Noviembre, 1949

Todavía conservo una viva imagen de la primera vez que vi al doctor Saito, por lo tanto confío plenamente en la precisión del recuerdo. Fue al día siguiente de instalarme en esta casa, hará dieciséis años. Era un día radiante de verano. Yo me encontraba fuera reparando la verja o arreglando algo en la entrada, no sé, y, cuando pasaba algún vecino, lo saludaba. Pero en un momento dado, tras haber estado un rato de espaldas al camino, me di cuenta de que había alguien detrás de mí, observando lo que hacía. Al volverme, vi que era un hombre más o menos de mi edad que miraba muy interesado el nombre que yo acababa de escribir encima de la puerta.

– Conque es usted el señor Ono -dijo-. Esto sí que es un honor. Es un verdadero honor tener en el vecindario a alguien de su categoría. También yo pertenezco al mundo del arte. Me llamo Saito, de la Universidad Imperial.

– ¿El doctor Saito? ¡Qué privilegio! He oído hablar mucho de usted, señor Saito.

Creo que seguimos conversando en la puerta durante un buen rato. En cualquier caso, recuerdo perfectamente que, aquel día, el doctor Saito hizo varias alusiones a mi obra y a mi carrera y, antes de proseguir su camino colina abajo, repitió:

«Es un honor tener en el barrio a alguien de su categoría», o algo parecido.

Después de aquel encuentro, el doctor Saito y yo nos saludábamos siempre muy respetuosamente cada vez que nos topábamos, aunque es verdad que hasta hoy, cuando los acontecimientos nos han acercado, raras veces nos parábamos a hablar largo y tendido. Ahora la claridad con que recuerdo aquel encuentro, y el hecho de que reconociera mi nombre en la puerta, son razones suficientes para convencerme de que Setsuko, mi hija mayor, se equivocaba durante su visita del mes pasado. Según ella, el doctor Saito ignoraba quién era yo hasta el año pasado, y sólo lo supo al iniciarse las negociaciones para el matrimonio.

El paseo que aquella mañana dimos juntos por el parque de Kawabe fue el único momento en que pude hablar con Setsuko. Su visita había sido muy breve. Además quiso quedarse en el apartamento que Noriko y Taro habían tomado en el barrio de Izumachi. No es sorprendente, por lo tanto, que repetidas veces haya pensado en nuestra conversación y algunas cosas que me dijo aquel día me irriten cada vez más.

No obstante, por aquel entonces, apenas me afectaron sus palabras. Recuerdo que me sentía muy alegre y feliz de estar de nuevo en compañía de mi hija, disfrutando de un paseo por el parque de Kawabe, donde no había estado desde hacía tiempo. De todo esto hará un mes. Como ustedes recordarán, hubo algunos días de sol, aunque ya empezaban a caer las hojas. Setsuko y yo bajábamos por la ancha avenida de árboles que transcurre por en medio del parque y, como aún nos quedaba mucho tiempo hasta la hora en que debíamos encontrarnos con Noriko e Ichiro bajo la estatua del emperador Taisho, caminamos tranquilamente contemplando el paisaje otoñal.

Convendrán ustedes conmigo en que el parque de Kawabe es el más agradable de la ciudad. Es verdad que después de haber cruzado todas las callejuelas abarrotadas de gente del barrio de Kawabe, produce un gran alivio encontrarse de pronto en una de esas anchas y largas avenidas cubiertas de árboles. Aunque si no conocen ustedes la ciudad ni la historia de este parque, lo mejor es que les explique por qué siempre he tenido tanto interés por el lugar.

Al bajar por las avenidas se ven entre los árboles manchas de hierba aisladas, no mucho mayores que patios de escuela, distribuidas indistintamente por el parque, como si los que lo proyectaron se hubiesen aturullado y lo hubiesen dejado todo sin terminar. En realidad, eso era más o menos lo que había ocurrido. Hace unos años, Akira Sugimura, cuya casa compré poco después de su muerte, tenía planes muy ambiciosos para el parque de Kawabe. Sé que hoy suena poco el nombre de Akira Sugimura, pero déjenme decirles que no hace tanto tiempo ese hombre era, sin lugar a dudas, uno de los más influyentes de la ciudad. Según he oído, llegó a tener cuatro casas y era casi imposible pasear por la ciudad sin dar con una tienda que no le perteneciera o al menos existiera gracias a él. Y en 1920 o 1921, en la cima de su éxito, decidió apostar gran parte de su fortuna en un proyecto que le permitiera dejar su impronta en la ciudad y en su gente. Pensó entonces convertir el parque de Kawabe (que por aquella época era un sitio lóbrego y abandonado) en el núcleo cultural de la ciudad. Su proyecto consistía no sólo en darle más terreno para que pudiese albergar nuevas zonas de descanso a disposición de la gente, sino en convertirlo también en el foco de varios centros culturales prestigiosos: un museo de ciencias naturales; un nuevo teatro de kabuki para la escuela de Takahashi, que acababa de perder sus locales en la calle de Shirahama a causa de un incendio; una sala de conciertos al estilo europeo, y, como idea algo excéntrica, un cementerio para los gatos y los perros de la ciudad. No recuerdo muy bien si había otros planes, pero de cualquier modo queda claro lo ambicioso del proyecto. Al darle más vitalidad al lado norte del río, Sugimura esperaba transformar el barrio de Kawabe, así como toda la vida cultural de la ciudad. Como ya he dicho, su proyecto no representaba más que los intentos de un hombre por grabar sus señas en el carácter de la ciudad.

Parecía que todo iba bien cuando de pronto surgieron dificultades económicas muy graves. No conozco los detalles, pero el caso es que los «centros culturales» no llegaron a construirse. El propio Sugimura perdió una importante suma de dinero y no volvió a recuperar su antigua reputación. Después de la guerra, el parque de Kawabe cayó en manos de las autoridades de la ciudad, que trazaron las avenidas cubiertas de árboles. Actualmente, del proyecto de Sugimura sólo quedan las manchas de hierba, donde extrañamente no se ve nada y sobre las que deberían erguirse los museos y teatros para los que fueron diseñadas.

Quizá ya les haya dicho que mi trato con la familia de Sugimura, después de comprarles la última casa donde él vivió, no fue precisamente el que mejor recuerdo pudo dejarme de ese hombre. No obstante, cada vez que paseo por el parque de Kawabe, pienso en Sugimura y en su proyecto, y debo confesar que empiezo a admirarle: un hombre que aspira a destacarse sobre todos los demás, a dejar a un lado la mediocridad y llegar a ser alguien, merece que se lo admire aunque al final fracase y su ambición lo deje en la ruina. Y no creo que Sugimura muriera desgraciado. Su fracaso fue muy diferente de los deshonrosos fracasos de la mayoría de la gente, y un hombre como él tenía que saberlo. Después de todo, es un consuelo y una gran satisfacción mirar hacia atrás y ver que sólo hemos fracasado en algo que otras personas no han pensado ni intentado llevar a cabo.

En fin, no pretendía explayarme sobre mi relación con Sugimura. Como iba diciendo, aquel día disfruté de mi paseo por el parque de Kawabe acompañado de Setsuko, a pesar de algunas de sus observaciones que no llegué a captar del todo hasta que, pasado un tiempo, volví a meditarlas. En cualquier caso, nuestra conversación terminó cuando, a mitad del camino y a poca distancia frente a nosotros, apareció de pronto la estatua del emperador Taisho, nuestro punto de encuentro con Noriko e Ichiro, según habíamos acordado.

Eché un vistazo a los bancos que rodeaban la estatua y de pronto oí la voz de un niño que gritaba:

– ¡Eh, Oji!

Ichiro corrió hacia mí con los brazos abiertos dispuesto a abrazarme pero, una vez frente a mí, se contuvo y, adoptando una expresión solemne, me alargó la mano para que se la estrechara.

– Buenos días -dijo profundamente serio.

– Ichiro, veo que te estás haciendo un hombre. ¿Qué edad tienes ahora?

– Ocho años, creo. Venga conmigo. Tengo que hablarle de algo.

Su madre y yo lo seguimos hasta el banco donde nos esperaba Noriko. La menor de mis hijas llevaba un vestido precioso que nunca le había visto.

– Estás radiante, Noriko -le dije-. Por lo que veo, en cuanto una hija deja a su familia, cambia totalmente de aspecto.

– Que una mujer se case no quiere decir que tenga que dejar de vestirse con elegancia -replicó Noriko, visiblemente halagada.

Si recuerdo bien, estuvimos un rato sentados bajo la estatua del emperador Taisho conversando. El motivo de darnos cita en el parque había sido que mis dos hijas querían comprar unas telas, de modo que habíamos convenido en que yo me llevaría a Ichiro a comer a unos grandes almacenes y, durante la tarde, le enseñaría el centro de la ciudad. Ichiro estaba impaciente por marcharse y mientras hablábamos no cesó de tirarme de la manga y decirme:

– Oji, déjelas que hablen. Nosotros tenemos otras cosas que hacer.

Llegamos a los grandes almacenes un poco más tarde de la hora habitual para comer. El restaurante no estaba, por lo tanto, muy concurrido. Ichiro se pasó bastante tiempo frente a las vitrinas sin decidirse por ningún plato y sólo al cabo de un rato se volvió y me dijo:

– Oji, ¿sabe qué es lo que me gusta comer ahora?

– No sé, Ichiro. ¿Pasteles? ¿Helados?

– ¡Espinacas! ¡Dan mucha fuerza! -Sacó pecho y me mostró los bíceps.

– Ya veo. Pues mira, ahí tienes el «Almuerzo Juvenil». Lleva espinacas.

– Pero eso es para niños.

– Será para niños, pero tiene muy buena pinta. Yo voy a pedirlo.

– Entonces yo también. Así comeremos lo mismo, Oji. Pero dígale al camarero que me ponga muchas espinacas.

– Muy bien, Ichiro.

– Oji, siempre que pueda, coma espinacas. Ya verá qué fuerte se pone.

Ichiro tomó asiento en una de las mesas junto a los ventanales y, mientras esperábamos la comida, se quedó con la cara pegada al cristal, contemplando el gentío que, cuatro pisos más abajo, recorría las calles. Desde la última vez que Setsuko había venido a casa, hacía un año, no había visto a Ichiro. Por motivos de salud no asistió a la boda, y me sorprendió ver lo mucho que había crecido en ese tiempo. Además de ser más alto, se mostraba también más sereno, menos infantil. Sus ojos, sobre todo, encerraban una mirada más adulta.

La verdad es que, observándolo aquel día con la cara pegada al cristal, me di cuenta del gran parecido que empezaba a tener con su padre. Tenía también rasgos de Setsuko, sobre todo los ademanes y gestos de la cara. Pero lo que más me impresionó fue ver la semejanza de Ichiro con mi propio hijo. Confieso que siento una extraña satisfacción al comprobar que los niños heredan rasgos de otros miembros de la familia aparte de sus padres, y lo que espero es que mi nieto conserve ese parecido cuando sea adulto.

Naturalmente, la infancia no es la única época en la que somos susceptibles a este tipo de herencia, también durante los primeros años de madurez un profesor o un preceptor a quien admiramos profundamente puede dejarnos su huella, y mucho después de que hayamos reconsiderado o incluso rechazado el cúmulo de enseñanzas recibidas de esa persona hay rasgos que logran sobrevivir. Es como una sombra que nos acompaña durante toda nuestra vida. Soy consciente, por ejemplo, de que algunos de mis ademanes -como el modo de tender la mano cuando explico algo-, ciertas inflexiones de mi voz cuando intento mostrarme irónico o me impaciento, y hasta frases enteras que suelo emplear con agrado y que la gente cree que son mías, proceden de Mori-san, mi antiguo profesor. Y no creo ser vanidoso si digo que muchos de mis alumnos heredarán a su vez mis gestos. En cualquier caso, espero que cualquiera que sea la apreciación que hayan podido hacer de los años que han pasado bajo mi tutela, la gran mayoría se sienta agradecida a mis enseñanzas. Por mi parte, al margen de los evidentes defectos de mi antiguo profesor Senji Moriyama -o «Mori-san», como solíamos llamarle-, y al margen de lo ocurrido al final entre nosotros, siempre reconoceré que los siete años que estuve viviendo en su casa de campo entre las colinas del distrito de Wakaba constituyeron una época crucial en mi carrera.

Cuando ahora intento evocar la casa de Mori-san, siempre me viene a la mente una perspectiva especialmente grata de ella: la que se ve desde lo alto del sendero que lleva al pueblo más cercano. Al subir, había un momento en que se veía la casa al fondo de una hondonada, un rectángulo de madera oscura situado entre cedros muy altos. Si tenía esta forma, es porque las tres partes de la casa se unían formando tres lados del rectángulo que rodeaban el patio central. El cuarto lado era la entrada y una valla de cedro. De este modo, el patio quedaba totalmente cerrado. Ya imaginarán ustedes que para los malhechores no debía ser fácil entrar en la casa, una vez que el portalón se cerraba.

En nuestros días, sin embargo, a un intruso le sería mucho más fácil, dado que la casa se encuentra en estado ruinoso aunque desde lo alto del sendero resulte imposible verlo. Tampoco es posible adivinar que el interior no alberga más que una serie de habitaciones con el papel hecho jirones y unos tatamis tan desgastados que, si no se pisa con cuidado, es muy fácil agujerearlos. Cuando trato de recordar el aspecto de la casa vista de cerca, lo primero que me viene a la mente es la imagen del techo con las tejas rotas, las celosías a punto de desmoronarse, las balaustradas podridas y desportilladas, y el techo de donde continuamente caían goteras. Aunque sólo lloviera una noche, el olor a madera húmeda y a hojas descompuestas impregnaba las habitaciones. Y había épocas en que era tal la plaga de insectos y polillas que se pegaban a las molduras y horadaban las hendeduras, que temíamos que por su culpa la casa se viniera abajo de una vez por todas.

Por su estado, sólo una o dos habitaciones podían testimoniar el esplendor que en otros tiempos tuvo la casa. Una de ellas, muy luminosa durante todo el día, estaba reservada para las grandes ocasiones. Recuerdo que era justamente en esa habitación donde Mori-san reunía a sus alumnos (éramos diez) cuando terminaba un cuadro. Antes de entrar, nos deteníamos en el umbral, contemplando boquiabiertos la obra expuesta en medio de la habitación. Mientras tanto, Mori-san se entretenía y fingía no darse cuenta de que habíamos llegado. Al poco rato nos sentábamos todos en el suelo rodeando el cuadro y comentando con el de al lado en voz baja: «¡Mira cómo ha rellenado ese hueco de la esquina. Qué habilidad!» Pero a ninguno se nos habría ocurrido decir: «Sensei, ¡es un cuadro magnífico!», ya que estaba acordado tácitamente entre nosotros comportarnos en esas ocasiones como si nuestro profesor no estuviera presente.

A menudo, el cuadro presentaba alguna sorprendente innovación que suscitaba entre nosotros un apasionado debate. Una vez, por ejemplo, al entrar en la habitación, descubrimos la imagen de una mujer arrodillada vista desde abajo, desde tan abajo que parecía que la veíamos desde el suelo.

