron, volaron, condujeron: el mundo que los llamaba era hermoso. Él estaba en su celda y un niño infeliz se tapaba la cabeza con los brazos mientras dormía en las calles de Ciudad del Cabo bajo la montaña eterna que hacía que uno quisiera vivir para siempre, como ella. Lo que parecía, desde la perspectiva de un coche en marcha, como el vertedero de la ciudad era una superficie baja y vasta de planchas, latas, trozos de plástico y personas reducidos a detritos bajo un cielo gloriosamente emplumado, un pájaro cósmico, cirros dorados por una luz que brillaba desde billones de kilómetros. Una noche espléndida temblaba con truenos mientras los relámpagos huían en todas direcciones. El mar sereno cubría por igual los antiguos naufragios podridos y la contaminación presente con un brillo de color intenso, y dejaba descansar el pecho de las gaviotas. Se podría haber caminado sobre el agua, no es de extrañar que Harald pudiera creer que sucedió una vez.
Todo emite señales de vida, a pesar de todo. La sombra del avión es una gran mariposa que pasa sobre el verde, campos con espigas, desiertos color lila. Desde la ventanilla, las luces del valle vibran para atraer, atraer. Claudia empezó a tener la sensación de que ella y Harald estaban esperando alguna señal, la señal que haría que la vida siguiera adelante, los sacara de la regresión en que se habían refugiado, donde seguían su rutina y el eco de sus voces ocupaba lo que estaba vacío de sentido. Intentaba pensar sobre todo eso en términos prácticos: quizá deberían dejar el adosado tal como estaba ahora, sin vida dentro. Quizá deberían cambiar de casa.
¿Un equipo de profesionales, con sus cajas de embalar, podría hacer la mudanza? ¿Y no podrían las posesiones de Duncan, procedentes de la casita, junto con todo lo demás, ser entregadas, descargadas, y rodear a Harald y a ella en su futura vivienda?
Motsamai se aseguraba de que la empresa enviara a Duncan parte de los proyectos que tenía que diseñar. Duncan nunca veía el conjunto completo de planos para los que dibujaba el alzado, la planta y la vista lateral, aspectos del norte y sur, este y oeste. Pero algunas veces pensaba en cómo había realizado ya su propio trabajo: la estructura de aquella celda era su obra, diseñada de acuerdo con las especificaciones de su vida.
Harald y Claudia no cambiaron de casa. A principios de verano, Harald -que, como tantas otras veces, había llegado al adosado antes que Claudia- encontró una llamada en el contestador. La voz le resultó familiar de inmediato: el acento de bajo africano y el tono distendido de Khulu. ¿Qué hacéis, muchachos? Hace tiempo que tengo ganas de pasar a veros. Pero ya sabéis cómo pasa el tiempo; de todos modos, sé de vosotros a través de Duncan.
Claudia no quiso devolverle la llamada a aquella casa. Harald lo entendió: podría contestar Baker. Recordaba cuál era el periódico para el que Khulu hacía la mayor parte de sus reportajes, según les contó durante la charla que mantuvieron cuando los tres fueron a una cafetería entre dos sesiones del tribunal. Harald hizo que su secretaria llamara varias veces, pero no tuvo éxito y dejó un recado.
Él/ella. Una llamada a través del monitor de seguridad, una noche en que no esperaban a nadie. Esta vez, fue Claudia quien contestó. Khulu anunció su presencia. Cuando llegó a su puerta, ahí estaban ambos para recibirlo, con la aguda sensación de que se habían privado del placer de verlo por no haber sido ellos quienes hubieran ido a buscarlo, meses atrás. Sus pesados brazos los rodearon sucesivamente. La habitación se llenó de animación mientras Harald iba a buscar bebidas y Khulu decía:
– Claudia, ¿tienes pan o algo que comer, alguna fruta? He pasado el día fuera por un artículo ¡y no he comido nada!
Claudia tenía un chico al que preparar una comida. Iba y venía con carne fría, queso, chutney y pan, y Harald le trajo el frutero. Khulu comía con distraído entusiasmo mientras hablaba de los cambios producidos en la propiedad de los periódicos con la adquisición de un grupo por parte de unos individuos negros. Estaba orgulloso; y escéptico en relación con el progreso que, según Claudia, eso pudiera suponer para su carrera; Harald levantó una mano en un gesto procedente de su experiencia en asuntos de poder financiero, las rivalidades que tienen lugar en las salas de reuniones cuando un grupo de traseros dejan vacíos unos asientos que otros pasan a ocupar. Rieron ante esa desenfadada muestra de comprensión que el estado de ánimo traído por el visitante había hecho posible.
Pero Khulu también era un mensajero. Tras apartar el plato con pieles de plátano y agitarse en la silla con el vaso de cerveza en la mano, hizo su entrega.
– Duncan quiere que hagáis algo en relación con el niño. Si no es suyo, es de Cari. Duncan…
Duncan ha entrado en la habitación, en el adosado. Incluso el perro, que duerme junto a la silla de Harald, podría levantarse para saludar la entrada vacía.