– Por supuesto -recuerdo que dijo uno de nosotros-, esta perspectiva tan baja le confiere a la mujer una dignidad que no tendría de otro modo. Es un efecto sorprendente. Por lo demás, no es más que una mujer que se autocompadece, y es esa tensión lo que le da al cuadro esa fuerza tan sutil.

– Es posible -apuntó otro- que se note cierta dignidad en la mujer, pero no creo que sea debido a la perspectiva. Está claro que Sensei nos quiere decir algo más preciso. Nos dice que si la perspectiva nos parece baja, es sólo porque estamos acostumbrados a que el ojo mire a una altura determinada. Lo que Sensei pretende es liberarnos de unas costumbres tan arbitrarias como restrictivas. Con ello nos está diciendo: «No lo veáis todo desde el punto de vista tan convencional.» Por eso es un cuadro tan sugestivo.

Como todos queríamos dar nuestra opinión a la vez, el tono de la conversación subía enseguida. Y aunque continuamente lo mirábamos de reojo, nuestro profesor no nos dejaba ver cuál de nuestras teorías le parecía acertada. Sólo recuerdo que se quedaba inmóvil en el otro extremo de la sala, con los brazos cruzados y mirando al patio por entre las varillas de madera de la ventana, con una divertida expresión en la cara. Y después de dejarnos discutir durante un rato, se volvía y decía: «Os rogaría que ahora me dejaseis solo. Tengo algunas cosas que hacer.» Y salíamos uno tras otro, sin dejar de expresar nuestra admiración por el nuevo cuadro, pero en voz baja.

Soy consciente de que, al contarles esto, la conducta de Mori-san puede parecerles en cierto modo arrogante. Pero, para comprender mejor su actitud distante, quizá sea preciso haber sido uno mismo constante objeto de respeto y admiración. No hay nada menos apetecible que tener que estar continuamente diciéndoles a los alumnos lo que uno sabe o lo que uno piensa. Hay muchas situaciones en las que es preferible quedarse callado para que puedan discutir y reflexionar por su cuenta. Como acabo de decir, es algo que sólo apreciará quien haya ocupado una posición que le permita ejercer influencia en los demás.

El caso es que, de todas formas, las discusiones sobre la obra de nuestro maestro podían prolongarse durante semanas y semanas. Dado que Mori-san no nos daba nunca ninguna explicación, solíamos dirigirnos a un compañero, un artista llamado Sasaki, que en aquella época gozaba del privilegio de ser el mejor discípulo de Mori-san. Aunque haya dicho que algunas discusiones se prolongaban indefinidamente, cuando Sasaki emitía su opinión final, se daba por terminada la disputa. Y si Sasaki sugería que alguna pintura no era por cualquier motivo «fiel» a nuestro profesor, el infractor debía renunciar a su obra o, en algunos casos, quemarla.

Recuerdo que en muchas ocasiones, durante los meses que siguieron a nuestra llegada a la casa, el Tortuga tuvo que destruir su obra de ese modo. Yo había conseguido integrarme sin problemas, pero mi compañero no cesaba de crear obras que claramente se oponían en algunos aspectos a los principios de nuestro profesor, y recuerdo haber salido en su defensa muchas veces diciendo que su infidelidad a Mori-san no era intencionada. Durante aquella primera época, el Tortuga se me acercaba a menudo con aire acongojado, me llevaba a ver alguna obra suya, todavía no terminada, y en voz baja me decía: «Ono-san, dígame por favor, ¿es así como lo habría hecho nuestro profesor?»

A veces hasta yo me exasperaba al descubrir que, inconscientemente, el Tortuga había vuelto a introducir algún elemento agresivo, puesto que no era tan difícil llegar a captar las preferencias de Mori-san. Durante aquella época, a nuestro profesor le llamaban «el Utamaro moderno» y, aunque por entonces fuese una etiqueta que se le ponía a cualquier artista que se especializara en retratar a las mujeres de los barrios bajos, era en cualquier caso un buen modo de resumir el estilo de Mori-san. Era cierto que había puesto todo su empeño en «modernizar» la escuela de Utamaro y, en muchas de sus mejores pinturas, Atando un tambor de baile por ejemplo, o Después del baño, la mujer aparece de espaldas como es clásico en Utamaro. En su obra hay otros rasgos típicos, como la mujer con una toalla en la cara o peinándose la larga cabellera. También recurría con frecuencia al tradicional procedimiento de expresar las emociones a través de las telas que la mujer esté sosteniendo o lleve puestas, más que a través de la expresión del rostro. Al mismo tiempo, su obra tenía numerosas influencias europeas que los más fieles admiradores de Utamaro habrían calificado de iconoclastas. Por ejemplo, desde hacía tiempo había dejado de señalar con un trazo oscuro los contornos de sus figuras, prefiriendo en su lugar, al igual que los occidentales, las manchas de color y los contrastes de luz y sombras para conseguir un efecto tridimensional. Y sin duda su gran pasión, los colores tenues, la había adquirido de los occidentales. La mayor preocupación de Mori-san era sugerir una cierta melancolía y un clima gris alrededor de sus mujeres. Durante los años en que fui su alumno, lo vi experimentar constantemente nuevos colores que diesen la misma sensación que proporciona la luz de un farol, por lo que todos sus cuadros de esa época se distinguen por la presencia, real o imaginaria, de un farol. Y el Tortuga, quizá por su lentitud en captar los rasgos esenciales del arte de Mori-san, incluso después de llevar un año en la casa, seguía utilizando colores que daban un efecto totalmente contrario. Y se extrañaba de que lo acusaran de infidelidad a pesar de haberse esmerado en incluir un farol en su composición.

Aunque yo le defendía, Sasaki y todos los demás perdían cada vez más la paciencia ante la incapacidad del Tortuga y, a veces, el ambiente amenazaba con ponerse igual de tenso que en la época que mi compañero pasó con el maestro Takeda. Más tarde, creo que a lo largo del segundo año en la casa, notamos en Sasaki un cambio repentino, cambio que levantó contra él una animadversión mucho más áspera y ofuscada que la que él había suscitado contra el Tortuga.

Me imagino que todos los grupos de alumnos tienen un cabecilla, alguien a quien el profesor escoge por su capacidad y que sirve de ejemplo a los demás. Y este alumno, por ser el que mejor comprende las ideas de su profesor, tiende, como fue el caso de Sasaki, a convertirse en el principal intérprete de esas ideas frente a los alumnos menos capacitados o con menos experiencia. Sin embargo, también es este mismo alumno el que antes aprecia las deficiencias de su maestro y el que antes adopta opiniones distintas de las suyas. En teoría, un buen profesor aceptará que esto ocurra y hasta se alegrará de que así sea, ya que será señal de que el alumno ha madurado gracias a sus enseñanzas. Sin embargo, en la práctica, pueden surgir sentimientos muy complejos. Y a veces, cuando uno se esfuerza mucho por formar a un buen alumno, no es raro que al ver madurar ese talento nos parezca un acto de traición, lo cual puede dar lugar a situaciones difíciles.

Con toda seguridad, lo que le hicimos a Sasaki después de discutir con nuestro profesor era injustificable, pero no tiene mucho sentido que yo saque aquí el asunto a colación. No obstante, todavía guardo vivos recuerdos de aquella noche en que Sasaki se fue.

Casi todos nos habíamos acostado ya. Yo también estaba echado, en la oscuridad de una de las ruinosas habitaciones, y, como estaba despierto, oí a Sasaki que llamaba en voz baja a alguien que estaba en la terraza. Quienquiera que fuese la persona a quien llamaba, Sasaki no recibió ninguna respuesta. Finalmente se oyó el ruido de una mampara que se cerraba y los pasos de Sasaki acercándose. Se detuvo en otra habitación y le oí decir algo, pero, al parecer, la única respuesta volvió a ser el silencio. Sus pasos se acercaron aún más y le oí abrir la mampara de la habitación contigua a la mía.

– Tú y yo hemos sido amigos durante muchos años -le oí decir-. ¿Es que ni siquiera me vas a hablar?

La persona a quien se había dirigido no dio respuesta alguna. Y entonces preguntó Sasaki:

– ¿Ni siquiera vas a decirme dónde están los cuadros?

Tampoco hubo respuesta, pero como estaba echado en medio de la oscuridad, oí unas ratas que salían corriendo bajo los tablones de la habitación contigua y el ruido fue para mí una especie de respuesta.

– Si tanto te escandalizan -prosiguió Sasaki-, no veo el motivo de querer guardarlos. Sin embargo, para mí en estos momentos significan mucho. Tengo intención de llevarlos conmigo a dondequiera que vaya. Es mi único equipaje.

El ruido de las ratas que huían volvió a ser la única respuesta y, acto seguido, se produjo el silencio. Un silencio tan largo que pensé que Sasaki había salido de la habitación y yo no lo había oído. Sin embargo, me llegaron estas palabras:

– Durante los últimos días, todo el mundo me ha tratado muy mal, pero lo que más me ha dolido ha sido que te hayas negado a decirme una sola palabra de consuelo.

Volvió a producirse el silencio, pero enseguida dijo Sasaki:

– ¿No vas ni siquiera a mirarme y desearme suerte? Al final oí cerrarse la mampara. Unos pasos bajaron de la terraza y se alejaron por el patio.

Después de su marcha, en la casa apenas se pronunciaba el nombre de Sasaki, y, si se mencionaba, era para llamarle «traidor» sin más. Cuando recuerdo lo que ocurrió en más de una ocasión, durante las batallas de insultos que organizábamos, veo claramente hasta qué punto pensar en Sasaki nos causaba indignación.

Los días de calor, como las mamparas se abrían de par en par, los que nos reuníamos en una habitación veíamos a cualquiera de los otros grupos congregados en el ala opuesta de la casa. El ambiente daba lugar a que al cabo de un rato alguien lanzase un comentario mordaz, provocando de inmediato al otro grupo y, unos frente a otros, iniciábamos desde las terrazas batallas de insultos. Contado ahora puede parecer absurdo, pero la arquitectura y la acústica de la casa producían un eco al gritar de un ala a otra que, en cierto modo, nos animaba a entretenernos con aquellas competiciones infantiles. La gama de insultos era muy amplia. Ridiculizábamos las proezas viriles de alguno de nosotros o el último cuadro de otro, pero, en general, no teníamos intención de herir a nadie y tanto en un bando como en otro, nos desternillábamos de risa. El recuerdo que guardo de estos divertidos enfrentamientos resume perfectamente la agradable convivencia de la que pudimos disfrutar durante los años pasados en la casa, convivencia marcada por la competitividad y, a la vez, por cierta intimidad casi familiar. Ahora bien, en algunas ocasiones, cuando se pronunciaba el nombre de Sasaki en el transcurso de esos enfrentamientos, la situación se nos iba de las manos y mis colegas saltaban de las terrazas para acabar peleándose en el patio. No tardamos mucho tiempo en aprender que comparar a alguien con el «traidor», aunque fuese en broma, no iba a ser nunca bien aceptado.

De todos estos recuerdos, quizá infieran ustedes que la devoción que sentíamos por nuestro profesor y por sus enseñanzas era absoluta e intensa. Es muy fácil, una vez descubiertos los defectos de las influencias recibidas, adoptar una postura crítica ante un maestro que favorece un ambiente semejante. Sin embargo, cualquiera que haya tenido grandes ambiciones -o la ocasión de lograr algún objetivo importante- y se haya visto impulsado a transmitir sus ideas del mejor modo posible, aprobará el proceder de Mori-san, y aunque ahora, sabiendo cómo acabó su carrera, pueda parecer ridículo, en aquella época el mayor deseo de Mori-san era nada menos que cambiar por completo la idea que de la pintura imperaba en nuestra ciudad. Con ese único objetivo, dedicó gran parte de su tiempo y su fortuna a la formación de sus discípulos, y quizá sea importante tenerlo en cuenta a la hora de juzgar a mi antiguo profesor.

Como es natural, su influencia no se limitaba únicamente al terreno de la pintura; durante todos aquellos años seguimos su mismo estilo de vida y asimilamos sus valores, lo cual suponía pasar mucho tiempo explorando el «mundo flotante» de la ciudad o, lo que es lo mismo, el mundo nocturno del placer, el ocio y la embriaguez que constituía de hecho el fondo de todos nuestros cuadros. Todavía hoy sigo sintiendo cierta nostalgia cuando recuerdo cómo era el centro de la ciudad por aquel entonces. En las calles no predominaba como ahora el ruido del tráfico, y las fábricas aún no habían absorbido el aire de la noche, perfumado con las fragancias de cada estación. Solíamos frecuentar un pequeño salón de té contiguo al canal de la calle Kojima, llamado «Los Faroles de Agua» porque, conforme se iba uno acercando, se veían los faroles reflejados en el agua del canal. La propietaria era una vieja amiga de Mori-san y procuraba siempre que se nos diera el mejor trato. Allí pasamos noches memorables, bebiendo y cantando en compañía de las chicas. También me acuerdo de un salón de tiro con arco, en la calle Nogata, donde la patrona no se cansaba nunca de contarnos que años atrás, en su época de geisha en Akihara, Mori-san la había elegido como modelo para una colección de grabados en madera que había logrado un gran éxito. El salón estaba servido por seis o siete jóvenes entre las cuales cada uno tenía su favorita para fumar en pipa y pasar la noche.

Pero nuestra juerga no se limitaba a estas expediciones a la ciudad. Mori-san tenía una cantidad infinita de conocidos del mundo del espectáculo y constantemente llegaban a la casa farándulas ambulantes en situación precaria, bailarines y músicos que eran recibidos como amigos a quienes no se ve desde hace mucho tiempo. Era entonces cuando sacábamos una botella tras otra, cantábamos y bailábamos con nuestras amistades durante toda la noche y no tardábamos mucho tiempo en mandar a alguien para que despertara al vendedor de vinos del pueblo más próximo. Por aquellos días, una visita frecuente era la de Maki, un narrador de cuentos, hombre rollizo y jovial que tenía el don de hacernos morir de risa o llorar a lágrima viva cuando contaba sus historias. Después de muchos años he vuelto a verlo algunas veces por el Migi-Hidari y hemos evocado las noches que pasamos en la casa. Maki recordaba convencido que muchas de aquellas fiestas se prolongaban hasta el día siguiente para seguir durante una segunda noche. Yo esto no podría asegurarlo tan firmemente, pero sí debo reconocer que por la mañana la casa de Mori-san aparecía sembrada de cuerpos dormidos o exhaustos, algunos de los cuales se habían desplomado en el patio bajo el ardiente sol.

Una de esas noches, sin embargo, se me quedó bien grabada. Recuerdo que paseaba por el patio, aliviado de respirar el aire fresco de la noche y de escapar, aunque fuera un momento, del bullicio de la fiesta. Me dirigí hacia la entrada del cuarto trastero y, antes de entrar, me volví a mirar hacia la habitación al otro lado del patio, donde se divertían mis compañeros y nuestros invitados. Las siluetas de sus cuerpos bailaban al otro lado de las mamparas de papel y, transportada por el aire de la noche, llegaba a mis oídos la voz de un cantante.

Me había dirigido al cuarto trastero porque era uno de los pocos sitios de la casa donde se podía estar tranquilo durante un buen rato. Me imagino que antes, cuando la casa albergaba vigilantes y criados, el cuarto serviría para guardar armas y armaduras. Pero aquella noche, al entrar y encender el farol que colgaba encima de la puerta, encontré el suelo cubierto de todo tipo de objetos y me resultó imposible atravesarlo sin ir dando saltos a cada momento. Por todas partes se apilaban viejos lienzos atados con cuerdas, caballetes rotos, toda clase de botes y vasijas de las que sobresalían palos y pinceles. Me las arreglé para llegar a un claro en el suelo. Me senté y me di cuenta de que los objetos que me rodeaban proyectaban unas sombras exageradas a la luz del farol. El efecto era siniestro, como si me encontrara en un grotesco cementerio en miniatura.

Debí de quedarme absorto en mis tristes pensamientos, ya que, según recuerdo, me sobresalté al oír el ruido de la puerta que se abría. Levanté la vista y me encontré con Mori-san, de pie, en el umbral del trastero. Le dije precipitadamente:

– Buenas noches, Sensei.

Es posible que el farol de encima de la puerta no iluminara suficientemente el lado de la habitación donde yo me encontraba, o quizá mi cara permaneciera en sombras, pero el caso es que Mori-san entornó los ojos y preguntó:

– ¿Quién es? ¿Ono?

– Sí, Sensei.

Siguió con los ojos entornados hasta que, al cabo de un rato, descolgó el farol de la viga y, manteniéndolo frente a su cara, avanzó hacia mí, abriéndose paso entre los objetos que había por el suelo. Como llevaba el farol en la mano, las sombras de los objetos oscilaban a nuestro alrededor. Le hice un hueco apresuradamente, pero Mori-san ya se había sentado en un viejo baúl de madera que había algo más lejos. Suspiró y dijo:

– He salido a respirar un poco de aire fresco y he visto que la luz estaba encendida. Reinaba la oscuridad, la única luz era ésta. Me he dicho que sería muy extraño que unos amantes se escondiesen en un trastero, lo más posible es que sea alguien que se siente solo.

– Debo de haber estado soñando, Sensei. No había venido con intención de pasar mucho tiempo.

Sensei había dejado el farol a su lado, de modo que sólo alcanzaba a ver su silueta.

– Creo que le has gustado mucho a una de las bailarinas -dijo-. Va a sentirse muy decepcionada si ve que ahora que ya es de noche te has esfumado.

– No he querido mostrarme descortés con nuestros invitados, Sensei. Es sólo que, como usted, he salido a respirar un poco de aire fresco.

Durante unos instantes nos quedamos callados. A nuestros oídos llegaban desde el otro lado del patio las canciones y las palmadas de nuestros compañeros.

– Y bien, Ono -dijo Mori-san finalmente-, ¿qué piensas ahora de mi amigo Gisaburo? Todo un personaje, ¿no?

– Sí, Sensei. Parece un hombre muy agradable.

– Ahora parece un pordiosero, pero ha sido una celebridad y, como hemos visto esta noche, aún conserva el talento.

– Es cierto.

– Dime, Ono, ¿qué es lo que te preocupa?

– ¿Qué me preocupa? Nada, Sensei.

– ¿Hay algo de Gisaburo que te desagrada?

– ¡Oh, no, Sensei! -Me reí un poco molesto-. En absoluto. Me parece un hombre muy amable.

Después estuvimos hablando de otras cosas, de todo lo que se nos ocurría. Pero al ver que Mori-san volvía al tema de mis «preocupaciones», vi claramente que no estaba dispuesto a moverse de allí hasta que me desahogara. Al final le dije:

– Gisaburo-san parece ser un hombre realmente bueno. Sus bailarinas y él mismo han sido muy amables al venir a divertirnos, pero Sensei, hemos recibido tantas visitas así estos últimos meses…

Mori-san no contestó y yo proseguí:

– Discúlpeme, Sensei, no quisiera parecer irrespetuoso ante Gisaburo-san y su gente, pero a veces me pregunto si es necesario que los artistas dediquemos tanto tiempo a divertirnos con gente como Gisaburo-san.

Creo que en ese momento mi maestro se puso en pie y, con el farol en la mano, atravesó la habitación en dirección al fondo del trastero. La pared había permanecido a oscuras, pero al levantar el farol, aparecieron de pronto tres grabados colgados uno debajo del otro. Los tres representaban la misma escena, una geisha arreglándose el pelo, vista de espaldas, sentada en el suelo. Mori-san examinó las imágenes durante un rato, iluminándolas con el farol una tras otra. Acto seguido meneó la cabeza y murmuró para sí mismo:

– Son muy malos, muy malos. Qué banalidad. Unos segundos después añadió, sin apartarse de los grabados:

– Pero en fin, siempre se siente un gran cariño por las primeras obras. Quizá algún día sientas lo mismo por el trabajo que has hecho aquí.

Después volvió a menear la cabeza y repitió:

– Pero son muy malos, Ono, muy malos.

– No estoy de acuerdo, Sensei -dije yo-. Creo que estas imágenes son un buen ejemplo de cómo el talento de un artista puede superar las limitaciones que impone un estilo concreto. Siempre he considerado que era una verdadera lástima que los trabajos de Sensei quedasen relegados a un cuarto como éste. Creo que deberían aparecer expuestos junto a sus pinturas.

Mori-san se quedó ensimismado mirando sus imágenes.

– Son muy malas -volvió a decir-. Supongo que aún era muy joven.

Volvió a mover el farol, una imagen se perdió en las sombras y apareció otra. Después dijo:

– Todas estas imágenes son escenas de una casa de geishas que hay en Honcho. Muy bien considerada, cuando yo era joven. Gisaburo y yo solíamos ir juntos a esos sitios. -Al cabo de un rato volvió a decir-: Son muy malas, Ono.

– Pero Sensei, créame. Ni el ojo más exigente encontraría defecto alguno en estos grabados.

Siguió examinando las imágenes durante otro rato y se dispuso a volver a cruzar el cuarto. A mi juicio, pasó un buen tiempo intentando abrirse camino entre los objetos desparramados por el suelo. Varias veces lo oí hablar entre dientes, empujando con el pie alguna caja o alguna vasija. Pensé que buscaba algo determinado, otros grabados de su primera época, por ejemplo, perdidos en todo aquel caos, pero acabó por sentarse otra vez en el viejo baúl de madera y dio un suspiro. Después de estar un rato en silencio dijo:

– Gisaburo es un hombre desdichado. Su vida ha sido muy triste. Ya no queda nada de su talento. Aquellos a los que amó en una época han muerto o lo han abandonado. Ya en nuestra juventud era un personaje triste y solitario. -Mori-san se quedó unos instantes callado. Después prosiguió-: Pero a veces bebíamos y nos divertíamos con las mujeres del barrio del placer. En esos momentos, Gisaburo se sentía feliz. Las mujeres le decían todo lo que él quería oír y, aunque fuese por una noche, llegaba a creerlas. En cuanto se hacía de día, claro, era demasiado inteligente para seguir engañándose. Lo mejor en la vida, me decía siempre, se vive una noche y desaparece con el día. Ono, eso que la gente llama el mundo flotante, es un mundo que Gisaburo sabía apreciar muy bien.

Mori-san volvió a hacer una pausa. Igual que antes, sólo alcanzaba a ver su silueta, pero tuve la sensación de que se había quedado escuchando el bullicio que venía del otro lado del patio. Luego dijo:

– Ahora es más viejo y también está más triste, pero en algunas cosas apenas ha cambiado. Esta noche se siente dichoso, como cuando iba a los prostíbulos. -Aspiró profundamente como si estuviera fumando. Después siguió-: La belleza más delicada y pura que un artista espera poder atrapar vaga siempre por esos sitios cuando ha caído la noche. Y Ono, en noches como éstas, parte de esa belleza se filtra hasta nuestra propia casa. Pero, en cuanto a estos grabados, no ofrecen la menor huella de esa dimensión ilusoria y transitoria. Son muy malos, Ono.

– Pero Sensei, lo que me sugieren estas imágenes es precisamente esa dimensión.

– Era muy joven cuando hice estos grabados. Creo que todavía era incapaz de rendir homenaje al mundo flotante por el simple motivo de que no llegaba a convencerme yo mismo de su valor. A los ojos de muchos jóvenes, el placer aparece a menudo como un pecado, y creo que ése era mi caso. Sin duda opinaba que pasar el tiempo en esos sitios, consagrar el propio talento o elogiar algo tan fugaz e intangible, no era más que una pérdida de tiempo, un pasatiempo decadente. No es fácil apreciar la belleza de un mundo cuando se duda de su valor.

Me quedé pensativo un rato antes de contestar:

– Sensei, esas palabras pueden aplicarse perfectamente a mi obra. Haré todo lo posible por corregir ese defecto. Mori-san parecía no oírme.

– Pero ya hace tiempo que se han disipado en mí todas esas dudas, Ono -prosiguió-. Cuando sea viejo y piense en toda mi vida pasada, creo que me sentiré satisfecho de haberla dedicado a perseguir la belleza de este mundo, una belleza única. Y nadie me convencerá de que he perdido el tiempo.

Es posible que Mori-san no utilizara estas mismas palabras. Si lo pienso ahora, ésas serían más bien las palabras que yo diría a mis propios discípulos, después de haber bebido un poco en el Migi-Hidari: «En tanto que sois la nueva generación de artistas japoneses, vais a ser responsables de la cultura de esta nación. Me siento orgulloso de tener por discípulos a gente como vosotros. Y aunque yo no merezca que se me alabe por mi propia obra, cuando mire hacia atrás y recuerde que fui yo quien os ayudó a madurar como artistas, no habrá nadie que pueda convencerme de que he perdido el tiempo.» Cada vez que pronunciaba los discursos en torno a la mesa, mi grupo de jóvenes discípulos profería gritos indignados por el modo en que menospreciaba mi propia obra. Exaltados, me decían que, sin lugar a dudas, mi obra pasaría a la posteridad. Pero, como ya he dicho, muchas frases y expresiones que llegaron a creerse mías, eran en realidad el legado de Mori-san. Por lo tanto es muy probable que dijera exactamente las palabras oídas aquella noche a mi maestro, palabras que tenía grabadas por lo mucho que en su época me impresionaron.

En fin, he vuelto a salirme del tema. Estaba rememorando el día en que comí con mi nieto en los grandes almacenes, hará un mes, después de la molesta conversación que había tenido con Setsuko en el parque de Kawabe. Estaba recordando la apología de las espinacas que hizo Ichiro.

Cuando nos trajeron la comida, Ichiro se quedó mirando las espinacas con aire preocupado, removiéndolas de vez en cuando con la cuchara. Al cabo de un rato levantó la mirada y dijo:

– ¡Mire, Oji!

Cogió con la cuchara la mayor cantidad de espinacas posible, acto seguido la levantó en el aire y empezó a metérselas en la boca, dejándolas caer de la cuchara. Era como alguien que apurase las últimas gotas de una botella.

– Ichiro -dije-, ¡qué modales son ésos! Pero mi nieto siguió llenándose la boca de espinacas, al mismo tiempo que las masticaba enérgicamente. Bajó la cuchara una vez vacía, con los carrillos hinchados a punto de estallar. Entonces, sin dejar de masticar, puso cara de hombre recio y, sacando pecho, empezó a dar puñetazos en el aire.

– Pero Ichiro, ¿qué significa esto? ¿Me puedes decir qué estás haciendo?

– ¿No lo adivina, Oji? -dijo con la boca todavía repleta de espinacas.

– No sé, Ichiro. Un hombre bebiendo sake… O peleándose, no sé, no lo adivino.

– ¡Popeye el marino!

– ¿Qué? ¿Otro de tus héroes?

– Cuando Popeye come espinacas se pone muy fuerte. Volvió a sacar pecho y dio más puñetazos en el aire.

– Ya veo, Ichiro -dije riéndome-, ya veo que las espinacas son un alimento excelente.

– ¿El sake da fuerzas?

Sonreí y meneé la cabeza.

– El sake te puede hacer creer que eres fuerte, pero en realidad, no tienes más fuerza que antes de haberlo bebido.

– Entonces, Oji, ¿por qué los hombres beben sake?

– No lo sé, Ichiro. Quizá porque durante un ratito creen que son más fuertes, pero en realidad, el sake no los hace más fuertes.

– Las espinacas sí te dan fuerza.

– Entonces es mejor comer espinacas que beber sake. Sigue comiendo espinacas, Ichiro. Pero mira, ¿y todo lo que te queda en la bandeja?

– A mí también me gusta beber sake. Y whisky. Donde yo vivo hay un bar al que siempre voy.

– ¿De verdad, Ichiro? Creo que es mejor que sigas comiendo espinacas. Como dices, las espinacas sí te dan fuerza.

– Prefiero el sake. Todas las noches me bebo diez botellas y después diez botellas de whisky.

– ¿De verdad, Ichiro? Eso sí que es beber. Para tu madre debe ser un auténtico quebradero de cabeza.

– Las mujeres nunca entienden que los hombres beban -dijo Ichiro, y volvió a fijarse en la bandeja que tenía delante. Pero enseguida volvió a levantar la mirada-: Oji, esta noche viene a cenar, ¿no?

– Exacto, Ichiro. Espero que tía Noriko haya preparado algo muy bueno.

– Tía Noriko ha comprado sake. Ha dicho que Oji y tío Taro se lo beberían todo.

– Es muy posible. Pero seguro que las mujeres también querrán un poco. Sin embargo, creo que tu tía tiene razón, Ichiro. El sake sobre todo es cosa de hombres.

– Oji, ¿y qué ocurre si una mujer bebe sake?

– No sé qué decirte. Las mujeres no son tan fuertes como los hombres, Ichiro. Se emborrachan enseguida.

– A lo mejor tía Noriko se emborracha. En cuanto beba una tacita, va a estar borracha. Yo me reí:

– Sí, es muy posible.

– Tía Noriko va a estar completamente borracha. Se pondrá a cantar y después se caerá dormida encima de la mesa.

– Ichiro -dije sin dejar de reírme-, en ese caso, será mejor que nos bebamos todo el sake nosotros, ¿no crees?

– Los hombres son más fuertes, por eso pueden beber más.

– Cierto, Ichiro. Será mejor que nos bebamos nosotros todo el sake.

Después de reflexionar un momento, añadí:

– Ya debes tener ocho años, ¿no? Pronto serás todo un hombre. Bueno, esta noche Oji intentará conseguirte un poco de sake.

Mi nieto se quedó mirándome un poco preocupado, pero no dijo nada. Le sonreí y después clavé mi mirada en el cielo gris que se veía a través de los grandes ventanales.