Nadie habla, y entonces Khulu bebe un sorbo de cerveza. Desplaza el frutero para hacer sitio al vaso.
– Duncan lo quiere.
Él/ella dijo:
– ¿Qué podemos hacer?
Harald lo recuerda bien:
– ¡Esa chica no querrá que nadie reclame al niño! Lo dijo en el juicio. Es suyo.
– Duncan no está de acuerdo.
– ¿Qué quiere? ¿Análisis de sangre? ¿Que Motsamai ponga en marcha todo eso? ¿Y para qué? ¿Demostrar que el hijo es suyo y quitárselo a la madre? ¿Para que viva dónde? ¿Dárselo a quién? Si lo consigue, ¿quién va a cuidar al crío durante siete años? Tendrá siete años, quizá cinco, antes de que Duncan pueda hacerlo.
– No creo que Duncan se refiera a eso.
– Entonces, no entiendo nada. ¿De dónde viene esa idea? ¿Está perdiendo el sentido de la realidad, allí encerrado? Después de todo lo que le ha sucedido, lo que ha tenido que pasar, remover todo eso, meter a la siguiente generación.
– Espera, Harald.
– Veamos… no creo que pretenda quitarle el crío, ¡para nada! Nada de análisis de sangre y todo eso: el tipo de cosas que el periódico del domingo pone en portada. Sabéis que Duncan es una persona reflexiva, tiene su propia idea sobre la paternidad.
– Quién sabe si la criatura ha nacido ya. O si ha existido nunca: he tenido pacientes de historial similar con embarazos fantasma. Tal vez Duncan esté inquietándose por nada.
– Ha nacido. Tiene un mes.
Harald permanece sentado mirando a Claudia hasta que ésta dice, como si ya supiera la respuesta:
– ¿Y qué es?
– Un niño.
– Entonces, ¿qué te parece que quiere decir Duncan?
Harald intenta esforzarse en pensar en eso como si fuera una propuesta que hay que colocar sobre la mesa entre el frutero y el vaso empañado con los restos de la cerveza.
– ¿Dinero?
– No precisamente; pero, sí, los bebés necesitan cosas, supongo. Algún tipo de respaldo para ella, asegurarse de que puede cuidarlo adecuadamente.
– Ni siquiera sabemos dónde está ella.
– Sé cómo encontrarla.
Quizá la chica está escondida en algún lugar con su bebé, refugiada del mundo, y no sabe que los dos hombres, Duncan y Khulu, la buscan; Claudia, que ha visto tantos nacimientos, también conoció después de dar a luz un momento como ése, de pura posesión, que creía olvidado hace tiempo.
– Quizá Duncan debería dejarla sola.
Los dos hombres interpretan mal a Claudia; lo que oyen es la amarga oposición al dinero, al respaldo, al contacto con esa chica y su dudosa progenie.
Khulu repite amablemente la expresión de la voluntad de Duncan.
– Sé dónde encontrarla.
Con la familia.
Es un asunto entre ellos, los tres que están en el adosado. Esa noche, se separan compartiendo de nuevo la intimidad de los días del juicio.
Khulu Dladla sabe algo sobre esa pareja, para la que el hecho de que él sea negro y homosexual no impide que sea, para ellos, como un hijo: bien, después de todo, son blancos y lo que les aterra es que se pueda pedir que demuestren ser padres de su propio hijo recogiendo al niño. ¡Como si, entre la gente de Khulu, fuera necesario pensarlo dos veces! Los niños deben estar con la familia, qué importan las dudas sobre su origen.
No hubo concepción para la mujer de cuarenta y siete años. Pero hay un niño.
Se le pasa una manutención a través del bufete del abogado Hamilton Motsamai; la única condición sobre la que Harald y Claudia tuvieron el valor de insistir con Duncan fue que los acuerdos debería hacerlos Hamilton y no ellos a través de un contacto personal. Duncan no pone objeciones, que sea como ellos quieran, sonríe como si dejara que su padre, compañero de lecturas, le escogiera los libros, y tampoco ofrece ninguna expresión de gratitud. De pronto, todo es sencillo entre ellos; ¿por qué? Harald se pregunta si ha estado viéndola, ¿Natalie/Nastasia tiene sus días de visita en la cárcel? ¿Le escribe cartas, poemas? No se puede preguntar. Pero Duncan ha sido capaz de acudir a ellos, sus padres, para pedirles algo, incluso lo del niño. Están allí para ayudarlo.
Quizá, dentro de un tiempo -incluso cinco años son mucho tiempo-, verán al niño; Hamilton confía en ello, como siempre: la engatusará, de la misma manera que la llevó a condenarse con sus propias palabras durante su interrogatorio. También conseguirá arreglar lo que él denomina el acceso. Conocer al niño. Tenerlo en el adosado, mirar cómo juega con el perro.
¿Y Duncan?