– Ichiro, nunca has conocido a tío Kenji, pero cuando él tenía tu edad era tan alto y tan fuerte como tú. Recuerdo que la primera vez que probó el sake fue más o menos a tu edad. Veré si puedo conseguirte un poco de sake esta noche.

– El problema va a ser mi madre.

– No te preocupes por tu madre, Oji sabrá convencerla. Ichiro sacudió la cabeza deprimido:

– Las mujeres no entienden que los hombres beban -apuntó.

– Bueno, ya es hora de que un hombre como tú pruebe un poco de sake. No te preocupes, de tu madre me encargo yo, ¿o es que vamos a dejar que las mujeres estén continuamente encima de nosotros?

Mi nieto se quedó unos instantes absorto en sus pensamientos. De pronto dijo en voz alta:

– ¡A lo mejor se emborracha tía Noriko!

Yo me reí.

– Ya veremos, Ichiro.

– ¡Tía Noriko va a estar completamente borracha!

Debieron pasar unos quince minutos mientras esperábamos a que nos trajesen los helados, cuando Ichiro me preguntó pensativo:

– Oji, ¿conoció usted a Yujiro Naguchi?

– Querrás decir Yukio Naguchi. No, no le conocí personalmente.

Mi nieto no respondió, estaba absorto mirándose en el cristal que tenía al lado.

– También me ha parecido que tu madre estaba pensando en el señor Naguchi cuando esta mañana he hablado con ella en el parque -proseguí-. Seguro que los mayores hablaron de él ayer en la cena, ¿no?

Ichiro siguió mirando su imagen durante un rato. Después se volvió y me preguntó:

– ¿El señor Naguchi se parecía a usted, Oji?

– ¿Que si se parecía a mí? Bueno, para tu madre al menos, no. Lo dirás por una cosa que le dije una vez a tu tío Taro, pero no fue nada importante. Al parecer tu madre se lo tomó muy en serio. Ahora ya ni me acuerdo de lo que le dije a tu tío Taro en aquel entonces, sólo le dije de pasada que yo tenía algunas cosas en común con el señor Naguchi. Pero dime, Ichiro, ¿de qué estuvieron hablando anoche los mayores?

– Oji, ¿por qué se mató el señor Naguchi?

– No sabría decírtelo con seguridad, Ichiro. No le conocí personalmente.

– Pero ¿era un hombre malo?

– No, no lo era. Sólo fue un hombre que trabajó mucho por lo que él consideraba bueno. Pero al acabar la guerra, todo cambió. Las canciones que había compuesto el señor Naguchi se habían hecho muy populares en todo Japón, no sólo en esta ciudad. Las ponían en la radio y en los bares, y la gente como tu tío Kenji las cantaba en el ejército cuando desfilaba o antes de una batalla. Después de la guerra el señor Naguchi pensó que…, bueno, que había cometido un error componiendo esas canciones. Pensó en toda la gente que había muerto, en todos los muchachos de tu edad que ya no tenían padres, pensó en cosas así y, en fin, pensó que se había equivocado con esas canciones y sintió que debía pedir perdón a los que habían sobrevivido, a los muchachos que ya no tenían padres y a los padres que habían perdido a sus hijos. Quiso manifestar su pesar a esa gente y creo que por eso se mató. El señor Naguchi no fue una mala persona ni mucho menos. Tuvo el valor de reconocer los errores que había cometido. Fue muy valiente y digno de admiración.

Ichiro me observaba pensativo. Yo sonreí y le dije:

– ¿Qué ocurre, Ichiro?

Mi nieto pareció a punto de decir algo, pero se volvió de nuevo hacia el cristal que reflejaba su rostro.

– Pero Ichiro, cuando he dicho que me parecía al señor Naguchi no hablaba en serio -dije yo-. Sólo era una broma. Es lo que tienes que decirle a tu madre la próxima vez que le oigas hablar del señor Naguchi, porque, según lo que ha dicho esta mañana, lo ha entendido todo al revés. Pero ¿qué te pasa Ichiro? ¿Por qué estás tan callado?


Después de comer estuvimos de tiendas por el centro, viendo juguetes y libros. Al final de la tarde, invité a Ichiro a otro helado en una de las elegantes cafeterías de la calle Sakurabashi antes de emprender el camino hacia el nuevo piso de Taro y Noriko, en el barrio de Izumimachi.

Ya sabrán ustedes que en este barrio viven ahora muchas parejas jóvenes de buena familia, por lo cual es una zona muy limpia con un ambiente muy respetable. Sin embargo, a mí la mayoría de estos bloques de pisos nuevos, que tanto atraen a las parejas jóvenes, me parecen algo agobiantes y poco originales. El piso de Taro y Noriko, por ejemplo, está en una tercera planta y no tiene más que dos habitaciones pequeñas de techos bajos. Se oye todo lo que pasa en los pisos de al lado, la única vista son las ventanas de los pisos de enfrente, y estoy seguro de que si el apartamento produce enseguida claustrofobia no es sólo porque estoy acostumbrado al tipo de casa tradicional, mucho más espaciosa. Noriko, sin embargo, parece estar muy orgullosa de su apartamento, y siempre está ensalzando las ventajas de un piso «moderno». Por lo visto, es muy fácil tenerlo limpio y se ventila mucho mejor. Pero sobre todo la cocina y el cuarto de baño, gracias a su diseño occidental, según dice mi hija, son mucho más prácticos que en mi casa.

La cocina, por muy práctica que sea, es demasiado pequeña, y aquella tarde, cuando entré para ver qué tal se las arreglaban mis hijas con la comida, apenas había espacio para tres personas, de modo que no me quedé charlando con ellas demasiado tiempo, pues, como digo, apenas cabíamos los tres y, además, estaban muy ocupadas. No obstante, en un momento dado, les dije:

– ¿Sabéis?, hace un rato Ichiro me estaba contando que le gustaría mucho probar el sake.

Setsuko y Noriko, que hasta ese momento habían estado preparando las verduras, se quedaron inmóviles y levantaron la mirada hacia mí.

– Lo he estado pensando y he llegado a la conclusión de que deberíamos dejar que lo probara -proseguí-. Aunque quizá sería mejor que lo mezclarais con un poco de agua.

– Discúlpeme, padre -dijo Setsuko- pero… ¿está usted insinuando que Ichiro beba esta noche?

– Sólo un poco. Ya se está haciendo un hombre. Pero, como he dicho, sería mejor que lo mezclarais con agua. Mis hijas se miraron una y otra vez y Noriko dijo:

– Pero padre, Ichiro sólo tiene ocho años.

– Con agua no puede hacerle ningún daño. Las mujeres no lo entendéis, pero para un jovencito como Ichiro estas cosas significan mucho. Es una cuestión de orgullo, algo que no olvidará en su vida.

– Qué disparate, padre -dijo Noriko-. Seguro que le sentaría mal.

– Será un disparate, pero lo he estado pensando muy detenidamente. A veces las mujeres no os dais cuenta de lo que es el orgullo de un muchacho. -Con el dedo apunté hacia la botella de sake que estaba en el estante, encima de sus cabezas-. Con una sola gota será suficiente.

Al salir de la cocina oí que Noriko decía:

– Setsuko, de eso ni hablar. Me pregunto cómo ha podido ocurrírsele semejante idea.

– ¡Pero qué exageradas sois! -dije volviendo al umbral de la puerta. Detras de mí llegaron a mis oídos las risas de Taro y de mi nieto, que estaban en el salón. Bajé la voz y seguí diciendo:

– De todas formas, le he prometido que lo probaría y se ha puesto muy contento. Las mujeres no tenéis la menor idea de lo que es el orgullo.

Cuando ya me alejaba de nuevo, fue Setsuko la que habló:

– Padre, le agradezco mucho que se interese tanto por los sentimientos de Ichiro. Sin embargo, no sé si sería mejor esperar a que sea algo mayor.

Yo me reí.

– Recuerdo que vuestra madre también protestó cuando decidí que Kenji probase un poco de sake a esa misma edad, y os aseguro que a vuestro hermano no le hizo ningún daño.

Enseguida me arrepentí de haber incluido a Kenji en una conversación tan banal. El caso es que en ese momento me enfadé conmigo mismo y, por tal motivo, no presté demasiada atención a las palabras que Setsuko pronunció después, aunque creo que dijo algo así como:

– Padre, todos sabemos que a la educación de Kenji dedicó usted una atención muy minuciosa; sin embargo, si pensamos en lo que sucedió, quizá podríamos decir que madre tenía más razón que usted en un par de cosas.

Para ser justos, puede que sus palabras no fueran tan desagradables. Hasta es posible que yo interpretara mal lo que dijo, ya que recuerdo perfectamente que la única reacción de Noriko al oír las palabras de su hermana fue darse la vuelta y seguir preparando las verduras más bien con desgana. Además, no creo capaz a Setsuko de hacer una referencia así de un modo tan fortuito, aunque cuando pienso en las insinuaciones que ella me había hecho aquel mismo día en el parque de Kawabe, tengo que reconocer que, de algún modo, la posibilidad no era nada remota. En cualquier caso, recuerdo que Setsuko concluyó con estas palabras:

– Además, me temo que a Suichi no le gustaría que Ichiro bebiese sake hasta que no sea un poco mayor. De todas formas ha sido muy amable en considerar de ese modo los sentimientos de Ichiro.

Como sabía que Ichiro podía oírnos y no quería echar a perder la reunión familiar, una de las pocas que teníamos, dejé de discutir y salí de la cocina. Después, según recuerdo, estuve un rato con Taro e Ichiro en el salón, hablando animadamente de esto y aquello, mientras esperábamos la cena.

Cuando una o dos horas más tarde nos sentamos por fin a comer, Ichiro tendió la mano hacia la botella de sake, que estaba encima de la mesa, y le dio unos golpecitos con los dedos mirándome maliciosamente. Yo sonreí pero no le dije nada.

La cena que las mujeres habían preparado fue espléndida, y no tardamos en ponernos a hablar espontáneamente. Taro, sobre todo, nos hizo reír con la historia de un colega suyo que, en parte por mala suerte y en parte por necia dejadez, tenía fama de no respetar nunca las fechas limite. Llegado un momento, mientras nos contaba la historia, dijo:

– Lo cierto es que la situación ha llegado a tal extremo que nuestros jefes le llaman ahora «el Tortuga», y hace poco, en una reunión, el señor Hayasaka, del modo más respetuoso, anunció textualmente: «Ahora vamos a escuchar el informe del Tortuga y después haremos una pausa para comer.»

– ¿De verdad? -exclamé sorprendido-. Qué curioso. Yo tuve un colega a quien también le pusimos ese apodo, y por el mismo motivo.

A Taro no pareció sorprenderle en absoluto la coincidencia. Se limitó a hacer un cortés gesto de asentimiento y comentó:

– Recuerdo que en el colegio también tenía un compañero a quien llamábamos «el Tortuga». En realidad, creo que igual que todo grupo tiene su líder, también tiene su «Tortuga».

Taro volvió a su anécdota. Ahora que lo pienso, supongo que mi yerno tenía razón. La mayoría de los grupos tiene, por así decir, a su «Tortuga» aunque el nombre en sí no se utilice siempre. Entre mis discípulos, por ejemplo, era Shintaro el que desempeñaba ese papel, y no es que esté poniendo en duda su capacidad, es sólo que entre gente como Kuroda su talento parecía en cierto modo quedarse corto.

Creo que en general no siento ninguna admiración por los «Tortugas» que en el mundo existen. Su perseverancia y su firmeza, así como su capacidad de supervivencia, podrán ser cualidades apreciables, pero no así su falta de franqueza y la desconfianza que despiertan. Al final se termina por despreciarlos, ya que nunca los vemos arriesgarse por nada, ni en nombre de la ambición ni en pro de unos principios en los que supuestamente creen. Es gente que nunca será víctima de una derrota heroica como la que sufrió Akira Sugimura a causa del parque de Kawabe; por esa razón, aunque como profesores o en cualquier otro cargo lleguen a ganarse un mínimo de respeto, nunca conseguirán salir de la mediocridad.

Cierto es que durante los años que pasé con el Tortuga en casa de Mori-san sentí por él verdadero afecto, pero creo que nunca lo respeté como a un igual. Tal vez fuera por la naturaleza de nuestra amistad, forjada primero en el taller del maestro Takeda cuando vivía acosado por todo el mundo y luego durante nuestros primeros tiempos en la villa, donde también tuvo muchas dificultades. De cualquier modo se había formado la idea de que eternamente estaría en deuda conmigo por el «apoyo» que yo le había dado. Mucho después de haber captado el estilo con el que debía pintar, librándose del rechazo de los demás, y mucho después de haberse ganado la estima de sus compañeros por su carácter amable y servicial, aún seguía diciéndome cosas como:

– Le estoy tan agradecido, Ono-san. Gracias a usted ahora me tratan bien.

Es verdad que, en cierto modo, el Tortuga estaba en deuda conmigo; es evidente que de no haber sido por mí nunca se habría planteado dejar al maestro Takeda y convertirse en discípulo de Mori-san. Desde un principio se había mostrado muy reacio a dar un paso tan arriesgado, pero, una vez dado, nunca puso en duda que había sido un acierto. Durante mucho tiempo, al menos durante los dos primeros años, el Tortuga veneró a Mori-san de tal modo que, de hecho, no recuerdo haberle oído mantener con nuestro profesor una conversación normal, sólo balbuceaba: «Sí, Sensei» o «No, Sensei».

Durante todos esos años, el Tortuga siguió pintando tan despacio como siempre, pero ya nadie se lo reprochaba. En realidad, había otros tan lentos como él, y no tenían ningún reparo en burlarse de los que trabajábamos deprisa. Recuerdo que nos motejaron «los maquinistas». Comparaban nuestro ímpetu y frenesí en el trabajo, una vez que se nos ocurría algo, con la actitud de un maquinista que no cesa de alimentar la caldera para que el vapor no se apague. Como contrapartida, nosotros les llamábamos «los retraídos». Al principio, en la casa llamábamos «retraídos» a los que tenían la costumbre de echarse hacia atrás a cada instante, con la sala llena de caballetes de gente trabajando, para ver bien el lienzo. El resultado era que continuamente tropezaban con los colegas de detrás. Como es natural, era injusto llamar así a un artista y, sobre todo, calificarlo de insociable sólo porque se tomase su obra con calma, echándose atrás, como decíamos metafóricamente. Era un apodo muy provocativo, sí, pero también era por eso, precisamente, por lo que nos divertía emplearlo. Gastábamos muchas bromas con lo de «maquinistas» y «retraídos».

La verdad es que a cualquiera de nosotros se nos podía acusar, en un momento dado, de «retraídos». Por eso, en la medida de lo posible, evitábamos ponernos juntos cuando trabajábamos. En verano muchos de mis colegas se instalaban bien separados unos de otros por las terrazas, e incluso en el patio; en cambio otros se apropiaban de varias salas para poder ir cambiando de una a otra según la luz. El Tortuga y yo preferíamos instalar nuestros caballetes en la antigua cocina, un gran anexo de la casa a modo de almacén, que había detrás de una de las alas.

El suelo era de tierra batida, pero al fondo había un estrado, lo bastante ancho para dos caballetes. Las vigas del techo estaban a poca altura y tenían unos ganchos -de donde antes se colgaban las cazuelas y otros utensilios de cocina- que, junto a las repisas de mimbre de las paredes, nos eran muy útiles para guardar nuestras brochas, trapos, pinturas, etcétera. Y me acuerdo de que el Tortuga y yo colgábamos también, más o menos a nuestra altura, un cubo, ya viejo y ennegrecido, que llenábamos de agua cuando pintábamos.

Una de aquellas tardes en que pintábamos en la cocina, el Tortuga me dijo:

– Ono-san, tengo mucha curiosidad por su último cuadro. Debe de ser algo muy especial.

Yo sonreí sin apartar la mirada de mi obra.

– ¿Por qué dices eso? Sólo estoy haciendo un experimento, nada más.

– Como hace tiempo que lo veo trabajar con mucho ímpetu… Además ha solicitado el régimen de reserva. Hacía dos años que no lo solicitaba, desde que trabajó en su Danza del león, cuando expuso por primera vez.

Les diré que, de vez en cuando, si uno de nosotros consideraba que los comentarios de los demás podían dificultar el desarrollo de una obra, solicitaba «el régimen de reserva» para trabajar; así, todo el mundo sabía que no se podía mirar dicha obra hasta que el propio autor retirase su solicitud. Era una norma muy sensata ya que, viviendo y trabajando tan cerca unos de otros, el «régimen de reserva» nos permitía hacer experimentos sin miedo a quedar en ridículo.

– ¿Tanto se me nota? Yo pensaba que estaba disimulando mi entusiasmo bastante bien.

– Por lo visto se olvida que llevamos pintando juntos casi ocho años. Sí, sí. Le digo que debe de estar trabajando en algo muy especial.

– Ocho años -apunté-. Creo que tienes razón.

– Sí, Ono-san. Y para mí es un privilegio trabajar con alguien de su talento. A veces resulta humillante, pero, aun así, es un gran privilegio.

– Exageras -le dije sonriendo, y seguí pintando.

– No, no exagero. Creo que sin la inspiración constante que me ha producido ver cómo sus obras iban apareciendo ante mis ojos, durante todos estos años no habría progresado como he progresado. Sin duda habrá usted notado la influencia de su magnífica Muchacha al atardecer en mi Muchacha de otoño, una obra tan modesta. Fue uno de mis intentos de emular su genio, Ono-san. Un pobre intento, lo sé, pero Mori-san tuvo la bondad de elogiarlo y decir que, para mí, era un gran paso.

– Me pregunto -dejé a un lado el pincel y me quedé mirando mi obra- si este cuadro también te inspirará algo.

Seguí contemplando el cuadro a medio acabar y, acto seguido, miré a mi amigo, que estaba al otro lado del cubo con agua. El Tortuga, con la felicidad de estar pintando, no se percató de que lo miraba. Desde los días en que lo conocí con el maestro Takeda, había engordado unos cuantos kilos, y su mirada tensa y temerosa de aquella época había dejado paso a una sensación de gozo infantil. Recuerdo que alguien de la casa lo había comparado a un perrito al que se le acabase de hacer mimos, y la verdad es que la descripción convenía perfectamente a la imagen de aquella tarde en la cocina, mientras lo observaba pintar.

– Dime, Tortuga -le dije-, en estos momentos estás satisfecho con tu obra, ¿no?

– Muy satisfecho, gracias, Ono-san -respondió inmediatamente y, levantando la mirada, añadió con una sonrisa-: Por supuesto, aún me falta mucho para estar a su altura.

Volvió a clavar su mirada en el cuadro y yo seguí observándolo. Al cabo de un rato le pregunté:

– ¿Nunca has pensado en… en hacer otras cosas?

– ¿Otras cosas? -dijo sin levantar la mirada.

– Dime, ¿no te gustaría un día pintar cosas realmente importantes? No me refiero a obras que admiremos y elogiemos aquí entre nosotros. Me refiero a obras verdaderamente importantes. Obras que aporten algo a nuestro pueblo, a nuestra nación. Cuando digo otra cosa, me refiero a eso.

Mientras hablaba lo observaba atentamente, pero el Tortuga no dejó de pintar.

– Para serle sincero, Ono-san -dijo-, en posición tan humilde como la mía, siempre se intentan otras cosas. Pero desde hace un año, más o menos, creo que he empezado a descubrir el buen camino. Sabe, he notado que Mori-san se fija cada vez más en mi obra. Sé que está satisfecho conmigo. Dentro de un tiempo, quizá hasta pueda exponer con Mori-san y usted, ¿quién sabe? -Al final me miró y se rió muy nervioso-. Discúlpeme, lo que digo es para darme ánimos a mí mismo.

Decidí dejar el tema e intentar hablar en confianza con mi amigo cualquier otro día, pero los acontecimientos se adelantaron.

Ocurrió justo unos días después de la conversación que les he relatado. Una mañana de sol entré en la cocina y me encontré con que el Tortuga ya estaba subido al estrado del fondo, mirándome fijamente. Después de la claridad que había afuera, mis ojos necesitaron unos minutos para adaptarse a las sombras, sin embargo, noté en los suyos una expresión de temor, casi de pánico. Como si yo fuera a atacarlo, levantó torpemente un brazo a la altura del pecho y volvió a dejarlo caer. No había instalado siquiera el caballete ni se le vela preparado para trabajar. Le saludé y no respondió. Me acerqué algo más y le pregunté:

– ¿Ocurre algo?

– Ono-san… -dijo en voz baja, y se calló. Al subir yo al estrado, miró molesto a su izquierda. Tenía puesta su mirada en mi cuadro, aún sin acabar, cubierto con una tela y apoyado contra la pared. El Tortuga, muy nervioso, lo señaló y dijo:

– ¿Se trata de una broma?

– No, Tortuga -le dije subiendo al estrado-. No es ninguna broma.

Me acerqué al cuadro, lo destapé y lo volví hacia nosotros. El Tortuga desvió inmediatamente la mirada.

– Querido amigo -le dije-, una vez tuviste el valor de escucharme y juntos dimos un paso importante para nuestra carrera. Ahora me gustaría que dieras otro paso adelante conmigo.

El Tortuga seguía sin mirarme y dijo:

– Ono-san, ¿nuestro maestro ha visto esta pintura?

– No, todavía no. Pero creo que también tendré que enseñársela. A partir de ahora, voy a seguir este estilo. Tortuga, mira mi cuadro. Déjame que te explique lo que intento hacer y así quizá los dos juntos podamos dar otro paso importante.

Finalmente se volvió hacia mí.

– Ono-san -dijo casi susurrando-. Es usted un traidor, y ahora le ruego que me disculpe.

Dicho esto, salió del recinto.

El cuadro que tanto había escandalizado al Tortuga se llamaba Complacencia y, aunque no lo conservé mucho tiempo, le había dedicado tantos esfuerzos que todos los detalles quedaron grabados en mi memoria. Si quisiera, podría volver a pintarlo con toda precisión. Lo que me inspiró aquel cuadro fue una escena que había presenciado unas semanas antes, algo que había visto mientras paseaba con Matsuda.

íbamos a ver a un colega de Matsuda en la compañía Okada-Shingen, a quien quería presentarme. Fue a finales de verano. El calor fuerte ya había pasado, pero recuerdo que me costaba caminar a la velocidad de Matsuda y, cruzando el puente metálico de Nishizuru, aún me veo limpiándome el sudor de la frente, deseando que Matsuda aminorara el paso. Aquel día mi compañero vestía un elegante traje de verano y, como siempre, llevaba el sombrero algo inclinado. A pesar del ritmo que llevaba, sus pasos no daban la impresión de alguien que tuviera prisa y, cuando llegamos a mitad del puente y nos detuvimos, ni siquiera me pareció que tuviera calor.

– Desde aquí hay una vista interesante -observó-. ¿No te parece?

La vista era un amasijo de tejados, unos de amianto y todo tipo de chapas, y otros de uralita, encajados entre dos fábricas siniestras, una a la derecha y otra a la izquierda. La zona de Nishizuru todavía hoy sigue siendo un barrio pobre, pero en aquella época era aún peor. Cualquiera que al pasar por el puente hubiese echado un vistazo, habría pensado que se trataba de un barrio abandonado a medio derruir, de no ser por las numerosas y diminutas siluetas que, mirando con atención, se podían distinguir en movimiento de una casa a otra, como hormiguitas pululando entre las piedras.

– Mira ahí abajo, Ono -dijo Matsuda-. En esta ciudad cada vez hay más barrios así. Hace sólo dos o tres años el sitio no estaba tan mal, pero ahora se está convirtiendo en un barrio de chabolas. Cada vez hay más gente pobre que se ve obligada a dejar sus casas y el campo para venir a pasar necesidades a sitios como éste, donde ya viven otros en iguales condiciones.

– Es horrible -dije-, dan ganas de hacer algo. Matsuda me sonrió con ese aire de superioridad con el que siempre me hacía sentir estúpido e incómodo.

– Siempre las buenas intenciones -dijo mirando el paisaje-. Todos las tenemos, gente de toda condición, pero, mientras tanto, estos lugares se van extendiendo como una plaga. Respira hondo, Ono, hasta aquí llega el olor de las alcantarillas.

– Había notado que olía a algo, pero… ¿de verdad viene de ahí abajo?

Matsuda no respondió. Siguió contemplando toda aquella miseria con una extraña sonrisa en la cara. Luego dijo:

– Son raras las veces que un político o un hombre de negocios ve lugares así. Y si los ven es desde cierta distancia, como nosotros ahora. Me pregunto si habrá uno solo que haya pasado por ahí abajo y, ya que estamos, también me pregunto cuántos artistas habrán hecho lo mismo. Advertí su tono desafiante y le propuse:

– Si no llegamos tarde a la cita, no me importaría.

– Al contrario, incluso podríamos ahorrarnos uno o dos kilómetros.

Matsuda no se había equivocado al pensar que el olor procedía de las alcantarillas del barrio. Una vez que estuvimos a los pies del puente y nos adentramos por las callejuelas, el hedor se fue haciendo más intenso, casi nauseabundo. No corría brisa alguna que pudiese combatir el calor. En el aire sólo se movían las moscas con un zumbido constante. Una vez más, tuve que esforzarme por seguir el paso de Matsuda, aunque no tenía el menor deseo de que lo aminorase.

A nuestro lado se sucedían extrañas construcciones, como los puestos de un mercado que hubiese cerrado aquel día, pero en realidad eran casas de una sola habitación, algunas separadas de la calle sólo por una cortina. De vez en cuando había viejos sentados a la puerta, que nos miraban curiosos pero no de un modo hostil. Había niños por todas partes, moviéndose en todas direcciones; los gatos se diría que nos salían de los pies a toda velocidad. Sin dejar de andar, íbamos esquivando las sábanas y la ropa que colgaba de simples pedazos de cuerda. Se oía llorar a los niños, ladrar a los perros y las voces de los vecinos que conversaban entre sí desde sus respectivas casas sin correr la cortina. Al cabo de un rato, mi atención se centró sobre todo en las acequias del alcantarillado que transcurrían paralelas al camino por donde íbamos andando. Sólo las moscas las cubrían y, al tiempo que seguía a Matsuda, me fue invadiendo la sensación de que las acequias se estrechaban cada vez más hasta convertirse en un tronco caído sobre el que nos aventurábamos.

Al final llegamos a una especie de patio, donde el camino se veía interrumpido por una aglomeración de cabanas miserables. Sin embargo, Matsuda señaló un hueco que quedaba libre entre dos cabanas por donde se veía el campo abierto.

– Si cortamos por ahí -dijo-, salimos detrás de la calle de Kogane.

Cerca del pasaje que Matsuda señalaba, tres muchachos estaban inclinados sobre algo que había en el suelo y que empujaban con unos palos. Al acercarnos, se volvieron bruscamente con gesto amenazante y, aunque no veía nada, algo me decía que estaban torturando a un animal. Matsuda debió llegar a la misma conclusión, porque al pasar junto a ellos me dijo:

– En fin, no tienen con qué divertirse.

En aquel momento apenas pensé en los muchachos, pero unos días después la imagen de los tres niños que nos miraban con gesto amenazante, levantando los palos entre aquella miseria, acudió a mí con toda precisión de detalles, y la utilicé como tema central de Complacencia. Sin embargo, debo decir que la imagen que aquella mañana el Tortuga captó furtivamente de mi cuadro, todavía inacabado, era infiel en un par de cosas a la imagen real de los tres niños. Vestían los mismos harapos y el fondo, la mísera cabana, era también el mismo. Sólo el gesto había cambiado, ya no era la mirada amenazante de tres criminales de corta edad sorprendidos en plena faena, era el gesto viril de tres samurais listos para la lucha. Y no es ninguna coincidencia que los plasmara sujetando los palos en las posturas clásicas del kendo.

Encima de la cabeza de los tres muchachos, el Tortuga también tuvo que atisbar una segunda imagen. Tres hombres gruesos, bien vestidos, cómodamente sentados en un café. Aparecían riéndose, con unos rostros algo decadentes, como si estuviesen gastando bromas sobre sus amantes o algo por el estilo. Las dos imágenes quedaban encerradas en un mismo marco, los contornos del archipiélago nipón. En el margen derecho, en letras rojas, se leía «Complacencia» y en el izquierdo, en letras más pequeñas, «Pero los jóvenes están dispuestos a defender su dignidad».

Es posible que la descripción de una obra tan simple les diga algo, sobre todo si conocen ustedes mi cuadro Mirada hacia el horizonte. Fue una imagen muy conocida por los años treinta en toda la ciudad. En realidad, Mirada hacia el horizonte era una reelaboración de Complacencia, con las diferencias propias de la evolución lógica de mi estilo entre uno y otro cuadro. Recordarán ustedes que esta última obra también presentaba el contraste de dos imágenes superpuestas unidas por el contorno de Japón. La imagen superior seguía siendo la de los tres hombres bien vestidos conversando entre ellos, esta vez con expresión nerviosa, mirándose unos a otros para ver quién toma la iniciativa. Sus caras, ya lo saben ustedes, eran parecidas a las de tres importantes políticos. En cuanto a la imagen inferior, la dominante, los tres pordioseros habían sido sustituidos por tres soldados de rostro severo: dos con bayonetas, flanqueando al oficial del centro, que empuña su espada señalando en dirección al oeste, hacia Asia. Detrás ya no aparecía un fondo de miseria sino la bandera militar del sol naciente. La palabra «Complacencia» del margen derecho había sido reemplazada por «Mirada hacia el horizonte». El mensaje de la izquierda era: «Basta de palabras cobardes, Japón debe seguir adelante.»