Se le ha concedido permiso para trabajar en la biblioteca de la cárcel, así como para seguir sus estudios en la celda. La biblioteca no es gran cosa, si se toma como referencia el tipo de libros que él y Harald necesitan leer, las obras que son peligrosas e indispensables, que te revelan lo que eres. No se utiliza mucho. Los presos con condenas largas que ocupan celdas junto a la suya son, en su mayoría, hombres para los que la vida ha sido acción, no contemplación; en la violencia, la de Duncan y la de ellos, se encuentra la huida de uno mismo. Cuando matas al otro intentas matar al yo que acosa tu existencia. De modo que sólo la bestia sigue viviendo, enjaulada: la mayoría de ellos son terribles, farfullan llenos de odio, hacen oscilar puños cerrados preparados para golpear de nuevo, esas manos no pueden coger los frágiles objetos que pueden ofrecerles la única libertad que existe entre aquellas paredes.
¿Quién demonios decide qué es adecuado y qué no es adecuado para que lean los delincuentes, presuntamente basándose en el criterio de que no debe haber nada que suscite las pasiones que han hecho estragos y destruido? Rehabilitación. La biblioteca está llena de cosas sobre religión; como si la religión no hubiera suscitado nunca pasiones criminales, y no lo hiciera de nuevo, fuera de los muros de la cárcel. Manuales para mejorarse a uno mismo que raras veces coge alguien: Aprenda por sí mismo contabilidad, sistemas para una vida que no conoce el caos. Pero en la hilera de libros de bolsillo de misterio (¿por qué habrán considerado que a los presos les interesaría leer sobre asesinatos de ficción cuando los han conocido en la vida real?), abiertos por el lomo, como si lo que se pudiera encontrar en ellos tuviera que abrirse como un coco o como una ostra, hay algunos libros de verdad, Dios sabe cómo han llegado aquí. Quizá cuando sales, cuando has cumplido tu tiempo, como decimos aquí, es costumbre dar tus libros para quien venga después. Algunas veces encuentro algo para mí. Hay una traducción de la Odisea con lepismas que han pasado a mejor vida entre sus páginas. Nunca había leído de este libro, equiparado a la Biblia, otra cosa que citas en otros libros; si Harald lo ha leído, no consiguió interesarme en él. Otra cosa es la arquitectura de la antigua Grecia, claro: eso estaba dentro de lo mío, cuando estudiaba, y sabía alguna cosa de mitología. Edipo se sacó los ojos por su crimen. Poco más. Pero aquí hay algo dirigido a mí, que ha estado esperando ahí que me llegara el momento de leerlo y releerlo.
«Tal diciendo, una amarga saeta lanzó contra Antínoo, que en el mismo momento iba a alzar de la mesa a sus labios áurea copa de dos cavidades: teníala en sus dedos y a apurar disponíase el licor, bien ajeno en su alma de matanza y de sangre y ¿quién pudo pensar que allí, en medio del festín, uno solo entre tantos, por grande que fuese su vigor, consumara su muerte y su negro destino? Mas Ulises certero alcanzó su garganta y la punta traspasó el blando cuello y salió por detrás: el herido se rehundió en el sillón y la copa cayó desprendida de su mano.»
Y ahí está Ulises gritando a los otros hombres que rodean a Penélope:
¡Perros viles… que a mi esposa asediabais estando yo en vida!
En el momento en que extiendes la mano para hacerlo… El hombre del manicomio tenía razón, no recuerdo ese momento pero lo reconstruyo, he tenido que hacerlo; he averiguado que uno piensa que es un descubrimiento, es algo que se te ocurre y nadie ha sabido nunca antes. Pero ha estado siempre allí, se descubre una y otra vez, siempre. Una y otra vez, lo que hizo Ulises, y lo que Hornero, fuera quien fuera, sabía. La violencia es una repetición que no parecemos capaces de romper; míralos, mis hermanos, bra, tienen derecho a aclamarme, comensales de nuestra propia carroña en este lugar seguro sólo para nosotros. Los miro cuando estamos en el patio para hacer ejercicio, y caminan con pies pesados, trotan dando vueltas, vueltas y vueltas. No he llegado al final del libro, no sé cómo Ulises reconstruyó lo que hizo, qué camino encontró. Sácate los ojos. Vuelve el arma hacia tu cabeza.
O tira el arma en el jardín. Fue una opción. Tal vez, para romper la repetición, baste con no perpetrar la violencia contra uno mismo. Tengo esta vida, aquí dentro. No di la mía a cambio de la suya. Incluso saldré de aquí con ésta, un año u otro. El asesino no ha sido asesinado. He tenido la suerte de que se aboliera en mi época. Pero tengo que encontrar un camino. La muerte de Cari y el hijo de Natalie, pienso en uno, después en el otro, después en uno, después en otro. Se convierten en uno solo, para mí. No me importa que los demás lo entiendan o no: Cari, Natalie/Nastasia y yo, los tres. He tenido que encontrar un modo de unir la vida y la muerte.