Si no conocen ustedes la ciudad es posible que nunca hayan visto esta obra, pero no exagero si digo que la mayoría de la gente que vivió en este lugar antes de la guerra conoció el cuadro, en aquella época muy elogiado, en primer lugar, por la fuerza de su técnica, pero, sobre todo, por la fuerza del color. Ya sé que ahora Mirada hacia el horizonte, a pesar de sus valores artísticos, es un cuadro desfasado. Reconozco incluso que es un cuadro vergonzoso por los sentimientos que refleja. No soy de los que temen reconocer los errores de épocas pasadas.

Pero en fin, no pretendo hablarles de Mirada hacia el horizonte.

Sólo lo he mencionado por su relación con el cuadro anterior y para dejar bien clara la influencia que Matsuda tuvo posteriormente en mi carrera. Había empezado a ver regularmente a Matsuda unas semanas antes de encontrarme con el Tortuga en la cocina, la mañana de su descubrimiento. Una prueba de lo mucho que me atraían sus ideas, es que lo vela con frecuencia y, que yo recuerde, al principio no había sentido hacia él ninguna simpatía. Nuestras primeras conversaciones siempre habían acabado en riñas. Una noche, por ejemplo, poco después de haberlo seguido por entre las míseras calles de Nishizuru, me llevó a un bar del centro de la ciudad. No recuerdo el nombre del bar ni la zona, pero recuerdo que era un lugar sucio y oscuro, frecuentado por los peores estratos de la ciudad. Apenas entramos me sentí intranquilo. Matsuda, en cambio, estaba como en su casa e incluso saludó a dos hombres que jugaban a las cartas antes de llevarme a un reservado donde había una mesita libre.

Mi intranquilidad fue en aumento cuando unos minutos más tarde dos hombres, de aspecto recio y bastante borrachos, se acercaron hasta nuestro reservado dando traspiés, buscando conversación. Matsuda se limitó a decirles que se fueran. Yo pensé que habría problemas, pero al parecer mi compañero los desconcertó de tal modo que se alejaron sin rechistar.

Estuvimos bebiendo y hablando durante un rato hasta que, en un momento dado, nos empezamos a exaltar. Recuerdo haberle dicho:

– Comprendo que, a veces, la gente como tú se burle de nosotros los artistas, pero te equivocas si piensas que no sabemos nada de este mundo.

Matsuda soltó una carcajada y contestó:

– Ono, recuerda que yo trato con muchos artistas y, en general, formáis un grupo de gente terriblemente decadente. A veces, más ajenos a las cosas de este mundo que un niño.

Cuando iba a responderle, Matsuda prosiguió:

– Por ejemplo, piensa en tu proyecto, el que me acabas de exponer con tanta seriedad. Es muy conmovedor, pero permíteme que te diga que es una prueba más de lo ingenuos que sois los artistas.

– No veo por qué encuentras tan ridículo mi proyecto. Claro que me equivocaba si creía que te importaba la pobreza de esta ciudad.

– No es necesario que emplees ese tono tan sarcástico e infantil. Sabes muy bien que me importa. Pero vamos a pensar un momento en tu proyecto. Imagínate que logras lo imposible y tu maestro te da su consentimiento. Os pasáis todos una semana, o dos, en la casa, pintando, ¿cuántos? ¿Veinte cuadros? Treinta como mucho. ¿Para qué más? De todas formas, no conseguiríais vender más de diez u once. Y con eso qué. Las pocas ganancias os cabrían en un bolso con el que podríais pasearos por los barrios pobres repartiendo monedas. ¡A cada pobre un sen!

– Discúlpame, Matsuda, pero me tomas por un alma ingenua y te equivocas. Yo no he dicho que en la exposición sólo deba participar el grupo de Mori-san. Sé perfectamente que la pobreza que intentamos combatir es un problema muy grave, y por eso te he hecho esta propuesta. Los que venís de Okada-Shingen estáis en una posición privilegiada. La situación de esa gente miserable podría aliviarse con grandes exposiciones organizadas regularmente en toda la ciudad, que atrajesen cada vez a más artistas.

– Lo siento, Ono -dijo Matsuda con una sonrisa mientras meneaba la cabeza-, pero me temo que, después de todo, sigo teniendo la razón. Los artistas sois una raza desesperadamente ingenua. -Se echó hacia atrás y suspiró. Nuestra mesa estaba cubierta de ceniza de cigarrillos y Matsuda, con la arista de una caja de cerillas vacía que habían dejado los clientes anteriores, trazaba formas geométricas, pensativo-. Actualmente -prosiguió-, el gran talento de muchos artistas consiste en mantenerse apartados del mundo. Por desgracia, parece que cada día son más, y tú, Ono, has caído en la órbita de uno de ellos. No te enfades, es la verdad. Sabes del mundo que te rodea menos que un niño. Por ejemplo, seguro que ni siquiera sabes quién era Carlos Marx.

Lo miré malhumorado pero no dije nada. Matsuda se rió y dijo:

– ¿Ves? Pero no te preocupes. La mayoría de tus colegas están aún peor.

– No seas absurdo. Claro que conozco a Carlos Marx.

– Discúlpame, Ono. Te he infravalorado. Pero habíame de Carlos Marx, por favor.

Yo me encogí de hombros.

– Creo que ha sido el líder de la revolución rusa, ¿no?

– ¿Y Lenin? Su segundo de a bordo, supongo.

– Pues uno de sus camaradas.

Al ver que volvía a reírse añadí, antes de que abriera la boca:

– De todas formas, son preguntas ridiculas. Me hablas de cosas de un país muy lejano, pero yo te hablo de los pobres de aquí, de nuestra ciudad.

– Sí, Ono, tienes razón. Pero ¿ves?, como te he dicho, ignoras muchas cosas. Tu idea de que la sociedad Okada-Shingen se preocupa por despertar a los artistas y meterlos de lleno en el mundo no es errónea. Pero si te he hecho creer que la intención de nuestra compañía es convertirse en un fondo para pobres, olvídalo, la caridad no nos interesa.

– No veo qué puede tener de malo un poco de caridad, y, si además sirve para abrirnos los ojos a unos cuantos artistas decadentes, pues mucho mejor.

– Te falta mucho para abrir los ojos si crees que un poco de caridad es el modo de ayudar a los pobres. La verdad es que se avecina una crisis. Japón está en manos de hombres de negocios codiciosos y de políticos débiles. Con gente así, es normal que cada día haya más miseria. La única solución es que nosotros, los jóvenes, hagamos algo. No creas que soy un agitador de masas. A mí sólo me interesa el arte y los artistas como tú. Jóvenes talentos que aún no estáis inmersos en ese mundillo que os rodea. La función de Okada-Shingen es abrirles los ojos a jóvenes como tú y crear obras de verdadero valor para estos difíciles tiempos que corren.

– Discúlpame, Matsuda, pero me parece que el ingenuo eres tú. El mayor interés del artista es plasmar la belleza que pueda tener ante sí. Pero, por mucho que lo consiga, el efecto no será ni mucho menos el que tú dices. Si el objetivo de la Okada -Shingen es el que tú pretendes, me parece que está mal concebida, fundada en una idea errónea e ingenua de lo que el arte puede o no puede hacer.

– Ono, sabes muy bien que no vemos las cosas de un modo tan simple. Okada-Shingen no está aislada. Hay jóvenes como nosotros en todas las capas de la sociedad, en el ejército, en la política, que piensan como nosotros. Somos la nueva generación. Sólo juntos podremos hacer algo, y a los que nos sentimos profundamente unidos al arte, nos gustaría verlo más vinculado al mundo de hoy. Realmente, Ono, en épocas como esta en que la gente es cada día más pobre y los niños que vemos por la calle están cada día más enfermos y hambrientos, lo último que debe hacer un artista es encerrarse a pintar cuadros de prostitutas. Veo que sigues enfadado y que ahora mismo estás pensando cómo atacarme, pero no te estoy hablando con mala intención, Ono. Mi mayor deseo es que pienses en todo lo que te he dicho, sobre todo, porque te considero persona de mucho talento.

– Pero entonces dime, Matsuda, ¿cómo podemos ayudarte unos artistas necios y decadentes en esa gran revolución tuya?

Para mayor escarnio, Matsuda volvió a sonreír con aire de desprecio.

– ¿Revolución? Vamos, Ono. Son los comunistas los que quieren hacer la revolución, no nosotros. Muy al contrario. Lo que deseamos es una restauración, que Su Majestad Imperial el Emperador recupere el cargo que le corresponde como jefe de Estado.

– Pero si precisamente eso es lo que es.

– Verdaderamente, Ono, ¡mira que eres ingenuo! -Si hasta ahora había mantenido el tono de su voz, en ese momento, habló con más energía-. Nuestro Emperador es nuestro jefe legítimo, pero… ¿en qué se ha convertido? Hombres de negocios y políticos le han arrebatado el poder. Escúchame bien, Japón ha dejado de ser un país atrasado lleno de campesinos. Ahora es una nación poderosa, capaz de rivalizar con cualquier país de Occidente. Dentro del continente asiático, es una nación gigante entre naciones débiles y pequeñas y, sin embargo, dejamos que nuestra gente caiga en la miseria y nuestros niños mueran famélicos. Entretanto, los negocios prosperan y los políticos sólo hablan y se excusan. ¿Crees que un país de Occidente toleraría una situación semejante? Ya hace tiempo que habrían reaccionado.

– ¿Cómo reaccionado? ¿A qué te refieres?

– Ya es hora de que levantemos un imperio tan rico y poderoso como el británico o el francés. Tenemos que usar nuestra fuerza para extender nuestras fronteras. Ha llegado el momento de ponernos a la altura que nos corresponde como potencia mundial. Tenemos los medios, créeme, lo que ahora necesitamos es voluntad, pero antes tenemos que deshacernos de los hombres de negocios y de todos esos políticos para que el ejército no tenga que rendir cuentas más que a Su Majestad Imperial el Emperador. -En ese momento se rió y se quedó mirando las figuras geométricas que había estado dibujando en la ceniza de los cigarrillos-. Pero en fin, de eso se encargarán otros. Nosotros de lo que tenemos que ocuparnos es del arte.

No creo que el estupor que sintió el Tortuga dos o tres semanas después en la cocina tuviera mucho que ver con los temas de mis discusiones con Matsuda. No era lo bastante agudo como para percibir todas esas connotaciones en mi cuadro a medio acabar. A lo sumo vería mi falta de respeto hacia los principios de Mori-san. Me había reído del deber colectivo de plasmar la frágil luz del mundo flotante. El impacto visual lo había reforzado con una osada caligrafía pero, sobre todo, lo que más le había escandalizado era mi técnica de contornos bien marcados, un método muy tradicional que se oponía totalmente a las enseñanzas de Mori-san.

En fin, cualquiera que fuese el motivo de su indignación, después de aquella mañana comprendí que al final tendría que desvelar mis ideas antes mis compañeros y que mi maestro, tarde o temprano, también acabaría conociéndolas. Por ese motivo, cuando tuve aquella conversación con Mori-san en los jardines de Takami, ya sabía muy bien lo que debía decirle. Estaba decidido a no dejarme apabullar.

Fue una o dos semanas después del episodio de la cocina. Mori-san y yo habíamos ido de compras a la ciudad, no sé si para elegir y encargar material de trabajo, no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que no lo noté raro conmigo. Cuando ya oscurecía, como nos quedaba todavía un poco de tiempo antes de coger el tren de vuelta, decidimos dar un paseo por los jardines de Takami, después de subir la escalinata de detrás de la estación de Yotsugawa.

Por aquella época en los jardines de Takami había un pabellón muy agradable, justo a la altura del cerro que domina toda esa parte de la ciudad, a muy poca distancia de donde se levanta ahora el monumento a la paz. El pabellón se destacaba sobre todo por los faroles que colgaban del tejado, un hermoso tejado. Aquella noche, sin embargo, recuerdo que los faroles estaban apagados. Una vez dentro, había una sala muy espaciosa, pero, como no estaba cerrada, sólo los arcos que sostenían el tejado se interponían entre el visitante y el paisaje.

Creo que hasta entonces no sabía que existiera ese pabellón, lo descubrí por lo tanto gracias a Mori-san. Antes de que quedara destruido por la guerra fue durante muchos años uno de mis lugares favoritos. Cada vez que nos cogía de paso entraba con mis alumnos, y creo que fue en ese pabellón, justo antes de empezar la guerra, donde tuve mi última conversación con Kuroda; de mis alumnos, el de más talento.

En cualquier caso, aquella tarde en que entré con Mori-san, el cielo se había vuelto de color púrpura y entre los tejados empezaban a brillar luces que rompían la oscuridad. Mori-san se acercó al borde, se apoyó en uno de los arcos observando el cielo y, con aire satisfecho, me dijo sin mirarme:

– Ono, en la bolsa hay cerillas y velas. Enciende estos faroles, por favor. Creo que el efecto será más interesante.

A medida que fui encendiendo los faroles, los jardines que rodeaban el pabellón, sumidos ya en el silencio, se ocultaron tras las sombras. Mientras tanto, no cesaba de observar la silueta de Mori-san que se destacaba sobre el cielo. Cuando ya llevaba encendidos la mitad de los faroles le oí decir:

– Y bien, Ono, ¿qué es lo que tanto te preocupa?

– ¿Cómo dice?

– Antes has dicho que había algo que te preocupaba. Sonreí y levanté el brazo para encender otro farol.

– Es una tontería, Sensei. No quisiera molestarlo, pero el problema es que no sé qué pensar. El caso es que hace dos días, reparé en que algunos de mis cuadros no estaban en el sitio en que yo suelo dejarlos en la cocina.

Mori-san se quedó un rato callado. Después dijo:

– ¿Y los otros qué dicen?

– Ya les he preguntado, pero al parecer no saben nada. O al menos, no quieren decirme nada.

– ¿Cuál es tu conclusión, entonces? ¿Crees que se trata de una conspiración?

– Bueno, la verdad es que tengo la impresión de que me rehuyen. De hecho, durante estos últimos días no he podido tener la menor conversación con ninguno de ellos. Cuando entro en una habitación se callan o salen todos juntos.

Mori-san no dijo nada y, al volverme hacia él, vi que seguía absorto contemplando el atardecer. Cuando me disponía a encender otro farol, le oí decir:

– Tus cuadros los tengo yo. Siento que por mi culpa te hayas alarmado. El otro día tenía un poco de tiempo libre y pensé que era un buen momento para echar un vistazo a tus últimas obras. Al parecer, habías salido. Debería habértelo dicho a tu vuelta. Lo siento, Ono.

– No tiene importancia, Sensei. Me siento halagado de ver que se interesa usted por mi obra.

– Es normal que me interese. Eres mi mejor discípulo. He pasado años alimentando tu talento.

– Lo sé, Sensei. No sabría decirle cuánto le debo. Ambos nos quedamos callados y yo seguí encendiendo los faroles. En un momento determinado me detuve y dije:

– Me alegro de que no les haya pasado nada a mis cuadros. Tenía que haber supuesto que se trataba de algo así. Ahora ya estoy tranquilo.

Mori-san no respondió. Por lo que podía ver de su silueta seguía contemplando el paisaje. Creí que no me había oído y repetí en voz un poco más alta:

– Me alegro de saber que no les ha pasado nada a mis cuadros.

– Sí, Ono -dijo Mori-san como si lo hubiese arrancado de sus pensamientos más profundos-. Disponía de un poco de tiempo libre y le pedí a alguien que fuera a buscar tus últimos cuadros.

– He sido un tonto por preocuparme. Me alegro de que las pinturas estén a salvo.

Como se quedó otra vez callado volví a pensar que no me había oído. Pero entonces dijo:

– Lo que vi me sorprendió un poco. Supongo que explorabas nuevos caminos.

Naturalmente, es posible que no utilizara esa misma frase «explorabas nuevos caminos». Es una frase que yo usaba con frecuencia esos últimos años y es posible que ahora recuerde las palabras que yo mismo dije a Kuroda, la última vez que lo vi, también en el pabellón. Sin embargo, creo que Mori-san también hablaba a veces de «explorar caminos». Supongo que, una vez más, éste es otro ejemplo de una particularidad personal que, en realidad, es herencia de mi antiguo maestro. De todas formas, mi única respuesta fue sonreír un poco violento y encender otro farol. Después oí que decía:

– No está mal que un artista joven haga sus experimentos, sobre todo porque le sirve para desprenderse de algunos caprichos. Al mismo tiempo le permite retomar en serio su trabajo, poniendo más de sí mismo. -Hizo una pausa y murmuró para sus adentros-: No, experimentar no es malo. Es otra faceta de la juventud. No es nada malo.

– Sensei -le dije-, estoy convencido de que mis últimos cuadros son lo mejor que he hecho.

– No es malo, no es nada malo. Pero tampoco hay que pasar mucho tiempo experimentando. Sería como viajar demasiado. No, lo mejor es reemprender seriamente el trabajo lo antes posible.

Esperé a ver si decía algo más y, al cabo de un rato, dije:

– La verdad es que he sido un tonto precupándome por los cuadros. Sin embargo, ¿sabe?, son las obras de las que más orgulloso me siento. De todas formas debería haber supuesto que se trataba de algo por el estilo.

Mori-san guardó silencio. Encendí otro farol y al observarlo no supe muy bien si meditaba mis palabras o pensaba en otra cosa. Se iba produciendo una extraña mezcla de luz en el pabellón conforme el cielo se oscurecía y los faroles se encendían uno tras otro. Sin embargo la figura de Mori-san seguía siendo una silueta apoyada en un arco de espaldas a mí.

– A propósito, Ono -dijo al final-. Me han dicho que hay una o dos pinturas de las que has hecho últimamente que no están con las que yo tengo.

– Es posible. Hay una o dos que he puesto en otro sitio.

– Y seguro que son de las que más orgulloso te sientes.

Como me quedé callado, Mori-san prosiguió:

– A ver si a la vuelta me las enseñas. Me gustaría mucho verlas.

Me quedé un rato pensativo y dije:

– Le agradecería mucho que diera usted su opinión. El problema es que no estoy seguro de saber dónde las he dejado.

– Bueno, espero que las busques.

– Sí, Sensei. Mientras tanto, podría ayudarle a desalojar los otros cuadros que ha examinado usted tan amablemente. Deben de estar molestándole. Me los llevaré en cuanto volvamos.

– No te preocupes por esas pinturas, Ono. -Suspiró cansado y volvió a contemplar el cielo-. De modo que no crees que puedas enseñarme esos cuadros.

– Así es, Sensei. Me temo que no.

– Ya. Supongo que habrás pensado en tu futuro, en el caso que renuncies a mi protección.

– Esperaba que comprendiera usted mi situación y siguiera ayudándome en mi carrera. Como no contestaba, añadí:

– Sensei, me dolería mucho dejar la casa. Estos últimos años han sido los más valiosos y felices de mi vida. A mis colegas los veo como hermanos. Y en cuanto a usted, no sabría decirle cuánto le debo. Le ruego que examine de nuevo mis cuadros. A nuestro regreso, puedo explicarle qué es lo que he pretendido en cada uno de ellos.

Siguió sin dar muestras de haberme oído, de modo que continué:

– Durante estos años he aprendido mucho. He aprendido mucho observando el mundo flotante y apreciando la fragilidad de su belleza. Pero ahora, siento que debo pasar a otras cosas. Sensei, pienso que en tiempos como los que corren, los artistas deben aprender a valorar otras cosas más tangibles y dejar a un lado placeres que desaparecen con la luz del día. No es necesario que los artistas se queden siempre en ese mundo cerrado y decadente. Sensei, mi conciencia me dice que algún día tendré que dejar de ser un artista del mundo flotante.

Tras pronunciar estas pala.bras, volví a centrarme en los faroles. Al cabo de un rato dijo Mori-san:

– Desde hace un tiempo eres el más aventajado de mis alumnos. Tu marcha me causaría cierto dolor. Te doy tres días para enseñarme esos cuadros que faltan. Enséñamelos y después vuelve a ocuparte de las cosas que te convienen.

– Sensei, ya le he dicho que, muy a mi pesar, no podré enseñarle esos cuadros.

Me pareció oír que se reía para sus adentros. Después dijo:

– Como tú mismo has señalado, corren tiempos difíciles. Más aún para un artista prácticamente desconocido y sin recursos. Si no fueras tan brillante, temería por tu futuro después de abandonarme, pero eres un muchacho inteligente y, sin duda, ya tendrás algo previsto.

– En realidad, no tengo previsto nada en absoluto. La casa ha sido mi hogar durante mucho tiempo y nunca me he planteado que algún día dejaría de serlo.

– En fin, como he dicho, si no fueras tan brillante habría motivo para preocuparse. Pero eres un joven inteligente. -Vi que la silueta de Mori-san se volvía hacia mí-. Sin duda, encontrarás trabajo en revistas y otras ilustraciones. Quizá hasta puedas volver a la empresa en la que trabajabas antes de venir a verme. Claro que para ti significaría el final de tu carrera como verdadero artista. En fin, son cosas que ya habrás considerado.

Para un profesor consciente de que aún goza de la admiración de su alumno, son palabras que pueden resultar innecesariamente malévolas, pero si consideramos el tiempo y los esfuerzos que un gran maestro invierte en un discípulo, es más fácil comprender, y casi excusar, la reacción incontrolada del maestro, sobre todo de un maestro que permite que el público asocie su nombre al de su discípulo. Y aunque la estratagema para recuperar las obras parezca mezquina, comprenderán que un maestro que ha facilitado prácticamente todo el material de pintura, se olvida en un momento así de que el alumno está en su derecho si pretende conservar su propia obra.

A pesar de todo, siempre es lamentable que un preceptor se muestre tan arrogante y posesivo, por muy célebre que sea. De vez en cuando, aún me viene a la memoria aquella fría mañana de invierno e incluso parece que me llega el fuerte olor a quemado. Fue el último invierno antes de que estallara la guerra y yo esperaba nervioso ante la puerta de Kuroda, un cuchitril que tenía alquilado en la zona de Nakamachi. El olor a quemado venía, sin ninguna duda, del interior. También se oía sollozar a una mujer. Llamé varias veces a la campanilla, pero nadie vino a abrirme. Al final decidí entrar, pero, en ese momento, mientras corría la puerta, apareció un policía en la entrada.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Busco al señor Kuroda. ¿Sabe si está en casa?

– Al ocupante de esta casa se lo ha llevado la policía para hacerle un interrogatorio.

– ¿Un interrogatorio?

– Le aconsejo que vuelva a su casa -dijo el policía-. Si no, empezaremos también con usted. Nos interesa conocer a todas las amistades del ocupante de esta casa.

– Pero ¿por qué? ¿Acaso ha cometido algún delito?

– No nos gusta la gente como él. Y si usted no se larga pronto, empezaremos también a interrogarlo.

Adentro, la mujer seguía sollozando. La madre de Kuroda, supuse, y también oí a alguien que le estaba gritando algo.

– ¿Y su superior? -pregunté.

– Vamos, lárguese. ¿O quiere que también lo detengan?

– Antes de nada -dije-, déjeme presentarme. Me llamo Ono. -Al parecer, mi nombre no le decía nada, de modo que seguí hablando, sin demasiado aplomo-. Yo soy la persona que ha proporcionado la información por la cual usted está aquí. Me llamo Masuji Ono, soy pintor y miembro del Comité de Cultura del Ministerio del Interior. Más concretamente, soy consejero especial del Comité de Actividades Antipatriotas. Creo que esta operación es un error, y por eso quisiera hablar con la persona que la dirige.

El policía me miró con suspicacia, después se volvió y entró en la casa. Al poco rato regresó y me dijo que lo siguiera.

Dentro de la casa habían vaciado armarios y cajones, y su contenido estaba tirado por el suelo. Con algunos libros habían hecho un paquete, y en la sala principal el tatami estaba levantado y un policía inspeccionaba el suelo con una linterna. De detrás de una mampara llegaban los sollozos de la madre de Kuroda, mientras otro policía le hacía preguntas.

Me llevaron a la terraza de detrás de la casa. En medio de un patio pequeño había un policía de uniforme y otro de paisano, de pie junto a un fuego. El de paisano se dirigió a mí:

– ¿El señor Ono? -preguntó muy respetuosamente.

El policía que me había acompañado se dio cuenta del mal trato que me había dispensado y volvió a meterse en la casa rápidamente.

– ¿Qué ha sido del señor Kuroda?

– Está siendo sometido a un interrogatorio. Lo estamos tratando bien, no se preocupe.

Me quedé mirando fijamente el fuego que ya estaba casi apagado. El policía removía los restos con un palo.

– ¿Con qué derecho han quemado esos cuadros? -pregunté.

– Tenemos por norma destruir todo el material ofensivo que no vaya a ser utilizado como prueba. Hemos escogido unos cuantos como muestra y toda la basura que quedaba la hemos quemado.

– No sabía -dije- que era esto lo que iban a hacer. A la comisión sólo les dije que enviaran a alguien que metiera en razón a Kuroda, que hablase con él. -Volví a fijar mi mirada en el montón de ascuas que seguían ardiendo-. No era necesario quemar nada de eso. Había obras muy buenas.

– Señor Ono, le agradecemos mucho su ayuda, pero ahora debe usted dejar la investigación en manos de las autoridades competentes. Procuraremos que a su amigo Kuroda se lo trate con justicia.

El hombre sonrió y, volviéndose hacia el fuego, le dijo algo al policía de uniforme. Este volvió a remover las cenizas y murmuró entre dientes:

– Basura antipatriota.

Me quedé en la terraza, sin dar crédito a mis ojos. Finalmente, el policía de paisano se volvió hacia mí y me dijo:

– Le aconsejo que se vaya a su casa.

– ¡Esto es una locura! -dije-. ¿Y por qué están interrogando a la señora Kuroda? ¿Qué tiene ella que ver?

– Eso es cosa de la policía, señor Ono. Ya no es asunto suyo.

– ¡Qué locura! Pienso informar de esto al señor Ubukata. O quizá lo mejor es que acuda directamente al señor Saburi.

El policía de paisano llamó a alguien de la casa y de pronto apareció el policía que me había abierto la puerta.

– Déle las gracias al señor Ono y acompáñelo fuera -ordenó el policía de paisano. Al volverse hacia el fuego le dio un ataque de tos-. Con malos cuadros el humo es aún peor -dijo haciendo una mueca y apartándose el humo de la cara.

Pero todo esto carece ahora de importancia. Creo recordar que estaba hablando de la visita que Setsuko me hizo el mes pasado. Concretamente, les narraba las anécdotas que Taro contó en la mesa referentes a sus colegas.

Si no recuerdo mal, la cena prosiguió en un ambiente muy agradable. No obstante, cada vez que Noriko nos servía sake, no podía evitar sentirme molesto por Ichiro. Las primeras veces me lanzó miradas de complicidad con una sonrisa a la que yo intentaba responder del modo más neutral posible. Pero, al cabo de un rato, ya no fue a mí sino a su tía a quien observaba malhumorado cada vez que llenaba las tazas de sake.

Después de que Taro nos contara unas cuantas historias divertidas, Setsuko le dijo:

– Usted se burla de todo, Taro-san, pero por lo que me ha dicho Noriko, en su empresa hay muy buen ambiente de trabajo. Así debe dar gusto trabajar.

Taro, de pronto, se puso muy serio.

– Sí, sí lo es -dijo afirmando con la cabeza-. Los cambios que se operaron en la empresa después de la guerra están empezando ahora a dar su fruto. Somos muy optimistas respecto al futuro. De aquí a diez años, si seguimos cumpliendo todos como hasta ahora, KNC no sólo será un nombre importante en Japón sino en todo el mundo.

– Es fantástico. Noriko me estaba contando que el director de su sección es un hombre muy agradable. Eso también debe alentar mucho.

– Exacto. Pero el señor Hayasaka no es sólo un hombre muy agradable, es también una persona muy hábil y competente. Estar por debajo de una persona ineficaz, por agradable que sea, resulta una experiencia muy desmoralizante, créame, Setsuko-san. Para nosotros, que nos dirija alguien como el señor Hayasaka es una suerte.

– Suichi también ha tenido la suerte de tener un jefe muy capaz.

– ¿Es cierto, Setsuko-san? Bueno, de una empresa como la Nippon Electrics es lo menos que puede esperarse. No todo el mundo podría desempeñar un cargo de responsabilidad en esa empresa.

– Sí, para nosotros es una suerte. Pero estoy segura de que en la KNC ocurre lo mismo. Suichi siempre habla muy bien de la KNC.

– Discúlpeme, Taro -intervine yo-. Sin duda, en la KNC tienen motivos más que suficientes para ver el futuro con optimismo, pero lo que querría preguntarle es si realmente resulta tan positiva toda esa criba que hicieron después de la guerra. He oído que de la antigua dirección no queda prácticamente nadie.

Mi yerno sonrió con aire pensativo y respondió:

– Me conmueve el interés que manifiesta, padre. Ya sabemos que la juventud y la energía por sí solas no dan siempre los mejores resultados, pero, francamente, era necesaria una renovación a fondo. La empresa necesitaba nuevos directivos, con ideas más acordes al mundo de hoy.

– Por supuesto. Y no dudo que esos nuevos dirigentes sean hombres capaces. Pero dígame, ¿no cree usted que a veces nos apresuramos demasiado en copiar a los americanos? Yo soy el primero que piensa que muchas de nuestras antiguas costumbres hay que hacerlas desaparecer para siempre, pero… ¿no cree que a veces junto a lo malo nos deshacemos también de cosas buenas? La verdad es que en este momento Japón parece un niño que aprendiera de un adulto extranjero.

– Tiene usted razón, padre. En algunas cosas nos hemos apresurado, pero en conjunto, tenemos mucho que aprender de los americanos. Por ejemplo, en pocos años hemos llegado a asimilar valores como la democracia y los derechos de la persona. Tengo incluso la impresión de que el país ha sentado las bases para levantar un gran futuro. Por eso empresas como las nuestras están tan seguras de su porvenir.

– Es cierto, Taro-san -dijo Setsuko-. Suichi comparte esa misma opinión. En numerosas ocasiones le he oído decir que nuestro país, tras cuatro años de desconcierto, empieza a pensar en el futuro.

Yo habría jurado que la observación iba dirigida a mí aunque le hubiese hablado a Taro, pero este debió de pensar lo mismo porque, en lugar de responderle, prosiguió:

– Por ejemplo, padre, la semana pasada tuve ocasión de cenar con mis compañeros de promoción y, por primera vez desde la rendición, todos los allí presentes, independientemente de su profesión, se mostraron optimistas. Por lo tanto, no es sólo en la KNC donde se advierte prosperar las cosas. Y aunque comprendo que se preocupe usted, estoy convencido de que lo que hemos aprendido estos últimos años será muy útil para nuestro futuro. Bueno, quizá me equivoque.

– No, no, en absoluto -le dije sonriendo-. No hay duda de que sois una generación con futuro. Todos tenéis una gran seguridad en vosotros mismos. Sólo deseo que todo os vaya bien.

Cuando mi yerno se disponía a responder, Ichiro alargó el brazo por encima de la mesa y con el dedo le dio unos golpecitos a la botella de sake, cosa que ya había hecho antes. Taro se volvió y le dijo:

– Ichiro-san, vamos, ayúdanos. ¿Qué quieres ser de mayor?

Mi nieto siguió mirando la botella de sake y, al cabo de un rato, se volvió hacia mí con gesto huraño. Su madre le tocó el brazo y le susurró:

– Vamos, Ichiro, tío Taro te está hablando.

– Quiero ser el presidente de la Nippon Electrics -dijo Ichiro en voz alta. Nos reímos todos.

– ¿Estás seguro? -preguntó Taro-. ¿No preferirías ser nuestro jefe en la KNC?

– Nippon Electrics es la mejor.

Volvimos a reírnos.

– Pero ¡qué pena! -exclamó Taro-. Ichiro-san es justo el hombre que nos hará falta en la KNC dentro de unos años.

A partir de ese momento, a Ichiro pareció olvidársele el sake y, cada vez que los adultos nos reíamos por algo, también se reía con nosotros. Sin embargo, al final de la cena, preguntó con un tono casi de indiferencia:

– ¿Ya no queda sake?

– Nos lo hemos bebido todo -dijo Noriko-, ¿Te apetece un poco de zumo de naranja?

Ichiro rechazó la oferta muy cortésmente, y se volvió hacia Taro que estaba explicándole algo. Por su actitud me di cuenta de lo decepcionado que debía estar y sentí que me invadía una oleada de irritación contra Setsuko por haberse mostrado tan poco comprensiva con el niño.

Una o dos horas más tarde, cuando fui al cuarto de los invitados para desearle las buenas noches, tuve oportunidad de conversar con él. La luz todavía estaba encendida, pero Ichiro, tapado y de espaldas, tenía media cara contra la almohada. Al apagar la luz vi que en el techo y en las paredes de la habitación se proyectaban las varillas de la persiana, iluminadas por la del apartamento de enfrente. De la habitación contigua llegaban las risas de mis hijas y, al arrodillarme al lado de Ichiro, me susurró:

– Ojí, ¿tía Noriko está borracha?

– No, Ichiro, no creo. Sólo se está riendo.

– A lo mejor está un poco borracha, ¿no, Oji?

– Bueno, es posible. Quizá un poco, pero no es nada malo.

– Las mujeres no aguantan bien el sake, ¿verdad, Oji? -dijo riéndose contra la almohada. Yo me reí y le contesté:

– Ichiro, no tienes por qué enfadarte por lo del sake. La verdad es que no importa. Cuando seas mayor, que será muy pronto, podrás beber todo el sake que quieras.

Me puse en pie y me acerqué a la ventana para intentar quitar un poco más de luz. Subí y bajé la persiana varias veces, pero las varillas estaban tan separadas que no había forma humana de impedir que entrase la luz de las ventanas de enfrente.

– No, Ichiro. No tienes por qué estar disgustado. Mi nieto se quedó callado durante un buen rato y al final dijo:

– Oji, usted no se preocupe.

– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir, Ichiro?

– Usted no se preocupe. Si se preocupa, no podrá dormirse. Si la gente mayor no duerme, se pone enferma.

– Muy bien, Ichiro. Entonces te prometo que no me preocuparé. Pero tú no tienes por qué estar disgustado. De verdad, no hay motivo para disgustarse.

Ichiro se quedó callado. Volví a subir y bajar la persiana.

– Claro que… -dije-, si hubieras insistido con lo del sake, Oji ya habría intentado que te diesen un poco. Pero bueno, mejor así. Hemos hecho bien en dejar que las mujeres se salgan con la suya esta vez. No valía la pena que se enfadasen por una tontería.

– En casa -dijo Ichiro-, a veces mi padre quiere hacer algo, pero si madre no quiere, es ella la que gana.

– ¡No me digas! -dije riéndome.

– O sea, que usted no se preocupe.

– No, no tenemos motivo, ni tú ni yo. -Me aparté de la ventana y me arrodillé junto a su cama-. Bueno, ahora intenta dormirte.

– ¿Se queda esta noche?

– No, esta noche Oji se va pronto a casa.

– ¿Y por qué no se queda también usted?

– No hay bastante sitio, Ichiro. Recuerda que Oji tiene una casa muy grande para él solo.

– ¿Vendrá usted mañana a despedirse?

– Claro, Ichiro. Claro que sí. Pero vendréis a vernos muy pronto, seguro.

– No se preocupe usted si no ha conseguido que madre me diera sake.

– Estás creciendo muy deprisa, Ichiro -dije riéndome-. Cuando crezcas serás alguien importante. Quizá hasta consigas ser el jefe de la Nippon Electrics. O algo igual de importante. Bueno, y ahora se acabó la charla, a ver si te duermes.

Seguí sentado a su lado un rato, respondiéndole con pocas palabras cada vez que hablaba. Y creo que fue en esos momentos, mientras esperaba en la oscuridad que mi nieto se durmiera, oyendo de vez en cuando las risas que venían de la habitación de al lado, cuando me puse a reflexionar en la conversación que esa misma mañana había tenido con Setsuko en el parque de Kawabe. Hasta entonces no había tenido ocasión de hacerlo, por eso creo que todavía no habla calibrado lo mucho que sus palabras me habían molestado. Cuando Ichiro se quedó dormido, me reuní con el resto de la familia en el salón ya, de hecho, bastante enfadado con mi hija mayor. Esa fue sin duda la razón para que, poco después de sentarme, le dijera a Taro:

– Resulta raro cuando uno lo piensa. Ya hace dieciséis años que su padre y yo deberíamos conocernos, y sin embargo, hasta este año, no nos hemos hecho amigos.

– Es cierto -respondió mi yerno-, pero esas cosas pasan. Siempre hay vecinos a quienes damos los buenos días, sin más, y claro, es una pena.

– Pero bueno -dije-, en lo que respecta al doctor Saito y a mí, no sólo éramos vecinos; también estábamos unidos por el mundo del arte, los dos éramos conscientes de nuestra reputación. Por eso es todavía más lamentable que su padre y yo no nos esforzásemos antes por ser amigos. ¿No cree, Taro?

Le lancé una mirada a Setsuko para comprobar que estaba escuchando.

– Sí, es una lástima -dijo Taro-. Pero bueno, al final se han hecho amigos.

– Lo que quiero decir, Taro, es que siendo los dos conscientes de la importancia que teníamos en el mundo del arte por aquella época…

– Sí, sí, es una lástima. Si se sabe que un vecino es un colega importante, es normal buscar una relación más íntima. Pero claro, con todas las ocupaciones que uno tiene, no siempre es fácil.

Me quedé mirando a Setsuko satisfecho, pero mi hija no parecía haber captado la importancia de las palabras de Taro. Como es natural, es posible que no estuviera atendiendo; sin embargo, pienso que había comprendido muy bien las palabras de mi yerno, pero que era demasiado orgullosa para devolverme la mirada, ante la prueba evidente de que se equivocaba de medio a medio cuando aquella mañana me hiciera ciertas insinuaciones en el parque Kawabe.

Paseábamos tranquilamente por la avenida central del parque, contemplando la belleza del otoño en los árboles que se erguían a nuestro lado. Habíamos intercambiado impresiones sobre la nueva vida de Noriko y nuestra conclusión era que realmente se sentía muy feliz.

– Estoy muy satisfecho -dije yo-. Su futuro ya empezaba a preocuparme; en cambio ahora parece que todo va a marchar bien. Taro es un hombre admirable. No se puede pedir más.

– Y parece mentira -dijo Setsuko sonriendo- que haga sólo un año estuviésemos todos tan preocupados.

– Estoy muy satisfecho. Y, ¿sabes?, te agradezco mucho tu ayuda. Le diste ánimos a tu hermana cuando las cosas no iban bien.

– Al contrario, estando tan lejos, no podía hacer nada.

– Pero fuiste tú -le dije riéndome- quien me advirtió que tornara precauciones, ¿no te acuerdas? Como ves, seguí tu consejo.

– Discúlpeme, pero ¿qué consejo?

– Vamos, Setsuko, ya no es necesario tanto tapujo. Estoy dispuesto a reconocer que hay aspectos de mi carrera de los que realmente no tengo motivos para estar orgulloso. Así lo reconocí durante las negociaciones, tal y como tú me sugeriste.

– Discúlpeme, pero no sé a qué se refiere.

– ¿No te ha hablado Noriko del miai? Bien, aquella noche me aseguré de que mi carrera no pudiera ser obstáculo para su felicidad. Lo habría hecho de todas formas, sin embargo, agradecí que me lo aconsejaras.

– Discúlpeme, padre, pero no recuerdo que le diera ningún consejo. No obstante, Noriko me ha comentado muchas veces la noche del miai. Recuerdo que me escribió para decirme lo sorprendida que estaba por las palabras que padre… que había dicho usted de sí mismo.

– Sí, me imagino que la sorprendieron. Noriko siempre ha infravalorado a este viejo que tiene por padre, pero no soy de los que hundiría a su hija en la desgracia por negarse a ver las cosas como son.

– Noriko me contó que el modo en que se comportó usted aquella noche la desconcertó mucho. Por lo visto, también a los Saito los desconcertó. Nadie entendía muy bien qué pretendía usted. Suichi se sorprendió mucho cuando le leí la carta de Noriko.

– ¡Es increíble! -dije riendo-. ¡Si fuiste tú la que me impulsó a hacerlo! Fuiste tú la que me sugirió que «tomara precauciones» para que no patináramos con los Saito como habíamos patinado con los Miyake, ¿no te acuerdas?

– Cualquiera diría que he perdido la memoria, pero no, no recuerdo nada de eso.

– En fin, Setsuko, es increíble. Setsuko se detuvo y exclamó:

– ¡Qué bonitos están los arces en esta época del año!

– Es cierto -dije-. Y conforme avance el otoño lo estarán aún más.

– Es fantástico. -Mi hija sonrió y seguimos caminando. Al cabo de un rato dijo-: ¿Sabe, padre?, ayer hablando de no sé qué cosa, Taro-san mencionó casualmente una conversación que había tenido con usted la semana pasada, sobre un compositor que acababa de suicidarse.

– ¿Yukio Naguchi? Ah, sí, la recuerdo. Pero creo que Taro opinaba que el suicidio de Naguchi no tenía sentido.

– En fin, a Taro le preocupaba el interés que mostraba por la muerte del señor Naguchi. Sobre todo que comparase usted su carrera con la de él. Fue algo que nos preocupó a todos. En realidad, desde hace algún tiempo estamos todos bastante preocupados. Ahora que está jubilado, quizá esté usted un poco deprimido.

Me reí:

– En ese sentido podéis estar tranquilos, Setsuko. No pienso seguir el ejemplo del señor Naguchi.

– Por lo que he oído, las canciones del señor Naguchi se hicieron muy famosas en todo el país durante la guerra. Al parecer, su deseo de compartir la responsabilidad que también tenían políticos y generales no carecía de fundamento. Comete usted un error si se ha comparado alguna vez con ellos. Después de todo, usted era pintor.

– Setsuko, te aseguro que no pienso seguir el ejemplo del señor Naguchi. Aunque el orgullo no me impide reconocer que en otra época yo también fui un personaje influyente, por más que el resultado acabara siendo desastroso.

Mi hija se quedó un rato pensativa y después añadió:

– Discúlpeme, pero quizá haya que ver las cosas tal y como son. Usted hizo unos cuadros maravillosos y, sin duda, de todos los pintores fue el más influyente. Pero ¿qué influencia pudo tener su obra en todo esto que estamos hablando? Tiene que dejar de seguir sintiéndose culpable.

– Tu consejo es muy distinto del que me diste el año pasado, Setsuko. Por entonces parecía que mi carrera podría tener un peso decisivo.

– Discúlpeme, padre, pero sigo sin entender por qué hace usted alusión a las negociaciones del matrimonio. Me intriga saber qué importancia podía tener su carrera en el asunto. Por lo visto a los Saito no les preocupaba en absoluto y, como le he dicho, se quedaron muy sorprendidos con su actitud el día del miai.

– No salgo de mi asombro, Setsuko. El caso es que el doctor Saito y yo nos conocíamos desde hacía tiempo. El era uno de los críticos de arte más eminentes de la ciudad. Mi carrera, por lo tanto, no le debía ser desconocida. Creo que hice bien, sobre todo tal y como estaban las cosas, en exponer claramente lo que pensaba al respecto. Además, estoy seguro de que el doctor Saito apreció mi conducta.

– Perdone, pero, por lo que dijo Taro-san, el doctor Saito nunca siguió su carrera muy de cerca. Siempre fueron buenos vecinos, por supuesto. Pero al parecer no sabía que usted estuviese metido en el mundo del arte hasta que empezaron las negociaciones.

– Te equivocas, Setsuko -contesté riéndome-. El doctor Saito y yo nos conocíamos desde hacía muchos años. Muy a menudo nos encontrábamos en la calle y hablábamos de arte.

– Pues debo estar equivocada. Discúlpeme. Sin embargo, hay que dejar bien claro que nadie le ha reprochado a usted nada de su pasado. Por lo tanto, deje de compararse con ese pobre compositor.

No insistí en seguir discutiendo con Setsuko y rápidamente pasamos a hablar de temas más banales. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que mi hija se equivocaba en muchas de las cosas que afirmó aquella mañana. Por una parte, era imposible que el doctor Saito no conociera mi fama de pintor durante aquellos años. Y si esa noche después de la cena conseguí que Taro corroborase lo que yo decía fue sólo para convencer a Setsuko, dado que yo, personalmente, nunca he tenido la menor duda. Todavía recuerdo, por ejemplo, aquel soleado día de hace dieciséis años, en que el doctor Saito me dirigió la palabra por primera vez, mientras yo reparaba la cerca de mi casa. «Es un gran honor tener en el barrio a un artista de su categoría», había dicho al ver mi nombre en la puerta. Lo recuerdo muy bien. No hay duda, por lo tanto, de que Setsuko se equivoca.

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